Comentarios a lecturas del VI Domingo de Pascua 26 de mayo de 2019.
A una semana de la Ascensión del Señor y dos de Pentecostés, en este
domingo VI de Pascua, la liturgia preanuncia la presencia de la Tercera Persona
de la Santísima Trinidad: El Espíritu Santo como continuador de la ausencia
física de Jesús. Es este Espíritu Santo, que hoy colabora en la primera lectura
con el discernimiento humano de los Apóstoles reunidos y en el Evangelio es la
fuerza que nos permitirá vivir la nueva vida en el Amor. Esta nueva vida es
posible gracias al Espíritu que es defensor, maestro, abogado, animador e
iluminador de la fe de la Comunidad y de cada uno de nosotros creyentes. El
Espíritu nos enseña y recuerda todo lo dicho por Jesús.
La primera lectura del libro de los Hechos de los apóstoles ( Hech 15, 1-2.
22-29). El capítulo 15 de los Hechos viene a recoger las
actas del primer Concilio de la Iglesia, en el año 49, con toda probabilidad, se
celebraba en Jerusalén el Concilio de ese nombre, el Concilio de Jerusalén.
Allí se encontraban los «apóstoles y los presbíteros», para deliberar y decidir
sobre un tema difícil, pero radical. Pero allí se encontraba también «el
Espíritu Santo», para iluminarles y ayudarles a tomar la decisión: «Hemos
decidido, el Espíritu Santo y nosotros».
Está situado
en el centro del libro de los Hechos y es uno de los sucesos más importantes
porque es el momento en que, según Lucas, se produce el definitivo desprendimiento
del judaísmo por parte de la primera comunidad cristiana. Por debajo de esa
decisión oficial está el convencimiento de los apóstoles de que sólo la fe en
Cristo es lo indispensable para salvarse y formar parte de la iglesia. Pera
ellos se separan aun de mandatos y observancias que tradicionalmente habían
sido considerados como voluntad de Dios. Pero transitoria.
Antecedentes
de la Asamblea de Jerusalén: vv. 1-5: Algunos de Judea bajan a Antioquía y
exigen la circuncisión a los hermanos venidos de la gentilidad como condición
para ser salvos. Esto produjo una gran agitación y discusión en Antioquía y
Pablo y Bernabé son enviados por la Iglesia a Jerusalén (v.3).
Ya en 13, 3 la
Iglesia había enviado al mismo equipo, elegido directamente por el Espíritu
Santo. Los enviados atraviesan Fenicia y Samaria, territorio ya evangelizado
por los Helenistas (en11, 19: Fenicia y en 8, 5ss: Samaría), "contando la
conversión de los gentiles". Cuando llegan a Jerusalén ya no informan
sobre la conversión de los gentiles, sino únicamente "cuanto Dios había hecho juntamente con ellos".
Enviados por
la Iglesia Helenista de Antioquía son recibidos por la Iglesia Hebrea de
Jerusalén (los apóstoles y presbíteros). En Jerusalén algunos de la secta de
los fariseos que habían abrazado la fe son los que plantean de nuevo el
problema: es necesario circuncidar a los gentiles convertidos y mandarles
guardar la ley de Moisés. La circuncisión implicaba la observancia de toda la
ley.
Después de la
Asamblea: vv. 22-35: Los Apóstoles y presbíteros, de acuerdo con toda la
Iglesia, deciden enviar una carta a los gentiles cristianos de Antioquía, Siria
y Cilicia. Lo que deciden es en realidad sólo lo que ya Santiago ha decretado y
sentenciado. La opinión de Pedro es dejada de lado.
Hay una
decisión, de común acuerdo (homothumadón: v.25), de elegir a Judas y Silas para
enviarlos junto con Bernabé y Pablo. La decisión sobre lo que se debe exigir a
los gentiles cristianos es una decisión compartida: "Hemos decidido el
Espíritu Santo y nosotros" (v. 28). Es una solución de compromiso: cada
parte cedió algo: Pedro aceptó las 4 leyes de pureza legal para permitir la
convivencia entre judíos y gentiles conversos, y Santiago aceptó no imponer la
circuncisión a los gentiles convertidos.
Para San Lucas,
el apóstol Pedro ha representado la opinión del Espíritu Santo, Santiago, con
los presbíteros de Jerusalén, la opinión del nosotros . La carta es recibida
con gozo en Antioquía, pero Judas y Silas, que eran profetas, tuvieron que
exhortar con un largo discurso a los hermanos y confortarlos; también Pablo y
Bernabé se quedaron en Antioquía, enseñando y anunciando la Buena Nueva, la
Palabra del Señor.
Con todo esto
la Iglesia de los Helenistas fue confirmada en su identidad y en su fe. Aquí el
evangelista Lucas da por terminada la sección dedicada a los Helenistas (6, 1
hasta 15, 35).
El responsorial de hoy es el Salmo 66 ( Sal 66, 2-3. 5. 6 y 8)
Salmo de petición y alabanza agradecida, asi en la estrofa-estribillo:
" Oh Dios, que te alaben los pueblos, que todos los pueblos te
alaben".
