Comentario a las lecturas Domingo XXIX del Tiempo Ordinario 20 de
octubre de 2019
El domingo pasado Jesús nos recordaba que
tenemos que dar gracias en nuestra oración por los dones que Dios nos regala,
hoy nos recuerda que también es bueno pedir.
¿Sabemos pedir lo que nos conviene?
Ocurre que frecuentemente no sabemos
pedir y nos decepcionamos si Dios no nos concede lo que pedimos.
Vamos a profundizar en las lecturas de
hoy.
La primera
lectura del Libro del Exodo ( Ex 17,8-). En los caps. 16 y 17 del Éxodo se esquematizan tres tipos de peligros que
amenazan la supervivencia del pueblo en su ruta por el desierto, tras la salida
de Egipto: el hambre (cap. 16), la sed (17,1-7) y la guerra (18, 8ss.).
La lectura de hoy recoge un episodio de
guerra. Durante la ruta del desierto los israelitas tuvieron que superar mil
dificultades. Era un camino tortuoso, un sendero largo y escarpado. En medio de
aquellos parajes desolados, se iría curtiendo el guerrero que después abordaría
sin desmayo la conquista de la Tierra Prometida.
Nos narra hoy el hagiógrafo el ataque de
Amalec.
Amalec es el jefe de la tribu de
nómadas que habita en el norte del Sinaí. Es
enemigo tradicional de Israel, pueblo vagabundo del desierto que se dedicaban a
la rapiña. Descendía de la rama de Esaú (Gén. 36,12) y se movía por la región
del Sinaí atacando a los habitantes del sur de Palestina. Son hombres
avezados a la lucha y están ansiosos de arrebatar a los israelitas sus ganados,
sus bienes todos, el botín que traen de Egipto... Ataques por sorpresa, ataques
que se ven venir, ataques de gente armada hasta los dientes.
Ante el peligro se organiza el combate.
Moisés se siente cansado, sin fuerza para ponerse al frente del ejército. Pero
él sabe que su debilidad no es óbice para que la batalla se gane, él está
persuadido de que el primera guerrero es Yahvé, que al fin y al cabo es Dios
quien da la victoria. Convencido de ello, llama a Josué y le expone su plan de
ataque. Escoge unos cuantos hombres, haz una salida y ataca a Amalec...
Josué hará de general y Moisés observará la
batalla desde lo alto del monte. Tal vez la lucha tuvo lugar en algún oasis del
desierto, el narrador no está interesado en la descripción del combate, sino en
presentarnos a Moisés. El éxito o fracaso de la lid dependen de él: la victoria
o la derrota guardan relación directa con el gesto de tener levantados o no los
brazos. El texto nos muestra como Moisés no rezaba solo. Le acompañaban Aarón y
Jur, quienes sujetaban los brazos del profeta para que pudiera continuar con su
plegaria.
El texto parece atribuir una fuerza
mágica a las manos alzadas de Moisés. Sin embargo, no son las manos de Moisés
la causa de la victoria, como no lo son tampoco los carros y los muslos de los
guerreros de Josué. La convicción de que sus triunfos no se debían a sus
propias fuerzas, sino a la ayuda y al poder del Señor, estaba profundamente
arraigada en Israel.
En esta narración se recoge la tradición
de una «disputa» del pueblo con Dios durante la peregrinación en el desierto.
El autor nos da la sustancia de lo que pasó de una manera muy esquemática y de
acuerdo con la tradición teológica del agua de la vida. No sabemos con detalle
lo que sucedió. Lo importante es el hecho del pecado del pueblo que «tienta a
Dios» y lo pone a prueba: ¿está realmente Dios con nosotros? ¿Es tan fuerte
como dicen? ¿Se interesa por nosotros? ¡Probémoslo! Nos hallamos frente a una
nueva modalidad del pecado más antiguo de los hombres: el intento de dominar a
Dios. Queremos que Dios nos dé, ahora y aquí, la señal que realmente le
pedimos. Nos encontramos en el terreno mismo de la magia.
