miércoles, 31 de octubre de 2018

Comentario a las Lecturas de la Solemnidad de Todos los Santos 1 de noviembre 2018


Comentario a las Lecturas de la Solemnidad de Todos los Santos 1 de noviembre 2018

Todos los Santos

Patriarcas que fuisteis semillas
del árbol de la fe en siglos remotos,
al vencedor divino de la muerte
rogadle por nosotros.

Profetas que rasgasteis inspirados
del porvenir el velo misterioso,
al que sacó la luz de las tinieblas,
rogadle por nosotros.

Almas cándidas, santos Inocentes,
que aumentáis de los ángeles el coro,
al que llamó a los niños a su lado,
rogadle por nosotros.

Apóstoles que echasteis en el mundo
de la Iglesia el cimiento poderoso,
al que es de verdad depositario,
rogadle por nosotros.

Mártires que ganasteis vuestra palma
en la arena del circo en sangre roja,
al que os dio fortaleza en los combates,
rogadle por nosotros.

Vírgenes bellas cual las azucenas
que el verano vistió de nieve y oro,
al que es fuente de vida y hermosura,
rogadle por nosotros.

Monjes que de la vida en el combate
pedisteis paz al claustro silencioso,
al que es iris de calma en las tormentas,
rogadle por nosotros.

Doctores cuyas plumas nos legaron
de virtud y rico tesoro,
al que es caudal de ciencia inextingible,
rogadle por nosotros.

Soldados del ejército de Cristo,
santas y santos todos,
rogadle que perdone nuestras culpas
a aquel que vive y reina entre nosotros.
(Gustavo Adolfo Bécquer)
Hoy recordamos a todas aquellas personas que gozan de la compañía de Dios en el cielo. Santos no son sólo los que están en los altares con figura hierática o "vestidos de blanco". Dice el Apocalipsis que es "una muchedumbre inmensa" que nadie podría contar”.
Hoy no es un día de tristeza, aunque muchos acudan a los cementerios a recordar a sus seres queridos y añoren su presencia entre nosotros. Hoy es un día de alegría porque muchos hermanos nuestros han llegado a la meta del encuentro con el Padre. Y son personas normales, que se santificaron en el día a día, son padres y madres de familia que, a pesar de las dificultades, confiaron siempre en el Señor y transmitieron a sus hijos el don de la fe ¿por qué solo se canoniza a los obispos, papas, curas o monjas?, ¿es que es menos santo el que realizó su tarea de padre o madre con un dedicación ejemplar? Hoy es un día para dar gracias a Dios por tantas personas buenas que nos han precedido en la fe.
La Solemnidad de Todos los Santos nos abre así el espíritu y el corazón a las consecuencias de la Resurrección. Lo que sucedió en Jesús se realizó también en sus bien amados, nuestros antepasados en la fe; y nos dice igualmente al respecto: bajo las hojas muertas, bajo la piedra del sepulcro, la vida continúa, misteriosa, para revelarse en el Gran Día, cuando llegue el fin de los tiempos. Para Jesús, fue al tercer día; para sus amigos, eso sucederá más tarde.
Recomendamos como la mejor referencia a la Fiesta de hoy, el capítulo V de la Constitución Dogmática de la Iglesia “Lumen Gentium”, del Vaticano II, sobre el “Universal llamado a la santidad”. Antes del Concilio se solía pensar que había una especie de «profesionales de la santidad», que se dedicaban de un modo especializado a conseguirla, como los monjes y los religiosos/as, que se decía que vivían en el «estado de perfección»; a los demás, los laicos/as o seglares, como que se les consideraba de alguna manera dispensados de tener que tender a la santidad.