Este salmo -de tres estrofas con estribillo intercalado- parece un
comentario poético a la bendición sacerdotal de Núm 6,24-27: «Que el Señor te
bendiga y te guarde; que haga resplandecer su faz sobre ti y te otorgue su
gracia; que vuelva a ti su rostro y te dé la paz»
El salmista sabe elevarse de las bendiciones temporales otorgadas a Israel
a la bendición universal sobre todas las gentes, como fue predicho a Abraham
(Gn 12,3): todos los pueblos deben alegrarse y felicitarse por el gobierno
justo de Dios sobre todo el universo. Estas alabanzas que ahora dirige a Yahvé
el pueblo escogido, deben repetirse por gentes de todas las naciones; la
perspectiva es universal y mesiánica.
(vv. 1-4). El salmista inicia su poema comentando la bendición sacerdotal
de Núm. 6,24-27, dando una proyección universalista. La benevolencia divina se
manifiesta en el resplandor de la faz de Yahvé sobre los suyos; se dice de Dios
que «aparta su faz» cuando priva a alguno de su protección; y, al contrario,
cuando dispensa a alguno su ayuda y protección se dice que su faz brilla sobre
él. El salmista aquí considera al pueblo elegido como vehículo para dar a
conocer los caminos o modos de proceder de Dios para con los pueblos. La
protección dispensada a Israel será como una lámpara que atraerá la atención de
todas las gentes hacia Dios. La glorificación del pueblo elegido será una
prueba de que Dios protege a los que le son fieles, y en ese sentido es un
reclamo para dar a conocer sus caminos.
(vv. 5-6). Todas las gentes deben sentirse felices y exultantes, porque es
el propio Dios quien lleva las riendas del gobierno en el mundo, y, en
consecuencia, sus decisiones tienen que llevar el sello de la equidad y de la
justicia. Ello debe dar seguridad a sus fieles que se conforman a las
exigencias de su Ley. Esto que se manifiesta en la historia de Israel, debe ser
reconocido por todas las naciones, vinculadas al pueblo elegido en virtud de la
bendición de Dios a Abraham sobre todas las gentes (Gn 12,2). Por eso se invita
a todos los pueblos a unirse en alabanza del Dios omnipotente y justo, que
gobierna el mundo conforme a sus designios salvadores.
Todos los habitantes de la tierra, desde sus más remotos confines, deben
reconocer reverencialmente este poder superior de Dios, que gobierna el mundo
con equidad (v. 8).
San Juan Pablo II lo comenta así: " La tradición cristiana ha interpretado el salmo 66 en clave
cristológica y mariológica. Para los Padres de la Iglesia «la tierra que ha
dado su fruto» es la Virgen María, que da a luz a Cristo nuestro Señor.
Así, por ejemplo, san
Gregorio Magno en la Exposición sobre
el primer libro de los Reyes comenta este versículo, apoyándolo con
muchos otros pasajes de la Escritura: «A María se la llama con razón
"monte lleno de frutos", porque de ella ha nacido un fruto óptimo, es
decir, un hombre nuevo. Y el profeta, contemplando su hermosura y la gloria de
su fecundidad, exclama: "Brotará un renuevo del tronco de Jesé, un vástago
florecerá de su raíz" (Is 11,1). David, exultando por el fruto de este
monte, dice a Dios: "Oh Dios, que te alaben los pueblos, que todos los
pueblos te alaben. (...) La tierra ha dado su fruto". Sí, la tierra ha
dado su fruto, porque aquel que la Virgen engendró no lo concibió por obra de
hombre, sino porque el Espíritu Santo la cubrió con su sombra. Por eso, el
Señor dice al rey y profeta David: "Pondré sobre tu trono al fruto de tus
entrañas" (Sal 131,11). Por eso, Isaías afirma: "Y el fruto de la
tierra será sublime" (Is 4,2). En efecto, aquel que la Virgen engendró no
fue solamente "un hombre santo", sino también "Dios fuerte"
(Is 9,5)» (Testi mariani del primo
millennio, III, Roma 1990, p. 625)." (San Juan Pablo II. Audiencia general del Miércoles 17 de noviembre de
2004).
La segunda lectura del libro del Apocalipsis (Ap. 21, 10-14.
22-23), nos habla de la nueva Jerusalén.
Tras algunos
capítulos dedicados a la descripción de la caída del mundo antiguo (Ap 14-20),
el Apocalipsis describe, en tres oráculos (Ap 21-22), el mundo nuevo ya presente
en la Iglesia y camino de ser un mundo celeste. El primer oráculo (Ap 21, 1-8)
es un himno a la Iglesia, lugar de la nueva alianza (reflejada en los temas de
esposa, elección, intimidad, herencia, aplicados a ella). El segundo (Ap 21,
9-27), del que se ha tomado la lectura que ahora se comenta, describe la gloria
de este nuevo mundo (vv. 10-11) con términos tomados de Ezequiel (40, 1-5; 48,
30-35; 47, 1-12) y del Tercer Isaías (54, 11-12; 60, 1-4). Al dar a las puertas
y a los cimientos de la ciudad gloriosa el nombre de los apóstoles (versículos
12-14), este oráculo pone de relieve que el mundo de inminente construcción se
edificará sobre el Evangelio y su predicación. El tercer oráculo (Ap 22, 1-5)
canta el aspecto paradisíaco del reino futuro.
