Comentarios a las lecturas del III Domingo del Tiempo
Ordinario. 23 de enero de 2022 .
El tercer domingo del tiempo ordinario, este año el 23 de enero, la
Iglesia celebra elDomingo de la Palabra de
Dios. El papa Francisco instituyó esta Jornada el 30 de septiembre de 2019, con la firma de la Carta
apostólica en forma de «Motu proprio» Aperuit illis, con el fin de dedicar un domingo completamente a la Palabra de Dios.
Las lecturas de
este tercer domingo del TO. nos invitan a cuidar y a valorar la importancia que
tiene la Palabra de Dios para nuestra vida y para nuestra fe. Cada una de las
lecturas es un ejemplo de esto.
Me vienen a la memoria las palabras de San Jerónimo, que decía que “desconocer la Escritura es desconocer a Cristo”, ya que Jesús es la PALABRA con mayúsculas que Dios nos ha dirigido a todos nosotros. Él es la Palabra de Dios hecha carne, hecha vida. Cada vez que nos acercamos a la Palabra, nos acercamos a Jesús, para conocerle mejor, amarle más y seguirle más de cerca.
Neh.
8, 1-12 es uno de los textos más importantes para conocer el origen y
desarrollo del culto sinagogal del judaísmo.
Desde un púlpito, Esdras pronuncia
la bendición inicial, a la que el pueblo responde con un doble "amén"
y una serie de gestos. La lectura es traducida del hebreo a la lengua hablada
por el pueblo, el arameo y comentada por la gente.
La lectura pública de la ley marca
una fecha muy importante en la historia de Israel. Pues, hasta ese momento, el
pueblo vivía su fe rezando, participando en las ceremonias del templo. Recibía
de boca de los sacerdotes y profetas sentencias o prédicas. No sentía la
necesidad de leer una Biblia.
Esdras entiende que, en adelante, la
comunidad se desarrollará en torno a la lectura, la meditación y la
interpretación del libro sagrado: la Biblia no estará guardada, sino que será
libro de todos y la norma de su fe. Este paso religioso y cultural es parecido
al que ha afectado a cristianos en diversos momentos de la historia. La fe
cristiana no puede cobrar fuerza sino a partir de la palabra de Dios leída y
escuchada en forma comunitaria.
Esta lectura pública de la ley
(s.IV) servía de preludio a la renovación de la Alianza. La Ley es recuerdo del
encuentro salvífico de Dios con su pueblo (nada tiene que ver con nuestro
concepto romano de ley); su lectura les hace ver que el Señor ha sido, es y
será siempre su protector, especialmente en los momentos difíciles. Gracias a
la intervención divina Judá jamás ha estado abandonada. Por eso el pueblo, si
es agradecido, debe corresponder siendo fiel a esta ley. Esdras trata de
imponer la ley como ley de Estado (es el nacimiento del judaísmo. Por eso han
considerado siempre a Esdras como su segundo fundador, después de Moisés).
El recuerdo de la ley y de su
significado provoca el llanto de un pueblo sin fe que se reconoce infiel a Dios
y se compromete a ser cuerdo protector del Señor; por eso debe ser un día de
gozo y no de lloros (y en el gozo del banquete también debe participar el
pobre: Dt. 16,11 ss).
Esdras concluye la
proclamación de la Ley con una alabanza al Señor, y todo el pueblo responde con
una aclamación y un asentimiento a la voluntad del Señor, alzando las manos y
diciendo amén, amén. Es la renovación de la Alianza: Dios da su palabra y el
pueblo se compromete a cumplirla. Su futuro depende de que así sea. Esdras y
Nehemías animan al pueblo para que no se aflija y se alegre en el Señor. Porque
el Señor es la fortaleza de Israel. La palabra proclamada ante el pueblo y
aceptada por el pueblo, comentada después e interiorizada por cada uno, lleva a
la responsabilidad y a la conversión de todos. Los que han participado de una
misma palabra, tomarán parte también en un mismo banquete para celebra la
fiesta de la reconciliación. Nadie debe quedar al margen de esta fiesta, y
menos aquellos que no tienen nada que llevarse a la boca, los pobres de Yahvé.
La reconciliación con Dios y la aceptación de su voluntad implica
necesariamente la reconciliación entre los hombres y la acogida a los pobres a
los que ama el Señor.