La primera lectura tomada del Libro del Apocalipsis (Ap. 7, 2-4.9-14). San Juan escribe el libro del Ap (que significa "revelación") hacia los años 94-96, en unas circunstancias particularmente adversas para las comunidades cristianas. La persecución de Nerón, iniciada con el incendio de Roma hacia el año 64, se había extendido por todas partes en tiempos de Domiciano. El Apocalipsis es, por la tanto, un libro de la clandestinidad, lo que explica en parte la dificultad de su interpretación. Es también un libro en el que el autor exhorta a los cristianos y levanta el ánimo de las iglesias, un libro de la resistencia cristiana o de la "paciencia", que es algo muy distinto de la simple resignación. La paciencia vive de la esperanza, de una esperanza invencible.
El Vidente de Patmos ve los acontecimientos e interpreta los signos o señales de los tiempos a la luz del Día del Señor, revelando así el verdadero sentido de las persecuciones de la iglesia en el decurso de la historia. De ahí que la exhortación del Apocalipsis tenga todavía para nosotros vigente actualidad.
Para el autor del Ap, la reunión de los siervos de Dios delante del trono divino (Ap 7.) constituye uno de los preliminares del "Gran Día" o Día del Juicio Final.
Este capitulo, entre dos series de juicios y castigos, es un mensaje de consuelo y esperanza. Quiere infundir confianza ante la catástrofe anunciada. Dios no abandonará a los suyos cuando llegue la hora de la prueba. Es un mensaje de esperanza y seguridad. El ángel pone a cada uno un distintivo.
En el anuncio del castigo el autor supone que la tierra es cuadrada. Por eso presenta a los ángeles encargados de las fuerzas destructoras colocados en los cuatro ángulos que equivalen a nuestros cuatro puntos cardinales. Símbolos de salvación:
El ángel que sube de oriente. El oriente es el lado de donde proviene la luz. Corresponde al ángel portador de la salvación.
El sello del Dios vivo. El sello indicaba pro- piedad. Por eso los preservados por el sello son considerados como patrimonio especial de Dios. En la antigüedad se marcaba no sólo a los animales, sino a los esclavos y a los soldados. Así llevaban en su carne la señal de pertenencia a su dueño. Esta señal era al mismo tiempo signo de pertenencia y garantía de protección. Parece natural ver en el sello una alusión al bautismo. Los bautizados se llamaban "sellados". Pablo habla del sello del Espíritu (cfr. 2 Co 1,22; Ef 1, 13; 4, 30). El número de los salvados es un número simbólico. Indica la totalidad de los salvados, es toda la Iglesia. Está compuesta por gente de toda nación, razas, pueblos y lenguas.
En pie, vestidos de largas túnicas, con palmas en las manos. La descripción del Apocalipsis corresponde a la celebración del triunfo imperial, pero parece más obvio interpretar el capítulo siete en relación con la fiesta de los Tabernáculos en uso en la liturgia judía. Esta fiesta era como una promesa y una anticipación del Israel ideal que debía ser restaurado por Dios. Así se prepara la gloria futura del pueblo de Dios. Es la visión de Israel que se reúne, el Israel perfecto extendido por todo el universo. Juan ha superado la situación de Pablo. Ya no hay dialéctica judío-gentiles. Para Juan no hay dos pueblos. Es la Iglesia compuesta por hombres que vienen de todas las naciones.
Una idea muy acariciada en el Ap es el tema de la espera, del aplazamiento. Juan ve los cuatro vientos dispuestos a lanzarse sobre la humanidad, de modo semejante a como aparece en la descripción de Za 6. 1-7. Pero se produce un hecho nuevo que Zacarías no había previsto: la orden de suspender la tempestad para que los elegidos pudieran reunirse en el lugar fijado. El fin no llegará inmediatamente después, pues habrá que esperar a que la Iglesia pueda cumplir su misión, cual es la de congregar a todos sus miembros. La reunión que, en la representación judía, era simplemente un momento de la escatología, se convierte en la ocupación esencial del "aplazamiento" que constituye el tiempo de la Iglesia.
 La reunión concierne en primer lugar a las doce tribus (v. 4). Esta presencia de las tribus puede resultar sorprendente en un contexto cristiano. No se trata de los judíos convertidos, sino del todo Israel espiritual que es la Iglesia: los 144.000 son, pues, cristianos sin más, sean o no de origen judío. Los salvados no son una muchedumbre anónima, sino un pueblo organizado y estructurado. Es preciso notar, además, que las doce tribus no existían ya en el pueblo judío en el tiempo de san Juan, aun cuando la esperanza mesiánica preveía su restablecimiento.
Con esta multitud reunida delante del trono de Dios se designa también la totalidad de las naciones (v. 9). No hay que oponer esta muchedumbre innumerable a las doce tribus de los versículos precedentes. De hecho, Juan superpone dos visiones distintas de la misma realidad: la Iglesia, considerada ya como cumplimiento del Israel espiritual, ya representada como el cumplimiento de la salvación del mundo entero. Las dos imágenes se superponen para elaborar una eclesiología completa. El hecho de la multitud innumerable muestra que la Iglesia es verdaderamente universal y no una secta, un grupo, un "ghetto" de separados.
La nota de unidad se encuentra más bien en la imagen de las doce tribus.
Los vv. 9-14 se refieren ya a la multitud de los mártires que, vencidos a los ojos de los hombres, son en realidad vencedores. Nótese que, a diferencia de la simbología tradicional, el color de los mártires es el blanco, porque la sangre del Cordero, en la que por su martirio se han lavado, los ha purificado, y que las palmas no aluden primariamente al martirio (como en nuestra iconografía), sino a la fiesta de las Tiendas o Cabañas, celebrada gozosamente en el desierto tras haber salido triunfalmente de Egipto.
El v. 14 parece dar una definición precisa de los siervos reunidos ante el trono de Dios: "Estos son los que vienen de la gran tribulación". Juan piensa ciertamente en la persecución de Nerón, que considera como el prototipo de todas las tribulaciones que habrán de afrontar los cristianos. No es preciso, por tanto, reducir la muchedumbre innumerable a los mártires propiamente dichos.

