Comentario a las lecturas de Santa María Madre de Dios 1 de Enero de 2020
Números 6, 22-27
Salmo 66, 2-3.5.6.8
Gálatas 4, 4-7
Lucas 2,
16-21
María
siempre presente a lo largo de todo el Adviento y las fiestas de Navidad. La
celebramos hoy en el núcleo central de su misterio: Madre de Dios (Theotokos), (Lumen
Gentium 53).
Pablo VI instauró también para
hoy la jornada de la Paz; esto ha marcado la elección de la primera lectura y
es bueno que se haga alusión al tema en el acto penitencial, las plegarias y el
gesto de la paz.
Se ha de tener todo en cuenta,
y colocarlo en su debido momento; no es posible hablar de todo en profundidad
pero tampoco pasar por alto ninguno de estos aspectos. La dominante es, sin
duda, la fiesta de Santa María.
La definición de María como
Theotokos (madre de Dios) en el concilio de Efeso (433) es como una conclusión
casi natural de los concilios de Nicea (325) y I de Constantinopla (381). El
tema crucial de discusión en estos tiempos era la consideración de Cristo como
hombre y Dios y el conflicto que existía en afirmar, en los términos de la
época, la relación existente entre persona y naturaleza.
Nicea y I Constantinopla se
esfuerzan en afirmar la naturaleza de Cristo como idéntica a la del Padre
(homousios), consustancial al Padre; el hombre Jesús, es también Dios. Y será Éfeso
el que afirme ya explícitamente que, al considerar la unidad inseparable de las
dos naturalezas (divina y humana) en el Verbo, puede considerarse entonces a
María como verdadera Madre de Dios.
La reflexión es una conclusión
de una discusión antropológica y cristológica, que luego terminó derivando en
un dogma mariano. Pero no por eso podemos dejar de considerar que en verdad
María ha engendrado, misteriosamente, al Verbo hecho hombre, del cual afirmamos
que es Uno con el Padre y el Espíritu.
Del Concilio de Éfeso debemos
rescatar su esfuerzo por definir el misterio de la unidad entre las dos
naturalezas, lo cual nos ayudará a pensar en Cristo verdaderamente hombre,
comprometido a tal punto con la humanidad, que asume totalmente la condición
humana desde su nacimiento.
Después
del Concilio de Éfeso (431) santa María es invocada con el título de Madre de
Dios tanto en Oriente como en Occidente. La liturgia romana le dedicó la fiesta
más antigua de María en la octava de Navidad. La historia olvidó esta fiesta y
Pablo VI la recuperó "para recordar
el papel que María tuvo en este misterio de salvación y alabar la dignidad
singular de que goza 'aquella por cuya maternidad virginal ... hemos recibido
... a Jesucristo, el autor de la vida' (colecta)" (Marialis Cultus,
1974).
La
Iglesia siempre ha visto una unidad llena de delicadeza entre la maternidad
divina de María y su santidad única (Verbum Dei corde et corpore suscepit).
La imagen de la Virgen María sosteniendo a su
Hijo Jesús en sus brazos, repetida de tantas formas en nuestra tradición
iconográfica y en la de los pueblos cristianos, expresa ya todo el misterio que
celebramos hoy. María concibió a Jesús y le amó como nadie le ha amado. Ese
amor no consistió en un simple sentimiento sino que la hizo generosa, activa y
fiel al servicio de Jesús y siempre a su lado incluso en los momentos más
difíciles. Y a la vez, su amor fue Don del Espíritu que la hizo santa e
inmaculada. La comunión íntima de María con Jesús tiene un momento último: ella
nos lo ofrece a todos nosotros, y así es como se manifiesta Madre de la
Iglesia.
El Verbo, por lo tanto, no es
"aparentemente hombre". Jesús no se "vistió" de carne
humana. Desde el misterio de la encarnación Dios es hombre... y la naturaleza
humana ve en Cristo el proyecto de Dios hacia toda la humanidad. Cristo es,
entonces, el modelo humano hacia el cual tendemos y el cual anhelamos.
En este sentido María se
convierte en la madre del Verbo Encarnado, y en cuanto en él coexisten ambas naturalezas
en la misma Persona Divina, ella es entonces verdaderamente Madre de Dios.
Obviamente, no se trata de
afirmar la maternidad de María respecto de la divinidad en cuanto tal, sino su
maternidad en respecto al Verbo Encarnado, histórico, revelador, mediador y
liberador.
Sintámonos unidos a la
tradición creyente que en oración repite "Santa María, Madre de Dios, ruega por nosotros...". La fe
cristiana no puede basarse ni apoyarse únicamente en la racionalización de los
enunciados; es también un creer histórico y una unidad en la fe de un pueblo
que en la historia manifiesta lo que cree.
La primera lectura es del libro de los números (Nm 6,22-27).
La primera lectura es el pasaje
conocido como la "bendición araonítica", contenida en el libro de los
Números en medio de prescripciones rituales para los sacerdotes del AT. Así
debía ser bendecido el pueblo por sus sacerdotes, invocando sobre él la
presencia protectora, luminosa, favorable y pacificadora de Dios. No es un
simple deseo de buena voluntad; es la confianza en el poder de la Palabra de
Dios confiada a sus intermediarios, los sacerdotes, servidores del pueblo.
El texto que
se ha escogido del libro de los Números, está orientado, hoy especialmente,
por la bendición que se pide a Dios. Esa bendición es la paz.
El texto se
compone de tres partes: una introducción (vs. 22-23), un poema litúrgico que es
una fórmula de bendición (vs. 24-26) y una conclusión (v. 27).
En las tres partes una raíz
verbal común: "bendecir" (vs. 23. 24. 27), y en las tres oraciones
del poema (paralelas por su contenido y forma) un mismo sujeto: el Señor (vs.
24-26). Esta triple invocación del nombre del Señor hace eficaz la bendición de
los sacerdotes aaronitas (v. 23). Es Dios el que bendice a través de sus
mediadores (v. 27).