"Esdras pronunció la bendición del Señor Dios grande, y el pueblo entero, alzando las manos respondió: Amén, amén. . . “(Ne 8, 6). Amén, amén. Palabra hebrea que ha perdurado a través de muchos siglos. Palabra litúrgica que encierra la síntesis de una auténtica espiritualidad: deseo ardiente de querer lo que Dios quiere, de someterse sin condiciones a los planes del Padre de los cielos... Amén, que así sea, como tú quieres, como tú lo dispones. Sea lo que sea, Señor, amén, amén. El pueblo entero se echó a llorar. Entonces el profeta les dice: No estéis tristes, pues el gozo en el Señor es nuestra fortaleza".
. La liturgia nos presenta la segunda parte del Salmo (vv. 8-15). Se trata de un himno sapiencial a la Torah, es decir, a la Ley de Dios.
Las palabras del
salmo 18, son un buen resumen del mensaje que nos trasmiten las lecturas de
este domingo . Su contenido es algo que debemos tener en cuenta nosotros en
nuestra vida habitual cristiana. . El salmista reconoce al Señor como su
redentor y le pide que llegue hasta él el meditar de su corazón. Se nos dice en
este salmo que la palabra de Dios, la ley del Señor, es descanso del alma,
instruye al ignorante, alegra el corazón, da luz a los ojos, es verdadera y
eternamente estable.
Leemos en el Sal 18
como el orden de la naturaleza y el orden de la ley se sintetizan en este himno
de alabanza a Dios. La enumeración de seis sinónimos para designar la ley del
Señor expresa la totalidad y no busca diferenciación. (Ley, precepto, mandato,
norma, voluntad, mandamiento). Está presentado como auténtico valor en sí, por
su estabilidad, por sus efectos en el alma: descanso, instrucción, alegría,
limpieza, luz, estabilidad, verdad, más preciosos que el oro y más dulces que
la miel.
Por ser dicha ley
revelación de la voluntad divina, no oprime al hombre, y el salmista puede
experimentarla así, como descanso, luz y alegría.
El texto nos hace entrar en comunión con el proyecto de Dios presente en
la Biblia, con el mandamiento del amor. Nos hace también pensar en nuestra
propia fragilidad. Es un salmo que puede y debe ser rezado cuando queremos
libramos de la arrogancia y del orgullo...
V 8 "La ley del Señor es perfecta, reconforta el
alma; el testimonio del Señor es verdadero, da sabiduría al simple".
Esa es la ley que el Pueblo de Israel había recibido de mano de Moisés,
una ley que ayudaría al Pueblo de Dios a vivir en la libertad a la que habían
sido llamados. Ley que quería ser luz para sus pasos y acompañar el peregrinar
de su Pueblo.
Un Pueblo que había experimentado la esclavitud y el despotismo del Faraón, que
había experimentado el sufrimiento y el maltrato hasta que Dios dice basta,
hasta que Dios dice: ¡No más! He visto la aflicción, he oído el clamor, he
conocido su angustia (cf. Ex 3,9).
Y ahí se manifiesta el rostro de nuestro Dios, el rostro del Padre que
sufre ante el dolor, el maltrato, la inequidad en la vida de sus hijos; y su
Palabra, su ley, se volvía símbolo de libertad, símbolo de alegría, de
sabiduría y de luz.
¿Vemos nuestra libertad en la ley del Señor? ¿Dónde encontrar felicidad y
solución a las diferentes problemáticas de la vida? ¿Necesita ayuda la palabra
de Dios para salvar?
V 9 "Los preceptos del Señor son rectos, alegran
el corazón; los mandamientos del Señor son claros, iluminan los ojos".
Las Leyes de Dios, las cuales son imposibles de cumplir en su totalidad,
son la norma para el comportamiento que Él requiere. No son arbitrarias ni
opresoras, sino que son perfectas como Él es perfecto, y el hacerlas parte de
la vida es un camino seguro para la prosperidad y el éxito. Aun las personas
que no creen en el Creador que las ordenó son bendecidas cuando incorporan Sus
leyes en su estilo de vida.
Yahvé le dice a Josué: “Releerás constantemente este libro de la Ley; lo
meditarás día y noche para que actúes en todo según lo que está allí escrito:
de este modo llevarás a cabo tus proyectos y tendrás éxito” (Jos 1, 8).
La ley hemos de verla en conjunción con el sujeto que responde. El hombre no es
un autómata que reacciona espontáneamente a las exigencias morales, sino una
persona que responde a lo objetivo tal como él lo percibe.
