Comentarios a las lecturas del IV Domingo de Adviento 22 de diciembre de 2019
Isaías 7, 10-14
Salmo 23, 1-2,3-4ab.5-6
Romanos 1, 1-7
Mateo 1, 18-24
En el Adviento, tiempo de esperanza confiada en el Señor nos viene bien contemplar las figuras bíblicas que nos propone la Palabra de Dios, asi como las expresiones de esperanza ilusionada que nos presentan.
El cuarto domingo de Adviento es siempre el preámbulo necesario para mejor entender litúrgicamente el Nacimiento del Señor. Nos lo dice el Salmo. "Va a entrar el Señor: Él es el Rey de la Gloria". El Señor va a llegar y nosotros debemos tener al corazón abierto a su llegada y el espíritu limpio para mejor recibirle. Y de algo tan grande hemos de ser muy cuidadosos en la atención a lo que contiene esta Misa. El Nacimiento de Belén estaba anunciado por los profetas y conviene que lo tengamos en cuenta. El Antiguo Testamento es una preparación para los tiempos plenos del Nuevo y nexo de unión entre las Alianzas entre Dios y los hombres
A partir de la lectura de Isaías y del evangelio de Mateo podríamos decir que hoy es el domingo, el día que celebra al Señor como el "Dios-con-nosotros". Isaías, una vez más va a aproximar su acción profética, afirmando que la gran señal de Dios --la que no quiere pedir Acaz-- será precisamente "que la virgen está encinta y da a luz un hijo, y le pone por nombre Emmanuel".
La presencia salvadora de Jesús (el que salva), el enviado de Dios, es lo que más se ha de subrayar en el inmediato ciclo de Navidad. El niño que ha de nacer es Dios presente, Dios cercano, que se hace uno de nosotros, como un hombre cualquiera (nos dirá Pablo). Pero él está con nosotros como el que salva, el que lleva a término el designio salvador del Padre.
Con el testo de la primera lectura ( Is 7,10-14) comienza el llamado «Libro de Emanuel» (capítulos 7-11), conjunto de reflexiones proféticas sobre la radical inconsistencia de toda seguridad humana y sobre la inmanencia de Dios, del totalmente Otro, como fuerza determinante de la historia.
Los versos de esta lectura pertenecen a las "Memorias de Isaías", en las que el profeta nos habla de su actividad durante la guerra siro-efraimítica (7, 1-9, 6). Memoria que se abre con un cuadro guerrero y se cierra con otro de paz. ¿Qué es lo que ha ocurrido?.
Con el c.7 comienza la sección del I Isaías que se llama el "libro de Emmanuel" (c. 7-12). La situación política es la siguiente: Acaz es rey de Judá. El reino del norte se ha aliado con Damasco y Siria para defenderse del empuje de Asiria. Estos mismos pretenden que en el reino del sur se instaure una monarquía antiasiria y se pase al frente antiasirio, lo cual sería atentar contra la dinastía davídica.
Corren los años 743/733 a. de C. Rasín, rey de Siria; Pecaj, usurpador del trono de Israel, y otros monarcas forman una gran coalición, llamada siro-efraimítica, para luchar contra el gran coloso que ha surgido en Asiria, Tiglat-Pileser III, que amenaza con someter a vasallaje a todos sus reinos. Acaz, rey de Judá, no quiere entrar en la coalición, sino someterse al rey asirio para obtener su protección. Los aliados tratan por todos los medios de forzarle y, por eso, se dirigen hacia Jerusalén en son de guerra.
Isaías sale al frente de este gran peligro con dos "avisos" proféticos al rey Acaz: las amenazas de Damasco-Siria-reino del norte no se cumplirán (7, 1-9); el signo del Emmanuel (7, 10-16). En un ambiente de tal prueba social suena incomprensible la voz del profeta: es preciso confiar en Dios más que andar buscando alianzas que llevarán al pueblo a la ruina (v. 9b).
De repente, los países del Próximo Oriente se sienten inseguros ante la aparición de una superpotencia: Asiria. Contra ella, y por iniciativa de la otra gran potencia rival, Egipto, se forma la federación de los reinos de Damasco y Samaría, a la que se intenta arrastrar a Judá. La resistencia del rey Acaz a entrar en esta coalición explica la llamada guerra «siro-efraimita». El pueblo de Judá está amenazado, por una parte, por Asiria, y, por otra, los pueblos vecinos, Siria, edomitas y filisteos. La disyuntiva era clara; aliarse con Asiria, o con sus vecinos. Y Acaz, el rey de Judá, había escogido al más poderoso, Asiria, como amigo. Isaías se presenta y aconseja al Rey el tercero y único camino salvador para Judá, una postura no de alianzas políticas ni diplomáticas, sino de fe.
Que Acaz confíe en Asiria tiene su explicación humana, pero a los ojos de la fe equivale a desconfiar de las promesas divinas hechas a la casa davídicas (II Sam 7, 16) y aceptar a los dioses asirios. Sólo la fe en la palabra de Dios que le sale al encuentro por medio de Isaías, y no los planes humanos, podrán salvar al rey y a su pueblo (v. 9b).
