Comentario
a las Lecturas del II Domingo de Pascua 19 de abril de
2020
Durante los
domingos que siguen a Pascua, la Resurrección del Señor, las lecturas
litúrgicas se referirán a los encuentros del Señor con los Apóstoles, lo que
con ellos habló y lo que a ellos les encomendó. Pero no fueron exclusivamente
estas las reuniones en las que participó con los que en Él confiaban. Si
hubieran sido las únicas, el devenir del grupito de los 12, las mujeres y los
discípulos, se hubiera convertido en una secta, o hubiera sido necesario que
actuara sectariamente para poder subsistir. En los Hechos de los Apóstoles 13,
30 se refiere a otras, sin detallar apenas circunstancias y contenidos y San
Pablo en su primera carta a los corintios (15,5) recuerda que en una ocasión
los reunidos eran 500.
Se llama a
este Domingo, el de Tomás, por la especial escena sobre su fe. Pero además son
las apariciones del Señor Jesús en Domingo, lo que produciría la institución
del primer día de la semana como Día del Señor, sustituyendo a la veneración
por el sábado que profesaba la religión judía. Hoy nos llega el mensaje de la
fe de Tomás y de su arrepentimiento por no creer. Y, así, desde entonces en la
cristiandad resuena su “¡Dios mío y Señor
Mío!” como una de las oraciones más bellas que podemos recitar en presencia
del Señor Jesús Resucitado.
El segundo domingo de Pascua
celebramos la fiesta de la Divina Misericordia, que San Juan Pablo II instauró
en el comienzo del milenio: "En
nuestros tiempos, muchos son los fieles cristianos de todo el mundo que desean
exaltar esa misericordia divina en el culto sagrado y de manera especial en la
celebración del misterio pascual, en el que resplandece de manera sublime la
bondad de Dios para con todos los hombres. Acogiendo pues tales deseos, el Sumo
Pontífice Juan Pablo II se ha dignado disponer que en el Misal Romano, tras el
título del Segundo Domingo de Pascua, se añada la denominación "o de la
Divina Misericordia" (Fragmento del Decreto de la Congregación para el
Culto Divino y la Disciplina de los Sacramentos, de 5 de mayo de 2000).
Hay unas Indulgencias anejas: "Se
concede la indulgencia plenaria, con las condiciones habituales (confesión
sacramental, comunión eucarística y oración por las intenciones del Sumo
Pontífice) al fiel que, en el domingo segundo de Pascua, llamado de la
Misericordia divina, en cualquier iglesia u oratorio, con espíritu totalmente
alejado del afecto a todo pecado, incluso venial, participe en actos de piedad
realizados en honor de la Misericordia divina, o al menos rece, en presencia del
santísimo sacramento de la Eucaristía, públicamente expuesto o conservado en el
Sagrario, el Padrenuestro y el Credo, añadiendo una invocación piadosa al Señor
Jesús misericordioso (por ejemplo, "Jesús misericordioso, confío en
ti")".
Santa Faustina promovió esta devoción,
y San Juan Pablo II al canonizarla la extendió a toda la Iglesia, como dijo en
la homilía de la basílica de la misericordia: "hoy en este santuario quiero realizar un solemne acto de consagración
del mundo a la misericordia divina,
con el deseo de que el mensaje del amor misericordioso de Dios, que fue aquí
proclamado por medio de santa Faustina, se extienda por toda la tierra. La
santa así lo vio: "La humanidad no conseguirá la paz hasta que no se
dirija con confianza a Mi misericordia" (Diario, 300).
La
primera lectura es del libro de los hechos de los apóstoles (Hch 2, 42-47), nos presenta las cuatro bases
sobre las que reposa la vida de la primitiva comunidad.
Primeramente la catequesis apostólica, es decir, la profundización de los
hechos y palabras de Jesús de Nazaret; ésta es la primera actividad que
agrupa a los cristianos y edifica la Iglesia (cf. Ef 2,20 y 1 Pe 2,4.5).
La segunda actividad básica de la primitiva comunidad es la exigencia de
vivir en unión y de compartir el amor, por fidelidad al mensaje de Jesús
de Nazaret; los bienes en común son una forma de expresar esta unión y
amor. La catequesis apostólica y el amor compartido toman su significado
más profundo en la tercera actividad del grupo cristiano: la fracción del
pan, esto es, el ágape religioso de acción de gracias en memoria de Jesús, el
Señor.
Es una instantánea de la vida en la
primitiva Iglesia. Tiempos de una importancia especial, momentos en los que
vivían los apóstoles, cuando vibraban aún en el aire las palabras del Maestro.