Salmo responsorial es el Salmo 23( Sal 23, 1-2, 3-4ab, 5-6). Es un texto  en acción con dos grupos de participantes: un grupo se acerca en procesión a las puertas del templo; otro grupo los recibe y les abre.
VV. 1-2: El comienzo es de himno sin introducción, y enuncia el poder universal de Dios. Las aguas son el elemento inestable, Dios ha afirmado sobre ellas la tierra.
VV. 3-5: Al llegar a la puerta, pregunta la procesión las condiciones para entrar en el templo. Responde un sacerdote resumiendo en dos condiciones positivas y dos negativas la preparación moral para la acción cúltica.
V. 6: Dirigida en segunda persona a Dios, equivale a una presentación del grupo de los fieles: realmente vienen buscando a Dios, en el templo, su presencia y su compañía; no es una procesión formalista.
Así comenta San Juan Pablo II este salmo:    1. El antiguo canto del pueblo de Dios, que acabamos de escuchar, resonaba ante el templo de Jerusalén. Para poder descubrir con claridad el hilo conductor que atraviesa este himno es necesario tener muy presentes tres presupuestos fundamentales. El primero atañe a la verdad de la creación:  Dios creó el mundo y es su Señor. El segundo se refiere al juicio al que somete a sus criaturas:  debemos comparecer ante su presencia y ser interrogados sobre nuestras obras. El tercero es el misterio de la venida de Dios:  viene en el cosmos y en la historia, y desea tener libre acceso, para entablar con los hombres una relación de profunda comunión. Un comentarista moderno ha escrito:  "Se trata de tres formas elementales de la experiencia de Dios y de la relación con Dios; vivimos por obra de Dios, en presencia de Dios y podemos vivir con Dios" (G. Ebeling, Sobre los Salmos, Brescia 1973, p. 97).
2. A estos tres presupuestos corresponden las tres partes del salmo 23, que ahora trataremos de profundizar, considerándolas como tres paneles de un tríptico poético y orante. La primera es una breve aclamación al Creador, al cual pertenece la tierra, incluidos sus habitantes (vv. 1-2). Es una especie de profesión de fe en el Señor del cosmos y de la historia. En la antigua visión del mundo, la creación se concebía como una obra arquitectónica:  Dios funda la tierra sobre los mares, símbolo de las aguas caóticas y destructoras, signo del límite de las criaturas, condicionadas por la nada y por el mal. La realidad creada está suspendida sobre este abismo, y es la obra creadora y providente de Dios la que la conserva en el ser y en la vida.
3. Desde el horizonte cósmico la perspectiva del salmista se restringe al microcosmos de Sión, "el monte del Señor". Nos encontramos ahora en el segundo cuadro del salmo (vv. 3-6). Estamos ante el templo de Jerusalén. La procesión de los fieles dirige a los custodios de la puerta santa una pregunta de ingreso:  "¿Quién puede subir al monte del Señor? ¿Quién puede estar en el recinto sacro?". Los sacerdotes -como acontece también en algunos otros textos bíblicos llamados por los estudiosos "liturgias de ingreso" (cf. Sal 14; Is 33, 14-16; Mi 6, 6-8)- responden enumerando las condiciones para poder acceder a la comunión con el Señor en el culto. No se trata de normas meramente rituales y exteriores, que es preciso observar, sino de compromisos morales y existenciales, que es necesario practicar. Es casi un examen de conciencia o un acto penitencial que precede la celebración litúrgica.
4. Son tres las exigencias planteadas por los sacerdotes. Ante todo, es preciso tener "manos inocentes y corazón puro". "Manos" y "corazón" evocan la acción y la intención, es decir, todo el ser del hombre, que se ha de orientar radicalmente hacia Dios y su ley. La segunda exigencia es "no mentir", que en el lenguaje bíblico no sólo remite a la sinceridad, sino sobre todo a la lucha contra la idolatría, pues los ídolos son falsos dioses, es decir, "mentira". Así se reafirma el primer mandamiento del Decálogo, la pureza de la religión y del culto. Por último, se presenta la tercera condición, que atañe a las relaciones con el prójimo:  "No jurar contra el prójimo en falso". Como es sabido, en una civilización oral como la del antiguo Israel, la palabra no podía ser instrumento de engaño; por el contrario, era el símbolo de relaciones sociales inspiradas en la justicia y la rectitud.” (San Juan Pablo II. Audiencia general del Miércoles 20 de junio de 2001).

