Hoy la Iglesia celebra la
Solemnidad del Corpus. En la solemnidad del Corpus Christi
la Iglesia en España celebra el día de Cáritas.
En las lecturas de hoy la
reiteración de palabras referidas a “comida”, “bebida”, “vida”, es constante.
Los estudiosos han llegado a encontrar 9 veces “comer-comida, vivir-vida”; 6
veces “carne”; 4 veces “pan-sangre, beber”. Todo indica que Dios quiere
relacionarse con nosotros espiritual y físicamente, a través de la fe y a
través de los sentidos. “El que come de este pan vivirá para siempre”.
Pero, además del simbolismo del
signo sacramental, hay que admitir una realidad mucho más honda y misteriosa:
la presencia verdadera de Cristo, como está en el cielo. El Corpus no consiste
sólo en un signo eficaz de la presencia espiritual de Cristo. La Iglesia cuando
trata de explicar en profundidad el misterio de su presencia emplea tres
palabras: presencia verdadera, presencia real y presencia sustancial.
La primera lectura (Gn
14,18-20), nos sitúa
ante un texto con un relato ancestral. Estos relatos tienen algo especial en las tradiciones de Israel,
hasta el punto de poder considerar que un texto como el de Melquisedec podría
ser una campaña militar, antigua, en la que se ha querido ver que los grandes,
en este caso el rey de Salem, también ha querido ponerse a los pies del padre
del pueblo, de Abrahán. Con los gestos del pan y el vino que se ofrecen, las
cosas más naturales de la tierra, el rey misterioso le otorga a Abrahán un
rango sagrado, casi de rey-sacerdote.
Melquisedec, es un personaje misterioso en el Antiguo
Testamento, “sin padre, ni madre, ni genealogía, sin comienzo de días, ni fin
de vida, asemejado al Hijo de Dios, que permanece sacerdote para siempre”,
según narra la epístola a los hebreos.
Melquisedec es rey y sacerdote de Salén
(=Jerusalén) y venera al Dios Altísimo (Celyon: v. 19), a quien también venera
Abrahán (v.22). Este título pudo darse a algún dios pagano e indicaría cierta
preeminencia sobre el resto de los otros dioses. La literatura bíblica lo
aplicaría a Yavhé.
El término "bendición" es muy
importante en la literatura bíblica: proviene de Dios y su fin es unir al
hombre con El tras producir vida larga, fecundidad, éxito en las empresas
humanas.
En Gn 14, 18, por primera vez en la
Biblia, el sujeto de la bendición no es Dios sino un hombre: Melquisedec; él
es, por lo tanto, el representante divino. La bendición del v. 19 tiene dos
partes: la primera invoca sobre Abrahán la bendición de Dios, supremo creador
(=universal); la segunda consiste en bendecir al Dios Altísimo por la victoria
obtenida. Con el ejemplo de Abrahán -quien recibe la bendición del
rey-sacerdote de Jerusalén y a quien el patriarca da el diezmo de lo suyo- se
sugiere que todos los israelitas deben obedecer a la dinastía de Jerusalén (G.
Von Rad piensa sobre todo en los israelitas seminómadas, quienes difícilmente
comprendían esta obediencia). La ciudad de Jerusalén, su templo en Sión, su rey
y sus sacerdotes tienen remotas y nobles raíces. Melquisedec, rey-sacerdote de
Jerusalén tiene poder de bendecir al padre del pueblo de Israel. En
correspondencia, Abrahán le pagará tributo.
El
pasaje nos dice que Abrahán le ofreció el diezmo de todo. De esa forma se pone
de relieve la grandeza de ese personaje, pues quien ofrece algo siempre es
inferior que aquel a quien se hace la ofrenda.
Abrahán
pagó el diezmo, pero se fue más rico con la alegría de haber escuchado, de boca
de este extraño, las palabras que le confirmaban la bendición de Dios.
Hay
que destacar la importancia que este capítulo del Gn ha cobrado en la tradición
de Israel, ya que, después de la conquista de Canaán (el pasaje se sitúa en una
época anterior a esta conquista), resulta inconcebible que Abrahán, prototipo y
padre de todos los creyentes, se dejara bendecir por un sacerdote cananeo. El
presente relato tiene, pues, suma importancia para valorar positivamente las
religiones extrabíblicas.
Por
otro lado se nos refiere que Melquisedec ofreció a Dios el pan y el vino. Un
sacrificio que anunciaba también ese otro sacrificio, el de la Eucaristía donde
el pan y el vino se convierten en el Cuerpo y la Sangre de Cristo, que se
inmolan por la salvación del mundo.
La finalidad del relato era demostrar que incluso
Abrahan, padre en la fe, se había inclinado ante Melquisedec y había pagado el
diezmo al rey pagano de Jerusalén. Se quería con ello estimular a los
israelitas a someterse al reino de David centrado en Jerusalén. Hubo siempre
una gran resistencia a aceptar la centralización y surgió pronto la división
del reino.
La reinterpretación que del relato hace la Iglesia
primitiva la encontramos en la carta a los Hebreos. Ante el peligro de volverse
a la comunidad cultual hebrea, el autor demuestra que el sacerdocio de Cristo
ha superado y anulado el sacerdocio levítico y para poner de relieve la
dignidad de Cristo, le da el nombre de sacerdote según el orden de Melquisedec.
