domingo, 20 de enero de 2019

Comentario a las lecturas II Domingo del Tiempo Ordinario 20 de enero de 2019


Del 18 al 25, celebramos la Semana de Oración por la Unidad de los Cristianos, haciendo nuestro el deseo del Señor expresado en su oración a Dios Padre en la última cena: «que ellos también sean uno en nosotros para que el mundo crea» (Jn 17, 21). Esta iniciativa a la que se adhieren la mayoría de las denominaciones cristianas empezó su andadura en 1908 por el padre Paul Wattson, fundador de una comunidad religiosa anglicana que posteriormente entró en la Iglesia católica. La iniciativa recibió la bendición del Papa san Pío X y fue promovida por el Papa Benedicto XV, quien impulsó su celebración en toda la Iglesia católica con el Breve Romanorum Pontificum, del 25 de febrero de 1916.
  El octavario de oración fue desarrollado y perfeccionado en la década de 1930 por el abad Paul Couturier de Lyon, que sostuvo la oración «por la unidad de la Iglesia tal como quiere Cristo y de acuerdo con los instrumentos que él quiere». En sus últimos escritos, el abad Couturier ve esta Semana como un medio que permite a la oración universal de Cristo «entrar y penetrar en todo el Cuerpo cristiano»; esta oración debe crecer hasta convertirse en «un grito inmenso, unánime, de todo el pueblo de Dios», que pide a Dios este gran don. Y precisamente en la Semana de oración por la unidad de los cristianos encuentra cada año una de sus manifestaciones más eficaces el impulso dado por el concilio Vaticano II a la búsqueda de la comunión plena entre todos los discípulos de Cristo.
  Al menos una vez al año, se invita a  los cristianos a evocar la oración de Jesús para sus discípulos: «para que todos sean uno; [...]; para que el mundo crea [...]» (véase Juan 17,21). Los corazones se conmueven y los cristianos se reúnen para orar por su unidad.  Las congregaciones y parroquias de todo el mundo organizan intercambios de predicadores o celebraciones y cultos ecuménicos especiales.  El evento en el que tiene su origen esta experiencia única es la Semana de oración por la unidad de los cristianos.
Esta semana de oración se celebra tradicionalmente del 18 al 25 de enero, entre las festividades de la confesión de San Pedro y la de la conversión de San Pablo. 
Esta cita espiritual, que une a los cristianos de todas las tradiciones, nos hace más conscientes del hecho de que la unidad hacia la que tendemos no podrá ser sólo resultado de nuestros esfuerzos, sino que será más bien un don recibido de lo alto, que es preciso invocar siempre.
Tengamos presente en nuestras celebraciones y oraciones litúrgicas esta realidad de la Iglesia.
Este domingo no es todavía del todo del "tiempo ordinario": es un eco de la Navidad, en  línea con la Epifanía y el Bautismo: "el segundo domingo del tiempo ordinario se refiere aún  a la manifestación del Señor celebrada en la solemnidad de la Epifanía, "con lecturas  evangélicas tomadas de san Juan: este año, las bodas de Caná (cfr. "Ordenación de las  lecturas de la Misa", OLM 105).
A lo largo de los domingos y fiestas siguientes, guiados este año por san Lucas, iremos  escuchando y acogiendo las enseñanzas de este Maestro enviado por Dios, a quien hoy  vemos haciendo su primer signo, para que crezca la fe de los discípulos en El. 