Tiempos paradigmáticos, modélicos, cuando se echan los fundamentos de la Iglesia,
y se vive con más pureza y autenticidad el mensaje que Cristo trajo a la
tierra. Se utiliza como una descripción histórica de la primera comunidad
cristiana. A partir de ahí se sacan consecuencias, a veces polémicas o
desalentadoras, comparándolo con las comunidades cristianas actuales. Pero esa
interpretación es demasiado idealista. Parece claro que Lucas no pretende tal
descripción histórica y que, de hecho, las cosas no pasaron tal como están
presentadas aquí. Todo ello no quiere decir que el texto en cuestión no sea
útil. Todo lo contrario. Lucas quiere mostrar cuál es la comunidad cristiana
ideal, a dónde ha de tender todo grupo cristiano en la convivencia y cómo ha de
repercutir la fe en los aspectos materiales y económicos.
San Agustín
pensaba que, si la sociedad civil viviera también según el estilo de vida de
esta primera comunidad cristiana, la sociedad, nuestra sociedad sería una
sociedad perfecta. Pensemos cada uno de nosotros hasta qué punto y en qué
medida podemos cumplir dentro de nuestras familias, y cada uno de nosotros
mismos, este ideal de vida común. Que este ideal de vida en común sea nuestro
modelo de vida a seguir, aunque necesariamente debamos adaptarlo a las
situaciones y momentos particulares que cada uno de nosotros nos vemos obligados
a seguir.
El responsorial es
el salmo 117 (Sal
117, 2-4.13-15.22.24).
Salmo compuesto para la liturgia hebrea,
este salmo recibe un puesto destacado en la cristiana, que encuentra reflejados
en él los misterios redentores de la vida de Cristo.
El Señor cantó este salmo al finalizar la
Ultima Cena: así consta -además de otras fuentes- en las notaciones de los
salterios más antiguos. La liturgia de acción de gracias de la Nueva Alianza,
inaugurada con la Eucaristía, encontró en la expresión de este salmo una
admirable conclusión.
Describe el salmista como de nuevo
emergieron repentinamente desde la oscuridad, y se me aproximaron
peligrosamente hasta poner sus manos sobre mí, y me empujaban una y otra vez
con intención de derribarme en la fosa; pero el Señor se transformó para mí en
un muro de contención (v. 13).
El coro estalla en una cantata
vibrante, y el estallido va saltando de grupo en grupo en la gran asamblea de
los justos: «La diestra del Señor es poderosa, la diestra del Señor es excelsa»
(v. 15).
Al ser liberado de ese peligro, el
pueblo de Dios prorrumpe en "cantos de victoria" (v. 15) en honor de
la "poderosa diestra del Señor" (cf. v. 16), que ha obrado
maravillas. Por consiguiente, los fieles son conscientes de que nunca están
solos, a merced de la tempestad desencadenada por los malvados.
El coro retorna la palabra para
comentar, conmovido, los acontecimientos de liberación (vv. 22-25): resulta que
aquél que nuestros ojos lo contemplaron pisoteado bajo los pies de sus enemigos,
herido por el aguijón de las lenguas venenosas, despreciado con frecuencia, y
siempre el último, resulta que ahora ha sido constituido en la piedra angular y
viga maestra del edificio (v. 22).
Es un «milagro patente» (v. 23), todo fue
obra del Señor: «ha sido un milagro patente» (v. 24), «es el Señor quien lo ha
hecho» (v. 23). «Este es el día en que actuó el Señor'» (v. 24) ¡cantos de
victoria para el Señor! ¡Aleluyas y hurras para nuestro victorioso salvador!,
«sea nuestra alegría y nuestro gozo» (v. 24), resuene la música en nuestra
trastienda, sea nuestra existencia una fiesta, nuestros días una danza, y la
alegría sea nuestra respiración. Sucedió que el Señor irrumpió en el escenario
de la historia, hizo proezas increíbles, sacó prodigios de la nada y dejó mudas
a las naciones. ¡Hosanna! Señor, ¡sálvanos! (v. 25).
San Juan Pablo II comentando
este salmo dice: " otro símbolo es el de la piedra. En nuestra meditación
sobre este punto nos dejaremos guiar por san Ambrosio, el cual, en su Exposición
sobre el evangelio según san Lucas, comentando la profesión de fe de Pedro
en Cesarea de Filipo, recuerda que "Cristo es la piedra" y que
"también a su discípulo Cristo le otorgó este hermoso nombre, de modo que
también él sea Pedro, para que de la piedra le venga la solidez de la
perseverancia, la firmeza de la fe".
San Ambrosio introduce entonces
la exhortación: "Esfuérzate
por ser tú también piedra. Pero para ello no busques fuera de ti, sino en tu
interior, la piedra. Tu piedra son tus acciones; tu piedra es tu pensamiento.
Sobre esta piedra se construye tu casa, para que no sea zarandeada por ninguna
tempestad de los espíritus del mal. Si eres piedra, estarás dentro de la
Iglesia, porque la Iglesia está asentada sobre piedra. Si estás dentro de la
Iglesia, las puertas del infierno no prevalecerán contra ti" [1]
La
segunda lectura es de la primera carta del apóstol San Pedro (Pe 1, 3-9).,
Esta carta de Pedro fue escrita -según parece- en un ambiente de persecución,
va dirigida a paganos convertidos al cristianismo, que viven su fe en un
ambiente hostil. El autor aconseja a diferentes clases de personas: a los
esclavos cristianos de amos paganos, a las esposas cristianas de esposos
paganos, a los dirigentes de las comunidades cristianas; a cristianos en
general que tienen que habérselas con las costumbres paganas y con la
hostilidad que provocan siempre los grupos minoritarios y singulares en medio
de una civilización desarrollada.