La tradición católica, en el ofrecimiento del pan y del vino, ve un signo de la
eucaristía. Es el pan que expresa la plena reconciliación del hombre con Dios y
de los hermanos entre sí. El sacrificio pacífico de Melquisedec es acción de
gracias por el don de la paz que ha llegado por Cristo. En la eucaristía se
hace presente Cristo, nuestra paz.
El
responsorial es el salmo 109 (Sal 109,1-4) . Se trata de un salmo real célebre, compuesto en Jerusalén para la
entronización del rey o para la celebración de su aniversario.
El poeta o profeta cortesano habla al rey en nombre de Dios, que otorga el
dominio, la gloria y el poder. Los w. 1 y 4, según la versión
griega de la Setenta, fueron aplicados en el Nuevo Testamento a Cristo y
releídos desde una perspectiva mesiánica en la estela de la tradición judía
(Qumrán). El salmo tiene dos partes.La primera (vv. 1-3), contiene un oráculo real
dirigido por YHWH al rey sobre su entronización
El pueblo se ha reunido en el palacio del rey de Judá y todo está preparado para la solemne consagración real del ungido del Señor. Sin embargo, el pequeño reino de Israel vive momentos difíciles a causa de los poderosos enemigos que le rodean. La misma suerte del rey que va a ser entronizado permanece incierta. El Señor tranquiliza al rey y a la asamblea con un oráculo divino. El rey no debe temer por su dignidad real: «Siéntate a mi derecha y haré de tus enemigos estrado de tus pies» (v. 1).
El pueblo se ha reunido en el palacio del rey de Judá y todo está preparado para la solemne consagración real del ungido del Señor. Sin embargo, el pequeño reino de Israel vive momentos difíciles a causa de los poderosos enemigos que le rodean. La misma suerte del rey que va a ser entronizado permanece incierta. El Señor tranquiliza al rey y a la asamblea con un oráculo divino. El rey no debe temer por su dignidad real: «Siéntate a mi derecha y haré de tus enemigos estrado de tus pies» (v. 1).
El
Señor le dará también el poder y se extenderá desde el palacio real hasta todos
sus enemigos, que serán humillados por la fuerza del rey. El consagrado, con
sus empresas victoriosas sobre el enemigo, estará siempre a la cabeza de un
pueblo victorioso y reinará sobre todo el mundo, porque se alimenta del
torrente de las bendiciones divinas (vv. 2.7).
Por
otra parte, el Señor mismo asegura, en este día solemne, su filiación divina de
una manera misteriosa: «Yo mismo te engendré», como rey y sacerdote del
pueblo, «entre esplendores sagrados», los de esta liturgia de
consagración, como el rocío de la mañana desde el seno de la aurora (v. 3). Su
sacerdocio será eterno, como el de Melquisedec, rey-sacerdote de Salén sin
ascendencia terrena (cf. Gn 14), un sacerdocio distinto al oficial del templo,
ligado a Aarón y a Sadoc (v 4).
Melquisedec es una figura
que anunciaba a Cristo, cuyo sacerdocio, en efecto, es eterno, y cuyo origen se
pierde en la eternidad. Un sacerdocio que no proviene de los hombres, sino del
mismo Dios.
San Agustín nos dice de este
salmo: "... Pues Dios prometió la divinidad a los hombres, la inmortalidad
a los mortales, la justificaci6n a los pecadores, la glorificación a criaturas
despreciables.
Sin embargo, hermanos. como
a los hombres les parecía increíble la promesa de Dios de sacarlos de su
condición mortal -de corrupción, bajeza, debilidad, polvo y ceniza- para
asemejarlos a los ángeles, no sólo firmó una alianza con los hombres para
incitarlos a creer, sino que también estableció un mediador como garante de su
fidelidad; y no estableció como mediador a cualquier príncipe o a un ángel o
arcángel, sino a su Hijo único. Y por él nos mostró el camino que nos
conduciría hasta el fin prometido.
Pero no bastó a Dios
indicarnos el camino, por medio de su Hijo: quiso que él mismo fuera el camino,
para que, bajo su dirección, tú caminaras por él...
Todo esto debía ser
profetizado y preanunciado para que no atemorizara a nadie si acontecía de
repente, sino que, siendo objeto de nuestra fe, lo fuese también de una
ardiente esperanza (San Agustín. Comentario sobre el salmo 109, 1-3).
En la segunda Lectura de 1ª corintios ( 1 Cor 11,23-26), se nos
asegura que cuanto
les está diciendo sobre la Eucaristía pertenece a la Tradición que arranca de
Cristo, “procede del Señor” nos dice.
Es
el texto más antiguo referente a la institución de la Eucaristía, escrito hacia
el 57, y recoge una tradición venerable que llega hasta Jesús.
La
Eucaristía está ahí, en el centro de la historia: recordando, por una parte, la
muerte del Señor y el gran amor que lo llevó hasta la entrega; anunciando, por
otra parte, el retorno del Señor. Un recuerdo que compromete y se hace
esperanza, pues el retorno del Señor tenemos que prepararle.
Lo
que Melquisedec simbolizaba se hace realidad en Cristo, verdadero rey de
justicia y de paz, el que es todo bendición, el que ofrece el pan y el vino de
más hondo significado, memorial del amor más grande, signo de la unión más
perfecta y anuncio de los bienes definitivos. En Cristo empieza un nuevo reino
y un nuevo sacerdocio.