La función de la conciencia moral
no es sólo la de aplicar las normas morales objetivas, sino también la de
descubrir, con un ancho margen de iniciativa, los valores morales que han de
aplicarse a fin de conseguir la realización auténtica de la persona.
V10 "La palabra del Señor es pura, permanece para
siempre; los juicios del Señor son la verdad, enteramente justos".
La palabra humana, para ser verdadera, debe volverse antes que nada
escucha de la única Palabra que ha venido como Sol a iluminar nuestras
tinieblas; entonces se convierte, a su vez, en anuncio libre y agradecido de
las grandes obras que Dios ha realizado. La grandeza del hombre está, por otra
parte, en su capacidad de interpretar y recoger la voz de los astros para
hacerse, a su vez, eco de ella y volver a darla al Creador, «recalentada» por
el fuego de su corazón. A esto nos exhorta la liturgia, invitándonos
precisamente a hacernos voz de cada criatura.
Así dice Juan (Jn 17, 17-21): “Conságralos mediante la verdad: tu palabra
es verdad. Así como tú me has enviado al mundo, así yo también los envío al
mundo; por ellos ofrezco el sacrificio, para que también ellos sean consagrados
en la verdad. No ruego sólo por éstos, sino también por todos aquellos que
creerán en mí por su palabra. Que todos sean uno, como tú, Padre, estás en mí y
yo en ti. Que ellos también sean uno en nosotros, para que el mundo crea que tú
me has enviado.”
V 15 "¡Ojalá sean de tu agrado las palabras
de mi boca, y lleguen hasta ti mis pensamientos, Señor, mi Roca y mi
redentor!".
Dios, quien juzga los motivos de nuestros corazones, conoce la diferencia
entre la confesión sincera de un pecador humilde y contrito y la de las
palabras sin sentido que pronunciamos sin ningún sentimiento. David terminó
esta oración con la esperanza de que Dios lo encontrara sincero cuando ofrecía
su confesión, y juzgara favorablemente sus intenciones.
Es un buen consejo para nosotros
también. En los días que tenemos por delante, nuestra forma de vida va a ser
desafiada de manera nunca imaginada hace apenas unos años atrás.
Por eso es importante ahora más que nunca permanecer lo más cercanos a
nuestro Señor y Salvador, para valernos de Su bendición y de Su protección.
¿Cuidamos de proclamar la Palabra del Señor? ¿Está nuestro corazón de acuerdo
con las palabras que salen de nuestra boca? ¿Comprendemos que cabeza y corazón,
pensamiento y sentimiento deben de ir “al unísono”?
En la segunda parte de este
capítulo, dedicado a la acción del Espíritu en la comunidad, San Pablo avanza
en la consideración de la unidad. Llega a su raíz profunda, ya apuntada en la
primera sección del capítulo.
La metáfora del cuerpo es de sobra
conocida. Está tomada de la sociedad civil y se había aplicado en contextos
profanos, pues no se trata sino de una comparación para explicar las relaciones
entre la diversidad y la unidad.
El texto plantea la necesidad
recíproca de los miembros diversos, su interdependencia y su construcción, de
este modo, del Cristo total. Nótese que Pablo no habla aquí de la vida de
Cristo/Cabeza descendiendo de los miembros, que es tema de Efesios.
San
Pablo, nos propone la imagen de un cuerpo humano para explicarnos cómo es la
Iglesia. Del mismo modo que en el cuerpo humano hay muchos miembros y todos
ellos, a pesar de ser distintos, forman un solo cuerpo, así sucede en la
Iglesia: todos nosotros somos iguales en dignidad, y todos somos importantes,
como son importantes todos los miembros de un cuerpo humano, a pesar de que
cada uno tenemos una función distinta en la Iglesia, como también en un cuerpo
humano cada miembro tiene una función distinta. Hemos de vivir por tanto en la
comunidad eclesial de este modo, reconociendo cada uno su función propia y la
de los demás, procurando vivir cada uno según su vocación, sin suplantar las
funciones de los demás como un miembro del cuerpo humano no puede suplantar las
funciones de otro miembro. Pero todos vivimos y actuamos de forma unánime, pues
todos hemos recibido el mismo bautismo.
Si todos los cristianos son miembros
de un mismo cuerpo, esto significa: a) que en la Iglesia no hay miembros
pasivos, lo que sería una contra- dicción, y que todos son sujetos y no simples
objetos de cuidado; b) que en la Iglesia cada uno tiene su función y su
carisma; c) que todos son solidarios y nadie puede ser cristiano
individualmente; d) que las diferencias que nos separan en el mundo quedan
superadas en Cristo.