La primera lectura tomada de Isaías ( Is 62,1-5) es un fragmento del tercer Isaías, en el que se expresa las relaciones entre Jerusalén y Dios como de esposo a esposa. El autor de este relato, el tercer Isaías, habla a un pueblo que ya ha vuelto del destierro en Babilonia y le anima a seguir creyendo y confiando en Yahvé, que sigue amando a su pueblo, como un marido fiel y amante ama a su esposa.
Un trasfondo muy amargo se deja sentir a lo largo de todo este capítulo. Jerusalén es la ciudad "abandonada y devastada". La pobreza de la desolación y la tristeza del abandono se palpan a lo largo de los cap. 60-62. El pueblo se lamenta contra su Dios porque no quiere actuar en su historia; al menos así son las apariencias; el Señor se muestra remiso en traer la salvación.
A un autor, comúnmente llamado Is. III, le toca vivir esta precaria condición de los repatriados de Babel, y trata de infundir ánimos a un pueblo roto.
Este capítulo del tercer Isaías vuelve a tomar temas ya tratados, aunque dándoles un nuevo impulso. Hay unas relaciones entre Jerusalén y Dios como de esposo a esposa. Yavè dará a Jerusalén su brillo universal. Tocamos de nuevo el tema de la "aurora", lugar privilegiado de la manifestación de Dios, por oposición a tinieblas, medio del olvido de Dios.
El pueblo se quejaba: "está lejos de nosotros el derecho, y no nos alcanza la justicia; esperamos la luz y vienen tinieblas, claridad y caminamos a oscuras" (59,9). Un heraldo, haciéndose eco de esta queja, y lleno de esperanza en el Señor, no ceja de anunciar la liberación de Jerusalén. La justicia, el derecho, la liberación van a romper como aurora sobre la Ciudad Santa. Lo que parecía una quimera se hace realidad, y la ciudad así iluminada con la presencia de Dios se convierte en antorcha que también ilumina a los otros pueblos (vs. 1-2a). Los términos luminosos: aurora, antorcha, guardan relación por contraste con la oscuridad y las tinieblas. Sobre la triste y tenebrosa situación presente brilla ya la aurora de un futuro luminoso.
Todo se debe al actuar divino (=su justicia) que es luz, y luz definitiva.
Así todo cambia, incluso su nombre (v. 2b). Jerusalén es como corona refulgente sobre el monte (v. 3;38,4). Los vs. 4-5 toman la metáfora de la vida matrimonial, tan frecuente en la literatura bíblica (cfr. Os. 2; Is.54). Dios ama a Jerusalén como el esposo a su esposa. El sufrimiento de la ciudad y de los habitantes ("abandonada y devastada") por haber rechazado el amor de su esposo se transforma en gozo ("mi favorita, desposada") por haberlo reencontrado. "Como un joven se casa con una doncella.." (v.5). El amor del esposo es joven, apasionado, como en sus mejores tiempos.
"... y tu tierra tendrá marido". Pero nuestro mundo, nuestra Iglesia más bien parecen tener vocación de viudas.
Practican la tristeza, monotonía, seriedad ridícula, prosopopeya medie- val. ¿Dónde está la cara risueña, expectante y anhelante de la doncella casadera? ¿Por qué tanta tristeza, vejez, aburrimiento... en nuestra iglesia, esposa de Cristo? (cfr. Ef. 5, 25 ss). Más que desposorios con un arrogante joven lleno de vida (Jesús) parece celebrar el casorio con un decrépito, abandonado y devastado contenido de doctrinas. Pidamos hoy para que la esposa de Jesús, al reencuentro con el amor de su joven y eterno galán, aparezca alegre, radiante... y así sea luz que atraiga a los hombres del siglo XX.
A ti te llamarán "mi favorita", y a tu tierra "desposada". Vale para el Pueblo de Dios, para la comunidad y para cada creyente.
La imposición del nombre es característico de la toma de posesión (Gn 2,19) o de la nueva orientación que se da a una persona o a una cosa; decir el nombre es llegar a la esencia de la persona (Ex 3,13). El Señor mismo es el que pronuncia el nombre, el que da un nuevo impulso a Israel. Por eso mismo, por la obra del Señor, los pueblos vendrán a Israel. Es el milagro del Señor.
Las relaciones que se instauran entre Dios e Israel adquieren los tonos más fuertes del corazón humano, lo más profundo de la persona: el amor. Muchas veces en la Escritura se oyen estos acentos (cf. Ez 16). La amargura de la viudez desaparecerá y la irrisión del abandono ya no tendrá lugar, porque el señor toma a su cargo a la esposa infiel y abandonada.
No vamos solos, perdidos y abandonados. Por más que alguien nos diga, como Jerusalén, "abandonada" o "devastada", Dios nos ama y se ha unido íntimamente (se ha desposado) con nosotros. El creyente nunca va solo y abandonado: está siempre acompañado y amado.

