Comentarios a
las Lecturas de la Solemnidad de Santa María, Madre de Dios, Octava de Navidad 1 de Enero de 2019
Litúrgicamente
estamos en la octava de la Navidad y celebramos hoy la fiesta de Santa María
Madre de Dios, que fue instaurada en el año 431 por Cirilo de Alejandría, y que
el pueblo cristiano acogió con entusiasmo pero que no es bíblico. En el
evangelio María siempre aparece como la madre de Jesús, de hecho la primera
invocación a María lo encontramos en el siglo V, en el himno latino «Salve
Sancta Parens».
Para nosotros
hoy, María es la madre de Jesús, la persona más cercana a Él, su mejor
discípula y el mejor ejemplo para todos nosotros porque su amor, humildad
y aceptación de los planes de Dios en su vida son verdadero testimonio para
toda la Iglesia, así se recoge en el capitulo VIII de la constitución
dogmática Lumen Gentium.
El día 1 de
enero es también a partir de 1968, por voluntad del Papa Pablo VI, el día de
la “jornada mundial de la paz”. Este año
se nos propone el lema : “Vence la
indiferencia y conquista la paz”.
Las lecturas
reflejan toda esta variedad de temas: la bendición para comenzar bien el nuevo
año (primera lectura); María, modelo de todas las madres y de todo discípulo
(Evangelio); la paz (primera lectura y evangelio); filiación divina (segunda
lectura); el asombro ante el amor de Dios (Evangelio) y el nombre con que Dios
quiere ser identificado e invocado (primera lectura y evangelio).
La primera lectura tomada del libro de los
Números
(6,22-27). He aquí una fórmula antiquísima para
bendecir al pueblo invocando sobre él el nombre del Señor. La bendición del
pueblo estaba reservada a los sacerdotes; por eso aquí se encomienda
expresamente la fórmula al primero de ellos, Aarón, y a sus hijos (cf. Dt 10,
8; 21, 5).
El
texto se compone de tres partes: una
introducción (vs. 22-23), un poema litúrgico que es una fórmula de bendición
(vs. 24-26) y una conclusión (v. 27).
En
las tres partes una raíz verbal común: "bendecir" (vs. 23. 24. 27), y
en las tres oraciones del poema (paralelas por su contenido y forma) un mismo
sujeto: el Señor (vs. 24-26). Esta triple invocación del nombre del Señor hace
eficaz la bendición de los sacerdotes aaronitas (v. 23). En realidad es Dios el
que bendice a través de sus mediadores (v. 27).
Una
de las tendencias dominantes de la primera parte del libro de los Números es
poner en claro el papel o función de los sacerdotes. Es cierto que patriarcas,
reyes y levitas pueden bendecir, pero aquí esta función está reservada en
exclusiva a los sacerdotes.
La
bendición hace presente a Dios en medio del pueblo (v. 27). Toda bendición
humana continúa la bendición de Dios a los seres creados y a los patriarcas
(cfr. Gn. 1, 22.28; 12, 2 ss). Pronunciada, siempre produce su efecto sin
poderse revocar, difícil de entender a todo hombre occidental.
La
fórmula de bendición posee un estilo arcaico y conciso. Se implora la bendición
divina para que el Señor:
1)
Conceda abundantes cosechas, ganados, éxitos en las empresas... (v. 24; Dt. 28,
2-14). Termino equivalente a bendecir, aunque en forma negativa, es
"proteger".
2)
"Ilumine su rostro sobre ti": en Prov. 16, 14 ss., esta expresión se
opone a la ira del rey. Indica, por tanto, mostrar su favor, conceder el bien y
la vida (cfr. Sal 31, 17; 80, 4.8.20).
3)
Te concede la paz. La paz es un término muy rico en hebreo, sin traducción
posible en nuestras lenguas. Indica la idea de perfección o de totalidad:
bienestar, prosperidad material y espiritual tanto a nivel individual como
colectivo... La paz aquí no se opone a la guerra solamente, sino a todo lo que
puede perjudicar el bienestar humano y las buenas relaciones de los hombres
entre sí y con Dios.
Hoy el interleccional es el Salmo 66 (Sal 66, 2–3.
5–6. 8). El salmo que proclamado expresa el
reconocimiento al Creador porque ha bendecido a la tierra con sus frutos, y
llama a todos los pueblos a unirse en esta acción de gracias.
