martes, 1 de enero de 2019

Comentarios a las Lecturas de la Solemnidad de Santa María, Madre de Dios, Octava de Navidad 1 de Enero de 2019


Litúrgicamente estamos en la octava de la Navidad y celebramos hoy la fiesta de Santa María Madre de Dios, que fue instaurada en el año 431 por Cirilo de Alejandría, y que el pueblo cristiano acogió con entusiasmo pero que no es bíblico. En el evangelio María siempre aparece como la madre de Jesús, de hecho la primera invocación a María lo encontramos en el siglo V, en el himno latino «Salve Sancta Parens».
Para nosotros hoy, María es la  madre de Jesús, la persona más cercana a Él, su mejor discípula y el mejor ejemplo para todos nosotros porque su  amor, humildad y aceptación de los planes de Dios en su vida son verdadero testimonio para toda la Iglesia, así se recoge en el capitulo VIII  de la constitución dogmática Lumen Gentium.
El día 1 de enero es también a partir de 1968, por voluntad del Papa Pablo VI, el día de la  “jornada mundial de la paz”. Este año se nos propone  el lema : “Vence la indiferencia y conquista la paz”.
Las lecturas reflejan toda esta variedad de temas: la bendición para comenzar bien el nuevo año (primera lectura); María, modelo de todas las madres y de todo discípulo (Evangelio); la paz (primera lectura y evangelio); filiación divina (segunda lectura); el asombro ante el amor de Dios (Evangelio) y el nombre con que Dios quiere ser identificado e invocado (primera lectura y evangelio).

 La primera lectura tomada del libro de los Números (6,22-27). He aquí una fórmula antiquísima para bendecir al pueblo invocando sobre él el nombre del Señor. La bendición del pueblo estaba reservada a los sacerdotes; por eso aquí se encomienda expresamente la fórmula al primero de ellos, Aarón, y a sus hijos (cf. Dt 10, 8; 21, 5).
El texto se  compone de tres partes: una introducción (vs. 22-23), un poema litúrgico que es una fórmula de bendición (vs. 24-26) y una conclusión (v. 27).
En las tres partes una raíz verbal común: "bendecir" (vs. 23. 24. 27), y en las tres oraciones del poema (paralelas por su contenido y forma) un mismo sujeto: el Señor (vs. 24-26). Esta triple invocación del nombre del Señor hace eficaz la bendición de los sacerdotes aaronitas (v. 23). En realidad es Dios el que bendice a través de sus mediadores (v. 27).
Una de las tendencias dominantes de la primera parte del libro de los Números es poner en claro el papel o función de los sacerdotes. Es cierto que patriarcas, reyes y levitas pueden bendecir, pero aquí esta función está reservada en exclusiva a los sacerdotes.
La bendición hace presente a Dios en medio del pueblo (v. 27). Toda bendición humana continúa la bendición de Dios a los seres creados y a los patriarcas (cfr. Gn. 1, 22.28; 12, 2 ss). Pronunciada, siempre produce su efecto sin poderse revocar, difícil de entender a todo hombre occidental.
La fórmula de bendición posee un estilo arcaico y conciso. Se implora la bendición divina para que el Señor:
1) Conceda abundantes cosechas, ganados, éxitos en las empresas... (v. 24; Dt. 28, 2-14). Termino equivalente a bendecir, aunque en forma negativa, es "proteger".
2) "Ilumine su rostro sobre ti": en Prov. 16, 14 ss., esta expresión se opone a la ira del rey. Indica, por tanto, mostrar su favor, conceder el bien y la vida (cfr. Sal 31, 17; 80, 4.8.20).
3) Te concede la paz. La paz es un término muy rico en hebreo, sin traducción posible en nuestras lenguas. Indica la idea de perfección o de totalidad: bienestar, prosperidad material y espiritual tanto a nivel individual como colectivo... La paz aquí no se opone a la guerra solamente, sino a todo lo que puede perjudicar el bienestar humano y las buenas relaciones de los hombres entre sí y con Dios.

Hoy el interleccional es el Salmo 66 (Sal 66, 2–3. 5–6. 8). El salmo que proclamado expresa el reconocimiento al Creador porque ha bendecido a la tierra con sus frutos, y llama a todos los pueblos a unirse en esta acción de gracias. 