Y Dios responde. Es preciso resaltar aquí
la intercesión de Moisés, que interviene a favor del pueblo (v 4). Dios
responde al pueblo a través de Moisés. Pero no se trata de la acción de un mago
-aquí «el bastón» (5), que es señal de mando, y no una varita mágica, enturbia
un poco el significado de la acción-, sino de la actuación responsable del
jefe, llevada a término bajo la guía de Dios. Notemos las expresiones: «Vete
delante del pueblo» = toma el puesto de jefe con toda responsabilidad; «Yo
estaré allí, delante de ti, en la roca de Horeb» = en mi presencia y con mi
gracia serás jefe responsable del pueblo. Es, pues, con el esfuerzo y con la
responsabilidad humana como Dios interviene y se hace presente en la historia.
A un pueblo que intenta manipular a Dios, Yahvé responde incitándolo al
esfuerzo responsable.
Esta misma lección de la respuesta de
Dios es la que se nos da en el relato del ataque de los amalecitas (vv 8ss).
Notemos aquí que no se trata de un Moisés que reza, sino de un jefe consciente
y responsable de su tarea de dirección, que imprime confianza y fuerza a su
pueblo que lucha.
El responsorial es el salmo 120 (Sal 120,1-8) , salmo incluido entre los que se llamaban de las
“subidas”. Es decir de la llegada de los peregrinos a Jerusalén que, como se
sabe, está en lo alto.
Presentamos un
comentario del Papa Benedicto XVI
a este salmo: «El Señor te guarda de todo mal». Comentario al Salmo 120, «El
guardián del pueblo»
1. Como ya había anunciado el miércoles
pasado, he decidido retomar en las catequesis el comentario a los salmos y
cánticos que forman parte de las Vísperas, utilizando los textos preparados por
mi predecesor, Juan Pablo II.
El
Salmo 120 que hoy meditamos, forma parte de la colección de «cánticos de las
ascensiones», es decir, de la peregrinación hacia el encuentro con el Señor en
el templo de Sión. Es un Salmo de confianza, pues en él resuena en seis
ocasiones el verbo hebreo «shamar», «custodiar», «proteger». Dios, cuyo nombre
se evoca repetidamente, aparece como el «guardián» siempre despierto, atento y
lleno de atenciones, el centinela que vela por su pueblo para defenderlo de
todo riesgo y peligro. El canto comienza con una mirada del orante dirigida hacia
lo alto, «a los montes», es decir, las colinas sobre las que se alza Jerusalén:
desde allí arriba viene la ayuda, pues allí vive el Señor en su templo santo
(Cf. versículos 1-2). Ahora bien, los «montes» pueden hacer referencia también
a los lugares en los que surgen los santuarios idólatras, las así llamadas
«alturas», condenadas con frecuencia por el Antiguo Testamento (Cf. 1 Reyes
3,2; 2 Reyes 18,4). En este caso, se daría un contraste: mientras el peregrino
avanza hacia Sión, sus ojos se fijan en los templos paganos, que constituyen
una gran tentación. Pero su fe es firme y tiene una certeza: «El auxilio me
viene del Señor, que hizo el cielo y la tierra» (Salmo 120, 2).
2.
Esta confianza es ilustrada en el Salmo con la imagen del guardián y del centinela
que, vigilan y protegen. Se alude también al pie que no resbala (Cf. versículo
3) en el camino de la vida y quizá al pastor que en la pausa nocturna vela por
su grey sin dormirse (cfr v. 4). El pastor divino no descansa en el cuidado de
su pueblo.
Aparece
después otro símbolo, el de la «sombra», que implica la reanudación del viaje
durante el día soleado (Cf. versículo 5). Viene a la mente la histórica marcha
en el desierto del Sinaí, donde el Señor camina al frente de Israel «de día en
columna de nube para guiarlos por el camino» (Éxodo 13, 21). En el Salterio con
frecuencia se reza de este modo: «a la sombra de tus alas escóndeme...» (Salmo
16, 8; Cf. Salmo 90, 1).
3.
Tras la vigilia y la sombra, aparece un tercer símbolo, el del Señor que «está
a la derecha» de su fiel (Cf. Salmo 120,5). Es la posición del defensor, tanto
militar como en un proceso: es la certeza de no quedar abandonados en el
momento de la prueba, del asalto del mal, de la persecución. Al llegar a este
punto, el salmista retoma la idea del viaje durante el día caliente en el que
Dios nos protege del sol incandescente.