El texto tiene rasgos de una
homilía bautismal pues habla de la acción de Dios, por medio de la resurrección
de Jesucristo, que nos hace nacer de nuevo, "a una esperanza viva, a una herencia incorruptible". Se trata
pues de Dios Padre que nos hace sus hijos y, como a tales, nos tiene destinada
una herencia digna de su magnificencia y de su infinita misericordia y ternura.
El autor nos exhorta a
perseverar aun en las dificultades, pues así se consolidará y purificará la fe
que profesamos, como el oro en el crisol, una imagen muy viva y muy usada en la
Biblia. Esta fe tiene por objeto a Jesucristo quien, dice el autor, amamos y en
quien creemos sin haberlo visto. De quien procede la alegría que experimentamos
en este tiempo pascual.
Forma una colección de enseñanzas sobre los temas
más apreciados del cristianismo Está dirigida a creyentes de la segunda
generación procedentes de diversas nacionalidades (1 Pe 1, 8) . El texto
presenta una exhortación para mantener viva la esperanza cristiana (1 Pe 1,
3b). Contiene dos partes claramente distinguibles: la primera (1 Pe 1, 3-5),
explica la resurrección como una herencia incorruptible que Dios otorga a su
nuevo pueblo; la segunda (1 Pe 1, 6-9), muestra cómo la esperanza se hace
realidad en la difícil situación que atraviesa la comunidad a causa de las
persecuciones: es una prueba de amor y fidelidad a Cristo.
El texto pone en relación la
"regeneración en Cristo" ó "nacer de nuevo" con la resurrección
de Jesucristo. La realidad del resucitado no nos alcanza únicamente después de
la muerte. Por medio de los símbolos cristianos instituidos por la práctica de
Jesús, los creyentes reciben un continuo llamado para realizar en su existencia
el ideal del Ser Humano nuevo. Pero este ideal no es una idea imposible que se
pierde en el infinito. Es una realidad que nos interpela en la existencia
histórica de Jesús de Nazaret, muerto y resucitado. La resurrección es, de este
modo, una utopía y una realidad de la comunidad de discípulos de Jesús: es la
gran herencia de Dios a los defensores de la justicia.
El evangelio es de San Juan (Jn 20, 19- 31), en el texto nos encontramos que los discípulos, que habían
comenzado su éxodo siguiendo a Jesús, se encuentran desamparados en medio de un
ambiente hostil.
No tienen experiencia de Jesús vivo. Están en la noche en que el señor va a
sacarlos de la opresión. Jesús viene a liberar a los suyos. su primer saludo de
paz recuerda a los discípulos su presencia anterior en medio de ellos y su
victoria, eliminando el miedo y la incertidumbre. se les da a conocer como el
que les demuestra su amor hasta la muerte, con las señales que indican su poder
(manos) y la permanencia de su amor (costado).
Jesús irrumpe
en la estancia, al atardecer del primer día en medio del temeroso grupo de
discípulos. En la mañana se ha manifestado a María Magdalena. Ella ha recibido
del Maestro la primera catequesis sobre la resurrección. Luego, entusiasta,
comunica la buena Noticia al resto de discípulos y discípulas. En una doble
escena nos presenta la situación de la comunidad frente al resucitado.
En la primera
(Jn 20, 19-23), los discípulos se encuentran reunidos a puerta cerrada;
temerosos del ambiente hostil representado por las autoridades judías. Jesús
irrumpe justo en medio del grupo. La puerta cerrada es símbolo de la condición
de la comunidad: por una parte, el ambiente los obliga a replegarse sobre sí
mismos; por otra, la experiencia del resucitado acontece al interior de la
comunidad aunque ésta no esté resuelta a dar testimonio de El.
"Y entró Jesús, se puso en medio y les dijo:
«Paz a vosotros»". El signo de la presencia de Jesús era y es la PAZ.
Alegría y gozo, que alejaban la tristeza y la turbación. La paz. La paz que
Jesús les comunica es realización de una promesa (Jn 14, 27-28) y cumplimiento
de un Gozo (Jn 16, 21-22). El saludo de Jesús manifiesta la nueva condición que
experimentan con el resucitado. De la incertidumbre pasan al gozo, del temor al
entusiasmo. La identificación del resucitado con el crucificado ahuyenta
cualquier intento de ver a Jesús como un ser abstracto. El resucitado es el
hombre masacrado por la injusticia y abandonado por sus amigos. Ahora, por la
acción de Dios, manifiesta su nueva condición y compromete a la comunidad a
identificarlo a partir de su pasión.
Al reiterarles
el saludo de paz, el gozo pascual, el resucitado extiende el alcance de su
envío.