En
medio de una serie de instrucciones para los sacerdotes, el libro de los
Números, que sitúa a los israelitas al pie del monte Sinaí, aún reciente la
experiencia de la Alianza, indica cómo deberá ser bendecido el pueblo: «El Señor te bendiga y te proteja, ilumine su
rostro sobre ti y te conceda su favor; el Señor se fije en ti y te conceda la
paz.» La paz, el resumen de todos los bienes que puede desear un hombre, el
conjunto de todos los beneficios que puede el hombre recibir de Dios, la meta
última de todo lo que Dios está haciendo por su pueblo: un hombre en paz
consigo mismo y con sus semejantes; un pueblo en el que reina la paz entre sus
miembros y que vive en paz con sus vecinos.
Esta fórmula
de bendición que Moisés, en el texto, dicta a Aarón debe ser considerada como
lo que es, una fórmula litúrgica. Esa es la razón por la que Yahvé se la
inspira a Moisés y éste a Aarón, para darle toda la relevancia y solemnidad
necesarias. Sabemos que en ella podemos rastrear expresiones de otros textos
bíblicos, de salmos especialmente (cf 121,7-8; 4,7; 31,17; 122,6).
Tres veces
se repite el nombre de Dios, de Yahvé. Y se pide la bendición que guarde al
pueblo, que ilumine con su rostro. Hay toda una teología bíblica del “rostro de Dios” que ha influido mucho en
la espiritualidad y en la verdadera actitud cristiana del seguimiento. Buscar
el rostro de Dios, el que Moisés no podía mirar, se convierte así en la fórmula
teológica de un Dios salvador y misericordioso, protector de Israel y dador de
la paz. La paz que era lo que el pueblo podía desear más que otra cosa, sigue
siendo el don maravilloso para el mundo.
El
pueblo de Israel tendrá que completar un largo proceso que empezó con la salida
de Egipto y la liberación de la esclavitud, llegar a la tierra que Dios le va a
entregar, organizar una sociedad en la que nadie sea esclavo de nadie y
establecer unas relaciones de amistad con sus vecinos.
La
paz es, por tanto, la meta; pero en nombre de la paz no se puede eludir el
proceso: para llegar a la meta no hay más remedio que recorrer todo el camino.
El fin último no es la liberación, sino la paz, pero la paz es incompatible con
la opresión y la injusticia.
En las
lenguas semitas, con la raíz shlm —de donde deriva shalom-paz— se
indica una dimensión elemental de la vida humana, sin la cual ésta pierde gran
parte de su sentido, si no todo. Con la palabra paz se indica “lo completo,
íntegro, cabal, sano, terminado, acabado, colmado”.
Se
espera que Dios conceda su protección, su favor y la paz al pueblo sobre el que
ha sido invocado su santo nombre. Esta "paz" (en hebreo Shalom
palabra con la que se saludan los judíos hasta nuestros días) significa mucho
más de lo que nosotros solemos entender. La "paz" es para los judíos
el compendio de todos los bienes mesiánicos: reposo, gloria, riqueza,
salvación, vida..., y, en todo caso, únicamente es posible como fruto de la
justicia.
Esta
concepción positiva de la paz que exige como fundamento cotas cada vez mayores
de justicia, libertad y amor, ha ido degenerando hasta convertirse en algo
exclusivamente negativo: la ausencia de guerra. Un botón de muestra lo tenemos
en que la llamada ética de la paz ha estado construida más bien en relación a
la evitación de la guerra ("doctrina de la guerra justa") que como
camino positivo de construcción de la paz. Por eso el Vaticano II tiene que
advertir: "La paz no es la mera
ausencia de guerra, ni se reduce al solo equilibrio de las fuerzas adversarias,
ni surge de una hegemonía despótica, sino que con toda exactitud y propiedad se
llama obra de la justicia... Por eso la paz jamás es una cosa del todo hecha,
sino un perpetuo quehacer" (G.S.78).
La paz, así
entendida, designa todo aquello que hace posible una vida sana armónica y ayuda
al pleno desarrollo humano. En los textos, sin embargo, no aparece siempre con
este significado tan denso. De ahí viene la palabra griega eirênê. Desde
luego, desde el punto de vista bíblico, la paz, e incluso la “pax” como término
latino, no es solamente el orden establecido. Es un don mesiánico, implica
necesariamente ausencia de guerra. Pero es, sobre todo, un estado de justicia y
fraternidad.
Hoy es un día de bendiciones:
comienzo del año civil en la mayor parte de los países del mundo, el penúltimo
año de este segundo milenio, desde que la humanidad cuenta el tiempo a partir
del nacimiento de Jesús. Comenzamos bendiciéndonos, invocando sobre el mundo y
sobre nosotros mismos la misericordia de Dios encarnada en Jesús, el hijo de
María cuya maternidad divina hoy celebramos; invocando al "príncipe de
Paz" (Is 9, 5).
El responsorial es el salmo 66 (Sal
66,2-3.5.6.8) El
salmo responsorial prolonga el tema de la bendición de la primera lectura con
un acento universalista que cae muy bien en este día, primero del año, en el
que percibimos fuertemente la fraternidad universal, sobre todo si pensamos en
la Jornada Mundial por la Paz que la Iglesia viene celebrando cada 1º de Enero
desde hace varios años. ¿Qué mejor bendición para la humanidad, para todos los
pueblos, para cada uno de nosotros, que la instauración de un orden mundial
justo y pacífico?.
Salmo
-de tres estrofas con estribillo intercalado- parece un comentario poético a la
bendición sacerdotal de Núm 6,24-27: «Que el Señor te bendiga y te guarde; que
haga resplandecer su faz sobre ti y te otorgue su gracia; que vuelva a ti su
rostro y te dé la paz» [es la bendición de Aarón).
Es
una acción de gracias por la cosecha que ha sido abundante y, al mismo tiempo,
una plegaria pidiendo a Dios que continúe mostrando su bondad por medio de
nuevos beneficios: La
tierra ha dado su fruto, que el Señor nos bendiga. Además, este
salmo -cosa no frecuente- tiene una fuerte resonancia universal. El salmista,
tanto cuando se refiere a la alabanza divina como a los beneficios de Dios, no
piensa únicamente en su pueblo, sino también en las otras naciones: Que todos los pueblos te
alaben, que todos los pueblos conozcan tu salvación.
