Comentario a las lecturas Natividad
del Señor Misa del Gallo 24-25 de diciembre 2018
“El pueblo que caminaba en tinieblas vio una
luz grande”
En el silencio de una noche mágica Dios quiso transformar
el mundo, simplemente, haciéndose Niño. ¿Por qué nos empeñamos en romper el
mundo siendo demasiado adultos?
Ante el anuncio divino desaparece la
lógica humana, o mejor dicho, se sublima la razón, se leva y se capacita para
descubrir que, detrás de las apariencias humanas, está oculta la grandeza
divina… Cuando uno se fía en exceso de su propio parecer, se cierra a entender,
aunque sea a medias, el misterio inefable de Dios. Es preciso reconocer nuestra
limitación a la hora de juzgar o explicar algunas cosas, sobre todo cuando se
trata de verdades trascendentes y sobrenaturales.
En esa noche, los ángeles interrumpieron e interrumpen el sueño de los mortales.
Algunos, como los contemporáneos del Niño Jesús, no se percatarán de su
nacimiento
Otros, cerrando sus corazones, serán
reflejo de aquellas otras posadas que dijeron ¡no! al paso de la Familia
Sagrada
Y, otros más, entretenidos en sus
cosas, en su mundo y mirando a otra parte…serán incapaces de descubrir, ver y
seguir el destello de una estrella que conduce hasta el Dios Humanado.
Puede que, como los pastores, también
nosotros veamos unos simples pañales, un austero portal.
Puede que, como los pastores, nuestros
ojos no descubran nada extraordinario. Pero, es que en esa aparente
invisibilidad del señorío de Dios, está la dignidad de su pobreza y la pobreza
en su grandeza. Sólo, con un corazón sobrecogido por el misterio, podremos ver
el prodigio que está contenido en un mísero establo. Nunca, tanta riqueza, se
hizo tan gran mendigo para solicitar del hombre eso: cariño, amor, ternura,
asombro, respeto, adoración y fe.
Posiblemente hemos de recurrir a la
ayuda. Acudir, como hacen los niños, a nuestra madre la Virgen María e
implorarle con humildad y sencillez que, como los pastores, también nosotros
vayamos presurosos a Belén y contemplemos con asombro y alegría a ese Niño
recién nacido.
Las lecturas tienen como hilo conductor la
esperanza, la fe en el obrar de Dios y la alegría que ello supone. Y todo ello
centrado en la figura de un niño.
La
primera lectura es del Profeta Isaías (Is 9, 1-3.5-6). El libro del Enmanuel
-6,1-9,6- tiene la función de testimoniar que la palabra del profeta es la
palabra de Dios y, por tanto, es una palabra que se cumplirá.
La estructura interna de este texto,
que podríamos titular "la gran fiesta de la liberación y de la paz",
es sencilla. En los capítulos siete y ocho, el profeta anuncia la total
destrucción del reino del norte. Pero el castigo, la destrucción, no es el fin
o la intención de Dios. Dios no abandona a su pueblo. El pueblo de las doce
tribus volverá a reunirse y será un pueblo nuevo.
Isaías ha sido llamado, desde el
tiempo de san Jerónimo, el "evangelista". Hoy las principales
afirmaciones mesiánicas del libro de Isaías son sometidas a crítica, pero está
fuera de toda duda que el trasfondo del anuncio de salvación de Is 9, 1-6 es un
tiempo de dificultad, de inseguridad. El peligro y la insatisfacción hacían que
el pueblo estuviera dispuesto a acoger el anuncio de paz que Dios le ofrecía.
El hecho histórico es la conversión
del norte oriental de Palestina en provincia asiria. En este contexto histórico
el oráculo es un canto de esperanza. Dios no abandona para siempre a su pueblo
y a su territorio al capricho de los enemigos.
La contraposición entre luz y
tinieblas, entendidas como símbolos de la salvación y condenación, tienen una
referencia al lenguaje típico de la creación en la que Dios, creador de la luz,
vence al caos y a las tinieblas.
La imagen de la alegría la toma del
libro de los Jueces 7, 20ss. La derrota total de los madianitas. Israel deja de
ser un animal encadenado reducido a trabajos forzados. El motivo de la paz y el
hecho de la liberación es el nacimiento del nuevo rey. Así como en Egipto, el
día de la entronización, se daban al soberano nombres nuevos así se le imponen
al niño que ha nacido. Entre estos nombres no aparece el de Yavhé pero tienen
un significado teológico. El poder y la plenitud que expresan superan todo lo
que se puede decir del rey teocrático de Jerusalén.