Y "dicho esto, exhaló el aliento sobre ellos y
les dijo: «Recibid el Espíritu Santo; a quienes les perdonéis los pecados les
quedan perdonados»". Con su soplo, simbolizó que les comunicaba la
vida de Dios para perdonar los pecados, como se la insufló a Adán en el paraíso.
Es el fin principal de Cristo, Cordero de Dios, que quita el pecado del mundo,
como obstáculo que impide que el Reino de Dios entre en el mundo. No podemos ignoran
que la Iglesia es un misterio y un misterio de salvación. La Iglesia ha
recibido la misión de prolongar a Cristo con sus poderes sacramentales,
quitando los pecados y dando la vida de Dios, que incluye la filiación divina,
la amistad de Dios, la fraternidad con Jesús y la herencia eterna y gloriosa,
"incorruptible, pura e imperecera". Los discípulos reciben ahora el
encargo de reconciliar a la humanidad con Jesús. El Espíritu comunica la fuerza
de la resurrección: la utopía humana vence la negatividad de una historia de
violencia y muerte. El Dios de la vida recompone la comunidad por la fuerza de
su Palabra.
La segunda
escena se contrapone a la anterior. Un personaje representativo, Tomás, se
muestra reticente ante la experiencia del grupo. Tomás no puede creer que en el
cuerpo del hombre masacrado se manifieste la gloria de Dios. Por eso, exige
rehacer la experiencia del grupo como requisito para participar de la misma fe.
El resucitado
irrumpe el domingo siguiente en medio del grupo. En un ambiente eucarístico,
como en la anterior escena, invita a Tomás a palpar la realidad del crucificado
en la nueva condición del resucitado. Tomás le manifiesta de inmediato su
adhesión personal: "Señor mío, Dios
mío". Comprende que para creer en el resucitado es necesario "meter la mano" en la realidad del
crucificado. La fe de Tomás resulta contradictoriamente paradigmática para la
comunidad de creyentes. Muchos aceptarán la fe del Señor haciendo el mismo
proceso de la comunidad, pero ya no en la experiencia inmediata con Jesús, sino
conociéndolo a través de los miles de crucificados en los que germina una
inquebrantable esperanza de resurrección.
El dato
personal de Tomás no es nada secundario en la escena, si queremos comprender el
sentido de lo que se nos pone de manifiesto: que la fe, vivida desde el
personalismo, está expuesta a mayores dificultades que compartida en comunidad.
Desde el personalismo no hay camino para ver que Dios resucita y salva.
Tomás no se fía
de la palabra de sus hermanos; quiere creer desde él mismo, desde sus
posibilidades, desde su misma debilidad. En definitiva, se está exponiendo a un
camino arduo. Pero Dios no va a fallar ahora tampoco. Jesucristo, el
resucitado, va a «mostrarse» (es una
forma de hablar que encierra mucha simbología) como Tomás quiere, como muchos
queremos que Dios se nos muestre.
Es
precisamente ahí donde no es posible ver nada, ni entender nada, ni creer nada.
Tomás debe comenzar de nuevo: no podrá tocar con sus manos la heridas de sus
manos, de sus pies y de su costado, porque el resucitado, no es una «imagen»,
sino la realidad pura de quien tiene la vida verdadera.
Y es ante esa
experiencia de una vida distinta, pero verdadera, cuando Tomás se siente
llamado a creer como sus hermanos, como todos los hombres. Al exclamar «¡Señor mío y Dios mío!" es como se
hace posible que la fe deje de ser puro personalismo para ser comunión que se
enraíce en la confianza comunitaria, y así experimentar que el Dios de Jesús es
un Dios de vida y no de muerte.
El evangelista
concluye recordándonos que su obra no es una simple biografía de Jesús. Es ante
todo un testimonio de una comunidad que muestra un camino para llegar a Jesús.
Los evangelios son caminos comunitarios para alcanzar la fe en Jesús, el Mesías
crucificado y resucitado.
Para nuestra vida.
En este segundo domingo de Pascua
celebramos la Fiesta de la Divina Misericordia. Esta Fiesta tiene como fin principal hacer llegar a los
corazones de cada persona el siguiente mensaje: Dios es Misericordioso y nos
ama a todos... "y cuanto más grande
es el pecador, tanto más grande es el derecho que tiene a Mi misericordia"
(Santa Faustina.Diario, 723). En este mensaje, que Nuestro Señor nos ha hecho
llegar por medio de Santa Faustina, se nos pide que tengamos plena confianza en
la Misericordia de Dios, y que seamos siempre misericordiosos con el prójimo a
través de nuestras palabras, acciones y oraciones... "porque la fe sin obras, por fuerte que sea, es inútil" (Santa Faustina.