Para
llegar a ser todos un mismo cuerpo, todos deben ser bautizados o inmersos en el
Espíritu de Cristo y beber de ese Espíritu. una alusión clara al bautismo y a
la eucaristía. Todos y cada uno de los fieles son importantes en el cuerpo y
para el cuerpo de Cristo. Nadie puede decir que él no es del cuerpo ni que es
todo el cuerpo, ni despreciar la función y el carisma de los otros miembros,
porque esto equivaldría a una mutilación del cuerpo. En esta solidaridad de
vida de todos los fieles en Cristo y por Cristo hallamos el fundamento de una
corresponsabilidad que nada tiene que ver con una adaptación a los esquemas
modernos de convivencia. Esta corresponsabilidad contradice todo intento de
marginación y toda absorción autoritaria dentro de la Iglesia.
Así por el bautismo, todos nosotros hemos recibido el mismo Espíritu, lo que nos hace a todos hijos de Dios y miembros del pueblo de Dios. No hay por tanto entre nosotros ninguna distinción en cuanto a la dignidad, pues todos somos por igual hijos de Dios. El mismo Espíritu que ungió a Cristo como Hijo de Dios, como el Mesías, nos hace a nosotros miembros del cuerpo de Cristo, cada uno según su función.
San Lucas es el
único autor de evangelio que da razón de su obra. En el mejor estilo de la
historiografía griega (Herodoto, Tucídides, Polibio), nos da a conocer sus
motivaciones, metodología y finalidad. En la configuración del texto litúrgico
de este domingo, Lc. 1, 1-4 juega un papel secundario. Sin embargo, en la
perspectiva global de la literatura evangélica, estos versículos son de valor científico
incalculable.
San Lucas dirige su
escrito a un tal Teófilo. Probablemente el autor del Evangelio no se dirige a
una persona concreta llamada Teófilo sino que, con este nombre simbólico, que
significa literalmente “amigo de Dios”, San Lucas quiere acercar el Evangelio a
aquellos cristianos que son amigos de Dios y seguidores de Cristo. Se trata por
tanto de un recurso literario para lograr que el lector y el oyente del
Evangelio sientan que el Evangelio está dirigido directamente a ellos. Cada uno
de nosotros somos, por tanto, este Teófilo, ese amigo de Dios a quien San Lucas
dirige sus palabras en el Evangelio. El mismo Evangelista explica en el
comienzo cuál es el motivo y la finalidad al escribir el Evangelio: “para que
conozcas la solidez de las enseñanzas que has recibido”. Lucas deja claro que
ya otros han emprendido la tarea de recoger lo que hizo y dijo Jesús, tal como
los transmitieron los apóstoles y los testigos oculares de Jesús. A éstos les
llama “servidores de la palabra”, pues son los que han escuchado y han creído
la palabra de Cristo y así la han transmitido. Estas palabras del comienzo del
Evangelio de San Lucas nos hablan por tanto de la importancia del Evangelio,
pues recoge las enseñanzas de Jesús, transmitidas por sus testigos directos,
comprobadas diligentemente por el mismo Evangelista, y escritas para que den
solidez a nuestra fe.
Después del
comienzo del Evangelio, pasamos directamente al pasaje en el que Jesús vuelve a
su pueblo después del bautismo y de las tentaciones en el desierto. Jesús,
sobre quien descendió el Espíritu Santo en forma de paloma el día de su
bautismo, llevado por este mismo Espíritu al desierto para ser tentado, vuelve
ahora a Galilea con la fuerza del Espíritu. Va a su pueblo de Nazaret, y allí
entra en la sinagoga un sábado. Lee el libro del profeta Isaías, concretamente
el pasaje en el que Isaías presenta al Mesías como el ungido por el Espíritu. Y
cuando termina de leer el pasaje proclama: “Hoy se ha cumplido esta escritura
que acabáis de oír”. De este modo, Jesús se presenta ante sus paisanos como el
Mesías prometido, el ungido de Dios, el Cristo, pues “Cristo” significa
“ungido”. En Él se cumplen las promesas hechas por Dios al pueblo de la Antigua
Alianza. Él es aquél a quien esperaban los israelitas, el enviado por Dios. Es
la Palabra misma de Dios que se ha hecho carne, como celebrábamos en Navidad.
Ahora la palabra ya no es simplemente un escrito en unas tablas de piedra o en
un simple pergamino. Ahora la Palabra habita entre nosotros, Dios nos habla a
través de su Hijo.
