lunes, 24 de junio de 2019

Comentario a las lecturas del Domingo de la Solemnidad del Santísimo Cuerpo y Sangre de Cristo 23 de junio de 2019



Hoy la Iglesia celebra la Solemnidad del Corpus. En la solemnidad del Corpus Christi la Iglesia en España celebra el día de Cáritas.
En las lecturas de hoy la reiteración de palabras referidas a “comida”, “bebida”, “vida”, es constante. Los estudiosos han llegado a encontrar 9 veces “comer-comida, vivir-vida”; 6 veces “carne”; 4 veces “pan-sangre, beber”. Todo indica que Dios quiere relacionarse con nosotros espiritual y físicamente, a través de la fe y a través de los sentidos. “El que come de este pan vivirá para siempre”.
Pero, además del simbolismo del signo sacramental, hay que admitir una realidad mucho más honda y misteriosa: la presencia verdadera de Cristo, como está en el cielo. El Corpus no consiste sólo en un signo eficaz de la presencia espiritual de Cristo. La Iglesia cuando trata de explicar en profundidad el misterio de su presencia emplea tres palabras: presencia verdadera, presencia real y presencia sustancial.

La primera lectura (Gn 14,18-20), nos sitúa ante un texto con un relato ancestral. Estos relatos tienen  algo especial en las tradiciones de Israel, hasta el punto de poder considerar que un texto como el de Melquisedec podría ser una campaña militar, antigua, en la que se ha querido ver que los grandes, en este caso el rey de Salem, también ha querido ponerse a los pies del padre del pueblo, de Abrahán. Con los gestos del pan y el vino que se ofrecen, las cosas más naturales de la tierra, el rey misterioso le otorga a Abrahán un rango sagrado, casi de rey-sacerdote.
Melquisedec, es un personaje misterioso en el Antiguo Testamento, “sin padre, ni madre, ni genealogía, sin comienzo de días, ni fin de vida, asemejado al Hijo de Dios, que permanece sacerdote para siempre”, según narra la epístola a los hebreos.
Melquisedec es rey y sacerdote de Salén (=Jerusalén) y venera al Dios Altísimo (Celyon: v. 19), a quien también venera Abrahán (v.22). Este título pudo darse a algún dios pagano e indicaría cierta preeminencia sobre el resto de los otros dioses. La literatura bíblica lo aplicaría a Yavhé.
El término "bendición" es muy importante en la literatura bíblica: proviene de Dios y su fin es unir al hombre con El tras producir vida larga, fecundidad, éxito en las empresas humanas.
En Gn 14, 18, por primera vez en la Biblia, el sujeto de la bendición no es Dios sino un hombre: Melquisedec; él es, por lo tanto, el representante divino. La bendición del v. 19 tiene dos partes: la primera invoca sobre Abrahán la bendición de Dios, supremo creador (=universal); la segunda consiste en bendecir al Dios Altísimo por la victoria obtenida. Con el ejemplo de Abrahán -quien recibe la bendición del rey-sacerdote de Jerusalén y a quien el patriarca da el diezmo de lo suyo- se sugiere que todos los israelitas deben obedecer a la dinastía de Jerusalén (G. Von Rad piensa sobre todo en los israelitas seminómadas, quienes difícilmente comprendían esta obediencia). La ciudad de Jerusalén, su templo en Sión, su rey y sus sacerdotes tienen remotas y nobles raíces. Melquisedec, rey-sacerdote de Jerusalén tiene poder de bendecir al padre del pueblo de Israel. En correspondencia, Abrahán le pagará tributo.
El pasaje nos dice que Abrahán le ofreció el diezmo de todo. De esa forma se pone de relieve la grandeza de ese personaje, pues quien ofrece algo siempre es inferior que aquel a quien se hace la ofrenda.
Abrahán pagó el diezmo, pero se fue más rico con la alegría de haber escuchado, de boca de este extraño, las palabras que le confirmaban la bendición de Dios.
Hay que destacar la importancia que este capítulo del Gn ha cobrado en la tradición de Israel, ya que, después de la conquista de Canaán (el pasaje se sitúa en una época anterior a esta conquista), resulta inconcebible que Abrahán, prototipo y padre de todos los creyentes, se dejara bendecir por un sacerdote cananeo. El presente relato tiene, pues, suma importancia para valorar positivamente las religiones extrabíblicas.
Por otro lado se nos refiere que Melquisedec ofreció a Dios el pan y el vino. Un sacrificio que anunciaba también ese otro sacrificio, el de la Eucaristía donde el pan y el vino se convierten en el Cuerpo y la Sangre de Cristo, que se inmolan por la salvación del mundo.
La finalidad del relato era demostrar que incluso Abrahan, padre en la fe, se había inclinado ante Melquisedec y había pagado el diezmo al rey pagano de Jerusalén. Se quería con ello estimular a los israelitas a someterse al reino de David centrado en Jerusalén. Hubo siempre una gran resistencia a aceptar la centralización y surgió pronto la división del reino.