El contexto
general de este texto es la victoria definitiva de Cristo y la consumación de
la Iglesia. Se trata en ella de una presentación simbólica o más bien alegórica
del estado final y definitivo de la comunidad de creyentes de Cristo. Como
contenido un elemento esencial es la participación de la comunidad en la gloria
de Dios, su fuente.
Así queda
transfigurada y perfeccionada. También aparece la continuidad en el plan
salvífico de Dios, con las alusiones al Antiguo Testamento a través del número
12. Se recuerdan también los apóstoles. Pero lo más importante es la
repetición, al principio y al final, del tema de la gloria. En la segunda
mención aparece relacionado con Cristo, quien es el causante de ese cambio.
Un ángel
muestra al Vidente "la esposa del
Cordero" (v. 9), la "ciudad
santa" que desciende del cielo como una corona de triunfo para los
elegidos. Esta ciudad, la Jerusalén celeste, se contrapone a la "gran
prostituta", Babilonia, que es la del Anticristo (cfr. 17, 1 ss). A
primera vista la "ciudad santa"
aparece como un foco de luz.
Seguidamente,
después de darnos la visión global, el Vidente la describe procediendo de fuera
a dentro. Las murallas constan de cuatro muros. En cada uno de ellos hay tres
puertas y en cada puerta un ángel que la custodia. Sobre las doce puertas, los
doce nombres de las tribus de Israel. Y en los doce cimientos de los muros, los
nombres de los Apóstoles. Es claro, por lo tanto, que esta ciudad simboliza el
verdadero Israel de Dios, la Iglesia fundada sobre el testimonio apostólico.
Lo más notable
en el interior de la ciudad es que carece de templo. No lo necesita, porque
Dios mismo y su Cordero la llenan con su presencia. Por tanto, sus habitantes
tienen acceso inmediato ante el mismo Dios y no a través de ninguna institución.
El desvelamiento de Dios y del Cordero, la inmediatez de su presencia, es la
causa de que toda la ciudad se encuentre profusamente iluminada y sea como un
foco de luz y un jaspe traslúcido. Por eso carece también de sol y de luna.
Jesús, que fue enviado como "luz del
mundo", revela al fin toda su fuerza y toda su gloria.
Esta nueva ciudad «baja del cielo».
Es decir, entronca con el querer básico de Dios que no es otro, que la buena relación
en la historia, la fraternidad que anuncia la vida nueva y plena del cielo. Y
por eso esta ciudad refleja «la gloria de Dios» que, como lo dijo acertadamente
la patrística, no es otra cosa sino que la persona viva, sobre todo que la
persona pobre, la que lo tiene difícil para vivir.
El evangelio continua siendo de San Juan (Jn 14,
23-29), en el capítulo 14, todo el está envuelto en una atmósfera de
despedida. Continuación del domingo pasado, en la sobremesa, pues, de la cena
de Pascua, con Jesús y sus discípulos como comensales.
Como el texto
del domingo pasado, también el de hoy forma parte de la conversación de Jesús
con los suyos la víspera de su muerte. La situación determina absolutamente el
contenido de las palabras del Maestro, no así su tono, lo más opuesto a la
tristeza y la desesperanza. Su muerte va a ser un ir al encuentro del Padre.
Este modo de ver la situación debe constituir para los discípulos motivos de
alegría y no de desasosiego o de miedo. El que Jesús esté con el Padre va a
significar para los discípulos un mayor apoyo, ya que podrán contar con el
Maestro y con el Padre. La presencia de éstos será real, debido a que en los
discípulos anidará el mismo Espíritu del Padre que anidó en Jesús mientras
estuvo con ellos. Este Espíritu significará también para los discípulos una
mejor comprensión de las palabras del Maestro, una mayor profundización en
ellas.
El texto de
hoy continúa la misma reflexión sobre las relaciones del cristiano con Jesús,
ya no se refiere a la comparación de la vid y los sarmientos. Ahora es la
comunión de vida que esa relación crea, y el fruto que de ello se deriva.
Por todo ello
deben los discípulos sentirse en paz, sentir la paz. No hay ninguna razón para
la intranquilidad o el miedo en quien opta por Jesús, es decir, ama a Jesús más
que a la Ley de Dios. Las palabras que hoy escuchamos a Jesús arrancan, en
efecto, de este presupuesto, sin el cual no es posible nada de lo que Jesús
afirma en ellas.
Jesús promete
que se manifestará a sus amigos, es decir, a quienes le amen y guarden sus
palabras (v. 21).
Judas, no el
Iscariote, acaba de preguntar a Jesús lo siguiente: ¿A qué se debe que vayas a
revelarte nada más que a nosotros y no al mundo?.
Enredado en
los prejuicios de un mesianismo nacionalista, Judas manifiesta su incomprensión
y extrañeza al escuchar unas palabras que le parecen un cambio en el programa.