Pero al día le sigue la noche. En la
antigüedad se creía que los rayos lunares también eran nocivos, causa de fiebre
o de ceguera, o incluso de locura. Por este motivo, el Señor nos protege
también en la noche (Cf. versículo 6).
El
Salmo llega al final con una declaración sintética de confianza: Dios nos
custodiará con amor en todo instante, guardando nuestra vida humana de todo mal
(Cf. versículo 7). Cada una de nuestras actividades, resumida con los verbos
extremos de «entrar» y «salir», se encuentra bajo la mirada vigilante del
Señor, cada uno de nuestros actos y todo nuestro tiempo, «ahora y por siempre»
(versículo 8).
4.
Queremos comentar ahora esta última declaración de confianza con un testimonio
espiritual de la antigua tradición cristiana. De hecho, en el «Epistolario» de
Barsanufio de Gaza (fallecido hacia la mitad del siglo VI), asceta de gran
fama, al que se dirigían monjes, eclesiásticos y laicos por la sabiduría de su
discernimiento, se recuerda en varias ocasiones el versículo del Salmo: «El
Señor te guarda de todo mal, él guarda tu alma». De este modo, quería consolar
a quienes compartían con él sus propias fatigas, las pruebas de la vida, los
peligros, las desgracias.
En
una ocasión Barsanufio respondió a un monje que le pedía rezar por él y por sus
compañeros incluyendo en su augurio este versículo: «Hijos míos amados, os
abrazo en el Señor, suplicándole que os guarde de todo mal y que os dé la fuerza
para soportar como a Job, la gracia como a José, la mansedumbre como a Moisés,
el valor en los combates como a Josué, el hijo de Nun, el dominio de los
pensamientos como a los jueces, el sometimiento de los enemigos como a los
reyes David y Salomón, la fertilidad de la tierra como a los israelitas… Que os
conceda la remisión de vuestros pecados con la curación del cuerpo como al
paralítico. Que os salve de las olas como a Pedro, que os saque de la
tribulación como a Pablo y a los demás apóstoles. Que os guarde de todo mal,
como a sus verdaderos hijos y os conceda lo que le pide vuestro corazón para el
bien del alma y del cuerpo en su nombre. Amén» (Barsanufio y Juan de Gaza,«
Epistolario», 194: «Collana di Testi Patristici», XCIII, Roma 1991, pp. 235-236).” [Benedicto XVI, Plaza de San Pedro del
Vaticano dedicada a comentar el Salmo 120, miércoles, 4 mayo 2005]
La segunda
lectura es de la Segunda Timoteo ( 2 Tim 3,14–4,2) .
Después de haber recordado a Timoteo las maravillas pasadas de la
evangelización (2 Tm 1.) y expuesto las dificultades presentes (2 Tm 2.), Pablo
pasa a enfocar el futuro y sus peligros: herejías y corrupción de la doctrina,
apostasías y persecuciones, signos, según él, del combate decisivo entre el
bien y el mal. Preocupado por armar a su discípulo con vistas a las luchas que
tendrá que librar, le manda que huya de los herejes (2 Tm 3. 1-9), que imite su
ejemplo y que siga su doctrina (2 Tm 3. 10-14). Que se instruya también en la
Sagrada Escritura (vv. 15-16). Y que, "equipado" de esa forma (v.17),
hable "a tiempo y a destiempo" (v.2).
El tema principal sobre el que versa esta fidelidad es la transmisión de
lo recibido. Es una de las preocupaciones fundamentales de este escrito, lo
cual es un indicio de que no procede directamente del Apóstol de los gentiles,
porque en el tiempo de su vida no existía todavía este depósito, tan claramente
definido, sino se estaba definiendo. Tampoco se daba, evidentemente, esta
continua mirada hacia atrás.
El v. 3.14 destaca que el cristiano de las generaciones posteriores no ha
de inventar el núcleo de su fe, sino atenerse y transmitir lo que ha ido
recibiendo de los primeros predicadores, cuyo origen está en definitiva en el
Señor Jesús.
Para este fin la Sagrada Escritura es elemento fundamental, pues en ella
se guardan las líneas principales de este ser cristiano.
