Comentario a las lecturas del Domingo de Pentecostés 9 de junio de 2019
El
domingo pasado decíamos que Jesús había mostrado a la humanidad el único camino
posible para llegar a ser semejantes a Dios (la entrega por amor en favor de
los hombres) y que, tras realizar él este camino, está permanentemente al lado
del Padre.
Diez
días después de la Ascensión, según las cuentas que hace San Lucas en los
Hechos de los Apóstoles, Dios volvió a bajar a la tierra para acompañar y
despedirse de un puñado de hombres que estaban asustados pero que se hallaban
dispuestos a tomar el relevo y a andar también ellos el camino que anduvo
Jesús.
En esta solemnidad de Pentecostés vamos a prestar atención
en las tareas del Espíritu en el interior de los creyentes y en el conjunto de
la comunidad creyente. El Espíritu ejercita, primeramente, la tarea de
consolador y abogado protector del cristiano, combinando esta tarea con la de
maestro interior (evangelio). En la primera lectura el Espíritu, bajo la imagen
del viento y del fuego, cumple su tarea de potencia transformante del hombre y
promotora del Evangelio en todas las naciones. Finalmente, él es fuerza
vivificadora, a la vez que testigo y artífice de nuestra filiación divina
(segunda lectura).
La En la primera
lectura de hoy, del libro de los Hechos de los Apóstoles, escuchamos el relato
del momento culmen del inicio de la vida
de la Iglesia. Después de que el Espíritu Santo bajara sobre los apóstoles
reunidos en el Cenáculo, éstos salieron con fuerza a anunciar la Buena Noticia
en todas las lenguas conocidas, para que todos aquellos que los escuchasen
pudiesen entender el Evangelio que predicaban. Podemos decir que con este
acontecimiento se ponía en marcha la Iglesia, salía del miedo para llevar a
todos la palabra de Dios. El don de lenguas, don que da el Espíritu Santo, es
una señal de la universalidad del Evangelio: todos podían entenderles.
Cincuenta días
después de la Pascua, los judíos celebraban la fiesta de Pentecostés, o la
fiesta de las Tiendas. En esta fiesta celebraban que siete semanas después de
salir de Egipto, en el Éxodo, el pueblo llegó al monte Sinaí, y allí Dios les
entregó por medio de Moisés las tablas de la Ley. Dios hizo alianza con su
pueblo. Ese día de Pentecostés, cincuenta días después de la Resurrección de
Jesucristo, los apóstoles estaban reunidos en el Cenáculo, con las puertas
cerradas por miedo a los judíos, y allí recibieron el don del Espíritu Santo.
La alianza ya no está escrita en tablas de piedra, sino que está inscrita en el
corazón de cada hombre, grabada a fuego por el Espíritu Santo. Es la fuerza del
Espíritu Santo, el Espíritu de Dios que impulsa a la Iglesia a salir fuera y a
anunciar el Evangelio de Cristo.
Es
un relato germinal, decisivo y programático; propio de Lucas, como en el de la
presencia de Jesús en Nazaret (Lc 4,1ss). Lucas nos quiere da a entender que no
se puede ser espectadores neutrales o marginales a la experiencia del
Espíritu. Porque ésta es como un fenómeno absurdo o irracional hasta que no se
entra dentro de la lógica de la acción gratuita y poderosa de Dios que
transforma al hombre desde dentro y lo hace capaz de relaciones nuevas con los
otros hombres. Y así, para expresar esta realidad de la acción libre y
renovadora de Dios, la tradición cristiana tenía a disposición el lenguaje y
los símbolos religiosos de los relatos bíblicos donde Dios interviene en la
historia humana.
"Se
llenaron todos de Espíritu Santo y empezaron a hablar cada uno en la lengua que
el Espíritu les sugería". La lengua del
Espíritu es siempre la bondad, la justicia misericordiosa, la verdad, el amor.
Es un lenguaje fácilmente inteligible para todos los que nos ven y nos
escuchan. Hace falta estar lleno de espíritu, de Espíritu Santo. Esto es
siempre una gracia, un don que se ofrece siempre, generoso, a todo el que lo
pide con humildad y amor. Pero, como nadie da lo que no tiene; si no estamos
habitados por el Espíritu no podemos hablar la lengua del Espíritu. En nuestra
sociedad faltan personas llenas de espíritu, de Espíritu Santo; la mayor parte
de nosotros somos simples charlatanes, vendedores de palabras sin Espíritu.
¡Así nos va! No vivimos en un mundo de hermanos. Hablando en general, se puede
afirmar que en la calle, en los medios de comunicación, en el lenguaje
intrafamiliar, en la política y en el comercio, se oyen siempre palabras
interesadas, lengua de tratantes, mercaderes o vendedores de humo. Hay, gracias
a Dios, personas distintas, lenguas distintas, pero son minoría.
Espiritualmente hablando, no vivimos en el mejor de los mundos posibles.