Jesús sale al paso diciendo que su anunciada venida o manifestación presupone
la fe activa de sus discípulos y que se trata, en primer lugar, de una
manifestación y venida en la fe y por la fe de cuantos crean en él. Tal venida
y presencia de Jesús en el corazón de los creyentes no tiene que ver nada con
los triunfalismos mesiánicos que se imaginaban los judíos de aquel tiempo, pero
no es tampoco la "parusía" o venida sobre las nubes con poder y
majestad.
Los dos
primeros versículos de hoy son la respuesta a la pregunta de Judas. Hay un hilo
conductor, en el supuesto de que se verifique una condición, se seguirán unos
resultados. La revelación de Jesús depende de que antes se le ame. A partir del
v. 25 el centro de atención ya no es la anterior pregunta, sino la totalidad de
lo que Jesús ha dicho a sus discípulos a lo largo del tiempo de convivencia.
¿Qué va a pasar con lo que les ha dicho, ahora que este tiempo está tocando a
su fin? El Espíritu se lo irá enseñando y recordando. Mientras tanto les
confiere el don de la paz y de la esperanza en el Padre.
El centro es
el amor. Los discípulos han sido introducidos en el mismo círculo de amor que
hay entre el Padre y Jesús, y son llamados a vivir en este mismo amor. Eso se
notará en "guardar los mandamientos", es decir, en seguir la palabra
y el ejemplo de Jesús, que ha amado hasta la muerte. Ciertamente este proyecto
de vida no es fácil, pero el discípulo lo podrá vivir precisamente porque vive
del amor de Jesús y de Dios (y eso se traduce en ser "amigo" y no
"siervo": la llamada a amar hasta la muerte no es una
"obligación", sino una "convicción compartida"). Y así el
discípulo vive la misma alegría que Jesús, a la vez que se sabe escogido
personalmente por Jesús para continuar su obra, bajo la protección del Padre.
¿Qué amor es
éste? El del Padre al Hijo y el del Hijo al Padre (14,8-14). Esta mutua
relación pertenece a la misma esencia y se llama Espíritu. El Espíritu
pertenece al orden del ser y no del pensar. Es la realidad propia del Padre y
del Hijo.
La mediación
humana de esta realidad divina es Jesús. Quien se pone de su parte, está dentro
de esta realidad (v. 23), es decir, vive dentro del Espíritu del Padre y del
Hijo. Es un Espíritu vital, personal, santo. Es un Espíritu crítico con el
orden presente (16,8-11) y defensor del orden ausente, el orden del amor. Este
es el orden que Jesús ha ofrecido como alternativa a nuestros órdenes (es
decir: desórdenes). Es la paz. Un nuevo vocablo que coincide fonéticamente
(sólo fonéticamente; cf. v. 27) con nuestra paz.
La marcha de
Jesús no puede ser motivo de tristeza, porque él va a volver. Pero esto no
significa aquí -como en los sinópticos- "al final de los tiempos",
sino que se habla del Espíritu, o sea, de la realidad propia del Padre y del
Hijo. Por eso, la marcha de Jesús (=su muerte) debe ser motivo de alegría. Esa
marcha significa volver conjuntamente con el Padre, teniendo este retorno una
potencialidad mayor: el señorío del Espíritu.
Para nuestra vida.
En este siglo XXI, son muchas las dificultades que tenemos los cristianos
para vivir nuestra fe. Los cristianos, creemos en la resurrección de Cristo y
creemos (a veces con dificultad practica), como nos dice en el evangelio de hoy
san Juan, que si amamos a Dios existimos en Dios, porque Dios viene al alma del
que le ama y hace en él su mansión. Si amamos a Dios somos personas habitadas
por Dios, espiritualmente llenas de Dios. Lo importante es que nosotros amemos
a Dios como verdad y vida de nuestra vida, porque si lo hacemos así Dios no nos
va a fallar nunca. Si Dios es Amor, Dios vive en toda persona a la que ama. Si
amamos al Dios Amor, no podemos vivir de otra manera que amando, porque, de lo
contrario, no amaríamos al verdadero Dios. Dejémonos amar por Dios, abramos las
puertas de nuestro corazón a Dios, y Dios vivirá en nosotros como amor. Esto,
que es algo gratuito por parte de Dios, exigirá de nuestra parte un gran
esfuerzo, si de verdad nos decidimos a vivir como linaje de Dios, como hijos
amados de Dios. En esta vida no hay nada más difícil que amar a dios y al
prójimo de verdad, como Dios quiere que amemos.
El que ama de verdad a Dios y al prójimo vive con el corazón lleno de paz
interior, porque sabe que si Dios está en él y con él nada ni nadie lo podrá
derribar espiritualmente. La paz del mundo es una paz llena de sobresaltos
físicos, sociales y políticos; la paz de Dios es vivir en Dios, con el alma
siempre abierta al bien de los hermanos. Aprendamos a vivir nosotros hoy en
paz, en la paz de Dios, aunque las circunstancias sociales y políticas nos
inviten a vivir en continuo sobresalto. Los grandes santos fueron almas llenas
de paz interior, de la paz de Dios.
De estas realidades nos hablan hoy las lecturas.
La primera lectura nos
presenta la síntesis de la vida cristiana, cuando el problema de la
circuncisión obligatoria estaba rompiendo la unidad de la primitiva Iglesia de
Jesús.