Las imágenes usuales se presentan en
clave escatológica. Desde esta clave interpretativa se refieren al príncipe con
quien se cerrará la historia, en el que se realizarán todas las promesas hechas
a la casa de David desde Natán. Celebramos su venida, pero su obra no ha
llegado a plenitud. El reino de paz se está haciendo realidad pero todavía no
es "la realidad".
El profeta pasa de la descripción de una ruina
total del pueblo a la de la una ocasión de esperanza y restauración.
Probablemente Isaías aprovecha una pieza de la liturgia de entronización real,
no para decirnos nada de un rey histórico, sino para realzar la entrada del rey
ideal, mesiánico. De otro modo, no se hubiera atrevido a usar la expresión
“Dios guerrero” (Dios fuerte) atribuyéndosela al Rey que viene.
El
responsorial es el salmo 95 (Sal 95, 1-2a.2b-3.11-12.13) “Hoy nos ha nacido un
Salvador: el Mesías, el Señor”. Es una invitación a
cantar un cántico nuevo. Este salmo nos invita con insistencia a
"cantar". La palabra se repite tres veces al comienzo de las tres
primeras líneas. Más adelante, por tres veces, vuelve la insistencia: "Dad
gloria al Señor"... "Dad gloria al Señor"... "¡Dad pues
gloria al Señor!".
Hay que recitar este salmo con los
"ángeles de los campos de Belén" que "cantaron aquella noche":
"Gloria a Dios, paz a los hombres".
Nosotros junto con ellos cantemos también "alegría en el cielo, fiesta en
la tierra"... "¡El cielo se alegra, la tierra exulta!"
"¡Gloria a Dios!" "¡Adorad a Dios!" "¡El Señor es rey!
Que nuestra oración jamás olvide esta actitud de adoración, sentimiento de
anonadamiento, ella es el fundamento de todo primer descubrimiento de Dios.
Dios es el "totalmente Otro", el trascendente, aquel que supera toda
imaginación. Y la revelación de la proximidad de Dios que se hizo uno de
nosotros, que se hizo niño en Navidad. Este sentimiento de adoración no
disminuye en nada la infinidad de Dios paradójicamente brilla hasta en el
exceso de amor que lo hizo nacer en un pesebre de animales.
El Salmo se halla sustancialmente
constituido por dos escenas. La primera parte (cf. vv. 1-9). comienza con una
invitación jubilosa a alabar a Dios, una invitación que abre inmediatamente una
perspectiva universal: "cantad al Señor, toda la tierra"
(v. 1). Se invita a los fieles a "contar
la gloria" de Dios "a los
pueblos" y, luego, "a todas
las naciones" para proclamar "sus
maravillas" (v. 3). En el fluye intensamente la alabanza ante la
majestad divina: "Cantad al Señor
un cántico nuevo, (...) cantad (...), cantad (...), bendecid (...), proclamad su
victoria (...), contad su gloria, sus maravillas (...), aclamad la gloria y el
poder del Señor, aclamad la gloria del nombre del Señor, entrad en sus atrios
trayéndole ofrendas, postraos (...)" (vv. 1-3).
La segunda escena, se abre con la
proclamación de la realeza del Señor (cf. vv. 10-13). Quien canta aquí es el
universo, incluso en sus elementos más misteriosos y oscuros, como el mar,
según la antigua concepción bíblica:
"Alégrese el cielo, goce la tierra, retumbe el mar y cuanto lo
llena; vitoreen los campos y cuanto hay en ellos, aclamen los árboles del
bosque, delante del Señor, que ya llega, ya llega a regir la tierra" (vv.
11-13).
Toda la tierra debe unirse a la
melodía. Todos debemos sumergirnos en el portento que inunda a todas las
naciones, pese a que muchos de sus ciudadanos lo ignoren. De la manera que
podamos debemos decirlo: NOS HA NACIDO UN SALVADOR, ES EL MESÍAS, EL SEÑOR.
Comentaba San Juan Pablo II este salmo
diciendo: " San Gregorio Nacianceno, al inicio del discurso pronunciado en
Constantinopla en la Navidad del año 379 o del 380, recoge algunas expresiones
del salmo 95: "Cristo nace: glorificadlo. Cristo baja del cielo: salid a su encuentro. Cristo está en la
tierra: levantaos. "Cantad al
Señor, toda la tierra" (v. 1); y, para unir a la vez los dos conceptos,
"alégrese el cielo, goce la tierra" (v. 11) a causa de aquel que es
celeste pero que luego se hizo terrestre" (Omelie sulla natività, Discurso
38, 1, Roma 1983, p. 44).