Así comenta San Juan
Pablo II este salmo: “Todos los pueblos alaben a Dios
1. Acaba de resonar la voz del
antiguo salmista, que ha elevado al Señor un canto jubiloso de acción de
gracias. Es un texto breve y esencial, pero que se abre a un inmenso horizonte,
hasta abarcar idealmente a todos los pueblos de la tierra.
Esta apertura universalista refleja
probablemente el espíritu profético de la época sucesiva al destierro
babilónico, cuando se deseaba que incluso los extranjeros fueran llevados por
Dios al monte santo para ser colmados de gozo. Sus sacrificios y holocaustos
serían gratos, porque el templo del Señor se convertiría en "casa de
oración para todos los pueblos" (Is 56,
7).
También en nuestro salmo, el número 66, el
coro universal de las naciones es invitado a unirse a la alabanza que Israel
eleva en el templo de Sión. En efecto, se repite dos veces esta antífona:
"Oh Dios, que te alaben los pueblos, que todos los pueblos te
alaben" (vv. 4 y 6).
2. Incluso los que no pertenecen a la
comunidad elegida por Dios reciben de él una vocación: en efecto, están llamados
a conocer el "camino" revelado a Israel. El "camino" es el
plan divino de salvación, el reino de luz y de paz, en cuya realización se ven
implicados también los paganos, invitados a escuchar la voz de Yahveh (cf. v.
3). Como resultado de esta escucha obediente temen al Señor "hasta los
confines del orbe" (v. 8), expresión que no evoca el miedo, sino más
bien el respeto, impregnado de adoración, del misterio trascendente y glorioso
de Dios.
3. Al inicio y en la parte final del
Salmo se expresa el deseo insistente de la bendición divina: "El
Señor tenga piedad y nos bendiga, ilumine su rostro sobre nosotros (...). Nos
bendice el Señor nuestro Dios. Que Dios nos bendiga" (vv. 2. 7-8).
Es fácil percibir en estas palabras el eco
de la famosa bendición sacerdotal que Moisés enseñó, en nombre de Dios, a
Aarón y a los descendientes de la tribu sacerdotal: "El Señor te
bendiga y te proteja, ilumine su rostro sobre ti y te conceda su favor; el
Señor se fije en ti y te conceda la paz" (Nm 6, 24-26).
Pues bien, según el salmista, esta
bendición derramada sobre Israel será como una semilla de gracia y salvación
que se plantará en el terreno del mundo entero y de la historia, dispuesta a
brotar y a convertirse en un árbol frondoso.
El pensamiento va también a la promesa
hecha por el Señor a Abraham en el día de su elección: "De ti haré
una nación grande y te bendeciré. Engrandeceré tu nombre; y serás tú una
bendición. (...) Por ti se bendecirán todos los linajes de la tierra" (Gn 12, 2-3).
4. En la tradición bíblica uno de los
efectos comprobables de la bendición divina es el don de la vida, de la
fecundidad y de la fertilidad.
En nuestro salmo se alude explícitamente a
esta realidad concreta, valiosa para la existencia: "La tierra ha
dado su fruto" (v. 7). Esta constatación ha impulsado a los estudiosos a
unir el Salmo al rito de acción de gracias por una cosecha abundante, signo del
favor divino y testimonio ante los demás pueblos de la cercanía del Señor a
Israel.
La misma frase llamó la atención de los
Padres de la Iglesia, que partiendo del ámbito agrícola pasaron al plano
simbólico. Así, Orígenes aplicó ese versículo a la Virgen María y a la
Eucaristía, es decir, a Cristo que procede de la flor de la Virgen y se
transforma en fruto que puede comerse. Desde esta perspectiva "la tierra
es santa María, la cual viene de nuestra tierra, de nuestro linaje, de este
barro, de este fango, de Adán". Esta tierra ha dado su fruto: lo que
perdió en el paraíso, lo recuperó en el Hijo. "La tierra ha dado su
fruto: primero produjo una flor (...); luego esa flor se convirtió en
fruto, para que pudiéramos comerlo, para que comiéramos su carne. ¿Queréis
saber cuál es ese fruto? Es el Virgen que procede de la Virgen; el Señor, de la
esclava; Dios, del hombre; el Hijo, de la Madre; el fruto, de la tierra" (74 Omelie sul libro dei Salmi, Milán
1993, p. 141).