En
Corinto han surgido abusos en la celebración de la cena del Señor. Se
manifiestan en las divisiones profundas dentro de la comunidad. Esta actitud
impide la celebración de la eucaristía, son un atentado contra la comunidad y
contra Dios. Pablo recuerda la tradición que se funda en Jesús.
El
texto establece una relación estrecha entre la eucaristía y la pasión-muerte de
Jesús. Hay que subrayar el título de "Kyrios", señor, que puede
indicar una formulación litúrgica. El sentido del cáliz es la realización y
ratificación de la nueva alianza.
Al
derramar su sangre en la cruz, Jesús sella el pacto escatológico que había
anunciado Jeremías (31, 31ss). En el Sinaí, al hacer la alianza, Moisés había
derramado la sangre de las víctimas inmoladas (Ex 24, 8).
La
memoria, memorial, tiene un sentido muy amplio y profundo. La comunidad debe
celebrar el "ágape" no para recordar a Jesús muerto, sino para
celebrar la memoria del "Kyrios", del Jesús resucitado, presente en
la celebración y que hace participar de su cuerpo y sangre. La Iglesia se
edifica al reunirse para celebrar la cena del Señor.
El
cristianismo primitivo tuvo que hacerse “recibiendo” tradiciones del Señor. San
Pablo, que no lo conoció personalmente, le da mucha importancia a unas pocas
que ha recibido. Y una de esas tradiciones son las palabras y los gestos de la
última cena. Lo ocurrido aquella noche marcaría para siempre a los suyos.
Cuando la Iglesia intentaba un camino de identidad distinto del judaísmo, serán
esos gestos y esas palabras las que le ofrecerá la oportunidad de cristalizar
en el misterio de comunión con su Señor y su Dios. Esta tradición “recibida”,
según la mayoría de los especialistas, pertenece a Antioquía (como en Lc
22,19-20), donde los seguidores de Jesús “recibieron” por primera vez el nombre
de “cristianos”.
Jesús encomendó a sus discípulos
que repitieran en memoria suya lo que él acababa de hacer, convertir el pan y
el vino en su Cuerpo y Sangre, que se entregaba en sacrificio para la redención
del mundo. De ahí que diga San Pablo que cada vez que comemos el Pan o bebemos
del Cáliz proclamamos la muerte del Señor, hasta que vuelva.
Proclamar
la muerte de Cristo equivale a repetir su sacrificio, de modo sacramental pero
real. Es decir, en cada celebración eucarística se repite el sacrificio del
Calvario. De ahí la importancia capital de la Eucaristía, de la Misa. Tanto que
el Magisterio de la Iglesia lo considera como el centro de la vida la
cristiana, la fuente de la que brota la vida de la Gracia y, por otro lado, es
el acto al que se dirige toda actividad apostólica, allí donde converge cuanto
la Iglesia hace y dice para la salvación del mundo.
Con el evangelio de
hoy volvemos a San Lucas (Lc 9,11b-17 ).
Se nos relata la
multiplicación de los panes y los peces, hecho este que es atestiguado por
todos los evangelistas, uno de esos acontecimientos considerado de capital
importancia, no por lo prodigioso sino por el valor teológico que encierra, por
el significado doctrinal tan rico e importante que entraña.
El contexto vital del relato
originario es una comunidad que espera la ayuda y la salvación de Jesús en el
que ve la plena realización escatológica. Se trata del mundo teológico
palestinense que esperaba la salvación definitiva con el retorno de Jesús. Hay
que recordar las más antiguas celebraciones litúrgicas fuertemente impregnadas
de la espera escatológica. El relato de hoy se apoya en la espera cristológica
y escatológica. Antes han preguntado... quién es éste...? (9,9), hay después la
confesión de Pedro (9, 20). La multiplicación de los panes prepara la
manifestación cristológica de 9, 28-36.
En el texto, Jesús se presenta como
"redentor" que anuncia el reino y cura a los enfermos. Acoge al
pueblo con su palabra y con sus obras. El gesto de dar de comer a la gente le
presenta como "redentor" que está siempre con los suyos.
El pueblo se confía a Jesús, pero
los discípulos no tienen la misma confianza. A través del servicio de los
apóstoles, el pueblo se reúne en comunidad del reino de Dios. Con todo este
relato no presenta sólo al Jesús histórico, sino la experiencia de fe de la
comunidad primitiva que en la eucaristía ha encontraEl es quien da y se da. Los
discípulos distribuyen en su nombre.
Así cumplen el mandato de Jesús:
dadles vosotros de comer. Jesús va más allá de toda espera humana. No da
palabras sino que se da a sí mismo, quiere encontrar al hombre en sus
necesidades concretas, quiere saciar el hambre de las profundas exigencias
humanas. El es el pan "partido" y "compartido" que debe
continuar en la vida de los discípulos.
El relato está configurado como un
diálogo entre Jesús y los doce. Son éstos quienes lo inician con una respuesta
razonable (v. 12). Jesús les propone otra (v. 13a). Los doce la consideran
inviable, pero estarían dispuestos a poner los medios para hacerla viable (v.
13b). El diálogo se desarrolla, pues, en términos de propuestas y
contrapropuestas normales; no hay nada que haga pensar en una intervención
milagrosa, ni siquiera cuando Jesús pide a sus discípulos que hagan sentar a la
gente (v. 14b).
El v. 16 introduce la intervención
milagrosa de Jesús. Literariamente hablando, se trata de una intervención inesperada.