El
salmista inicia su poema comentando la bendición sacerdotal de Núm. 6,24-27,
dando una proyección universalista. La benevolencia divina se manifiesta en el
resplandor de la faz de Yahvé sobre los suyos; se dice de Dios que «aparta su
faz» cuando priva a alguno de su protección; y, al contrario, cuando dispensa a
alguno su ayuda y protección se dice que su faz brilla sobre él. El salmista
aquí considera al pueblo elegido como vehículo para dar a conocer los caminos o
modos de proceder de Dios para con los pueblos. La protección dispensada a
Israel será como una lámpara que atraerá la atención de todas las gentes hacia
Dios. La glorificación del pueblo elegido será una prueba de que Dios protege a
los que le son fieles, y en ese sentido es un reclamo para dar a conocer sus
caminos.
(vv. 2-3). Se pide la
bendición. Iluminar o hacer brillar el rostro es mostrarse afable, benévolo. El
rostro como expresión auténtica de la persona.
El camino es la conducta de
Dios, su modo regular de obrar; es, sencillamente, la salvación. Este camino se
hace patente en la bendición para todos los que quieren mirar y aceptar.
(vv. 5-6). La segunda estrofa amplifica el
tema del himno, insistiendo en el horizonte universal del gobierno divino y de
la alabanza humana. Todas las gentes deben sentirse felices y exultantes,
porque es el propio Dios quien lleva las riendas del gobierno en el mundo, y,
en consecuencia, sus decisiones tienen que llevar el sello de la equidad y de
la justicia. Ello debe dar seguridad a sus fieles que se conforman a las
exigencias de su Ley. Esto que se manifiesta en la historia de Israel, debe ser
reconocido por todas las naciones, vinculadas al pueblo elegido en virtud de la
bendición de Dios a Abraham sobre todas las gentes (Gn 12,2). Por eso se invita
a todos los pueblos a unirse en alabanza del Dios omnipotente y justo, que
gobierna el mundo conforme a sus designios salvadores. Así, la reacción de las
naciones, dispuestas a celebrar la guía del Dios universal y su gobierno justo,
ocupa el centro de la segunda parte del Salmo (vv. 5-6).
(vv. 7-8). La benevolencia divina se ha
manifestado concretamente en la abundancia de los frutos de la tierra. El salmista,
agradecido por los beneficios recibidos, vuelve a implorar la bendición divina
para su pueblo. Todos los habitantes de la tierra, desde sus más remotos
confines, deben reconocer reverencialmente este poder superior de Dios, que
gobierna el mundo con equidad (v. 8).
Así comenta San Juan Pablo II,
este salmo: " 1. «La tierra ha
dado su fruto», exclama el Salmo que acabamos de proclamar, el 66, uno de los
textos introducidos en la Liturgia de las Vísperas. La frase nos hace pensar en
un himno de acción de gracias dirigido al Creador por los dones de la tierra,
signo de la bendición divina. Pero este elemento natural está íntimamente
ligado al histórico: los frutos de la naturaleza son considerados como una
ocasión para pedir repetidamente que Dios bendiga a su pueblo (Cf. versículos
2. 7. 8.), de modo que todas las naciones de la tierra se vuelvan a Israel,
tratando de llegar a través de él al Dios salvador.
...
2. La bendición divina pedida por Israel se manifiesta concretamente en la fertilidad de los campos y en la fecundidad, es decir, en el don de la vida. Por ello, el Salmo se abre con un versículo (Cf. Salmo 66, 2), que hace referencia a la famosa bendición sacerdotal del Libro de los Números: «El Señor te bendiga y te guarde; ilumine el Señor su rostro sobre ti y te sea propicio; el Señor te muestre su rostro y te conceda la paz» (Números 6, 24-26).
2. La bendición divina pedida por Israel se manifiesta concretamente en la fertilidad de los campos y en la fecundidad, es decir, en el don de la vida. Por ello, el Salmo se abre con un versículo (Cf. Salmo 66, 2), que hace referencia a la famosa bendición sacerdotal del Libro de los Números: «El Señor te bendiga y te guarde; ilumine el Señor su rostro sobre ti y te sea propicio; el Señor te muestre su rostro y te conceda la paz» (Números 6, 24-26).
El
eco del tema de la bendición resuena al final del Salmo, donde reaparecen los
frutos de la tierra (Cf. Salmo 66, 7-8). Ahí aparece este tema universal que
confiere a la espiritualidad de todo el himno una sorprendente amplitud de
horizontes. Es una apertura que refleja la sensibilidad de un Israel que ya
está dispuesto a confrontarse con todos los pueblos de la tierra. La
composición del Salmo debe enmarcarse, quizá, tras la experiencia del exilio de
Babilonia, cuando el pueblo comenzó a experimentar la Diáspora entre las
naciones extranjeras y en nuevas regiones.
3.
Gracias a la bendición implorada por Israel, toda la humanidad podrá
experimentar «la vida» y «la salvación» del Señor (Cf. versículo 3), es decir,
su proyecto salvífico. A todas las culturas y a todas las sociedades se les
revela que Dios juzga y gobierna a los pueblos y a las naciones de todas las
partes de la tierra, guiando a cada uno hacia horizontes de justicia y paz (Cf.
v. 5).
Es
el gran ideal hacia el que estamos orientados, es el anuncio más apremiante que
surge del Salmo 66 y de muchas páginas proféticas (Cf. Isaías 2,1-5; 60,1-22;
Jonás 4,1-11; Sofonías 3,9-10; Malaquías 1, 11).
Esta
será también la proclamación cristiana que delineará san Pablo al recordar que
la salvación de todos los pueblos es el centro del «misterio», es decir, del
designio salvífico divino: «los gentiles sois coherederos, miembros del mismo
Cuerpo y partícipes de la misma Promesa en Cristo Jesús por medio del
Evangelio» (Efesios 3, 6).
4.