Es
un himno celebrativo que brota de un corazón ardiente de fe que sabe reconocer
la presencia del creador en la naturaleza y su providencia en la asistencia que
presta a las diferentes criaturas.
Hay otros salmos que comparten
con éste la labor de alabar al creador a partir de sus obras: 8, 18 (v.2-7), 28
y 148. Pero este salmo, a diferencia de los demás, hace una presentación amplia
y sistemática de las maravillas de la creación, lo que motiva que algún
comentarista lo haya situado al lado de Gn 1 y Gn 2, como una tercera relación
de la obra creadora de Dios.
En
la parte inicial el salmista describe la grandeza real de Dios.
La
invitación introductoria, "Bendice, alma mia, al Señor", la hallamos
también en el salmo 102 que nos habla de Dios como un padre misericordioso para
con sus hijos. La bendición que el hombre dirige a Dios es un humilde
reconocimiento de su bondad y un vivo agradecimiento por la acción de esta
bondad hacia el salmista y el mundo que le rodea. La bendición hebrea abarca un
contenido más amplio que la bendición cristiana, hasta el punto que una buena
parte de las plegarias litúrgicas judías son bendiciones, que van rimando la
jornada del creyente.
Nos
presenta una alabanza global a las obras del Señor con una referencia a la vida
del mundo marino, desde una perspectiva optimista: el mar, ancho y dilatado, en
él bullen, sin número, animales pequeños y grandes, lo surcan las naves y el
retozón Leviatán (v.24-26); finalmente, este cuerpo del salmo, subraya la
providencia divina, sosteniendo la vida de las criaturas y nutriéndolas con el
alimento cotidiano (v.27-29).
El
salmo 103 proclama a Dios admirable en las obras de la creación. Para el
creyente, la creación se hace transparente, y ve en ella la mano de Dios.
Especialmente, en el misterio de la vida. Una misma palabra, "ruah",
designa en hebreo el viento, el aliento y el espíritu vital (los traductores
griegos lo llamarán pneuma, y los latinos spiritus). Si un hombre, animal o
planta muere, el salmista que contempla la naturaleza entiende que Dios le ha
retirado el ruah, y por eso vuelve al polvo de donde había salido (v. 29). Pero
Dios no cesa de enviar su espíritu a la tierra, renovando así la creación y
repoblando la faz de la tierra . Todo aliento de vida de la creación es una
participación o reflejo del ruah de Dios. Si hay vida sobre la tierra es porque
Dios no cesa de enviar su aliento. Por eso la vida es sagrada.
La
segunda lectura es de la primera carta a los corintios (La comunidad
de Corinto pasa por la tentación del sincretismo: el mundo pagano pretende
obtener un "conocimiento" de Dios por medio de trances y de fenómenos
extáticos. Pero, como hemos visto en la lectura anterior (Act 2, 1-11), las
comunidades cristianas gozan también de ciertos carismas. De ahí el peligro de
confundir el conocimiento de Dios por la fe con los signos que lo acompañan.
San Pablo habla de los "carismas" o
gracias que edifican la comunidad. Siendo el amor que Dios nos tiene un amor
personal es un amor que distingue a cada uno con su favor. Todos tienen su
carisma, aunque todos lo tienen para bien de la comunidad. Por eso nadie debe
ser marginado, o marginarse, de la comunidad de Jesús. Los que desprecian el
carisma del hermano atentan contra la integridad del cuerpo de Cristo. Puede
ocurrir que los carismáticos -y todos lo son en el sentido expuesto- se vean
tentados a valorar cada cual sus propias dotes o dones, poniendo así en peligro
la unidad. Pablo recuerda por eso que todos los carismas tienen un mismo
destino, la comunidad, y un mismo principio. El Espíritu, el Señor (Jesús) y
Dios (el Padre, en este contexto) no son tres causas independientes, son
"uno" en la diversidad de personas. El misterio de Dios, uno y trino,
está por encima de nuestras divisiones y de nuestras unidades. Lo que más se
asemeja a este misterio es la unidad del amor, en la que todos somos "nosotros".
Con esta imagen del cuerpo, usada ya en la literatura clásica de los estoicos
para explicar tanto la unidad política como la del universo, se nos enseña que
todos somos miembros vivos y, por lo tanto, activos de la iglesia, cuya cabeza
es Cristo.
El
texto nos presenta los criterios para enjuiciar los carismas, fruto de la obra
del Espíritu.
En los vv. 1-3, Pablo define el
criterio para distinguir los verdaderos carismas de los falsos: la fe del
beneficiario, puesto que un carisma auténtico deberá contribuir siempre a
reforzar la profesión de fe en el Señor Jesucristo (v.3).
Un segundo criterio de juicio
se verifica en la colaboración de los carismas más diversos al único designio
de Dios (vv. 4-6). El politeísmo pagano ostentaba carismas muy variados
concedidos por dioses diferentes. En la Iglesia, por el contrario, todo se
unifica en la vida trinitaria, ya se trate de gracias particulares, de
funciones comunitarias o de prodigios maravillosos.