Pero es de notar que esta Escritura ha de servir más para salvar que para
informar (v.3.16). La preocupación por una transmisión correcta de la doctrina
no puede hacer olvidar que lo importante es que tal doctrina se viva. Se
insiste más en aspectos prácticos que teóricos, lo cual no sucede en la iglesia
contemporánea en muchísimas ocasiones. Particularmente a la jerarquía le
preocupa más -a juzgar por sus declaraciones- la "verdad" que la práctica,
aunque afortunadamente se vaya cambiando un tanto esta actitud. En este párrafo
importantísimo para saber qué es la Sagrada Escritura, se nos dice también cuál
es su finalidad: la salvación.
Esta ha de ser la insistencia del predicador (4.1-2). No la pesadez de
una doctrina que rápidamente se queda obsoleta e incomprensible, sino la
vivencia de ella. Naturalmente, ha de conocerse, porque, si no, sería imposible
vivirla, pero ello es secundario con respecto a lo principal.
En este fragmento San Pablo
aconseja a Timoteo que insista siempre en la oración y en la enseñanza de la
Palabra. San Pablo da juiciosos e importantes consejos a su discípulo, a quien
impuso las manos. Se trata de que respete la tradición oral recibida de sus
maestros. Porque la Escritura sola no es la guía del cristiano, sino la
Escritura leída por la Iglesia. Por otra parte, él ha frecuentado los textos
sagrados, que están inspirados. La enseñanza de un apóstol se apoya ante todo
en la Escritura.
A partir de ahí ha de dedicarse Timoteo a
la proclamación de la Palabra. Es urgente hacerlo; san Pablo insiste. Conjura a
Timoteo por la parusía misma, a que intervenga y que lo haga a tiempo y a
destiempo, denunciando el mal, reprochando, exhortando, pero con paciencia y
con pedagogía.
Los versículos de hoy, son los más
explícitos del N.T. en torno al alcance y al valor de las Escrituras. Pablo
empieza recordando a Timoteo que toda su educación se ha desarrollado a la
manera judía, a partir de las santas letras (v.15): su formación no se apoya
sobre teorías o fórmulas mágicas como las que montan los herejes, sino que se
apoya sobre documentos, sobre "escrituras".
Por otra parte, esas Escrituras encierran
una eficacia por sí mismas: no sólo proporcionan un conocimiento filosófico o
cósmico, sino una "sabiduría" que no es otra que la "fe".
Es, pues, normal que quienes hacen profesión de instruir a los demás se apoyen
sobre las Escrituras en sus tareas docentes (v.16), ya se trate de la
didascalia, de la apologética o de la ética.
El hombre de Dios (v.17) que explicita
las múltiples virtualidades de las Escrituras y cuenta con su eficacia es un
"hombre completo", realmente equipado para su ministerio. Pablo
subraya de paso que las Escrituras están inspiradas (v.16): sus palabras tienen
un valor que las distingue de las palabras humanas, puesto que están formuladas
con el poder del Espíritu que ha dirigido a los profetas. Las Escrituras son
útiles al predicador y es importante que se impregne de ellas.
El evangelio de hoy es de San Lucas ( Lc
18,1-8 ) nos presenta la narración de la parábola
del juez inicuo. Los
evangelios de hoy y del próximo domingo nos presentan cada uno una parábola
relacionada con la plegaria: hoy la del juez inicuo y la viuda y el próximo
domingo la del fariseo y el publicano. La finalidad principal de la parábola
que hoy leemos es la enseñanza sobre cómo debe ser la verdadera oración:
perseverante y humilde; la misma introducción a la parábola nos da ya esta
orientación: "para explicar a los discípulos cómo tenían que orar siempre
sin desanimarse".
La viuda insistente pudo ser un personaje concreto que existía en
esos años y el juez inicuo también. Y, también, la admirable historia de la
perseverancia de esa mujer pudo ser un hecho cierto y conocido. Una de las
características de la parábola oriental es tomar como punto de partida algo
conocido, ocurrido en esos años.