5. Concluyamos con unas palabras de
san Agustín en su comentario al Salmo. Identifica el fruto que ha germinado en
la tierra con la novedad que se produce en los hombres gracias a la venida de
Cristo, una novedad de conversión y un fruto de alabanza a Dios.
En efecto, "la tierra estaba llena de
espinas", explica. Pero "se ha acercado la mano del escardador, se ha
acercado la voz de su majestad y de su misericordia; y la tierra ha comenzado a
alabar. La tierra ya da su fruto". Ciertamente, no daría su fruto "si
antes no hubiera sido regada" por la lluvia, "si no hubiera venido
antes de lo alto la misericordia de Dios". Pero ya tenemos un fruto maduro
en la Iglesia gracias a la predicación de los Apóstoles: "Al enviar
luego la lluvia mediante sus nubes, es decir, mediante los Apóstoles, que
anunciaron la verdad, "la tierra ha dado su fruto" con más
abundancia; y esta mies ya ha llenado el mundo entero" (Esposizioni sui Salmi, II, Roma 1970,
p. 551)”. (San Juan Pablo II. Catequesis en la audiencia
general del miércoles 9 de octubre de 2002 ).
La segunda lectura está tomada de la carta del
apóstol san Pablo a los Gálatas (Gal 4,4-7). Estos cuatro versículos
son todo un tratado dogmático, toda una
sinfonía, en los que se cruzan los temas de amor, libertad, esperanza, generosidad, alegría, confianza.
El v. 4 está
montado en torno a una doble antítesis: Dios envía a su Hijo como sujeto de la ley para que los sujetos de la ley
obtengan la filiación adoptiva. Recordando
igualmente que Cristo ha "nacido de la mujer", Pablo recuerda
que el Hijo se ha hecho esclavo de todas
las servidumbres de la naturaleza -y no solo de la Ley- con el fin de que
la filiación libere a la humanidad de la
esclavitud de los "elementos del mundo" (cf. v.3). Ahora bien, esta
filiación se adquiere a través de una doble misión: la del Hijo que nace de la mujer y bajo la ley (vv. 4-5) y la del
Espíritu que viene a nuestros corazones (V. 6).
El Padre tiene
la iniciativa de ese don, pero la realiza en dos misiones sucesivas: el
envío del Hijo que se hace esclavo para
que el esclavo se haga hijo y el envío del Espíritu que realiza esa filiación en lo más íntimo de
nuestros corazones
«Cuando se cumplió el tiempo». Para
nuestra mentalidad evolucionista es difícil
entender que algún tiempo llegue a su plenitud. Pero en la historia del
hombre hay, sin duda, momentos llenos,
cargados de semillas del mejor progreso.
«Envió Dios a su Hijo». No bastaban las
bendiciones anteriores; eran bendiciones
parciales. Ahora nos lo dará todo en el Hijo. No hay amor más grande. El
texto implica la trascendencia del Hijo, expuesta de pasada al aludir al plan
salvífico del Padre. Pero pasa Pablo inmediatamente a subrayar dos
condiciones típicamente humanas de ser del Hijo hecho hombre. La primera
es su concepción y nacimiento de una mujer.
«Nacido de una mujer». No baja
apoteósicamente del cielo. La ley de la encarnación, con todas sus limitaciones. ¿Qué admiras más,
la humildad de Dios o la grandeza de
María? María, la Theotokos. La humanidad ha dado un fruto divino.
«Nacido bajo la ley». Se refiere a la
condición de Jesús como miembro del pueblo judío en las condiciones
normales de este pueblo. Inmediatamente saca Pablo la consecuencia del
rescate de la ley precisamente de los hombres con los que Cristo se ha
hecho solidario. Y no solo de los judíos -no hubiera tenido tanto sentido
decir algo sólo de los judíos a los gálatas que no lo eran- sino de
todos. Hasta ahí llegó la Encarnación. El Hijo de Dios no sólo se introduce en las generaciones humanas, sino
en sus estructuras políticas, culturales y
religiosas.
«Para rescatar». Toda una estrategia
liberadora. Salva desde dentro.
«Ser hijos por adopción». Dios nos envía
a su Hijo para contagiarnos de filiación, para
unirnos a todos en la fraternidad.
Dios nos
concede por medio de Cristo el "status" de hijos; pero nos da también
un nuevo ser, nos hace efectivamente hijos. La adopción no es meramente legal.