La reinterpretación que del relato hace la Iglesia primitiva la encontramos en la carta a los Hebreos. Ante el peligro de volverse a la comunidad cultual hebrea, el autor demuestra que el sacerdocio de Cristo ha superado y anulado el sacerdocio levítico y para poner de relieve la dignidad de Cristo, le da el nombre de sacerdote según el orden de Melquisedec. La tradición católica, en el ofrecimiento del pan y del vino, ve un signo de la eucaristía. Es el pan que expresa la plena reconciliación del hombre con Dios y de los hermanos entre sí. El sacrificio pacífico de Melquisedec es acción de gracias por el don de la paz que ha llegado por Cristo. En la eucaristía se hace presente Cristo, nuestra paz.

El responsorial es el salmo 109 (Sal 109,1-4) . Se trata de un salmo real célebre, compuesto en Jerusalén para la entronización del rey o para la celebración de su aniversario. El poeta o profeta cortesano habla al rey en nombre de Dios, que otorga el dominio, la gloria y el poder. Los w. 1 y 4, según la versión griega de la Setenta, fueron aplicados en el Nuevo Testamento a Cristo y releídos desde una perspectiva mesiánica en la estela de la tradición judía (Qumrán). El salmo tiene dos partes.La primera (vv. 1-3), contiene un oráculo real dirigido por YHWH al rey sobre su entronización
El pueblo se ha reunido en el palacio del rey de Judá y todo está preparado para la solemne consagración real del ungido del Señor. Sin embargo, el pequeño reino de Israel vive momentos difíciles a causa de los poderosos enemigos que le rodean. La misma suerte del rey que va a ser entronizado permanece incierta. El Señor tranquiliza al rey y a la asamblea con un oráculo divino. El rey no debe temer por su dignidad real: «Siéntate a mi derecha y haré de tus enemigos estrado de tus pies» (v. 1).
El Señor le dará también el poder y se extenderá desde el palacio real hasta todos sus enemigos, que serán humillados por la fuerza del rey. El consagrado, con sus empresas victoriosas sobre el enemigo, estará siempre a la cabeza de un pueblo victorioso y reinará sobre todo el mundo, porque se alimenta del torrente de las bendiciones divinas (vv. 2.7).
Por otra parte, el Señor mismo asegura, en este día solemne, su filiación divina de una manera misteriosa: «Yo mismo te engendré», como rey y sacerdote del pueblo, «entre esplendores sagrados», los de esta liturgia de consagración, como el rocío de la mañana desde el seno de la aurora (v. 3). Su sacerdocio será eterno, como el de Melquisedec, rey-sacerdote de Salén sin ascendencia terrena (cf. Gn 14), un sacerdocio distinto al oficial del templo, ligado a Aarón y a Sadoc (v 4).
Melquisedec es una figura que anunciaba a Cristo, cuyo sacerdocio, en efecto, es eterno, y cuyo origen se pierde en la eternidad. Un sacerdocio que no proviene de los hombres, sino del mismo Dios.
San Agustín nos dice de este salmo: "... Pues Dios prometió la divinidad a los hombres, la inmortalidad a los mortales, la justificaci6n a los pecadores, la glorificación a criaturas despreciables.
Sin embargo, hermanos. como a los hombres les parecía increíble la promesa de Dios de sacarlos de su condición mortal -de corrupción, bajeza, debilidad, polvo y ceniza- para asemejarlos a los ángeles, no sólo firmó una alianza con los hombres para incitarlos a creer, sino que también estableció un mediador como garante de su fidelidad; y no estableció como mediador a cualquier príncipe o a un ángel o arcángel, sino a su Hijo único. Y por él nos mostró el camino que nos conduciría hasta el fin prometido.
Pero no bastó a Dios indicarnos el camino, por medio de su Hijo: quiso que él mismo fuera el camino, para que, bajo su dirección, tú caminaras por él...
Todo esto debía ser profetizado y preanunciado para que no atemorizara a nadie si acontecía de repente, sino que, siendo objeto de nuestra fe, lo fuese también de una ardiente esperanza (San Agustín. Comentario sobre el salmo 109, 1-3).

En la segunda Lectura de 1ª corintios ( 1 Cor 11,23-26), se nos asegura que cuanto les está diciendo sobre la Eucaristía pertenece a la Tradición que arranca de Cristo, “procede del Señor” nos dice.
Es el texto más antiguo referente a la institución de la Eucaristía, escrito hacia el 57, y recoge una tradición venerable que llega hasta Jesús.
La Eucaristía está ahí, en el centro de la historia: recordando, por una parte, la muerte del Señor y el gran amor que lo llevó hasta la entrega; anunciando, por otra parte, el retorno del Señor. Un recuerdo que compromete y se hace esperanza, pues el retorno del Señor tenemos que prepararle.
Lo que Melquisedec simbolizaba se hace realidad en Cristo, verdadero rey de justicia y de paz, el que es todo bendición, el que ofrece el pan y el vino de más hondo significado, memorial del amor más grande, signo de la unión más perfecta y anuncio de los bienes definitivos. En Cristo empieza un nuevo reino y un nuevo sacerdocio.
