viernes, 18 de noviembre de 2022

Comentario a las lecturas del Domingo XXXIV del Tiempo Ordinario Jesucristo Rey del Universo. 20 de noviembre de 2022

El próximo domingo iniciamos el Adviento y con ello un nuevo ciclo y año litúrgico, el A.

Hoy celebramos  la Solemnidad de Jesucristo, Rey del Universo.

Jesús nos  manifiesta que la única manera de ser un auténtico Rey es poniéndose al servicio de los demás.  Esto es una novedad absoluta , como también lo fue en los tiempos que Jesús. Y eso le llevó a la muerte en la cruz, que Él convirtió en trono de amor y de misericordia. Jesús , nos recuerda que cada uno de nosotros podemos convertirnos en verdaderos ciudadanos de su Reino, si nos ponemos al servicio del prójimo, sobre todo de aquellos más débiles y pobres.

Esta fiesta  de “Jesucristo Rey del Universo” fue instituida el 11 de diciembre  de 1925 por el  Papa Pío XI, lo hizo con la intención de que en este día todos los Estados de la tierra declarasen oficial y públicamente que Jesucristo era el verdadero rey del universo. Nosotros, los cristianos, hoy, al celebrar esta fiesta tenemos un propósito más humilde, tratamos de hacer todo lo posible para que Jesucristo sea realmente el verdadero rey de nuestros corazones . Queremos que el reino de Dios se establezca en nuestra tierra y queremos que este reino sea, con palabras del Prefacio de la misa, un reino de verdad y de vida, de santidad y de gracia, de justicia, de amor y de paz.

Las palabras del final del texto evangélico, cierran no sólo el texto de hoy, sino un ciclo litúrgico que ha tenido en Lucas al guía y al escritor.

En el próximo ciclo, será San Mateo el evangelista de referencia. 

La primera lectura  del segundo libro de Samuel  (2 Sm 5,1-3 ) nos cuenta como los judíos, ungían a sus Reyes en nombre del Señor. David es ungido como rey de Israel ante todo el pueblo y es un antecedente de la realeza de Jesús, el Cristo.

La historia nos narra cómo en combate con los filisteos mueren Saúl y tres hijos suyos (I Sam. 31). Al enterarse de la noticia, David no se alegra por la muerte del que le ha causado tantos sinsabores, sino que "agarró sus vestiduras y las rasgó", y sus acompañantes hicieron lo mismo. Hicieron duelo, lloraron y ayunaron por Saúl y por su hijo Jonatán, por el pueblo del Señor, por la casa de Israel..." (I Sam. 11, 11 ss).

-David ha sabido esperar pacientemente. En Hebrón, "los de Judá vinieron a ungir... a David, rey de Judá..." (2, 4); y tras el asesinato del único hijo superviviente de Saúl, Isbaal (cap. 4), David es nombrado también rey de Israel. Así llega a ser el soberano de toda la nación.

El texto nos narra como todas las tribus de Israel van a Hebrón (v. 1), sus representantes hacen un pacto con David y le ungen rey de Israel (v. 3).

En el v. 2 encontramos el motivo de la elección: Describe tres razones.

La primera es que son "hueso tuyo y carne tuya", es decir, son parientes.

La segunda es que ya había ido a la cabeza del ejército de Israel en tiempos del rey Saúl.

Y la tercera, que el mismo Señor le había escogido para ser rey de todo el pueblo.

La unión en un solo pueblo de todas las tribus descendientes de Jacob fue casi siempre un deseo más que una realidad. De hecho, prácticamente sólo podemos hablar de un solo pueblo durante los reinados de David y de su hijo Salomón.

Las palabras del Señor destacan dos elementos importantes: el pueblo es del Señor ("mi pueblo") y el soberano es su pastor, imagen frecuente para hablar de la función real. El rey, pues, no es el dueño y señor del pueblo, que sólo pertenece al Señor, sino que es un instrumento de Dios para que lo conduzca por el buen camino.

David y los ancianos de Israel establecen un pacto, una alianza. La unión sella el pacto y confiere a David la misión real sobre Israel (cf. 1 Samuel 16, 13). Así David se convierte en rey de todo el pueblo y símbolo de su unidad y pertenencia al Señor.

  El responsorial es el salmo 121  (Sal 121,1-5 ).  Salmo de "peregrinación" en ritmo gradual, con palabras claves que se repiten. Era el último salmo que los judíos entonaban en su peregrinación a Jerusalén, cuando la impresionante mole del Templo se hacía visible ante sus ojos. Muestra la alegría desbordante por llegar a la Casa del Señor. Igual tiene que ser para nosotros, hoy. Mostremos nuestra alegría por estar, juntos, en la Casa de Dios.

Los peregrinos, después de un largo viaje de acercamiento llegan finalmente ante Jerusalén. Uno de ellos exclama de alegría y admiración. La ciudad ¡qué bella es! Se siente la sorpresa de un pueblerino o de un nómada pasmado al mirar las construcciones que forman un todo compacto: casas, calles, palacios, el templo, todo rodeado de murallas y torres sólidas.