Así comenta San Juan Pablo II este salmo: Todos los pueblos alaben a Dios
1. Acaba de resonar la voz del antiguo salmista, que ha elevado al Señor un canto jubiloso de acción de gracias. Es un texto breve y esencial, pero que se abre a un inmenso horizonte, hasta abarcar idealmente a todos los pueblos de la tierra.
Esta apertura universalista refleja probablemente el espíritu profético de la época sucesiva al destierro babilónico, cuando se deseaba que incluso los extranjeros fueran llevados por Dios al monte santo para ser colmados de gozo. Sus sacrificios y holocaustos serían gratos, porque el templo del Señor se convertiría en "casa de oración para todos los pueblos" (Is 56, 7).
También en nuestro salmo, el número 66, el coro universal de las naciones es invitado a unirse a la alabanza que Israel eleva en el templo de Sión. En efecto, se repite dos veces esta antífona:  "Oh Dios, que te alaben los pueblos, que todos los pueblos te alaben" (vv. 4 y 6).
2. Incluso los que no pertenecen a la comunidad elegida por Dios reciben de él una vocación:  en efecto, están llamados a conocer el "camino" revelado a Israel. El "camino" es el plan divino de salvación, el reino de luz y de paz, en cuya realización se ven implicados también los paganos, invitados a escuchar la voz de Yahveh (cf. v. 3). Como resultado de esta escucha obediente temen al Señor "hasta los confines del orbe" (v. 8), expresión que no evoca el miedo, sino más bien el respeto, impregnado de adoración, del misterio trascendente y glorioso de Dios.
3. Al inicio y en la parte final del Salmo se expresa el deseo insistente de la bendición divina:  "El Señor tenga piedad y nos bendiga, ilumine su rostro sobre nosotros (...). Nos bendice el Señor nuestro Dios. Que Dios nos bendiga" (vv. 2. 7-8).
Es fácil percibir en estas palabras el eco de la famosa  bendición sacerdotal que Moisés enseñó, en nombre de Dios, a Aarón y a los descendientes de la tribu sacerdotal:  "El Señor te bendiga y te proteja, ilumine su rostro sobre ti y te conceda su favor; el Señor se fije en ti y te conceda la paz" (Nm 6, 24-26).
Pues bien, según el salmista, esta bendición derramada sobre Israel será como una semilla de gracia y salvación que se plantará en el terreno del mundo entero y de la historia, dispuesta a brotar y a convertirse en un árbol frondoso.
El pensamiento va también a la promesa hecha por el Señor a Abraham en el día de su elección:  "De ti haré una nación grande y te bendeciré. Engrandeceré tu nombre; y serás tú una bendición. (...) Por ti se bendecirán todos los linajes de la tierra" (Gn 12, 2-3).
4. En la tradición bíblica uno de los efectos comprobables de la bendición divina es el don de la vida, de la fecundidad y de la fertilidad.
En nuestro salmo se alude explícitamente a esta realidad concreta, valiosa para la existencia:  "La tierra ha dado su fruto" (v. 7). Esta constatación ha impulsado a los estudiosos a unir el Salmo al rito de acción de gracias por una cosecha abundante, signo del favor divino y testimonio ante los demás pueblos de la cercanía del Señor a Israel.
La misma frase llamó la atención de los Padres de la Iglesia, que partiendo del ámbito agrícola pasaron al plano simbólico. Así, Orígenes aplicó ese versículo a la Virgen María y a la Eucaristía, es decir, a Cristo que procede de la flor de la Virgen y se transforma en fruto que puede comerse. Desde esta perspectiva "la tierra es santa María, la cual viene de nuestra tierra, de nuestro linaje, de este barro, de este fango, de Adán". Esta tierra ha dado su fruto:  lo que perdió en el paraíso, lo recuperó en el Hijo. "La tierra ha dado su fruto:  primero produjo una flor (...); luego esa flor se convirtió en fruto, para que pudiéramos comerlo, para que comiéramos su carne. ¿Queréis saber cuál es ese fruto? Es el Virgen que procede de la Virgen; el Señor, de la esclava; Dios, del hombre; el Hijo, de la Madre; el fruto, de la tierra" (74 Omelie sul libro dei Salmi, Milán 1993, p. 141).