Primera Carta del apóstol San Juan (1Jn 3, 1-3), nos recuerda nuestra condición de hijos de Dios. NADA MENOS QUE HIJOS DE DIOS. La segunda parte de la primera carta de San Juan se abre con el mensaje de que todos somos hijos de Dios. A este mensaje sigue una exigencia: debemos vivir como hijos de Dios. Para los sinópticos la filiación divina es una realidad escatológica. Con san Pablo ya se hace presente en este mundo, (cfr. Rm 8, 16; Ga 4, 5s).
En san Juan la filiación divina es actual y llega a todos los hombres que aman a Jesús y guardan sus mandamientos. Las palabras con que empieza el c. 3 de la 1 de Juan son una expresión de la admiración que nace de la fe y de la experiencia del Resucitado. Dios nos ha amado en Cristo, en su entrega y solidaridad hacia los hombres, hasta el punto de hacernos "hijos".
El autor de la carta expresa mediante tres términos la realidad de la situación humana presente y futura ante Dios: "ser hijos", "ver a Dios" y "ser puro". Hay una continuidad y una ruptura entre lo que somos y lo que seremos. Continuidad pues, en el bautismo y la conversión, hemos ya inaugurado nuestra relación reconciliada con el Padre, gracias a la vida de Cristo. Ruptura, pues la esperanza a la que somos llamados la vivimos todavía desde nuestra limitación, desde nuestra debilidad frente a la tentación y el pecado. Vemos a Dios, pero no tal cual es.
El cristiano vive en estado de "esperanza", de constante purificación, hasta que llegue el día de contemplar a Dios cara a cara, siendo semejante (¡no iguales!) a él. Nuestra realización es histórica, debe atravesar un proyecto de menos a más. Con nuestra vida actual estamos construyendo nuestro destino futuro.
"Somos hijos de Dios". Este es el gran don que hemos recibido, y significa saber descubrir en Dios al Padre que en su Hijo Jesús se nos da a conocer y nos ofrece la salvación. Los que no han conocido a Dios no pueden tampoco reconocer a los cristianos como hijos suyos.
Y en JC, el Hijo, tenemos la imagen clara de lo que significa ser hijos de Dios. Si ser hijos es ya una realidad, es también una ESPERANZA, UN CAMINO DE REALIZACIÓN HACIA UNA PLENITUD FUTURA, cuando Dios se nos dé a conocer totalmente como Padre y nosotros seamos totalmente hijos. El Cristiano manifiesta esta esperanza en el esfuerzo constante por vivir siguiendo a Cristo ("Todo el que tiene esta esperanza en él, se hace puro como puro es él").
"Pues ¡lo somos!".-Este es nuestro título de gloria, profundamente arraigado en nuestro ser. Cuando cierro los ojos y me digo "¿quién soy yo?" puedo responder de mil maneras: con mi nombre, el lugar y la fecha de nacimiento, los padres y hermanos, el pueblo, los estudios, la profesión, las aficiones, la filiación política... Nada, sin embargo, me define tan profundamente -ni tan realmente- como mi relación con aquél que es el origen, el término, el horizonte constantemente presente: yo soy hijo, ¡hijo de Dios! (ya ahora). Por eso la gloria de los santos será también mi gloria. No será sino la eclosión de mi condición de hijo.
Dejemos que esta convicción aflore en nuestra conciencia: trae gozo, alegría y agradecimiento admirado: "Mirad qué amor nos ha tenido el Padre". Pero es también fuente de la cual brota nuestro comportamiento: el camino de los "hijos de Dios" es el camino del "Hijo de Dios" por excelencia, Jesús.

