Durante los
domingos que siguen a Pascua, la Resurrección del Señor, las lecturas
litúrgicas se referirán a los encuentros del Señor con los Apóstoles, lo que
con ellos habló y lo que a ellos les encomendó. Pero no fueron exclusivamente
estas las reuniones en las que participó con los que en Él confiaban. Si
hubieran sido las únicas, el devenir del grupito de los 12, las mujeres y los
discípulos, se hubiera convertido en una secta, o hubiera sido necesario que
actuara sectariamente para poder subsistir. En los Hechos de los Apóstoles 13,
30 se refiere a otras, sin detallar apenas circunstancias y contenidos y San
Pablo en su primera carta a los corintios (15,5) recuerda que en una ocasión
los reunidos eran 500.
Se llama a
este Domingo, el de Tomás, por la especial escena sobre su fe. Pero además son
las apariciones del Señor Jesús en Domingo, lo que produciría la institución
del primer día de la semana como Día del Señor, sustituyendo a la veneración
por el sábado que profesaba la religión judía. Hoy nos llega el mensaje de la
fe de Tomás y de su arrepentimiento por no creer. Y, así, desde entonces en la
cristiandad resuena su “¡Dios mío y Señor Mío!” como una de las oraciones más
bellas que podemos recitar en presencia del Señor Jesús Resucitado.
La primera lectura es del libro de los
hechos de los apóstoles (Hch 2,
42-47), nos presenta las cuatro bases
sobre las que reposa la vida de la primitiva comunidad. Primeramente la
catequesis apostólica, es decir, la profundización de los hechos y
palabras de Jesús de Nazaret; ésta es la primera actividad que agrupa a
los cristianos y edifica la Iglesia (cf. Ef 2,20 y 1
Pe 2,4.5). La segunda actividad básica de la primitiva comunidad es la
exigencia de vivir en unión y de compartir el amor, por fidelidad al
mensaje de Jesús de Nazaret; los bienes en común son una forma de
expresar esta unión y amor. La catequesis apostólica y el amor compartido
toman su significado más profundo en la tercera actividad del grupo cristiano:
la fracción del pan, esto es, el ágape religioso de acción de gracias en
memoria de Jesús, el Señor.
Es una instantánea de la vida en la
primitiva Iglesia. Tiempos de una importancia especial, momentos en los que
vivían los apóstoles, cuando vibraban aún en el aire las palabras del Maestro.
Tiempos paradigmáticos, modélicos, cuando se echan los fundamentos de la Iglesia,
y se vive con más pureza y autenticidad el mensaje que Cristo trajo a la
tierra. Se utiliza como una descripción histórica de la primera comunidad
cristiana. A partir de ahí se sacan consecuencias, a veces polémicas o
desalentadoras, comparándolo con las comunidades cristianas actuales. Pero esa
interpretación es demasiado idealista. Parece claro que Lucas no pretende tal
descripción histórica y que, de hecho, las cosas no pasaron tal como están
presentadas aquí. Todo ello no quiere decir que el texto en cuestión no sea
útil. Todo lo contrario. Lucas quiere mostrar cuál es la comunidad cristiana
ideal, a dónde ha de tender todo grupo cristiano en la convivencia y cómo ha de
repercutir la fe en los aspectos materiales y económicos.
San Agustín
pensaba que, si la sociedad civil viviera también según el estilo de vida de
esta primera comunidad cristiana, la sociedad, nuestra sociedad sería una
sociedad perfecta. Pensemos cada uno de nosotros hasta qué punto y en qué
medida podemos cumplir dentro de nuestras familias, y cada uno de nosotros
mismos, este ideal de vida común. Que este ideal de vida en común sea nuestro
modelo de vida a seguir, aunque necesariamente debamos adaptarlo a las
situaciones y momentos particulares que cada uno de nosotros nos vemos obligados
a seguir.
El responsorial es
el salmo 117 (Sal
117, 2-4.13-15.22.24).