En Corinto han surgido abusos en la celebración de la cena del Señor. Se manifiestan en las divisiones profundas dentro de la comunidad. Esta actitud impide la celebración de la eucaristía, son un atentado contra la comunidad y contra Dios. Pablo recuerda la tradición que se funda en Jesús.
El texto establece una relación estrecha entre la eucaristía y la pasión-muerte de Jesús. Hay que subrayar el título de "Kyrios", señor, que puede indicar una formulación litúrgica. El sentido del cáliz es la realización y ratificación de la nueva alianza.
Al derramar su sangre en la cruz, Jesús sella el pacto escatológico que había anunciado Jeremías (31, 31ss). En el Sinaí, al hacer la alianza, Moisés había derramado la sangre de las víctimas inmoladas (Ex 24, 8).
La memoria, memorial, tiene un sentido muy amplio y profundo. La comunidad debe celebrar el "ágape" no para recordar a Jesús muerto, sino para celebrar la memoria del "Kyrios", del Jesús resucitado, presente en la celebración y que hace participar de su cuerpo y sangre. La Iglesia se edifica al reunirse para celebrar la cena del Señor.
El cristianismo primitivo tuvo que hacerse “recibiendo” tradiciones del Señor. San Pablo, que no lo conoció personalmente, le da mucha importancia a unas pocas que ha recibido. Y una de esas tradiciones son las palabras y los gestos de la última cena. Lo ocurrido aquella noche marcaría para siempre a los suyos. Cuando la Iglesia intentaba un camino de identidad distinto del judaísmo, serán esos gestos y esas palabras las que le ofrecerá la oportunidad de cristalizar en el misterio de comunión con su Señor y su Dios. Esta tradición “recibida”, según la mayoría de los especialistas, pertenece a Antioquía (como en Lc 22,19-20), donde los seguidores de Jesús “recibieron” por primera vez el nombre de “cristianos”.
Jesús encomendó a sus discípulos que repitieran en memoria suya lo que él acababa de hacer, convertir el pan y el vino en su Cuerpo y Sangre, que se entregaba en sacrificio para la redención del mundo. De ahí que diga San Pablo que cada vez que comemos el Pan o bebemos del Cáliz proclamamos la muerte del Señor, hasta que vuelva.
Proclamar la muerte de Cristo equivale a repetir su sacrificio, de modo sacramental pero real. Es decir, en cada celebración eucarística se repite el sacrificio del Calvario. De ahí la importancia capital de la Eucaristía, de la Misa. Tanto que el Magisterio de la Iglesia lo considera como el centro de la vida la cristiana, la fuente de la que brota la vida de la Gracia y, por otro lado, es el acto al que se dirige toda actividad apostólica, allí donde converge cuanto la Iglesia hace y dice para la salvación del mundo.


Con el evangelio de hoy  volvemos a San Lucas (Lc 9,11b-17 ). Se nos relata la multiplicación de los panes y los peces, hecho este que es atestiguado por todos los evangelistas, uno de esos acontecimientos considerado de capital importancia, no por lo prodigioso sino por el valor teológico que encierra, por el significado doctrinal tan rico e importante que entraña.
El contexto vital del relato originario es una comunidad que espera la ayuda y la salvación de Jesús en el que ve la plena realización escatológica. Se trata del mundo teológico palestinense que esperaba la salvación definitiva con el retorno de Jesús. Hay que recordar las más antiguas celebraciones litúrgicas fuertemente impregnadas de la espera escatológica. El relato de hoy se apoya en la espera cristológica y escatológica. Antes han preguntado... quién es éste...? (9,9), hay después la confesión de Pedro (9, 20). La multiplicación de los panes prepara la manifestación cristológica de 9, 28-36.
En el texto, Jesús se presenta como "redentor" que anuncia el reino y cura a los enfermos. Acoge al pueblo con su palabra y con sus obras. El gesto de dar de comer a la gente le presenta como "redentor" que está siempre con los suyos.
El pueblo se confía a Jesús, pero los discípulos no tienen la misma confianza. A través del servicio de los apóstoles, el pueblo se reúne en comunidad del reino de Dios. Con todo este relato no presenta sólo al Jesús histórico, sino la experiencia de fe de la comunidad primitiva que en la eucaristía ha encontraEl es quien da y se da. Los discípulos distribuyen en su nombre.
Así cumplen el mandato de Jesús: dadles vosotros de comer. Jesús va más allá de toda espera humana. No da palabras sino que se da a sí mismo, quiere encontrar al hombre en sus necesidades concretas, quiere saciar el hambre de las profundas exigencias humanas. El es el pan "partido" y "compartido" que debe continuar en la vida de los discípulos.
El relato está configurado como un diálogo entre Jesús y los doce. Son éstos quienes lo inician con una respuesta razonable (v. 12). Jesús les propone otra (v. 13a). Los doce la consideran inviable, pero estarían dispuestos a poner los medios para hacerla viable (v. 13b). El diálogo se desarrolla, pues, en términos de propuestas y contrapropuestas normales; no hay nada que haga pensar en una intervención milagrosa, ni siquiera cuando Jesús pide a sus discípulos que hagan sentar a la gente (v. 14b).