5. Concluyamos con unas palabras de san Agustín en su comentario al Salmo. Identifica el fruto que ha germinado en la tierra con la novedad que se produce en los hombres gracias a la venida de Cristo, una novedad de conversión y un fruto de alabanza a Dios.
En efecto, "la tierra estaba llena de espinas", explica. Pero "se ha acercado la mano del escardador, se ha acercado la voz de su majestad y de su misericordia; y la tierra ha comenzado a alabar. La tierra ya da su fruto". Ciertamente, no daría su fruto "si antes no hubiera sido regada" por la lluvia, "si no hubiera venido antes de lo alto la misericordia de Dios". Pero ya tenemos un fruto maduro en la Iglesia gracias a la predicación de los Apóstoles:  "Al enviar luego la lluvia mediante sus nubes, es decir, mediante los Apóstoles, que anunciaron la verdad, "la tierra ha dado su fruto" con más abundancia; y esta mies ya ha llenado el mundo entero" (Esposizioni sui Salmi, II, Roma 1970, p. 551)”. (San Juan Pablo II. Catequesis en la audiencia general del miércoles 9 de octubre de 2002 ).

La segunda lectura está tomada de la carta del apóstol san Pablo a los Gálatas (Gal 4,4-7). Estos cuatro versículos son todo un tratado dogmático,  toda una sinfonía, en los que se cruzan los temas de amor, libertad, esperanza,  generosidad, alegría, confianza.
El v. 4 está montado en torno a una doble antítesis: Dios envía a su Hijo como sujeto  de la ley para que los sujetos de la ley obtengan la filiación adoptiva. Recordando  igualmente que Cristo ha "nacido de la mujer", Pablo recuerda que el Hijo se ha hecho  esclavo de todas las servidumbres de la naturaleza -y no solo de la Ley- con el fin de que la  filiación libere a la humanidad de la esclavitud de los "elementos del mundo" (cf. v.3). Ahora bien, esta filiación se adquiere a través de una doble misión: la del Hijo que nace  de la mujer y bajo la ley (vv. 4-5) y la del Espíritu que viene a nuestros corazones (V. 6).
El Padre tiene la iniciativa de ese don, pero la realiza en dos misiones sucesivas: el envío  del Hijo que se hace esclavo para que el esclavo se haga hijo y el envío del Espíritu que  realiza esa filiación en lo más íntimo de nuestros corazones
«Cuando se cumplió el tiempo». Para nuestra mentalidad evolucionista es difícil  entender que algún tiempo llegue a su plenitud. Pero en la historia del hombre hay, sin  duda, momentos llenos, cargados de semillas del mejor progreso.
«Envió Dios a su Hijo». No bastaban las bendiciones anteriores; eran bendiciones  parciales. Ahora nos lo dará todo en el Hijo. No hay amor más grande. El texto implica la trascendencia del Hijo, expuesta de pasada al aludir al plan salvífico  del Padre. Pero pasa Pablo inmediatamente a subrayar dos condiciones típicamente  humanas de ser del Hijo hecho hombre. La primera es su concepción y nacimiento de una  mujer.
«Nacido de una mujer». No baja apoteósicamente del cielo. La ley de la encarnación,  con todas sus limitaciones. ¿Qué admiras más, la humildad de Dios o la grandeza de  María? María, la Theotokos. La humanidad ha dado un fruto divino.
«Nacido bajo la ley». Se refiere a la condición de Jesús como  miembro del pueblo judío en las condiciones normales de este pueblo. Inmediatamente  saca Pablo la consecuencia del rescate de la ley precisamente de los hombres con los que  Cristo se ha hecho solidario. Y no solo de los judíos -no hubiera tenido tanto sentido decir  algo sólo de los judíos a los gálatas que no lo eran- sino de todos. Hasta ahí llegó la Encarnación. El Hijo de Dios no sólo se  introduce en las generaciones humanas, sino en sus estructuras políticas, culturales y  religiosas.
«Para rescatar». Toda una estrategia liberadora. Salva desde dentro.
«Ser hijos por adopción». Dios nos envía a su Hijo para contagiarnos de filiación, para  unirnos a todos en la fraternidad.
