viernes, 25 de octubre de 2019

Comentario a las lecturas del Domingo XXX del Tiempo Ordinario 27 de octubre de 2019


Comentario a las lecturas del Domingo XXX del Tiempo Ordinario 27 de octubre de 2019
El hilo argumental de las lecturas en este Domingo 30 del Tiempo Ordinario es la petición del pecador y la respuesta salvífica de Dios. El Señor escucha. Pero, además, la perseverancia humilde de los pecadores mueve a Dios a la ayuda generosa y constante.
La primera lectura define a Dios como a un “juez justo”, que no se deja sobornar por las ofrendas de esos poderosos que practican la injusticia con los hermanos; en contrapartida, ese Dios justo ama a los humildes y escucha sus súplicas. .
En la segunda lectura, tenemos una invitación a vivir el camino cristiano con entusiasmo, con entrega, con ánimo, a ejemplo de Pablo. La lectura se separa un poco del tema general de este domingo; con todo, podemos decir que Pablo fue un buen ejemplo de esa actitud que el Evangelio propone: él confió, no en sus méritos, sino en la misericordia de Dios, que justifica y salva a todos los hombres que la acogen
El Evangelio define la actitud que el creyente debe tener frente a Dios. Rechaza la actitud de los orgullosos y autosuficientes, convencidos de que la salvación es el resultado natural de sus méritos, y propone la actitud humilde del pecador, que se presenta ante Dios con las manos vacías, pero dispuesto a acoger su don. Esa es la actitud del “pobre”, la que Lucas propone a los creyentes de su tiempo y de todos los tiempos

La primera lectura es del Eclesiástico ( Eclo 35,15b-17.20-22a) nos  habla de la oración constante del débil, del marginado, del pobre, del oprimido, del huérfano y de la viuda.
El libro del Eclesiástico o libro de Ben Sirá fue escrito a principios del siglo II antes de Cristo (entre el 195 y el 171), en un momento en el que los seléucidas dominaban Palestina y la cultura helénica, cada vez más omnipresente, ponía en riesgo la cultura, la fe y los valores judíos.
El autor del libro (Jesús Ben Sirá), preocupado porque muchos de sus conciudadanos se dejaban seducir por los valores extranjeros y renegaban de las raíces de su Pueblo escribe, para defender el patrimonio cultural y religioso del judaísmo, sobre su concepción de Dios, del mundo, de la elección y de la alianza. Quiere convencer a sus compatriotas de que Israel posee en su “Torah”, revelada por Dios, la verdadera “sabiduría”, una “sabiduría” muy superior a la “sabiduría” griega.
El texto que se nos propone se inserta en una serie de sentencias en el que Jesús Ben Sirá quiere señalar a sus conciudadanos el camino hacia la verdadera “sabiduría” (cf. Ben Sirá 34,21-35,26).
Ese “camino” pasa por la práctica de una "religión verdadera”, esto es, por el cumplimiento riguroso de los mandamientos de la “Torah”, sobre todo en aquello que respecta a la vivencia de la justicia comunitaria y del respeto de los derechos de los más pobres.
En estas sentencias, Jesús Ben Sirá informa que Dios no puede ser comprado con actos de culto, por parte de aquellos que practican la injusticia y que esclavizan a los hermanos. La llamada del autor va, por tanto, en el sentido que se cumplan los mandamientos de la Ley y sean respetados los derechos de los pobres y de los débiles. Esa es la verdadera religión que Dios exige del hombre.
Aquellos que pretenden ser sabios no pueden cometer injusticias por la mañana y por la tarde aparecer en el Templo proclamando su fe y su comunión con Dios, a través de la ofrenda de llamativos sacrificios de animales. Eso sería, en la práctica, querer comprar a Dios y hacerle cómplice de la injusticia. Y eso, Dios no lo acepta.