Enseñaba en la
sinagoga y aquel día abrió el libro e hizo la lectura del profeta Isaías. Todos
tenían los ojos fijos en él. Jesús leyó la antigua
profecía de Isaías que decía: «El
Espíritu del Señor está sobre mí, porque Él me ha ungido. Me ha enviado para
anunciar el Evangelio a los pobres…». Terminada la lectura, explicó la
lectura de un modo absolutamente inesperado a la asamblea que lo escuchaba con
gran atención y curiosidad, 'el dijo: "Hoy se cumplen estas profecías que acabais de escuchar". “Hoy”, en Él se cumplía
verdaderamente aquella antigua profecía. Jesús no vino a leer la Biblia. Vino a
cumplirla.
Él se presenta ante sus
oyentes como el Mesías prometido por Dios para la salvación de su Pueblo, el
Ungido con el Espíritu divino, el enviado por Dios a anunciar la Buena Nueva de
la Reconciliación a la humanidad sumida en la esclavitud, la pobreza, el mal,
la enfermedad y la muerte.
La visión conjunta
de los dos textos, que hoy se han proclamado, nos lleva a tres conclusiones
principales:
a) En el principio
está el hecho de Jesús; nosotros debemos aceptarle como aquél que viene desde
Dios y nos transmite la fuerza de su Espíritu.
b) Aceptar a Jesús
significa actualizar su obra de liberación para los hombres; sólo quien sigue
su gesto y ayuda a los enfermos, libera a los cautivos y proclama el evangelio
para todos los pobres de la tierra, sólo ése habrá entendido el mensaje de
Jesús, según san Lucas.
c) Pero, a la vez,
un auténtico cristiano está obligado a "conocer la solidez de la
enseñanza" que recibe (1-4); para eso ha escrito Lucas su evangelio,
recogiendo las tradiciones de su tiempo; para eso debemos conocerlo y
meditarlo.
San Agustín comenta
así estas palabras evangélicas: " Por
tanto, hermanos, puesto que creemos en Cristo, permanezcamos en su palabra.
Pues si permanecemos en su palabra, somos en verdad discípulos suyos. No sólo
son discípulos suyos aquellos doce, sino todos los que permanecen en su
palabra. Y conoceremos la verdad y la
verdad nos hará libres, es decir, Cristo el Hijo de Dios que dijo: Yo
soy la verdad (Jn 14,6). Nos
hará libres, es decir, nos liberará no de los bárbaros, sino del diablo; no de
la cautividad corporal, sino de la iniquidad del alma. Él es el único que otorga
esta liberación. Que nadie se considere libre, para no permanecer esclavo.
Nuestra alma no permanecerá en la esclavitud, puesto que cada día se nos
perdonan nuestras deudas" . (San Agustín. Sermón 134,3-4.6)
Para nuestra vida.
En este tercer domingo
del Tiempo Ordinario, tras celebrar el Bautismo del Señor hace dos domingos y
escuchar el domingo pasado el relato del primer milagro de Jesús en la boda que
se celebraba en Caná de Galilea, comenzamos hoy la lectura continua a lo largo
de los domingos de este año del Evangelio escrito por san Lucas. Las lecturas
de hoy nos hablan de la centralidad de la palabra de Dios pues, como rezamos en
el salmo de hoy, sus palabras son espíritu y vida.
El pasaje del libro de Nehemías que hemos escuchado en la primera lectura,
relata un momento muy significativo de la historia del pueblo de Israel, dentro de todas las etapas en las
que Dios se va revelando gradualmente. Es la vuelta del destierro. El pueblo,
contrito y humillado por la desoladora experiencia que ha vivido en Babilonia,
está recuperando su libertad; lo que fue demolido en Jerusalén se está
reconstruyendo; Dios no les había abandonado y hay lugar para la esperanza. La
asamblea que se congrega en torno al libro de la Ley, de la Palabra de Dios,
manifiesta el reconocimiento de que Dios está en medio de su pueblo y sigue
ratificando su Alianza. Dios los ha traído de nuevo a su tierra, la tierra que
Dios les había dado, y les ha recordado que son el pueblo del Señor. Por eso no
hay lugar para el duelo y el llanto.
La lectura de este
libro de Nehemías nos habla del inmenso gozo que sintió el pueblo de Israel
cuando volvió del destierro y comenzó de nuevo a vivir como auténtico pueblo de
Yahvé, en Jerusalén. La Ley fue para ellos auténtico gozo y vida, no sólo el leerla,
sino, sobre todo, el practicarla y vivirla.
