miércoles, 26 de diciembre de 2018

Comentarios a las lecturas del día de la Natividad del Señor, 25 diciembre de 2018

Comentarios a las lecturas del día de la Natividad del Señor, 25 diciembre de 2018

Que sea, el Señor, bienvenido a esta tierra llena de muchos contrastes y tan necesitada de paz y de esperanza. Una paz que, por sí mismo, el mundo no puede lograr y una esperanza que, el mundo en sí mismo, es capaz de asegurar. ¡Cómo no dar gracias a DIOS que, en su gran misericordia, toma la condición humana! ¡Cómo no mirar hacia el cielo y, comprender, que las puertas de ese cielo se abren para venir hasta nosotros en forma de misericordia: Dios, en Cristo, nos redime de nuestras esclavitudes y pecados que nos van destruyendo en lo mejor que Dios ha depositado en nosotros.
Las palabras del profeta: "Qué hermosos son sobre los montes los pies del mensajero que anuncia la paz, que trae la Buena Nueva, que pregona la victoria, que dice a Sión: ¡Tu Dios es rey!" , coincide con la definición de Hijo de Dios que da tanto el autor de la Carta a los Hebreos como San Juan en la introducción a su Evangelio hace. Isaías con su sentido plástico se fija en los pies de quien trae la Buena Nueva. Pero va a insistir. Añade: "Escucha: tus vigías gritan, cantan a coro, porque ven cara a cara al Señor, que vuelve a Sión." Ver cara a cara al Señor es participar en su llegada, o en su vuelta. Es la presencia inmediata, absolutamente, cercana del Dios que acaba de llegar. Sobre este aspecto inciden los tres textos proclamados.

La primera lectura esta tomada de Isaías (Is 52, 7-10). En ella Isaías presenta el final del exilio.
El texto es uno de los himnos gozosos del Segundo Isaías anunciando el retorno de  los exiliados de Babilonia a Jerusalén, y tiene la forma de un anuncio de restauración  dirigido a la ciudad devastada.
Desde el país de exilio, de monte en monte, un mensajero va transmitiendo la voz, el gran  anuncio. Este anuncio se sintetiza en: la "paz", que es la plenitud de todos los bienes; la  "buena nueva" (en griego, "evangelio"), que es lo que uno tiene ganas de oír para ser feliz,  la noticia más esperada; la "victoria", que es la liberación de toda opresión; y finalmente, lo  que es la causa de todo: que "tu Dios es rey", él es el que conduce la historia a favor de su  pueblo.
Escuchar este mensaje es una gran alegría, y lo es más aún cuando los centinelas de la  ciudad devastada también se unen a él: el retorno de los exiliados que ya se ven llegar  significa que realmente, definitivamente, el Señor vuelve a estar presente en su ciudad. Ver  el retorno es ver cara a cara al Señor mismo que vuelve.
El profeta, entonces, entusiasmado, entona un cántico dirigido a las ruinas de Jerusalén,  convocadas también a gritar de alegría porque el Señor reconstruye su pueblo y su ciudad. Y acaba proclamando que esta obra maravillosa de Dios es un anuncio de salvación que  se dirige a todos los pueblos de la tierra.
El oráculo del Deutero-Isaías – del que tratamos-, está repleto de gozo y de entusiasmo por el  inminente retorno de los exiliados en Babilonia.
El mensajero anuncia la llegada del Señor  que, a modo de un rey oriental, hace una solemne entrada en la ciudad de Jerusalén. Los  centinelas gritan de júbilo e, incluso, las ruinas de la ciudad exultan por la reconstrucción  que se avecina, signo de la salvación divina en favor del pueblo. Pero los exiliados son  invitados a abandonar Babilonia después de haberse purificado ritualmente: el camino que  se disponen a emprender y la ciudad hacia la que se encaminan son santos. La buena noticia (en griego evanguélion) es el anuncio del inicio del reinado de Dios y la  reconstrucción de la nación. Sus dones son la paz y la salvación. Dios viene a habitar en  medio de su pueblo. Esta es la buena noticia que anunciará, siglos más tarde, Jesús (cf. Mc  1,14-15 y paralelos).

El interleccional de hoy es el salmo 97 (Sal 97,1.2-3ab.3cd-4.5-6), Himno de alabanza a Dios.
Este es un "salmo del reino": una vez al año, en la fiesta de las Tiendas (que recordaban los 40 años del Éxodo de Israel, de peregrinación por el desierto), Jerusalén, en una gran fiesta popular que se notaba no solamente en el Templo, lugar de culto, sino en toda la ciudad, ya que se construían "tiendas" con ramajes por todas partes... Jerusalén festejaba a "su rey". Y la originalidad admirable de este pueblo, es que este "rey" no era un hombre (ya que la dinastía Davídica había desaparecido hacía largo tiempo), sino Dios en persona. Este salmo es una invitación a la fiesta que culminaba en una enorme "ovación" real: "¡Dios reina!", "¡aclamad a vuestro rey, el Señor!" Imaginemos este "Terouah", palabra intraducible, que significa: "grito"... "ovación"... "aclamación".
Originalmente, grito de guerra del tiempo en que Yahveh, al frente de los ejércitos de Israel, los conducía a la victoria... Ahora, regocijo general, gritos de alegría, mientras resonaban las trompetas, los roncos sonidos de los cuernos, y los aplausos de la muchedumbre exaltada.
¿Por qué tanta alegría? Seis verbos lo indican: ¡seis "acciones" de Dios! Cinco de ellas están en "pasado" (o más exactamente en "acabado": porque el hebreo no tiene sino dos tiempos de conjugación para los verbos, "el acabado", y el "no acabado"). "El ha hecho maravillas"... "Ha salvado con su mano derecha"... "Ha hecho conocer y revelado su justicia"... "Se acordó de su Hessed"... (Amor-fidelidad que llega a lo más profundo del ser); "El vino-el viene"... Y para terminar, un verbo en tiempo, "no acabado", que se traduce en futuro a falta de un tiempo mejor (ya que esta última acción de Dios está solamente sin terminar aunque comenzada): "El regirá el orbe con Justicia y los pueblos con rectitud"...