De este modo, el misterio de la
realeza divina se manifiesta en la Encarnación. Más aún, el que reina
"hecho terrestre", reina precisamente en la humillación de la cruz.
Es significativo que muchos antiguos leyeran el versículo 10 de este salmo con
una sugestiva integración cristológica:
"El Señor reina desde el árbol de la cruz".
Por esto, ya la Carta a Bernabé
enseñaba que "el reino de Jesús está en el árbol de la cruz" (VIII,
5: I Padri apostolici, Roma 1984, p.
198) y el mártir san Justino, citando casi íntegramente el Salmo en su Primera Apología,
concluía invitando a todos los pueblos a alegrarse porque "el Señor reinó
desde el árbol de la cruz" (Gli apologeti greci, Roma 1986, p. 121).
En esta tierra floreció el himno del
poeta cristiano Venancio Fortunato, Vexilla regis, en el que se exalta a Cristo
que reina desde la altura de la cruz, trono de amor y no de dominio: Regnavit a ligno Deus. En efecto, Jesús, ya
durante su existencia terrena, había afirmado:
"El que quiera llegar a ser grande entre vosotros, será vuestro
servidor; y el que quiera ser el primero entre vosotros, será esclavo de todos,
pues tampoco el Hijo del hombre ha venido a ser servido, sino a servir y a dar
su vida como rescate por muchos" (Mc 10, 43-45)". (Catequesis del
Papa San Juan Pablo II., en la audiencia general del miércoles, 18 de
septiembre de 2002).
La
segunda lectura de San Pablo a Tito (Tt 2,11-14) nos recuerda que “Ha aparecido
la gracia de Dios para los hombres”. Esta lectura quiere
ofrecer el motivo fundamental del deber cristiano de santificar la vida
cotidiana. Dentro de la sección 1, 5-3,11, en que se dan las instrucciones para
organizar la comunidad, la perícopa de hoy trata de la estructura interna de la
comunidad. Los cristianos deben dar testimonio de Dios con su vida a fin de que
sea conocido y amado y no blasfemado.
Este texto es como la recapitulación
de la fe de la Iglesia primitiva. El autor describe la acción maravillosa que
Dios ha realizado en Cristo. Se anuncia el misterio de la encarnación pero se
recuerda el sacrificio expiatorio y la gloria que recibe en la resurrección.
La gracia de Dios se ha manifestado ya
en Jesucristo, pero se manifestará en plenitud cuando vuelva glorioso al fin
del mundo. Esta revelación histórica del plan de Dios en la persona de Jesús
tiene siempre en el pensamiento de San Pablo una finalidad: la salvación de
todos los hombres. Por eso congrega a un pueblo que renuncia "a la
impiedad y a los deseos mundanos" y vive en la expectativa del
cumplimiento de esta salvación universal.
"Él se entregó por nosotros para
rescatarnos...": Dios realiza su plan salvador en la persona de JC,
"gran Dios y Salvador nuestro". Así como en la antigua alianza, Dios
congregó a un pueblo suyo, ahora Cristo con su muerte sacrificial reúne un
nuevo pueblo, liberado del pecado y "dedicado a las buenas obras.
¿Hay que seguir "aguardando la dicha que esperamos"?
Si la dicha es Jesucristo, hay que esperar y no hay que esperar: porque Él está
con nosotros, pero Él tiene que venir; mientras no hayamos renunciado del todo
a una vida sin religión y a una religión sin vida, hay que seguir esperando.
Toda la vida cristiana tiene su
comienzo en esta aparición del Señor y Salvador que celebramos ahora. La "gracia de Dios" de que habla la
lectura, ¿qué mejor interpretación puede recibir que la de la persona de
Jesús?.
Depende, del comportamiento cristiano
que el mundo crea en la salvación y espere la revelación final de Dios. En la
medida en que la vida cristiana sea pura pondrá de manifiesto, en efecto, que
está liberada del pecado por la Sangre de Cristo y que pertenece realmente a la
soberanía de Cristo (Tt 2. 14).
El
evangelio de San Lucas (Lc 2,1-14) presenta una sugestiva secuencia de nombres de lugares.