Ahora Israel puede pedir a Dios que todas las naciones participen en su
alabanza; será un coro universal: «Oh Dios, que te alaben los pueblos, que
todos los pueblos te alaben», se repite en el Salmo (Cf. Salmo 66, 4.6).
El
auspicio del Salmo precede al acontecimiento descrito por la Carta a los
Efesios, cuando parece hacer alusión al muro que en el templo de Jerusalén
separaba a los judíos de los paganos: «En Cristo Jesús, vosotros, los que en
otro tiempo estabais lejos, habéis llegado a estar cerca por la sangre de
Cristo. Porque él es nuestra paz: el que de los dos pueblos hizo uno,
derribando el muro que los separaba, la enemistad... Así pues, ya no sois
extraños ni forasteros, sino conciudadanos de los santos y familiares de Dios»
(Efesios 2, 13-14. 19).
Hay
aquí un mensaje para nosotros: tenemos que abatir los muros de las divisiones,
de la hostilidad y del odio, para que la familia de los hijos de Dios se vuelva
a encontrar en armonía en la única mesa, para bendecir y alabar al Creador para
los dones que él imparte a todos, sin distinción (Cf. Mateo 5, 43-48).
5.
La tradición cristiana ha interpretado el Salmo 66 en clave cristológica y
mariológica. Para los Padres de la Iglesia, «la tierra que ha dado su fruto» es
la virgen María que da a luz a Jesucristo. De este modo, por ejemplo, san
Gregorio Magno, en el «Comentario al primer Libro de los Reyes», glosa este
versículo, comparándolo a otros muchos pasajes de la Escritura: «María es
llamada y con razón "monte rico de frutos", pues de ella ha nacido un
óptimo fruto, es decir, un hombre nuevo. Y al ver su belleza, adornada en la
gloria de su fecundidad, el profeta exclama: "Saldrá un vástago del tronco
de Jesé, y un retoño de sus raíces brotará" (Isaías 11, 1). David, al
exultar por el fruto de este monte, dice a Dios: "Oh Dios, que te alaben
los pueblos, que todos los pueblos te alaben. La tierra ha dado su fruto".
Sí, la tierra ha dado su fruto, porque aquel a quien engendró la Virgen no fue
concebido por obra de hombre, sino porque el Espíritu Santo extendió sobre ella
su sombra. Por este motivo, el Señor dice al rey y profeta David: "El
fruto de tu seno asentaré en tu trono" (Salmo 131, 11). De este modo,
Isaías afirma: "el germen del Señor será magnífico" (Isaías 4, 2). De
hecho, aquel a quien la Virgen engendró no sólo ha sido un "hombre
santo", sino también "Dios poderoso" (Isaías 9, 5)» («Textos
marianos del primer milenio» --«Testi mariani del primo millennio»--, III, Roma
1990, p. 625)".
(San Juan
Pablo II. Comentario al Salmo 66, «Que todos los pueblos te alaben». Ciudad del
Vaticano, miércoles, 17 noviembre 2004).
La segunda lectura de la carta a los gálatas (Ga 4,4-7) es,
históricamente, el primero que hace mención de María y se encuentra en su carta
a los Gálatas escrita, probablemente, en Éfeso en el año 54, durante el tercer
viaje de su misión apostólica. Pablo
dirige esta carta a una región, a un conjunto de iglesias, ubicadas en Galacia,
lo que es hoy Turquía, fundado por el un grupo étnico llamado los Celtas, los
Galos, quienes tenían fama de ser volubles y cambiantes, en específico a las iglesias
de Antioquía de Pisidia, Iconio, Listra, y Derbe, mismas que fundó en su primer
viaje misionero.
Falsos maestros judaizantes
estaban pervirtiendo el Evangelio de la gracia, engañando a unos Gálatas
volubles e inestables, poniendo no peligro no solo la fe de los Gálatas, sino
que el corazón mismo del Evangelio es “la justificación por la fe”, “la
salvación por fe, y no por obras”. Y estos judaizantes estaban enseñando que
para ser salvo, la fe en Cristo no era suficiente, sino que además necesitabas
cumplir la ley.
Los Gálatas estaban cayendo en
el error del legalismo, de la religiosidad, del ritualismo, estaban comprando
la idea que regresar a la ley era señal de madurez, de espiritualidad superior,
creí por fe, Dios me encontró cuando yo no le buscaba, pero, ahora, ya he
crecido, he madurado, de tal manera que ya puedo por mí mismo a través de
rituales y la ley sostenerme delante de Dios, le puedo demostrar a Dios que ya
no me tiene que ayudar tanto porque ahora ya crecí y me las puedo arreglar solo,
pretendiendo justificarse delante de Dios cumpliendo la ley
San Pablo intenta mostrarles
cómo es todo lo contrario, regresar a la ley no es avanzar, sino retroceder,
abandonar la gracia y regresar una vez más a la ley o al legalismo, a las
obras, no es ganar mayor espiritualidad, sino regresar a la esclavitud de las
obras, al vernos incapaces de alcanzar el estándar de perfección que Dios
demanda.
San Pablo está respondiendo a
la pregunta, ¿qué es lo que salva a una persona? ¿Cómo una persona puede estar en
una relación correcta con Dios? A la cual Pablo tiene una sola respuesta: Es
por fe. El único camino a la salvación que ofrece la Biblia, la Palabra de
Dios, es la fe.
Nos recuerda cómo venimos a
Cristo por su pura gracia, Cristo nos salvó no por nuestras obras, no cuando lo
estábamos buscando, sino, que fue por su pura misericordia que nos alcanzó, a
nosotros solo nos tocó oír con fe, creer en su testimonio.
San Pablo explica cómo
hay una promesa y un pacto con Abraham, y un pacto con Moisés, cómo son dos
pactos diferentes, con diferentes términos y características, los cuales no se
contraponen, sino que más bien se complementan. Como las promesas de Dios a
Abraham son irrevocables e incondicionales, y fueron cumplidas en Cristo.