El texto nos aclara que Dios no es parcial al favorecer al pobre frente al rico, porque Dios es justo y quiere que todos tengamos lo necesario. Si Dios ayuda más al pobre es porque éste lo necesita más y Dios ayuda más a los que más lo necesitan. Así debemos ser nosotros, no es que amemos más al pobre que al rico, porque sí, sino que amamos más al pobre en el sentido que reconocemos que el pobre está materialmente más necesitado de nuestra ayuda que el rico. Amamos más al que más necesita nuestra ayuda, sea rico o pobre. No olvidemos que también hay ricos materiales que son muy pobres en otras cosas y en sus necesidades nosotros debemos ayudarles igualmente. La enfermedad es pobreza, la soledad es pobreza, el pecado es pobreza, y aunque los enfermos, las personas que viven solas o abandonadas, los pecadores sean materialmente ricos, nosotros debemos ayudarles en lo que son pobres, es decir, en su enfermedad, en soledad, en su condición de pecadores, porque en estos aspectos están necesitados de ayuda. Sin alimento uno no puede vivir feliz, pero con solo pan tampoco uno es feliz.

El responsorial de hoy es el salmo 33 ( Sal 33,2-3.17-19.23). El Salmo 33 es un canto de acción de gracias. Son muchos los beneficios que el salmista ha recibido del Señor y se ve en la necesidad de agradecérselos. En tantos momentos, especialmente en las pruebas de la vida, ha visto la mano bondadosa de Dios, su fidelidad, su solicitud, que ahora quiere expresar en un canto estupendo toda su gratitud al Dios providente de Israel.
Las pruebas que Dios permite no superan nunca las fuerzas del justo, de modo que las fuerzas del mal no parecen romper el equilibrio de la fidelidad.
El salmista tiene experiencia de esta protección y solicitud de Dios y por eso le agradece su bondad y al mismo tiempo comunica a los demás su vivencia, exhortándolos a la fidelidad y a la confianza, invitándoles incluso a que ellos mismos tengan esa experiencia de la providencia y de la cercanía de Dios.
Este salmo tiene igualmente un cariz sapiencial y exhortativo. Como muchos salmos de tipo sapiencial, el salmo 33 tiene en su original hebreo forma acróstica o alfabética.
La estructura del salmo (dividido en dos partes en la Liturgia de las Horas) la podemos fijar así:
a) Introducción: el salmista se exhorta a sí mismo y a los demás a agradecer y bendecir al Señor: vv. 2-4.
b) Motivación: la bondad y la condescendencia de Dios: vv. 5-8.
c) Invitación a la confianza en Dios: vv. 9-21.
d) Conclusión: resumen de la enseñanza de todo el salmo.
Alabanza y agradecimiento sinceros: el salmista alaba incesantemente, en todo tiempo, al Señor; su alabanza está siempre en sus labios. En Dios tiene puesta su gloria: su orgullo y su felicidad es Yahvé, su todo. Este inicio nos recuerda el comienzo del Magníficat de María: también la Virgen se sentía dichosa y feliz viendo las maravillas del Señor. Salmo: "Bendigo al Señor en todo momento... mi alma se gloría en el Señor..."
El autor invita a los humildes a que le escuchen y se alegren, y también ellos se sumen a su alabanza: "Proclamad conmigo la grandeza del Señor, ensalcemos juntos su nombre": él se siente insuficiente para aclamar y agradecer al Señor, y por esto recurre a sus fieles para que le acompañen en su alabanza.
La vida interior intensa, la experiencia de Dios se traslucen siempre, se irradian espontáneamente, se comunican. Es como la lámpara que arde e ilumina.
El salmista invocó al Señor, y Dios se inclinó hacia él, le escuchó, y respondiéndole le libró de todas sus ansias, de todos sus males y angustias. " Cuando uno grita, el Señor lo  escucha y lo libra de sus angustias". Su confianza en Yahvé se vio correspondida. Dios no desatiende jamás las súplicas de aquellos que le invocan.
" El Señor está cerca de los  atribulados, salva a los abatidos", Dios se complace en ellos. Sus oídos están siempre atentos a las peticiones y a las súplicas de sus fieles. Cuando uno clama a Dios, lo escucha y lo atiende, le libra de sus angustias, porque el Señor está cerca de los atribulados, de los abatidos y perseguidos, y él les devuelve la vida y la esperanza. El salmista insiste en la confianza, en la idea de la pronta intervención de Dios. El justo está bajo las alas protectoras del Señor y nada le puede afectar.