El protagonista de la parábola es una
viuda que acude a un juez para que le haga justicia, seguramente, en cuestiones
monetarias o de herencia, contra un adversario mucho más rico, poderoso e
influyente que ella, ante el cual no tiene otra arma más que su constancia y
tesonería. En el mundo bíblico la viuda equivale a la mujer casada que perdió
no sólo al esposo sino también y especialmente el soporte financiero de algún
miembro masculino de su familia y necesita, por tanto, protección legal. El
acento recae, por tanto, en lo que nosotros llamaríamos secuelas de la viudez.
Su condición era considerada incluso como un oprobio. La viuda era la imagen
más viva del dolor y de las lágrimas. El juez, finalmente, cede. Lo hace a
causa de las molestias que le provocan las continuas quejas de la mujer. Quiere
que le deje en paz de una vez.
Si la parábola está centrada sobre todo
en la actitud de la viuda, la aplicación que Jesús hace de ella se fija en el
juez ("Fijaos en lo que dice el juez injusto"). Los oyentes de Jesús
deben dar un salto y trasladar la conclusión del juez a Dios: si este juez
injusto, movido puramente por un motivo egoísta, es capaz de escuchar, ¿habrá
alguien capaz de imaginar que Dios no escucha siempre a todos y especialmente a
sus elegidos, a los pobres y necesitados? De este modo pasamos de las
cualidades que debe tener la oración, tema de la parábola en sí misma, a la
seguridad y confianza de que esta oración siempre será escuchada, tema
principal de la aplicación puesta en labios de Jesús, en la que el juez es
presentado como figura contrastante con el modo de actuar de Dios.
El versículo 8b ("Pero cuando venga
el Hijo del Hombre...") parece que originariamente no pertenecía a la
parábola, sino que enlaza mucho mejor con las palabras de Jesús sobre la
segunda venida del Hijo del Hombre en 17, 20-37. Los discípulos de Jesús,
¿serán capaces de mantener la fidelidad a su Señor durante todo este tiempo en
que esperan su retorno, tiempo a veces de dudas y oscuridades? Esto debe
preocuparles mucho más que el querer saber si su oración es escuchada por Dios,
sobre lo cual no deben tener ninguna duda.
Para
nuestra vida.
La
primera lectura nos presenta la oración comunitaria de Moisés. No estamos solos
en la oración. Nos
acompañan siempre los hermanos. Y hemos de tener en cuenta que hemos de rezar
siempre. Dios espera nuestra oración, aunque no la necesite.
Ante la figura de Moisés con los brazos
en alto mientras que a sus pies transcurre la batalla nos surge una pregunta
es: ¿Dios necesita de una actitud visible en la oración para aceptarla, para
hacer caso? Cada vez que Moisés bajaba los brazos, en la lucha ganaba Amalec y
perdía Josué. Moisés, claro, perdía la actitud orante física por el cansancio y
no aguantaba tener los brazos elevados. Y de ahí que le sentaran sobre una
piedra mientras Aarón y Juur le sujetaban las manos. ¿Necesitaba Dios esa
postura? No, claro que no. Quien la necesitaba eran los combatientes que se
esforzaban al máximo al saber que Dios les ayudaba gracias a la oración
permanente de Moisés. ¿Y Dios que hacía? Bueno, habrá que pensar que esa
victoria de Moisés y de su pueblo estuvo presente en la mente de Dios desde
siempre. Pero es obvio que la figura de Moisés con los brazos apuntalados por
sus compañeros es un excelente símbolo de la oración constante y continuada,
llevada a cabo sin desfallecer. Y Dios, lo sabemos, gusta de esa continua
cercanía a Él de sus criaturas, porque ellas le han dado muchas veces la
espalda a lo largo de la historia. Dios no quiere que sus hijos se apartemos de
él, no quiere “el silencio del hombre”, la falta de actitud orante de su
criatura.
El texto parece atribuir una fuerza
mágica a las manos alzadas de Moisés. Sin embargo, no son las manos de Moisés
la causa de la victoria, como no lo son tampoco los carros y los muslos de los
guerreros de Josué. La convicción de que sus triunfos no se debían a sus
propias fuerzas, sino a la ayuda y al poder del Señor, estaba profundamente
arraigada en Israel.