El que es poderoso para crearlo todo con su palabra, puede hacernos hijos suyos
cuando nos llama a sí. Y si Dios nos llama hijos y nos hace realmente tales,
bien podemos nosotros llamarle "Padre", lo mismo que Jesús. El Hijo
de Dios se hace hombre para que el hombre llegue a ser Hijo de Dios.
«Dios envió a nuestros corazones el Espíritu
de su Hijo». Nos ha dado el Espíritu de su Hijo, que es el que nos anima y
nos enseña un nuevo modo de orar y da testimonio de que somos verdaderamente
hijos de Dios¿Cabe mayor generosidad?
Nos mete hasta dentro el Espíritu del Hijo. Cristo no sólo estará con
nosotros, sino en nosotros.
«¡Abba!». Era la expresión cotidiana de Jesús
para referirse a Dios Padre.
«Ya no eres esclavo, sino hijo». «Donde
está el Espíritu, allí hay libertad» (2 Cor. 3, 17) y hay amor filial.
«También heredero». La plenitud de las
promesas está aún por cumplirse. Poseemos ya
las arras del Espíritu. Pero aún
somos hijos de la esperanza.
En el evangelio tomado de San Lucas (Lc 2,16-21):se
subraya cómo, inmediatamente después de recibir la noticia, los pastores van
Belén, y allí se les confirma el mensaje anunciado por los ángeles. Una vez en
Belén, le adoran. Es curioso que sean ellos los primeros en enterarse y en
reconocer al Dios, hecho niño, que nació entre los excluidos de este mundo. Dios
que nace niño, en la sencillez, pobreza y silencio, llama a los sencillos, pobres
y marginados de los poderes políticos y religiosos, en el desamparo del campo y
en el silencio de la noche.
Los pastores
fueron los primeros, después de José y María, en conocer y adorar al Dios
manifestado en un niño indefenso. Regresaron glorificando y alabando a Dios.
Quedaron admirados y fascinados. Aquella gente sencilla marcha de nuevo a su
rebaño, pero ya, como se ha indicado, alabando a Dios por lo que han vivido y
por lo que con fe se les ha permitido conocer.
En medio de
toda esta escena, Lucas reserva un versículo a la figura de María, la madre. Al
hablar de María se pone de relieve en el evangelio de Lucas el hecho de que
todas las palabras que salían de la boca de los pastores las guardaba y
conservaba en su corazón. El corazón, como un tesoro, se manifiesta en el caso
de los pastores en que no cesan de alabar a Dios y proclamar su gloria.
La presenta
con una actitud contemplativa, que contrasta con la exultación gozosa de los
pastores. Pero este pequeño contrapunto es de gran importancia, porque por
María comprendemos que, a pesar de la gran manifestación de Dios, el hombre
está siempre delante del misterio, realidad que debe acoger con el respetuoso
silencio de la fe.
Concluye el
texto recordando la circuncisión de Jesús y el nombre y el nombre que le ponen.
De acuerdo con una norma de la Ley, el pequeño Jesús es circuncidado el octavo
día después de su nacimiento (cf Gén 17,12). La circuncisión era una señal de
pertenencia al
pueblo. Daba identidad a la persona. En esta ocasión cada niño
recibía su nombre (cf Lc 1,59-63). El niño recibe el nombre de Jesús que le
había sido dado por el ángel, antes de ser concebido. El ángel había dicho a
José que el nombre del niño debía ser Jesús “él salvará a su pueblo de sus pecados”
(Mt 1,21). El nombre de Jesús es Cristo, que significa Ungido o Mesías. Jesús
es el Mesías esperado. Un tercer nombre es Emmanuel, que significa Dios con
nosotros (Mt 1,23). ¡El nombre completo es Jesús Cristo Emmanuel!
Para nuestra vida.
Ocho días
después de Navidad nos volvemos a reunir en la Eucaristía para venerar "en
primer lugar" a la madre de Dios, por su íntima participación en el
nacimiento de Jesús, verdadero Dios y verdadero hombre.
También hoy
empezamos un año nuevo. Ello nos recuerda que seguimos peregrinando en el
tiempo, como ciudadanos de la sociedad inmersa en el siglo XXI.