Y para terminar, en un tono optimista, el autor engloba en el último versículo la actuación de Dios respecto al justo: Dios lo salva y lo redime liberándolo de todo peligro; quien se acoge a él no será jamás confundido: la fidelidad del Señor es eterna, su bondad sobre los justos no conoce el crepúsculo.

La segunda lectura continua siendo de la segunda carta a Timoteo ( 2 Tim 4,6-8.16-18). Aunque atribuida a Pablo, se trata (como ya vimos en domingos anteriores) de una carta escrita por un autor desconocido, de finales del siglo I o principios del siglo II.
Para los creyentes de la segunda generación cristiana, es una época de persecuciones, de divisiones, de herejías y, por tanto, de confusión y de desánimo. En ese contexto, un cristiano anónimo, utilizando el nombre de Pablo, escribió pidiendo a sus hermanos en la fe que se mantuviesen fieles a la misión que Dios les había confiado. Su objetivo era revitalizar la fe y el entusiasmo de los creyentes.
Nos recuerda las palabras que san Pablo decía momentos antes de morir, poniéndose el mismo Pablo como ejemplo de lo que deben ser todos los seguidores y discípulos de Cristo.
"Querido hermano: yo estoy a punto de ser sacrificado..." (2 Tm 4, 6).- San Pablo se da perfecta cuenta de su situación. Comprende que sus días están contados, que le aguarda la muerte a la vuelta de la esquina. Sí, el momento de su partida es inminente. En aquellas circunstancias había motivos para desesperarse. Y, sin embargo, en esos instantes mira hacia su pasado y dice sereno y lleno de esperanza: "He combatido bien mi combate, he corrido hasta la meta, he mantenido la fe".
Cada uno tenemos nuestro propio entorno vital, cada uno quizá piense que la muerte está lejos, o por el contrario, que se nos acerca cada vez más. De todos modos, hemos de vivir de tal forma que podamos morir serenos y confiados en el Señor. "La gloria de morir sin pena, bien vale la pena de vivir sin gloria". Ojalá que combatamos bien la batalla de cada día. Que Dios nos ayude a coger hasta la meta señalada, a ser fieles y leales a la fe de nuestros mayores. Sólo así podremos decir un día: Ahora me aguarda la corona merecida, con la que el Señor, juez justo, me premiará a mí... Por mi parte, más que en su justicia, espero en su infinita misericordia.
"La primera vez que me defendí ante los tribunales, todos me abandonaron..." (2 Tm 4, 16) Los recuerdos llenan el corazón anciano y sensible del gran Apóstol. Sólo Lucas está ahora con él. Antes, ni siquiera eso. Estuvo solo ante los tribunales, sin apoyo humano alguno para llevar a cabo su defensa. Aquellos que decían ser sus amigos, aquellos por los que se sacrificó día y noche, aquellos a quienes amó con entrañas de padre, aquellos le abandonaron cuando más les necesitaba. Situación triste y casi desesperada. Pero también entonces Pablo se siente tranquilo y sereno.
La humildad es la verdad. Pablo no hace alarde de méritos propios, ni hace comparaciones, odiosas de su persona y sus actos. Sólo reconoce que ha recorrido el camino acertado gracias a la ayuda y al favor de Dios; por eso exclama:" Mas el Señor estuvo a mi lado y me dio fuerzas para que, a través de mí, se proclamara plenamente el mensaje y lo oyeran todas las naciones. Y fui librado de la boca del león." Pablo no busca laureles y fama humanas; sólo espera el premio del amor y la misericordia de Dios: "la corona de la justicia, que el Señor, juez justo, me dará en aquel día; y no sólo a mí, sino también a todos los que hayan aguardado con amor su manifestación.."

El evangelio de San Lucas (Lc 18,9-14) nos dice que nuestra oración debe estar motivada de una profunda humildad y sencillez de corazón.