La ley de Moisés que vino
siglos después de la ley, no fue traída para reemplazar la promesa a Abraham,
sino con funciones específicas y con una duración temporal, hasta que llegara
Cristo, su función era revelar el pecado y mostrarnos la necesidad de un
salvador, fue cuidarnos hasta que llegar la promesa, la cual era Cristo, y una
vez llegado Cristo, nosotros llegar a
Cristo, la ley no sería necesaria.
Estos cuatro versículos son
todo un tratado dogmático en los que se cruzan los temas de amor, libertad,
esperanza, generosidad, alegría, confianza...
-«Cuando se cumplió el tiempo». Para nuestra mentalidad evolucionista
es difícil entender que algún tiempo llegue a su plenitud. Pero en la
historia del hombre hay, sin duda, momentos preñados, llenos, cargados de
semillas del mejor progreso.
-«Envió Dios a su Hijo». No bastaban las bendiciones anteriores; eran
bendiciones parciales. Ahora nos lo dará todo en el Hijo. No hay amor más
grande.
-«Nacido de una mujer». No baja apoteósicamente del cielo. La ley de
la encarnación, con todas sus limitaciones. ¿Qué admiras más, la humildad
de Dios o la grandeza de María? María, la Theotokos. La humanidad ha dado
un fruto divino.
-«Nacido bajo la ley». Hasta ahí llegó la Encarnación. El Hijo de
Dios no sólo se introduce en las generaciones humanas, sino en sus
estructuras políticas, culturales y religiosas.
-«Para rescatar». Toda una estrategia liberadora. Salva desde dentro.
-«Ser hijos por adopción». Dios nos envía a su Hijo para contagiarnos
de filiación, para unirnos a todos en la fraternidad. El Hijo de Dios se
hace hombre para que el hombre llegue a ser Hijo de Dios.
-«Dios envió a nuestros corazones el Espíritu de su Hijo». ¿Cabe
mayor generosidad? Nos mete hasta dentro el Espíritu del Hijo. Cristo no
sólo estará con nosotros, sino en nosotros. Se nos concede lo más íntimo
de Dios, que nos cristifica.
-«¡Abba!».
Era la canción
de Jesús, ininterrumpida. Ahora puedes escuchar en ti el eco de esa
canción y hacerlo tuyo.
-«Ya no eres esclavo, sino hijo». «Donde está el Espíritu, allí hay
libertad» (2 Cor. 3, 17) y hay amor filial.
-«También heredero». La plenitud de las promesas está aún por
cumplirse. Poseemos ya las arras del Espíritu, las semillas de la
verdadera felicidad o de la vida eterna. Pero aún somos hijos de la
esperanza.
“Dios
envió a su Hijo, nacido de una mujer”
En
estas palabras evoca Pablo, de manera concentrada como es usual en sus
escritos, no solamente la madurez a que ha llegado la historia de la humanidad,
hasta el punto de hacerse Dios presente en ella a través de su Hijo, sino la
plena humanidad de Jesús, hijo de María -una mujer-, cuya maternidad divina hoy
celebramos, y sometido a la ley de su pueblo para liberarnos del yugo de toda
ley inhumana. La plenitud de los tiempos no es un
momento de madurez de la humanidad. La plenitud es obra de Dios.
La
Palabra, nacida en Israel, ha llegado a su plenitud en Jesús, y ha roto todos
los moldes. Se ha anunciado al mundo entero, a judíos y gentiles, libres y
esclavos, y nos ha mostrado quiénes somos: no simples cumplidores de la Ley,
sino hijos y herederos.
San Pablo mira desde atrás, con la vista
puesta en el único autor del futuro del hombre: Dios. “Sólo con ojos de
redimido puede llamar plenitud de los tiempos” al momento de la Encarnación. El
proyecto de Dios tiene un objetivo primordial: la liberación del hombre. Dios,
fiel a sí mismo, hace al hombre libre. La primera es su Madre Santísima,
primera entre los salvados y única en la obra de Dios.
Fijémonos en las referencias que se hacen a María en el texto. María no es nombrada por su nombre propio,
pero la mujer en cuestión, no puede ser otra que ella. San Pablo hace de esta
mujer la garantía más cierta y más segura sobre la humanidad del Señor. María
aquí es insoslayable en cuanto a la encarnación del Hijo. Esta encarnación es
la que, precisamente, nos trae la salvación, y que, de hecho, nos eleva a la
dignidad de hijos. El gran valor de este texto es que se escribió en estilo y
forma “paralelística”. El paralelismo es un procedimiento literario que toma la
forma de U y mantiene dos partes simétricas en ambas ramas que, recíprocamente,
se aclaran. Se ve claramente que las diversas partes de cada rama están
entrelazadas entre sí y así lo confirma el texto: cuando nace Jesús de una
mujer, es cuando nosotros nacemos como hijos de Dios. El vínculo es el de
causa, el nacimiento de Jesús, a efecto, nuestro nacimiento como hijos de Dios.
Cuando María es escogida para ser Madre de Dios, también nosotros somos
escogidos entonces para ser hijos de Dios y poseer el mismo Espíritu de Jesús y
como Él, ser capaces de poder llamar a Dios: “¡Abba, Padre!”.
También este paralelismo tiene
dos partes: la primera es descendente y comprende a todos cuantos intervienen
en la salvación: Dios, el Padre, el Hijo, y la mujer que lo recibe. La segunda
parte, o rama, es ascendente y la forman los salvados que estaban todos bajo la
ley y que reciben el Espíritu Santo: Nosotros “para que se nos conceda la
adopción filial”. Vosotros: “prueba de que sois hijos de Dios es que Dios ha
puesto en vuestros corazones al Espíritu de su Hijo que clama: “Abba Padre”. A
ti: “ya no eres esclavo sino hijo y por tanto, heredero de Dios”. Toda esta
gran hazaña de la salvación ha sido posible porque el Hijo, en la plenitud de
los tiempos, nació de una mujer y esta mujer es María. Los lazos con que Jesús
nos salva, son tan fuertes, que con razón, podemos proclamar que formamos con
Él una sola familia: “tenemos un mismo
Padre, estamos habitados por el mismo Espíritu que el Hijo; somos llamados
hijos y tenemos a Jesús por hermano y a María por madre”.