La primera lectura nos trae la antiquísima
bendición bíblica, tantas veces pronunciada y escrita a lo largo de la
Historia, se implora al Señor que conceda la paz a quien se bendice. Hoy,
después de miles de años quizá, sigue resonando entre nosotros. La Iglesia la
conserva en su liturgia y la repite. Siempre implorando la paz al Señor para su
pueblo, para todo los hombres.
“El Señor te bendiga y te proteja, ilumine su
rostros sobre ti y te conceda su favor. El Señor se fije en ti y te conceda la
paz”. Es un deseo profundo para este nuevo año que comenzamos. Es el deseo
de tener a Dios con nosotros todos los días. Es más que un deseo, porque es una
realidad. Dios nos bendice todos los días. Hoy nos lo recordamos de manera
especial.
La bendición
termina con el deseo de la Paz. Y así, en la celebración eucarística, hay todo
un rito de la paz. Es un eco de una secular costumbre hebrea, que Jesucristo
hizo suya. “El Señor te bendiga y te
proteja” son las primeras palabras que liturgia nos dirige en este día para
que permanezcan impresas en el corazón y la repitamos a amigos y enemigos
durante todo el año.
Bendecir y
bendiciones son términos que aparecen muy frecuentemente en la Biblia
(552 veces en el A.T. y 65 en el N.T.). Desde el principio Dios bendice a sus
criaturas, a los seres vivientes para que sean fecundos y se multipliquen (cf.
Gn 1,22), al hombre y a la mujer para que dominen sobre todo lo creado (cf. Gn
1,28) y al Sábado, signo de descanso y de la alegría sin fin (cf. Gn 2,3).
Se
espera que Dios conceda su protección, su favor y la paz al pueblo sobre el que
ha sido invocado su santo nombre. Esta "paz" (en hebreo Shalom
palabra con la que se saludan los judíos hasta nuestros días) significa mucho
más de lo que nosotros solemos entender. La "paz" es para los judíos
el compendio de todos los bienes mesiánicos: reposo, gloria, riqueza,
salvación, vida..., y, en todo caso, únicamente es posible como fruto de la
justicia.
La
paz entendida como desorden establecido y simple ausencia de guerra
"caliente" no tiene valor alguno, no es la paz que viene de Dios.
Tenemos
necesidad de sentirnos bendecidos por Dios y por los hermanos. La maldición
aleja, separa, indica rechazo, la bendición acerca, refuerza la solidaridad,
infunde confianza y esperanza.
El responsorial de hoy es el salmo 66. Es una plegaria pidiendo a Dios que continúe
mostrando su bondad por medio de nuevos beneficios: La tierra ha dado su fruto,
que el Señor nos bendiga. Además, este salmo -cosa no frecuente- tiene una
fuerte resonancia universal. El salmista, tanto cuando se refiere a la alabanza
divina como a los beneficios de Dios, no piensa únicamente en su pueblo, sino
también en las otras naciones: Que todos los pueblos te alaben, que todos los
pueblos conozcan tu salvación.
Salmo para dar
gracias a Dios que nos bendice durante
toda la vida, para invitar a los hombres y a la creación entera a la alabanza.
Y, también, para pedir a Dios, que ilumine su rostro sobre nosotros y sobre los
hombres, para que todos los pueblos conozcan su salvación.
La bendición
divina implorada para Israel se manifiesta de una forma concreta en la
fertilidad de los campos y en la fecundidad, o sea, en el don de la vida. Por
eso, el salmo comienza con un versículo (cf. Sal 66,2) que remite a la célebre
bendición sacerdotal referida en el libro
de los Números: «El Señor te bendiga y te proteja, ilumine su rostro sobre ti y
te conceda su favor; el Señor se fije en ti y te conceda la paz» (Nm
6,24-26).
El tema de la
bendición se repite al final del salmo, donde se habla nuevamente de los frutos
de la tierra (cf. Sal 66,8). Pero allí se encuentra el tema universalista que
confiere a la sustancia espiritual de todo el himno una sorprendente amplitud
de horizontes. Es una apertura que refleja la sensibilidad de un Israel ya
preparado para confrontarse con todos los pueblos de la tierra.
Este salmo
probablemente fue compuesto después de la experiencia del exilio en Babilonia,
cuando el pueblo ya había iniciado la experiencia de la diáspora entre naciones
extranjeras y en nuevas regiones.