El texto nos dice que Pablo, cuando fue invitado por los atenienses a que
hablara en el Areópago para explicarles lo que afirmaba sobre Cristo,
llamándole Dios, les citó a un poeta estoico, Arato, que ya había afirmado tres
siglos antes que en Dios vivimos, nos movemos y existimos. Si vosotros mismos,
como dice vuestro poeta, argumentaba san Pablo, dice que todos vivimos, nos
movemos y existimos en Dios, no debíais escandalizaros de que yo os diga que el
Cristo del que yo os hablo fue Dios. Hasta ahí, parece que los atenienses
escucharon con interés a Pablo, pero cuando le oyeron hablar de la resurrección
de Cristo le abandonaron, considerándolo un charlatán un poco loco.
Resumiendo el texto bíblico, la primera lectura es un caso temprano de
"altercado y violenta discusión" (Hch 15,2) de la Iglesia
naciente, aún en vida de los Apóstoles. Sabemos que los primeros cristianos
provenían del pueblo judío y en algunos convertidos dentro de sus comunidades
ya cristianas quedaba un rescoldo humano judaizante, que pensaba que el mundo
pagano o gentil, es decir, el mundo greco-romano circundante al hacerse
cristiano debía aceptar tradiciones judías (circuncisión, caducos legalismos
mosaicos de tipo disciplinar, etc.).
Ante esta tensión entre vieja sinagoga judaizante y nueva Iglesia o
evangelio abierto al mundo, es decir, entre AT y NT, Pablo y Bernabé ya
misionando fuera de Palestina, inmersos en la controversia deciden
entrevistarse con los Apóstoles para tomar una decisión (Gal 2,1-10). Y
reunidos "Apóstoles y presbíteros" (Hch, 15,1-2) en Jerusalén
(hacia el año 49), como en un pequeño concilio, que es como pórtico apostólico
de los XXI Concilios Ecuménicos habidos, invocan a Dios, dialogan, para tomar
decisiones, es decir, oración y reflexión, gracia y estudio, que todo eso
significa esa breve, densa y colaboradora expresión literal y con doble sujeto,
así como en familia, como a 50%: "Hemos decidido el Espíritu Santo y
nosotros" Hch 15,28), elemento divino y humano en
colaboración. ¿qué hemos decidido? Sobre las dudas planteadas, "Hemos
decidido el Espíritu Santo y nosotros no imponeros más cargas que las
indispensable: que os abstengáis de carne sacrificada a los ídolos, de sangre
de animales estrangulados y de uniones ilegítimas" (15,28-29). Es
decir, ni idolatrías, ni matrimonios ilegítimos, que vale tanto como cumplir el
primero, sexto y novenos mandamientos; y un residuo transitorio de norma judía
de no comer animales estrangulados, sin haber extraído antes la sangre por
creer erróneamente que el alma estaba en la sangre.
La respuesta de los Apóstoles fue clara: que ni la circuncisión, ni la ley
de Moisés entera podrían salvarles; sólo el amor a Dios y al prójimo en Dios
pueden salvar. Porque el mandamiento nuevo de Jesús era esencialmente sólo eso:
que nos amemos unos a otros como él nos ha amado. No seamos ahora nosotros tan
literalmente legalistas, que olvidemos que el espíritu de la ley de Jesús es
siempre sólo eso: el amor. La famosa frase de san Agustín, “ama y haz lo que
quieras”, bien entendida, quiere decir esto mismo.
En esta línea
de desprendimiento de cosas no esenciales, la Iglesia actual también tiene
mucho camino que recorrer, aunque eso suponga romper con tradiciones
respetables pero obsoletas. Y no se puede decir razonable- mente que ellas, a
diferencia de las judías, son definitivas. Sólo la fe en Cristo lo es. Las
formas en que se concreta, tanto doctrinales como, mucho más, prácticas, no lo
son. Porque tienen un componente humano muy importante. Y por humano histórico
y sujeto a envejecimiento. La fidelidad a lo esencial nos obliga a encontrar en
cada momento la forma adecuada de expresión y vivencia de la fe.
El responsorial de hoy es el salmo 66, en él se ha proclamado el reconocimiento al Creador
porque ha bendecido a la tierra con sus frutos, y llama a
todos los pueblos a unirse en esta acción de gracias. Es un mensaje muy actual,
pues implica superar odios y hostilidades para que todos los hombres puedan
sentarse en la única mesa y alabar al Creador por tantos dones que nos ha
hecho.
Así comenta San
Juan Pablo II este salmo: Todos los pueblos alaben a Dios
" 1. Acaba de resonar la voz del antiguo
salmista, que ha elevado al Señor un canto jubiloso de acción de gracias. Es un
texto breve y esencial, pero que se abre a un inmenso horizonte, hasta abarcar
idealmente a todos los pueblos de la tierra.
Esta apertura universalista refleja probablemente
el espíritu profético de la época sucesiva al destierro babilónico, cuando se
deseaba que incluso los extranjeros fueran llevados por Dios al monte santo para
ser colmados de gozo. Sus sacrificios y holocaustos serían gratos, porque el
templo del Señor se convertiría en "casa de oración para todos los
pueblos" (Is 56, 7).