Puesto que un único Dios es la
fuente de los carismas, no puede haber oposición entre ellos, del mismo modo
que no puede haber competencia entre los beneficiarios. Si existe alguna
oposición entre ellos, quiere decir que no provienen del Dios trinitario.
Tercer criterio para discernir
los carismas: su mayor o menor capacidad de servir al bien común (v. 7) y a la
unidad del cuerpo (vv. 12-13). Los carismas se distribuyen con vistas al bien
común: todo cuanto aprovecha sólo a una persona, o no tiene repercusión en la
asamblea, habrá que excluirlo de la comunidad, como, por ejemplo, las escenas
de éxtasis o embriaguez. Los carismas, además, deben servir para el crecimiento
y la vitalidad del cuerpo. Del mismo modo que este aúna a los miembros más
diversos, la Iglesia aúna todas las funciones que en ella se realizan, en la unidad
del Espíritu que la anima (versículos 12-13).
Es
el Espíritu Santo quien fortalece a los apóstoles y les impulsa a salir. Pero
además es el Espíritu Santo quien hace posible que podamos proclamar a Dios
como Padre y a Jesucristo como Señor. Así nos lo dice san Pablo en la segunda
lectura que escuchamos hoy. Ya lo anunció Jesús a sus discípulos antes de su
pasión: el Espíritu serían quien nos lo enseñase todo y nos recordase todo lo
que Él había dicho.
La
fe no es una certeza que cada uno puede construirse. No depende de nosotros. La
fe es un don de Dios. ¿Quién puede entender el misterio de Dios si es
infinitamente superior a nuestro entendimiento? ¿Quién puede siquiera imaginar
que Dios se hace hombre, que muere por nosotros, o que incluso está presente en
el pan de la Eucaristía? Por muy grande que sea nuestra inteligencia, Dios es
siempre mayor, nos supera. Por eso, la fe no depende sólo de nuestro
entendimiento.
La
fe es un don de Dios que nos da por medio del Espíritu Santo. Por eso, los
apóstoles, que después de la resurrección todavía no habían terminado de
entender y por eso no podían salir a evangelizar, una vez que reciben la fuerza
del Espíritu salen sin miedo, hablando con claridad sobre el misterio de la fe.
"
En cada uno se manifiesta
el Espíritu para el bien común" .
San Pablo nos recuerda también que el don del Espíritu Santo no es sólo para
cada uno de nosotros. No es que yo recibo este don para mi propio provecho.
Dios da el Espíritu Santo para el bien común. Y a cada uno nos da unos dones
distintos. Es muy ilustrativa la comparación que hace san Pablo con el cuerpo
humano. Del mismo modo que el cuerpo tiene muchos miembros, y cada uno, según
sus características, realiza una función distinta en el cuerpo, y todas las
funciones son necesarias y ayudan al resto del cuerpo, del mismo cada uno de
nosotros hemos recibido por medio del Espíritu Santo unos dones distintos, unos
carismas, para que cada uno realicemos en la Iglesia la función que nos
corresponde, según los carismas que Dios distribuye, para el servicio de todo
el cuerpo que es la Iglesia. Pero es que, además, la Iglesia necesita de todos
estos carismas. Si yo he recibido un don, no puedo quedármelo sólo para mí.
Esto no sirve de nada. He de compartirlo, he de ponerlo al servicio de los
demás, al servicio de la Iglesia. Así es como el Espíritu Santo no sólo da
fuerza a la Iglesia y la impulsa a ser misionera, sino que además la organiza
en ministerios y en funciones diversas que sirven al bien común.
El evangelio de hoy . Destaca el
texto la costumbre de la comunidad cristiana de reunirse el
primer día de la semana, es decir, el mismo día de la resurrección de Jesús. El evangelista
quiere demostrar que con la resurrección de Jesús se ha creado una situación
totalmente nueva. La resurrección señala el inicio de una nueva creación que
toma forma en la comunidad neotestamentaria de la salvación.
Por este motivo, desde muy temprano,
a este día se le dio el nombre en griego de "kyriaké hemera" (cf.
Apoc 1,10). Traducido al latín suena "dominica dies" y traducido al
castellano, "día domínico"; de aquí viene nuestra palabra
"domingo". En todas estas lenguas significa: "Día del
Señor".
El evangelista da por descontado el
hecho de que ese día debían encontrarse todos los discípulos reunidos: "estaban cerradas las puertas del lugar donde
se encontraban los discípulos". El Evangelio no relata en qué momento
se reunieron todos los discípulos, excepto Tomás. Más bien relata lo que
hicieron esa mañana dos de ellos -Pedro y Juan- y concluye que estos dos,
después de verificar que el sepulcro de Jesús estaba vacío, "volvieron a
sus casas". Si el evangelista no explica más, es porque a él mismo y al
lector debía parecerles obvio el hecho de que todos los discípulos de Jesús se
encontraran reunidos el primer día de la semana.