Gracias a la
bendición implorada por Israel, toda la humanidad podrá conocer «los caminos» y
«la salvación» del Señor (cf. v. 3), es decir, su plan salvífico. A todas las
culturas y a todas las sociedades se les revela que Dios juzga y gobierna a todos
los pueblos y naciones de la tierra, llevando a cada uno hacia horizontes de
justicia y paz (cf. v. 5).
Ya para el
salmista, y mucho más para nosotros, que en el Nuevo Testamento conocemos el
plan universal de salvación que Dios tiene previsto, el salmo debe significar
un abrirse a los horizontes del mundo. Tanto nuestra acción de gracias como
nuestras peticiones de bendición deben tener siempre un sentido universal: Que
todos los pueblos te alaben, Señor, que conozca la tierra tu salvación.
La segunda lectura nos recuerda hoy que “Cuando se cumplió el tiempo, envió Dios a su
Hijo, nacido de una mujer”... “para que recibiéramos el ser hijos por adopción”. La
Encarnación tendrá como finalidad conseguir para los hombres este don
desbordante y totalmente gratuito. Jesús, el Salvador, nació de una mujer, es
decir, fue realmente hombre.
El pensamiento
de Pablo se concentra en la filiación divina. “Como sois hijos, Dios envió a vuestros corazones al Espíritu de su
Hijo, que clama: ¡Abbá! Padre”. “Ya
no eres esclavo sino hijo. Y si eres hijo, eres también heredero por voluntad
de Dios”. El hombre puede con todo derecho dirigirse a Dios como Padre.
Esta
experiencia es inseparable de la presencia y la actuación del Espíritu. Con Él
y sólo con Él podemos experimentar y manifestar nuestra conciencia de filiación
divina. Crea una relación de entrañable confianza filial. Más tarde, en su
ministerio, Jesús nos enseñará a tratar y dirigirnos a Dios con el mismo título
y del mismo modo que lo hacía Él. Los hombres necesitan que les descubramos el
verdadero rostro de Dios. Dios no es "un algo" que está allá arriba,
como muchas gentes piensan y opinan; ni un Dios justiciero, insensible y ajeno
a las preocupaciones y problemas de los hombres. Nuestro Dios es cercano,
entrañable, lleno y desbordante de noble y serena ternura.
Encontrar el
verdadero rostro de Dios es urgente para una sana vida cristiana. Cristo no
solamente vino al mundo en la plenitud de los tiempos, sino que Él mismo es
la plenitud de los tiempos. Él es el centro
de la historia universal, que separa al mundo
antiguo del nuevo. A Él conduce todo lo que le precede y de Él procede
todo lo que le sigue.
Cristo es
también la clave de la Historia, porque toda la historia de la Humanidad
fue primero preparación y espera del
nacimiento de Cristo, y es hoy, tras de la venida de Cristo, historia de la penetración de la humanidad
por ese Cristo, Redentor de los hombres y del
mundo entero. El día en que se haya alcanzado la medida de la plenitud
de la gloria que el Padre quiere para su
Cristo, habrá llegado la hora final de los tiempos.
Cristo es
también la plenitud del hombre: por su resurrección tiene la plenitud de la
vida; está sentado a la diestra de Dios
con la plenitud del poder, enaltecido sobre todos los seres creados, teniendo la plenitud de la majestad
y de la gloria, porque desde toda la eternidad
reside en Él la plenitud de la divinidad. Y únicamente por la adhesión
total del hombre a Cristo, adhesión del
entendimiento del hombre a la fe de Cristo, adhesión de la voluntad del hombre a los mandamientos de Cristo, puede
conseguir el hombre la plenitud de su
felicidad.
Ante Él no
caben posturas medias. Cristo es la esquina de la humanidad. Ante Él se dividen los caminos. O a derecha o a
izquierda. Hay que separarse. No es posible mezclar. Pablo hace de los temas de
la libertad y de la filiación las características de la plenitud de los tiempos (v.4). ¿Cómo comprender esa
plenitud cuando nada varió en el
desenvolvimiento del tiempo, ni el de las guerras o de las hambres, de
los nacimientos o de los muertos? (Ecl
1). Porque un hombre, nacido de una mujer, sujeto, por tanto, de la naturaleza y de los acontecimientos, sujeto también
de la legislación (vv. 4-5), ha vivido
cada acontecimiento de su vida, cualquiera que haya sido, en profundidad
de eternidad, descubriendo en él la
presencia divina que le hace decisivo y asumiéndolo con entera libertad.