Diario, 742). Con el fin de celebrar apropiadamente esta festividad, se
recomienda rezar la Coronilla y la Novena a la Divina Misericordia; confesarse
-para la cual es indispensable realizar primero un buen examen de conciencia-,
y recibir la Santa Comunión el día de la Fiesta de la Divina Misericordia. La
esencia de la devoción se sintetiza en cinco puntos fundamentales:
1. Debemos confiar en la
Misericordia del Señor. Jesús, por medio de Sor Faustina nos dice: "Deseo conceder gracias inimaginables a las
almas que confían en mi misericordia. Que se acerquen a ese mar de misericordia
con gran confianza. Los pecadores obtendrán la justificación y los justos serán
fortalecidos en el bien. Al que haya depositado su confianza en mi
misericordia, en la hora de la muerte le colmaré el alma con mi paz divina".
2. La confianza es la esencia,
el alma de esta devoción y a la vez la condición para recibir gracias: "Las gracias de mi misericordia se toman con
un solo recipiente y este es la confianza. Cuanto más confíe un alma, tanto más
recibirá. Las almas que confían sin límites son mi gran consuelo y sobre ellas
derramo todos los tesoros de mis gracias. Me alegro de que pidan mucho porque
mi deseo es dar mucho, muchísimo. El alma que confía en mi misericordia es la
más feliz, porque yo mismo tengo cuidado de ella. Ningún alma que ha invocado
mi misericordia ha quedado decepcionada ni ha sentido confusión. Me complazco
particularmente en el alma que confía en mi bondad".
3. La misericordia define
nuestra actitud ante cada persona: "Exijo
de ti obras de misericordia que deben surgir del amor hacia mí. Debes mostrar
misericordia siempre y en todas partes. No puedes dejar de hacerlo ni excusarte
ni justificarte. Te doy tres formar de ejercer misericordia: la primera es la
acción; la segunda, la palabra; y la tercera, la oración. En estas tres formas
se encierra la plenitud de la misericordia y es un testimonio indefectible del
amor hacia mí. De este modo el alma alaba y adora mi misericordia".
4. La actitud del amor activo
hacia el prójimo es otra condición para recibir gracias: "Si el alma no practica la misericordia de
alguna manera no conseguirá mi misericordia en el día del juicio. Oh, si las
almas supieran acumular los tesoros eternos, no serían juzgadas, porque la
misericordia anticiparía mi juicio".
5. El Señor Jesús desea que sus
devotos hagan por lo menos una obra de misericordia al día. "Debes saber, hija mía que mi Corazón es la
misericordia misma. De este mar de misericordia las gracias se derraman sobre
todo el mundo. Deseo que tu corazón sea la sede de mi misericordia. Deseo que
esta misericordia se derrame sobre todo el mundo a través de tu corazón.
Cualquiera que se acerque a ti, no puede marcharse sin confiar en esta
misericordia mía que tanto deseo para las almas".
Santa Faustina Kowalska
consiguió lo que había querido: San Juan Pablo II en su canonización anunció: «En todo el mundo, el segundo domingo de
Pascua recibirá el nombre de domingo de la Divina Misericordia. Una invitación
perenne para el mundo cristiano a afrontar, con confianza en la benevolencia divina,
las dificultades y las pruebas que esperan al genero humano en los años
venideros» (la encíclica dedicada a Dios Padres se llamó «Dives in
misericordia», Rico en misericordia).
La liturgia del segundo domingo
de Pascua y las lecturas del breviario siguen siendo las mismas, pero ya en
ellas se ve esta devoción latente.
Los cristianos estamos
convencidos de la presencia del Señor (según el Misal, IGMR 28, con el
saludo "El Señor esté con vosotros",
el presidente "manifiesta a la comunidad reunida la presencia del
Señor"). También nosotros le descubrimos en su Palabra
("Cristo, por su Palabra, se hace presente en medio de sus
fieles": (cf.IGMR 7. 9. 33). También nosotros nos gozamos de la presencia
y la donación de Cristo que se hace nuestro alimento en cada Eucaristía.
El domingo, la Pascua semanal,
el día que Cristo Resucitado, presente en nuestra vida los siete día de
la semana, nos muestra su cercanía de un modo especial. Como a los
apóstoles, nos da su Espíritu, nos comunica su paz, nos envía a anunciar
la reconciliación y fortalece nuestra fe.
Nuestra reunión eucarística
dominical es algo más que cumplir un precepto o satisfacer unos deseos
espirituales. Recuperemos los valores del domingo cristiano en unos
tiempos en que está peligrando su misma existencia, o al menos su sentido
profundo.
Fajémonos en las lecturas de
hoy.
La primera
lectura nos presenta la vida de las primeras comunidades. "Los hermanos eran constantes en escuchar la
enseñanza de los apóstoles, en la vida común, en la fracción del pan y en las
oraciones…"
a) Los
cristianos viven unidos: ésa es su primera característica, La comunidad que se
reencuentra no necesita ya preguntar dónde está Jesús. El Señor está presente
en los hermanos unidos.
San Lucas
insiste en el tema y razón tenía para hacerlo: juntos rezaban, juntos
celebraban la Eucaristía, juntos comían con alegría y juntos escuchaban la
palabra de Dios.