En estas circunstancias en que Judá se mueve con una prudencia puramente política y no basada en la fe, entra en escena Isaías, portador de una palabra libre y liberadora. Su reflexión va a significar que los factores exteriores pueden borrar a Israel del cuadro político, lo pueden deshacer como Estado pero no como comunidad religiosa.
Precisamente de lo que carecía el rey Acaz y sus asesores; que tenga fe, que sea providencialista, que confíe única y exclusivamente en el Dios de la Alianza y las Promesas.
Los razonamientos del profeta tienen como base y fundamento la teología de la alianza: Israel sólo puede tener historia a partir de la fe, no debe su origen «a los carros ni a los caballos», a la fuerza humana, sino a Dios (30,15-17). De aquí que la fe tenga derecho a formular unas exigencias que, desde el punto de vista político, pueden parecer un error y un drama. Pero la tarea del profeta es conservar al pueblo de Dios como tal y no defender a cualquier precio las razones de Estado. Dios no se encierra ni se deja encerrar en ninguna realidad, por justa que parezca. La vida de Israel y su legitimidad no pueden apoyarse en su propia fuerza ni en las alianzas con otros pueblos, sino sólo en Dios: «Si no creéis (= si no os hacéis fuertes en mí), no subsistiréis» (v 9b). Sin embargo, Acaz busca seguridades distintas de la fe: cree más prudente pactar con Asiria para defender los intereses político-religiosos de Israel, como si así pudiera defender mejor a Dios. Pero Dios no necesita «defensores», sino testigos ilusionados que reconozcan la gratuidad de la salvación. Este es el gran reto a todas las formas de fanatismo y de soberbia a lo largo de la historia. La política de Acaz pone en peligro la gratuidad de la alianza y de la salvación. De ahí la palabra del profeta, hecha de amenaza y de esperanza: vendrá otro mediador de la alianza que merecerá el nombre de Enmanuel, porque en él «Dios-estará-con-nosotros».
No podía Acaz prescindir de Dios en sus decisiones y convertirse en un rey como los demás reyes de la tierra. Si obraba así era como una usurpación divina. Isaías, consciente de la infidelidad del rey y de no haber sido escuchado, se presenta ante la corte demostrando cómo Dios puede hacer lo que desea y cómo deben fiarse de él, que le pidan un "signo" a cualquier nivel, en lo hondo del abismo o en lo alto del cielo.
El rey Acaz y el profeta Isaías se hallan frente a frente. Acaz solicita la ayuda a Siria para vencer a sus vecinos enemigos: bajo una falsa religiosidad oculta una absoluta falta de fe en la intervención divina.
“Y dijo Isaías a Acaz: Pide a Yahvé, tu Dios, una señal en las profundidades del Seol o arriba en lo alto" (Is 7, 10). El rey Acaz desconfía de Yahvé, no cree en la palabra que le promete protección y ayuda. Y se vuelve aterrado hacia sus enemigos, los reyes de Asiria y de Israel, que se han aliado contra él. No se acuerda de recurrir a Dios y se echa a temblar "como tiemblan los árboles del bosque a impulso del viento".
Isaías le ofrece un signo: el nacimiento de un niño, encarnación de la benevolencia de Dios, de su presencia salvadora -Enmanuel- Dios con nosotros.
El niño pudo ser históricamente el mismo hijo del rey, próximo a nacer. Pero en el contexto profético designa ya al Mesías. Y con él -como parte integrante del mismo signo- se asocia la madre.
El niño es puro don de Dios, fruto de la fe. aquella maternidad se entenderá pronto dentro de las maternidades prodigiosas del AT.
El escéptico Acaz debió sonreír ante una respuesta divina para solucionar los problemas humanos. El profeta, indignado, se torna amenazador. "Si no tenéis fe, no subsistiréis". Israel era un pueblo teocrático. El rey era simplemente el representante de Dios. Debía actuar siempre en dependencia de él, debía creer.
Acaz no está dispuesto a cambiar su política de pacto con Asiria y lleno de hipocresía rechaza el signo. Isaías no aguanta más. Y reprochando su conducta hace este maravilloso anuncio de que la fidelidad y garantía de Dios estará siempre con el pueblo que se fía de él.
"El Señor mismo os dará la señal: He aquí que la Virgen grávida da a luz, y le llama Emmanuel" (Is 7, 14). La gran señal del amor y del poder divinos; el gran prodigio de todos los tiempos. Una doncella, una muchacha virgen, concibe en sus entrañas sin intervención de varón al Verbo de Dios, a Dios mismo que baja a la tierra para ser hombre, un niño pequeño y frágil que nace en el silencio de la media noche. Y el nombre del Niño será Emmanuel, Dios-con-nosotros. El nombre para un semita indica lo que se es. Por eso Jesús es Dios-con-nosotros. Dios que viene a la tierra para llenarla de amor y de esperanza, de alegría y de paz. Dios que viene a sacarnos de nuestra miseria, de nuestro triste egoísmo.