El tono principal es de alegría. En forma de "inclusión" al principio y al fin del salmo, la razón profunda de esta alegría: "la Casa del Señor"... Sí, Yahveh vive en esta ciudad. Junto al nombre de la ciudad repetido amorosamente, un conjunto de expresiones poéticas y aliteraciones.

Fijémonos en la expresión: "Invocad la paz sobre Jerusalén" : la palabra "paz" tiene las mismas consonantes de Jerusalén... Cuando no utiliza ni "shalom" ni "Ieruschalaim", dice "allí" adverbio que casualmente tiene dos de las consonantes de Jerusalén.

En cuanto a un sentido más profundo, es también de perfecta unidad: Jerusalén, la capital, hacia la cual convergen caminos de todas partes, de arquitectura compacta (ciudad construida en la cima de una montaña), ciudad cuyo nombre significa "paz", es también símbolo de unidad de las tribus dispersas... La fe en el único Dios cuya gloria habita en el Templo, es el fundamento de esta comunidad fraternal.

Jerusalén es el corazón del judaísmo, centro de su pensamiento y de sus cantos, a quien los grandes poetas hebreos de todos los tiempos han dedicado sus más inspirados poemas.

En todo tiempo Jerusalén ha sido la capital del mundo judío: en tiempo de David y de los reyes, en tiempo de Esdras y Nehemías después del exilio, en tiempo de los Macabeos y en la época del Nuevo Testamento. Y en los 2000 años de Diáspora, después de su destrucción en el año 70, Jerusalén ha sido siempre el centro espiritual de su vida, la capital de su destino, como lo es actualmente en el moderno estado de Israel.

El salmo 121 canta la emoción de la ida a Jerusalén y las excelencias de la ciudad. Tiene una estructura sencilla que se puede presentar así:

a) Anuncio de la ida a Jerusalén y alegría (vv. 1-2)

b) Elogio de la ciudad: de su templo e instituciones (3-5).

c) Augurios de paz y de felicidad (6-9).

a) Anuncio de la ida a Jerusalén y alegría (vv. 1-2)

La frase inicial expresa todo el júbilo y entusiasmo que produce el anuncio de la próxima subida a Jerusalén. Es una alegría desbordante de un deseo vivísimo que se ve cumplido: subir en peregrinación a la ciudad de Jerusalén, en compañía de otros muchos peregrinos con quienes se comparte la misma ilusión, el mismo sentir, la misma fe.

El salmista, en su imaginación, se ve en la ciudad santa, en la casa de Yahvé. La expresión "en tus puertas" es una frase poética en una figura literaria que se llama sinécdoque, y que consiste en decir una parte por el todo; aquí las puertas equivalen a la ciudad toda de Jerusalén, como si dijera: "Ya están nuestros pies en la ciudad". En Jerusalén está la casa del Señor, el templo de Salomón, luego reconstruido por Ageo y más tarde por el rey Herodes, y el templo era el orgullo del pueblo judío, el mismo corazón de su fe que encerraba tantos y tantos recuerdos de su historia y de su religión. Por esto, poder estar en Jerusalén y visitar el templo era una gracia que llenaba de alegría y gratitud.

b) Elogio de la ciudad: de su templo e instituciones (3-5)

Para los peregrinos el impacto de Jerusalén y de su templo era grande: venir de un pueblo insignificante o lejano y encontrarse con una ciudad grande, rodeada de murallas y de torres, con sus calles y plazas, con sus palacios, y descollando sobre todo ello, el gran templo donde palpitaba la fe y la religiosidad de Israel: todo ello producía una impresión inolvidable, reafirmaba la fe y hacía sentirse más hebreos a los hijos de Israel.

El salmista evoca todo esto, lo admira, se siente feliz de estar en Jerusalén, tan grande, tan hermosa, tan bien construida con sus edificaciones seculares llenas de recuerdos y de gloria.

Luego pondera las instituciones de la ciudad: los tribunales de justicia: de Jerusalén parte el orden, la paz, la rectitud. De Jerusalén vienen las leyes, las normas y ordenaciones para todo el pueblo, para que todos puedan gozar de paz y de prosperidad. En el mundo antiguo, donde imperaba tantas veces la ley del desierto, era confortante encontrar una garantía de justicia y de seguridad. Y todo esto lo daba Jerusalén, en el palacio de David estaba el recto juicio para todo, los sabios y los jueces del pueblo para ayudarlo y defenderlo.