Salmo compuesto para la liturgia hebrea, este salmo recibe un puesto destacado
en la cristiana, que encuentra reflejados en él los misterios redentores de la
vida de Cristo.177 El Señor cantó este salmo al finalizar la Ultima Cena: así
consta -además de otras fuentes- en las notaciones de los salterios más
antiguos.178 Y así, la liturgia de acción de gracias de la Nueva Alianza,
inaugurada con la Eucaristía, encontró en la expresión de este salmo una
admirable conclusión.
Describe el salmista como de nuevo
emergieron repentinamente desde la oscuridad, y se me aproximaron
peligrosamente hasta poner sus manos sobre mí, y me empujaban una y otra vez
con intención de derribarme en la fosa; pero el Señor se transformó para mí en
un muro de contención (v. 13).
El coro estalla en una cantata
vibrante, y el estallido va saltando de grupo en grupo en la gran asamblea de
los justos: «La diestra del Señor es poderosa, la diestra del Señor es excelsa»
(v. 15).
Al ser liberado de ese peligro, el
pueblo de Dios prorrumpe en "cantos de victoria" (v. 15) en honor de
la "poderosa diestra del Señor" (cf. v. 16), que ha obrado
maravillas. Por consiguiente, los fieles son conscientes de que nunca están
solos, a merced de la tempestad desencadenada por los malvados.
El coro retorna la palabra para
comentar, conmovido, los acontecimientos de liberación (vv. 22-25): resulta que
aquél que nuestros ojos lo contemplaron pisoteado bajo los pies de sus enemigos,
herido por el aguijón de las lenguas venenosas, despreciado con frecuencia, y
siempre el último, resulta que ahora ha sido constituido en la piedra angular y
viga maestra del edificio (v. 22).
Es un «milagro patente» (v. 23), todo fue
obra del Señor: «ha sido un milagro patente» (v. 24), «es el Señor quien lo ha
hecho» (v. 23). «Este es el día en que actuó el Señor'» (v. 24) ¡cantos de
victoria para el Señor! ¡Aleluyas y hurras para nuestro victorioso salvador!,
«sea nuestra alegría y nuestro gozo» (v. 24), resuene la música en nuestra
trastienda, sea nuestra existencia una fiesta, nuestros días una danza, y la
alegría sea nuestra respiración. Sucedió que el Señor irrumpió en el escenario
de la historia, hizo proezas increíbles, sacó prodigios de la nada y dejó mudas
a las naciones. ¡Hosanna! Señor, ¡sálvanos! (v. 25).
San Juan Pablo II comentando
este salmo dice: " otro símbolo es el de la piedra. En nuestra meditación
sobre este punto nos dejaremos guiar por san Ambrosio, el cual, en su Exposición
sobre el evangelio según san Lucas, comentando la profesión de fe de Pedro
en Cesarea de Filipo, recuerda que "Cristo es la
piedra" y que "también a su discípulo Cristo le otorgó este hermoso
nombre, de modo que también él sea Pedro, para que de la piedra le venga la
solidez de la perseverancia, la firmeza de la fe".
San Ambrosio introduce entonces
la exhortación: "Esfuérzate por ser tú también piedra. Pero para
ello no busques fuera de ti, sino en tu interior, la piedra. Tu piedra son tus
acciones; tu piedra es tu pensamiento. Sobre esta piedra se construye tu casa,
para que no sea zarandeada por ninguna tempestad de los espíritus del mal. Si
eres piedra, estarás dentro de la Iglesia, porque la Iglesia está asentada
sobre piedra. Si estás dentro de la Iglesia, las puertas del infierno no
prevalecerán contra ti" (VI, 97-99: Opere esegetiche
IX/II, Milán-Roma 1978, SAEMO 12, p. 85)" .(San Juan Pablo II. CATEQUESIS
12-02-2003 ).