¿Para qué se reunían? Si nos
fijamos, en ambas apariciones percibimos otra insistencia del evangelista:
"Estando las puertas cerradas, se
presentó Jesús en medio". Jesús resucitado en medio de la comunidad de
sus discípulos reunidos. Esta es la descripción de lo que ocurre hoy cada vez
que la Iglesia celebra la Eucaristía dominical. Esto es lo que hacía la
comunidad cristiana original, según se deduce de este Evangelio que estamos
comentando; esto es lo que ha hecho la comunidad cristiana en toda la historia;
esto es lo que debe seguir haciendo cada domingo.
El Evangelio insiste también en que
"estaban las puertas cerradas".
Y, no obstante, Jesús entra y se pone en medio. No es un fantasma. Por eso él
muestra las heridas de los clavos en sus manos y de la lanza en su costado:
"Les mostró las manos y el costado".
Era Cristo resucitado según la carne. Pero con un cuerpo glorioso, es decir, no
sujeto ya a muerte ni corrupción ni enfermedad ni ninguna de las molestias
corporales que se sufren en esta vida, y tampoco a la resistencia de las
puertas cerradas. En esta misma forma está él actualmente en el cielo sentado a
la derecha de Dios, y en esta misma forma se hace presente en medio de sus
fieles en la Eucaristía y se nos da como alimento de vida eterna. Allí se hace
efectiva su promesa: "El que come mi
carne y bebe mi sangre tiene vida eterna y yo lo resucitaré en el último día"
(Jn 6,54).
Una última insistencia del
evangelista es la frase de Jesús resucitado y presente en medio de sus
discípulos: "Paz a vosotros".
Se repite tres veces. Esto es lo que Jesús tiene de más precioso que ofrecer a
los suyos. Lo había prometido durante la última cena: "La paz os dejo, mi paz os doy" (Jn
14,27). Los discípulos, que habían negado a Jesús y lo habían abandonado ante
su pasión, y que estaban llenos de temor a los judíos, necesitaban escuchar de
labios de Jesús una palabra que pusiera su corazón en paz. Por eso, en la
celebración de la Eucaristía hoy, cuando ya Cristo va a hacerse presente
resucitado y vivo en medio de sus fieles, el sacerdote comienza con ese mismo
saludo: "La paz esté con vosotros". El don de la paz y el perdón
ofrecido por Jesús a sus discípulos es el signo más claro de su misericordia.
El texto nos presenta
la despedida y el don del Espíritu Santo "Dicho esto, exhaló su aliento sobre ellos y les
dijo: recibid el Espíritu Santo". El
Espíritu de Jesús es el que nos hace ser cristianos, el Espíritu de Jesús debe
ser el fundamento y la fuente de nuestra vida espiritual.
A modo de síntesis, el texto
presenta cuatro hechos principales:
1. El saludo, el don de la paz,
que ahora es la paz mesiánica prometida para los tiempos escatológicos. Paz
que, para los discípulos reunidos, quiere decir perdón por la infidelidad
durante la pasión, superación de la incredulidad y victoria sobre el miedo.
2. La identificación de Cristo.
Es aquel con quien convivieron, al que crucificaron... sus manos y sus pies...
3. La misión. La paz y el
perdón que ellos reciben deben transmitirlo a todos los hombres.
4. El "aliento" que
indica la realidad y la naturaleza del don que se les ha hecho. "Recibid
el Espíritu". Al principio de la creación el espíritu planeaba sobre las
aguas -Gn 1. 2-, es el soplo de Dios que ha dado vida al hombre (Gn 2. 7). Así
ahora el Espíritu plasma el hombre nuevo e inaugura la nueva creación.
Para nuestra vida.
La Iglesia
exulta hoy de júbilo, porque es como el aniversario de su fundación, y porque
hoy se renuevan en ella los prodigios de los orígenes, pues el Espíritu Santo
sigue colmándola de dones.
Viernes Santo, pascua de
resurrección, ascensión y pentecostés: en esta secuencia temporal celebra la fe
el único misterio pascual de la exaltación de Jesús y de la salvación del
hombre.
También el envío del Espíritu
pertenece al acontecimiento pascual y se proclama en el evangelio de Juan el
domingo de pascua y hoy.
Las lecturas de hoy nos
presentan los frutos del Espíritu Santo; él es el gran don pascual que encierra
en sí todos los demás dones. El Espíritu une para siempre a todos los
discípulos con su Maestro, con su Señor resucitado; reúne a todos entre sí e
inaugura un mundo nuevo por medio del perdón de los pecados.
En la 1ª lectura, tomada del libro de los Hechos
de los Apóstoles, escuchamos el relato del Pentecostés cristiano.