El v. 16 introduce la intervención milagrosa de Jesús. Literariamente hablando, se trata de una intervención inesperada. Esto quiere decir que Lucas no está interesado en resaltar lo extraordinario de la escena, aunque indudablemente lo presupone.
San Lucas ha elaborado el relato en perspectiva catequética. Catequesis a los doce (=los guías) sobre cómo tienen que actuar en la comunidad cristiana. Esta actuación no debe ser el desentendimiento (¡que se las arreglen como puedan!,  v. 12), por muy comprensible y razonable que pueda éste parecer. Su actuación debe ser la entrega, la disponibilidad, la búsqueda de soluciones, por muy costosas que éstas sean. Es entonces cuando se produce el milagro. El milagro de una comunidad donde no hay necesidades, donde todo fluye a raudales y que incluso sobra.
En realidad, la óptica de San Lucas en este relato (a diferencia de los otros evangelistas) no es la eucaristía. Y, sin embargo, su relato puede leerse en un día significativamente eucarístico. La Eucaristía, como Jesús la entendió, es la gran señal de una comunidad en torno a una misma mesa, donde a nadie le falta nada y donde todo es alegría de vivir.
Los que siguen a Jesús han tenido que prescindir de las seguridades que el mundo les ofrece: entra la noche y están solos; sienten hambre y no disponen de comida, pues se encuentran lejos del poblado (9, 12). Pues bien, en medio del desierto, a la llegada de la noche, Dios repite los antiguos prodigios de la historia de su pueblo; aunque los hombres piensen estar solos y perdidos, Jesús se encuentra en medio de ellos repartiendo su misterio a manos llenas: enseña, cura, ofrece el alimento.
Es difícil encontrar una imagen más valiosa del sentido y de la obra de Jesús. Los que le siguen tienen que arriesgarse, dejando atrás el mundo antiguo, su seguridad y su comida. Pero, una vez que ya lo han hecho no necesitan decir nada: Jesús sabe su necesidad y les ayuda.
No interesa demasiado la manera concreta en que el signo se realizó. Lo que importa es que Jesús dio de comer abundantemente al pueblo. Lo que importa es que su gesto vino a suscitar entre los suyos el entusiasmo mesiánico de forma que los hombres descubrieron que el banquete del reino ya ha empezado a realizarse. Parece como si de pronto se hubieran rasgado los antiguos niveles de las cosas; da la impresión de que el mundo de los pobres y perdidos de la tierra se termina y surge la verdad definitiva de la vida.

Para nuestra vida
En la fiesta de hoy se nos recuerda que no basta con alimentarnos cada uno de la Eucaristía. Comulgar el Cuerpo de Cristo nos ha de llevar siempre a comulgar también con nuestros hermanos. De nada sirve recibir el Cuerpo de Cristo en la Eucaristía si después no me preocupo por mi hermano que está sufriendo o tiene necesidad. Por esto, con razón celebra hoy la Iglesia el día de Caritas. Caritas es el brazo de la Iglesia que se dedica especialmente a la atención de los más necesitados. No es una ONG o un grupo de voluntariado. Hoy es el día de Cáritas. Caritas es la misma Iglesia que se pone al servicio de los más necesitados, y todos los cristianos somos Caritas, pues estamos llamados a dar de comer a quien lo necesite.

Fijémonos en la primera lectura. En el Antiguo Testamento se habla de otras alianzas que Dios hizo con su pueblo. Los sacerdotes de la antigua alianza ofrecían a Yahveh la sangre de algún animal sacrificado y la sangre del animal sacrificado sellaba la alianza del pueblo con su Dios. En la nueva alianza es la sangre de Cristo la que sella definitivamente la alianza de Dios con los hombres. Dios no exige ya ofrendas de carneros o toros para perdonar los pecados del pueblo; la sangre de Cristo, ofrecida en la cruz, ha perdonado, de una vez por todas, nuestros pecados. En la eucaristía, cada vez que comemos el pan sacramentado y cada vez que bebemos la sangre de Cristo, renovamos esta nueva alianza, en la que Dios sigue ofreciéndonos su perdón, por los méritos del Cristo que ofreció su vida en la cruz. Se trata de la sangre de Cristo, la sangre derramada para el perdón de nuestros pecados.

Del salmo responsorial nos fijamos en los dos oráculos, en el versículo inicial del salmo , el primer oráculo nos dice  «Siéntate a mi derecha, y haré de tus enemigos estrado de tus pies». San Máximo de Turín (siglo IV-V), quien en su Sermón sobre Pentecostés lo comenta así: «Según nuestra costumbre, la participación en el trono se ofrece a aquel que, realizada una empresa, llegando vencedor merece sentarse como signo de honor. Así pues, también el hombre Jesucristo, venciendo con su pasión al diablo, abriendo de par en par con su resurrección el reino de la muerte, llegando victorioso al cielo como después de haber realizado una empresa, escucha de Dios Padre esta invitación: “Siéntate a mi derecha”. No debemos maravillarnos de que el Padre ofrezca la participación del trono al Hijo, que por naturaleza es de la misma sustancia del Padre… El Hijo está sentado a la derecha porque, según el Evangelio, a la derecha estarán las ovejas, mientras que a la izquierda estarán los cabritos. Por tanto, es necesario que el primer Cordero ocupe la parte de las ovejas y la Cabeza inmaculada tome posesión anticipadamente del lugar destinado a la grey inmaculada que lo seguirá» (40, 2: Scriptores circa Ambrosium, IV, Milán-Roma 1991, p. 195).