La
segunda lectura es de la primera carta del apóstol San Pedro (Pe 1, 3-9)., Esta carta de Pedro fue
escrita -según parece- en un ambiente de persecución, va dirigida a
paganos convertidos al cristianismo, que viven su fe en un ambiente hostil. El
autor aconseja a diferentes clases de personas: a los esclavos cristianos de
amos paganos, a las esposas cristianas de esposos paganos, a los dirigentes de
las comunidades cristianas; a cristianos en general que tienen que habérselas
con las costumbres paganas y con la hostilidad que provocan siempre los grupos
minoritarios y singulares en medio de una civilización desarrollada.
El fragmento que
hoy hemos leído ha sido equiparado a una homilía bautismal pues habla de la
acción de Dios, por medio de la resurrección de Jesucristo, que nos hace nacer
de nuevo, "a una esperanza viva, a una herencia incorruptible". Se
trata pues de Dios Padre que nos hace sus hijos y, como a tales, nos tiene
destinada una herencia digna de su magnificencia y de su infinita misericordia
y ternura. El autor nos exhorta a perseverar aun en las dificultades, pues así
se consolidará y purificará la fe que profesamos, como el oro en el crisol, una
imagen muy viva y muy usada en la Biblia. Esta fe tiene por objeto a Jesucristo
quien, dice el autor, amamos y en quien creemos sin haberlo visto. De quien
procede la alegría que experimentamos en este tiempo pascual.
Es una colección de enseñanzas
sobre los temas más apreciados del cristianismo Está dirigida a creyentes de la
segunda generación procedentes de diversas nacionalidades (1 Pe 1, 8) . El
pasaje que presentado desarrolla una exhortación para mantener viva la
esperanza cristiana (1 Pe 1, 3b). Contiene dos partes claramente distinguibles:
la primera (1 Pe 1, 3-5), explica la resurrección como una herencia
incorruptible que Dios otorga a su nuevo pueblo; la segunda (1 Pe 1, 6-9),
muestra cómo la esperanza se hace realidad en la difícil situación que
atraviesa la comunidad a causa de las persecuciones: es una prueba de amor y
fidelidad a Cristo.
El texto pone en relación la
"regeneración en Cristo" ó "nacer de nuevo" con la
resurrección de Jesucristo. La realidad del resucitado no nos alcanza
únicamente después de la muerte. Por medio de los símbolos cristianos
instituidos por la práctica de Jesús, los creyentes reciben un continuo llamado
para realizar en su existencia el ideal del Ser Humano nuevo. Pero este ideal
no es una idea imposible que se pierde en el infinito. Es una realidad que nos
interpela en la existencia histórica de Jesús de Nazaret, muerto y resucitado.
La resurrección es, de este modo, una utopía y una realidad de la comunidad de
discípulos de Jesús: es la gran herencia de Dios a los defensores de la
justicia.
El evangelio es de San Juan (Jn 20, 19- 31), en el texto nos
encontramos que los
discípulos, que habían comenzado su éxodo siguiendo a Jesús, se encuentran
desamparados en medio de un ambiente hostil. No tienen experiencia de Jesús
vivo. pero están en la noche en que el señor va a sacarlos de la opresión.
Jesús viene a liberar a los suyos. su primer saludo de paz recuerda a los
discípulos su presencia anterior en medio de ellos y su victoria, eliminando el
miedo y la incertidumbre. se les da a conocer como el que les demuestra su amor
hasta la muerte, con las señales que indican su poder (manos) y la permanencia
de su amor (costado)
El Evangelio
nos presenta a Jesús irrumpiendo al atardecer del primer día en medio del
temeroso grupo de discípulos. En la mañana se ha manifestado a María Magdalena.
Ella ha recibido del Maestro la primera catequesis sobre la resurrección.
Luego, entusiasta, comunica la buena Noticia al resto de discípulos y
discípulas. En una doble escena nos presenta la situación de la comunidad
frente al resucitado.