El evangelio de hoy está tomado de San Mateo (Mt 5, 1-12a ), "
La liturgia de hoy nos presenta las Bienaventuranzas como síntesis del mensaje cristiano, como proyecto de vida para vivir la santidad de Dios. Exegéticamente, el género bienaventuranza no es nuevo en el NT, ni tampoco es exclusivo de los evangelios.
El texto comienza con un escenario de excepción. Con bastante probabilidad, en la intención del autor, el monte desborda toda ubicación geográfica en Palestina para situarse en el Sinaí, el monte por excelencia en la tradición judía, donde tuvo lugar la constitución del pueblo de Dios. Este pueblo había ido perdiendo su identidad hasta el punto de ser uno más en el conjunto de pueblos, con los mismos recursos, los mismos intereses y las mismas metas.
Presentando a Jesús subiendo al monte, Mateo quiere significar con ello que va a tener lugar el acto fundacional del nuevo pueblo de Dios, con Jesús como nuevo Moisés, como nuevo líder.
Imagen relacionadaEl acto constitucional del nuevo pueblo no son principios abstractos, sino que recoge situaciones de hecho de sus miembros.
De estas situaciones, unas son pasivas, en cuanto que sus miembros las padecen (vs.3. 4. 6. 10 y 11), y otras activas, en cuanto las generan (vs. 5. 7-9). A las primeras pertenecen la pobreza, el llanto, el hambre y la sed, los malos tratos y la persecución. Se trata de situaciones de sufrimiento físico que el miembro del pueblo de Dios se ve obligado a padecer por causa de su dedicación a la justicia, es decir, a la construcción de un nuevo modelo de sociedad llamado Reino de Dios. No se deja vencer por ellas, sino que las sufre con gozo. A estos que viven así el realismo de la vida, Jesús los declara bienaventurados. No son, pues, las situaciones las que son objeto de la bienaventuranza de Jesús, sino las personas que no se dejan derrotar por ellas; las personas, por ejemplo, que aceptan vivir el mal de la pobreza.El Sermón de la Montaña, cuyo prólogo o introducción lo forman las bienaventuranzas,  estaba dirigido no sólo a los discípulos y apóstoles que estaban más cerca, sino a todos cuantos seguían a Jesús.
Las ocho bienaventuranzas con que Mateo introduce el Sermón de la Montaña se muestran literariamente bien construidas, lo que nos muestra la mano del redactor eclesial: la primera y la última contienen la misma promesa y la cuarta y la octava (dos mitades!) mencionan la justicia. Cuatro de ellas presentan situaciones de conflicto: pobreza, llanto, sufrimiento, hambre-sed y persecución. Y tres se centran en acciones positivas: misericordia, limpieza de corazón, esfuerzo por la paz. No pretenden ser exhaustivas, presentar todas las situaciones humanas susceptibles de dicha evangélica: pero sí nos muestran un amplio abanico de situaciones de indigencia y de compromiso por el prójimo: en todos ellos se hace patente el rostro de Dios.
En la novena bienaventuranza recae el acento: en la misma persecución por causa del Evangelio se manifiesta el gozo de Dios. Cualquier situación humana, vivida en la línea del Evangelio, es buena para realizar el proyecto de santidad que Dios espera de nosotros. La santidad que las bienaventuranzas comporta no es el privilegio de unos cuantos. A todos nos llama Jesús para que seamos perfectos como nuestro Padre Dios lo es. Es cierto que cada uno lo será según sus propias circunstancias, pero en todo discípulo del Señor tiene que darse esa humildad y confianza, esa sencillez y generosidad que comportan las bienaventuranzas. Lo contrario sería reservar la dicha de ser fieles a unos pocos.
Las Bienaventuranzas revelan la realidad misteriosa de la vida en Dios, iniciada en el Bautismo. A los ojos del mundo, lo que los servidores de Dios sufren, son efectivamente formas de muerte: ser pobre, soportar las pruebas (los que lloran) o las privaciones (tener hambre y sed) de justicia, ser perseguido, ser partidario de la paz, de la reconciliación y de la misericordia, en un mundo de violencia y de lucro, todo eso aparece como algo no rentable, abocado al fracaso y, consecuentemente, a la muerte.
¿Pero qué piensa Cristo? Él, al contrario, proclama dichosos a todos sus amigos, a los que el mundo desprecia y considera como muertos; les consuela, les alimenta, les llama hijos de Dios, les introduce en el Reino y en la Tierra Prometida.