En la lectura encontramos a Isaías que se presenta ante el rey Acaz y le echa en cara su cobardía, le exhorta a que recurra a Dios, a que confíe en su divino poder. Acaz vacila, no tiene fe, no cree que Dios pueda sacarlo del apuro en el que está metido. Pide una señal, le dice el profeta, pide un prodigio y Dios lo realizará. Para que no dudes, para que no tiembles, para que creas...
La secuencia del Antiguo Testamento del profeta Isaías es un canto a la belleza de la esperanza. “ El desierto y el yermo se regocijarán, se alegrarán el páramo y la estepa, florecerá como flor de narciso, se alegrará con gozo y alegría… Se despegarán los ojos del ciego, los oídos del sordo se abrirán, saltará como un ciervo el cojo, la lengua del mudo cantará…” Son notas poéticas que anuncian la llegada al mundo del Mesías. Su irrupción, como agua en el desierto, cambia todas la cosas, dando nueva vida y sentido a la Creación.
Nosotros, demasiadas veces, adoptamos la postura absurda para un creyente. Temblar, temer, angustiarse, preocuparse hasta perder la paz. Todo eso es inconcebible en quien cree y espera en Dios, en quien le ama y le adora como Señor Todopoderoso, infinitamente bueno.
El responsorial es el salmo 23 (Sal 23,1-2,3-4ab.5-6 ) Para poder descubrir con claridad el hilo conductor que atraviesa este himno es necesario tener muy presentes tres presupuestos fundamentales:
*El primero atañe a la verdad de la creación: Dios creó el mundo y es su Señor.
*El segundo se refiere al juicio al que somete a sus criaturas: debemos comparecer ante su presencia y ser interrogados sobre nuestras obras.
*El tercero es el misterio de la venida de Dios: viene en el cosmos y en la historia, y desea tener libre acceso, para entablar con los hombres una relación de profunda comunión.
De las tres partes del salmo 23,el texto de hoy nos presenta dos. La primera es una breve aclamación al Creador, al cual pertenece la tierra, incluidos sus habitantes (vv. 1-2). Es una especie de profesión de fe en el Señor del cosmos y de la historia. En la antigua visión del mundo, la creación se concebía como una obra arquitectónica: Dios funda la tierra sobre los mares, símbolo de las aguas caóticas y destructoras, signo del límite de las criaturas, condicionadas por la nada y por el mal. La realidad creada está suspendida sobre este abismo, y es la obra creadora y providente de Dios la que la conserva en el ser y en la vida.
La segunda parte (vv. 3-6), nos sitúa ante el templo de Jerusalén. La procesión de los fieles dirige a los custodios de la puerta santa una pregunta de ingreso:” ¿Quién puede subir al monte del Señor? ¿Quién puede estar en el recinto sacro?". Los sacerdotes responden enumerando las condiciones para poder acceder a la comunión con el Señor en el culto. No se trata de normas meramente rituales y exteriores, que es preciso observar, sino de compromisos morales y existenciales, que es necesario practicar. Es casi un examen de conciencia o un acto penitencial que precede la celebración litúrgica.
Son tres las exigencias planteadas por los sacerdotes. Ante todo, es preciso tener "manos inocentes y corazón puro". "Manos" y "corazón" evocan la acción y la intención, es decir, todo el ser del hombre, que se ha de orientar radicalmente hacia Dios y su ley. La segunda exigencia es "no mentir", que en el lenguaje bíblico no sólo remite a la sinceridad, sino sobre todo a la lucha contra la idolatría, pues los ídolos son falsos dioses, es decir, "mentira". Así se reafirma el primer mandamiento del Decálogo, la pureza de la religión y del culto. Por último, se presenta la tercera condición, que atañe a las relaciones con el prójimo: "No jurar contra el prójimo en falso". Como es sabido, en una civilización oral como la del antiguo Israel, la palabra no podía ser instrumento de engaño; por el contrario, era el símbolo de relaciones sociales inspiradas en la justicia y la rectitud.
La respuesta que damos hoy a las antífonas del salmo expresan la dignidad divina del que va a nacer: "Va a entrar el Señor: El es el rey de la gloria. Del Señor es la tierra y cuanto la llena, el orbe y todos sus habitantes: él la fundó sobre los mares, él la afianzó sobre los ríos". Y el salmo 23 continúa cantando las condiciones requeridas en aquellos que quieran acercarse a ese rey. "El hombre de manos inocentes y puro corazón".
La Liturgia percibe en este salmo un anuncio profético del misterio de la Encarnación y se sirve de sus estrofas para celebrar el ingreso de Cristo en este mundo. [1]
Para nuestra reflexión en este tiempo de conversión que es el Adviento nos sirven las preguntas y respuestas siguientes (VV 3-5).
¿Quién puede subir al monte1 del Señor?
¿Quién puede estar en el recinto sacro? (v. 3).