Pero su unión
iba más lejos: juntos permanecían a lo largo de la semana, de ahí que nadie se
sintiera extraño a las necesidades de los demás. Los bienes de cada uno estaban
al servicio de todos, de tal modo que se superó la barrera de las clases
sociales, verdadera muerte de la comunidad.
Comían juntos
alabando a Dios con alegría y de todo corazón. Este es uno de los “sumarios”
del autor de Hechos que más han impresionado a lo largo de la historia del
cristianismo a muchos Padres de la Iglesia. San Agustín, en concreto, quiso
hacer del estilo de vida de la primera comunidad cristiana de Jerusalén el
modelo y el ideal que deberían tratar de vivir sus frailes dentro del
monasterio: rezarían juntos, celebrarían juntos la eucaristía, todos los bienes
materiales los tendrían en común y, lo que no necesitaran para vivir lo darían
a los pobres.
Hay un segundo
elemento que nos llama la atención: «los
hermanos eran constantes en escuchar la enseñanza de los apóstoles, en la vida
común, en la fracción del pan y en las oraciones».
La constancia
no es rutina; ésa es la constancia de la muerte. La vida siempre nace y se
renueva, madura y crece: ésa es su constancia. A menudo hemos confundido la
constancia con el anquilosamiento y la quietud. Una comunidad que sólo vive
para conservar sus esquemas y estructuras, no crece. Muere con el tiempo y la historia
la supera. Demasiado caro le ha costado a la Iglesia el precio de vivir para
conservar formas de vida que envejecían con el tiempo.
Cuando decimos
que lo nuevo es Cristo, decimos que siempre es algo nuevo, y que cada
generación debe descubrir eso nuevo. Lo que para otros fue nuevo, para nosotros
puede ser viejo. Y aunque ciertos elementos permanezcan, nueva ha de ser la
forma de asumirlos y de adaptarlos a los nuevos tiempos.
Un claro ejemplo
ilustra esta idea: la forma como los primeros cristianos interpretaron la
tenencia de los bienes puede variar en el tiempo, pero ha de permanecer el
espíritu que animaba ese literal compartir los bienes.
La gente
estaba maravillada ante aquel espectáculo. Mirad cómo se aman, decían. Y la
multitud de creyentes crecía sin cesar hasta el punto de exclamar sin
jactancia: Somos de ayer y lo llenamos todo... La Iglesia, nosotros los
cristianos, es, somos, un signo de salvación para todos los pueblos. Un
testimonio evidente del amor infinito de Dios. Un testimonio que ha de estar
hecho de una vida honrada y laboriosa, una vida sincera y casta. Dando
testimonio de comprensión y de apertura, de perdón, de lealtad a unos principios y a una moral,
de constancia y fidelidad en escuchar y practicar lo que enseña la Iglesia.
Con ese mismo
espíritu hoy debemos buscar formas más maduras y evolucionadas para que la
riqueza sea un patrimonio de toda la humanidad y no sólo de unos pocos. Si ayer
caridad fue sinónimo de limosna, hoy vemos que ese concepto ha crecido: caridad
es sinónimo de justicia social. Hasta puede ser que cambie o que deba cambiar
nuestro concepto de propiedad privada; poca importancia tiene, si la nueva
concepción responde mejor al viejo ideal utópico del amor fraterno.No nos
desanimemos si no podemos vivir siempre con perfección cristiana, porque
sabemos que también dentro de la primera comunidad cristiana de Jerusalén hubo
sus fallos. Lo importante es que lo tratemos siempre de vivir con alegría y de
todo corazón, como buenos creyentes cristianos, fiándonos de la cercanía y
fidelidad del Señor.
El Salmo 117 revela claramente un uso litúrgico en
el interior del templo de Jerusalén. Los fieles exaltan la protección de la
mano de Dios, capaz de tutelar a los rectos, a los que confían en él incluso
cuando irrumpen adversarios crueles. Al ser liberado de ese peligro, el pueblo
de Dios prorrumpe en "cantos de victoria" en honor de la
"poderosa diestra del Señor", que ha obrado maravillas.
Por
consiguiente, los fieles son conscientes de que nunca están solos, a merced de
la tempestad desencadenada por los malvados. En verdad, Dios tiene siempre la
última palabra; aunque permite la prueba de su fiel, no lo entrega a la muerte.
Para expresar la dura prueba que Jesús ha superado y la glorificación que ha tenido
como consecuencia, le compara a la "piedra que desecharon los
arquitectos", transformada luego en "la piedra angular".
En la segunda lectura San Pedro, habla de que
no hemos visto a Jesús y lo amamos. Las duras pruebas que la comunidad enfrenta
son un crisol que templa la fidelidad al Señor. La fe se prueba en el servicio
a los hermanos. El servicio a los excluidos es la verdadera fragua de la fe
cristiana. Pero el servicio a los hermanos no es un mar de rosas. Como la
realidad histórica es constitutiva de la humanidad, nadie está exento de las
irremediables tentaciones, dificultades y pruebas de la vida . Cuando la fe es
de "buena calidad", como un metal bien caldeado, enfrenta con vigor y
sobriedad las dificultades. La comunidad se robustece, siendo camino de
redención para la humanidad explotada y deprimida. Este es el testimonio de
fidelidad a Jesús, al Dios de la vida.