También en nuestro salmo, el número 66, el coro universal
de las naciones es invitado a unirse a la alabanza que Israel eleva en el
templo de Sión. En efecto, se repite dos veces esta antífona: "Oh
Dios, que te alaben los pueblos, que todos los pueblos te alaben"
(vv. 4 y 6).
2. Incluso los que no pertenecen a la
comunidad elegida por Dios reciben de él una vocación: en efecto, están
llamados a conocer el "camino" revelado a Israel. El
"camino" es el plan divino de salvación, el reino de luz y de paz, en
cuya realización se ven implicados también los paganos, invitados a escuchar la
voz de Yahveh (cf. v. 3). Como resultado de esta escucha obediente temen al
Señor "hasta los confines del orbe" (v. 8), expresión que no
evoca el miedo, sino más bien el respeto, impregnado de adoración, del misterio
trascendente y glorioso de Dios.
3. Al inicio y en la parte final del Salmo se
expresa el deseo insistente de la bendición divina: "El Señor tenga
piedad y nos bendiga, ilumine su rostro sobre nosotros (...). Nos bendice el
Señor nuestro Dios. Que Dios nos bendiga" (vv. 2. 7-8).
Es fácil percibir en estas palabras el eco de la
famosa bendición sacerdotal que Moisés enseñó, en nombre de Dios, a Aarón
y a los descendientes de la tribu sacerdotal: "El Señor te bendiga y
te proteja, ilumine su rostro sobre ti y te conceda su favor; el Señor se fije
en ti y te conceda la paz" (Nm 6,
24-26).
Pues bien, según el salmista, esta bendición
derramada sobre Israel será como una semilla de gracia y salvación que se
plantará en el terreno del mundo entero y de la historia, dispuesta a brotar y
a convertirse en un árbol frondoso.
El pensamiento va también a la promesa hecha por
el Señor a Abraham en el día de su elección: "De ti haré una nación
grande y te bendeciré. Engrandeceré tu nombre; y serás tú una bendición. (...)
Por ti se bendecirán todos los linajes de la tierra" (Gn 12, 2-3).
4. En la tradición bíblica uno de los efectos
comprobables de la bendición divina es el don de la vida, de la fecundidad y de
la fertilidad.
En nuestro salmo se alude explícitamente a esta
realidad concreta, valiosa para la existencia: "La tierra ha dado su
fruto" (v. 7). Esta constatación ha impulsado a los estudiosos a unir el
Salmo al rito de acción de gracias por una cosecha abundante, signo del favor
divino y testimonio ante los demás pueblos de la cercanía del Señor a Israel.
La misma frase llamó la atención de los Padres de
la Iglesia, que partiendo del ámbito agrícola pasaron al plano simbólico. Así,
Orígenes aplicó ese versículo a la Virgen María y a la Eucaristía, es decir, a
Cristo que procede de la flor de la Virgen y se transforma en fruto que puede
comerse. Desde esta perspectiva "la tierra es santa María, la cual viene
de nuestra tierra, de nuestro linaje, de este barro, de este fango, de
Adán". Esta tierra ha dado su fruto: lo que perdió en el paraíso, lo
recuperó en el Hijo. "La tierra ha dado su fruto: primero produjo
una flor (...); luego esa flor se convirtió en fruto, para que pudiéramos
comerlo, para que comiéramos su carne. ¿Queréis saber cuál es ese fruto? Es el
Virgen que procede de la Virgen; el Señor, de la esclava; Dios, del hombre; el
Hijo, de la Madre; el fruto, de la tierra" (74 Omelie sul libro dei Salmi, Milán 1993, p. 141).
5. Concluyamos con unas palabras de san
Agustín en su comentario al Salmo. Identifica el fruto que ha germinado en la
tierra con la novedad que se produce en los hombres gracias a la venida de
Cristo, una novedad de conversión y un fruto de alabanza a Dios.
En efecto, "la tierra estaba llena de
espinas", explica. Pero "se ha acercado la mano del escardador, se ha
acercado la voz de su majestad y de su misericordia; y la tierra ha comenzado a
alabar. La tierra ya da su fruto". Ciertamente, no daría su fruto "si
antes no hubiera sido regada" por la lluvia, "si no hubiera venido
antes de lo alto la misericordia de Dios". Pero ya tenemos un fruto maduro
en la Iglesia gracias a la predicación de los Apóstoles: "Al enviar
luego la lluvia mediante sus nubes, es decir, mediante los Apóstoles, que
anunciaron la verdad, "la tierra ha dado su fruto" con más
abundancia; y esta mies ya ha llenado el mundo entero" (Esposizioni sui Salmi, II, Roma 1970,
p. 551)".(San
Juan Pablo II. Audiencia general del
miércoles 9 de octubre de 2002 ).
La segunda lectura tomada
del Apocalipsis, nos habla de la “nueva
Jerusalén” que es la ciudad ideal, la ciudad en la que reinará Dios, el
verdadero reino de Dios.