“ Y prueba de que sois hijos es que Dios envió a
nuestros corazones el Espíritu de su Hijo, que clama: «Abba! ¡Padre!»”. La adopción filial constituye
el motivo por el que Dios nos comunicó el Espíritu de su Hijo. El final de los
tiempos no sólo trajo consigo la misión del Hijo al mundo; a aquellos que son
hijos de Dios por la fe les trajo también el bien prometido: han recibido el
don escatológico del Espíritu.
Dios envió el Espíritu de su
Hijo a nuestros corazones. No sólo, pues, hemos sido colocados en la situación
privilegiada de hijos de Dios, sino que en lo más íntimo de nuestro ser, en
nuestro corazón, estamos poseídos por el Espíritu de Jesucristo. Y su Espíritu
es «Espíritu de filiación» (Rom 8,14ss); él es quien nos da la actitud que
conviene al hijo frente al padre: la obediencia llena de fe. Este Espíritu
viene en auxilio de nuestra debilidad (Rom 8,26). Transforma nuestro interior,
da al hombre un corazón nuevo y un nuevo espíritu.
“Así
que ya no eres esclavo, sino hijo, y si eres hijo, eres también heredero por
voluntad de Dios”.
El clamor del Espíritu de Dios
que habita en nuestros corazones hace patente que ya no somos esclavos, sino
hijos, pues el Espíritu testifica «que somos hijos de Dios» (Rom 8,16). Pablo
usa la segunda persona del singular para que todos, individualmente, caigamos
en la cuenta. En la filiación de cada individuo ha alcanzado la misión de Dios
su objetivo último. Gracias a la misión de Cristo todos estamos capacitados
fundamentalmente para pasar a ocupar el lugar de hijos de Dios (4,4s). Por la
infusión del Espíritu de Cristo en los corazones de los fieles, los «bautizados
en Cristo», los verdaderos hijos de Dios (cf. 3,26-28), cada individuo en
concreto llega a adquirir conciencia de su filiación divina. Ahora su tarea
consiste en vivir lo que es, en mostrarse, a lo largo de su vida, como hijo de
Dios: «los que se rigen por el Espíritu de Dios, ésos son hijos de Dios» (Rom
8,14). El niño se abandona con fe a la guía del padre, le mira con espíritu de
filiación, no con miedo servil. Quien es hijo es también heredero. Quien por
Cristo y por su Espíritu ha llegado a ser hijo de Dios es también heredero de
la promesa. Ya no es esclavo, sino hijo que tiene derecho a la herencia. Ya no
es un menor de edad sometido a un tutor, porque el tiempo se ha cumplido y la
herencia está en su mano.
Es
sólo Dios, su inclinación graciosa, quien nos da la herencia, no el obrar
humano realizado como prestación. «En Cristo» tenemos asegurada la herencia.
«Siendo hijos, somos también herederos: herederos de Dios y coherederos con
Cristo, con tal, no obstante, que padezcamos con él, a fin de que seamos con él
glorificados» (Rm 8,17). Al final de los tiempos, Dios revelará la gloria de su
Hijo ante todo el mundo.
Es
la síntesis y la esencia del mensaje de la Navidad.
En el texto San Pablo nos recuerda como la promesa de Dios fue dada
para darnos libertad plena a diferencia de la ley, la cual nos encierra, nos
cuida con un látigo, nos esclaviza, nos cierra la puerta, dejándonos fuera, no
así la fe, la cual nos hace a todos Hijos de Dios por igual, nos reviste de
Cristo, dándonos libertad plena de la condenación de la ley, librándonos del
elitismo y dándonos el mismo nivel de acceso a Dios, a su gracia y bendición a
convirtiéndonos por la fe en hijos legítimos de Abraham.
En el texto vemos este
problema desde una perspectiva diferente, ahora Pablo enfoca el tema en aquel
que vive su cristianismo de acuerdo a la promesa y aquel que lo vive de acuerdo
a la ley, y cómo esto afecta directamente a su relación con Dios, cómo aquel
que vive bajo la ley y aquel que vive bajo la gracia, tiene o la relación de de
un esclavo o la de un hijo respectivamente, cómo los que pretenden relacionarse
con Dios a través de reglas y legalismo están en una situación aún peor que la
de un esclavo.
La libertad de los cristianos
no tiene un fundamento simplemente jurídico; se afianza en el hecho de que
somos hijos y, por lo tanto, herederos, porque así lo ha querido Dios. Y éstas,
nuestra filiación divina y nuestra libertad de hijos y herederos, se fundan en
el haber enviado Dios a su hijo Jesucristo "cuando se cumplió el tiempo...
nacido de una mujer, nacido bajo la Ley para rescatar a los que estaban bajo la
Ley".
Cuando Pablo recuerda esta
nueva forma de existir, hace al mismo tiempo una llamada apremiante a todos los
lectores para que pongan en práctica, en obediencia de fe, esta actitud filial.
El
Espíritu clama al Padre: Abba!, ¡Padre! Se ha apoderado de nosotros con tanta
fuerza que ya no es nuestro yo quien ora al Padre, sino el Espíritu del Hijo de
Dios. Más tarde, Pablo dirá que nosotros clamamos «en» ese Espíritu: «Abba!,
¡Padre!» Es la fuerza creadora divina la que nos hace capaces de orar
filialmente. Pablo no renuncia a la forma aramea del nombre de padre, tal como
la usó Jesús dirigiéndose a su Padre (Mc 14,36). Es una fórmula íntima que
corresponde más o menos a nuestro «papá». Así se dirigían los hijos a sus
padres. Ningún judío se hubiera atrevido a dirigirse así a Dios. Sólo Cristo,
como Hijo de Dios, pudo atreverse a dirigirse a Dios sin rodeos, como padre. Al
hacerlo, no olvida que Dios es nuestro padre en los cielos (Mt 6,9). ¡Gran
misterio de salvación, celebrado en esta Navidad!.
El evangelio de San Lucas (Lc 2,16-21) hoy
se nos propone la continuación del relato del nacimiento de Jesús, que se leyó
la noche de Navidad, que se compone de tres partes (1ª vv.1-6; 2ª vv. 7-14; 3ª
vv. 15-21).