En el texto resuena el agradecimiento
al Señor que brota de las palabras del apóstol Pedro en la segunda lectura: por
la resurrección de Jesucristo de entre los muertos, nos ha hecho nacer de nuevo
para una esperanza viva. Durante estos domingos pascuales iremos leyendo
fragmentos de esta carta que tiene un regusto de gozo pascual-bautismal que nos
invitará a llenarnos de un gozo inefable y transfigurado.
Y desde esa
vivencia nos invita a la alegría " La fuerza de Dios os custodia en la fe para la salvación que aguarda a
manifestarse en el momento final… Alegraos de ello, aunque de momento tengáis
que sufrir un poco".
Alegrémonos, como nos dice hoy el apóstol san Pedro, con un gozo inefable y
transfigurado. El evangelio es siempre buena noticia y nunca amarga la vida. Es
lo contrario de un cristianismo de cumplimientos mínimos o de actitud
resignada. Será precisamente esta satisfacción interior la fuerza psicológica
que moverá espontáneamente a la evangelización de los demás. La diferencia
entre el obrar por amor y el obrar por obligación no sólo tiene repercusiones
en el interior del sujeto, sino también en su talante exterior.
La fe, acompañada de la confianza
cristiana, debe producirnos la alegría de saber que la fuerza de Dios nos
salvará por los méritos de nuestro Señor Jesucristo. Una fe sin alegría sería
una fe sin esperanza, y, como sabemos, sin esperanza, no se puede vivir.
También las primeras comunidades cristianas tuvieron que sufrir, a veces hasta
el martirio, y san Pedro les recomienda que no perdieran nunca la alegría de
ser cristianos.
La enseñanza
trasmitida por los Apóstoles y sus herederos nos ha dado el conocimiento
autentico de Jesús. Y los elementos para reforzar una fe que, sin duda viene de
la profundidad del Espíritu. Hay gracias especiales en estos tiempos de Pascua.
Debemos aprovecharlas. Hemos de poner nuestra mirada espiritual en estos textos
que tanto nos ofrecen. No podemos perder la oportunidad. Hemos de leerlos y
meditarlos con entrega y esperanza.
El evangelio nos presenta el encuentro del
Resucitado con los apóstoles que les llevaba a dar su testimonio, como algo
natural, espontáneo y lógico: disfrutaban hablando de Aquel que, bajando a la
muerte, subió de la tierra tal y cómo les anunció en los días de su pasión.
Estando
reunidos en casa... entró Jesús. La comunidad es el ámbito de la presencia de
Jesús. Sin comunidad no hay presencia. Así lo entendieron y practicaron los
primeros cristianos: Vida común, todos unidos. Esto es lo que impresionaba y
atraía a los judíos. Y esa comunidad, llevada a las consecuencias de compartir,
ayudarse y ayudar. Así podía el Espíritu ir agregando nuevos brotes de olivo
alrededor de la mesa del Señor.
La presencia
de Jesús trae Paz y perdón. "Y entró
Jesús, se puso en medio y les dijo: «Paz a vosotros»". El signo de la
presencia de Jesús era y es la paz. Alegría y gozo, que alejaban la tristeza y
la turbación.
Jesús transmite
a sus apóstoles el poder de perdonar los pecados, "dicho esto, exhaló el aliento sobre ellos y les dijo: «Recibid el
Espíritu Santo; a quienes les perdonéis los pecados les quedan perdonados»".
Con su soplo, simbolizó que les comunicaba la vida de Dios para perdonar los
pecados, como se la insufló a Adán en el paraíso. Es el fin principal de
Cristo, Cordero de Dios, que quita el pecado del mundo, como obstáculo que
impide que el Reino de Dios entre en el mundo. Mientras reine el pecado, no
puede vivir Dios. Los que quieren convertir a la Iglesia en una institución
social benéfica, en una ONG más, no han penetrado en su vida mistérica. Ignoran
que la Iglesia es un misterio. La Iglesia ha recibido la misión de prolongar a
Cristo con sus poderes sacramentales, quitando los pecados y dando la vida de
Dios, que incluye la filiación divina, la amistad de Dios, la fraternidad con
Jesús y la herencia eterna y gloriosa, "incorruptible, pura e
imperecera".
Ese soplo de
Cristo sobre los apóstoles recuerda pues, el soplo de Yahvé sobre el rostro del
primer hombre, En el caso de Cristo, también ese soplo hizo posible una nueva
creación, una nueva historia en la que el hombre puede reconciliarse con Dios,
ser perdonado y restituido en su condición de hijo de Dios.
Como, en todos
los grupos, salió una voz discordante y disconforme. Tomás, el incrédulo, no
solamente no creía que Jesús hubiera resucitado, es que además se negaba a dar
por válido y serio el testimonio del resto de sus compañeros. Su fe, la de
Tomás, estaba sostenida por su forma particular de comprender y de acoger las
cosas: todo lo que no veo, queda fuera de mí.