La venida del
Espíritu Santo, prometido por Jesucristo, sobre los apóstoles y los demás
componentes de la Iglesia naciente, entre ellos María, la madre de Jesús, y
otras mujeres. Pentecostés era una fiesta judía que se celebraba a los
cincuenta días de la Pascua, inicialmente una fiesta agraria, de campesinos,
que había sido asociada al recuerdo de la llegada del pueblo de Israel al pie
del monte Sinaí, y al don de la ley y de la alianza en medio de los portentos
que lo acompañaron: fuego en la montaña, viento huracanado, sonar de truenos y
trompetas. San Lucas, el autor del libro de los Hechos, ha querido presentar la
inauguración oficial del ministerio apostólico, en el marco de esta celebración
judía, cuando llegaban a Jerusalén miles de peregrinos, como sucedía también en
Pascua y en la fiesta otoñal de los tabernáculos o de las tiendas.
Así como en el
Sinaí fue constituido el pueblo de Israel con sus instituciones, así también
ahora, en Jerusalén, sobre el monte Sión, es constituido el nuevo pueblo de
Dios: la Iglesia de Jesucristo. No es obra puramente humana, es obra del
Espíritu Divino que el Resucitado envía del Padre como supremo don al mundo.
Por eso las manifestaciones portentosas: las lenguas de fuego, el huracán y el
ruido. La gente reunida por el portento, asiste a la primera predicación de
Pedro y los demás apóstoles. Una predicación que no ha dejado de resonar en el
mundo a lo largo de estos 20 siglos y a pesar de todas las dificultades y
persecuciones. Para los cristianos ya no rige la ley judía con sus minucias a
veces inhumanas, y a la alianza antigua sellada con los sacrificios de
animales, sucede ahora la alianza nueva y eterna refrendada por la sangre misma
de Cristo.
El salmo de hoy es, quizá, uno de los salmos más antiguos que
contiene el libro de los salmos. El salmo canta la
grandeza de Dios en las obras maravillosas de la creación.
Es un salmo bendicional, de alabanza,
que nos invita a una actitud de admiración y alegría, sobre todo por el amor
que Dios nos muestra. Empieza y acaba de la misma manera: "bendice, alma
mia, al Señor". Es, pues, una autoinvitación a la alabanza, desde lo más
profundo del ser, Al final, en el himno solemne con que concluye, invitará
también a los ángeles, a los "ejércitos" de Dios (los mismos ángeles)
y a la creación entera (las obras de Dios) a bendecir al Dios a quien sirven.
Pero lo principal es que cada uno de nosotros -"alma mía"- se decida
a esta bendición.
Asi comenta San
Agustín los versículos del salmo de hoy<.
" 2. [v.1]. Luego digamos rodos: Bendice, alma
mía, al Señor. Hablemos todos a nuestra alma, porque el alma de todos
nosotros, por nuestra única fe, es una sola, y todos nosotros, los que creemos
en Cristo, por la unidad de su Cuerpo, somos un solo hombre. Bendiga nuestra
alma al Señor por tantos beneficios suyos, por tantas y tan grandes dádivas de
su gracia. Estos dones los encontramos en este salmo si ponemos atención, y si,
con espíritu valeroso, desechamos, en lo posible, las tinieblas del pensamiento
carnal, y el ojo puro de nuestro corazón, y no nos lo impida la vida presente,
con sus deseos y ocupaciones, y no nos ciegue la codicia del siglo. Hemos,
pues, de oír sus muchos, alegres, llenos de gozo, hermosos y apetecibles dones
suyos, que ya veía en espíritu el que compuso este salmo, y con el gozo de su
contemplación, lo eructaba, diciendo: Bendice, alma mía, al Señor.
[v.24]. ¡Qué magníficas son tus obras, Señor!
Realmente grandes, verdaderamente magníficas. ¿Dónde se han realizado estas
obras tan grandes? ¿Cuál es la residencia, donde Dios está; o cuál el trono,
donde está sentado, y realiza estas cosas? ¿Cuál es el lugar en el que ha
realizado todo esto? ¿De dónde procedieron en primer lugar estas cosas tan
bellas? Si lo tomas en sentido literal, ¿de dónde procede con su orden toda la
creación, que se mueve ordenadamente, es ordenadamente bella, que ordenadamente
nace en el oriente y tiene su ocaso en occidente, y que cumple con orden todas
sus fases? Y si nos referimos a la Iglesia, ¿cómo ha recibido su desarrollo, su
progreso y su perfección? ¿Y cómo está destinada a un cierto fin de
inmortalidad? ¿Por qué predicadores es anunciada? ¿Cuáles son los misterios que
le dan valor? ¿En qué sacramentos se oculta? ¿Por qué predicación se
manifiesta? ¿Dónde ha hecho Dios estas cosas? Veo las grandes obras. ¡Qué
magníficas son tus obras, Señor! Busco dónde las ha hecho, y no encuentro
el lugar; pero veo cómo sigue el texto: Todo lo has hecho en la sabiduría. Luego
en Cristo hiciste todas las cosas. Él fue escarnecido, abofeteado, escupido,
coronado de espinas, crucificado, todo lo has hecho en él. Oigo, sí, oigo lo
que, desde aquel soldado tuyo, comunicas a los hombres; lo que por medio de
aquel santo pregonero, predicas a las gentes: que Cristo es la fuerza de Dios y
la sabiduría de Dios. Que se rían los judíos de Cristo crucificado, pues para
ellos es un escándalo; que se rían los paganos de Cristo crucificado, pues para
ellos es una necedad: Pero nosotros —dice el Apóstol— predicamos a Cristo
crucificado, escándalo para los judíos y locura para los gentiles, pero para
los llamados, judíos y gentiles, un Cristo fuerza de Dios y sabiduría de Dios101.