Esta ciudad --recuerda san Gregorio Magno en las «Homilías sobre Ezequiel»-- «erige su gran edificio con las costumbres de los santos. En una casa una piedra sostiene la otra, pues se pone una piedra sobre otra, y quien sostiene a otro a su vez es sostenido por otro. De este modo, precisamente de este modo, en la santa Iglesia cada quien sostiene y es sostenido. Los más cercanos se sostienen mutuamente y a través de ellos se erige el edificio de la caridad. Por este motivo, Pablo advierte: "Ayudaos mutuamente a llevar vuestras cargas y cumplid así la ley de Cristo" (Gálatas 6, 2). Subrayando la fuerza de esta ley, dice: "La caridad es, por tanto, la ley en su plenitud" (Romanos 13,10). Si no me esfuerzo por aceptaros como sois, y si vosotros no os esforzáis por aceptarme como soy, no se puede levantar el edificio de la caridad entre nosotros, que estamos ligados por amor recíproco y paciente». Y para completar la imagen, no hay que olvidar que «hay un cimiento que soporta todo el peso de la construcción, nuestro Redentor, quien por sí solo sostiene en su conjunto las costumbres de todos nosotros. El apóstol dice de él: "nadie puede poner otro cimiento que el ya puesto, Jesucristo" (1 Corintios 3, 11). El fundamento sostiene las piedras pero no es sostenido por las piedras; es decir, nuestro Redentor carga con el peso de nuestras culpas, pero en él no ha habido ninguna culpa que soportar» (2,1,5: «Obras de Gregorio Magno» --«Opere di Gregorio Magno»--, III/2, Roma 1993, pp. 27.29).

La segunda lectura  de la carta a los colosenses  (Col 1,12-20 ) .El himno de Colosenses ofrece una visión del Reino de Cristo más conforme con la profunda realidad de tal reino que cualquiera de las imaginaciones que puede sugerirnos el título de Cristo Rey, del cual se ha hecho tanto uso y abuso en tiempos antiguos como recientes.

Los colosenses tenían su filosofía (la gnosis): imaginaban la energía divina (la plenitud) extendiéndose gradualmente entre los ángeles, el hombre y la materia. Incluso concedía a Cristo un lugar dentro de esta jerarquía. Pero Pablo reacciona vivamente contra esta anexión de Cristo por una filosofía, y desde el propio vocabulario de la misma pone de relieve el puesto único de Cristo.

San Pablo resume en tres puntos la obra salvadora de Dios en Cristo:

Dios nos ha hecho participar graciosamente de la herencia que había preparado para su pueblo santo, nos ha sacado del dominio de las tinieblas y trasladado al reino de su Hijo, y nos ha concedido el perdón por la sangre de Cristo.

Por eso es justo y necesario dar gracias a Dios, al Padre, por medio de Jesucristo. Vale la pena hacer notar que San Pablo se sirve de categorías del éxodo cuando hace esta memoria de la salvación de Dios en Jesucristo: herencia (=tierra prometida), pueblo santo, dominio de las tinieblas o esclavitud, traslación al reino, redención por la sangre (del Cordero de Dios, Jesucristo es nuestra Pascua).

San Pablo anuncia el evangelio de la liberación de todos los pecados y de cuanto esclaviza al hombre interna y externamente.

San Pablo nos presenta aquí una síntesis de toda su cristología.

El "Dios invisible" es el Padre. Jesús es la "imagen del Padre"; por eso quien ve a Jesús, ve también al Padre (cfr. Jn 14, 9). Sólo por Jesús y en Jesús tenemos acceso al conocimiento del Dios invisible, del Dios vivo, que no es el Dios de la filosofía sino el Dios de la vida y de la historia, el Dios de Abrahán, de Isaac y de Jacob.

"Primogénito", pues no ha sido creado sino engendrado por el Padre:

 "Primogénito", porque es el heredero de todas las promesas y el primero entre muchos hermanos.

 "Primogénito" también porque es anterior a todo cuanto por él ha sido creado. Como Hijo de Dios, Jesús es de la misma naturaleza que el Padre.

Todo ha sido creado con la mediación del "Hijo querido del Padre". Lo visible y lo invisible, lo terrestre y lo celeste es por él y para él. Con estas afirmaciones, San Pablo sale al paso de algunas desviaciones doctrinales que disminuían la persona y la obra de Cristo en el universo. Uno de los errores principales que quiere combatir San Pablo, es una especie de culto que se tributaba a los elementos fundamentales del cosmos (el agua, la tierra, el fuego y el aire) que se creían animados por espíritus celestes e invisibles. San Pablo afirma claramente que nada ni nadie está por encima de Cristo, el Señor.

Cristo, por quien y para quien todo ha sido creado, es también el que todo lo conserva y lo salva.

El universo, alejado de Dios por el pecado del hombre, estaba a punto de perecer definitivamente ante la amenaza de la muerte. Pero el Hijo de Dios se hace hombre para llevar a cabo una restauración universal, mejor, una recreación. Para ello Cristo se ha constituido en cabeza de la Iglesia, que es su cuerpo y el sacramento eficaz o señal de esta segunda creación. De Cristo procede ahora la nueva vida, él es el principio supremo de un nuevo orden. El es el primero que ha resucitado de entre los muertos y el principio de toda regeneración.

"Residiera toda la plenitud", esto es, la plenitud divina. Toda la riqueza inestimable de la divinidad que los falsos maestros suponían repartida entre los espíritus y potestades celestes, Pablo la ve concentrada en Cristo, que es el único Señor. Sin Cristo no es posible la salvación de los hombres y del universo.

Pero en Cristo ha querido el Padre reconciliar consigo y salvar así todos los seres. Cristo ha muerto para que todos y todo tenga vida, en su sangre se alcanza aquella paz universal y aquella reconciliación sin la que es imposible la existencia. Judíos y gentiles son llamados en Cristo para formar un solo pueblo; el cielo y la tierra, todas las criaturas, están ahora en dolores de parto hasta que se manifieste la salvación universal operada por Dios en la sangre de Cristo.