Dios nos concede por medio de Cristo el "status" de hijos; pero nos da también un nuevo ser, nos hace efectivamente hijos. La adopción no es meramente legal. El que es poderoso para crearlo todo con su palabra, puede hacernos hijos suyos cuando nos llama a sí. Y si Dios nos llama hijos y nos hace realmente tales, bien podemos nosotros llamarle "Padre", lo mismo que Jesús. El Hijo de Dios se hace hombre para que el hombre llegue  a ser Hijo de Dios.
«Dios envió a nuestros corazones el Espíritu de su Hijo». Nos ha dado el Espíritu de su Hijo, que es el que nos anima y nos enseña un nuevo modo de orar y da testimonio de que somos verdaderamente hijos de Dios¿Cabe mayor generosidad?  Nos mete hasta dentro el Espíritu del Hijo. Cristo no sólo estará con nosotros, sino en  nosotros.
«¡Abba!». Era la expresión cotidiana de Jesús para referirse a Dios Padre.
«Ya no eres esclavo, sino hijo». «Donde está el Espíritu, allí hay libertad» (2 Cor. 3, 17)  y hay amor filial.
«También heredero». La plenitud de las promesas está aún por cumplirse. Poseemos ya  las arras del Espíritu. Pero aún  somos hijos de la esperanza.

En el evangelio tomado de San Lucas (Lc 2,16-21):se subraya cómo, inmediatamente después de recibir la noticia, los pastores van Belén, y allí se les confirma el mensaje anunciado por los ángeles. Una vez en Belén, le adoran. Es curioso que sean ellos los primeros en enterarse y en reconocer al Dios, hecho niño, que nació entre los excluidos de este mundo. Dios que nace niño, en la sencillez, pobreza y silencio, llama a los sencillos, pobres y marginados de los poderes políticos y religiosos, en el desamparo del campo y en el silencio de la noche.
Los pastores fueron los primeros, después de José y María, en conocer y adorar al Dios manifestado en un niño indefenso. Regresaron glorificando y alabando a Dios. Quedaron admirados y fascinados. Aquella gente sencilla marcha de nuevo a su rebaño, pero ya, como se ha indicado, alabando a Dios por lo que han vivido y por lo que con fe se les ha permitido conocer.
En medio de toda esta escena, Lucas reserva un versículo a la figura de María, la madre. Al hablar de María se pone de relieve en el evangelio de Lucas el hecho de que todas las palabras que salían de la boca de los pastores las guardaba y conservaba en su corazón. El corazón, como un tesoro, se manifiesta en el caso de los pastores en que no cesan de alabar a Dios y proclamar su gloria.
La presenta con una actitud contemplativa, que contrasta con la exultación gozosa de los pastores. Pero este pequeño contrapunto es de gran importancia, porque por María comprendemos que, a pesar de la gran manifestación de Dios, el hombre está siempre delante del misterio, realidad que debe acoger con el respetuoso silencio de la fe.
Concluye el texto recordando la circuncisión de Jesús y el nombre y el nombre que le ponen. De acuerdo con una norma de la Ley, el pequeño Jesús es circuncidado el octavo día después de su nacimiento (cf Gén 17,12). La circuncisión era una señal de pertenencia al
pueblo. Daba identidad a la persona. En esta ocasión cada niño recibía su nombre (cf Lc 1,59-63). El niño recibe el nombre de Jesús que le había sido dado por el ángel, antes de ser concebido. El ángel había dicho a José que el nombre del niño debía ser Jesús “él salvará a su pueblo de sus pecados” (Mt 1,21). El nombre de Jesús es Cristo, que significa Ungido o Mesías. Jesús es el Mesías esperado. Un tercer nombre es Emmanuel, que significa Dios con nosotros (Mt 1,23). ¡El nombre completo es Jesús Cristo Emmanuel!

Para nuestra vida.
Ocho días después de Navidad nos volvemos a reunir en la Eucaristía para venerar "en primer lugar" a la madre de Dios, por su íntima participación en el nacimiento de Jesús, verdadero Dios y verdadero hombre.
También hoy empezamos un año nuevo. Ello nos recuerda que seguimos peregrinando en el tiempo, como ciudadanos de la sociedad inmersa en el siglo XXI.