La respuesta de los levitas porteros vuelve sobre el tema ya desarrollado en el salmo 15. Las condiciones de admisión no se refieren tanto a una purificación ritual, como al comportamiento con el prójimo. Un examen que se refiere al pasado: “El hombre de manos inocentes, y puro corazón, que no confía en los ídolos ni jura contra el prójimo en falso (v. 4).
Cuatro condiciones. «Manos inocentes», es decir, usadas para hacer bien al prójimo y no mal. Manos. Libres, que no están atadas por compromisos, por «regalos» de calidad. «Corazón puro»: ocupado totalmente por un único Señor y por un único amor. Después la voluntad de dirigirse hacia el Señor, de observar su ley y de no dirigirse hacia tantos ídolos como existen.
Finalmente el respeto al nombre del Señor, que no puede tomarse jamás para jurar contra el hermano y hacerle daño. Con el nombre de Dios sólo se puede bendecir y no maldecir. Decir la verdad y no engañar. Ayudar y no dañar. Servir y no dominar. Nadie puede ver el rostro de Dios y vivir. Sin embargo se puede estar en su presencia con tal de tener relaciones fraternas con el prójimo. «Ese recibirá la bendición del Señor» (v. 5).
La potencia de Dios que ha sido cantada en la primera parte como dominio cósmico, es trasferida al plano personal del amor. Dios domina cuando un hombre rompe en pedazos la coraza de su egoísmo, de su comodidad, de sus intereses, para salir fuera de sí mismo, para abrir su corazón a todos sus hermanos.
Las puertas exteriores del templo se abren solamente para los «fieles» que han sabido abrir las de su corazón.
La segunda lectura de romanos (Rom 1,1-7) nos presenta el inicio de la Carta de San Pablo a los Romanos, lectura que precisamente, por esa alusión profética veterotestamentaria al futuro nacimiento del Salvador, que San Pablo da en esas palabras de la nueva época, de la Nueva Alianza, del Nuevo Testamento, conecta con el resto de lecturas de este domingo.
-"Pablo, siervo de Cristo Jesús, llamado a ser apóstol"...: La introducción a la carta a los romanos es la más solemne de las cartas paulinas, quizá por el hecho que no conoce de forma personal a la comunidad. Contiene el eco del anuncio salvífico de los primeros momentos (el kerigma). Pablo se presenta como siervo de Cristo, al estilo de las figuras de la historia de la antigua Alianza y subraya el origen divino de su misión como apóstol. Toda su existencia ha estado marcada por el designio de Dios que le tenía asignado un papel en la historia de la Salvación.
-"Nacido, según lo humano, de la estirpe de David; constituido según el Espíritu Santo, Hijo de Dios...": Jesucristo es hijo de David según la descendencia natural (literalmente, según la carne). Así, se enraizan en el pueblo escogido. Por la resurrección es Señor. Esta condición suya fruto de la resurrección no indica en absoluto, como podría parecer con una lectura superficial, la adquisición de la filiación divina; sino que indica que ahora por su forma de existencia de Cristo como resucitado, manifiesta con una acción dinámica que su condición de Hijo de Dios da vida a la humanidad. Siguiendo la costumbre, Pablo comienza su carta consignando la dirección en una dedicatoria a los destinatarios: "Pablo, siervo de Jesucristo..., a todos los de Roma a quienes Dios ama" (1a y 7a). Y siguiendo también la costumbre, continúa manifestando sus buenos deseos en primera persona: "Os deseo la gracia y la paz de parte de Dios nuestro Padre y del Señor Jesucristo" (v. 7b). Pero estas formalidades adquieren aquí, y frecuentemente en las epístolas paulinas en general, una profundidad insólita, y reciben un contenido en el que se anticipa ya en buena parte lo que después expondrá exhaustivamente y en detalle en el cuerpo de la carta.
En primer lugar, San Pablo determina su situación respecto a Jesucristo y respecto a sus lectores. En relación a Jesucristo Pablo se considera "siervo", porque ha sido redimido con la sangre del Señor y ahora le pertenece por entero; en relación a los romanos y a los hombres en general Pablo se considera "apóstol", porque ha sido escogido y enviado a predicar el Evangelio de Dios. El servicio de Pablo, siervo de Jesucristo, no es otro que el de proclamar como apóstol el Evangelio a los hombres. Este evangelio es "de Dios", porque Dios de procede para todos los hombres.
En segundo lugar, Pablo afirma que el Evangelio de Dios no es otro que el que ya anunciaron los profetas como Promesa; pero ahora es Buena Noticia, pues las promesas se han cumplido en Jesucristo.
La Buena Noticia que da San Pablo, concierne al Hijo de Dios: según lo humano, ha nacido de la estirpe de David; según el Espíritu Santo, constituido Hijo de Dios, con pleno poder por su resurrección de la muerte: Jesucristo nuestro Señor". San Pablo subraya así la estrecha unión entre la Encarnación y la Pascua, unión que justifica la posibilidad de actualización del misterio del Nacimiento de Cristo en la celebración de la liturgia.