San Juan Pablo II comenta así este texto: " En él sobresale la figura gloriosa de Cristo, corazón de la liturgia y centro de toda la vida eclesial. Ahora bien, muy pronto el horizonte del himno se amplía a toda la creación y a la redención, abarcando a todo ser creado y a toda la historia.

En este canto se puede percibir el ambiente de fe y de oración de la antigua comunidad cristiana y el apóstol recoge su voz y testimonio, imprimiendo al mismo tiempo al himno su impronta.

2. Después de una introducción en la que se da gracias al Padre por la redención (Cf- versículos 12-14), el cántico, que la Liturgia de las Vísperas presenta cada semana, se articula en dos estrofas. La primera celebra a Cristo como «primogénito de toda criatura», es decir, ha sido generado antes de todo ser, afirmando así su eternidad que trasciende el espacio y el tiempo (Cf. versículos 15-18a). Él es la «imagen», el «icono» de Dios que permanece invisible en su misterio. Ésta fue la experiencia de Moisés, quien en su ardiente deseo de contemplar la realidad personal de Dios, escuchó esta respuesta: «Mi rostro no podrás verlo, porque no puede verme el hombre y seguir viviendo» (Éxodo 33, 20; Cf. Juan 14, 8-9).

Por el contrario, el rostro del Padre creador del universo se hace accesible en Cristo, artífice de la realidad creada: «por medio de Él fueron creadas todas las cosas… y todo se mantiene en Él» (Colosenses 1, 16-17). Cristo, por tanto, por un lado es superior a las realidades creadas, pero por otro, está involucrado en su creación. Por este motivo, puede ser visto como «imagen del Dios invisible», cercano a nosotros a través del acto creativo.

3. La alabanza en honor de Cristo avanza, en la segunda estrofa (Cf. versículos 18b-20), hacia otro horizonte: el de la salvación, la redención, la regeneración de la humanidad creada por Él, pero que al pecar había caído en la muerte.

Ahora la «plenitud» de gracia y de Espíritu Santo que el Padre ha dado al Hijo permite el que, al morir y resucitar, pueda comunicarnos una nueva vida (Cf. versículos 19-20).

4. Él es celebrado, por tanto, como «el primogénito de entre los muertos» (1,18b). Con su «plenitud» divina, pero también con su sangre derramada en la cruz, Cristo «reconcilia» y «hace la paz» entre todas las realidades, celestes y terrestres. De este modo les restituye su situación originaria, recreando la armonía primigenia, querida por Dios según su proyecto de amor y de vida. Creación y redención están, por tanto, ligadas entre sí como etapas de una misma historia de salvación.

5. Como de costumbre, dejamos ahora espacio a la meditación de los grandes maestros de la fe, los Padres de la Iglesia. Uno de ellos nos guiará en la reflexión sobre la obra redentora realizada por Cristo con su sangre.

Al comentar nuestro himno, san Juan Damasceno, en el «Comentario a las cartas de san Pablo» que se le atribuye, escribe: «san Pablo habla de la “sangre por la que hemos recibido la redención” (Efesios 1, 7). Se nos da como rescate la sangre del Señor, que lleva a los prisioneros de la muerte a la vida. Los que estaban sometidos al reino de la muerte sólo podían liberarse a través de Aquél que se hizo partícipe con nosotros de la muerte… Con su venida, hemos conocido la naturaleza de Dios que existía antes de su venida. De hecho, es obra de Dios el haber extinguido la muerte, restituido la vida y reconducido a Dios al mundo. Por ello, dice: “Él es imagen de Dios invisible” (Colosenses 1, 15), para manifestar que es Dios, aunque no es el Padre, sino la imagen del Padre, y tiene su misma identidad, si bien no es Él» («Los libros de la Biblia interpretados por la gran tradición» --«I libri della Bibbia interpretati dalla grande tradizione»--, Bolonia 2000, pp. 18.23)". (San Juan Pablo II.  Cristo, «imagen del Dios invisible». Comentario al cántico de san Pablo del inicio de la carta a los Colosenses. Miércoles, 24 noviembre 2004).

El evangelio de san Lucas (Lc 23,35-43 ). Es un fragmento que nos narra la crucifixión de Jesús,  está lleno de símbolos de realeza. Es como si nos quisiera decir que la Cruz es el auténtico trono de Cristo Rey. El rótulo que puso Pilato habla del Rey de los judíos. una escena: tres malhechores ajusticiados. La cruz del centro es la de Jesús. El texto lo ha trabajado Lucas como una observación de la escena por distintos grupos de personas.

Es una secuencia de actitudes ante Jesús crucificado. En primer lugar está el pueblo (v. 35a). "El pueblo, en pie, presenciaba la escena".

Siguen las autoridades religiosas (v. 35b). Su actitud es calificada de comentario con sorna. Cuestionan a Jesús como el Enviado de Dios.