La primera lectura nos trae la antiquísima bendición bíblica, tantas veces pronunciada y escrita a lo largo de la Historia, se implora al Señor que conceda la paz a quien se bendice. Hoy, después de miles de años quizá, sigue resonando entre nosotros. La Iglesia la conserva en su liturgia y la repite. Siempre implorando la paz al Señor para su pueblo, para todo los hombres.
El Señor te bendiga y te proteja, ilumine su rostros sobre ti y te conceda su favor. El Señor se fije en ti y te conceda la paz”. Es un deseo profundo para este nuevo año que comenzamos. Es el deseo de tener a Dios con nosotros todos los días. Es más que un deseo, porque es una realidad. Dios nos bendice todos los días. Hoy nos lo recordamos de manera especial.
La bendición termina con el deseo de la Paz. Y así, en la celebración eucarística, hay todo un rito de la paz. Es un eco de una secular costumbre hebrea, que Jesucristo hizo suya. “El Señor te bendiga y te proteja” son las primeras palabras que liturgia nos dirige en este día para que permanezcan impresas en el corazón y la repitamos a amigos y enemigos durante todo el año.
Bendecir y bendiciones son términos que aparecen muy frecuentemente en la Biblia  (552 veces en el A.T. y 65 en el N.T.). Desde el principio Dios bendice a sus criaturas, a los seres vivientes para que sean fecundos y se multipliquen (cf. Gn 1,22), al hombre y a la mujer para que dominen sobre todo lo creado (cf. Gn 1,28) y al Sábado, signo de descanso y de la alegría sin fin (cf. Gn 2,3).
Se espera que Dios conceda su protección, su favor y la paz al pueblo sobre el que ha sido invocado su santo nombre. Esta "paz" (en hebreo Shalom palabra con la que se saludan los judíos hasta nuestros días) significa mucho más de lo que nosotros solemos entender. La "paz" es para los judíos el compendio de todos los bienes mesiánicos: reposo, gloria, riqueza, salvación, vida..., y, en todo caso, únicamente es posible como fruto de la justicia.
La paz entendida como desorden establecido y simple ausencia de guerra "caliente" no tiene valor alguno, no es la paz que viene de Dios.
Tenemos necesidad de sentirnos bendecidos por Dios y por los hermanos. La maldición aleja, separa, indica rechazo, la bendición acerca, refuerza la solidaridad, infunde confianza y esperanza.

El responsorial de hoy es el salmo 66. Es  una plegaria pidiendo a Dios que continúe mostrando su bondad por medio de nuevos beneficios: La tierra ha dado su fruto, que el Señor nos bendiga. Además, este salmo -cosa no frecuente- tiene una fuerte resonancia universal. El salmista, tanto cuando se refiere a la alabanza divina como a los beneficios de Dios, no piensa únicamente en su pueblo, sino también en las otras naciones: Que todos los pueblos te alaben, que todos los pueblos conozcan tu salvación.
Salmo para dar gracias a Dios que  nos bendice durante toda la vida, para invitar a los hombres y a la creación entera a la alabanza. Y, también, para pedir a Dios, que ilumine su rostro sobre nosotros y sobre los hombres, para que todos los pueblos conozcan su salvación.
La bendición divina implorada para Israel se manifiesta de una forma concreta en la fertilidad de los campos y en la fecundidad, o sea, en el don de la vida. Por eso, el salmo comienza con un versículo (cf. Sal 66,2) que remite a la célebre bendición sacerdotal referida en el libro de los Números: «El Señor te bendiga y te proteja, ilumine su rostro sobre ti y te conceda su favor; el Señor se fije en ti y te conceda la paz» (Nm 6,24-26).
El tema de la bendición se repite al final del salmo, donde se habla nuevamente de los frutos de la tierra (cf. Sal 66,8). Pero allí se encuentra el tema universalista que confiere a la sustancia espiritual de todo el himno una sorprendente amplitud de horizontes. Es una apertura que refleja la sensibilidad de un Israel ya preparado para confrontarse con todos los pueblos de la tierra.
Este salmo probablemente fue compuesto después de la experiencia del exilio en Babilonia, cuando el pueblo ya había iniciado la experiencia de la diáspora entre naciones extranjeras y en nuevas regiones.