Observemos la "universalidad" de este pensamiento de Israel. La salvación (justicia-fidelidad-amor) de que ha sido objeto la Casa de Israel... está, efectivamente destinada a "todas las naciones": ¡El Dios que aclama como su único Rey, será un día el rey que gobernará la humanidad entera. Entonces será poca la potencia de nuestros gritos! ¡Será poca toda la naturaleza, el mar, los ríos, las montañas, para "cantar su alegría y aplaudir"! El Salmo 97, es uno de estos cantos de alabanza a Yahvé, rey del mundo, cuya actuación no es sino una serie de maravillas y portentos en favor del hombre y del pueblo de Israel. Está influenciado, como todos los de su grupo (salmo 46, 92, 95-98), por el Segundo Isaías en sus miras universalistas, en su concepción de las nuevas realidades que se acercan para Israel, en su jubilosa visión del mundo como escena de la actuación de Dios y eco de su alabanza.
Lo podemos dividir en estas secciones(las dos primeras son las proclamadas hoy):
- vv. 1-3: cantan la victoria y salvación de Yahvé
- vv. 4-6: la humanidad ensalza a Yahvé
Ha hecho maravillas (w. 1-3)
La primera frase del salmo es una invitación a la alabanza a Dios con un canto nuevo. Las maravillas de Dios son tan grandes, tan inesperadas, que el pueblo no puede contentarse con las alabanzas rituales conocidas: parece que requiere algo nuevo y grandioso. Dios es el obrador de grandes cosas, y su victoria ha sido total. Su brazo, es decir, su fuerza invencible, es quien ha actuado (no la fuerza del hombre).
Ciertamente el salmista piensa en la restauración de Israel después del exilio de Babilonia, cuando tiene lugar un nuevo inicio en la vida, en la religión, en la liturgia del templo. Este período feliz vendrá después del retorno, y este solo pensamiento produce en el salmista (igual que en Isaías) un potencial enorme de alegría y entusiasmo. Dios realiza estas maravillas de salvación porque ama a su pueblo, porque nunca lo ha olvidado y ha tenido siempre presentes su misericordia y su fidelidad. El versículo 3:
"se acordó de su misericordia y su fidelidad en favor de la casa de Israel"
Este fragmento ha inspirado muy de cerca el Magníficat de María (Lc 1,54), cántico que se mueve en la misma sintonía de alabanza al Dios que actúa en favor de su pueblo y de los humildes.
Suenen los instrumentos (vv. 4-6)
Las obras de Dios son contempladas por todo el mundo:
"los confines de la tierra han contemplado la victoria de nuestro Dios".
Es una acción de Dios que percibe (o percibirá) el mundo entero, que conocerán todos los pueblos y por esto alabarán a Dios. La vuelta a Sión, que según el Segundo Isaías superará en grandiosidad al mismo Exodo (Is 49), será el comienzo de esta justicia de Dios y la celebrarán todos los pueblos porque en la nueva etapa Israel será algo grande y su nombre se dejará sentir en todas partes.
Por esto ahora el salmista invita a toda la tierra a cantar al Señor, a aclamar a Dios sonando toda clase de instrumentos: ahora es la música quien acompaña esta sinfonía grandiosa de alabanza: "tañed la cítara... suenen los instrumentos".
Los instrumentos musicales son muy citados en la Biblia como acompañamiento y complemento de la alegría y alabanza. Baste recordar el último salmo del salterio con la enumeración de tantos instrumentos al servicio de la liturgia jubilosa: trompetas, arpas, cítaras, tambores, flautas, platillos sonoros... Todo esto para aclamar al Señor que es rey sobre su pueblo y sobre el universo, y para que la alabanza sea más armoniosa, más universal. La Biblia nos da una muestra más de aprecio por todo aquello que es bueno, alegre, positivo, humano: todo colabora en el bien del hombre, todo redunda a gloria de Dios. Los salmos son este eco fiel que van formando la conciencia del pueblo y le educan en una actitud abierta y generosa que la ennoblece y dignifica.


La segunda lectura es el inicio de la Carta a los Hebreos (Hb1, 1-6).

Esta lectura, además de ser un magnífico complemento del evangelio del día, merece por sí misma una atención especial puesto que, en pocos versículos, nos presenta un esquema completo de la historia de la salvación a la luz de la actual presencia de Cristo, que luego el autor irá desarrollando y aplicando en los diferentes capítulos de esta carta.
La plenitud de los tiempos: "Antiguamente... Ahora, en esta etapa final" (vv. 1a. 2a.). De la contraposición de los diferentes momentos salvíficos de la historia (=Kairoi) se pasa a una valoración escatológica del tiempo. El "ahora" no es exactamente el fin, pero sí es el tiempo definitivo y, por esta razón, el tiempo "final" después del cual no debe esperarse ningún otro. Toda la carta se mueve dentro de esta perspectiva: la etapa definitiva de la historia de la salvación ya ha llegado. (Cf. el evangelio de hoy: Jn 1, 1-2. 15).
La plenitud de la revelación: "De muchas maneras habló Dios a nuestros padres por los Profetas... (pero a nosotros) nos ha hablado por el Hijo" (vv. 1b. 2b). En todo momento es Dios el que habla; él es quien tiene la iniciativa de la revelación. Pero también aquí, la contraposición acaba mostrando que la actual realizada a "nosotros" es la definitiva revelación que Dios hará a los hombres. Una cosa es hablar sirviéndose de palabras y otra muy distinta es hablar mediante una persona: una cosa son los "profetas" y otra muy distinta es el "Hijo". (Cf. el evangelio de hoy: Jn 1, 1.5-9. 14. 18).