En tercer lugar Lucas hace pasar a los soldados romanos encargados de la ejecución (vv. 36-37). Su actitud es descrita como actuación burlona. Cuestionan a Jesús como rey.

San Lucas aprovecha este momento para dar cuenta del delito por el que Jesús ha sido condenado a muerte: "Este es el rey de los judíos" (v.38).  Por última y cerrando la serie de presencias, San Lucas se fija en los propios malhechores que flanquean desde sus cruces a Jesús (vs. 39-43). Es la secuencia más larga. Inicialmente corre paralela a la de las autoridades y los soldados. La actitud del primero de los malhechores es calificada de insultante. Como las autoridades, también él cuestiona a Jesús como Mesías. Pero el signo de las actitudes se rompe con el segundo de los malhechores. Tras reconocer la justicia de su castigo y la injusticia del de Jesús, se dirige a éste solicitando un recuerdo cuando llegue a su reino. Las palabras de Jesús cierran el texto: Hoy estarás conmigo en el paraíso.

San Lucas,  nos ha ido descubriendo a lo largo del año valores y actitudes del Reino de Dios. Lo ha hecho en gran parte desde los marginados, los desechados. Pastores, mujeres, hijos pródigos, publicanos, prostitutas, samaritanos. Ellos han sido artífices de los hechos que se han verificado entre nosotros (cfr. Lc. 1, 1). Un día cualquiera de su vida se encontraban con Jesús. Este no los enjuiciaba ni los sermoneaba. Sencillamente estaba al lado de ellos. Pero algo descubrían en él que los impulsaba al cambio. Y por propia iniciativa salían de su desafortunada vida para vivir la de Jesús, la de su reino.

En el texto vuelve a haber uno de esos encuentros, propiciado por  la Ley del Estado, la misma para ambos malhechores. Pero uno de los  malhechores junto a Jesús grita lo injusto de esa ley en el caso de Jesús: "Este no ha hecho nada censurable". Pero es sólo el grito de un malhechor. ¿Qué había descubierto realmente en Jesús? Tampoco esta vez nos lo dice San Lucas, pues, no es él un escritor de interioridades o de estudios psicológicos. Simplemente señala una situación que es una constante en su Evangelio: un desechado descubre a Jesús, algo en él que le impone, le impresiona, le cambia.

Para nuestra vida.

En este domingo acaba el Ciclo litúrgico C. El ciclo acaba con la Solemnidad de Cristo Rey. El Reino de Dios es : servicio, entrega, generosidad, comprensión. No siempre, el servicio a Cristo, pasa por el aplauso del mundo. Jesús Rey es una figura atípica: manda sirviendo y sirve orientando.

En esta fiesta de Cristo Rey se nos presenta a Cristo como el centro de la vida de la Iglesia. En Él, por Él y para Él van encaminados nuestros desvelos y –sobre todo- el esfuerzo evangelizador para que, su Evangelio, sea tomado en cuenta a la hora de reconducir este mundo un tanto despistado o perdido.

Para entender el señorío de Jesús, en este día de Cristo Rey, es necesario contemplarlo en  la cruz. Ella nos aclara las principales coordenadas de la forma de ser, pensar y actuar de Jesús: amor a su pueblo cumpliendo la voluntad de Dios.

San Ignacio de Loyola, en sus Ejercicios Espirituales, en el "episodio" del "Rey Temporal y el Rey Eternal" lo define muy bien. Viene a decir que si nosotros somos capaces de apoyo total a un rey de este mundo que quiere instituir lo que todos queremos y guardamos una relación de identidad con sus postulados, sus vestidos, sus trabajos, sus sufrimientos, etc.; mucho más tendríamos que apoyar a un Rey Eterno que busca nuestra salvación y nuestra felicidad, que constituyen –sin duda—uno de los mayores anhelos.

En la primera lectura aparece ya la realeza por elección divina en la persona de David. A la muerte del rey Saúl la guerra se enciende en los campos de las tribus de Jacob. Unos se inclinan por David, otros por Isbaal[1], el hijo de Saúl. Pero la suerte estaba echada desde hacía tiempo. Dios había ungido a David por medio de Samuel. Entonces era un chiquillo, pero ahora es un guerrero con experiencia, un hombre curtido por la lucha, prudente y temeroso de Yahveh. Después de algunas escaramuzas, triunfa la causa de David. Y todas las tribus vinieron a Hebrón para proclamar al nuevo rey del pueblo escogido. Aclamación unánime y entrega sin condiciones.

A David el Señor "lo sacó de los apriscos del rebaño..., lo llevó a pastorear a su pueblo..." (Sal. 78, 70 ss). Su misión no consistió en dominar por la fuerza, sino en orientar, cuidar, preocuparse y ser servidor de su pueblo.

El salmo de hoy, es uno de los graduales más conocidos y cantados: "Qué alegría cuando me dijeron...". Expresa la alegría y la emoción que llenaba el corazón de todo israelita cuando subía en peregrinación a la ciudad santa de Jerusalén y a su templo.

EL salmo nos hace comprender lo que representaba para los judíos ir a Jerusalén, contemplar su templo, estar unos días en la ciudad, capital de su nación.