A lo largo del capítulo 18 Lucas ha resumido el gran mensaje de Jesús en torno a la oración. Como sabio narrador no escribe de una forma abstracta; ha preferido ordenar su material en forma de gestos y detalles, en escenas que son evocadoramente vivas. En nuestro caso, la constancia en la oración se ha reflejado en la parábola del juez y de la viuda (18. 1-8); la sinceridad y limpidez interna se traduce en la parábola del fariseo y publicano (18. 9-14); la abertura filial y confiada de los hombres ante el misterio de Dios se condensa en la sentencia de Jesús sobre los niños (18. 15-17).
Esta parábola concluye la parte del viaje de Jesús a Jerusalén, propia de Lucas. A partir de aquí sigue la común narración sinóptica.
Desde hace varios domingos se nos proclaman textos exclusivos de Lucas. Un denominador común a muchos de ellos es la actuación positiva de personas social y religiosamente descalificadas (ambos aspectos estaban estrechamente relacionados). Son los marginados, los etiquetados, los excluidos. Su presencia es una constante en el tercer evangelio y hay que atribuirla a un interés y a una intencionalidad propia y exclusiva de San Lucas.
San Lucas añade una parábola sobre la oración de un fariseo y de un publicano.
Fariseos y publicanos eran dos grupos de la sociedad judía.
 Los fariseos eran gente bien. Bien situados económicamente, bien considerados socialmente, bien dotados de cultura y erudición. Y se lo sabían bien. Y el pueblo lo aceptaba. Orgullosos, pues, sin que se definiesen de tal modo. Uno de ellos, el primer protagonista que aparece en escena hoy en la lectura, va al Templo y le dice y repite a Dios lo bien que obra, según los preceptos escritos. Se lo dice y repite exigente. Aunque eso de exigir no se diga, pero, evidentemente, está reclamando sus favores. Se mantiene erguido, la frente elevada, la mirada fija. Un hombre correcto, nadie puede reprocharle nada. Un orgulloso, no cabe duda tampoco. Y gente de este tamaño, volumen y estatura espiritual, no caben, no pueden pasar por la puerta del Reino de los Cielos. Su tinte espiritual no hay quien se lo elimine. No está justificado, dicho en lenguaje evangélico.
Los publicanos, o cobradores de impuestos, que también se nombran así. Eran agentes al servicio de los ocupantes romanos, que exprimían con impuestos a la gente de Palestina para cubrir las necesidades del imperio. No sólo eso: además de cubrir las necesidades del imperio, tenían derecho a exigir dinero para también cubrir sus propias necesidades, y así se enriquecían a costa de sus conciudadanos. Por eso eran considerados doblemente pecadores: porque eran traidores a su país, y porque eran ladrones aprovechados. La gente los marginaba y ellos lo sabían. Tampoco podían lucirse en las asambleas litúrgicas de las sinagogas. El personaje de la parábola pertenece a este grupo. Entra en escena por una rendija y no se atreve a avanzar ni a declamar entonando su oración. Nada tiene que decirle a Dios, nada puede exhibir de sí mismo. Siente lástima de sí, sin exigir compasión que le ennoblezca, cree que no la merece.
El centro de interés viene señalado al comienzo: la parábola va dirigida a los que, teniéndose por justos, se sienten seguros de sí mismos y desprecian a los demás.
En el templo de Jerusalén se podía orar a cualquier hora del día en los diferentes patios de que constaba el templo. Las nueve de la mañana y las tres de la tarde eran las horas de la oración pública. La postura para orar era de pie. Así, en efecto, lo hacen los dos personajes de la parábola.
La parábola contrapone dos figuras representativas del judaísmo de la época. El fariseo representa al judío observante, el recaudador, al judío pecador. En la historia que Jesús cuenta, cada uno de ellos ora desde su propia historia: el fariseo, desde su justicia; el recaudador, desde su pecado. Lo que cada uno de ellos dice de sí mismo es verdad.
El fariseo se coloca en una postura típica de oración: de pie, y, por referencia a lo que se dice del publicano, se coloca en un lugar destacado del atrio de Israel. Su plegaria es de acción de gracias. Pero no da gracias a Dios por los favores recibidos, sino por lo que él hace: cumple el Decálogo, contrariamente a lo que hace la mayoría, no es como el publicano que tiene a su espalda, y cumple las prescripciones del ayuno y de la donación del diezmo.