El segundo oráculo tiene, en cambio, un contenido sacerdotal (cf. v. 4). Antiguamente, el rey desempeñaba también funciones cultuales, no según la tradición del sacerdocio levítico, sino según otra conexión: la del sacerdocio de Melquisedec, el soberano-sacerdote de Salem, la Jerusalén preisraelita .
Desde la perspectiva cristiana, el Mesías se convierte en el modelo de un sacerdocio perfecto y supremo. La carta a los Hebreos, en su parte central, exalta este ministerio sacerdotal «a semejanza de Melquisedec» (Hb 5,10), pues lo ve encarnado en plenitud en la persona de Cristo.
El Nuevo Testamento recoge, en repetidas ocasiones, el primer oráculo para celebrar el carácter mesiánico de Jesús . El mismo Cristo, ante el sumo sacerdote y ante el sanedrín judío, se referirá explícitamente a este salmo, proclamando que estará «sentado a la diestra del Poder» divino, precisamente como se dice en el versículo 1 del salmo 109 (Mc 14,62; cf. 12,36-37).
Este salmo, nos invita a contemplar el triunfo del Resucitado y a acrecentar nuestra esperanza de que también la Iglesia, cuerpo de Cristo, participará un día de su misma gloria, por muchas que sean las dificultades y los enemigos presentes. Como el antiguo Israel, al que literalmente se refiere el salmo, como Cristo en los días de su vida, la Iglesia tiene poderosos enemigos que podrían darle sobrados motivos de temor; pero la misma Iglesia escucha un oráculo del Señor: «Haré de tus enemigos -la muerte, el dolor, el pecado- estrado de tus pies». Por la resurrección de Jesucristo de entre los muertos,  como cada domingo, celebramos-, Dios nos ha hecho nacer de nuevo para una esperanza viva. Que la contemplación de la antigua promesa de Dios al rey de Judá, realizada en la resurrección de Cristo, tal como nos la hace contemplar este salmo, intensifique nuestra oración de acción de gracias, por todo lo que el Señor nos ofrece tan misericordiosamente.

En la segunda lectura de la primera carta de Pablo a los Corintios se destaca algo muy importante en la vida cristiana, y es que  Jesús la noche en la que iba a ser entregado, en la Última Cena, reunido con sus discípulos en el cenáculo, celebró con ellos la institución de la Eucaristía. Al repartir el pan ácimo que los judíos comían en la cena pascual, Jesús les dijo: “Esto es mi cuerpo”, y al pasar la copa de vino mezclada con un poco de agua, dijo: “Esta es mi sangre”. Así, cada vez que celebramos la Eucaristía y un sacerdote repite estas mismas palabras de Jesús sobre el pan y el vino, éstos se convierten verdaderamente en el Cuerpo y la Sangre de Cristo.
Antes de que lo entregaran a la muerte y le quitaran la vida, Jesús la ofreció, la entregó, la donó a los suyos en el pan y en el vino, de la forma más sencilla y asombrosa que se podía alguien imaginar.
Este relato de la institución de la eucaristía que san Pablo escribe, está escrito muchos años antes de la publicación de los Evangelios. Dice san Pablo que él transmite una tradición que procede del Señor. Es importante, por tanto, que pensemos en todas las palabras que nos dice el apóstol: cuando nos acercamos a la eucaristía no vamos a recibir, sin más, el cuerpo de Cristo, sino que vamos a comulgar con el cuerpo de Cristo que se entregó por nosotros. Recibimos al Cristo que, libre y voluntariamente, entregó su vida para salvarnos y para mostrarnos el camino que debemos seguir sus discípulos, si queremos vivir en comunión con él. Es evidente que Cristo no quería morir porque le gustara morir, sino que Cristo aceptó la muerte porque esta era una condición necesaria para salvarnos. La predicación de la buena noticia, de su evangelio, en su lucha continua contra el mal, le llevaba directamente a la muerte. Él lo sabía, y no se echó atrás ante el temor a la muerte, sino que prosiguió su camino hacia la cruz, entregando voluntariamente su cuerpo.
¿Por qué se ha proclamar la muerte del Señor hasta su vuelta? ¿Para recordar la ignominia y la violencia de su muerte? ¿Para resaltar la dimensión sacrificial de nuestra redención? ¿Para que no se olvide lo que le ha costado a Jesús la liberación de la humanidad?. Es importante el valor de la memoria “zikarón” que es un elemento antropológico imprescindible de nuestra propia historia. No hacer memoria, significa no tener historia. Y la Iglesia sabe que “nace” de la muerte de Jesús y de su resurrección. No es simplemente memoria de un muerto o de una muerte ignominiosa, o de un sacrificio terrible. Es “memoria” (zikarón) de vida, de entrega, de amor consumado, de acción profética que se adelanta al juicio y a la condena a muerte de las autoridades; es memoria de su vida entera que entrega en aquella noche con aquellos signos proféticos sin media. Precisamente para que no se busque la vida allí donde solamente hay muerte y condena. Es, por otra parte y sobre todo, memoria de resurrección, porque quien se dona en la Eucaristía de la Iglesia, no es un muerto, ni repite su muerte gestualmente, sino el Resucitado.