Hermosa la referencia a la Paz. Aspiración universal a la paz, a la alegría, a la felicidad. También en el mundo actual, la humanidad entera toma conciencia cada vez más de su unidad profunda, de sus dependencias mutuas. Pero al mismo tiempo, los particularismos y las oposiciones se exacerban. Señor, que la humanidad entera llegue a ser "como una ciudad en que todo se sostiene..." que las tribus..., las razas, las culturas "suban y converjan" las unas hacia las otras... que la paz reine sobre la ¡tierra!.

Alegría: iremos a la ¡Casa del Señor! La experiencia de la peregrinación que entonces se hacía a pie, debía tener un profundo sentido simbólico: partir de casa, ponerse en marcha, afrontar los peligros y la fatiga de un largo viaje, contar los días, tener la mente fija en la meta lejana, que día a día se acerca... Mirar finalmente la colina, ¡largamente deseada! Es ésta la parábola de la condici6n humana, en marcha hacia la "Casa de Dios". ¿Estamos realmente en marcha hacia Dios? ¿Concebimos nuestra vida como algo que avanza, que avanza hacia una meta, hacia alguien?

Desde el salmo vemos la relación: ¡David! - ¡Jesucristo! - ¡Cristo Rey!. En el momento en que los judíos oraban con este salmo,  la "Casa de David" ya no estaba ya en el trono.¿ Cómo podían decir?: "en ella están los tribunales de justicia, los tribunales de la casa real de David". Estas palabras significaban la esperanza y el deseo de un "Mesías", descendiente de David según la promesa (2 Samuel 7,1-17). Sabemos que ya vino "el príncipe de la paz", Jesús. Podemos recitar este salmo pensando en aquel que vino a realizar la "Nueva Alianza".

  La segunda lectura nos presenta una vez más el himno de Colosenses. Las características de ese himno en relación con la fiesta de hoy es que la función descrita y comentada en estas líneas recibe el nombre de "reino de su Hijo querido". Es decir, en la visión de la tradición paulina, el Reino de Cristo no es exactamente el dominio que compete a Dios por su creación y conservación del mundo material y humano, sino la participación de Cristo en la misma realidad humana y cósmica para hacer que desde el comienzo sea algo divino.

Es un reino desde dentro de la realidad y no desde fuera. El Reino es el estado de la humanidad que Cristo le ha conferido para tomar parte en ella. En otras palabras, el que el hombre haya sido pensado y realizado como hijo de Dios y que el mundo también participe de esa condición y sea portador del Reino, lugar donde se realiza, porque toda la realidad ha sido tocada por Cristo.

Lo principal, pues, del Reino en esta visión es que el mundo, la historia, el hombre en todas sus circunstancias -menos el pecado- es revelación y presencia de Dios, porque es Reino de su Hijo, y es allí donde le podemos encontrar. No hay que buscarlo fuera de aquí, sino en su misma entraña.

"Él quiso reconciliar consigo todos los seres: los del cielo y los de la tierra, haciendo la paz por la sangre de su cruz". Este es el destino de todos los discípulos de Cristo, de todos los cristianos: ser reconciliadores de todos los seres con los que vivimos, ser siempre sembradores de paz, aunque para conseguir esta paz tengamos muchas veces que dejar jirones de nuestra propia sangre en la lucha contra el desamor y contra el mal. No olvidemos que nuestro jefe, nuestro rey, murió en la batalla contra el pecado y contra la muerte, pero Dios lo resucitó y desde siempre y para siempre vive y vivirá junto al Padre. Este es también nuestro destino, un destino difícil, pero glorioso, como el de nuestro rey, Jesús.

Lo que nos dice lo hemos oído muchas veces, forman parte de un Himno habitual en la liturgia eucarística y en la de las horas. Nos llevan al Reino del Hijo querido de Dios.

 

  El evangelio , hoy describe el final,  la meta del camino de Jesús. La escena se desarrolla en el lugar llamado la Calavera, donde Jesús y dos criminales han sido crucificados. En la descripción de la escena San Lucas procede por acumulación de datos: el pueblo; a él se añaden las autoridades; a éstas, los soldados, y a éstos, por último, un letrero sobre la cabeza de Jesús. La traducción litúrgica no ha reflejado adecuadamente esta acumulación y gradación de datos. El conjunto resultante es un inmenso sarcasmo. ¡Valiente Mesías y Rey! La segunda parte del texto se desarrolla arriba, en las cruces. Tampoco allí reina el silencio, aunque en esta ocasión las palabras no sean irónicas, pues los dos criminales gritan desde su situación de condenados. Los dos, sin embargo, la vivencian de diferente manera: con despecho y amargura uno, con reconocimiento y esperanza el otro. Y así, en medio del griterío, surge el único diálogo sobre un malhechor y un rey. Por enésima vez en el Evangelio de Lucas un marginado (nadie lo es más que un condenado) se convierte en vehículo de enseñanza para el cristiano.

Desde la cruz, Cristo nos enseña que –el camino del servicio, del amor y de la entrega- es la mejor forma de ascender un día hasta su presencia. ¿Nos gusta ese trono en forma de cruz? ¿Queremos reinar con Él?