El texto es una reflexión de fe sobre el
problema que ha angustiado más a los hombres: la ausencia o el silencio de
Dios. Dios se ha querido presentar como el «Dios con nosotros», el Emmanuel. El
está realmente con los hombres, individual y colectivamente. Es también el
"Dios con el pueblo". Toda la revelación bíblica no es nada más que
la afirmación de que Dios ha entrado en la historia de los hombres, la hace y
la transforma juntamente con ellos.
La Biblia nos ofrece también el esfuerzo
de los hombres por encontrar a Dios y cómo lo han conseguido, descubriéndolo
precisamente en el corazón de su propia historia. Evidentemente el éxito de la
aventura humana de la búsqueda de Dios se debe a la iniciativa de Dios que se ha
revelado, que ha salido al paso de los que le buscaban y que ha suscitado,
incluso, él mismo, este espíritu de búsqueda. Pero eso no anula el mérito del
esfuerzo humano, que, como todas las cosas humanas, tiene sus limitaciones, sus
momentos de desaliento ante dificultades humanamente insuperables, e igualmente
sus momentos de euforia y entusiasmo. Es lo que nos describen estas narraciones
en un contexto existencial, vivido y revivido en el corazón del pueblo y
conservado en sus tradiciones ancestrales. Es lo que Jesús recogerá en la cruz
con el grito: «Dios mío, ¿por qué me has abandonado?». Y lo que Jesús mismo
iluminará con sus palabras y con su actitud: "Padre, en tus manos entrego
mi espíritu". Presencia de Dios, responsabilidad del hombre, respuesta de
fe: don de Dios.
En
el salmo se nos recuerda la actitud de levantar los ojos a los montes, que es mirar al Templo. Para nosotros, hoy, es un canto de
alabanza al Señor que siempre guarda nuestros caminos y nuestros trabajos, dada
su continua generosidad para con sus criaturas.
El salmo nos invita a motivar nuestras
seguridades: "levanto mis ojos a los montes: ¿de dónde me vendrá el
auxilio? El auxilio me viene del Señor, que hizo el cielo y la tierra".
Orar es reconocer la grandeza de Dios y nuestra debilidad, y orientar la vida y
el trabajo según Dios.
El salmo 120 nos presenta un Dios
vigilante, un Dios amante, un Dios siempre en acción, un Dios siempre dispuesto
al servicio. Un Dios al que invocamos como “ nuestro auxilio es el nombre del señor, que hizo el cielo y la tierra”.
Y cuando nos unimos a Él mediante la oración, Él nunca ha cesado jamás
de "estar" con cada uno, como dice el salmo. Cada uno soy, una
criatura, un humilde ser. Tú Señor, no cesas jamás de ser. Y mediante tu
creación continua, tu amor asiduo y continuado, el universo se mantiene en la
existencia. " tu guardián no duerme; no duerme ni
reposa el guardián de Israel”.
Si Dios posee su ser en la plenitud de un
"hoy" de una suprema densidad, nosotros, por naturaleza,
"construimos nuestro ser a través del tiempo, en una evolución",
estamos "en camino". Por esto, la peregrinación, la migración, son
símbolos profundos de la condición humana. La historia de los pueblos, de las
civilizaciones, de los individuos, es una "larga marcha", penosa,
llena de emboscadas, que hay que continuar y reiniciar constantemente. Haz,
Señor, que jamás nos detengamos, que jamás dejemos de "alzar los ojos
hacia la meta", que nunca nos desalentemos, que avancemos siempre paso a
paso.
" El Señor te guarda a su sombra, está a tu derecha". Seis veces aparece en este salmo
la palabra "guardián", "guardar". El mundo moderno,
desprecia todo lo que significa "seguridad", y admira lo que es
"riesgo"... Sin embargo, este mismo mundo moderno toma toda clase de
seguros, seguro de vida, de incendio, contaminación de aguas, de rompimiento de
cristales, de accidentes corporales, etc. La seguridad es necesidad esencial
del hombre. Pero todas estas seguridades que tomamos, por útiles que sean, son
en su mayoría irrisorias.
El hombre rodeado de toda clase de
seguros, no está seguro en lo esencial. Ante tantas vidas errantes, Señor,
danos la profunda seguridad que viene de Ti, " No permitirá que resbale
tu pie"... " de día el sol no te hará daño, ni la luna
de noche"...