La plenitud de la creación: "(Cristo es) heredero de todo, y por medio del cual ha ido realizando las edades del mundo" (v. 2c).
Hacia él queda finalizada aquella misma realidad que con él y en él tuvo origen. La génesis de la creación no fue un acto puntual y estático de Dios, sino que encuentra todo su sentido en el dinamismo que le sigue impulsando hacia su creador. (Cf. el evangelio de hoy; Jn 1, 3-4. 10).
La plenitud de las Escrituras: de modo especial los vv. 5 y 6 nos muestran como desde la fe cristiana hay una posibilidad de re-interpretación del Antiguo Testamento. Lo que allí se dice del Mesías está siempre en un nivel de promesa y de anuncio; pero ahora aquello mismo, en Jesús, es realidad y acontecimiento. (Cf. el evangelio de hoy: Jn 1, 16-17). El punto de partida es la iniciativa de Dios: Dios nos ha hablado.
En la primera frase, la carta no habla del contenido de la palabra, sino del hecho, el proceso (antes-ahora) y el mediador (los profetas-el Hijo). Este pasa a ser el centro de la segunda parte, con una frase rica y densa, el autor intenta hacer una presentación completa acentuando en el corazón del período lo que constituye el núcleo de toda la carta: el Hijo «después de realizar la purificación de los pecados, se sentó a la derecha de la Majestad de las alturas» (v 3). En este punto, los últimos versículos completan los primeros: el contenido de la palabra de Dios a los hombres es propiamente la persona del Hijo, Jesucristo. En él y en su misterioso camino Dios ha dicho a los hombres todo sobre sí mismo y sobre el propio hombre; sus días son los últimos. La introducción acaba con una alusión a la superioridad del nombre del Hijo sobre el de los ángeles, tema de la primera parte de la carta (1,5-2,18).
El autor de la carta a los Hebreos nos presenta la venida de Cristo como un momento privilegiado de la revelación divina a lo largo de la historia. Ha sido él quien ha hablado a lo largo de la historia, muchas veces y de muchas maneras, a los hombres, primero por boca de los profetas, después por la de su propio Hijo.
A esta afirmación fundamental, que tan bien encaja con la celebración de la Navidad, sigue un discurso sobre la naturaleza del Hijo de Dios. Considerado en sí mismo, él es resplandor de la gloria y sello de su mismo ser. El autor utiliza el lenguaje sapiencial del helenismo judío, cuando hablaba de la Sabiduría divina concedida a los hombres (cf. Sa 7,25-26). Él es imagen, icono de Dios.
En relación con la obra de salvación que ha realizado con su misterio pascual, Cristo es aquel que ha expiado el pecado de la humanidad (cf. Rm 3,24-25; Ef 1,7; Col 1,13-14), y el que ha sido exaltado por encima de todo (cf. Fl 2,9-11), siendo hijo y heredero por encima de los ángeles (cf. Rrn 8,17; Mt 21,38).
La acción salvífica de Jesús se inscribe, para el autor de la carta a los Hebreos, en la lista de acciones reveladoras de Dios en la historia. Pero no como una de tantas, sino como la principal de todas ellas. Jesús, que nos ha purificado de los pecados (referencia al misterio pascual) es icono de Dios; el hombre Jesús, sentado ahora a la derecha de los ángeles, ha heredado un nombre superior al de los mismos ángeles.

Como todos los años el evangelio de este día es el inicio del prologo de San Juan  (Jn 1, 1-18).
El prólogo del evangelio de San Juan es un himno solemne -en siete estrofas de estructura semita- al Logos, al Verbo, revelación del Padre en Cristo. En este prólogo están ya presentes los grandes temas del evangelio: el Verbo, la vida, la luz, la gloria, la verdad. Y las fuertes contraposiciones: Luz-tinieblas; Dios-mundo; fe-incredulidad. Dos veces resuena la voz del testigo: Juan Bautista.
El texto empieza igual que el primer libro de la Biblia cuando narra la creación: "En el principio...". Y, ya al principio, antes que todo, está la Palabra, el proyecto de comunicación plena de Dios con los hombres. Juan señala por cuatro veces, con exagerada insistencia, la preexistencia y divinidad de esta Palabra. ¡Ha de quedar muy claro que es Dios mismo quien se hará hombre! Y para resaltarlo más, señala para la Palabra las cualidades básicas de vida y luz que no son cualidades estáticas de Dios, sino cualidades para ser dadas a los hombres.
Juan continúa con una reflexión sobre la aceptación de la Luz por parte de los hombres. No se trata sólo de la aceptación de Jesús, sino de la aceptación de todos los signos de Luz que los hombres han tenido a mano y a menudo han rechazado. Pero hay quienes sí han estado dispuestos a aceptarlos: éstos son los que Dios hará hijos suyos.
La afirmación clave: la Palabra se hizo carne. Es una afirmación muy sabida, pero es realmente escandalosa: aquella Palabra que Juan tanto ha insistido en que "era Dios", resulta que asume la total debilidad de la condición humana, y viene a vivir con los hombres, y en esta debilidad (¡hasta la cruz!) será donde contemplaremos su gloria divina. A Dios ahora se le puede ver y tocar. Y se le ve y se le toca en la "carne" débil de Jesús. - Una vez dicho esto, Juan resalta una y otra vez las cualidades y dones que recibimos de la Palabra hecha carne (que ahora ya no se llama "Palabra" sino "Hijo" y "Jesucristo", una persona concreta y palpable): gracia, verdad, abundancia de su plenitud... Todo para consolidar la afirmación básica: a Dios sólo se le encuentra en Jesucristo, en su carne, en su vida concreta.
Las tesis que presenta son las mismas que las del evangelio. La idea de fondo es la plenitud de la revelación que nos ha traído el Verbo. Ha salido del Padre y se ha hecho hombre. También de la Sabiduría se dice que estaba en Dios (Pr 8. 30), pero la sabiduría era una personificación literaria. La Palabra en cambio, es una persona, es Dios, es la última palabra que Dios ha pronunciado (Hb 1. 3).