Esto quiere decir que Lucas no está interesado en resaltar lo extraordinario de
la escena, aunque indudablemente lo presupone.
San Lucas ha elaborado el relato en
perspectiva catequética. Catequesis a los doce (=los guías) sobre cómo tienen
que actuar en la comunidad cristiana. Esta actuación no debe ser el
desentendimiento (¡que se las arreglen como puedan!, v. 12), por muy comprensible y razonable que
pueda éste parecer. Su actuación debe ser la entrega, la disponibilidad, la
búsqueda de soluciones, por muy costosas que éstas sean. Es entonces cuando se
produce el milagro. El milagro de una comunidad donde no hay necesidades, donde
todo fluye a raudales y que incluso sobra.
En realidad, la óptica de San Lucas
en este relato (a diferencia de los otros evangelistas) no es la eucaristía. Y,
sin embargo, su relato puede leerse en un día significativamente eucarístico.
La Eucaristía, como Jesús la entendió, es la gran señal de una comunidad en
torno a una misma mesa, donde a nadie le falta nada y donde todo es alegría de
vivir.
Los que siguen a Jesús han tenido
que prescindir de las seguridades que el mundo les ofrece: entra la noche y
están solos; sienten hambre y no disponen de comida, pues se encuentran lejos
del poblado (9, 12). Pues bien, en medio del desierto, a la llegada de la
noche, Dios repite los antiguos prodigios de la historia de su pueblo; aunque
los hombres piensen estar solos y perdidos, Jesús se encuentra en medio de
ellos repartiendo su misterio a manos llenas: enseña, cura, ofrece el alimento.
Es difícil encontrar una imagen más
valiosa del sentido y de la obra de Jesús. Los que le siguen tienen que
arriesgarse, dejando atrás el mundo antiguo, su seguridad y su comida. Pero,
una vez que ya lo han hecho no necesitan decir nada: Jesús sabe su necesidad y
les ayuda.
No interesa demasiado la manera
concreta en que el signo se realizó. Lo que importa es que Jesús dio de comer
abundantemente al pueblo. Lo que importa es que su gesto vino a suscitar entre
los suyos el entusiasmo mesiánico de forma que los hombres descubrieron que el
banquete del reino ya ha empezado a realizarse. Parece como si de pronto se
hubieran rasgado los antiguos niveles de las cosas; da la impresión de que el
mundo de los pobres y perdidos de la tierra se termina y surge la verdad
definitiva de la vida.
Para
nuestra vida
En la fiesta de hoy se nos recuerda
que no basta con alimentarnos cada uno de la Eucaristía. Comulgar el Cuerpo de
Cristo nos ha de llevar siempre a comulgar también con nuestros hermanos. De
nada sirve recibir el Cuerpo de Cristo en la Eucaristía si después no me
preocupo por mi hermano que está sufriendo o tiene necesidad. Por esto, con
razón celebra hoy la Iglesia el día de Caritas. Caritas es el brazo de la
Iglesia que se dedica especialmente a la atención de los más necesitados. No es
una ONG o un grupo de voluntariado. Hoy es el día de Cáritas. Caritas es la
misma Iglesia que se pone al servicio de los más necesitados, y todos los
cristianos somos Caritas, pues estamos llamados a dar de comer a quien lo
necesite.
Fijémonos
en la primera lectura. En el Antiguo Testamento se habla de otras alianzas que
Dios hizo con su pueblo. Los sacerdotes de la antigua
alianza ofrecían a Yahveh la sangre de algún animal sacrificado y la sangre del
animal sacrificado sellaba la alianza del pueblo con su Dios. En la nueva
alianza es la sangre de Cristo la que sella definitivamente la alianza de Dios
con los hombres. Dios no exige ya ofrendas de carneros o toros para perdonar
los pecados del pueblo; la sangre de Cristo, ofrecida en la cruz, ha perdonado,
de una vez por todas, nuestros pecados. En la eucaristía, cada vez que comemos
el pan sacramentado y cada vez que bebemos la sangre de Cristo, renovamos esta
nueva alianza, en la que Dios sigue ofreciéndonos su perdón, por los méritos
del Cristo que ofreció su vida en la cruz. Se trata de la sangre de Cristo, la
sangre derramada para el perdón de nuestros pecados.
Del
salmo responsorial nos fijamos en los dos oráculos, en el versículo inicial del
salmo , el primer oráculo nos dice
«Siéntate a mi derecha, y haré de tus enemigos estrado de tus pies».
San Máximo de Turín (siglo IV-V), quien en su Sermón sobre Pentecostés lo
comenta así: «Según nuestra costumbre, la participación en el trono se ofrece a
aquel que, realizada una empresa, llegando vencedor merece sentarse como signo
de honor. Así pues, también el hombre Jesucristo, venciendo con su pasión al
diablo, abriendo de par en par con su resurrección el reino de la muerte,
llegando victorioso al cielo como después de haber realizado una empresa,
escucha de Dios Padre esta invitación: “Siéntate a mi derecha”. No debemos
maravillarnos de que el Padre ofrezca la participación del trono al Hijo, que
por naturaleza es de la misma sustancia del Padre… El Hijo está sentado a la derecha
porque, según el Evangelio, a la derecha estarán las ovejas, mientras que a la
izquierda estarán los cabritos. Por tanto, es necesario que el primer Cordero
ocupe la parte de las ovejas y la Cabeza inmaculada tome posesión
anticipadamente del lugar destinado a la grey inmaculada que lo seguirá» (40,
2: Scriptores
circa Ambrosium, IV, Milán-Roma 1991, p. 195).