En la primera
(Jn 20, 19-23), los discípulos se encuentran reunidos a puerta cerrada;
temerosos del ambiente hostil representado por las autoridades judías. Jesús
irrumpe justo en medio del grupo. La puerta cerrada es símbolo de la condición
de la comunidad: por una parte, el ambiente los obliga a replegarse sobre sí
mismos; por otra, la experiencia del resucitado acontece al interior de la
comunidad aunque ésta no esté resuelta a dar testimonio de El.
La paz que
Jesús les comunica es realización de una promesa (Jn 14, 27-28) y cumplimiento
de un Gozo (Jn 16, 21-22). El saludo de Jesús manifiesta la nueva condición que
experimentan con el resucitado. De la incertidumbre pasan al gozo, del temor al
entusiasmo. La identificación del resucitado con el crucificado ahuyenta
cualquier intento de ver a Jesús como un ser abstracto. El resucitado es el
hombre masacrado por la injusticia y abandonado por sus amigos. Ahora, por la
acción de Dios, manifiesta su nueva condición y compromete a la comunidad a
identificarlo a partir de su pasión.
Al reiterarles
el saludo de paz, el gozo pascual, el resucitado extiende el alcance de su
envío. Los discípulos y discípulas reciben ahora el encargo de reconciliar a la
humanidad con Jesús. El Espíritu comunica la fuerza de la resurrección: la
utopía humana vence la negatividad de una historia de violencia y muerte. El
Dios de la vida recompone la comunidad por la fuerza de su Palabra.
La segunda
escena se contrapone a la anterior. Un personaje representativo, Tomás, se
muestra reticente ante la experiencia del grupo. Tomás no puede creer que en el
cuerpo del hombre masacrado se manifieste la gloria de Dios. Por eso, exige
rehacer la experiencia del grupo como requisito para participar de la misma fe.
El resucitado
irrumpe el domingo siguiente en medio del grupo. En un ambiente eucarístico,
como en la anterior escena, invita a Tomás a palpar la realidad del crucificado
en la nueva condición del resucitado. Tomás le manifiesta de inmediato su
adhesión personal: "Señor mío, Dios mío". Comprende que para creer en
el resucitado es necesario "meter la mano" en la realidad del
crucificado. La fe de Tomás resulta contradictoriamente paradigmática para la
comunidad de creyentes. Muchos aceptarán la fe del Señor haciendo el mismo
proceso de la comunidad, pero ya no en la experiencia inmediata con Jesús, sino
conociéndolo a través de los miles de crucificados en los que germina una
inquebrantable esperanza de resurrección.
El evangelista
concluye recordándonos que su obra no es una simple biografía de Jesús. Es ante
todo un testimonio de una comunidad que muestra un camino para llegar a Jesús.
Los evangelios son caminos comunitarios para alcanzar la fe en Jesús, el Mesías
crucificado y resucitado.
Para nuestra vida.
Los cristianos estamos
convencidos de la presencia del Señor (según el Misal, IGMR 28, con el
saludo "El Señor esté con vosotros", el presidente
"manifiesta a la comunidad reunida la presencia del Señor"). También
nosotros le descubrimos en su Palabra ("Cristo, por su Palabra, se
hace presente en medio de sus fieles": (cf.IGMR
7. 9. 33). También nosotros nos gozamos de la presencia y la donación de
Cristo que se hace nuestro alimento en cada Eucaristía.
El domingo, la Pascua semanal,
el día que Cristo Resucitado, presente en nuestra vida los siete día de
la semana, nos muestra su cercanía de un modo especial. Como a los
apóstoles, nos da su Espíritu, nos comunica su paz, nos envía a anunciar
la reconciliación y fortalece nuestra fe.
Nuestra reunión eucarística
dominical es algo más que cumplir un precepto o satisfacer unos deseos
espirituales. Vale la pena presentar los valores del domingo cristiano en
unos tiempos en que está peligrando su misma existencia, o al menos su
sentido profundo.
Fajémonos en las lecturas de
hoy.