Esta presencia
divina se llama el Espíritu derramado
sobre nuestros corazones (v. 6): ese Espíritu que hace eternos los
momentos más ordinarios de la vida, que
todo hombre posee en sí, pero no pueden descubrir más que quienes, a imitación de Jesús, poseen una
mirada suficientemente penetrante para
descubrirlo y vivir con El en el ahora de la decisión.
El hombre
moderno cree en la libertad y quiere liberar a sus hermanos. Pero Cristo
fue para siempre el primer hombre que
fue verdaderamente libre. Libre ante la naturaleza y ante la Ley, ya que tanto a una como a la
otra las ha puesto bajo su designio de amor. Libre ante la muerte y el pecado que no han tenido
sobre El ningún domino. Libre, finalmente,
incluso en la obediencia a su Padre, ya que ésta de ningún modo es
pasiva o resignada, sino hasta tal punto
filial que se despliega bajo el signo de la invención y de la aventura espiritual.
Cada cristiano
debe manifestar al mundo esta libertad filial con su comportamiento, mostrando cómo esta libertad completa de
manera inesperada el deseo más profundo de
todos los movimientos actuales de liberación. La Eucaristía debería ser,
en este aspecto, una asamblea de hombres
libres, reunidos no por un Mesías político que no habría podido procurarles tal libertad, sino por el propio
Espíritu de Dios, que sólo Él tiene el secreto de la libertad al poseer el de la filiación.
Los cristianos
somos libres, pero aún no tenemos la madurez deseada para poner perfectamente esta libertad al servicio del
amor. Por esta razón San Pablo recurre a la caridad de la comunidad (que es el Cuerpo de Cristo) y
especialmente a la Eucaristía para aprender en
ella cómo el amor le permite expresar su libertad del mejor modo
posible.
En nuestro
contexto social es preciso además que
las estructuras de esta comunidad eclesial no sean de tal modo
inapropiadas que no permitan el ejercicio
de la libertad ni, por consiguiente, el del amor. Acontecimientos recientes como las reacciones a
acontecimientos de la Iglesia, las medidas demasiado autoritarias de ciertos obispos, la existencia de una Iglesia
subterránea en muchos países del mundo,
prueban que hoy la comunidad eclesial, tiene aún demasiadas estructuras inapropiadas.
El texto del evangelio de esta fiesta de la Madre
de Dios
(Lc 2,16-21) forma parte de la descripción más amplia del nacimiento de Jesús
(Lc 2,1-7) y de la visita de los pastores (Lc 2,8-21). El ángel había anunciado
el nacimiento del Salvador, dando una señal para reconocerlo: “Encontraréis un niño envuelto en pañales, y
acostado en un pesebre”. Inmediatamente después de terminarse la celestial
revelación, los pastores toman el camino
hacia Belén, y allí se les confirma el mensaje anunciado por los ángeles. Ellos
esperaban al Salvador de todo un pueblo y deberán reconocerlo en un niño recién
nacido, pobre, que yace entre dos animales. El plan de Dios acontece de modo
inesperado, lleno de sorpresa. Esto sucede hoy también. ¡Un niño pobre será el
Salvador del mundo!. Para nuestra sociedad tan competitiva, resulta difícil
aceptar esta forma de actuar de Dios al que conocemos como Todopoderoso. En el
evangelio el niño que nace en Belén nos
trae la paz. Nos recuerda hoy el evangelio, continuación del proclamado en
Navidad, que, a los ocho días, le pusieron el nombre: Jesús, que significa
“Dios salva”.
También vemos
como los Pastores, después de acoger con fe y alegría el mensaje del Ángel,
salen corriendo y una vez en Belén, cuentan lo que a ellos se les ha comunicado
y cómo han sido conducidos de esta manera al recién nacido Dios-niño. Y de
regreso a casa iban “dando gloria y
alabanza a Dios por lo que habían visto y oído”. La vida de aquellos
hombres ya no sería igual después de haber visitado el pesebre. Aquella gente
sencilla marcha de nuevo a su rebaño, pero ya, como se ha indicado, alabando a
Dios por lo que han vivido y por lo que con fe se les ha permitido conocer.