El publicano se muestra avergonzado por su actuación, su gesto es de arrepentimiento y su plegaria, que es de súplica, recuerda el Salmo 50.San Lucas nos explica el porqué de esta historia: Jesús quiere hacer escarmentar a “algunos que, teniéndose por justos, se sentían seguros de sí mismos y despreciaban a los demás”.
 
Para nuestra vida.
Las lecturas de hoy nos hablan de cómo debe ser nuestra relación con Dios. De la actitud con que debemos presentarnos ante Dios, nuestro Padre. Y para darnos a entender la actitud que debemos de tener para con Dios y los hombres, Jesús presenta esta parábola: del fariseo y del publicano.
La enseñanza que Jesús nos da en esta parábola hace referencia a nuestra oración, a nuestra relación con Dios, esta no debe ser la de una gente que vive satisfecha de lo que es y de lo que hace; y que se presenta delante de Dios para que mire sus obras y se los apruebe, sino que debe ser la de una gente que sabe que le queda todavía mucho que andar, que le faltan muchas cosas, que no puede sentirse tranquila con su vida, que siempre debe esperar más.

La primera lectura del libro del Eclesiástico se halla en un contexto que habla del culto y su relación con la vida. Siempre es una tentación del creyente pensar que Dios escucha más si el culto es más esplendoroso. El autor recuerda unas verdades que están en el origen de la fe judaica, son la experiencia del Éxodo: Dios escucha el grito de los oprimidos y se pone a su lado para defenderlos.
Dios que está por encima de todo y no hace acepción de personas, no se deja seducir por los regalos. Si lo hiciera, es evidente que lo tendrían mejor parado los ricos y los poderosos. Pero Dios escucha a los oprimidos, a los huérfanos y a las viudas, que son el "modelo" del pobre afligido que no tiene quien le defienda.
A Dios le llega el grito de auxilio de los justos (de los que se mantienen fieles a la alianza) y de los afligidos. Su grito "atraviesa las nubes", es decir, llega hasta el mismo Dios, sin intermediarios.
La esperanza del pobre desvalido está puesta totalmente en el Altísimo, en aquel que puede intervenir -¡e intervendrá!- en favor suyo. Cuando Jesús anuncia el Reino de Dios con palabras y signos, está haciendo presente la intervención del Dios que ha escuchado las súplicas de los oprimidos y los gritos de los pobres.
En medio de un mundo tan lleno de negocios poco claros, de ladrones de profesión y de vocación, de explotadores humanos que se alimentan con la sangre de sus hermanos, da paz oír unas palabras que dan un poco de luz, que rompen una lanza por la verdad en un mundo de engaño y mentira: "los gritos del pobre atraviesan las nubes".
Dios "no es parcial contra el pobre" en realidad habría que completar diciendo que no sólo no es parcial contra el pobre, sino que es parcial a su favor. O, al menos, al ponerse de su parte, parece parcial en su favor; en realidad se trata de la suprema justicia; una justicia que es victoria y salvación para el pobre.
No puede caber ninguna duda sobre cuál debe ser nuestra postura como cristianos, como discípulos de Jesús, cuyo Padre, juez justo, hace justicia a los gritos del pobre que atraviesan las nubes. Lo demás es engañarse.
Afortunadamente la Iglesia, a todos los niveles, está dando señales, cada día más claras, de estar dándose cuenta de esto. La opción de la Iglesia por los pobres es una realidad cada día más palpable.

Hoy el responsorial es un Salmo alfabético. Cada versículo comienza con una letra del alfabeto hebreo. ¿De quién habla este salmo? ¿Qué categoría es invitada a dar gracias? Los "pobres", los "Anawim". "Oiganlo y alégrense hombres humildes". Sí, los "desgraciados", los "humildes", los "corazones que sufren", son proclamados "dichosos", ¡en tanto que los ricos son tildados de "desprovistos"!.
Es un canto de acción de gracias. Son muchos los beneficios que el salmista ha recibido del Señor y se ve en la necesidad de agradecérselos. En tantos momentos, especialmente en las pruebas de la vida, ha visto la mano bondadosa de Dios, su fidelidad, su solicitud, que ahora quiere expresar en un canto estupendo toda su gratitud al Dios providente de Israel.