El pueblo, al escuchar la Palabra,
se conmueve, adora a Dios, y con su “amén, amén” manifiesta su disposición de
vivir conforme a la Ley, que manifiesta la voluntad del Señor.
Este pasaje nos enseña a nosotros
las actitudes interiores con las que debemos acoger la Palabra de Dios:
alegría, gozo, reconocimiento, disponibilidad, fidelidad.
El salmo 18, en conjunto es una invitación a
descubrir la palabra divina presente en la creación. La liturgia de hoy nos presenta la segunda
parte del Salmo, nos presenta la hay Palabra divina más elevada, más preciosa que la luz
misma: la de la Revelación bíblica.
Cuando oímos hablar de leyes y
normas, en seguida nos viene a la mente la idea de restricción, de coacción,
incluso de pérdida de libertad. En cambio, en este salmo leemos que la ley del
Señor produce en sus fieles un efecto totalmente contrario a la represión.
Es una ley que proporciona alivio y
paz: “descanso del alma”. Es educativa: “instruye al ignorante”. Causa alegría
al corazón, otorga clarividencia y sabiduría. No es como tantas leyes humanas,
que sirven para controlar a las gentes, a veces necesariamente pero otras veces
de forma injusta, por muy legales que sean.
La ley de Dios tiene otras cualidades.
Las leyes humanas cambian y lo que antes era ley hoy incluso puede ser un
crimen, pero la ley divina es perfecta e inmutable. Así lo reza el salmo: es
eternamente estable. ¿Por qué? Porque es pura, perfecta y verdadera. Porque no
procede de la voluntad humana ni de sus intereses, sino del amor de Dios.
La ley de Dios, en realidad, es la
ley del amor, como Jesús enseñó. Y el amor, efectivamente, tiene sus mandatos y
opera un efecto en quienes se rigen por él. No hay que entender la palabra
“mandato” como una obligación impuesta; Dios ama nuestra fidelidad, y no es
posible ser fiel sin ser libre. El mandato significa una necesidad prioritaria,
un imperativo básico, de la misma manera que para sobrevivir son imperativos el
respirar, comer, descansar lo suficiente.
¿Qué consecuencias tiene seguir esta
ley? El salmista que compuso estos versos lo sabía muy bien. Seguir la ley del
Señor otorga serenidad, alegría y sabiduría. Es una ley que nos libera de las
peores opresiones: nuestro orgullo, nuestros prejuicios, nuestro egocentrismo,
nuestros miedos. Es una ley que nos hace humildes e intrépidos a la vez, porque
el amor no conoce temor ni se endiosa. Esta ley nos ayuda a vivir con plenitud:
nuestro gozo es el mayor deseo de Dios.
Actualmente la Teología
bíblica, la primacía en lo moral de la caridad y el Vaticano II muestran un
renovado interés hacia lo subjetivo: se insiste en un mayor amor, sinceridad,
libertad, apertura y sentido de la responsabilidad.
¿Somos “conscientes” de nuestra “conciencia”? ¿Sabemos que la conciencia moral
cristiana trata de realizar lo que la imitación y el seguimiento de Cristo
exigen de nosotros? ¿Asumimos que la conciencia moral cristiana es la
conciencia que tiene el cristiano de ser otro Cristo?
¿Creemos “de verdad” en la
Palabra de Dios? ¿Recurrimos a ella en nuestras angustias, problemas, dudas…?
¿Estimamos su justicia?
La segunda lectura, vemos que esa Palabra es creadora de unidad, de
eclesialidad, por la fuerza que tiene, por el Espíritu de Dios que está en ella. “Todos… hemos sido bautizados en
un mismo Espíritu, para formar un solo cuerpo”. “Vosotros sois el cuerpo de
Cristo, dice San Pablo, y cada uno es un miembro.
La pluralidad de
miembros en la Iglesia es la pluralidad de miembros incorporados a Cristo. La
Iglesia sólo es cuerpo en la medida que es cuerpo de Cristo. De él recibe la
Iglesia su unidad y su pluralidad. Porque él es el principio rector y
organizador, la plenitud de la que participan todos los miembros, cada uno
según su carisma. Por lo tanto, la unidad de la Iglesia no es el resultado de
un convenio entre sus miembros, sino más bien la consecuencia de la
incorporación de estos miembros a Cristo y por Cristo. De ahí se sigue el
imperativo ético de permanecer unidos cuantos se confiesan cristianos. Si todos
los cristianos son miembros de un mismo cuerpo, esto significa: que en la
Iglesia no hay miembros pasivos, que en la Iglesia cada uno tiene su función y
su carisma; que todos son solidarios y nadie puede ser cristiano
individualmente; que las diferencias que nos separan en el mundo quedan
superadas en Cristo.