Para nuestra vida
Sólo Dios sabe el número exacto y la calidad precisa de sus santos. Y hay muchos más fuera de las peanas de los altares. Por eso una gran mayoría de santos se habrían quedado sin fiesta, sin agasajados. Son personas a las que hemos conocido e, incluso, tratado y que dejaron una huella indeleble en nosotros. Incluso, otros que fueron olvidados totalmente y que, sin embargo, hicieron, desde la modestia y el anonimato, mucho bien a sus hermanos. Son los que el Papa Francisco llama en su Exhortación Gaudete et Exultate: “ los santos de la puerta de al lado…”.  Y todos ellos, ahora, contemplando el rostro de Dios son importantes intercesores por nosotros aunque no lo sepamos. Hay a veces personas que recuerdan con gran intensidad a sus padres, a sus abuelos, a sus hermanos ya fallecidos. Confiesan sentir una fuerza que viene de arriba. Esto forma parte de una realidad que la Iglesia ha explicado desde siempre. Es la Comunión de los Santos: el permanente contacto de todos los bautizados, vivos o muertos, gracias al infinito poder, generosidad y amor de Dios.
El Vaticano II nos recordó que todos estamos llamados a la santidad. Los santos no son de otras épocas, hoy sigue habiendo santos. Personas que han dedicado todas sus energías al evangelio, héroes anónimos que se desvivieron por los más necesitados, misioneros que dejaron su patria y familia para ayudar a gentes de tierras lejanas. No hace falta que realicen milagros, la madre Teresa de Calcuta no hubiera necesitado hechos extraordinarios para ser proclamada santa, el principal milagro fue su propia vida. El pueblo de Dios testifica la santidad de muchas personas, con eso basta.
¿Cómo santificarnos? A veces da la sensación de que tenemos que hacer lo que hizo éste o aquél santo para llegar al cielo. Por cierto, lo que hicieron algunos -como el Estilita que se pasó la vida subido en una columna- es desaconsejable para la salud y ante los ojos de hoy antievangélico. Tampoco podemos ponernos un listón que todos tenemos que saltar para llegar a ser santos. Cada cual se santifica a su modo, con sus cualidades, con los dones que le ha dado el Señor. Es santo aquél que vive según el espíritu de las bienaventuranzas. Como todo ideal es imposible de cumplir -entonces dejaría de ser ideal- pero la cuestión está en vivir según ese estilo e intentar ser manso, pacífico, misericordioso, pobre de espíritu, sufrido, luchador en favor de la justicia, limpio de corazón. Esta manera de vivir contrasta con lo que dice el mundo, pero es la única manera de seguir a Jesús. Es su principal mensaje, lo que distingue a un cristiano, pues de los que viven a así "es el Reino de los cielos"
Desde el Apocalipsis nos preguntamos: ¿Quiénes son? ¿De dónde vinieron? ¿A dónde van? Ellos, los santos y santas de Dios, sin desfallecer llegaron a una meta que fue la de la perfección cristiana. Lo tuvieron difícil. Vivieron sus años con el Evangelio como código de conducta. Soñaron con un más allá prometido por Cristo. La fiesta de Todos los Santos es una llamada a recuperar el ánimo y el temple cristiano.

La primera lectura tomada del Libro del Apocalipsis nos recuerda la realidad de los santos incontables. UNA MUCHEDUMBRE INMENSA. "Estos son los que vienen de la gran tribulación..." (Ap 7, 1-4). El vidente de Patmos, en medio de su destierro en aquella isla, recibe el consuelo de otra visión gloriosa. Para que se consuele de sus pesares, y para que la transmita a cuantos como él también sufrían la persecución injusta y cruel del emperador. Aquí ve al Pueblo de Dios que ha llegado ya a la Tierra prometida, la Iglesia triunfante que canta gozosa por toda la eternidad.
Llama la atención la insistencia en el elevado número de los que forman esa muchedumbre de los santos en el cielo. Son ciento cuarenta y cuatro mil por cada una de las doce tribus de Israel, y luego habla de un gentío inmenso de toda raza, "que nadie puede contar". No podía ser de otra manera, ya que el sacrificio redentor de Cristo tiene valor infinito. Pero al mismo tiempo señala que vienen de la gran tribulación, han pasado primero por el Calvario para así llegar al Tabor, por la Cruz llegaron a la Luz.
Este texto habla de la comunidad cristiana en tribulación -tema de todo escrito- protegida por Dios en este mundo y en el otro. Es como un paréntesis en estas primeras partes del libro que hablan más del futuro.
Los vv. 7, 1-8 en conjunto hablan de esa protección divina a su comunidad en un mundo de malvados. Es de notar que la literatura apocalìptica no matiza. Buenos y malos están muy bien divididos. No hay que tomarlo como una descripción de la realidad, sino como una simplificación más aclaratoria que otra cosa. En realidad se trata de una afirmación de fe. Dios protege a su iglesia, a toda ella como muestra el número simbólico de 144.000 (doce veces mil, número perfecto multiplicado por sí mismo para indicar totalidad).
Los vv. 9-14 se refieren a la comunidad celeste, continuación de la actual. Lo principal es la glorificación que esa comunidad hace de Dios y de Cristo, el Cordero en terminología de muchas partes del Apocalipsis. Esta tarea, si así se pude llamar, es la actitud religiosa fundamental, reconocimiento de Dios de forma total. Que hacen no sólo la iglesia, sino todo lo que no es Dios.
Y ello ha de entenderse no como una descripción de algo simplemente para que se sepa, sino para animar a asumir esa actitud que va a ser la eterna de quienes están unidos con Dios.
Todo ello gracias a la propia acción de Cristo, su Muerte (y Resurrección). Blanquear y lavar no van a ser términos exactos, sino metáforas también de los efectos de esa acción de Cristo.
Todos tenemos cabida en esa multitud, no importando nada, ni muerte ni vida, ni condición, ni edad. Todos alabamos y adoramos al Señor por Cristo.