El relato empieza hablando de "el mundo entero", luego de Siria,
después de Galilea y Nazaret, de Judea y Belén y, finalmente, de la posada y
del pesebre. De esta forma, con un movimiento semejante al de una cámara que,
en el marco de un vasto paisaje al que se acerca poco a poco, se fija
progresivamente en un único punto, dejando todo lo demás hasta no ver más que
aquel punto, el autor conduce nuestra mirada desde las lejanas fronteras del
universo hasta el pesebre de Belén.
El sentido del procedimiento es fácil
de entender. Porque entre los nombres de lugares, los hay relacionados con
personas.
César Augusto y "el mundo
entero"...; Cirino y Siria; Belén y David, finalmente, Jesús y el pesebre.
Por lo tanto, el autor ha hecho desfilar sucesivamente ante nosotros a las
diversas autoridades reconocidas por los hombres, con la indicación del campo
en el que ejercen su poder, hasta conducirnos, finalmente, a aquel que posee la
verdadera autoridad, el único verdadero poder: no ya César, reinando sobre toda
la tierra, ni Cirino, el gobernador de Siria, ni siquiera David en su ciudad de
Belén, sino Jesús en su pesebre, aquel a quien hay que llamar el Mesías-Señor.
Belén, es un lugar fértil, el
significado de Bethlehem es casa de pan. Allí sucede el mayor acontecimiento de
la historia, el nacimiento de Jesús. Es notable la sobriedad con la cual se nos
describe este hecho. Y dio a luz a su hijo primogénito. Pero también Jesús, es
unigénito. Lo de primogénito, es un término más bien legal, no significa que
luego habrá más hijos.
El que Jesús ocupe el lugar de esas
autoridades reconocidas o establecidas, se deduce de los títulos que le son
atribuidos.
Él es, dice el ángel, "Salvador, Mesías-Señor". En tiempos
de Lucas, los romanos gratificaban a sus emperadores con los títulos de "Salvador", de "Señor"; y mucho antes, la tradición
bíblica había considerado a los reyes del Antiguo Testamento, a aquellos
"ungidos", "mesías", "cristos" (2 Sam 1, 14-16),
como "salvadores": "El
salvará a los hijos de los pobres", canta, por ejemplo, el salmo 72, a
propósito del "rey" y del "hijo del rey" (vv. 1 y 4). Así,
pues, a partir de "hoy", todos los monarcas humanos, sean cuales
fueren, paganos o judíos, no tienen ya el privilegio de tales títulos, de los
que el nacimiento de Jesús les desposee. Únicamente éste que acaba de nacer
puede ser llamado y lo es verdaderamente, Salvador, Mesías y Señor.
El acontecimiento es iluminador para
los hombres que saben por dura experiencia que "los reyes de las naciones
gobiernan como señores absolutos, y los que ejercen la autoridad sobre ellos se
hacen llamar Bienhechores" (Lc 22, 25). Pero se ha producido un parón en
esta sed de consideración y de prestigio, porque el que ahora posee la
autoridad se presenta a los hombres de una forma desacostumbrada:
"envuelto en pañales y acostado en un pesebre... porque no había sitio
para ellos en la posada". Es comprensible que el que así nace, el que no
se comporta como los poderosos de este mundo, pida un día a sus discípulos
"que el mayor entre vosotros sea el que sirve" (22, 26).
El acontecimiento es, aún ahora, más
considerable de lo que parece. El niño es llamado "Señor", con un
título que se atribuían los monarcas terrenos pero que en el lenguaje cristiano
-el del evangelista, por lo tanto- adquiere un sentido mucho más rico. Esto se
ve confrontando tres pasajes de los Hechos donde se proclaman los mismos
títulos que los ángeles dieran a Jesús. El primer pasaje habla de la Buena
Noticia del Cristo Jesús (5, 42); el segundo, de "la Buena Noticia del
Cristo Señor" (11, 20); el tercero, de la Buena Noticia de "este
Jesús a quien Dios ha constituido Señor y Cristo" (2, 36). De modo que, el
Señorío de Jesús, manifestado mediante su resurrección y su ascensión, que han
revelado en él al Hijo de Dios (Lc 1, 35), es proclamado por los ángeles en el
momento mismo de su nacimiento. Desde ese día, a Jesús se le llama
"Señor", porque lo es, no solo a la manera con que se saludaba a los
emperadores, sino a la manera con que Dios era celebrado en el Antiguo
Testamento.