Las pruebas que Dios permite no superan nunca las fuerzas del justo, de modo que las fuerzas del mal no parecen romper el equilibrio de la fidelidad.
El salmista tiene experiencia de esta protección y solicitud de Dios y por eso le agradece su bondad y al mismo tiempo comunica a los demás su vivencia, exhortándolos a la fidelidad y a la confianza, invitándoles incluso a que ellos mismos tengan esa experiencia de la providencia y de la cercanía de Dios.
Este salmo tiene igualmente un cariz sapiencial y exhortativo.
 "Bendigo al Señor en todo momento, su alabanza está siempre en mi boca..." (Sal 33, 2) Mi alma se gloría en el Señor: que los humildes lo escuchen y se alegren. Los soberbios, en cambio, que callen pues nada tienen que decir ante Dios. Y si algo dicen, el Señor no los oye ni los escucha. Los soberbios son rechazados por el Todopoderoso, que los considera indignos de su Reino, ineptos para entender y gustar las cosas divinas, por creerse mejores. De ahí que el verse uno mismo tan frágil y tan débil, tan vulnerable y tan inclinado al mal, puede ser un motivo de gozo saber que Dios ama lo que el mundo desprecia, que se complace en la pequeñez de sus siervos. Sí, así es, a los sencillos y a los humildes el Señor abre de par en par las puertas de su corazón de Padre bueno.
El salmista bendice al Señor en todo momento, y la alabanza al Señor llena de continuo su boca. De aquí que, ocurra lo que ocurra, si uno se reconoce como es, sin desanimarse por ello, si uno se olvida de la propia pequeñez y piensa en el poder divino, entonces brota del alma un canto de gozo y de gratitud hacia Dios.
"El Señor se enfrenta con los malhechores para borrar de la tierra su memoria..." (Sal 33, 17).- A veces pudiera parecernos que Dios es vencido por sus enemigos, por esos que rompen su Ley divina. Y es cierto que en ocasiones los impíos triunfan, quedan impunes de sus delitos, riéndose y quizá hasta blasfemando. Siguen su vida como si tal cosa, impávidos y descarados.
El Señor está cerca de los  atribulados, salva a los abatidos.
El Señor redime a sus siervos, el no será castigado quien se  acoge a él. “. Convencidos de esta realidad, no cesemos nunca de fiarnos de Dios quiere, acudamos al Señor llenos de confianza por muy mal que nos vayan las cosas. En todo momento hay que apoyarse en Dios, y cuando todo va mal todavía más. No olvidemos que el Señor está cerca y dispuesto a sostenernos con sus brazos paternales.

San Pablo escribe en la Epístola de hoy su testamento y se lo dirige a Timoteo. Pablo ya es viejo y no espera otra cosa que llegar a la meta. Es, tal vez, más humilde que en otras ocasiones y, por ello, más entrañable. "Pero el Señor me ayudó --dice Pablo-- y me dio fuerzas para anunciar íntegro el mensaje, de modo que lo oyeran todos los gentiles. Él me libró de la boca del león. El Señor seguirá librándome de todo mal, me salvará y me llevará a su reino del cielo." Pablo a pesar de su fortaleza, no se olvida de la ayuda del Señor. Y es que lo que evitará que entremos en caminos de valoración loca de nuestras posibilidades es no perder en ninguno de los casos la presencia de Dios. Toda la esencia de ser cristiano es vivir en presencia del Señor. Y eso solo se consigue con la oración continuada humilde. No es difícil. Lo dificultoso será, sin embargo, esa estéril soledad de nosotros mismos, enfrentada a la cálida ternura de Dios.