Nos presenta a la Palabra de Dios como una realidad sensible y tangible. La realidad de la presencia de Dios ha comenzado a incidir históricamente en los hombres con el comienzo de la vida de Jesús: este suceso constituye el momento decisivo de la historia de la salvación; lo testimonian los cristianos. La palabra "carne" designa en Juan todo lo que constituye la debilidad humana, todo lo que conduce a la muerte como limitación del hombre. Desde el momento de la venida del Hijo al mundo en la debilidad de la "carne", realiza la presencia de Dios entre los hombres. El cuerpo de Jesús se convierte, por su muerte y su resurreción, en el templo de la presencia de Dios.
La encarnación no es ninguna apariencia: por la experiencia de nuestro ser de hombres es como hemos de acercarnos a Dios, a Jesús. La revelación definitiva de Dios tiene rostro humano. Es una realidad cercana a los hombres. Ha puesto su tienda entre nosotros. Desde el momento de la venida del Hijo al mundo en la debilidad de la "carne", realiza la presencia de Dios entre los hombres.
Dios se acerca a los hombres hasta el punto de hacerse uno de ellos: "carne". Esta fórmula de Juan, "la palabra se hizo carne", es una afirmación del misterio de la encarnación del Hijo; del paso de la existencia eterna de la palabra de Dios, al comienzo de su existencia histórica y de su aparición en el mundo.
Juan intenta, sobre todo, destacar que Jesús de Nazaret, palabra de Dios hecha carne, no es una apariencia, una sombra o un fantasma.
La revelación definitiva de Dios tiene rostro humano. Es una realidad cercana a los hombres. Ha puesto su tienda entre nosotros.
El es la verdad y la vida de Dios hecha carne. Ama, cura, perdona. Vive y sufre como un hombre entre los hombres. Todos pueden verlo y oírlo. Todos pueden creer en él, ver su luz, beber su agua, comer su pan, participar de su plenitud de gracia y de verdad. Se trata de proclamar la misericordia y fidelidad de Dios, su gracia, que se han hecho realidad en Jesús. Que Dios no actúa mediante favores pasajeros y limitados, sino con el don permanente y total del Hijo hecho hombre que se llama Jesús, el Cristo.
Dios se expresa en una palabra viva, que crea un interlocutor (el hombre concreto, tú y yo), con quien entabla un diálogo iluminador. Pero desgraciadamente el hombre (tú y yo) rechaza la Palabra y se hace tiniebla, angustia, ser para la muerte, absurdo radical.
 Hasta el v. 11 el juicio histórico del evangelista Juan es tremendamente pesimista. De hecho, todo su evangelio va a ser un conflicto continuado entre Jesús y un mundo incrédulo, que terminará en el proceso y condena de Jesús.
Pero en los vs. 12-13 el juicio histórico se completa haciéndose esperanzador: hay hombres que aceptan la Palabra y viven la asombrosa experiencia de ser hijos de Dios.
v.14:"La Palabra se hizo carne". No se refiere al momento de la Encarnación. Es la existencia toda de Jesús la que queda abarcada. El proyecto divino realizado es una existencia humana, visible, accesible, palpable. La tienda del encuentro, morada de Dios entre los israelitas en el desierto, queda sustituida por Jesús. El lugar donde Dios habita en medio de los hombres es un hombre de carne y hueso. Una existencia humana es ahora el resplandor de Dios, su gloria. Ha desaparecido la distancia entre Dios y el hombre. Buscas al Infinito, ve tras el Finito. La plenitud personal de Dios es Jesús, una plenitud de amor incondicional, consistente.
Para nuestra vida.
El texto de la primera lectura es uno de los himnos gozosos del Segundo Isaías anunciando el retorno de los exiliados de Babilonia a Jerusalén, y tiene la forma de un anuncio de restauración dirigido a la ciudad devastada.
Desde el país de exilio, de monte en monte, un mensajero va transmitiendo la voz, el gran anuncio. Este anuncio se sintetiza en: la "paz", que es la plenitud de todos los bienes; la "buena nueva" (en griego, "evangelio"), que es lo que uno tiene ganas de oír para ser feliz, la noticia más esperada; la "victoria", que es la liberación de toda opresión; y finalmente, lo que es la causa de todo: que "tu Dios es rey", él es el que conduce la historia a favor de su pueblo.
Escuchar este mensaje es una gran alegría, y lo es más aún cuando los centinelas de la ciudad devastada también se unen a él: el retorno de los exiliados que ya se ven llegar significa que realmente, definitivamente, el Señor vuelve a estar presente en su ciudad. Ver el retorno es ver cara a cara al Señor mismo que vuelve.
El profeta, entonces, entusiasmado, entona un cántico dirigido a las ruinas de Jerusalén, convocadas también a gritar de alegría porque el Señor reconstruye su pueblo y su ciudad. Y acaba proclamando que esta obra maravillosa de Dios es un anuncio de salvación que se dirige a todos los pueblos de la tierra.
El pueblo de Israel ha experimentado en propia carne la llaga mortal del exilio. Se hace necesaria una mano amiga que ayude algo, que levante el ánimo del creyente que flaquea. La caravana ha partido de Mesopotamia, y el poeta hace ver el momento tan ansiado de la llegada del mensajero, que ya está atravesando las colinas del norte de la ciudad. Una nueva era de paz y libertad comienza: el mensajero trae la buena noticia de la liberación de Israel. A este anuncio se unen los gritos de los vigías que custodian las ruinas de la ciudad. La intervención de Dios no puede dejar a nadie indiferente. Su victoria debe alcanzar a todos los confines de la tierra. Es un mensaje de alegría para un pueblo abatido y sin horizontes: ¡Dios vuelve! Mensaje para el que se siente desanimado: ¡Dios sigue entre los que creen!