No es, pues, únicamente un Cristo, un
salvador, un señor, de este mundo el que yace en el pesebre, sino el Cristo de
Dios, el Señor. Sorprendente trueque de las cosas que lleva, además, en sí
mismo un motivo para suscitar la convicción. Los pastores, se nos dice, verán
un "signo", pero ese signo no será otra cosa que la realidad...
oculta, escondida. Escondida e invisible para quienes permanecen en la noche;
luminosa como la claridad angélica para quienes saben verla. Maravillosa Buena
Noticia, pues: "Os traigo la buena noticia, la gran alegría".
Los pastores se encontraban en la
noche antes de que se les comunicara y fuera proclamada a sus oídos la Buena
Noticia; he aquí que con los mensajeros del sorprendente misterio aparece una
extremada claridad, que es "la
Gloria del Señor". Cambio total de las cosas, indicio de un mundo
verdaderamente nuevo en el que las realidades aparecen al fin tal como son.
El objeto del discurso del ángel, se
dice con una frase muy breve: el ángel habla de los "hombres que Dios ama". El texto no insiste en esta
palabra-clave que queda sin comentario. Por eso, porque los hombres son el
objeto de la benevolencia, del amor divino, se opera la maravilla que convierte
a la noche de los hombres tan luminosa súbitamente como el día.
Finalmente, hay que prestar atención a
los personajes: José y María pasan rápidamente por la escena y dejan el lugar a
dos grupos de interlocutores: el ángel del Señor, por una parte, en seguida
rodeado de "una legión del ejército celestial", y los pastores, por
otra. Estos últimos permanecen callados, destinados a tomar la palabra en el
segundo acto. El ángel responde a su pregunta incluso sin que la hayan
formulado (vv. 9 s). De este modo, los hombres quedan sorprendidos de
improviso, con la boca abierta, pasivos ante la súbita irrupción del don de
Dios.
Los ángeles hablan... Su discurso
tiene un doble registro. Hablan a la manera de los predicadores apostólicos al
publicar la Buena Noticia de Jesús, Cristo y Señor... Pero luego cantan
"Gloria a Dios". Interesante yuxtaposición de los procesos: la
palabra de evangelización y la palabra de alabanza, la que publica la Buena
Noticia y la que formula la Gloria de Dios. El primero dice a los hombres las
maravillas divinas, que vuelve a ponderar el segundo para felicitar por ellas a
su Autor.
SAN AGUSTÍN COMENTA EL EVANGELIO
Lc 2,1-14: Palabras de fiesta y
congratulación
Cuando se nos leyó el evangelio,
escuchamos las palabras mediante las cuales los ángeles anunciaron a los
pastores el nacimiento, de una virgen, de Jesucristo el Señor: Gloria a Dios en
los cielos y paz en la tierra a los hombres de buena voluntad (Lc 2,14).
Palabras de fiesta y de congratulación, no sólo para la mujer cuyo seno había
dado a luz al niño, sino también para el género humano, en cuyo beneficio la
virgen había alumbrado al Salvador. En verdad era digno y de todo punto
conveniente que la que había procreado al Señor de cielo y tierra y había
permanecido virgen después de dar a luz, viera celebrado su alumbramiento no
con festejos humanos de algunas mujercillas, sino con los divinos cánticos de
alabanza de un ángel.
Digámoslo, pues, también nosotros, y
digámoslo con el mayor gozo que nos sea posible; nosotros que no anunciamos su
nacimiento a pastores de ovejas, sino que lo celebramos en compañía de sus
ovejas; digamos también nosotros, vuelvo a repetirlo, con un corazón lleno de
fe y con devota voz: Gloria a Dios en el cielo y paz en la tierra a los hombres
de buena voluntad. Meditemos con fe, esperanza y caridad estas palabras
divinas, este cántico de alabanza a Dios, este gozo angélico, considerado con
toda la atención de que seamos capaces. Tal como creemos, esperamos y deseamos,
también nosotros seremos «gloria a Dios en las alturas» cuando, una vez
resucitado el cuerpo espiritual, seamos llevados al encuentro en las nubes con
Cristo, a condición de que ahora, mientras nos hallamos en la tierra, busquemos
la paz con buena voluntad. Vida en las alturas ciertamente, porque allí está la
región de los vivos; días buenos también allí donde el Señor es siempre el
mismo y sus años no pasan. Pero quien ame la vida y desee ver días buenos,
cohíba su lengua del mal y no hablen mentira sus labios; apártese del mal y
obre el bien, y conviértase así en hombre de buena voluntad. Busque la paz y
persígala, pues paz en la tierra a los hombres de buena voluntad. (San Agustín.
Sermón 193,1
Para
nuestra vida.