Dios nos ha distribuido en la Iglesia. El
Espíritu da vida a la Iglesia con la fuerza de la Palabra, una Palabra viva
que, a pesar de los años, sigue siendo actual y da respuesta a nuestras
necesidades vitales más profundas. Es Dios mismo el que nos habla a través de
esa Palabra, de su Palabra. Es una Palabra personalizada. Hay que escucharla
con atención. No se puede proclamar de cualquier manera. Tampoco se puede
permanecer indiferente ante ella. Después de cada celebración deberíamos
preguntarnos: ¿Qué me ha dicho hoy a mí la Palabra de Dios que acabo de
escuchar? ¿Me ha ayudado a sentirme más unido a mis hermanos, más unido a la
Iglesia?
En el
evangelio, en la primera parte que hemos leído hoy, Lucas nos explica su
intención al escribirlo: “para que conozcas la solidez de las enseñanzas que
has recibido”. La Iglesia ha reconocido desde siempre el gran valor que
tienen los evangelios, y toda la Palabra de Dios, para fortalecer nuestra fe.
Para un cristiano que quiera crecer en la fe, ha de ser imprescindible la
lectura habitual, frecuente, y yo diría que diaria, de la Palabra de Dios. Para
Jesús, esa Palabra es muy importante.
También
hoy contemplamos a Jesús que entra en la Sinagoga de Nazaret, “donde se había criado”. Todos los
sábados solía asistir a la celebración. Ese sábado le toca hacer la lectura. Se
pone en pie y lee al profeta Isaías. Y convierte esas palabras en su programa
de vida: anunciar, con la fuerza del Espíritu, la Buena Noticia de Dios a los
pobres, a los cautivos, a los ciegos, a los oprimidos, en definitiva, a todos
aquellos que estén dispuestos a acogerla en su corazón y cambiar de vida. El hoy pronunciado
por Jesús, debe cumplirse como Buena Noticia en nuestra vida cristiana. Un hoy
que hace referencia a la actualidad, a nuestra situación personal y
comunitaria: "hoy se cumple esta Escritura", debiera resonar
insistentemente en nuestra vida.
El compromiso que surge de la escucha
de la palabra de hoy, es que dediquemos más tiempo a leer y escuchar la Palabra
de Dios, en casa, en la parroquia, en un grupo… donde sea, pero aprovechar
cualquier momento para profundizar en esta Palabra que es una Palabra de Vida y
que nos guía y nos orienta en nuestra vida de cada día. Es nuestro alimento .
Lo necesitamos para seguir adelante y no desfallecer en el camino, para seguir
creciendo en nuestra fe y en nuestro conocimiento de Jesús, que es la Palabra
de Dios hecha vida.
La palabra profética dice que la salvación vendrá
de Dios, vendrá en un ungido por el Espíritu y enviado por él. Vendrá de Dios,
y vendrá para ti que lo necesitas. Vendrá para los pobres, entiende cautivos,
ciegos, oprimidos, esclavizados.
Aquel día en la sinagoga de Nazaret, la
palabra proclamada dejó de ser una promesa de salvación, y comenzó a ser un
evangelio, buena noticia de que la salvación prometida para el futuro era ya
salvación cumplida en el presente: “Hoy se cumple esta Escritura que acabáis
de oír”.
La buena noticia se llamaba Jesús, y era
para los pobres.
Démonos clara cuente que el evangelio no es
una complicada doctrina, sino una persona que viene a salvar a los oprimidos
por el mal. El evangelio no es una fuente de valores morales para mantener alta
la producción industrial, sino revelación del misterio de la unción divina
sobre el hombre Jesús de Nazaret, para que este hombre proclame el año de
gracia del Señor. En realidad, él, Jesús, es el verdadero año de gracia que ya
nunca se acabará para el hombre que quiera recibirla.
Hoy es un día santo para cada uno de los
que escuchamos la Palabra proclamada, en la Iglesia rescatada del Señor, pues
para ti ha sido ungido Aquel que viene a ser tu luz y tu libertador.