El Reino de Cristo es uno de  nuestros profundos anhelos . Para algunos, llevados de ciertas interpretaciones más parecidas a los anhelos de los antiguos judíos, creen que este reino es posible en este mundo. Para otros, quitándole fuerza, lo sitúan como una entelequia simbólica o abstracta de imposible concreción. Pero Jesús nos precisa que el Reino está cerca y además vive dentro de nosotros. Entonces, ese reino es una forma de vida, una fórmula de amor y una entrega a los hermanos, mientras que amamos a Dios sobre todas las cosas. Está claro que años, además, hemos aprendido que es un Reino de paz, misericordia y perdón.

Jesús resucitado nos ofrece una relación personal, una amistad personal, pero, al mismo tiempo, me invita a dar una respuesta personal. Él tiene para cada uno un proyecto personal, una misión concreta e intransferible con la que he de servir al Reino de Dios, a la construcción de una Iglesia y una sociedad fraternas. No hay verdadera respuesta a su amistad sin prestar la colaboración que él nos pide para el crecimiento de su Reino.

Reconocer el señorío significa, en primer lugar, estar dispuesto a realizar su voluntad sobre nosotros, sobre nuestra familia, sobre nuestra comunidad.

La voluntad del Señor Jesús no es algo negativo: "No hagas el mal"... Ni algo genérico: "Cumple con lo prescrito"... No. Se trata de poner todo nuestro ser y nuestro tiempo a disposición del Señor y al servicio de la misión que nos ha confiado. Esto es lo que hace Pablo al convertirse: "Señor, ¿qué quieres que haga?" (Hch 22,10). Es lo mismo que dirá Teresa de Jesús: "Vuestra soy, para Vos nací, ¿qué mandáis hacer de mi?". No sólo qué mandas hacer a todos, sino a mí específicamente. Es lo que hace todo empleado al comenzar la tarea de cada día. Espera las consignas del encargado; pregunta: ¿qué tengo que hacer hoy?, ¿cómo quieres que haga? Esto significa que no sólo unos ratos, ni sólo unos ritos, sino toda la vida ha de estar al servicio del Señor.

Queremos, que Jesucristo reine en el mundo, pero no al estilo de los reyes que gobiernan los Estados del mundo. Fue el mismo Jesucristo el que nos dijo que su reino no era de este mundo, porque él no había venido a gobernar la tierra al estilo de los reyes del mundo. En el prefacio de la misa de hoy se nos dice que el reino de Jesucristo es un reino de la verdad y de la vida, de la santidad y de la gracia, de la justicia, del amor y de la paz. Desgraciadamente, los reinos de este mundo no son así. En el mundo en el que nosotros vivimos triunfa muchas veces la injusticia, la mentira, la guerra y el desamor. Yo creo que el buen ladrón intuyó esto con claridad, cuando en el último momento, desde su cruz cercana, vio la mirada llena de amor y de perdón de aquel compañero al que llamaban Jesús. Este compañero, Jesús, estaba muriendo como víctima de la injusticia del mundo, pero era consciente de que moría por amor al mundo, para salvar al mundo de la injusticia. Este buen ladrón, arrepentido, quería abandonar el reino de pecado, desamor e injusticia en el que él había vivido hasta entonces, y quería de verdad morir en ese reino de amor, de santidad y de gracia que predicaba su compañero Jesús. Por eso, arrepentido y lleno de confianza, se atrevió a exclamar: “Jesús, acuérdate de mí cuando llegues a tu reino”.

Reconocer el señorío de Jesús no consiste sólo en hacer lo que Dios manda, sino lo que Dios quiere: dejar que Dios haga su voluntad en nuestra vida. Forma parte del Reino de Jesús, trabaja por él, quien tiene su espíritu y actúa "como él" actuaba. "Yo hago siempre lo que agrada a mi Padre" (Jn 8,29), testifica.

Aquí está el secreto para saber si somos hijos en la casa del Padre o criados egoístas e interesados. "Señor, ¿qué quieres que haga?" (Hch 22,10), pregunta Pablo en el momento de su conversión. No pregunta: "¿qué mandas?", sino ¿qué quieres?

Estar convertido, reconocer de verdad a Jesús como el Señor de nuestra vida personal, familiar y comunitaria, consiste en poner toda nuestra alegría en complacer a Dios, como tantas veces recomienda Pablo a los miembros de sus comunidades (1Ts 4,1). Este deseo de "complacer" o "agradar" al Señor ha de llevarnos a discernir su voluntad a través de las mediaciones de las que se sirve: la llamada de la comunidad a responsabilizarse de tareas o a colaborar en trabajos comunitarios, las necesidades apremiantes de nuestro entorno, el consejo de los compañeros del grupo cristiano, el ejemplo y la generosidad de otros seguidores de Jesús, los acontecimientos que suponen para nosotros una interpelación, la preparación y el carisma que cada uno tiene... Todos éstos pueden ser cauces para reconocer la voluntad del Señor sobre nosotros.