Les dice Pablo, y nos dice a nosotros, que si somos fieles a Cristo hasta el final de nuestra vida, Cristo nos dará después de nuestra muerte la corona merecida, es decir, la gloria eterna. Lo nuestro es luchar hasta el final de nuestra vida, siendo fieles seguidores del mismo Jesús, estando dispuestos siempre, como lo estuvo Pablo, a predicar y vivir el evangelio del reino con todas nuestras apalabras y acciones. Si nosotros somos fieles seguidores de Jesús mientras vivamos en esta vida, Cristo no nos va a fallar y, al final de nuestra vida, nos dará el premio, la corona merecida. La esperanza y la confianza en el cumplimiento de las palabras de Cristo deben darnos, sobre todo en los momentos difíciles, fuerza y paz para vivir y predicar el evangelio con valentía y constancia. El ejemplo de san Pablo debe animarnos hoy a nosotros en estos tiempos difíciles para la fe que nos ha tocado vivir.
" ¡No les sea tenido en cuenta-. Mas el Señor me ayudó y me dio fuerzas... Él me libró de la boca del león. El Señor seguirá librándome de todo mal, me salvará, me llevará a su reino del cielo. ¡A él la gloria por los siglos de los siglos, amén!...". Cuando nos veamos traicionados, cuando nos olviden o nos paguen de mala manera, lo primero que tenemos que hacer es perdonar y poner nuestra confianza en Dios, apoyarnos en su fuerza inquebrantable. Sólo así renacerá la esperanza en la desesperación, sólo así nos sentiremos seguros, contentos, con ganas de bendecir a Dios.

En el evangelio de San Lucas, la parábola del fariseo y del publicano  plantea uno de los temas más importantes de la vida religiosa y una característica fundamental del cristianismo.
Fijémonos ahora en uno de los personajes centrales de la parábola de hoy: el fariseo subió al templo a orar y, “erguido, oraba para sí en su interior”. Es un monumento al orgullo. Ni siquiera se digna ponerse de rodillas para orar. No. Se queda en pie, “erguido”, mirando por encima de los hombros a los demás con una absoluta autocomplacencia. Al igual que otros fariseos, se sentía santo y “perfecto” porque observaba escrupulosamente las prescripciones externas de la Ley. Sin embargo, aparece como un ser egoísta, soberbio e injusto con sus semejantes.
Este hombre no habla con Dios, sino que se habla a sí mismo, se alaba y se auto justifica de un modo ridículo y pedante, presentando ante Dios sus muchos “méritos” y títulos de gloria: “¡Oh Dios! te doy gracias porque no soy como los demás hombres: ladrones, injustos, adúlteros; ni como ese publicano. Ayuno dos veces por semana y pago el diezmo de todo lo que tengo”. Ésta era su “oración”: una auto exaltación y un total desprecio de los demás. Y lo más triste del caso es que este pobre hombre creía que así agradaba al Señor.
El "fariseísmo" no está muerto y, sin duda, no lo estará nunca antes de la vuelta de Cristo; y -hay que reconocerlo con sincera humildad- ninguno de nosotros puede decirse protegido de  contaminarse de esta actitud. Es difícil, incluso orando, no sentirse cómodo y en seguridad; puede ocurrir, incluso, que la misma práctica de los sacramentos sirva para acallar de forma inconsciente una manera de vivir no conforme a la voluntad de Dios. La doble vida no es siempre absolutamente consciente.
Debemos, ante todo, tener presente que la ineficacia de nuestra oración se debe a veces a que se yuxtapone a nuestra vida y no se integra en ella, ya sea porque nos falta, por ejemplo, el sentido del otro, ya por motivos que será oportuno buscar. Aunque somos hombres débiles, y Dios lo sabe, hace falta, sin embargo, que, reconociéndolo, intentemos purificarnos.
Como contrapunto, nos presenta Jesús al publicano: “se quedó atrás y ni siquiera se atrevía a levantar los ojos al cielo; sólo se golpeaba el pecho, diciendo: ¡oh Dios!, ten compasión de este pecador”. Este hombre sabía delante de quién estaba y reconocía todas sus limitaciones personales. Experimentaba ese religioso y santo temor de presentarse ante Dios porque sentía todo el peso de sus muchos pecados; era profundamente consciente de su indignidad y sólo se humillaba, pidiendo perdón por sus maldades. Y en su humildad, ni siquiera se atrevía a levantar los ojos al cielo y se golpeaba el pecho pidiendo perdón y compasión al Señor que todo lo puede.