San Hipólito de Roma, en la oración eucarística que propone para el día en que un obispo recibe su consagración episcopal, presenta un texto extraño para nosotros. Sin embargo, expresa muy bien la importancia de la Encarnación. Dice de Jesús: "se hizo carne y se mostró Hijo". Verdaderamente, el Hijo es eterno; pero, uniéndose al pensamiento de Juan Evangelista que insiste con tanta fuerza sobre el papel esencial del Hijo: cumplir la voluntad del Padre, Hipólito piensa que el Hijo merece verdaderamente este título cuando obedece al Padre y hace su voluntad, dando su vida para redención del mundo.
Además, para cumplir esta voluntad, el Hijo debe hacerse carne. Esta doctrina, aparentemente no conforme a la fe ya que el Hijo es eterno, sin embargo, subraya muy bien el papel de la Encarnación en la historia de la salvación. Nunca es demasiado insistir en la realidad del hacerse carne de Cristo, nacido de una virgen, según la profecía.
Una vez aclarada la situación de cada uno, de San Pablo y de los romanos, y definido formalmente el Evangelio, San Pablo ofrece una concentración del contenido evangélico: Jesús, hijo de David (título mesiánico proclamado por los profetas), es también el Hijo de Dios (por lo tanto, este hombre, Jesús, es igualmente Dios) y el Señor, el cual, habiendo resucitado de entre los muertos por la fuerza del Espíritu Santo, ha recibido ya el poder y la gloria que le corresponden.
Por mediación de este Señor Jesucristo le ha sido dada a Pablo la misión y la gracia de anunciar el Evangelio a todos los gentiles. Por el mismo Señor Jesucristo, los romanos han sido también llamados a responder con fe al Evangelio. De manera que tanto la predicación del apóstol como la fe de los creyentes ha de ser para mayor gloria del nombre de Jesucristo.
La vocación a la fe es una muestra del amor que Dios tiene a los hombres, en este caso concreto a los fieles de Roma. Es, además, una llamada de Dios a formar parte de su pueblo santo extendido por toda la tierra y que es la Iglesia. La fe es un encuentro con Dios en Jesucristo, pero también un encuentro con los hermanos. La fe se mantiene con la gracia de Dios, y la misma fe es la que construye en la comunidad cristiana aquella paz que sólo Dios puede dar. Pablo pide para los romanos la gracia y la paz que viene de Dios.
Fijémonos como San Pablo anuncia a los romanos que él ha sido elegido Apóstol para anunciar la Buena Noticia. Esta Buena Noticia concierne al Hijo de Dios: según lo humano, ha nacido de la estirpe de David; según el Espíritu Santo, constituido Hijo de Dios, con pleno poder por su resurrección de la muerte: Jesucristo nuestro Señor". San Pablo subraya así la estrecha unión entre la Encarnación y la Pascua, unión que justifica la posibilidad de actualización del misterio del Nacimiento de Cristo en la celebración de la liturgia.
San Pablo se presenta como "siervo" de Jesucristo, en la línea de los "siervos" de Dios que hallamos en el Antiguo Testamento. Se presenta como "apóstol", poniéndose así al mismo nivel de los demás apóstoles, figuras capitales de la Iglesia. Es apóstol porque ha sido "llamado" a serlo: lo es por gracia. Y su misión es "anunciar el Evangelio (la Buena Nueva)".
Después concreta cuál es esta buena noticia que él anuncia de parte de Dios: es Jesucristo. Presenta a Jesucristo como hombre ("de la estirpe de David") y como Hijo de Dios, y afirma que es a partir de la resurrección que Jesucristo ejerce por toda la tierra su poder como Hijo de Dios.
Así como San Pablo ha sido "llamado", también lo han sido los cristianos. Dos veces repite que los cristianos de Roma han sido "llamados". Su fe es fruto del amor de Dios, lo que comporta una respuesta agradecida y amorosa.
A esa misma misión estamos llamados nosotros en el aquí y ahora de nuestra historia.
El evangelio de san Mateo ( Mt 1,18-24 ) nos sitúa frente a tres elementos de primera importancia para la historia de la salvación: La Encarnación del Verbo en la estirpe de David, la intervención del Espíritu y el papel del que va a nacer y cuyo nombre, "Jesús", significa "El Señor salva", ya que salvará al mundo de sus pecados. Todo esto es anunciado por el ángel y la respuesta a este anuncio es un acto de fe.
Encontramos a san José, desposado ya con María, quien esperaba casarse ya con ella y tener descendencia, cuando descubre que su esposa y prometida, María, estaba embarazada, antes de convivir con él. Según la Ley judía podía denunciarla como adúltera y las consecuencias para María serían crueles y nefastas. ¿Qué hacer? Él era justo y, por tanto, debía actuar según su conciencia de observante y piadoso israelita. Pero él estaba seguro de que su esposa era inocente y a una persona inocente, a la que, además, amaba ardientemente, no se la podía denunciar. Lo que hizo san José nos lo cuenta el evangelista: “como era justo y no quería denunciarla, decidió repudiarla en secreto”. Es decir, que san José se más de su conciencia, que de la ley, y lo dejó todo en manos de Dios. La justicia legal le decía que podía denunciar a su esposa, pero su sentido moral de la justicia le impedía hacerlo. Y san José se fio de Dios. Dios proveerá, se dijo a sí mismo. Y, como no podía ser de otra manera, Dios proveyó.