Has hecho todas las cosas en la sabiduría.
(v.30]. Mira también lo que
sigue: Enviarás tu espíritu, y serán creados. Quitarás su espíritu, y
enviarás el tuyo: Les quitarás su espíritu, ya no tendrán su espíritu.
¿Han quedado, pues, desamparados? Bienaventurados los pobres de espíritu; no
han sido, no, abandonados, porque de ellos es el reino de los cielos38.
No han querido tener su propio espíritu; y tendrán el espíritu de Dios.
Esto es lo que dijo a los futuros mártires: Cuando os arresten y os lleven
presos, no os preocupéis de lo que vais a decir, ni de cómo lo diréis, porque
no sois vosotros los que habláis, sino el Espíritu de vuestro Padre quien habla
en vosotros39.
No os atribuyáis la fortaleza. Si es la vuestra, dice, y no es la mía, entonces
es terquedad, no fortaleza. Les quitarás su espíritu, y desfallecerán, y
volverán de nuevo a ser su polvo; enviarás tu espíritu, y serán creados. Somos,
en realidad, hechura suya —dijo el Apóstol—, creados para hacer el bien40.
De su espíritu hemos recibido la gracia para vivir en la justicia, porque es él
quien justifica al impío41.
Les quitarás su espíritu, y desfallecerán; envías tu espíritu, y serán
creados, y renovarás la faz de la tierra, es decir, con nuevos
hombres que confiesen haber sido justificados, y que no son justos por sí
mismos, para que la gracia de Dios resida en ellos. Mira cómo han de ser
aquéllos por los que se ha renovado la faz de la tierra. Dice Pablo: He
trabajado más que todos ellos. ¿Qué dices, Pablo? Mira a ver si has sido
tú, o ha sido tu espíritu. No he sido yo —añade—, sino la gracia de
Dios conmigo42.
[v.31].
¿Qué hacer, entonces? Puesto que, al retirar el Señor nuestro espíritu,
volveremos a ser nuestro polvo, quizá podamos mirar con provecho nuestra
debilidad, para recibir su espíritu, y así seamos creados de nuevo. Fíjate en
lo que sigue: Sea la gloria del Señor para siempre. No la tuya,
ni la mía, no la de éste, o la de aquél otro; sea la gloria del Señor, no
por un tiempo, sino eternamente. El Señor se gozará en sus obras. No en
las tuyas, como tuyas; ya que tus obras, si son malas, es por tu maldad; y si
buenas, es por la gracia de Dios. Se gozará el Señor en sus obras.
[v.34]. Que le sean agradables mis palabras; y yo me
regocijaré en el Señor. Que le sean agradables mis palabras. ¿Cuáles han de
ser las palabras del hombre ante Dios, sino la confesión de los pecados?
Confiesa a Dios lo que eres, y habrás hablado con él. Habla con él, practica
las buenas obras, y habla. Lavaos, purificaos —dice Isaías—, apartad
de la mirada de mis ojos la maldad de vuestras almas, dejad de obrar
inicuamente, aprended a obrar el bien, haced justicia al huérfano, defended a
la viuda, y luego venid y hablaremos, dice el Señor46.
¿Qué es hablar con Dios? Mostrarte a él que te conoce, para que se muestre él a
ti, que lo desconoces. Que le sean agradables mis palabras. Mira lo que
le agrada al Señor cuando le hablas: el sacrificio de tu humildad, la
contrición de tu corazón, la ofrenda de tu vida como un holocausto; esto le
agrada al Señor. Y a ti, ¿qué te es agradable? Y yo me regocijaré en el
Señor. Ésta es la conversación recíproca que ya he citado: muéstrate a él
que te conoce, y él se muestra a ti que lo desconoces. Lo mismo que a él le es
agradable tu confesión, a ti se te hace agradable su gracia. Él se te ha
mostrado. ¿Cómo ha sido? Por la Palabra. ¿Qué Palabra? Cristo. Al hablarte a
ti, se manifestó a sí mismo. Al enviarte a Cristo, te ha hablado de sí mismo.
Oigamos ya claramente a la misma Palabra: El que me ha visto a mí, ha visto
al Padre47.
Y yo me regocijaré en el Señor." (San Agustín. Comentario al salmo 103).