"con tu eterna presencia, protégenos de todo peligro en todo
momento"... " el Señor guarda tus entradas y salidas, ahora y por siempre"...
Ninguno de nosotros está solo en el
camino. Peregrinar, era en tiempos pasados, para quién lo hacía, abandonar la
cálida comunidad pueblerina que lo protegía, para afrontar los peligros
innumerables de los caminos difíciles de aquellos tiempos... Loca aventura, que
corría el riesgo de terminar en las garras de un león, o bajo el puñal de
salteadores de caminos. Por esto la comunidad local lo toma bajo su custodia
espiritual, el peregrino la abandona luego de hacer oración con ella y recibir
una especie de delegación: "que Dios no deje resbalar tu pie, que nunca
duerma el que te ¡cuida!" Mientras duraba el peligroso viaje, se acompañaba
espiritualmente a quien estaba en camino. Ayúdanos, Señor, a responsabilizarnos
por nuestros hermanos,... Haz, Señor que no andemos solos, que caminemos al
lado de nuestros hermanos, con ellos, solidariamente.
La
segunda lectura nos recuerda que todos tenemos que estar bien preparados ante
la venida de Jesús. Hoy
nos interesan, especialmente, la frase última del fragmento proclamado y que se
relaciona con la oración continua y persistente: “proclama la Palabra,
insiste a tiempo y a destiempo, reprende, reprocha, exhorta, con toda
comprensión y pedagogía”. Es un encargo fuerte, completo, y nada fácil.
Pero así es el trabajo de la evangelización. No se puede parar porque parar es
retroceder.
Debemos
hacer de la Escritura, principalmente del Nuevo Testamento, nuestro libro de
cabecera. No sólo debemos conocer la letra del evangelio de Jesús, sino, sobre
todo, impregnarnos de su espíritu, tratar de vivir según el espíritu de Jesús.
Todos los cristianos debemos ser modelos de virtud y de obras buenas para los
demás. Hoy día, más que corregir y reprender a los demás con palabras, debemos
hacerlo con nuestras obras. Ser humildes, mansos, generosos, estando siempre
dispuestos a ayudar a los demás y predicando siempre el evangelio del Reino,
evangelio de santidad y de gracia, de vida, de justicia, de amor y de fe.
Cuando san Pablo se dirige a su discípulo
Timoteo el cristianismo se estaba formando y los receptores de esas palabras
eran personas que venían del paganismo y los conocimientos que tenían de Cristo
y su doctrina eran escasísimos. No podemos pensar hoy nosotros que podamos
aplicar estas palabras literalmente a las comunidades cristianas a las que
nosotros nos dirigimos. Lo que tenemos que hacer hoy, sí, como entonces, es
tratar de que nuestras palabras contribuyan a que la gente con la que hablamos
sea “perfecta y y esté preparada para toda obra buena… exhortando con toda
magnanimidad y doctrina”. Lo de argüir a tiempo y a destiempo hay que
interpretarlo en cada caso y momento. Hablemos cuando tenemos que hablar y
sepamos callarnos cuando no estemos seguros de que nuestras palabras vayan a
contribuir a que a las personas a las que hablamos les vayan a ser útiles y
vayan a contribuir a que sean más perfectas y les animen a hacer obras buenas.
Un auténtico conocimiento de la Escritura
sólo lo consigue el creyente que está preocupado por leer la presencia de Dios
en el hoy del mundo y los compromisos de los hombres.
La Escritura es regla de la fe, pero es
la lectura de los "signos de los tiempos" lo que desentraña toda su
actualidad.
En la parábola del evangelio, Jesús también nos enseña la importancia de la
oración en nuestra vida.
La parábola del juez inicuo y de la viuda
obstinada recuerda la necesidad de orar sin desaliento aun cuando el Señor tarde
y parezca sordo a todas las llamadas. Los dos personajes de la parábola son, de
una parte, un juez sin fe ni ley (v. 2), poco preocupado por hacer justicia,
sobre todo cuando se trata de un ser tan débil como una viuda; en una palabra:
un individuo bastante ancho de manga que termina por hacer justicia a la viuda
para quedarse tranquilo y evitarse posibles consecuencias desagradables (v. 5).