Gracias a la bendición implorada por Israel, toda la humanidad podrá conocer «los caminos» y «la salvación» del Señor (cf. v. 3), es decir, su plan salvífico. A todas las culturas y a todas las sociedades se les revela que Dios juzga y gobierna a todos los pueblos y naciones de la tierra, llevando a cada uno hacia horizontes de justicia y paz (cf. v. 5).
Ya para el salmista, y mucho más para nosotros, que en el Nuevo Testamento conocemos el plan universal de salvación que Dios tiene previsto, el salmo debe significar un abrirse a los horizontes del mundo. Tanto nuestra acción de gracias como nuestras peticiones de bendición deben tener siempre un sentido universal: Que todos los pueblos te alaben, Señor, que conozca la tierra tu salvación.

La segunda lectura nos recuerda hoy que “Cuando se cumplió el tiempo, envió Dios a su Hijo, nacido de una mujer”... “para que recibiéramos el ser hijos por adopción”. La Encarnación tendrá como finalidad conseguir para los hombres este don desbordante y totalmente gratuito. Jesús, el Salvador, nació de una mujer, es decir, fue realmente hombre.
El pensamiento de Pablo se concentra en la filiación divina. “Como sois hijos, Dios envió a vuestros corazones al Espíritu de su Hijo, que clama: ¡Abbá! Padre”. “Ya no eres esclavo sino hijo. Y si eres hijo, eres también heredero por voluntad de Dios”. El hombre puede con todo derecho dirigirse a Dios como Padre.
Esta experiencia es inseparable de la presencia y la actuación del Espíritu. Con Él y sólo con Él podemos experimentar y manifestar nuestra conciencia de filiación divina. Crea una relación de entrañable confianza filial. Más tarde, en su ministerio, Jesús nos enseñará a tratar y dirigirnos a Dios con el mismo título y del mismo modo que lo hacía Él. Los hombres necesitan que les descubramos el verdadero rostro de Dios. Dios no es "un algo" que está allá arriba, como muchas gentes piensan y opinan; ni un Dios justiciero, insensible y ajeno a las preocupaciones y problemas de los hombres. Nuestro Dios es cercano, entrañable, lleno y desbordante de noble y serena ternura.
Encontrar el verdadero rostro de Dios es urgente para una sana vida cristiana. Cristo no solamente vino al mundo en la plenitud de los tiempos, sino que Él mismo es la  plenitud de los tiempos. Él es el centro de la historia universal, que separa al mundo  antiguo del nuevo. A Él conduce todo lo que le precede y de Él procede todo lo que le  sigue.
Cristo es también la clave de la Historia, porque toda la historia de la Humanidad fue  primero preparación y espera del nacimiento de Cristo, y es hoy, tras de la venida de Cristo,  historia de la penetración de la humanidad por ese Cristo, Redentor de los hombres y del  mundo entero. El día en que se haya alcanzado la medida de la plenitud de la gloria que el  Padre quiere para su Cristo, habrá llegado la hora final de los tiempos.
Cristo es también la plenitud del hombre: por su resurrección tiene la plenitud de la vida;  está sentado a la diestra de Dios con la plenitud del poder, enaltecido sobre todos los seres  creados, teniendo la plenitud de la majestad y de la gloria, porque desde toda la eternidad  reside en Él la plenitud de la divinidad. Y únicamente por la adhesión total del hombre a  Cristo, adhesión del entendimiento del hombre a la fe de Cristo, adhesión de la voluntad del  hombre a los mandamientos de Cristo, puede conseguir el hombre la plenitud de su  felicidad.
Ante Él no caben posturas medias. Cristo es la esquina de la humanidad. Ante Él se  dividen los caminos. O a derecha o a izquierda. Hay que separarse. No es posible mezclar. Pablo hace de los temas de la libertad y de la filiación las características de la plenitud  de los tiempos (v.4). ¿Cómo comprender esa plenitud cuando nada varió en el  desenvolvimiento del tiempo, ni el de las guerras o de las hambres, de los nacimientos o de  los muertos? (Ecl 1). Porque un hombre, nacido de una mujer, sujeto, por tanto, de la  naturaleza y de los acontecimientos, sujeto también de la legislación (vv. 4-5), ha vivido  cada acontecimiento de su vida, cualquiera que haya sido, en profundidad de eternidad,  descubriendo en él la presencia divina que le hace decisivo y asumiéndolo con entera  libertad.