Si Jesús hubiera dejado opinar a la gente y decir quién de los dos volvió justificado a su casa, todos hubieran contestado: "¡El fariseo!" Ya que era ésta la opinión común en aquel tiempo. Jesús piensa de manera distinta. Según él, aquel que vuelve a casa justificado, en buenas relaciones con Dios, no es el fariseo, sino el publicano. Jesús da la vuelta al revés. A las autoridades religiosas de la época ciertamente no les gustó la aplicación que él hace de esta parábola.
Jesús aprueba la humildad y angustia del publicano, doblado por el peso de sus pecados y reprueba la actitud orgullosa y autocomplaciente del fariseo.
Jesús nos señala y advierte sobre el gran peligro de creernos los únicos, los perfectos, los poseedores de la verdad, despreciando a los demás, por considerarlos inferiores o en todo caso con una capacidad y un tono espiritual inferior al nuestro. Pues de esa actitud, como de toda actitud egoísta y vanidosa debemos huir. Nosotros debemos ser siempre humildes y debemos rogar al Señor que nos de auténtica humildad, no aquella externa, aparente, destinada a engañar a quienes nos rodean, mientras por dentro nos vanagloriamos de nuestras cualidades y excelsas virtudes.
El problema no es sólo que nos creemos algo que no es verdad, que no es cierto, sino que encima esta actitud se convierte en un obstáculo para nuestra conversión. Claro, si somos tan perfectos, si somos tan virtuosos, no dejamos espacio a la autocrítica, a la superación, al cuestionamiento de nuestros defectos, que seguramente los tenemos en cantidad; el orgullo nos satura y ciega. Así difícilmente enmendaremos nuestro camino y persistiremos en nuestros errores.
Y como en otros muchos aspectos del mensaje de Jesús se plantea una gran paradoja, porque, de hecho, un seguidor óptimo de la doctrina puede sentirse satisfecho de su actividad religiosa y utilizar como elemento de autoestima el esfuerzo que "le cuesta ser bueno". Pero ahí aparece el gran peligro porque sin la ayuda permanente de Dios no podemos acometer nuestro camino de bondad.
Debemos dejar el juicio a Dios. Nosotros debemos limitarnos a servir del mejor modo posible, procurando corregirnos siempre. Debemos acercarnos con humildad a nuestro Padre, reconociéndonos pecadores y necesitados de Él.
Al final nos interesa la conclusión: El publicano vuelve a su casa "justificado". La palabra es importante. Justo es la persona que es "justificada" por Dios; recibe la gracia no por ser justo, sino porque, en su humildad, cree que Dios puede tener compasión de él y perdonarle su condición de pecador.
Las obras de los hombres, aunque no sean todas malas, jamás podrían bastar para obtenerles el perdón; sólo el sacrificio del Hijo hecho hombre tiene esa eficacia. A quienes creen, el Espíritu les da la remisión de sus pecados y vuelven justificados a su casa.
¿De qué forma hemos aprendido a orar?
¿Detectamos hoy en nuestra realidad los dos tipos de oración que presenta la parábola?.
¿En cuál de los dos personajes presentados nos sentimos retratados: en el que está contento de sí mismo o en el pecador que invoca el perdón de Dios?. ¿Somos de aquellas personas a las que, según Lucas, dedicó la parábola el Maestro: "algunos que, teniéndose por justos, se sentían seguros de sí mismos y despreciaban a los demás?". Si fuéramos conscientes de las veces que Dios nos perdona, tendríamos una actitud distinta para con los demás y no estaríamos tan pagados de nosotros mismos. Si nos conociéramos más profundamente, incluidos nuestros fallos con Dios y con los demás, nuestra oración sería mucho más cristiana y eficaz.
 Claro que no se nos está invitando a ser pecadores, para poder luego darnos unos golpes de pecho y conseguir el perdón. Se trata de ser buenas personas y "cumplir como el fariseo", pero con una actitud de humilde sencillez, "como el publicano". Sin caer en la tentación de presentarnos ante Dios a ofrecerle nuestras virtudes, nuestras muchas buenas obras, nuestros méritos.
Rafael Pla Calatayud.
rafael@betaniajerusalen.com


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