Tenemos, por otra parte, a una viuda débil, pero segura de su derecho, por el
que lucha encarnizadamente.
El argumento de Jesús es muy simple (vv.
6-8): si un juez inicuo termina por hacer justicia a una viuda, cuánto más Dios
hará justicia a sus elegidos, actualmente a merced de sus enemigos.
La parábola da también a entender que
Dios hará justicia urgentemente (v. 8a), pero sólo después de haber estado
mucho tiempo contemporizando (v. 7). Por consiguiente, el cristiano debe
incluir en su oración la aceptación del plazo que Dios tenga determinado; orará
"sin descanso".
En su parábola, el juez no tiene más
remedio que conceder a la buena mujer la justicia que reivindica. No se trata
de comparar a Dios con aquel juez, que Jesús describe como corrupto e impío,
sino nuestra conducta con la de la viuda, con una oración también de petición y
perseverante.
La oración cristiana no es ya un
llamamiento a la intervención inmediata y a la venganza (como sucede aún en Ap
6, 10). Coincide con la paciencia de Dios con el fin de que los pecadores
tengan tiempo de convertirse (2 Pe 3, 9-15).
Jesús enseña que orar debe de ser en toda
hora y en toda ocasión. Jesús nos pide que oremos con constancia y sin desánimo
dando por entendido que Dios puede no “contestarnos” inmediatamente y, por
supuesto, no darnos enseguida –o nunca—lo que específicamente nosotros le
pedimos. Está definiendo lo que se ha llamado “el silencio de Dios”, que tanto
nos inquieta y preocupa. El mismo Jesús –se ha dicho muchas veces—vivió esa
situación de desamparo desde el Huerto de los Olivos hasta el momento de su
muerte en la Cruz.
Lo importante es que Jesús nos pide orar
siempre, aunque el objeto de nuestra oración parezca que no tiene solución. Si
lo pensamos bien el juez inocuo podría haber usado de la fuerza para callar a
la mujer. O, incluso, haber juzgado en contra de los intereses de la
reclamante. Es ahí donde nos muestra la aparición de una idea fundamental para
la existencia humana: pedir contra todo pronóstico “realista” de recibir lo
demandado porque, Dios, sin duda vendrá en nuestra ayuda.
La intención de Jesús al proponer esta
parábola está bien clara: la necesidad de una oración continuada. Tengamos en
cuenta, por otra parte, que los ejemplos siempre son imperfectos (decían los
romanos: "exempla nunquam currunt quattuor pedibus"). El Padre de
Jesús no es este juez inicuo, descreído y fanfarrón, y no hace falta aporrearle
la puerta del despacho para que nos escuche. De todas las formas la insistencia
machacona de la viuda, figura desvalida y en contraste con el juez prepotente,
consigue lo que busca, que se le haga justicia. La figura de la viuda se asemeja
más a la nuestra que la del juez a Dios. Tampoco Jesús intenta aplicar a Dios
la última razón del juez para hacer justicia: "para que deje de molestarme de una vez".
La oración es el acto de fe por
excelencia. Sin la fe la oración no tiene sentido. Jesús, más que nunca
en estos tiempos de ruidos y de superficialidad, nos invita a no abandonar la
columna de la oración. Con ella podemos unir la tierra y el cielo y al hombre
con Dios. ¿Cómo? Siendo constantes, alegres y persistentes en la oración. No
está de más el recordar que, también una gota con su goteo permanente, es capaz
de romper una gigantesca roca. Y no es menos cierto que, la oración permanente,
produce sosiego, seguridad, optimismo y la sensación de que Dios camina codo a
codo junto a nosotros.
Termina sus palabras con una frase
misteriosa y que, sin duda, es como una pregunta a todos y cada uno de
nosotros… a los cristianos y cristianas de todos los tiempos y generaciones: “Pero,
cuando venga el Hijo del hombre, ¿encontrará esta fe en la tierra?” ¿Había
previsto ya el Señor las tremendas crisis de fe que sus seguidores han ido
experimentando a lo largo de la historia?.
Rafael Pla Calatayud.
rafael@betaniajerusalen.com
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