La primera
lectura nos presenta la vida de las primeras comunidades. "Los hermanos eran constantes en escuchar la
enseñanza de los apóstoles, en la vida común, en la fracción del pan y en las
oraciones…" Comían juntos alabando a Dios con alegría y de
todo corazón. Este es uno de los “sumarios” del autor de Hechos que más han
impresionado a lo largo de la historia del cristianismo a muchos Padres de la
Iglesia. San Agustín, en concreto, quiso hacer del estilo de vida de la primera
comunidad cristiana de Jerusalén el modelo y el ideal que deberían tratar de
vivir sus frailes dentro del monasterio: rezarían juntos, celebrarían juntos la
eucaristía, todos los bienes materiales los tendrían en común y, lo que no
necesitaran para vivir lo darían a los pobres.
La gente
estaba maravillada ante aquel espectáculo. Mirad cómo se aman, decían. Y la
multitud de creyentes crecía sin cesar hasta el punto de exclamar sin
jactancia: Somos de ayer y lo llenamos todo... La Iglesia, nosotros los
cristianos, es, somos, un signo de salvación para todos los pueblos. Un
testimonio evidente del amor infinito de Dios. Un testimonio que ha de estar
hecho de una vida honrada y laboriosa, una vida sincera y casta. Dando
testimonio de comprensión y de apertura, de perdón, de lealtad a unos principios y a una moral, de
constancia y fidelidad en escuchar y practicar lo que enseña la Iglesia.
No nos
desanimemos si no podemos vivir siempre con perfección cristiana, porque
sabemos que también dentro de la primera comunidad cristiana de Jerusalén hubo
sus fallos. Lo importante es que lo tratemos siempre de vivir con alegría y de
todo corazón, como buenos creyentes cristianos, fiándonos de la cercanía y
fidelidad del Señor.
El Salmo 117 revela claramente un uso litúrgico en
el interior del templo de Jerusalén. Los fieles exaltan la protección de la
mano de Dios, capaz de tutelar a los rectos, a los que confían en él incluso
cuando irrumpen adversarios crueles. Al ser liberado de ese peligro, el pueblo
de Dios prorrumpe en "cantos de victoria" en honor de la "poderosa
diestra del Señor", que ha obrado maravillas.
Por
consiguiente, los fieles son conscientes de que nunca están solos, a merced de
la tempestad desencadenada por los malvados. En verdad, Dios tiene siempre la
última palabra; aunque permite la prueba de su fiel, no lo entrega a la muerte.
Para expresar la dura prueba que Jesús ha superado y la glorificación que ha
tenido como consecuencia, le compara a la "piedra que desecharon los
arquitectos", transformada luego en "la piedra angular".
En la segunda lectura San Pedro, habla de que no
hemos visto a Jesús y lo amamos. Las duras pruebas que la comunidad enfrenta
son un crisol que templa la fidelidad al Señor. La fe se prueba en el servicio
a los hermanos. El servicio a los excluidos es la verdadera fragua de la fe
cristiana. Pero el servicio a los hermanos no es un mar de rosas. Como la
realidad histórica es constitutiva de la humanidad, nadie está exento de las
irremediables tentaciones, dificultades y pruebas de la vida . Cuando la fe es
de "buena calidad", como un metal bien caldeado, enfrenta con vigor y
sobriedad las dificultades. La comunidad se robustece, siendo camino de
redención para la humanidad explotada y deprimida. Este es el testimonio de
fidelidad a Jesús, al Dios de la vida.
En el texto resuena el agradecimiento
al Señor que brota de las palabras del apóstol Pedro en la segunda lectura: por
la resurrección de Jesucristo de entre los muertos, nos ha hecho nacer de nuevo
para una esperanza viva. Durante estos domingos pascuales iremos leyendo
fragmentos de esta carta que tiene un regusto de gozo pascual-bautismal que nos
invitará a llenarnos de un gozo inefable y transfigurado.