La
2ª lectura, tomada de la 1ª carta a los Corintios, está pensada para una situación
de sincretismo que experimentó Corinto, pero el problema que esta lectura
suscita no es, en modo alguno, anacrónico. El Espíritu continúa conduciendo a
la Iglesia por su jerarquía, pero El suscita todavía las iniciativas personales
con vistas a la misión o a la reforma. De esta forma, los criterios permiten afirmar
que una tal iniciativa es conforme al Espíritu, incluso los de San Pablo: esta
iniciativa debe ser la expresión de la fe más fundamental en el Señor, y no
perderse en el dédalo de las ideas y los sistemas (véanse las herejías). Esta
iniciativa debe orientarse hacia el bien común y saber hacer pasar el beneficio
individual a través de la unidad del cuerpo. No puede ni escandalizar ni
plantear dudas o sembrar discordias, pues todo viene de un Espíritu de amor y
de unidad.
San
Pablo ay diversidad de dones, pero un mismo Espíritu".
Lo importante es que cada uno de nosotros, desde nuestra realidad personal,
pongamos Espíritu en todo lo que pensamos, hacemos y decimos. No siempre nos va
a resultar fácil, pero es necesario que lo intentemos cada día. Jesús de
Nazaret vivió siempre habitado plenamente por el Espíritu Santo y este mismo
Espíritu es el que quiere llenar ahora nuestro pobre y muy limitado corazón.
Dejémonos llenar por el Espíritu del Resucitado y pongamos todo lo que somos y
tenemos al servicio del Espíritu, para que, en cada uno de nosotros, el
Espíritu de Jesús se manifieste para el bien común. Si estamos llenos del
Espíritu de Jesús seremos personas fuertes, en medio de nuestra debilidad, y repartiremos
paz, amor y perdón en un mundo lleno de egoísmos y de amenazas paralizantes.
Que en este día de Pentecostés, y siempre, el Espíritu exhale su aliento sobre
cada uno de nosotros y nos diga: ¡RECIBIDME!.
La obra del
Espíritu realiza la unidad de la Iglesia. Utiliza la imagen de un cuerpo bien coordinado, en el
que cada uno de los miembros contribuye al bienestar de todos, desempeñando
distintas funciones cada uno. Es cierto que Pablo pudo tomar la imagen de
autores paganos que la aplicaban a la sociedad en general, pero lo novedoso es
que en la Iglesia la unidad del cuerpo es otorgada por el don del único
Espíritu Divino que recibimos en el bautismo, y la diversidad de sus miembros
es la manifestación de los diversos dones del mismo Espíritu. Ya no hay
distinción entre judíos y paganos, ni entre esclavos y libres, ninguna otra
distinción: todos somos llamados a ocupar nuestro lugar en la comunidad, un
lugar diverso según los dones, funciones o servicios que se nos hayan confiado,
pero un lugar en la unidad de la misma Iglesia, nuevo pueblo de Dios, familia
de Dios convocada por el Espíritu.
Hoy podemos
pedirle al Espíritu Santo que, manifieste y selle, por fin y definitivamente,
esa unidad tan anhelada, concediéndonos a todos comprender las palabras inspiradas
de Pablo, de que somos un solo cuerpo de bautizados en el mismo Espíritu.
La Secuencia nos recuerda que el Espíritu es "Luz que penetra en nuestras almas, es
Huésped divino dentro de nuestro corazón; es fuente de Vida y del mayor
consuelo, es tregua, es brisa, es gozo que enjuga nuestras lágrimas y nos
reconforta en los duelos" . Nuestra vida cotidiana debe estar abierta
al Espíritu, a sus dones y carismas, para que en nuestra vida se materialicen
sus frutos.
La lectura del evangelio de San Juan nos da otra
versión de Pentecostés, diferente pero no contradictoria de la que leímos en
Hechos.
Para san Juan el Espíritu es un don que procede directamente de Cristo
Resucitado: es su aliento, su soplo vital. Él lo transmite, al atardecer del
día mismo de la resurrección, a los discípulos reunidos en una casa de
Jerusalén, y llenos de miedo por la hostilidad de los judíos. El Señor
resucitado se pone en su presencia deseándoles reiteradamente la paz,
identificándoseles como el Jesús de Nazaret que ellos habían conocido, el
crucificado, pues les muestra las llagas de las manos y del costado.
Enviándolos a predicar la Buena Nueva, como el Padre lo había enviado a El.
Aquí la imagen del Espíritu es también el viento, el soplo, el aire en
movimiento. Pero no el simple viento de la tierra, sino el soplo que sale de
las entrañas mismas del Resucitado, pues en El está presente el Espíritu Divino
que lo ha resucitado de entre los muertos y por eso puede comunicarlo a otros
sin medida.
En el
evangelio proclamado, tomado de San Juan, describe a los discípulos que estaban
atemorizados, con las puertas cerradas, por miedo a los judíos. ¿Había tenido
algún sentido la cruz?
Hoy estamos
atemorizados, igual que los discípulos: terrorismo, guerras preventivas, choque
de culturas, hedonismo ilimitado, pérdida de valores, paro, drogas... ¿Cuál es
el sentido de la cruz hoy? ¿ cuál es el sentido que da a nuestras vidas el
resucitado?.