Hoy la Iglesia es ungida tú también, y
enviada, como Jesús, como el siervo del Señor, para llevar la buena noticia a
los pobres. Hoy es ungida para liberar, para iluminar, para salvar. Hoy es
enviada a la frontera sur de la riqueza, en la que se levantan barreras para
que los explotados no perturben la tranquilidad de los explotadores. Hoy te
esperan los desesperados de todas las latitudes del sufrimiento. Seguramente
los encontrarás con la mano tendida a las puertas mismas de tu celebración
dominical.
Decir que la Palabra de Dios se
cumple quiere decir que la humanidad, hoy, ha incorporado a Dios en Jesucristo.
No se trata, pues, de hacer una homilía que tratara de aplicar tal o cual texto
inspirado, tal o cual palabra profética a los acontecimientos vividos por los
miembros de la asamblea; se trata más bien de revelar, como lo hace el
Evangelio con el acontecimiento privilegiado Jesucristo, cómo el acontecimiento
vivido actualmente por los hombres y los cristianos es revelador del designio
cristificador de Dios. Las fuentes y el vocabulario bíblicos deben desdoblarse
en fuentes y vocabularios sociológicos y psicológicos. Para esto es preciso disociar
la obra de Jesucristo del contexto sociocultural al que está ligada, lazo que
la "palabra" de los evangelistas ha reforzado con frecuencia, para
verla en acción en el ambiente contemporáneo como una respuesta a la búsqueda
de Dios que lleva a cabo un pueblo concreto al que se dirige la homilía.
De esta manera, en el momento actual
de los hombres es como la homilía incorpora el "hoy" de Dios y merece
ser el ministerio de la Palabra de Dios.
Hoy se cumplen en el cuerpo de Cristo, del
que ada cristiano somos parte, las palabras de la profecía: “El Espíritu del
Señor está sobre mí, porque él me ha ungido. Me ha enviado para dar
Jesús ha sido
ungido y enviado para proclamar la Buena Noticia -que esto significa
evangelio-, a todos los hombres, en especial a los más humildes y desgraciados.
Unción y misión, dos aspectos de la persona de Cristo, que se repiten en
aquellos que le siguen y son bautizados; en especial en quienes reciben el
sacramento del Orden. Con la unción se sacraliza a la persona y se le
encomienda la tarea sagrada de testimoniar sobre la doctrina salvadora del
evangelio. Con la misión se le envía para que se vaya por doquier proclamando
con la palabra y el ejemplo, cuanto nuestro Señor Jesucristo ha dicho y ha hecho.
Seamos consecuentes con esta realidad y hagámonos voceros incansables de la
única y auténtica Buena Noticia.
La liberación que
trae Jesús, solo la podremos seguir si aprendemos a vivir con su espíritu
profético. Su actuación es Buena Noticia para la clase social más marginada y
desvalida: los más necesitados de oír algo bueno, los humillados y olvidados
por todos. Jesús se siente enviado a cuatro grupos de personas: los pobres, los
cautivos, los ciegos, y los oprimidos. Los pobres lo sienten como liberador de
sufrimientos; los cautivos, como el que les quita sus opresiones; los ciegos lo
ven como luz que libera del sinsentido y la desesperanza; los pecadores y
oprimidos lo reciben como gracia y perdón. Son los que sufren los que más
dentro lleva en su corazón, los que más le preocupan. La Iglesia es de los que
sufren, o deja de ser la Iglesia de Jesús. Si no son ellos quienes nos
preocupan, ¿de qué nos estamos preocupando? Nos empezamos a parecer a Jesús
cuando nuestra vida, nuestra actuación y amor solidario puede ser captado por
los sufren como algo bueno. Seguimos a Jesús cuando nos va liberando de todo lo
que nos esclaviza, empequeñece o deshumaniza.
No olvidemos que la
palabra de Dios sólo es eficaz para nosotros cuando se hace vida en nosotros,
cuando en la palabra de Dios vemos y sentimos el Espíritu de Dios que quiere
encarnarse en nosotros, como se encarnó en Jesús de Nazaret y como, muchos
siglos antes, se hizo vida en el pueblo de Israel en tiempos del sacerdote
Esdras y del gobernador Nehemías.
Pidamos nosotros al Señor hoy que sus palabras, la palabra de Dios, sea para nosotros siempre espíritu y vida y que hagamos de la palabra de Dios el meditar de nuestro corazón, la vida que nos alimente, la luz que nos guíe y la paz que dé descanso a nuestra alma.
Rafael Pla Calatayud.
rafael@betaniajerusalen.com
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