El salmo 23 , proclamado hoy, es, posiblemente, un formulario litúrgico compuesto para los peregrinos que se dirigen al templo con ocasión de la fiesta de los Tabernáculos. En un primer acercamiento se constata la siguiente composición: una pieza hímnica que alaba al Dios creador, una reflexión sapiencial sobre la integridad del hombre (sólo el justo puede acercarse a Dios) y una nueva composición hímnica cuyo tema es Dios-Rey. Esta división heterogénea adquiere su unidad si consideramos que el Señor del universo y el Dios de la gloria es el Dios que pide integridad a quienes creen en Él.
Nos fijamos en la segunda estrofa que hemos escuchado: «Señor, ¿quién puede acudir a tu templo?»
Si Dios es tan poderoso que pone puertas al océano destructor, ¿no se sentirá el hombre aplastado por una fuerza tan ingente? ¿Quién podrá habitar en el monte de su morada? Sólo quien piensa, habla y obra rectamente con relación a su prójimo pertenece al verdadero Pueblo de Dios. Esto es valedero ante todo para el cristiano que ha de amar a Dios y al prójimo con un mismo e indiviso amor. Quien así ama es auténtico pueblo de Dios y su corazón es tan puro que un día verá a Dios: cuando Dios y el Cordero sean Santuario donde no tienen cabida los «cobardes, los incrédulos, los abominables, los asesinos, los impuros, los hechiceros, los idólatras y todos los embusteros» (Ap 21,8).
La oración de este salmo nos sitúa ante la   actitud universalista, la amplitud del corazón y de la mente hacia la universalidad, a la acogida de todos sin etiquetas particularistas, siempre nos cuestiona la imagen de Dios. Dios no puede ser sólo nuestro Dios, el nuestro, el que piensa como nosotros e intervendría en la historia siempre según nuestras categorías y de acuerdo con nuestros intereses... Dios, si es verdaderamente Dios, ha de ser el Dios de todos los santos, el Dios de todos los nombres, el Dios de todas las utopías, el Dios de todas las religiones (incluida la religión de los que con sinceridad y sabiendo lo que hacen optan con buena conciencia por dejar a un lado “las religiones”, aunque no «la religión verdadera» de la que por ejemplo habla Santiago en su carta, 1,27). Dios es «católico» pero en el sentido original de la palabra. Está más allá de toda religión concreta. Está «con todo el que ama y practica la justicia, sea de la religión que sea», como dijo Pedro en casa de Cornelio (Hch 10).

La segunda lectura de hoy nos nos recuerda nuestra filiación divina "Mirad qué amor nos ha tenido el Padre..." (1 Jn 3, 1).- Sin duda que la grandeza del don entregado es índice de la grandeza del amor que lo entrega. Por eso Jesús le dice a Nicodemo, para que se haga idea del amor divino, que tanto amó Dios al mundo que le entregó a su Hijo Unigénito... Por otra parte dice San Juan en el evangelio que a los que creyeron en Cristo les dio el poder ser hijos de Dios. Una filiación que no deriva de la sangre ni de la carne, sino que viene de Dios.
Es algo tan grande que llena de asombro a San Juan, quien después de tanto tiempo aún se queda pasmado al considerar la índole de esa filiación que, aunque de forma incoada y parcial, ya disfrutamos en esta vida y cuya plenitud llegará más tarde, cuando veamos a Dios tal cual es...Sin duda que estamos ante una realidad que supera nuestra capacidad de entendimiento. De todos modos, una cosa sí podemos decir: la filiación divina es lo más grande que un hombre puede tener.
La razón de fondo es el amor del Padre. El autor no puede contener su admiración ante el don maravilloso que Dios nos ha hecho a los hombres: la filiación divina. Al decir: "Mirad qué amor..." nos invita a mirar no con los ojos del cuerpo sino a verificar, constatar, que aunque el amor es una realidad invisible es perceptible por los efectos.
La filiación divina es obra del amor del Padre. Si Dios ama tanto a los hombres que llega a entregarles a su propio Hijo es para darles la vida eterna, para hacerlos hijos de Dios. "El mundo no conoce..". El conocimiento supone un vínculo de unidad entre el que conoce y lo conocido. De ahí que el conocimiento que ahora tenemos sea imperfecto. En la vida presente la realidad de la filiación se posee en forma limitada y por tanto el conocimiento es parcial. No conocemos todavía lo que llegaremos a ser.
Toda la vida cristiana debe tender a manifestar que somos hijos de Dios y que amamos como él amó. Esta vida se vive ahora en medio de dificultades y el gran amor que nos tiene el Padre no lo llegamos a ver en su totalidad, pero mantenemos la esperanza firme de que un día se manifestará.