Tomás, como
hombre incrédulo y escéptico, se había convertido en un ser aislado con
respecto a la comunidad de los discípulos. Jesús le devuelve a la comunión, le
integra de nuevo en esta comunidad. Se trata de una comunidad de oración
unánime, de comida en común e incluso de posesión común de los bienes
materiales. En el fondo esta comunidad de fe en Jesucristo se mantiene por la
celebración en común de la Eucaristía; pues los creyentes comprenden
definitivamente que esta comunidad no la forman ellos, en un plano puramente
humano, sino que es una fundación del Señor: sólo en él y por él son todos
Iglesia, en la que la fe de cada uno de ellos es confirmada por la de todos los
demás, como una cuerda compuesta de múltiples hilos.
En la segunda
escena Jesús, se hizo presente. Las puertas estaban tan cerradas como la mente
de Tomás y, a la vez, tan fáciles de abrir como el corazón de aquel testarudo
apóstol con la simple presencia del Resucitado.
En ese
momento, y no lo olvidemos, todos los esquemas de Tomás caen por el suelo.
Aquel que, sin ver no creía, de pronto se fía. ¿Y por qué cree? ¿Por qué ve?
¿Por qué siente que su rostro se sonroja ante la evidencia de la nueva vida?
¿Tal vez por qué, Jesús, no merecía tanta incertidumbre, racionalidad o dudas?
En el fondo, Santo Tomás, creía pero…quería un cara a cara con el Señor. Pudo
más en él, el afán de seguridades, que el misterio de la fe. Su confesión
“Señor mío y Dios mío”, no solamente es un grito de fe. También lo es de
arrepentimiento.
La respuesta
de Tomás a Jesús resucitado –tras verlo-- ha dado origen a una de las hermosas
y breves oraciones de la cristiandad. La jaculatoria "¡Señor Mío y Dios Mío!" tan
repetida después por miles y miles de hermanos en el momento de recibir la Comunión.
“dichosos los que crean sin haber visto”.
La última bienaventuranza que proclama Jesús. La que nos dirige a nosotros.
¡Realmente debemos agradecer a Tomás su ausencia en la primera reunión de la
comunidad apostólica y sus dudas en la segunda tan parecidas a las nuestras!
Permitieron al Señor dirigirse a nosotros en forma de bienaventuranza, después
de una única condición: la profesión de la fe de la Iglesia. Por eso no
"faltamos" al encuentro comunitario porque es allí donde nuestras
dudas se disipan con la firmeza de la fe apostólica que nos vuelve a decir,
como cada domingo: Hemos visto al Señor.
También, a
nosotros, el Señor nos reclama la fe. No tenemos la suerte de asomarnos a ese
sepulcro que todavía conserva el calor del cuerpo de Jesús. No poseemos el
privilegio de sentarnos frente a Pedro, Juan o Santiago para preguntarles sobre
el cómo Jesús resucitó y cómo era. Pero, precisamente por ello, nuestra fe vale
lo que el oro fino: creemos por el testimonio de los apóstoles. Creemos por lo
que nuestros padres nos han transmitido. Creemos porque, en la experiencia que
otros tuvieron del Resucitado, tenemos también puesta nuestra esperanza,
nuestra ilusión y nuestra certeza de que Jesús es el principio y final de todo.
Creemos porque, la Iglesia, nos ha ido transmitiendo todo esto con sufrimiento,
convencimiento y amor: ¡Jesús ha resucitado!
Nosotros no hemos tenido la
oportunidad de meter nuestros dedos en el costado o en las marcas que, la
pasión de Jesús, dejó en su cuerpo. Pero, también es verdad, que en la
Eucaristía, la escucha de la Palabra, la oración personal, los dramas del
mundo, la celebración del resto de los sacramentos nos pueden hacer sentir en
propia carne la alegría y la experiencia de Cristo Resucitado.
En una visión de conjunto, Lucas nos
presenta lo fundamental de la Comunidad cristiana de todos los tiempos:
escuchar la Palabra, participar en la fracción del pan (=Eucaristía), oración y
vida en común. ¿Son éstas las características de mi Comunidad?
- Como cristianos, peregrinos hacia
una patria definitiva, sufrimos dificultades y desánimos. ¿Puede más nuestra
esperanza, nuestra fe en el Amor del Padre? ¿O nos puede el abatimiento, y
dudamos de su cercanía cuando llegan los problemas?
- ¿También nosotros reclamamos, como
el apóstol, ver para creer? ¿Nos sentimos enviados de Jesús a anunciar el
Evangelio a los pobres, igual que el Padre lo envió a El?
Rafael Pla Calatayud.
rafael@betaniajerusalen.com
[1]
(VI, 97-99: Opere esegetiche IX/II,
Milán-Roma 1978, SAEMO 12, p. 85)" .(San Juan Pablo II. CATEQUESIS 12-02-2003 ).
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