Finalmente,
vemos también a María, que todas las palabras que salían de la boca de los
pastores las “conservaba ... meditándolas
en su corazón”. El corazón, como un tesoro, se manifiesta en el caso de los
pastores en que no cesan de alabar a Dios y proclamar su gloria.
Empezamos el
año recordando a Santa María, Madre de Dios. Porque María es la que ha hecho
posible la Navidad. De María hemos recibido a Jesús, el autor de la vida. Así
lo hemos dicho en la oración inicial. María es madre, María es nuestra madre.
Los pastores
encontraron al Señor desde la sencillez de su vida. ¿Qué te sugiere esto?
La Virgen
María es más dichosa porque escuchó y vivió la Palabra de Dios que por ser Madre
de Dios (Lc 11, 27-28).
Contemplando
esta escena, nos debemos de preguntar:
¿Cómo escucho la Palabra?
¿Trato de
estudiarla y llevarla a la práctica?
¿Qué hago para
ayudar a otras personas para que amen y mediten la Palabra?
Hoy Jornada
mundial por la Paz, se nos recuerda que la paz, debe ser conquistada: no es un
bien que se obtiene sin esfuerzos, sin conversión, sin creatividad y sin
constancia. Dios no es indiferente. A Dios le importa la humanidad, Dios no la
abandona. A nivel personal es necesaria una conversión del corazón para pasar
de la indiferencia a la misericordia. Urge promover una cultura de solidaridad
y misericordia para vencer la indiferencia.
La paz es fruto
de una cultura de solidaridad, misericordia y compasión. A nivel personal, estamos
invitados a realizar obras de misericordia corporales y espirituales, partiendo
desde la familia y en todos los ámbitos de la vida cotidiana.
No podemos olvidar
las tragedias que continúan ocurriendo en nuestras sociedades, como las
guerras, atentados terroristas, y las persecuciones religiosas y étnicas y
cuyas secuelas marcan nuestro cotidiano vivir.
La paz es don
de Dios y obra de los hombres. La paz es don de Dios, pero confiado a todos los
hombres y a todas las mujeres, llamados a llevarlo a la práctica.
Los cristianos
tenemos motivos mucho más plenos para alegrarnos y esperar que Dios bendiga
nuestro nuevo año, haciendo prosperar la paz en torno nuestro. La razón es la
misma que hemos ido escuchando en todo este tiempo. Y hoy nos la ha dicho
Pablo: "Dios envió a su Hijo, nacido
de una mujer, para que recibiéramos el ser hijos por adopción".
Como
cristianos debemos ser sensibles a las personas sin techo, sin trabajo, de los
enfermos, desamparados y de aquellos obligados a emigrar.
Tampoco
olvidemos pedir la intercesión de María Santísima, Madre atenta a las
necesidades de la humanidad, para que nos obtenga de su Hijo Jesús, Príncipe de
la Paz, el cumplimento de nuestras súplicas y la bendición de nuestro
compromiso cotidiano en favor de un mundo fraterno y solidario. Los cristianos
sabemos que en la maternidad de María
está la causa y el origen de todos los demás privilegios que la virgen tuvo.
María, la
Madre, la que dio a luz a Jesús. La que se alegró íntimamente de la presencia
de los pastores y de las palabras que decían. La que le llevó al templo. La que
junto con José su esposo, y siguiendo la indicación del ángel, le puso el
nombre de Jesús. La que "meditaba
todas estas cosas" que pasaban a su Hijo, "guardándolas en su corazón"...
Más tarde ella
será también la perfecta discípula de su Hijo, la primera cristiana, miembro de
la comunidad apostólica de Jerusalén.
María, madre
de Jesús y madre nuestra, es un aliento que puede consolarnos y fortalecernos.
María, mujer, madre, tan cercana a Dios Trinidad, humaniza nuestra Fe. Añádase,
para consuelo y esperanza nuestra, que ejerce una maternidad adoptiva sobre
nosotros, por querencia expresa del Señor y aceptación suya.
Por eso no nos
extrañamos que, junto a su entrañable título de Madre de Dios, sea invocada hoy
gozosamente por los cristianos como Madre de la Iglesia, Madre de todos los que
creen en Cristo Jesús.
Así empezamos
el año con una fe renovada en Jesús, como Dios Salvador. Y a la vez con un
recuerdo filial hacia su Madre y nuestra Madre.
Rafael Pla Calatayud.
rafael@betaniajerusalen.com
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