Y desde esa
vivencia nos invita a la alegría " La fuerza de Dios os custodia
en la fe para la salvación que aguarda a manifestarse en el momento final…
Alegraos de ello, aunque de momento tengáis que sufrir un poco". Sí,
alegrémonos, como nos dice hoy el apóstol san Pedro, con un gozo inefable y
transfigurado. El evangelio es siempre buena noticia y nunca amarga la vida. Es
lo contrario de un cristianismo de cumplimientos mínimos o de actitud
resignada. Será precisamente esta satisfacción interior la fuerza psicológica
que moverá espontáneamente a la evangelización de los demás. La diferencia
entre el obrar por amor y el obrar por obligación no sólo tiene repercusiones
en el interior del sujeto, sino también en su talante exterior.
La fe, acompañada de la confianza
cristiana, debe producirnos la alegría de saber que la fuerza de Dios nos
salvará por los méritos de nuestro Señor Jesucristo. Una fe sin alegría sería
una fe sin esperanza, y, como sabemos, sin esperanza, no se puede vivir.
También las primeras comunidades cristianas tuvieron que sufrir, a veces hasta
el martirio, y san Pedro les recomienda que no perdieran nunca la alegría de
ser cristianos.
La enseñanza
trasmitida por los Apóstoles y sus herederos nos ha dado el conocimiento
autentico de Jesús. Y los elementos para reforzar una fe que, sin duda viene de
la profundidad del Espíritu. Hay gracias especiales en estos tiempos de Pascua.
Debemos aprovecharlas. Hemos de poner nuestra mirada espiritual en estos textos
que tanto nos ofrecen. No podemos perder la oportunidad. Hemos de leerlos y
meditarlos con entrega y esperanza.
El evangelio nos presenta el choque del Resucitado
con los apóstoles que les llevaba a dar su testimonio, como algo
natural, espontáneo y lógico: disfrutaban hablando de Aquel que, bajando a la
muerte, subió de la tierra tal y cómo les anunció en los días de su pasión.
Estando
reunidos en casa... entró Jesús. La comunidad es el ámbito de la presencia de
Jesús. Sin comunidad no hay presencia. Así lo entendieron y practicaron los
primeros cristianos: Vida común, todos unidos. Esto es lo que impresionaba y
atraía a los judíos. Y esa comunidad, llevada a las consecuencias de compartir,
ayudarse y ayudar. Así podía el Espíritu ir agregando nuevos brotes de olivo
alrededor de la mesa del Señor.
La presencia
de Jesús trae Paz y perdón. "Y entró
Jesús, se puso en medio y les dijo: «Paz a vosotros»". El signo de la
presencia de Jesús era y es la paz. Alegría y gozo, que alejaban la tristeza y
la turbación.
En el pasaje
de hoy, el Señor transmite a sus apóstoles el poder de perdonar los pecados, "dicho esto, exhaló el aliento sobre ellos y
les dijo: «Recibid el Espíritu Santo; a quienes les perdonéis los pecados les
quedan perdonados»". Con su soplo, simbolizó que les comunicaba la
vida de Dios para perdonar los pecados, como se la insufló a Adán en el paraiso. Es el fin principal de Cristo, Cordero de Dios,
que quita el pecado del mundo, como obstáculo que impide que el Reino de Dios
entre en el mundo. Mientras reine el pecado, no puede vivir Dios. Los que
quieren convertir a la Iglesia en una institución social benéfica, en una ONG
más, no han penetrado en su vida mistérica. Ignoran que la Iglesia es un
misterio. La Iglesia ha recibido la misión de prolongar a Cristo con sus
poderes sacramentales, quitando los pecados y dando la vida de Dios, que
incluye la filiación divina, la amistad de Dios, la fraternidad con Jesús y la
herencia eterna y gloriosa, "incorruptible, pura e imperecera".