El evangelio nos presenta el texto de las Bienaventuranzas,
El texto comienza con un escenario de excepción. Con bastante probabilidad, en la intención del autor, el monte desborda toda ubicación geográfica en Palestina para situarse en el Sinaí, el monte por excelencia en la tradición judía, donde tuvo lugar la constitución del pueblo de Dios. Este pueblo había ido perdiendo su identidad hasta el punto de ser uno más en el conjunto de pueblos, con los mismos recursos, los mismos intereses y las mismas metas.
Presentando a Jesús subiendo al monte, Mateo quiere significar con ello que va a tener lugar el acto fundacional del nuevo pueblo de Dios, con Jesús como nuevo Moisés, como nuevo líder.
El acto constitucional del nuevo pueblo no son principios abstractos, sino que recoge situaciones de hecho de sus miembros.
De estas situaciones, unas son pasivas, en cuanto que sus miembros las padecen (vs.3. 4. 6. 10 y 11), y otras activas, en cuanto las generan (vs. 5. 7-9). A las primeras pertenecen la pobreza, el llanto, el hambre y la sed, los malos tratos y la persecución. Se trata de situaciones de sufrimiento físico que el miembro del pueblo de Dios se ve obligado a padecer por causa de su dedicación a la justicia, es decir, a la construcción de un nuevo modelo de sociedad llamado Reino de Dios. No se deja vencer por ellas, sino que las sufre con gozo. A estos que viven así el realismo de la vida, Jesús los declara bienaventurados. No son, pues, las situaciones las que son objeto de la bienaventuranza de Jesús, sino las personas que no se dejan derrotar por ellas; las personas, por ejemplo, que aceptan vivir el mal de la pobreza.
Esto es lo que significa la formulación "pobres de espíritu" de Mateo.
El comienzo del acto constitucional del nuevo pueblo de Dios es un canto a las personas que sufren por intentar hacer posible el Reino de Dios. Es un canto fantástico por su sencillez y que ciertamente gustan en toda su hondura las personas que saben de sufrimiento por construir algo mejor.
Las bienaventuranzas son en verdad el camino de la santidad universal ; en y con las Bienaventuranzas como carta de navegación para nuestra vida es posible alcanzar la meta de nuestra santificación, entendida como la lucha constante por lograr en el cada día el máximo de plenitud de la vida según el querer de Dios.
Las bienaventuranzas comparten una visión «macro-ecuménica»: valen para todos los seres humanos. El Dios que en ellas aparece no es «confesional», de una religión, no es «religiosamente tribal». No exige ningún ritual de ninguna religión. Sino el «rito» de la simple religión humana: la pobreza, la opción por los pobres, la transparencia de corazón, el hambre y sed de justicia, el luchar por la paz, la persecución como efecto de la lucha por la Causa del Reino... Esa «religión humana básica fundamental» es la que Jesús proclama como «código de santidad universal», para todos los santos, los de casa y los de fuera, los del mundo «católico»...
Vivir las bienaventuranzas no consiste en aceptar, más o menos pasivamente, el sufrimiento, la pobreza, el hambre y la persecución que la vida de cada uno comporta, ni tampoco en ese "estar dispuesto" a ser pobre, o pasar hambre..., subterfugios con que a veces ocultamos nuestros egoísmos y cobardías. El programa de las bienaventuranzas es un programa fundamentalmente activo. Para Cristo es bienaventurado el que trabaja por el Reino, el que se identifica con él, el que vive de tal manera su amor que ese amor le lleva a hacerse pobre, a sufrir con quien sufre, a padecer persecución, a vivir y hasta morir al estilo del propio Jesucristo.
Con demasiada frecuencia cargamos el acento, al reflexionar sobre las bienaventuranzas, en las circunstancias personales de aquéllos a quienes el Señor llama bienaventurados (en la pobreza, en la mansedumbre, en el sufrimiento...), como si estas circunstancias fueran la causa fundamental de su felicidad, olvidándonos de la verdadera razón por la que los pobres y los mansos y quienes sufren persecución son llamados felices por el Señor. Y lo importante es esto último: la identificación con Cristo y con su Reino, que, progresivamente, a medida que la vayamos viviendo, nos llevará de modo ineludible a vivir la vida terrena y sufriente de los bienaventurados.
En efecto; a medida que nos vayamos identificando con Jesucristo y trabajemos por construir su Reino, ¿no nos iremos desprendiendo progresivamente de nuestros bienes para aliviar las necesidades de los hermanos y, por tanto, no nos iremos haciendo cada vez más pobres realmente?; ¿no nos iremos haciendo cada vez más sensibles ante los dolores de los hermanos y sufriremos con ellos?; ¿no nos dolerán las injusticias y las desigualdades y nos comprometeremos en la lucha por un mundo distinto, aunque ello nos acarree persecuciones y calumnias? A medida que vayamos viviendo los valores del Reino, ¿no nos iremos identificando progresivamente con Jesucristo, con su Cruz y con su Muerte? Y todo ello no nos hará desgraciados ni infelices. Muy al contrario, seremos bienaventurados porque habremos entregado nuestra vida al Reino y el Reino nos pertenecerá.

Rafael Pla Calatayud.
rafael@betaniajerusale.com

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