El evangelio de San Mateo pone en escena la dramática situación de San José ante el estado de su esposa. El relato nos sitúa frente a tres elementos de primera importancia para la historia de la salvación: La Encarnación del Verbo en la estirpe de David, la intervención del Espíritu y el papel del que va a nacer y cuyo nombre, "Jesús", significa "El Señor salva", ya que salvará al mundo de sus pecados. Todo esto es anunciado por el ángel y la respuesta a este anuncio es un acto de fe.
Tal tipo de presentación nos parece muy sencillo. Y de hecho, en el desarrollo de la vida de esta época, nada cambió, la vida continuó como era, el sol lucía como siempre, los hombres trabajaban o se divertían, hacían el bien y el mal, nada cambió. Nada cambió tampoco en apariencia en la existencia externa de José y María. Esto debe ponernos en guardia para no teatralizar los hechos de la salvación. Estos hechos respetan el curso de las cosas sin trastornarlo, lo que nos conduce a veces a minimizarlos. Pero estamos ante un giro decisivo de la historia del mundo, que va a cambiar y a tomar una significación completamente distinta; y sin embargo nada aparece al exterior. En la espera, José continúa haciendo su vida; lleva dentro su drama y también su paz desde su aceptación en la fe.
Y sin embargo, he aquí el signo que el Señor da a la casa de David: "El Señor, por su cuenta, os dará una señal. Mirad: la Virgen está encinta y da a luz un hijo y le pone por nombre Emmanuel (que significa: "Dios-con-nosotros").En efecto, José tenía un cierto nivel de escrúpulos ante el misterioso embarazo de su esposa, María. Pero iba a recibir de Dios, mediante el mensaje del ángel, un encargo muy importante dentro de la sociedad judía: el de poner nombre al Niño. Podría decirse -sin comparaciones de tipo físico- que si dar a luz era muy importante, lo era en igual medida el hecho de imponer el nombre al recién nacido. Y la comunicación angélica hecha a José da cumplimiento a la profecía de Isaías.
"La Madre de Jesús estaba desposada con José..." (Mt 1, 18).Este pasaje ha sido llamado la anunciación de san José. Como a la Virgen, también un ángel llega hasta él de parte de Dios, para anunciarle el nacimiento milagroso del Hijo del Altísimo, que será el Emmanuel, Dios-con-nosotros.
"Muerto Herodes, el Ángel del Señor se apareció en sueños a José en Egipto y le dijo: Levántate, toma contigo al niño y a su madre, y ponte en camino de la tierra de Israel…" José re retiró a la región de Galilea y fue a vivir en una ciudad llamada Nazaret. Como podemos deducir de este texto, del capítulo segundo del evangelio según san Mateo, el Adviento de José no sólo consistió en esperar y preparar el nacimiento del Niño, sino en defenderle de la muerte, después de la llegada de los Reyes Magos. José fue, en efecto, un fiel custodio de la madre y un defensor prudente e intrépido de la vida del Niño. Por eso fue a Egipto, en un viaje que tuvo que ser largo y accidentado, y volvió a Galilea después de la muerte de Herodes.
"José, hijo de David, no tengas repara en llevarte a María, tu mujer, porque la criatura que hay en ella viene del Espíritu Santo". Cuando José se despertó, hizo lo que le había mandado el Señor y se llevó a casa a su mujer. Y ¡con qué alegría esperaría el Justo José, desde ese momento, el nacimiento de este hijo, que venía del Espíritu Santo!.
"José, hijo de David, no tengas repara en llevarte a María, tu mujer, porque la criatura que hay en ella viene del Espíritu Santo". Cuando José se despertó, hizo lo que le había mandado el Señor y se llevó a casa a su mujer. Y ¡con qué alegría esperaría el San José, desde ese momento, el nacimiento de este hijo, que venía del Espíritu Santo!.
Después de la genealogía de Jesús, el evangelio de Mateo nos relata cómo fue concebido Jesús. Es un capítulo que narra de qué manera Dios se hace hombre, insertándose en el curso de la historia, en un lugar y un tiempo concretos, y también en un linaje concreto.
Si la genealogía sirve para indicar que Dios se encarna en la familia humana, una familia con nombres y rostros, muchos de ellos pecadores, el relato de la concepción de Cristo nos revela su naturaleza divina.
María concibe por gracia el Espíritu Santo. Es plenamente humano, pues es engendrado en el vientre de una mujer; y es plenamente divino porque surge del mismo aliento sagrado de Dios.