La unidad presentada en el texto es también llamada para nuestro hoy eclesial. Las divisiones son un fenómeno siempre actual en la Iglesia. Los motivos y la intensidad pueden ser muy diversos. En Corinto era el mayor relieve que se daba a la libre realización personal sobre la comunidad. Pero cuando se celebra la eucaristía en su acción litúrgica se manifiesta el núcleo existencial de Cristo.
Cristo encarna la disponibilidad total. El banquete eucarístico es el signo de la unidad. En la cena del Señor se da la profunda relación entre el cuerpo de Cristo en la eucaristía y el cuerpo de Cristo representado por la comunidad. El cuerpo de Cristo en sentido cristológico es la fuente del cuerpo de Cristo en sentido eclesiológico.
"Mi cuerpo, dice Jesús, se entrega por vosotros; hacedlo en memoria mía. Esta copa, mi sangre, la beberéis en memoria mía".
El acto eucarístico es el acto de una comunidad que ha recibido en el pasado -"la noche en que..."- un don: Jesús ha sido entregado, ofreciendo su cuerpo y su sangre "por" sus discípulos. A partir de aquella noche la comunidad recuerda; celebra el memorial del don que les fue hecho: don del pan y del vino, signos del "cuerpo entregado" y de la "sangre derramada"; reencuentra el sentido de ese don: la Alianza establecida entre Dios y los hombres; reconoce, proclama, "anuncia" ese gesto de Dios hecho en favor de los hombres "mediante la muerte del Señor"; dice su esperanza del día en el que esta Alianza quedará plenamente concluida, cuando "venga" el Señor.
La eucaristía, gesto de familia, momento en el que la comunidad expresa su razón de ser, el sentido de su vida, no confina al grupo que la realiza a un sitio apartado. La Iglesia que "anuncia la muerte del Señor hasta que él vuelva", sabe que esta muerte y esa última venida conciernen a todos los hombres. Se encuentra ella en la situación de los discípulos del evangelio que reciben el pan que Jesús les da, pero para distribuirlo a las gentes.

En el Evangelio de hoy hemos escuchado el pasaje de la multiplicación de los panes y los peces, un anticipo claro de la Eucaristía.
Jesús está cerca de Betsaida y tiene delante a una gran muchedumbre de gente pobre, enferma, hambrienta. Es a este pueblo marginado y oprimido al que Jesús se dirige, “hablándoles del reino de Dios y sanando a los que lo necesitaban” (v. 11). A continuación Lucas añade un dato importante con el que se introduce el diálogo entre Jesús y los Doce: comienza a atardecer (v. 12). El momento recuerda la invitación de los dos peregrinos que caminaban hacia Emaús precisamente al caer de la tarde: “Quédate con nosotros porque es tarde y está anocheciendo” (Lc 24,29). En los dos episodios la bendición del pan acaece al caer el día.
El diálogo entre Jesús y los Doce pone en evidencia dos perspectivas. Por una parte los apóstoles que quieren enviar a la gente a los pueblos vecinos para que se compren comida, proponen una solución “realista”. En el fondo piensan que está bien dar gratis la predicación pero que es justo que cada cual se preocupe de lo material. La perspectiva de Jesús, en cambio, representa la iniciativa del amor, la gratuidad total y la prueba incuestionable de que el anuncio del reino abarca también la solución a las necesidades materiales de la gente.
Todo  ocurre en un lugar desértico (v. 12). Esto recuerda sin duda el camino del pueblo elegido a través del desierto desde Egipto hacia la tierra prometida, época en la que Israel experimentó la misericordia de Dios a través de grandes prodigios, como por ejemplo el don del maná. La actitud de los discípulos recuerda las resistencias y la incredulidad de Israel delante del poder de Dios que se concretiza a través de obras salvadoras en favor del pueblo (Ex 16,3-4).
La respuesta de Jesús: “dadles vosotros de comer” (v. 13) no sólo es provocativa dada la poca cantidad de alimento, sino que sobre todo intenta poner de manifiesto la misión de los discípulos al interior del gesto misericordioso que realizará Jesús. Los discípulos, aquella tarde cerca de Betsaida y a lo largo de toda la historia de la Iglesia, están llamados a colaborar con Jesús preocupándose por conseguir el pan para sus hermanos. Después de que los discípulos acomodan a la gente, Jesús “tomó los cinco panes y los dos peces, levantó los ojos al cielo, pronunció la bendición, los partió y se los iba dando a los discípulos para los distribuyeran entre la gente” (v. 16).