Las fiestas de Navidad sustituyeron,
en su origen, a unas fiestas bulliciosas y desmadradas, llenas de crápula y
desenfreno. Eran las fiestas que la sociedad celebraba en honor al sol invicto.
Como se creía que el 25 de diciembre comenzaba el solsticio de invierno, es
decir, que ese día el sol comenzaba a crecer, pues ese día comenzaban unas
fiestas ruidosas y bullangueras, desmadradas, como hemos dicho, fiestas que
duraban hasta el fin del año y el comienzo del año nuevo. Los cristianos
participaban, como ciudadanos que eran, de la alegría de esas fiestas y también
se podían ver envueltos en el clima de juergas y atropellos que se cometían en
esos días. Contra estas fiestas quiso luchar la Iglesia y buscó un motivo religioso
que pudiera cambiar estas celebraciones paganas por una celebración religiosa.
Estamos a finales del siglo III y comienzos del siglo IV y la Iglesia dice a
los cristianos que nuestro sol invicto es realmente Cristo Jesús y que debemos
celebrar su nacimiento con más alegría aún que la que demostraban los paganos
en memoria del nacimiento del sol.
De esa manera comenzó a celebrarse la
Navidad cristiana. Frente a la alegría ruidosa y desmadrada de las fiestas
paganas, los cristianos debemos manifestar en estos días una alegría igualmente
grande, pero no una alegría pagana y externa, sino una alegría interior y
religiosa. Siguiendo este deseo de la Iglesia, también ahora nosotros, los
cristianos, debemos celebrar la <Nochebuena> y las fiestas de Navidad con
gran alegría humana, interior y exterior.
En esta noche santa debemos vestir el alma con
traje de inocencia, de ilusión confiada, de fe sencilla y santa alegría. El
principal motivo de nuestra alegría navideña no puede ser otro que la esperanza
y la certeza de la venida de un Dios que, por amor, ha venido a salvarnos. Ha
venido a salvarme a mí y, por eso, mi alegría es, en primer lugar, una alegría
personal e íntima.
La alegría es una nota distintiva de
estas fiestas navideñas, alegría individual, alegría familiar, alegría
comunitaria, alegría interior y religiosa, alegría también social y pública.
Tanto el profeta Isaías como el autor
de la carta a Tito y el evangelista San Lucas nos muestran al Niño que ha
nacido con palabras hermosas y llenas de contenido agradecido.
En
la primera lectura, Isaías nos anuncia los acontecimientos que celebramos en
esta Noche santa: Dios cumple sus promesas.
"El pueblo que caminaba en tinieblas vio una luz grande": Las
tinieblas, signo del caos y de la muerte, nos indican la situación de opresión
y también de infidelidad del pueblo. La luz, signo de nueva creación y de vida,
nos indica la liberación y la restauración. Este paso es motivo del gozo,
comparable al de una buena cosecha o al de una victoria sobre los enemigos. La
posesión de la tierra y su fecundidad están siempre en el centro de atención
del pueblo de Israel.
"... los quebrantaste como el día de Madián": La liberación y la
iluminación es una acción de Dios, que se compara a la victoria de Gedeón sobre
los madianitas (Jc 7, 16-23): en medio de la noche, los israelitas con
antorchas encendidas y tocando los cuernos ahuyentan a los enemigos. La luz y
la palabra liberan en medio de la noche.
"Porque un niño nos ha nacido...": ¿En qué consiste esta acción
de Dios? Aparentemente las palabras del profeta se mueven a nivel de una
historia concreta: la continuidad de la dinastía de David. Pero los mismos
términos de la profecía se abren en un sentido que va más allá de la historia
menuda. Cuatro nombres de uso cortesano definen, en principio, al niño:
consejero, guerrero, padre, príncipe. Pero cada uno de ellos va acompañado de
un calificativo que lo sitúa en un ámbito y en una amplitud que va más allá de
las realidades humanas: "Maravilla de Consejero, Dios guerrero. Padre
perpetuo, Príncipe de la paz".
-"... con una paz sin límites sobre el trono de David...": la
profecía de Isaías reasume la profecía de Natán, con una insistencia en su
perpetuidad que desborda las posibilidades históricas: "por siempre".
Su fundamento es el mismo Dios: el celo de Dios, que se puede manifestar en el
castigo, se manifestará "desde ahora y por siempre" en el amor por su
pueblo a través del Mesías.
El
salmo responsorial nos invita a la alegría: «Cantad al Señor un cántico nuevo».