El segundo oráculo tiene, en
cambio, un contenido sacerdotal (cf. v. 4). Antiguamente, el rey desempeñaba
también funciones cultuales, no según la tradición del sacerdocio levítico,
sino según otra conexión: la del sacerdocio de Melquisedec, el
soberano-sacerdote de Salem, la Jerusalén preisraelita .
Desde la perspectiva
cristiana, el Mesías se convierte en el modelo de un sacerdocio perfecto y supremo.
La carta a
los Hebreos, en su parte central, exalta este ministerio sacerdotal
«a semejanza de Melquisedec» (Hb 5,10), pues lo ve encarnado en plenitud en la
persona de Cristo.
El Nuevo Testamento recoge,
en repetidas ocasiones, el primer oráculo para celebrar el carácter mesiánico
de Jesús . El mismo Cristo, ante el sumo sacerdote y ante el sanedrín judío, se
referirá explícitamente a este salmo, proclamando que estará «sentado a la
diestra del Poder» divino, precisamente como se dice en el versículo 1 del
salmo 109 (Mc 14,62; cf. 12,36-37).
Este
salmo, nos invita a contemplar el triunfo del Resucitado y a acrecentar nuestra
esperanza de que también la Iglesia, cuerpo de Cristo, participará un día de su
misma gloria, por muchas que sean las dificultades y los enemigos presentes.
Como el antiguo Israel, al que literalmente se refiere el salmo, como Cristo en
los días de su vida, la Iglesia tiene poderosos enemigos que podrían darle
sobrados motivos de temor; pero la misma Iglesia escucha un oráculo del Señor: «Haré de
tus enemigos -la muerte, el dolor, el pecado- estrado de tus pies».
Por la resurrección de Jesucristo de entre los muertos, como cada domingo, celebramos-, Dios nos ha
hecho nacer de nuevo para una esperanza viva. Que la contemplación de la
antigua promesa de Dios al rey de Judá, realizada en la resurrección de Cristo,
tal como nos la hace contemplar este salmo, intensifique nuestra oración de
acción de gracias, por todo lo que el Señor nos ofrece tan misericordiosamente.
En la
segunda lectura de la primera carta de Pablo a los Corintios se destaca algo
muy importante en la vida cristiana, y es que
Jesús la
noche en la que iba a ser entregado, en la Última Cena, reunido con sus
discípulos en el cenáculo, celebró con ellos la institución de la Eucaristía.
Al repartir el pan ácimo que los judíos comían en la cena pascual, Jesús les
dijo: “Esto es mi cuerpo”, y al pasar la copa de vino mezclada con un poco de
agua, dijo: “Esta es mi sangre”. Así, cada vez que celebramos la Eucaristía y
un sacerdote repite estas mismas palabras de Jesús sobre el pan y el vino,
éstos se convierten verdaderamente en el Cuerpo y la Sangre de Cristo.
Antes de que lo entregaran a la
muerte y le quitaran la vida, Jesús la ofreció, la entregó, la donó a los suyos
en el pan y en el vino, de la forma más sencilla y asombrosa que se podía
alguien imaginar.
Este relato de la institución de la
eucaristía que san Pablo escribe, está escrito muchos años antes de la
publicación de los Evangelios. Dice san Pablo que él transmite una tradición
que procede del Señor. Es importante, por tanto, que pensemos en todas las
palabras que nos dice el apóstol: cuando nos acercamos a la eucaristía no vamos
a recibir, sin más, el cuerpo de Cristo, sino que vamos a comulgar con el
cuerpo de Cristo que se entregó por nosotros. Recibimos al Cristo que, libre y
voluntariamente, entregó su vida para salvarnos y para mostrarnos el camino que
debemos seguir sus discípulos, si queremos vivir en comunión con él. Es
evidente que Cristo no quería morir porque le gustara morir, sino que Cristo
aceptó la muerte porque esta era una condición necesaria para salvarnos. La
predicación de la buena noticia, de su evangelio, en su lucha continua contra
el mal, le llevaba directamente a la muerte. Él lo sabía, y no se echó atrás
ante el temor a la muerte, sino que prosiguió su camino hacia la cruz,
entregando voluntariamente su cuerpo.
¿Por qué se ha proclamar la muerte
del Señor hasta su vuelta? ¿Para recordar la ignominia y la violencia de su
muerte? ¿Para resaltar la dimensión sacrificial de nuestra redención? ¿Para que
no se olvide lo que le ha costado a Jesús la liberación de la humanidad?. Es
importante el valor de la memoria “zikarón” que es un elemento antropológico
imprescindible de nuestra propia historia. No hacer memoria, significa no tener
historia. Y la Iglesia sabe que “nace” de la muerte de Jesús y de su
resurrección. No es simplemente memoria de un muerto o de una muerte
ignominiosa, o de un sacrificio terrible. Es “memoria” (zikarón) de vida, de entrega,
de amor consumado, de acción profética que se adelanta al juicio y a la condena
a muerte de las autoridades; es memoria de su vida entera que entrega en
aquella noche con aquellos signos proféticos sin media. Precisamente para que
no se busque la vida allí donde solamente hay muerte y condena. Es, por otra
parte y sobre todo, memoria de resurrección, porque quien se dona en la
Eucaristía de la Iglesia, no es un muerto, ni repite su muerte gestualmente,
sino el Resucitado.