"Escucha, tus vigías gritan, cantan a coro..." (Is 52, 8)."Porque ven la cara del Señor, que vuelve a Sión", sigue diciendo Isaías.
Las palabras de Isaías, en las que vemos como Dios consuela a los suyos, como los libra de la esclavitud "Romped a cantar a coro, ruinas de Jerusalén, que el Señor consuela a su pueblo, rescata a Jerusalén" vuelven a resonar hoy en nuestros oídos pues también nosotros tenemos motivos para estar a alegres en el día de la Navidad y romper a cantar. Dios ha nacido para redimirnos. Es un Niño de carita morena y ojos grandes, de mirada inocente y alegre.
El que cree en el mensaje piensa que la restauración de una sociedad en ruinas y en crisis económica es posible. Es el mensaje para el creyente de hoy en esta Navidad.
La paz, el evangelio, la victoria, la acción poderosa de Dios, que se hicieron presentes en  el retorno del exilio para el pueblo dispersado y la ciudad devastada, ahora, con la venida de  Jesús, se hacen realidad plena para la humanidad entera dolorida y para todas las  devastaciones que hay en el mundo.

Sigamos ahora el Salmo 97, salmo responsorial del día de Navidad.
Es uno de estos cantos de alabanza a Yahvé, rey del mundo, cuya actuación no es sino una serie de maravillas y portentos en favor del hombre y del pueblo de Israel. Está influenciado, como todos los de su grupo (salmo 46, 92, 95-98), por el Segundo Isaías en sus miras universalistas, en su concepción de las nuevas realidades que se acercan para Israel, en su jubilosa visión del mundo como escena de la actuación de Dios y eco de su alabanza.
 La acción de gracias de la primera lectura también resuena, en el Salmo 97 que hoy recitamos, en las que el triunfo de Dios aparece como una activa esperanza. “Los confines de la tierra han contemplado la victoria de nuestro Dios”. Quien escucha este himno se ve animado a una seria colaboración con el Dios que actúa en la historia y se preocupa del hombre. Uno de los temas que más tratan los salmos es el de la alabanza. Dios merece toda la alabanza por ser él quien es, por sus obras maravillosas, por la bondad mostrada al hombre, por la salvación, por su predilección por Israel.
Esta alabanza es el fruto de una experiencia gozosa, de una alegría que produce la actuación salvadora de Dios: el salmista siente admiración, entusiasmo y gratitud por este Dios tan excelso, tan providente, y por esto brota de su corazón la más sincera alabanza. La fe en Dios lleva aneja la alabanza, y la alabanza proviene de la alegría. Los salmos, entre otras muchas otras cosas, nos enseñan también esta verdad y esta actitud de la alabanza gozosa, porque si el hombre alaba a Dios lo hace movido por un corazón admirado y agradecido, inundado de alegría por sentirse amado, salvado y protegido por su Dios.
El Antiguo Testamento ha sabido elaborar una serie copiosísima de cánticos y de himnos que ensalzan la bondad o las obras de Dios en medio de una atmósfera exultante: los cánticos de Moisés, de Débora, de Ana, de Judit, de Ezequías y los profetas, y por supuesto los salmos: una magnífica panorámica de una oración llena de alabanza y de gloria. "Cantad al Señor un cántico nuevo".
Así comenta San Juan Pablo II este salmo: 1. El Salmo 97 que acabamos de proclamar pertenece a un género de himnos con el que ya nos hemos encontrado durante el itinerario espiritual que estamos realizando a la luz del Salterio.
Se trata de un himno al Señor, rey del universo y de la historia (Cf. versículo 6). Es definido como un «cántico nuevo» (v. 1), que en el lenguaje bíblico significa un cántico perfecto, rebosante, solemne, acompañado por música festiva. Además del canto del coro, de hecho, se evoca el sonido melodioso de la cítara (Cf. versículo 5), la trompeta y el son del cuerno (Cf. versículo 6), así como una especie de aplauso cósmico (Cf. versículo 8).
Además, incesantemente resuena el nombre del «Señor» (seis veces), invocado como «nuestro Dios» (versículo 3). Dios, por tanto, está en el centro del escenario en toda su majestad, mientras realiza la salvación en la historia y es esperado para «juzgar» al mundo y los pueblos (versículo 9). El verbo hebreo que indica el «juicio» significa también «gobernar»: hace referencia por tanto a la acción eficaz del Soberano de toda la tierra, que traerá paz y justicia.
2. El Salmo se abre con la proclamación de la intervención divina dentro de la historia de Israel (Cf. versículos 1-3). Las imágenes de la «diestra» y del «brazo santo» se refieren al Éxodo, a la liberación de la esclavitud de Egipto (Cf. versículo 1). La alianza con el pueblo de la elección es recordada a través de dos grandes perfecciones divinas: «amor» y «fidelidad» (Cf. versículo 3).
Estos signos de salvación son revelados «a las naciones» y a «los confines de la tierra» (versículos 2 y 3) para que toda la humanidad sea atraída por Dios salvador y se abra a su palabra y a su obra salvadora.
3. La acogida reservada al Señor que interviene en la historia está marcada por una alabanza común: además de la orquesta y de los cantos del templo de Sión (cfr vv. 5-6), participa también el universo, que constituye una especie de templo cósmico.
….
4. En este Salmo, el apóstol Pablo reconoció con profunda alegría una profecía de la obra del misterio de Cristo. Pablo se sirvió del versículo 2 para expresar el tema de su gran carta a los Romanos: en el Evangelio «la justicia de Dios se ha revelado» (Cf. Romanos 1, 17), «se ha manifestado» (Cf. Romanos 3, 21).