Esta presencia divina se llama el Espíritu  derramado sobre nuestros corazones (v. 6): ese Espíritu que hace eternos los momentos  más ordinarios de la vida, que todo hombre posee en sí, pero no pueden descubrir más que  quienes, a imitación de Jesús, poseen una mirada suficientemente penetrante para  descubrirlo y vivir con El en el ahora de la decisión.
El hombre moderno cree en la libertad y quiere liberar a sus hermanos. Pero Cristo fue  para siempre el primer hombre que fue verdaderamente libre. Libre ante la naturaleza y  ante la Ley, ya que tanto a una como a la otra las ha puesto bajo su designio de amor. Libre  ante la muerte y el pecado que no han tenido sobre El ningún domino. Libre, finalmente,  incluso en la obediencia a su Padre, ya que ésta de ningún modo es pasiva o resignada,  sino hasta tal punto filial que se despliega bajo el signo de la invención y de la aventura  espiritual.
Cada cristiano debe manifestar al mundo esta libertad filial con su comportamiento,  mostrando cómo esta libertad completa de manera inesperada el deseo más profundo de  todos los movimientos actuales de liberación. La Eucaristía debería ser, en este aspecto,  una asamblea de hombres libres, reunidos no por un Mesías político que no habría podido  procurarles tal libertad, sino por el propio Espíritu de Dios, que sólo Él tiene el secreto de la  libertad al poseer el de la filiación.
Los cristianos somos libres, pero aún no tenemos la madurez deseada para poner  perfectamente esta libertad al servicio del amor. Por esta razón San Pablo recurre a la caridad de la  comunidad (que es el Cuerpo de Cristo) y especialmente a la Eucaristía para aprender en  ella cómo el amor le permite expresar su libertad del mejor modo posible.
En nuestro contexto social es preciso  además que las estructuras de esta comunidad eclesial no sean de tal modo inapropiadas  que no permitan el ejercicio de la libertad ni, por consiguiente, el del amor. Acontecimientos  recientes como las reacciones a acontecimientos de la Iglesia, las medidas demasiado autoritarias de  ciertos obispos, la existencia de una Iglesia subterránea en muchos países del mundo,  prueban que hoy la comunidad eclesial, tiene aún  demasiadas estructuras inapropiadas.

El texto del evangelio de esta fiesta de la Madre de Dios (Lc 2,16-21) forma parte de la descripción más amplia del nacimiento de Jesús (Lc 2,1-7) y de la visita de los pastores (Lc 2,8-21). El ángel había anunciado el nacimiento del Salvador, dando una señal para reconocerlo: “Encontraréis un niño envuelto en pañales, y acostado en un pesebre”. Inmediatamente después de terminarse la celestial revelación, los pastores  toman el camino hacia Belén, y allí se les confirma el mensaje anunciado por los ángeles. Ellos esperaban al Salvador de todo un pueblo y deberán reconocerlo en un niño recién nacido, pobre, que yace entre dos animales. El plan de Dios acontece de modo inesperado, lleno de sorpresa. Esto sucede hoy también. ¡Un niño pobre será el Salvador del mundo!. Para nuestra sociedad tan competitiva, resulta difícil aceptar esta forma de actuar de Dios al que conocemos como Todopoderoso. En el evangelio el  niño que nace en Belén nos trae la paz. Nos recuerda hoy el evangelio, continuación del proclamado en Navidad, que, a los ocho días, le pusieron el nombre: Jesús, que significa “Dios salva”.
También vemos como los Pastores, después de acoger con fe y alegría el mensaje del Ángel, salen corriendo y una vez en Belén, cuentan lo que a ellos se les ha comunicado y cómo han sido conducidos de esta manera al recién nacido Dios-niño. Y de regreso a casa iban “dando gloria y alabanza a Dios por lo que habían visto y oído”. La vida de aquellos hombres ya no sería igual después de haber visitado el pesebre. Aquella gente sencilla marcha de nuevo a su rebaño, pero ya, como se ha indicado, alabando a Dios por lo que han vivido y por lo que con fe se les ha permitido conocer.