La unidad presentada en el texto es
también llamada para nuestro hoy eclesial. Las divisiones son un fenómeno
siempre actual en la Iglesia. Los motivos y la intensidad pueden ser muy
diversos. En Corinto era el mayor relieve que se daba a la libre realización
personal sobre la comunidad. Pero cuando se celebra la eucaristía en su acción
litúrgica se manifiesta el núcleo existencial de Cristo.
Cristo encarna la disponibilidad
total. El banquete eucarístico es el signo de la unidad. En la cena del Señor
se da la profunda relación entre el cuerpo de Cristo en la eucaristía y el
cuerpo de Cristo representado por la comunidad. El cuerpo de Cristo en sentido
cristológico es la fuente del cuerpo de Cristo en sentido eclesiológico.
"Mi cuerpo, dice Jesús, se
entrega por vosotros; hacedlo en memoria mía. Esta copa, mi sangre, la beberéis
en memoria mía".
El acto eucarístico es el acto de
una comunidad que ha recibido en el pasado -"la noche en que..."- un don: Jesús ha sido entregado,
ofreciendo su cuerpo y su sangre "por" sus discípulos. A partir de
aquella noche la comunidad recuerda; celebra el memorial del don que les fue
hecho: don del pan y del vino, signos del "cuerpo entregado" y de la
"sangre derramada"; reencuentra el sentido de ese don: la Alianza
establecida entre Dios y los hombres; reconoce, proclama, "anuncia"
ese gesto de Dios hecho en favor de los hombres "mediante la muerte del Señor"; dice su esperanza del día en el
que esta Alianza quedará plenamente concluida, cuando "venga" el
Señor.
La eucaristía, gesto de familia,
momento en el que la comunidad expresa su razón de ser, el sentido de su vida,
no confina al grupo que la realiza a un sitio apartado. La Iglesia que "anuncia la muerte del Señor hasta que él
vuelva", sabe que esta muerte y esa última venida conciernen a todos
los hombres. Se encuentra ella en la situación de los discípulos del evangelio
que reciben el pan que Jesús les da, pero para distribuirlo a las gentes.
En el Evangelio de hoy hemos
escuchado el pasaje de la multiplicación de los panes y los peces, un anticipo
claro de la Eucaristía.
Jesús
está cerca de Betsaida y tiene delante a una gran muchedumbre de gente pobre,
enferma, hambrienta. Es a este pueblo marginado y oprimido al que Jesús se
dirige, “hablándoles del reino de Dios y sanando a los que lo necesitaban” (v.
11). A continuación Lucas añade un dato importante con el que se introduce el
diálogo entre Jesús y los Doce: comienza a atardecer (v. 12). El momento
recuerda la invitación de los dos peregrinos que caminaban hacia Emaús
precisamente al caer de la tarde: “Quédate con nosotros porque es tarde y está
anocheciendo” (Lc 24,29). En los dos episodios la bendición del pan acaece al
caer el día.
El
diálogo entre Jesús y los Doce pone en evidencia dos perspectivas. Por una
parte los apóstoles que quieren enviar a la gente a los pueblos vecinos para
que se compren comida, proponen una solución “realista”. En el fondo piensan
que está bien dar gratis la predicación pero que es justo que cada cual se
preocupe de lo material. La perspectiva de Jesús, en cambio, representa la
iniciativa del amor, la gratuidad total y la prueba incuestionable de que el
anuncio del reino abarca también la solución a las necesidades materiales de la
gente.
Todo ocurre en un lugar desértico (v. 12). Esto
recuerda sin duda el camino del pueblo elegido a través del desierto desde
Egipto hacia la tierra prometida, época en la que Israel experimentó la
misericordia de Dios a través de grandes prodigios, como por ejemplo el don del
maná. La actitud de los discípulos recuerda las resistencias y la incredulidad
de Israel delante del poder de Dios que se concretiza a través de obras
salvadoras en favor del pueblo (Ex 16,3-4).
La
respuesta de Jesús: “dadles vosotros de
comer” (v. 13) no sólo es provocativa dada la poca cantidad de alimento,
sino que sobre todo intenta poner de manifiesto la misión de los discípulos al
interior del gesto misericordioso que realizará Jesús. Los discípulos, aquella
tarde cerca de Betsaida y a lo largo de toda la historia de la Iglesia, están
llamados a colaborar con Jesús preocupándose por conseguir el pan para sus
hermanos. Después de que los discípulos acomodan a la gente, Jesús “tomó los
cinco panes y los dos peces, levantó los ojos al cielo, pronunció la bendición,
los partió y se los iba dando a los discípulos para los distribuyeran entre la
gente” (v. 16).
El
gesto de “levantar los ojos al cielo” pone en evidencia la actitud orante de
Jesús que vive en permanente comunión con el Dios del reino; la bendición (la
berajá hebrea) es una oración que al mismo tiempo expresa gratitud y alabanza
por el don que se ha recibido o se está por recibir. Es digno de notar que
Jesús no bendice los alimentos, pues para él “todos los alimentos son puros”
(Mc 7,19), sino que bendice a Dios por ellos reconociéndolo como la fuente de
todos los dones y de todos los bienes. El gesto de partir el pan y distribuirlo
indiscutiblemente recuerda la última cena de Jesús, en donde el Señor llena de
nuevo sentido el pan y el vino de la comida pascual, haciéndolos signo
sacramental de su vida y su muerte como dinamismo de amor hasta el extremo por
los suyos.