La disponibilidad para hacer siempre y en todo la voluntad de Dios es la que evita que se sirva a dos señores (Mt 6,24). "Tú sólo Señor, Jesucristo", recitamos en el Gloria. No se puede ser militante de dos partidos políticos y estar con dos líderes opuestos. No se puede servir y honrar a Dios en el templo y al ídolo de la comodidad, del consumo, de la presunción, del autoritarismo fuera del templo. Como dice certeramente el dicho castellano, "no se puede prender una vela a Dios y otra al diablo". Servir sólo al Señor significa que hacemos todo lo demás inspirados por la fe en Jesús y realizando su voluntad, trabajando por el Reino.

Ésta es la tragedia de muchos cristianos que, tal vez sin darse cuenta, reconocen teóricamente y confiesan a Jesús como el único Señor, pero tienen como verdadero "señor" de su corazón a algún o algunos ídolos.

Reconocer el señorío de Jesús, luchar por él, conlleva que sus discípulos realicemos de verdad su Reino, que creemos un espacio comunitario en el que de verdad se realice el proyecto de Dios en el que nos reconozcamos y vivamos como hermanos, hijos de un mismo Padre. Reconocer el señorío de Jesús, ser de verdad miembros de su Reino, es construir entre todos una sociedad de contraste en la que las personas sean respetadas como hijos de Dios, en la que todos seamos, de hecho, no sólo de derecho, iguales, en la que reine el amor mutuo, el servicio, el respecto a la libertad del otro, la corresponsabilidad, la preocupación preferencial por los más débiles, pobres y sufrientes. En definitiva, una sociedad distinta, en la que nadie es anónimo ni es instrumentalizado, sino ayudado a realizarse como persona y como creyente.

Reconocer el señorío de Jesús, pertenecer de verdad a su Reino, supone luchar para que la sociedad, el barrio, nuestro mundo del trabajo... se acerquen cada vez más al proyecto de Jesús, para que se desarrollen los valores humanos que constituyen el verdadero Reino, que es, como dice la liturgia, Reino de verdad, de vida, de justicia, de amor y de paz; en definitiva, que se asemeje lo más posible a ese espacio  celestial  que ha de ser la comunidad cristiana.

San Pedro hace veinte siglos confesó : "¿A quién vamos a ir, Señor? Sólo tú tienes palabras de vida eterna" (Jn 6,68).

Rafael Pla Calatayud.

rafael@betaniajerusalen.com

 



[1] Fue uno de los cuatro hijos del rey Saúl y su sucesor en el trono sobre una parte del reino de Israel.

Isbaal tomó el mando bajo la tutela del general Abn   fue uno de los cuatro hijos del rey Saúl y su sucesor en el trono sobre una parte del reino de Israel. Isbaal tomó el mando bajo la tutela del general Abner, después de la derrota y muerte de su padre y sus hermanos en la batalla del Monte Gilboa. Según 2 Samuel 2, 10, Isbaal tenía cuarenta años cuando comenzó a reinar (en torno al año 1000 a. C.) y reinó dos años desde Mahanaim en Transjordania, mientras que la tribu de Judá era gobernada por David desde Hebrón.

Después de la derrota y muerte de su padre y sus hermanos en la batalla del Monte Gilboa. Isbaal tenía cuarenta años cuando comenzó a reinar (en torno al año 1000 a. C.) y reinó dos años desde Mahanaim en Transbordaría, mientras que la tribu de Judá era gobernada por David desde Hebrón.

 

 

1 comentario:

  1. Queremos, que Jesucristo reine en el mundo, pero no al estilo de los reyes que gobiernan los Estados del mundo. Fue el mismo Jesucristo el que nos dijo que su reino no era de este mundo, porque él no había venido a gobernar la tierra al estilo de los reyes del mundo. En el prefacio de la misa de hoy se nos dice que el reino de Jesucristo es un reino de la verdad y de la vida, de la santidad y de la gracia, de la justicia, del amor y de la paz. Desgraciadamente, los reinos de este mundo no son así. En el mundo en el que nosotros vivimos triunfa muchas veces la injusticia, la mentira, la guerra y el desamor. Yo creo que el buen ladrón intuyó esto con claridad, cuando en el último momento, desde su cruz cercana, vio la mirada llena de amor y de perdón de aquel compañero al que llamaban Jesús. Este compañero, Jesús, estaba muriendo como víctima de la injusticia del mundo, pero era consciente de que moría por amor al mundo, para salvar al mundo de la injusticia. Este buen ladrón, arrepentido, quería abandonar el reino de pecado, desamor e injusticia en el que él había vivido hasta entonces, y quería de verdad morir en ese reino de amor, de santidad y de gracia que predicaba su compañero Jesús. Por eso, arrepentido y lleno de confianza, se atrevió a exclamar: “Jesús, acuérdate de mí cuando llegues a tu reino”.
    Reconocer el señorío de Jesús no consiste sólo en hacer lo que Dios manda, sino lo que Dios quiere: dejar que Dios haga su voluntad en nuestra vida. Forma parte del Reino de Jesús, trabaja por él, quien tiene su espíritu y actúa "como él" actuaba. "Yo hago siempre lo que agrada a mi Padre" (Jn 8,29), testifica.

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