A primera vista, éste es el
mandamiento imposible. ¿Cómo cantar un cántico nuevo cuando todos los cantos,
en todas las lenguas, te han cantado una y otra vez, Señor? ¿Cómo puedes
pedirme, que en circunstancias a veces
dramáticas, te cante un cántico nuevo?
Sé la respuesta antes de acabar con la
pregunta. El cántico puede ser el mismo, pero el espíritu con que lo canto ha
de ser nuevo cada día. El fervor, el gozo, el sonido de cada palabra y el vuelo
de cada nota han de ser diferentes cada vez que esa nota sale de mis labios,
cada vez que esa oración sale de mi corazón.
Ese es el secreto para mantener la
vida siempre nueva, y así, al pedirnos el Señor que cantemos un canto nuevo,
nos está enseñando el arte de vivir una vida nueva cada día con la lozanía
temprana del amanecer en cada momento de nuestra existencia. Un cántico nuevo,
una vida nueva, un amanecer nuevo, un aire nuevo, una energía nueva en cada
paso, una esperanza nueva en cada encuentro. Todo es lo mismo y todo es
distinto, porque los ojos, que miran los mismos objetos que ayer, son nuevos
hoy.
El arte de saber mirar con ojos nuevos
me capacita para disfrutar los bienes de la naturaleza en toda la plenitud de
su pujante realidad. Los cielos y la tierra y los campos y los árboles son
ahora nuevos, porque mi mirada es nueva. Se me unen para cantar todos juntos el
nuevo cántico de alabanza.
«Alégrese el cielo, goce la tierra,
retumbe el mar y cuanto lo llena; vitoreen los campos y cuanto hay en ellos,
aclamen los árboles del bosque delante del Señor, que ya llega, ya llega a
regir la tierra».
Este es el cántico nuevo que llena
nuestra vida y llena el mundo que nos rodea, el único canto que es digno de
Aquel cuya esencia es ser nuevo en cada instante con la riqueza irrepetible de
su ser eterno.
«Cantad al Señor un cántico nuevo,
cantad al Señor toda la tierra; cantad al Señor, bendecid su nombre, proclamad
día tras día su victoria».
En
la segunda lectura de la epístola a Tito San Pablo escribe que "Ha
aparecido la gracia de Dios...": Esta lectura quiere ofrecer
el motivo fundamental del deber cristiano de santificar la vida cotidiana.
Dentro de la sección 1, 5-3,11, en que se dan las instrucciones para organizar
la comunidad, la perícopa de hoy trata de la estructura interna de la
comunidad.
La vida cristiana tiene su fuente en
la aparición y realidad de la salvación entre nosotros. Vivimos de una forma
determinada porque Jesús nos ha salvado. La "gracia de Dios" de que
habla la lectura es convenientemente interpretada con la aparición de Jesús
entre los hombres.
La primera venida de Cristo, con todo,
prepara la segunda y definitiva. A ella hay que irse disponiendo con un modo de
vida acorde con la de Jesús. No vale mirar sólo hacia un pasado aparentemente
remoto, sino hay que mirar hacia adelante apoyado en lo ya sucedido.
Los cristianos debemos dar testimonio
de Dios con nuestra vida a fin de que sea conocido y amado.
La acción-vida del hombre es una
respuesta a la acción salvífica de Dios. La "epifanía", aparición, de
la gracia de Dios puesta al principio de esta lectura orienta el sentido de
todas las demás afirmaciones. En la tradición bíblica las "epifanías"
eran signos de la intervención de Dios. La Iglesia primitiva ha asumido este
concepto para anunciar a Cristo que se manifiesta en la carne para la salvación
del mundo. El texto proclama la actividad terrena de Jesús como revelación de
la gracia de Dios... El hombre no se libera a sí mismo sino que debe acoger la
salvación que viene de Dios.
Este texto es como la recapitulación
de la fe de la Iglesia primitiva. El autor describe la acción maravillosa que
Dios ha realizado en Cristo. Se anuncia el misterio de la encarnación pero se
recuerda el sacrificio expiatorio y la gloria que recibe en la resurrección.
El
evangelio nos da el marco del nacimiento de Jesús destacando dos aspectos:
* 1) la descripción del censo (marco
universal, implicación de todos los pueblos) que lleva a José y María a Belén
(lugar clave de la manifestación del Mesías davídico), vv. 1-5;
* 2) la descripción del nacimiento en
Belén, indicando la colocación del niño en el pesebre, vv. 6-7. En Is 1, 3
encontramos: "conoce el buey a su dueño, y el asno el pesebre de su amo,
pero Israel no entiende, mi pueblo no tiene conocimiento".