Mateo toma unas palabras del profeta Isaías (7, 14) que para los judíos de su tiempo tenían un significado especial: la virgen está encinta y dará a luz un hijo, y se le pondrá por nombre Emmanuel ―Dios-con-nosotros―. El nacimiento de ese niño, anunciado por el profeta, significaba el inicio de una era de liberación para Israel, sometido al poder de las potencias extranjeras. Del mismo modo, el nacimiento del hijo de María, tal como lo presenta Mateo, marcará el inicio de una nueva era, el advenimiento del Reino de Dios en el mundo.
Esta es la gracia de Dios: el regalo de su Hijo y el inicio de su reino. Un reino que trae algo más que la liberación política. Jesús vino a liberarnos de los grandes males que siempre acechan a la humanidad: la esclavitud del pecado, del egoísmo, del dolor y de la muerte. ¿Cuál es la señal de este reino? El mismo niño que nace, Emmanuel, Dios-con-nosotros. Si Dios está en el mundo, el mundo comienza a ser ya nuevo reino.
La manera de obrar de Dios a menudo desconcierta a los hombres. San José queda abrumado cuando descubre que María está encinta sin vivir todavía juntos. En su mentalidad judía tiene muy clara la ley: si es adúltera debe ser condenada. Pero el evangelista también dice que José era justo. Y ser justo, en términos bíblicos, no es ser rigurosamente estricto con la ley, sino bueno. Ser justo es parecerse a Dios, y Dios no es legalista sino magnánimo, compasivo, generoso.
Por eso José, entristecido, opta por repudiar a María en secreto. De esta manera puede salvarla del castigo que, según la ley, era terrible: morir lapidada. Y salva, también, su reputación. Pero su decisión, aunque revela su bondad hacia María, es la de un hombre ofuscado.
En los relatos bíblicos a menudo aparecen ángeles que, en sueños, transmiten los mensajes de Dios a sus elegidos. José, como tantos otros personajes del Antiguo Testamento, recibe una revelación durante su sueño.
A partir de esa noche, entenderá que él también está llamado a una misión, como María. Su cometido será el de padre terrenal del Hijo de Dios. Y obedece fielmente lo que el ángel le manda, acogiendo a María en su casa.
San Mateo, a diferencia de San Lucas, habla muy poco de María. Nada nos dice de su llamada, de su disposición, de su estado de ánimo, de su reacción.
Tan solo dice, con palabras muy escuetas, que se halló haber concebido del Espíritu Santo. ¿Puede decirse algo tan grande con frase más sencilla y más breve?
Sin embargo, tras estas palabras podemos atisbar algo inmenso. María se halla, es decir, que la concepción divina le viene como algo que nunca esperó, ni pidió. Es una gracia, un regalo de Dios. Y, ¿quién puede recibir un don tan grande sino alguien con el alma muy abierta?
Por otra parte, nos está diciendo que en el engendramiento físico de Jesús interviene el Espíritu Santo. Podríamos decir que en toda concepción humana, además de la intervención de los padres, hay un soplo divino, que es el que otorga la vida y el alma.
Por último, vemos cómo Dios, que podría venir al mundo de manera espectacular y prodigiosa, o aparecer directamente como un rey o un profeta adulto, elige pasar por todo el proceso de un hombre sencillo y cualquiera. Su puerta de entrada a la tierra es el cuerpo y el vientre de una mujer. Y llega a escondidas, de forma discreta y silenciosa. Esta es la forma de actuar de Dios. Sin espectáculo, sin pompa y totalmente comprometido, hasta las últimas consecuencias. Dios nace como todos los niños del mundo y morirá, también, como todo humano mortal. Cuán digna, cuán grande y bella será la naturaleza humana cuando Dios mismo se encarna en ella.
Con el mensaje recibido por boca del ángel, se disiparon los temores de San José, que conoció entonces el acontecimiento grandioso de la Encarnación y que aceptó, con una aceptación parecida a la que formuló la Virgen con su "fiat". Desde ese momento san José pasa a ser una figura de primera magnitud en la Historia de la salvación.
A pesar de que aparece pocas veces en los relatos evangélicos, la misión de San José es de gran importancia. Desde muy antiguo, el pueblo de Dios ha mirado con particular veneración y cariño a San José, humilde carpintero de Nazaret. En él han encontrado los hombres lecciones fundamentales para la perfección, un ejemplo sencillo que invita a volar hacia las más altas cimas de la vida interior.
Demos, pues, gracias a Dios por la vida de san José, porque Dios se valió de él para que su hijo, Jesús, naciera y viviera entre nosotros, siendo, en esta vida, nuestro camino, nuestra verdad y nuestra vida.
En San José encontramos:
¨* trato íntimo y familiar con el Señor. Quizá por esto ha sido considerado san José como maestro de oración. Él por propia experiencia, nos puede enseñar, si acudimos a su protección, a tratar de cerca a Jesucristo, a quererle con ternura y profundidad, a servirle en silencio y con generosidad.
* Servir en silencio, pasar desapercibido, vivir siempre en actitud de sincera humildad.
* la reciedumbre, él supo crecer ante las dificultades y contratiempos que fueron surgiendo en su vida. Ni una palabra de queja se escapa de sus labios. Acepta y hace en cada momento lo que tenía que hacer.