El gesto de “levantar los ojos al cielo” pone en evidencia la actitud orante de Jesús que vive en permanente comunión con el Dios del reino; la bendición (la berajá hebrea) es una oración que al mismo tiempo expresa gratitud y alabanza por el don que se ha recibido o se está por recibir. Es digno de notar que Jesús no bendice los alimentos, pues para él “todos los alimentos son puros” (Mc 7,19), sino que bendice a Dios por ellos reconociéndolo como la fuente de todos los dones y de todos los bienes. El gesto de partir el pan y distribuirlo indiscutiblemente recuerda la última cena de Jesús, en donde el Señor llena de nuevo sentido el pan y el vino de la comida pascual, haciéndolos signo sacramental de su vida y su muerte como dinamismo de amor hasta el extremo por los suyos.
Al final todos quedan saciados y sobran doce canastas (v. 17). El tema de la “saciedad” es típico del tiempo mesiánico. La saciedad es la consecuencia de la acción poderosa de Dios en el tiempo mesiánico. Jesús es el gran profeta de los últimos tiempos, que recapitula en sí las grandes acciones de Dios que alimentó a su pueblo en el pasado. Los doce canastos que sobran no sólo subraya el exceso del don, sino que también pone en evidencia el papel de “los Doce” como mediadores en la obra de la salvación. Los Doce representan el fundamento de la Iglesia, son como la síntesis y la raíz de la comunidad cristiana, llamada a colaborar activamente a fin de que el don de Jesús pueda alcanzar a todos los seres humanos.
El Señor se dio cuenta de que aquel milagro despertó en la muchedumbre el entusiasmo, hasta el punto de que quieren hacerlo rey. Pero por otro lado les recrimina que lo busquen sólo porque se han saciado. Buscad el pan del cielo, les dice, el pan que el Hijo del Hombre os dará. Y luego les aclara que quien coma de este Pan no morirá para siempre. Esto es mi Cuerpo –nos recuerda—que será entregado por vosotros.
Ante aquella muchedumbre inmensa de personas que habían acudido para escuchar al Maestro, Jesús exhorta a sus discípulos: “Dadles vosotros de comer”. ¿Cómo dar de comer a una muchedumbre tan grande con tan sólo cinco panes y dos peces? La generosidad, cuando brota del auténtico amor cristiano, cuando se convierte en verdadera caridad, alcanza a todos aquellos que la necesitan. La llamada de Jesús, “Dadles vosotros de comer”, nos la hace hoy también a toda la Iglesia.
Fijémonos en los puntos más importantes del relato:
a) en primer lugar, el gesto constituye una revelación escatológica; por medio de Jesús, Dios se está mostrando como aquél que ofrece el alimento de la vida al pueblo.
b) En el gesto se desvela el poder de los apóstoles; por sí mismos son incapaces de ofrecer comida al pueblo (9, 13); sólo cuando reciben el pan que les regala el Cristo pueden alimentar verdaderamente al pueblo.
c) Dentro de una vivencia eclesial el milagro se ha convertido en anticipo y señal de la eucaristía; el mismo comportamiento de Jesús que pronuncia la bendición, parte el pan y lo ofrece a los hombres nos dirige en esta dirección; por eso, aquel comer juntos en la tensión de la esperanza escatológica, se ha venido a convertir en el signo fundamental de la iglesia.
d) Todo esto nos lleva finalmente hacia otro plano: la comida fraternal y abundante donde los dones del reino se ofrecen a todos los salvados debe anticiparse en la comida de la tierra. Eso significa que los bienes de este mundo son los medios, los manjares de un banquete en el que todos se encuentran invitados; por eso, en una sociedad donde la injusticia separa brutalmente a los unos de los otros es muy difícil recordar el gesto de la multiplicación de los panes y celebrar de verdad la eucaristía. Jesús ha invitado a todos con unos mismos panes (en la multiplicación y en la eucaristía); los bienes del banquete del reino son comunes. Pues bien, una sociedad donde los hombres se roban mutuamente la comida (se oprimen mutuamente), está indicando que no sigue a Jesús ni desea tender hacia el banquete de su reino.

Os dejamos para meditar una homilía de San Juan Pablo II  " 1. "Ecce panis angelorum, factus cibus viatorum:  vere panis filiorum": "Este es el pan de los ángeles, pan de los peregrinos, verdadero pan de los hijos" (Secuencia).
Hoy la Iglesia muestra al mundo el Corpus Christi, el Cuerpo de Cristo. E invita a adorarlo: Venite, adoremus, Venid, adoremos.
La mirada de los creyentes se concentra en el Sacramento, donde Cristo se nos da totalmente a sí mismo: cuerpo, sangre, alma y divinidad. Por eso siempre ha sido considerado el más santo: el "santísimo Sacramento", memorial vivo del sacrificio redentor.
            En la solemnidad del Corpus Christi volvemos a aquel "jueves" que todos llamamos "santo", en el que el Redentor celebró su última Pascua con los discípulos: fue la última Cena, culminación de la cena pascual judía e inauguración del rito eucarístico.
Por eso, la Iglesia, desde hace siglos, ha elegido un jueves para la solemnidad del Corpus Christi, fiesta de adoración, de contemplación y de exaltación. Fiesta en la que el pueblo de Dios se congrega en torno al tesoro más valioso que heredó de Cristo, el sacramento de su misma presencia, y  lo alaba, lo canta, lo lleva en procesión por las calles de la ciudad.