La interpretación de Pablo confiere al Salmo una mayor plenitud de sentido. Leído en la perspectiva del Antiguo Testamento, el Salmo proclama que Dios salva a su pueblo y que todas las naciones, al verlo, quedan admiradas. Sin embargo, en la perspectiva cristiana, Dios realiza la salvación en Cristo, hijo de Israel; todas las naciones lo ven y son invitadas a aprovecharse de esta salvación, dado que el Evangelio «es potencia de Dios para la salvación de todo el que cree: del judío primeramente y también del griego», es decir el pagano (Romanos 1,16).
Ahora «los confines de la tierra» no sólo «han contemplado la victoria de nuestro Dios» (Salmo 97, 3), sino que la han recibido.
5. En esta perspectiva, Orígenes, escritor cristiano del siglo III, en un texto citado después por san Jerónimo, interpreta el «cántico nuevo» del Salmo como una celebración anticipada dela novedad cristiana del Redentor crucificado. Escuchemos entonces su comentario que mezcla el canto del salmista con el anuncio evangélico.
«Cántico nuevo es el Hijo de Dios que fue crucificado --algo que nunca antes se había escuchado--. A una nueva realidad le debe corresponder un cántico nuevo. “Cantad al Señor un cántico nuevo». Quien sufrió la pasión en realidad es un hombre; pero vosotros cantáis al Señor. Sufrió la pasión como hombre, pero redimió como Dios”. Orígenes continúa: Cristo “hizo milagros en medio de los judíos: curó a paralíticos, purificó a leprosos, resucitó muertos. Pero también lo hicieron otros profetas. Multiplicó los panes en gran número y dio de comer a un innumerable pueblo. Pero también lo hizo Eliseo. Entonces, ¿qué es lo que hizo de nuevo para merecer un cántico nuevo? ¿Queréis saber lo que hizo de nuevo? Dios murió como hombre para que los hombres tuvieran la vida; el Hijo de Dios fue crucificado para elevarnos hasta el cielo» («74 homilías sobre el libro de los Salmos» --«74 omelie sul libro dei Salmi»--, Milán 1993, pp. 309-310).(San Juan Pablo II. Catequesis 6-XI-2002).

Claro es el mensaje de la Carta a los hebreos. “En distintas ocasiones y de muchas maneras habló Dios antiguamente a nuestros padres por los profetas. Ahora, en la etapa final, nos ha hablado por el Hijo”. Cristo es la Palabra visible del Dios invisible. Esta Palabra debe ser vida y luz para nosotros. Celebrar la Navidad es celebrar la vida y la luz de Dios en nuestro mundo. Sin la vida y sin la luz de Cristo vivimos en un mundo de tiniebla y desorientación.
La exhortación a los "Hebreos" comienza con una solemne afirmación: el Dios de nuestros padres ha hablado. Dios se manifiesta, se da a conocer por su palabra. El soplo de Dios, su Espíritu, se hace sonido. Antaño, en la voz de los profetas. En esta etapa final de la historia, señala la carta a los Hebreos, nos ha hablado por su Hijo, que se acerca a nosotros para liberarnos.
Esta es la palabra eterna del Padre, hecha hombre, la manifestación luminosa de la gloria del Padre y la impronta de su ser.
Las distintas manera con que Dios se reveló antes se han unificado en Cristo, han llegado a plenitud en la venida de quien es mayor que cualquier profeta. Quien ve a Jesús ve a Dios.
Cristo nos revela el misterio de Dios. Por eso, la entrada del Hijo en la historia de los hombres lleva los tiempos a "su plenitud".
El Hijo, la suprema y definitiva manifestación de Dios al mundo, es Jesús de Nazaret. La afirmación de que él ha heredado un "nombre" superior a los ángeles introduce el tema de la primera parte de esta carta: Jesús, Hijo de Dios y hermano de los hombres.
 La última frase del texto de hoy "Adórenlo todos los ángeles de Dios" (Hb 1, 6).nos recuerda el relato de anoche  leído en la Misa del gallo en el que los  pastores se llenaron de asombro ante la voz de los ángeles en las cercanías de Belén. Hoy aquel lugar se llama Campo de pastores y una pequeña iglesia conmemora el hecho, junto a una gruta, utilizada en tiempos de Cristo para guarecerse del frío del invierno. Ellos creyeron el anuncio de los ángeles y fueron presurosos y alegres al portal de Belén, llenando los caminos de coplas sencillas, mientras allá arriba los ángeles cantaban "Gloria a Dios en las alturas y paz en la tierra...". Los ángeles siguen cantando y nos anuncian el nacimiento del Hijo de Dios.
La vida de Dios, la luz de Cristo, no se nos impone forzosamente, podemos rechazarla. Pero si la aceptamos, si nos dejamos inundar por la vida y la luz de Cristo, comenzamos a vivir como hijos de Dios, como hermanos del mismo Cristo que vive y alumbra en nosotros. Celebrar la Navidad en cristiano es celebrarla como hijos de Dios y como hermanos de Cristo. Esta celebración nos compromete a que Dios se encarne en nosotros, a través de Cristo.

En el evangelio, hoy leemos  el prólogo del evangelio de Juan en la fiesta del nacimiento del Señor.
 Se trata de proclamar la misericordia y fidelidad de Dios, su gracia, que se han hecho realidad en Jesús. Que Dios no actúa mediante favores pasajeros y limitados, sino con el don permanente y total del Hijo hecho hombre que se llama Jesús, el Cristo.
La Palabra se hizo carne (v. 14)y acampó entre nosotros, y hemos contemplado su gloria: gloria propia del Hijo único del Padre, lleno de gracia y de verdad”. A Dios nadie lo ha visto jamás, nos dice el evangelista. El Dios judío es un Dios trascendente, invisible, siempre más allá de nuestras capacidades sensoriales. Así lo afirmaron siempre Moisés y los profetas. Pero fue este mismo Dios invisible el que un día decidió hacerse carne y acampar entre nosotros.