En la ciudad
futura no habrá ya templo (v. 22). Pero, si ya no hay necesidad de templo,
tampoco habrá sacerdotes, ni sacrificios, ni distinción entre lo religioso y lo
humano. En la futura Jerusalén, el culto no solo se hace netamente espiritual,
sino que incluso parece suprimido, al menos como expresión religiosa. La
ciudad, en cierto modo llega a ser "laica", no por ausencia o falta
de Dios, sino precisamente por todo lo contrario: por la plenitud de Dios,
presente en todo (v.22). Toda acción es, a partir de ahora, un aproximarse de
Dios al hombre y de éste a Dios; le bastará al hombre existir para estar cerca
de Dios. No existirá en el nuevo Reino dualidad Iglesia-mundo, ya que la
humanidad glorificada será, en sí misma, transparencia a través de la cual Dios
se mostrará al hombre que, a su vez, será penetrado de El.
La
problemática surgida en nuestros días en torno a la secularización podría sacar
enorme provecho de las perspectivas abiertas por el autor del Apocalipsis, por
cuanto estas hacen posible una sana crítica del fenómeno religioso.
La ciudad
futura es esencialmente comunión. En ella remata Dios su proyecto de unir a
todos los hombres entre sí (tema de los nombres de las tribus que se les da a
las puertas de acceso a la ciudad: v. 12), unidos, al mismo tiempo con la
propia naturaleza ya restaurada (tema del cosmos, presentado como una piedra
preciosa: v. 11).
El misterio
pascual hace caducas muchas estructuras del pueblo elegido. El nuevo
emplazamiento para el culto, el lugar sagrado donde Dios se hace presente a su
pueblo, no es ya un templo de piedras, sino la asamblea de todo un pueblo. Deja
de ser acto religioso esencial la peregrinación a Jerusalén, para das paso a la
presencia de la Iglesia en Dios y en el mundo a la vez. De igual modo, el
despliegue de luz, tan característico en las fiestas religiosas del pueblo
judío, queda ahora totalmente oscurecido y superfluo ante la irradiación de la
gloria de Dios, presente en todos y cada uno.
Fijémonos en la afirmación de que es una ciudad sin santuario («santuario
no vi ninguno»), cuando en la mentalidad de todos los tiempos una ciudad sin
templo no es ciudad. Pero aquí, en la ciudad nueva, el santuario es el Cordero,
la entrega generosa, la donación que posibilita la fraternidad. Cabe
preguntarse qué derroteros habría tomado el mensaje de la resurrección en una
fe sin templos, mezclada a la vida y en lugares de encuentro seculares y
comunes.
En la misma línea se dice que la iluminación de la ciudad no proviene de
los astros, sino de la gloria de Dios y del Cordero. Es decir: una ciudad es
luminosa en la medida en que acoge a gente entregada y generosa, fraterna y
bien relacionada. Entonces hay luz en esa ciudad; de lo contrario, la oscuridad
se cierne sobre ella. Esa luz es la que dimana de la resurrección de Jesús, el
entregado y generoso, lámpara que ilumina la senda de la historia.
Que la ciudad tenga doce puertas con tres de ellas en cada punto cardinal
está indicando que es una ciudad abierta a toda persona, a toda cultura,
totalmente incluyente. La ciudadanía era limitada a los ciudadanos de cada
ciudad. La nueva ciudad es de todos, toda persona puede participar en su
ciudadanía, basta ser persona, nadie queda excluido. Es el sueño inagotable y
nunca logrado de la fraternidad universal, la certeza de que la casa de la
persona es la persona. Esta es la «ciudad soñada» ya por la profecía (Ezequiel)
y que la resurrección alienta y tipifica.
Que los nombres de los apóstoles estén en el cimiento de la muralla está
indicando que los valores del Evangelio que los apóstoles difunden son los
valores sobre los que se cimienta la ciudad. Una relación humana asentada en
los valores de Jesús que son valores primordiales, comunes, perfectamente
compartibles con toda persona. La resurrección empuja a construir una
ciudadanía de valores y no solamente de mercados.
Hacia esa Jerusalén ideal, hacia ese reino de Dios, es adonde debemos
aspirar a vivir los cristianos de hoy. Una ciudad y un reino que aún no están
por desgracia en este mundo, pero al que los cristianos debemos caminar con
nuestro comportamiento y con nuestros deseos, con nuestro amor. Para llegar a
ella, nuestra única ley, nuestro único santuario, es el Señor Dios todopoderoso
y el Cordero.
Es importante
percatarse de la tensión hacia ese estado final. Lo primero de todo para caer
en la cuenta de que no se está en él todavía. A veces hay expresiones y
actuaciones de la iglesia que indican como si se creyera ya en ese momento. Lo
cual no es cierto ni mucho menos. Debemos ser conscientes de las presentes
limitaciones, defectos y pecados no sólo individuales sino colectivos y
eclesiales. Hablar mucho de la Santa Iglesia no ha de engañar. Ni menos actuar
como si todo fuera ahora así de positivo. Con todo, hay esperanza cierta de ese
final feliz. Por una vez.
El evangelio de hoy nos
sitúa en la víspera consciente del paso de Jesús de este mundo al Padre. Padre y discípulos son las referencias personales de Jesús.