Es grato pensar todo esto de san José, en este tiempo del Adviento.
Unámonos a la alegría de José y esperemos ilusionados nuestra Navidad cristiana. Esperemos la Navidad preparando nuestro corazón para que pueda nacer y quedarse a vivir en él el Niño de Belén. Nuestro corazón humano está lleno de raíces egoístas y de afanes materialistas; arranquemos de raíz todo aquello que se opone, en nuestro corazón, a una estancia espiritual de Jesús en nuestra vida.
Con este cuarto domingo culminamos el adviento. Si el Adviento es esperanza y preparación, esperemos y preparémonos para poder celebrar con dignidad cristiana la Navidad, ese acercarse Dios a nosotros en carne mortal.
Cuando Dios se acerca a una persona, la desconcierta. Entrar en el Misterio es dejar de tener en nuestras manos las riendas de nuestra pequeña vida y de nuestro mundo familiar y social; es aceptar que "el Otro" nos envuelva y nos guíe.
Dios se nos manifiesta siempre por caminos inauditos. Es indomesticable: Mis planes no son vuestros planes, vuestros caminos no son mis caminos. Como el cielo es más alto que la tierra, mis caminos son más altos que los vuestros, mis planes que vuestros planes.(Is 55,8-9)
Dejar entrar a Dios en nuestras vidas significa exponernos a constantes sobresaltos, a tener que renunciar a nuestras seguridades y abrirnos a la esperanza, a dejar nuestras míseras pero palpables riquezas, a dejarnos a merced del Padre, a prescindir de nuestra voluntad personal y de nuestras propias ideas y planes de futuro. Curiosamente, la religión se ha vivido -y se vive en gran parte- como un seguro que nos permite dominar lo imprevisto.
Tendría que ser lo contrario: Dios es aquel que rompe nuestros planes y nuestras defensas. José había hecho sus planes, como cualquier joven. Había elegido esposa, y ve con evidencia que sus planes de matrimonio han sido desbaratados. Se imaginaba seguir caminos de justicia y amor; sin ambiciones mundanas -por ser hombre justo-, trabaja y ama, desea formar una familia en el temor de Dios y en la práctica de la ley..., y de pronto...
¿Hemos preparado bien el camino de nuestras familias para que el Señor entre en ellas?
¿Hemos dispuesto el corazón y las entrañas de nuestras personas para que Dios hable?
¿Buscamos a Dios como fuente de toda esperanza y razón suprema de la próxima Navidad?.
Anexo de la liturgia de las horas.
Las antífonas de la O son siete, y la Iglesia las canta con el Magnificat del Oficio de Vísperas desde el día 17 hasta el día 23 de diciembre. Son un llamamiento al Mesías recordando las ansias con que era esperado por todos los pueblos antes de su venida, y, también son, una manifestación del sentimiento con que todos los años, de nuevo, le espera la Iglesia en los días que preceden a la gran solemnidad del Nacimiento del Salvador.
Se llaman así porque todas empiezan en latín con la exclamación «O», en castellano «Oh». También se llaman «antífonas mayores».
Fueron compuestas hacia los siglos VII-VIII, y se puede decir que son un magnífico compendio de la cristología más antigua de la Iglesia, y a la vez, un resumen expresivo de los deseos de salvación de toda la humanidad, tanto del Israel del A.T. como de la Iglesia del N.T.
Son breves oraciones dirigidas a Cristo Jesús, que condensan el espíritu del Adviento y la Navidad. La admiración de la Iglesia ante el misterio de un Dios hecho hombre: «Oh». La comprensión cada vez más profunda de su misterio. Y la súplica urgente: «ven»
Cada antífona empieza por una exclamación, «Oh», seguida de un título mesiánico tomado del A.T., pero entendido con la plenitud del N.T. Es una aclamación a Jesús el Mesías, reconociendo todo lo que representa para nosotros. Y termina siempre con una súplica: «ven» y no tardes más.
O Sapientia = sabiduría, Palabra
O Adonai = Señor poderoso
O Radix = raíz, renuevo de Jesé (padre de David)
O Clavis = llave de David, que abre y cierra
O Oriens = oriente, sol, luz
O Rex = rey de paz
O Emmanuel = Dios-con-nosotros.
Leídas en sentido inverso las iniciales latinas de la primera palabra después de la «O», dan el acróstico «ero cras», que significa «seré mañana, vendré mañana», que es como la respuesta del Mesías a la súplica de sus fieles.
Se cantan -con la hermosa melodía gregoriana o en alguna de las versiones en las lenguas modernas- antes y después del Magnificat en las Vísperas de estos siete días, del 17 al 23 de diciembre, y también, un tanto resumidas, como versículo del aleluya antes del evangelio de la Misa.
Rafael Pla Calatayud.
rafael@betaniajerusalen.com
[2] .- J. Aldazabal. Enséñame tus caminos 1. Adviento y Navidad día tras día. Barcelona 1995, pág. 70 s.
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