San Lucas pone de relieve que Jesús
nace en la ciudad de David, no en un alojamiento como un extraño , sino en un
pesebre, donde Dios sostiene a su pueblo. Una vez situados en un marco
universal (el censo) y a la vez muy concreto (un pesebre). Le presenta la
anunciación del acontecimiento a los pastores. Los pastores (que, viviendo al
aire libre, velan, v.8) simbolizan la Iglesia que acoge la irrupción de la
gloria de Dios en el espacio/tiempo y, al mismo tiempo, representan a todos los
anawim, prototipo de los que lo esperan.
A ellos les manda Dios, antes que a
nadie, el recado del nacimiento del Mesías: "Os traigo una buena noticia,
una gran alegría que lo será para todo el pueblo: hoy, en la ciudad de David,
os ha nacido un salvador, que es el Mesías Señor". Ellos, marginados y
despreciados por los buenos, oprimidos y explotados por los ricos, son los
elegidos por Dios para conocer antes que nadie que ha nacido el Mesías; a
ellos, antes que al resto del pueblo, se les comunica la buena noticia que, más
para ellos que para cualesquiera otros, convierte aquella noche en nochebuena.
La Navidad es el tiempo de Dios, el
tiempo de la Fe, el tiempo de la Esperanza.
Toda la sabiduría y todas las promesas
bíblicas están resumidas en estas definiciones, en estas descripciones que se
nos hacen de Jesús. El es el Salvador, el Mesías, el Señor. Él es Maravilla de
consejero, Padre Perpetuo, Príncipe de la Paz. Él es hoy, esta noche y durante
estos días santos del tiempo litúrgico de Navidad, el niño envuelto en pañales
y recostado en un pesebre. Él es la grandeza de Dios en la realidad frágil,
pobre, humilde, y tierna de un niño que acaba de nacer, de un niño para el que
su Madre apenas encuentra lugar donde recostarle, un niño que, anunciado por
los ángeles, es adorado por unos pastores que pasaban la noche al aire libre,
velando por turnos su rebaño.
De esa esperanza que es la salvación.
Y no hay otra Navidad…..Por más que nos empeñemos en banalizarla, edulcorarla,
maquillarla, disfrazarla y desnaturalizarla, viviendo y practicando tantas
veces una Navidad sin Dios. Y no hay otra Navidad que la Navidad de Belén, la
Navidad que el evangelista Lucas y el resto de los textos bíblicos de hoy y de
estos días nos relatan. Algo muy distinto de las “otras navidades”.
En esta “Noche Buena” Dios se hace
Niño y se manifiesta en la pequeñez y en pobreza para indicarnos el verdadero
camino de la vida, la gran sabiduría de la existencia y la gran y única
esperanza que nos salva.
La verdadera Navidad es la Navidad de
la Esperanza. Hagamos posible la esperanza con nuestros gestos y con nuestros
detalles. Esperanza es el nuevo nombre de la Navidad. Y a esa esperanza hemos
de comprometer nuestra vida. Una vida sobria que significa también solidaridad,
fraternidad y justicia social, Una vida honrada en el cumplimiento de la entera
ley de Dios, en el respeto a los demás, en la equidad y cuyos otros nombres son
también solidaridad y fraternidad. Una vida religiosa: una vida que descubra a
Dios, al Dios revelado por Jesucristo, al Dios de rostro y corazón humanos, que
hoy, en Belén, en Jesús, es el niño envuelto en pañales y recostado en un
pesebre. Una vida, sí, sobria, honrada y religiosa. Es decir, una vida abierta
a Dios y dirigida al prójimo. Una vida cuajada, rebosante y remecida de una
esperanza que se basa en el amor de Dios y que se demuestra en el amor al
prójimo. Hagamos posible la esperanza regalando no sólo cosas materiales, sino
lo que de verdad puede hacer felices a nuestros hermanos los hombres y mujeres
de nuestro tiempo:
Nos sirve para nuestro testimonio
cristiano, darnos cuenta de lo que el Señor nos ofrece y nosotros recibimos: a
Cristo que es Luz que ilumina las tinieblas. . Todo el que recibe la luz de
Cristo, se siente hijo de Dios y portador de esta luz. Y no solamente puede
llenar de luz los caminos de los hombres, sino decirles dónde está la luz
verdadera. La Iglesia es hoy la luz que alumbra a todo hombre, porque es el
sacramento de Cristo ante el mundo.
Rafael Pla Calatayud.
rafael@betaniajerusalen.com
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