Finalmente, vemos también a María, que todas las palabras que salían de la boca de los pastores las “conservaba ... meditándolas en su corazón”. El corazón, como un tesoro, se manifiesta en el caso de los pastores en que no cesan de alabar a Dios y proclamar su gloria.
Empezamos el año recordando a Santa María, Madre de Dios. Porque María es la que ha hecho posible la Navidad. De María hemos recibido a Jesús, el autor de la vida. Así lo hemos dicho en la oración inicial. María es madre, María es nuestra madre.
Los pastores encontraron al Señor desde la sencillez de su vida. ¿Qué te sugiere esto?
La Virgen María es más dichosa porque escuchó y vivió la Palabra de Dios que por ser Madre de Dios (Lc 11, 27-28).
Contemplando esta escena, nos debemos de  preguntar: ¿Cómo escucho la Palabra?
¿Trato de estudiarla y llevarla a la práctica?
¿Qué hago para ayudar a otras personas para que amen y mediten la Palabra?

Hoy Jornada mundial por la Paz, se nos recuerda que la paz, debe ser conquistada: no es un bien que se obtiene sin esfuerzos, sin conversión, sin creatividad y sin constancia. Dios no es indiferente. A Dios le importa la humanidad, Dios no la abandona. A nivel personal es necesaria una conversión del corazón para pasar de la indiferencia a la misericordia. Urge promover una cultura de solidaridad y misericordia para vencer la indiferencia.
La paz es fruto de una cultura de solidaridad, misericordia y compasión. A nivel personal, estamos invitados a realizar obras de misericordia corporales y espirituales, partiendo desde la familia y en todos los ámbitos de la vida cotidiana.
No podemos olvidar las tragedias que continúan ocurriendo en nuestras sociedades, como las guerras, atentados terroristas, y las persecuciones religiosas y étnicas y cuyas secuelas marcan nuestro cotidiano vivir.
La paz es don de Dios y obra de los hombres. La paz es don de Dios, pero confiado a todos los hombres y a todas las mujeres, llamados a llevarlo a la práctica.
Los cristianos tenemos motivos mucho más plenos para alegrarnos y esperar que Dios bendiga nuestro nuevo año, haciendo prosperar la paz en torno nuestro. La razón es la misma que hemos ido escuchando en todo este tiempo. Y hoy nos la ha dicho Pablo: "Dios envió a su Hijo, nacido de una mujer, para que recibiéramos el ser hijos por adopción".
Como cristianos debemos ser sensibles a las personas sin techo, sin trabajo, de los enfermos, desamparados y de aquellos obligados a emigrar.
Tampoco olvidemos pedir la intercesión de María Santísima, Madre atenta a las necesidades de la humanidad, para que nos obtenga de su Hijo Jesús, Príncipe de la Paz, el cumplimento de nuestras súplicas y la bendición de nuestro compromiso cotidiano en favor de un mundo fraterno y solidario. Los cristianos sabemos que  en la maternidad de María está la causa y el origen de todos los demás privilegios que la virgen tuvo.
María, la Madre, la que dio a luz a Jesús. La que se alegró íntimamente de la presencia de los pastores y de las palabras que decían. La que le llevó al templo. La que junto con José su esposo, y siguiendo la indicación del ángel, le puso el nombre de Jesús. La que "meditaba todas estas cosas" que pasaban a su Hijo, "guardándolas en su corazón"...
Más tarde ella será también la perfecta discípula de su Hijo, la primera cristiana, miembro de la comunidad apostólica de Jerusalén.
María, madre de Jesús y madre nuestra, es un aliento que puede consolarnos y fortalecernos. María, mujer, madre, tan cercana a Dios Trinidad, humaniza nuestra Fe. Añádase, para consuelo y esperanza nuestra, que ejerce una maternidad adoptiva sobre nosotros, por querencia expresa del Señor y aceptación suya.
Por eso no nos extrañamos que, junto a su entrañable título de Madre de Dios, sea invocada hoy gozosamente por los cristianos como Madre de la Iglesia, Madre de todos los que creen en Cristo Jesús.
Así empezamos el año con una fe renovada en Jesús, como Dios Salvador. Y a la vez con un recuerdo filial hacia su Madre y nuestra Madre.


Rafael Pla Calatayud.
rafael@betaniajerusalen.com

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