Nos permitimos señalar que esta tercera parte del relato de Lucas tiene un
cierto sentido por sí mismo, en cuanto muestra la respuesta humana al momento
anterior que es todo él mítico, revelador, divino, angelical y extraordinario.
Los pastores ¿qué harán? ¿buscarán al Salvador? ¿dónde? ¿es suficiente el signo
que se les ha dado? ¡Desde luego que si!, lo buscarán y lo encontrarán. Pero lo
buscarán y lo encontrarán con el instinto de los sencillos, de los que no se
obsesionan con grandezas; diríamos que lo encontrarán, más bien, por instinto
profético. El narrador no deja lugar a dudas, porque quiere precisamente
mostrar la respuesta humana al anuncio celeste. Los pastores se dicen entre
ellos algo muy importante: «lo que nos ha revelado el Señor”. Y se van derechos
a Belén ¿a Belén? ¿era esa acaso la ciudad de David? Sí; lo fue, pero ya no lo
era de hecho, porque Jerusalén había ganado la partida. Pero como por medio
está el anuncio del Señor, recuperan el sentido genuino de las cosas. Y van a
Belén, de donde procedía David, para “ver” al Mesías verdadero. Es verdad, todo
es demasiado ajustado al proyecto teológico de Lucas, que quiere poner de
manifiesto el designio salvador de Dios.
El texto nos
habla de la vida
de María y su fe -su adhesión al plan de Dios encarnado en Jesús- se acercan
más a la de los cristianos de a pie que se debaten entre dudas y preguntas,
entre incertidumbres y contradicciones.
En los dos primeros capítulos
de su Evangelio, Lucas lo pone de relieve: Los pastores , acogiendo en su
corazón la palabra del ángel, «fueron corriendo y encontraron a María, a José y
al niño acostado en el pesebre. Al verlo, les contaron lo que les habían dicho
del niño.
Todos
los que lo oyeron se admiraban de lo que les decían los pastores. María, por su
parte, conservaba el recuerdo de todo esto, meditándola en su interior» (Lc
2,l6ss). No basta oír, hay que meditar. Las decisiones personales salen de
dentro del corazón. Además, cuando el corazón deja de escucharse siempre a sí
mismo y sale de sí mismo, se da cuenta de cuántos problemas hay a su alrededor
y halla fuerzas para encontrarse con la novedad del amor de Dios manifestado en
Jesús que se nos entrega, portador de la vida y de la paz.
La
noticia de un Mesías, niño, acostado en el pesebre, coge de sorpresa a todos. ¡El
Mesías, el Salvador, el heredero del trono de David su padre, acostado en un
pesebre! ¡El hijo del Altísimo sumergido en la debilidad humana: un tierno
niño, compartiendo ya desde el principio la condición de los humildes y pobres
de la tierra!.
Al imponerle al Niño el Nombre,
en la circuncisión, José ejerció el derecho y el deber del padre. "Tú le
pondrás por nombre Jesús" (Mt 1,22). Así se lo había mandado el ángel. En
el lenguaje de la Biblia dar el nombre significa tomar posesión de lo que se
nombra: "Dios llama por su nombre a las estrellas; Jesús llama a Simón,
hijo de Juan, "Cefas". José así, se hace responsable del Niño, Jesús,
en su misión mesiánica de Salvador. "Al cumplirse los ocho días, cuando
tocaba circuncidar al Niño, le pusieron por nombre Jesús, como lo había llamado
el ángel antes de su concepción" Lucas 2,21.
Jesús significa Dios que salva
de todo mal. A todos los hombres, de todos los males, que en el fondo, son
privación de la plenitud de la vida verdadera, corporal, espiritual,
psicológica, moral. Nos libra del error y la ignorancia, nos fortalece en las
tristezas, nos conforta en el dolor. Y nos sigue librando hoy y ahora, en la
Eucaristía, donde "tiene piedad y nos bendice, e ilumina su rostro sobre
nosotros" (Salmo 66).
El texto concluye con tres
afirmaciones importantes:
1) Cuando nace el Hijo de Dios,
hablan los ángeles, los pastores, los reyes venidos de Oriente. Hablarán Simeón
y Ana en el templo. Sólo María calla, absorta en el misterio. Sólo la Madre
guarda silencio.«María -comenta Lucas- conservaba el recuerdo de todo esto,
meditándolo en su interior.» Difícil de digerir la escena; por eso María
tendría necesidad de meditar en su interior estos acontecimientos, que rompían
los esquemas que se habían trazado sobre el mesías venidero.
Sólo María calla. Dios habló a
Abraham y a Moisés y envió a los Profetas para que hablaran a nuestros padres.
Ahora, en esta etapa final nos ha hablado por su Hijo (Hb 1,1).
2) Que el niño fue circuncidado
al octavo día de su nacimiento, es decir, que se cumplió en él lo que
prescribía la ley judía, para que algún día nosotros pudiéramos liberarnos de
ritualismos inútiles. Él se sometió a la Ley "para rescatar a los que
estaban bajo la Ley", como dice San Pablo en la segunda lectura.
3) Que le pusieron, ese mismo
día de su circuncisión, como acostumbraban los judíos, el nombre de Jesús, que
el ángel había anunciado que llevaría. Un nombre que significa nada menos que:
"Dios es salvador"; todo un programa de vida para el niño, y para
nosotros sus discípulas y discípulos en este año que hoy comenzamos.
Digamos, finalmente, una
palabra sobre la jornada mundial por la paz que hoy celebra la Iglesia. La paz
es, por una parte, un don de Dios, de su Espíritu. Por eso hay que pedirla
fervientemente en la oración: paz entre las grandes religiones de la tierra,
entre las razas y las naciones, entre los hombres y las mujeres de todo el
mundo, de todas las edades y de todas las lenguas. Paz entre los iglesias
cristianas, para que lleguen a conformar algún día la gran Iglesia, la única
Iglesia de Jesucristo, para que todos crean. Paz como fruto de la justicia,
pues mientras permanezcan las desigualdades abismales entre los pocos ricos del
mundo y los millones y millones de pobres, es muy difícil que haya paz. La paz
es, por tanto, tarea nuestra: se funda en la justicia de nuestras relaciones,
en el respeto por cada uno de los seres humanos, en la defensa de su dignidad y
en la plena realización de sus derechos.