Al
final todos quedan saciados y sobran doce canastas (v. 17). El tema de la
“saciedad” es típico del tiempo mesiánico. La saciedad es la consecuencia de la
acción poderosa de Dios en el tiempo mesiánico. Jesús es el gran profeta de los
últimos tiempos, que recapitula en sí las grandes acciones de Dios que alimentó
a su pueblo en el pasado. Los doce canastos que sobran no sólo subraya el
exceso del don, sino que también pone en evidencia el papel de “los Doce” como
mediadores en la obra de la salvación. Los Doce representan el fundamento de la
Iglesia, son como la síntesis y la raíz de la comunidad cristiana, llamada a
colaborar activamente a fin de que el don de Jesús pueda alcanzar a todos los
seres humanos.
El
Señor se dio cuenta de que aquel milagro despertó en la muchedumbre el
entusiasmo, hasta el punto de que quieren hacerlo rey. Pero por otro lado les
recrimina que lo busquen sólo porque se han saciado. Buscad el pan del cielo,
les dice, el pan que el Hijo del Hombre os dará. Y luego les aclara que quien
coma de este Pan no morirá para siempre. Esto es mi Cuerpo –nos recuerda—que
será entregado por vosotros.
Ante
aquella muchedumbre inmensa de personas que habían acudido para escuchar al
Maestro, Jesús exhorta a sus discípulos: “Dadles vosotros de comer”. ¿Cómo dar
de comer a una muchedumbre tan grande con tan sólo cinco panes y dos peces? La
generosidad, cuando brota del auténtico amor cristiano, cuando se convierte en
verdadera caridad, alcanza a todos aquellos que la necesitan. La llamada de
Jesús, “Dadles vosotros de comer”, nos la hace hoy también a toda la Iglesia.
Fijémonos
en los puntos más importantes del relato:
a)
en primer lugar, el gesto constituye una revelación escatológica; por medio de
Jesús, Dios se está mostrando como aquél que ofrece el alimento de la vida al
pueblo.
b)
En el gesto se desvela el poder de los apóstoles; por sí mismos son incapaces
de ofrecer comida al pueblo (9, 13); sólo cuando reciben el pan que les regala
el Cristo pueden alimentar verdaderamente al pueblo.
c)
Dentro de una vivencia eclesial el milagro se ha convertido en anticipo y señal
de la eucaristía; el mismo comportamiento de Jesús que pronuncia la bendición,
parte el pan y lo ofrece a los hombres nos dirige en esta dirección; por eso,
aquel comer juntos en la tensión de la esperanza escatológica, se ha venido a
convertir en el signo fundamental de la iglesia.
d)
Todo esto nos lleva finalmente hacia otro plano: la comida fraternal y abundante
donde los dones del reino se ofrecen a todos los salvados debe anticiparse en
la comida de la tierra. Eso significa que los bienes de este mundo son los
medios, los manjares de un banquete en el que todos se encuentran invitados;
por eso, en una sociedad donde la injusticia separa brutalmente a los unos de
los otros es muy difícil recordar el gesto de la multiplicación de los panes y
celebrar de verdad la eucaristía. Jesús ha invitado a todos con unos mismos
panes (en la multiplicación y en la eucaristía); los bienes del banquete del
reino son comunes. Pues bien, una sociedad donde los hombres se roban
mutuamente la comida (se oprimen mutuamente), está indicando que no sigue a
Jesús ni desea tender hacia el banquete de su reino.
Os
dejamos para meditar una homilía de San Juan Pablo II " 1. "Ecce panis angelorum, factus cibus viatorum: vere panis
filiorum": "Este es el pan de los ángeles, pan de los peregrinos,
verdadero pan de los hijos" (Secuencia).
Hoy la Iglesia muestra al mundo el Corpus Christi, el Cuerpo de Cristo. E invita a adorarlo: Venite, adoremus, Venid, adoremos.
Hoy la Iglesia muestra al mundo el Corpus Christi, el Cuerpo de Cristo. E invita a adorarlo: Venite, adoremus, Venid, adoremos.
La mirada de los creyentes se
concentra en el Sacramento, donde Cristo se nos da totalmente a sí mismo:
cuerpo, sangre, alma y divinidad. Por eso siempre ha sido considerado el más santo: el
"santísimo Sacramento", memorial vivo del sacrificio redentor.
En la solemnidad del Corpus Christi volvemos a aquel "jueves" que todos llamamos "santo", en el que el Redentor celebró su última Pascua con los discípulos: fue la última Cena, culminación de la cena pascual judía e inauguración del rito eucarístico.
En la solemnidad del Corpus Christi volvemos a aquel "jueves" que todos llamamos "santo", en el que el Redentor celebró su última Pascua con los discípulos: fue la última Cena, culminación de la cena pascual judía e inauguración del rito eucarístico.
Por eso, la Iglesia, desde
hace siglos, ha elegido un jueves para la solemnidad del Corpus Christi, fiesta de adoración, de contemplación y de
exaltación. Fiesta en la que el pueblo de Dios se congrega en torno al tesoro
más valioso que heredó de Cristo, el sacramento de su misma presencia, y
lo alaba, lo canta, lo lleva en procesión por las calles de la ciudad.