2. "Lauda, Sion, Salvatorem!" (Secuencia).
La nueva Sión, la Jerusalén espiritual, en la que se reúnen los hijos de Dios de todos los pueblos, lenguas y culturas, alaba al Salvador con himnos y cantos. En efecto, son inagotables el asombro y la gratitud por el don recibido. Este don "supera toda alabanza, no hay canto que sea digno de él" (ib.).
Se trata de un misterio sublime e inefable. Misterio ante el cual quedamos atónitos y silenciosos, en actitud de contemplación profunda y extasiada.
3. "Tantum ergo sacramentum veneremur cernui": “Adoremos, postrados, tan gran sacramento”.
En la santa Eucaristía está realmente presente Cristo, muerto y resucitado por nosotros.
 En el pan y en el vino consagrados permanece con nosotros el mismo Jesús de los evangelios, que los discípulos encontraron y siguieron, que vieron crucificado y resucitado, y cuyas llagas tocó Tomás, postrándose en adoración y exclamando: “Señor mío y Dios mío” (Jn 20, 28; cf. 20, 17-20).
En el Sacramento del altar se ofrece a nuestra contemplación amorosa toda la profundidad del misterio de Cristo, el Verbo y la carne, la gloria divina y su tienda entre los hombres. Ante él no podemos dudar de que Dios está "con nosotros", que asumió en Jesucristo todas las dimensiones humanas, menos el pecado, despojándose de su gloria para revestirnos a nosotros de ella (cf. Jn 20, 21-23).
En su cuerpo y en su sangre se manifiesta el rostro invisible de Cristo, el Hijo de Dios, con la modalidad más sencilla y, al mismo tiempo, más elevada posible en este mundo. A los hombres de todos los tiempos, que piden perplejos:  "Queremos ver a Jesús" (Jn 12, 21), la comunidad eclesial responde repitiendo el gesto que el Señor mismo realizó para los discípulos de Emaús:  parte el pan. Al partir el pan se abren los ojos de quien lo busca con corazón sincero. En la Eucaristía la mirada del corazón reconoce a Jesús y su amor inconfundible, que se entrega "hasta el extremo" (Jn 13, 1). Y en él, en ese gesto suyo, reconoce el rostro de Dios.
4. "Ecce panis angelorum..., vere panis filiorum":“He aquí el pan de los ángeles..., verdadero pan de los hijos”.
Con este pan nos alimentamos para convertirnos en testigos auténticos del Evangelio. Necesitamos este pan para crecer en el amor, condición indispensable para reconocer el rostro de Cristo en el rostro de los hermanos.
Nuestra comunidad diocesana necesita la Eucaristía para proseguir en el camino de renovación misionera que ha emprendido. Precisamente en días pasados se ha celebrado en Roma la asamblea diocesana; en ella se analizaron "las perspectivas de comunión, de formación y de carácter misionero en la diócesis de Roma para los próximos años". Es preciso seguir nuestro camino "recomenzando" desde Cristo, es decir, desde la Eucaristía. Caminemos con generosidad y valentía, buscando la comunión dentro de nuestra comunidad eclesial y dedicándonos con amor al servicio humilde y desinteresado de todos, especialmente de las personas más necesitadas.
En este camino Jesús nos precede con su entrega hasta el sacrificio y se nos ofrece como alimento y apoyo. Más aún, no cesa de repetir en todo tiempo a los pastores del pueblo de Dios: "Dadles vosotros de comer" (Lc 9, 13); partid para todos este pan de vida eterna.
Se trata de una tarea difícil y exaltante, una misión que dura hasta el final de los siglos.
5. "Comieron todos hasta saciarse" (Lc  9, 17). A través de las palabras del evangelio que acabamos de escuchar nos llega el eco de una fiesta que, desde hace dos mil años, no tiene fin. Es la fiesta del pueblo en camino en el éxodo del mundo, alimentado por Cristo, verdadero pan de salvación.
Al final de la santa misa también nosotros nos pondremos en camino en el centro de Roma, llevando el cuerpo de Cristo escondido en nuestro corazón y muy visible en el ostensorio.
Acompañaremos el Pan de vida inmortal por las calles de la ciudad. Lo adoraremos y en torno a él se congregará la Iglesia, ostensorio vivo del Salvador del mundo.
Ojalá que los cristianos de Roma, fortalecidos por su Cuerpo y su Sangre, muestren a Cristo a todos con su modo de vivir: con su unidad, con su fe gozosa y con su bondad.
Que nuestra comunidad diocesana recomience intrépidamente desde Cristo, Pan de vida inmortal.
Y tú, Jesús, Pan vivo que da la vida, Pan de los peregrinos, "aliméntanos y defiéndenos, llévanos a los bienes eternos en la tierra de los vivos". Amén". (San Juan Pablo II. Solemnidad del Corpus Christi. Basílica de San Juan de Letrán. jueves 14 de junio de 2001).
Rafael Pla Calatayud.
rafael@betaniajerusalen.com




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