Jesús anuncia, promete y revela una nueva presencia que, sin duda, supone
una novedad significativa. Los frutos de la resurrección son la alegría, la paz
y el testimonio de vida. ¿La alegría se nota en nuestra vida y en nuestras
celebraciones?. El Padre como fuente de su vida pasada, los discípulos como
proyección en el futuro de esa su vida pasada. El resultado es una terna:
Padre-Hijo-Discípulos (en el cuarto evangelio sinónimo de creyentes). A través
de ella discurre una misma realidad que se transmite: del Padre a Jesús: de
Jesús a los discípulos; de los discípulos entre sí. Esta realidad tiene un
nombre: amor.
Cuatro veces aparece como sustantivo y seis como verbo. Constituye el dato central
del texto de hoy. Ella colma las expectativas de gozo de los discípulos (v.
11); ella crea niveles nuevos de relación (vs. 13-15).
El Espíritu prometido por Jesús (V 26) , nos enseña y recuerda todo lo
dicho por Él . Ésta es la gran tarea que Jesús le encomienda. Es fácil deducir
que el creyente no está solo, no es un huérfano. Primero, porque el Padre no es
Alguien lejano y distante; más bien, somos santuario y morada de Dios mismo:
“vendremos a él y haremos morada en él”. Esto lógicamente supone unas
relaciones nuevas con Dios-Padre: no es posible vivir como si todo fuera como
antes; desde Jesús, todo ha cambiado. La muerte de Jesús ha sido ocasión para
ser llenados por la presencia viva del Espíritu, que vive en nosotros, está en
nosotros y nos enseña el arte de vivir en verdad. El creyente vive animado por
el Espíritu, que hace nacer en nosotros el gozo de la fe.
¿Y la paz? Según el versículo 27 Jesús deja a los suyos la paz como un
regalo de despedida. El hecho en sí indica ya que la palabra ha de entenderse
en un sentido pleno y singularmente importante, como don y como promesa que
abarca cuanto Jesús reserva a la fe. En el lenguaje bíblico el concepto de paz
(hebr: shalom; gr. eirene) comprende un campo tan amplio y vario, que no puede
reducirse a una fórmula unitaria. El significado básico de la palabra hebrea
shalom "es bienestar y, desde luego, con una clara preponderancia del lado
físico" (G. von Rad). Se trata de un estado de cosas positivo, que no sólo
incluye la ausencia de la guerra y de la enemistad personal -ésta es el
requisito previo, para la shalom-, sino que comprende además la prosperidad, la
alegría, el éxito en la vida, las circunstancias felices y la salud entendida
en sentido religioso. En su palabra de salud los hombres de Israel y del
próximo oriente siguen hasta el día de hoy deseándose la paz, shalom. En la
aclamación al rey se dice: "Que los montes mantengan la paz (shalom; otros
traducen: salud, bienestar) para el pueblo; las colinas, la justicia. Que él dé
a los humildes sus derechos, libere a los hijos de los pobres, reprima al
opresor. Viva tanto tiempo como duren el sol y la lluvia sobre el césped, como
los chubascos que riegan las tierras. Que en sus días florezca la justicia y la
plenitud de la paz (shalom) hasta que deje de brillar la luna"
(/Sal/071/072/02-07).
La que Jesús nos regala es lo más grande del mundo, es la plenitud de todos
los dones del Espíritu. Si la paz reina en nuestro corazón seremos capaces de
transmitirla a los demás y de construirla a nuestro alrededor. “La paz os dejo,
mi paz os doy”: la paz la ofrece Jesús como un don precioso. En la Biblia, la
paz es uno de los grandes signos de la presencia de Dios y de la llegada del
Reino, síntesis de todos los deseos de bienestar, de justicia, de abundancia,
de fraternidad.
Sólo si Dios es el verdadero rey de nuestros corazones, si de verdad amamos
a Dios, podremos decir también nosotros que vivimos, somos y existimos en Dios,
porque Dios nos amará y vendrá a nosotros y hará en nuestro corazón su morada,
como nos dice san Juan. Esta nueva vida impregnada del amor de que habla Jesús
es mucho más que un mero sentimiento. Está ratificado con la fidelidad, con el
cumplimiento constante de la voluntad de la persona amada. Es decir, en
definitiva, sólo quien cumple con los mandamientos de la ley divina es quien
realmente ama al Señor. Lo demás es palabrería, una trampa que ni a los mismos
hombres engaña, y mucho menos a Dios. Eso es lo que el Jesús nos enseña: El que
me ama guardará mi palabra. Y por si acaso no lo hemos entendido añade: El que
no me ama, no guardará mis palabras. Examinemos nuestra conducta y veamos si de
verdad amamos al Señor. Y en caso contrario, tratemos de rectificar.
Caminemos con esta persuasión y avancemos alegres por la vida, desgranando
nuestros días en un ambiente de incesante gozo pascual. Que nada ni nadie nos
turbe. Que pase lo que pase, conservemos la calma, vivamos serenos y
optimistas, persuadidos de que Jesús, con su muerte y con su gloria, nos ha
salvado de una vez para siempre. Y nos libera del poder del pecado y de la
muerte.
Rafael Pla Calatayud.
rafael@betaniajerusalen.com
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