2. "Lauda, Sion, Salvatorem!" (Secuencia).
La nueva Sión, la Jerusalén
espiritual, en la que se reúnen los hijos de Dios de todos los pueblos, lenguas
y culturas, alaba al Salvador con himnos y cantos. En efecto, son inagotables
el asombro y la gratitud por el don recibido. Este don "supera toda
alabanza, no hay canto que sea digno de él" (ib.).
Se trata de un misterio
sublime e inefable. Misterio ante el cual quedamos atónitos y silenciosos, en
actitud de contemplación profunda y extasiada.
3. "Tantum ergo sacramentum veneremur cernui": “Adoremos,
postrados, tan gran sacramento”.
En la santa Eucaristía está
realmente presente Cristo, muerto y resucitado por nosotros.
En el pan y en el vino consagrados permanece
con nosotros el mismo Jesús de los
evangelios, que los discípulos encontraron y siguieron, que vieron
crucificado y resucitado, y cuyas llagas tocó Tomás, postrándose en adoración y
exclamando: “Señor mío y Dios mío” (Jn
20, 28; cf. 20, 17-20).
En el Sacramento del altar se
ofrece a nuestra contemplación amorosa toda
la profundidad del misterio de Cristo, el Verbo y la carne, la gloria
divina y su tienda entre los hombres. Ante él no podemos dudar de que Dios está
"con nosotros", que asumió en Jesucristo todas las dimensiones
humanas, menos el pecado, despojándose de su gloria para revestirnos a nosotros
de ella (cf. Jn 20, 21-23).
En su cuerpo y en su sangre se
manifiesta el rostro invisible de Cristo,
el Hijo de Dios, con la modalidad más sencilla y, al mismo tiempo, más elevada
posible en este mundo. A los hombres de todos los tiempos, que piden
perplejos: "Queremos ver a Jesús" (Jn 12, 21), la comunidad eclesial responde repitiendo el gesto que
el Señor mismo realizó para los discípulos de Emaús: parte el pan. Al partir el pan se abren los ojos de quien lo busca
con corazón sincero. En la Eucaristía la mirada del corazón reconoce a Jesús y
su amor inconfundible, que se entrega "hasta el extremo" (Jn 13, 1). Y en él, en ese gesto suyo, reconoce el rostro de Dios.
4. "Ecce panis angelorum..., vere panis filiorum":“He
aquí el pan de los ángeles..., verdadero pan de los hijos”.
Con este pan nos alimentamos
para convertirnos en testigos auténticos del Evangelio. Necesitamos este pan
para crecer en el amor, condición indispensable para reconocer el rostro de
Cristo en el rostro de los hermanos.
Nuestra comunidad diocesana
necesita la Eucaristía para proseguir en
el camino de renovación misionera que ha emprendido. Precisamente en días
pasados se ha celebrado en Roma la asamblea diocesana; en ella se analizaron
"las perspectivas de comunión, de formación y de carácter misionero en la
diócesis de Roma para los próximos años". Es preciso seguir nuestro camino
"recomenzando" desde Cristo, es decir, desde la Eucaristía. Caminemos
con generosidad y valentía, buscando la comunión dentro de nuestra comunidad
eclesial y dedicándonos con amor al servicio humilde y desinteresado de todos,
especialmente de las personas más necesitadas.
En este camino Jesús nos
precede con su entrega hasta el sacrificio y se nos ofrece como alimento y
apoyo. Más aún, no cesa de repetir en todo tiempo a los pastores del pueblo de
Dios: "Dadles vosotros de comer" (Lc
9, 13); partid para todos este pan de vida eterna.
Se trata de una tarea difícil
y exaltante, una misión que dura hasta el final de los siglos.
5. "Comieron todos hasta saciarse" (Lc 9, 17). A través de las palabras del evangelio que acabamos de escuchar nos llega el eco de una fiesta que, desde hace dos mil años, no tiene fin. Es la fiesta del pueblo en camino en el éxodo del mundo, alimentado por Cristo, verdadero pan de salvación.
5. "Comieron todos hasta saciarse" (Lc 9, 17). A través de las palabras del evangelio que acabamos de escuchar nos llega el eco de una fiesta que, desde hace dos mil años, no tiene fin. Es la fiesta del pueblo en camino en el éxodo del mundo, alimentado por Cristo, verdadero pan de salvación.
Al final de la santa misa
también nosotros nos pondremos en camino en el centro de Roma, llevando el cuerpo de Cristo escondido en
nuestro corazón y muy visible en el ostensorio.
Acompañaremos el Pan de vida
inmortal por las calles de la ciudad. Lo adoraremos y en torno a él se
congregará la Iglesia, ostensorio vivo del Salvador del mundo.
Ojalá que los cristianos de
Roma, fortalecidos por su Cuerpo y su Sangre, muestren a Cristo a todos con su
modo de vivir: con su unidad,
con su fe gozosa y con su bondad.
Que nuestra comunidad
diocesana recomience intrépidamente desde Cristo, Pan de vida inmortal.
Y tú, Jesús, Pan vivo que da
la vida, Pan de los peregrinos, "aliméntanos y defiéndenos, llévanos a los
bienes eternos en la tierra de los vivos". Amén". (San
Juan Pablo II. Solemnidad del Corpus Christi.
Basílica de San Juan de Letrán. jueves 14 de junio de 2001).
Rafael Pla Calatayud.
rafael@betaniajerusalen.com
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