La Palabra de Dios no es un sueño fantástico del evangelista en un momento de ensueño nostálgico. No. Es una realidad sensible y tangible, cuyo nombre es Jesús de Nazaret. Con él ha convivido Juan y esta experiencia ha engendrado en él la certeza de la que da testimonio. La Palabra, el Verbo, ya existía antes de la encarnación, pero la Palabra en el principio estaba junto a Dios. Antes de hacerse carne y acampar entre nosotros, la Palabra, el Verbo, era puro espíritu, no cuerpo, era espiritual e invisible como el mismo Dios.
La Navidad, la encarnación, es el primer momento en el que el Dios invisible se hace visible en la carne de un hombre, en su hijo, en Jesús de Nazaret. Cristo es la impronta del ser de Dios, nos dirá el autor de la carta a los Hebreos. A partir de la encarnación, Dios, evidentemente, como puro espíritu que es, seguirá siendo invisible para nuestros sentidos corporales, pero podremos ver un cuerpo en el que se ha encarnado nuestro Dios, es el cuerpo de Cristo, la persona de Cristo, en la que Dios se ha encarnado. Ver a Cristo será para nosotros ver a Dios.
Los suyos no le recibieron. La pobreza de Dios se hace drama de Dios. Vino a los suyos y, al igual que todos, busca acogida y abrigo, comprensión y aliento. Dios viene a los suyos todos los días. Puerta cerrada a un Dios que no vive según nuestros reglamentos. Puerta cerrada a una Palabra que desconcierta nuestros pensamientos. ¡Navidad es también una fiesta de conversión! El Verbo se hace carne, y Dios sabe lo que le cuesta. Desde el pesebre hasta la cruz, el camino es uniforme.
Y no obstante... A los que creen en su nombre les da el poder de hacerse hijos de Dios. A los que creen en Jesús-Salvador, Dios de los pecadores, Dios de los perdidos, Dios de los humildes, Dios de ternura. Los que creen en su nombre... Los que perciban la luz en la obscuridad de la espesa noche, los que escuchan la Palabra en el silencio de una fe incesantemente zarandeada.
¡Nacieron de Dios! Venidos al mundo como vino Jesús, hijos e hijas de lo inesperado, de la pobreza, de la inseguridad. No tienen en este mundo otro apoyo que Dios, su amor y su Espíritu. Vienen al mundo en pleno viaje, y el tiempo les urge a proseguir el camino. Hijos frágiles, siempre llamados a renacer; hijos de un Dios al que nadie vio jamás. Pueblo de los sin nombre, de los apátridas, de los huérfanos según el mundo.
Hoy es el día en el que, cielo y tierra, se unen. Es el instante en el cual, la gloria de Dios, regala a nuestro mundo aquello que tanto necesita: amor. ¿Sabremos ser sensibles a este acontecimiento? ¿Nos dejaremos embargar por la emoción de estas horas? ¿Iremos deprisa, como los pastores, dejando a un lado nuestros cómodos valles para brindar homenaje al Rey de Reyes? ¿O tal vez nos quedaremos en la orilla de la Navidad presos de otras luces y mensajes?
Así comenta San Agustín este texto de San Juan: “El comienzo del evangelio de san Juan que se nos acaba de leer, amadísimos hermanos, reclama la pureza del ojo del corazón. En él se nos presenta a nuestro Señor Jesucristo, tanto en su divinidad en cuanto creador de todo, como en su humanidad en cuanto reparador de la criatura caída.
En el mismo evangelio encontramos quién fue Juan y cuál su grandeza. En la excelencia, pues, del ministro podemos entrever cuán alto es el precio de la palabra que tal boca pudo proferir; mejor, cómo carece de precio la Palabra que supera a todas las palabras. Es por relación a su precio por lo que una cosa se la iguala a otra o se la pone por debajo o por encima. Si alguien la compra en su valor hay ecuación entre el precio y lo comprado; si en menos, la cosa le queda por debajo; si en más, por encima. Pero a la Palabra de Dios nada puede igualarse, ni es posible hacerla bajar de precio ni que nada la supere. Todas las cosas pueden quedar por debajo de la Palabra de Dios, puesto que todas han sido hechas por ella (Jn 1,3), mas no en concepto de precio de la Palabra, como si pudiese alguien apropiárselo dando algo.
Con todo, si puede hablarse así, y alguna razón o la costumbre admite este lenguaje, el precio para comprar la Palabra es el mismo comprador, si se da a sí mismo a esta Palabra en beneficio de sí mismo. Así, cuando compramos algo, recurrimos a algo que dar, para, dado su valor equivalente, adquirir la cosa que deseamos comprar. Ahora bien, lo que damos es algo exterior a nosotros; o si está en nosotros, sale de nosotros lo que damos, para que venga a nosotros lo que compramos. Sea cual sea el valor al que recurre quien compra, necesariamente acontece que uno da lo que tiene para adquirir lo que no tiene. Mas quien da el precio permanece siendo el mismo, aunque se le agrega aquello por lo que ha dado el precio. En cambio, quien quiera comprar esta Palabra, quien quiera poseerla, no busque fuera de sí qué dar, dése a sí mismo. Al hacerlo no se pierde a sí mismo como pierde el precio cuando compra algo.
La Palabra de Dios se ofrece a todos; cómprenla quienes puedan. Pueden todos los que piadosamente lo quieren. En esa Palabra se encuentra la paz; y paz en la tierra a los hombres de buena voluntad (Cf. Lc 2,14). Por tanto, quien quiera comprarla, dése a sí mismo. Él es como el precio de la Palabra, si es posible expresarse así; quien lo da no se pierde a sí mismo, a la vez que adquiere la Palabra por la que se da, y se adquiere a sí mismo en la Palabra por la que se da. ¿Qué da a la Palabra? Nada que no pertenezca ya a aquella por quien se da; antes bien, se devuelve a la Palabra para que ella rehaga lo que por ella fue hecho. Todas las cosas fueron hechas por ella (Jn 1,3). Si todas las cosas, también el hombre. Si el cielo, si la tierra, si el mar, si cuanto hay en ellos, si toda criatura, más evidente es aún que también fue creado por la Palabra el hombre hecho a imagen de Dios.