Un programa político, cultural,
social, religioso, familiar.
"Bienaventurados los que
trabajan por la paz porque serán llamados hijos de Dios!" dijo Jesús,
nuestro Señor.
¿No es un programa para
nosotros este año, seguir el ejemplo de los pastores? ¿No somos, como ellos,
indignos de haber sido llamados a la fe en Jesús, pero agraciados porque Dios
no ha tenido en cuenta nuestra indignidad?
Así
comenta San Agustín este salmo: Lc 2,16-21: La Iglesia, como María, virgen
y madre " La Palabra del Padre por la que fueron hechos los tiempos,
al hacerse carne, nos regaló el día de su nacimiento en el tiempo; en su origen
humano quiso tener también un día aquel sin cuya anuencia divina no transcurre
ni un día. Estando junto al Padre, precede a todos los siglos; naciendo de la
madre se introdujo en este día en el curso de los años. El Hacedor del hombre
se hizo hombre, de forma que toma el pecho quien gobierna los astros; siente
hambre el Pan, sed la Fuente; duerme la Luz, el Camino se fatiga en la marcha,
la Verdad es acusada por falsos testigos, el Juez de vivos y muertos es juzgado
por un juez mortal; la Justicia condenada por gente injusta, la Disciplina
castigada con flagelos, el Racimo coronado de espinas, la Base colgada de un
madero, la Fortaleza debilitada, la Salud herida, la Vida muere. Aunque él, que
por nosotros sufrió tantos males, no hizo mal alguno, ni nosotros, que por él
recibimos tantos bienes, merecíamos algún bien, para librarnos a nosotros, a
pesar de ser indignos, aceptó sufrir todas aquellas indignidades y otras
parecidas. Con esa finalidad, pues, el que existía como hijo de Dios desde
antes de todos los siglos sin comienzo de días, se dignó hacerse hijo del
hombre en los últimos días, y el que había nacido del Padre, sin ser hecho por
él, fue hecho en la madre que él había hecho, para hallarse aquí, en un momento
determinado, nacido de aquella que nunca y en ningún lugar hubiera podido
existir a no ser por él.
Así
se cumplió lo que había predicho el salmo: La verdad ha brotado de la tierra (Sal 84,12). María fue virgen
antes de concebir y después de dar a luz. ¡Lejos de nosotros el creer que
desapareció la integridad de aquella tierra, es decir, de aquella carne de
donde brotó la verdad...! En efecto, en el seno de la virgen se dignó unirse a
la naturaleza humana el Hijo unigénito de Dios, para asociar a sí, cabeza
inmaculada, a la Iglesia, inmaculada también, a la que el apóstol Pablo da el
nombre de virgen no sólo en atención a las vírgenes en el cuerpo que hay en
ella, sino también por el deseo de que sean íntegros los corazones de todos. Os
he desposado -dice- con un único varón para presentaros a Cristo
como virgen casta (2 Cor 11,2). Así, pues, la Iglesia imitando a la
madre de su Señor, dado que en el cuerpo no pudo ser virgen y madre a la vez,
lo es en el corazón. Lejos de nosotros el pensar que Cristo al nacer privó a su
madre de la virginidad, él que hizo a su Iglesia virgen, liberándola de la
fornicación con los demonios. En este día de hoy, celebrad con gozo y
solemnidad el parto de la Virgen, vosotras las vírgenes santas, nacidas de su
virginidad inviolada; vosotras que despreciando el matrimonio terreno,
elegisteis ser vírgenes también en el cuerpo. Ha nacido de mujer quien en
ningún modo fue sembrado por varón en la mujer. Quien os trajo lo que ibais a
amar, no quitó a su madre eso que amáis. Quien sana en vosotras lo que
heredasteis de Eva, ¡cómo iba a dañar lo que habéis amado en María!
Aquella
cuyas huellas seguís no yació con varón para concebir, y después del parto
siguió siendo virgen. Imitadla en cuanto podáis, no en la fecundidad, porque no
os es posible sin herir la virginidad. Sólo ella pudo tener ambas cosas de las
cuales vosotras quisisteis tener una, que perderíais si pretendieseis poseer
las dos. Sólo pudo poseer ambas cosas la que engendró al todopoderoso que le
dio tal poder. Convenía que sólo el Hijo de Dios se hiciese hombre de ese modo
sin igual. Que Cristo no deje de ser algo para vosotras por ser hijo sólo de
una virgen. Aunque no pudisteis darle a luz en la carne le encontrasteis como
esposo en el corazón; y esposo tal que vuestra felicidad lo tiene por redentor
sin que vuestra virginidad lo tema como su destructor. Quien no quitó a la
madre la virginidad ni siquiera en el parto corporal, mucho más la conservará
en vosotras en el abrazo espiritual. No os consideréis estériles por haber
permanecido vírgenes, pues hasta la piadosa integridad de la carne cae dentro
de la fecundidad de la mente. Obrad lo que dice el Apóstol: puesto que no
pensáis en las cosas del mundo ni en cómo agradar a vuestros maridos, pensad en
las cosas de Dios y en cómo agradarle a él en todo, para que sea fecundo no
vuestro seno con la prole, sino vuestra alma con las virtudes.
Para
concluir me dirijo a todos, os hablo a todos; con mi palabra apremio a la
virgen casta, toda entera, que el Apóstol desposó con Cristo. Lo que admiráis
en la carne de María realizadlo en el interior de vuestra alma. Quien cree en
su corazón con vistas a la justicia, concibe a Cristo; quien lo confiesa con la
boca con la mirada puesta en la salvación, da a luz a Cristo. De esta manera
sea exuberante la fecundidad de vuestros corazones conservando siempre la
virginidad"
(San Agustín , Sermón 191).
Rafael Pla
Calatayud.
rafael@betaniajerusalen.com
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