Parece que los
cristianos, además de temor, estamos incluso en actitud conformista ante todo
lo anterior, nos da miedo exponer en público nuestra creencia, y muchas veces
también en privado.
Ante esta
situación existencial, los cristianos invocamos al Espíritu. ¡Ven hoy, Espíritu
de Dios y haznos testigos, danos la fuerza para salir de nuestros lugares de
cristianos cumplidores, sácanos de nuestra comodidad y haznos proclamadores de tu palabra en nuestro entorno cotidiano, en
el trabajo, en el grupo de amistades, en la opción política,.
Al Señor
debemos pedirle que no nos falte nunca su Espíritu, porque, de lo contrario,
nuestra vida será una vida espiritualmente vacía y estéril. El Espíritu es para
nuestra vida como el sol y el agua para la tierra; si nos falta el Espíritu
somos sólo cuerpo, vida mundana, egoísmo, consumismo, materialismo puro y duro.
Sin Espíritu, la sociedad y cada uno de nosotros en particular, nos convertimos
en puro mercado y la vida humana pasa a ser una competición egoísta, una guerra
de todos contra todos, en la que siempre ganan o los más fuertes, o los más
listos, o los más aprovechados. Una sociedad que no esté movida por el Espíritu
Santo será siempre una sociedad desigual y radicalmente injusta, en la que no
tendrán lugar ni los más pobres, ni los más enfermos, ni los menos afortunados.
Una sociedad que no esté movida por el Espíritu Santo será siempre una sociedad
antievangélica y anticristiana. Los discípulos de Jesús debemos levantarnos
cada día invocando al Espíritu, al Espíritu del Resucitado, y abriéndole las
puertas y las ventanas de nuestra alma para que nos llene de su luz y de su
fuerza. Para que podamos así vivir siempre en un Pentecostés inacabado.
En este evangelio también hemos
visto cómo desde la primerísima comunidad cristiana ha sido siempre un deber de
los discípulos de Cristo reunirse el domingo para celebrar su presencia viva en
medio de los suyos.
En la carta apostólica " Novo Millennio Ineunte ", al
concluir el gran jubileo del año 2000 ", publicada el 6 de enero de 2001, San Juan
Pablo II presentaba la recuperación de este deber como uno de los puntos
programáticos centrales para el milenio que comenzaba: " Por tanto, quisiera insistir, en la línea de la Exhortación « Dies Domini », para que la participación en la Eucaristía sea,
para cada bautizado, el centro del
domingo. Es un deber irrenunciable, que se ha de vivir no sólo para
cumplir un precepto, sino como necesidad de una vida cristiana verdaderamente
consciente y coherente. Estamos entrando en un milenio que se presenta
caracterizado por un profundo entramado de culturas y religiones incluso en
Países de antigua cristianización. En muchas regiones los cristianos son, o lo
están siendo, un « pequeño rebaño » (Lc
12,32). Esto les pone ante el reto de testimoniar con mayor fuerza, a menudo en
condiciones de soledad y dificultad, los aspectos específicos de su propia
identidad. El deber de la participación eucarística cada domingo es una de
éstos. La Eucaristía dominical, congregando semanalmente a los cristianos como
familia de Dios entorno a la mesa de la Palabra y del Pan de vida, es también
el antídoto más natural contra la dispersión. Es el lugar privilegiado donde la
comunión es anunciada y cultivada constantemente. Precisamente a través de la
participación eucarística, el día del
Señor se convierte también en el día
de la Iglesia[22],
que puede desempeñar así de manera eficaz su papel de sacramento de unidad. " (N.
36).
Repitamos
con fe y constancia las estrofas de la Secuencia:
" ¡Ven
Espíritu Santo,
llena nuestros
corazones,
enciende en nuestras almas el fuego de tu amor
y renueva la
faz de la tierra!
Ven, Espíritu divino,
manda tu luz desde el cielo.
Padre amoroso del pobre,
don en tus dones espléndido,
luz que penetra las almas,
fuente del mayor consuelo " (Secuencia).
manda tu luz desde el cielo.
Padre amoroso del pobre,
don en tus dones espléndido,
luz que penetra las almas,
fuente del mayor consuelo " (Secuencia).
Una última
consideración destacar como el texto concluye destacando que el don del
Espíritu Santo está asociado al perdón de los pecados. Porque el pecado es como
el paradigma, el ejemplo exacto, de todos los males que nos pueden afligir a
los seres humanos. El pecado es la injusticia, la opresión, la violencia y la
muerte. Él es la causa de nuestra caducidad, de todas nuestras lágrimas y de
todas nuestras perplejidades. Cuando el Espíritu divino perdona nuestros
pecados es como si volviéramos a nacer y como si el mundo se renovara milagrosamente
delante de Dios, liberado de la carga de males con que lo afligen nuestros
crímenes.
Rafael Pla Calatayud.
rafael@betaniajerusalen.com
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