No nos ocupamos ahora, hermanos, de cómo puedan entenderse estas palabras: En el principio existía la Palabra y la Palabra estaba junto a Dios y la Palabra era Dios (Jn. 1,1). Pueden ser entendidas de manera inefable; su inteligencia no la procuran las palabras humanas. Nos ocupamos de la Palabra de Dios e indicamos por qué no se la comprende. No hablamos ahora para hacerla comprensible, sino que exponemos lo que impide su comprensión. La Palabra de Dios es una cierta forma, pero una forma no formada, forma de todos los seres que tienen forma; forma inmutable, estable, a la que nada le falta; sin tiempo ni lugar, que lo trasciende todo, que se alza por encima de todas las cosas, fundamento donde se apoyan y remate que a todas cobija.
Si dices que todas las cosas están en ella, dices verdad. A la misma Palabra se la designó como Sabiduría de Dios, pues dice la Escritura: Hiciste todas las cosas en la Sabiduría (Sal 103,24). Así, pues, en ella están todas las cosas y, con todo, por ser Dios, todas están debajo de ella. De lo dicho se deduce lo incomprensible del texto leído. Pero fue leído no para que el hombre lo comprenda, sino para que se duela de no comprenderlo, descubra lo que le impide la comprensión, lo remueva y suspire por la percepción de la Palabra inconmutable, una vez que él haya cambiado de peor a mejor. La Palabra no obtiene provecho ni crece cuando la conocen; sea que tú te quedes, te marches o vuelvas, ella permanece íntegra en sí, aunque renueva todas las cosas. Es, pues, la forma de todas la cosas, forma no hecha, sin tiempo ni lugar, como dijimos. Todo lo contenido en un lugar está circunscrito. La forma se circunscribe por sus límites, tiene un punto de partida y otro de llegada. Además, lo contenido en un lugar tiene cierto volumen y ocupa un espacio y es menor en la parte que en el todo. Haga Dios que lo entendáis.
Por los que tenemos ante los ojos, que vemos, tocamos, y entre los cuales andamos, podemos deducir que todo cuerpo que se halla en un lugar tiene una forma. Lo que ocupa un lugar es menor en la parte que en el todo. El brazo, por ejemplo, es una parte del cuerpo humano y, ciertamente es menor que el cuerpo entero. Y cuanto más pequeño sea el brazo, menor es el lugar que ocupa... Del mismo modo, en todo lo que ocupa un lugar, la parte es menor que el todo. No nos imaginemos, no pensemos de la Palabra nada parecido. No nos figuremos las cosas espirituales al talle de la carne. Aquella Palabra, Dios, no es menor en la parte que en el todo.
Pero no puedes concebir una cosa tal. Vale más la ignorancia piadosa que la ciencia presuntuosa. Estamos hablando de Dios. Se dijo: La Palabra era Dios (Jn 1,1) Hablamos de Dios: ¿qué tiene de extraño el que no lo comprendas? Si lo comprendes, no es Dios. Hagamos piadosa confesión de ignorancia, más que temeraria confesión de ciencia. Tocar a Dios con la mente, aunque sea un poquito, es una gran dicha; comprenderlo, es absolutamente imposible...
¿Qué se puede decir de la Palabra, hermanos? Si los cuerpos que tenemos ante los ojos no pueden abrazarse con la mirada, ¿qué ojo del corazón puede comprender a Dios? Basta con que le toque, si está purificado. Si le toca, lo hace con cierto tacto incorpóreo y espiritual, pero no lo comprende. Y aún aquello, a condición de estar purificado. El hombre se hace bienaventurado tocando con el corazón lo que permanece siempre bienaventurado. En eso consiste la felicidad perpetua y la vida perpetua, de donde se deriva al hombre la vida; la sabiduría perfecta, de donde le viene al hombre el ser sabio; la luz sempiterna de donde la viene su luz al hombre. Ve ahora cómo tocándole te haces lo que no eras, sin convertir en lo que no era a lo que has tocado. Esto es lo que afirmo: Dios no es más por ser conocido, pero el conocedor sí es más conociendo a Dios. No pensemos, hermanos, que prestamos un beneficio a Dios, por haber dicho que en cierto modo damos un precio por él. Nada le damos que le haga aumentar, puesto que aunque tú caigas, aunque vuelvas, él permanece íntegro, dispuesto a dejarse ver para hacer felices a los que retornan y cegar a los alejados. La primera represalia divina con el alma que se aleja de Dios es cegarla. Quien ciega los ojos a la luz verdadera, es decir, a Dios, queda sin más a oscuras. Aunque no experimente el castigo, ya lo tiene sobre sí”. (San Agustín. Sermón 117,1-5).
Hoy es un día para felicitarnos. ¡Dios ha cumplido lo prometido! Ha nacido del seno virginal de María, aquella que quedando para siempre virgen, se convierte en Madre de Dios y Madre nuestra. ¡Qué gran Misterio! ¡Qué gran Sacramento! ¡Dios en un pesebre, Dios humillado! ¡Cuánto! ¡Pero cuánto nos ama Dios para que nos entregue, así y de estas formas tan sorprendentes, a su único Hijo!
Que al contemplar al Dios Niño nuestras conciencias se vean interpeladas: el que es Todopoderoso, entra al mundo por la puerta de la humildad. El que lo tiene todo, aparece ante nosotros desnudo. El que, en el cielo habitaba entre ángeles y triunfo, nace en el mundo en medio de la soledad, la indiferencia o la frialdad. ¿Por qué nosotros –siendo menos que Dios- optamos por escoger las puertas grandes, la opulencia o el afán de notoriedad?.
Rafael Pla Calatayud.
rafael@betaniajerusalen.com

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