Ese soplo de
Cristo sobre los apóstoles recuerda pues, el soplo de Yahvé sobre el rostro del
primer hombre, En el caso de Cristo, también ese soplo hizo posible una nueva
creación, una nueva historia en la que el hombre puede reconciliarse con Dios,
ser perdonado y restituido en su condición de hijo de Dios.
Como, en todos
los grupos, salió una voz discordante y disconforme. Tomás, el incrédulo, no
solamente no creía que Jesús hubiera resucitado, es que además se negaba a dar
por válido y serio el testimonio del resto de sus compañeros. Su fe, la de
Tomás, estaba sostenida por su forma particular de comprender y de acoger las
cosas: todo lo que no veo, queda fuera de mí.
Pronto, Jesús,
se hizo presente. Las puertas estaban tan cerradas como la mente de Tomás y, a
la vez, tan fáciles de abrir como el corazón de aquel testarudo apóstol con la
simple presencia del Resucitado.
En ese
momento, y no lo olvidemos, todos los esquemas de Tomás caen por el suelo.
Aquel que, sin ver no creía, de pronto se fía. ¿Y por qué cree? ¿Por qué ve?
¿Por qué siente que su rostro se sonroja ante la evidencia de la nueva vida?
¿Tal vez por qué, Jesús, no merecía tanta incertidumbre, racionalidad o dudas?
En el fondo, Santo Tomás, creía pero…quería un cara a cara con el Señor. Pudo
más en él, el afán de seguridades, que el misterio de la fe. Su confesión
“Señor mío y Dios mío”, no solamente es un grito de fe. También lo es de
arrepentimiento.
La respuesta
de Tomás a Jesús resucitado –tras verlo-- ha dado origen a una de las hermosas
y breves oraciones de la cristiandad. La jaculatoria "¡Señor Mío y Dios
Mío!" tan repetida después por miles y miles de
hermanos en el momento de recibir la
Comunión.
También, a
nosotros, el Señor nos reclama la fe. No tenemos la suerte de asomarnos a ese
sepulcro que todavía conserva el calor del cuerpo de Jesús. No poseemos el
privilegio de sentarnos frente a Pedro, Juan o Santiago para preguntarles sobre
el cómo Jesús resucitó y cómo era. Pero, precisamente por ello, nuestra fe vale
lo que el oro fino: creemos por el testimonio de los apóstoles. Creemos por lo
que nuestros padres nos han transmitido. Creemos porque, en la experiencia que
otros tuvieron del Resucitado, tenemos también puesta nuestra esperanza,
nuestra ilusión y nuestra certeza de que Jesús es el principio y final de todo.
Creemos porque, la Iglesia, nos ha ido transmitiendo todo esto con sufrimiento,
convencimiento y amor: ¡Jesús ha resucitado!
Nosotros no hemos tenido la
oportunidad de meter nuestros dedos en el costado o en las marcas que, la
pasión de Jesús, dejó en su cuerpo. Pero, también es verdad, que en la
Eucaristía, la escucha de la Palabra, la oración personal, los dramas del
mundo, la celebración del resto de los sacramentos nos pueden hacer sentir en
propia carne la alegría y la experiencia de Cristo Resucitado.
En una visión de conjunto, Lucas nos
presenta lo fundamental de la Comunidad cristiana de todos los tiempos:
escuchar la Palabra, participar en la fracción del pan (=Eucaristía), oración y
vida en común. ¿Son éstas las características de mi Comunidad?
- Como cristianos, peregrinos hacia
una patria definitiva, sufrimos dificultades y desánimos. ¿Puede más nuestra
esperanza, nuestra fe en el Amor del Padre? ¿O nos puede el abatimiento, y
dudamos de su cercanía cuando llegan los problemas?
- ¿También nosotros reclamamos, como
el apóstol, ver para creer? ¿Nos sentimos enviados de Jesús a anunciar el
Evangelio a los pobres, igual que el Padre lo envió a El?
Rafael Pla Calatayud.
rafael@sacravirginitas.org
No hay comentarios:
Publicar un comentario