El responsorial de hoy es el Salmo  95 (Sal 95,1-10).
San Juan pablo II lo comenta de la siguiente forma. " 1. «Decid a los pueblos: "El Señor es rey"». Esta exhortación del salmo 95 (v. 10), que se acaba de proclamar, en cierto sentido ofrece la tonalidad en que se modula todo el himno. En efecto, se sitúa entre los «salmos del Señor rey», que abarcan los salmos 95-98, así como el 46 y el 92.
Ya hemos tenido anteriormente ocasión de presentar y comentar el salmo 92, y sabemos que en estos cánticos el centro está constituido por la figura grandiosa de Dios, que gobierna todo el universo y dirige la historia de la humanidad.
También el salmo 95 exalta tanto al Creador de los seres como al Salvador de los pueblos: Dios «afianzó el orbe, y no se moverá; él gobierna a los pueblos rectamente» (v. 10). El verbo «gobernar» expresa la certeza de que no nos hallamos abandonados a las oscuras fuerzas del caos o de la casualidad, sino que desde siempre estamos en las manos de un Soberano justo y misericordioso.
2. El salmo 95 comienza con una invitación jubilosa a alabar a Dios, una invitación que abre inmediatamente una perspectiva universal: «cantad al Señor, toda la tierra» (v. 1). Se invita a los fieles a «contar la gloria» de Dios «a los pueblos» y, luego, «a todas las naciones» para proclamar «sus maravillas» (v. 3). Es más, el salmista interpela directamente a las «familias de los pueblos» (v. 7) para invitarlas a glorificar al Señor. Por último, pide a los fieles que digan «a los pueblos: el Señor es rey» (v. 10), y precisa que el Señor «gobierna a las naciones» (v. 10), «a los pueblos» (v. 14). Es muy significativa esta apertura universal de parte de un pequeño pueblo aplastado entre grandes imperios. Este pueblo sabe que su Señor es el Dios del universo y que «los dioses de los gentiles son apariencia» (v. 5).
El Salmo se halla sustancialmente constituido por dos cuadros. La primera parte (cf. vv. 1-9) comprende una solemne epifanía del Señor «en su santuario» (v. 6), es decir, en el templo de Sión. La preceden y la siguen cantos y ritos sacrificiales de la asamblea de los fieles. Fluye intensamente la alabanza ante la majestad divina: «Cantad al Señor un cántico nuevo, (...) cantad (...), cantad (...), bendecid (...), proclamad su victoria (...), contad su gloria, sus maravillas (...), aclamad la gloria y el poder del Señor, aclamad la gloria del nombre del Señor, entrad en sus atrios trayéndole ofrendas, postraos (...)» (vv. 1-3, 7-9).
Así pues, el gesto fundamental ante el Señor rey, que manifiesta su gloria en la historia de la salvación, es el canto de adoración, alabanza y bendición. Estas actitudes deberían estar presentes también en nuestra liturgia diaria y en nuestra oración personal.
3. En el centro de este canto coral encontramos una declaración contra los ídolos. Así, la plegaria se manifiesta como un camino para conseguir la pureza de la fe, según la conocida máxima: lex orandi, lex credendi, o sea, la norma de la oración verdadera es también norma de fe, es lección sobre la verdad divina. En efecto, esta se puede descubrir precisamente a través de la íntima comunión con Dios realizada en la oración.
El salmista proclama: «Es grande el Señor, y muy digno de alabanza, más temible que todos los dioses. Pues los dioses de los gentiles son apariencia, mientras que el Señor ha hecho el cielo» (vv. 4-5). A través de la liturgia y la oración la fe se purifica de toda degeneración, se abandonan los ídolos a los que se sacrifica fácilmente algo de nosotros durante la vida diaria, se pasa del miedo ante la justicia trascedente de Dios a la experiencia viva de su amor". (San Juan Pablo II. Audiencia general del Miércoles 18 de septiembre de 2002]

La segunda lectura  es de San Pablo en su primera carta a los corintios (1 Cor 12,4-11). La comunidad carismática de Corinto está experimentando la tentación del sincretismo: el mundo pagano aspira a un "conocimiento" experimental de la divinidad por medio de trances, de fenómenos estáticos y otros "carismas" dudosos. Pablo habla a los cristianos de otro tipo de conocimiento basado en la fe. Pero ésta va a veces acompañada de signos y de carismas que los corintios no distinguen con exactitud de los del paganismo.
El problema tocado en esta lectura no es anacrónico. Si el Espíritu conduce a la Iglesia para su gobierno, despierta también continuamente iniciativas personales con vistas a la construcción y a la reforma de la Iglesia. En este sentido, los criterios que permiten juzgar si tal o cual iniciativa es conforme al Espíritu siguen siendo los de San Pablo: esta iniciativa debe estar orientada hacia la utilidad común y no hacia la prosecución de un bien individual; no debe sembrar la discordia o la confusión, puesto que todo procede de un solo Espíritu y edifica un solo Cuerpo, el que la Eucaristía anima y estructura.
 A lo largo de los capítulos 12-15 Pablo presenta a sus corresponsales los criterios que les permitirán distinguir los carismas del Espíritu de los del paganismo.
El apóstol recuerda en primer término (vv. 4-6) que si el politeísmo antiguo gozaba de carismas de toda especie, estos carismas los concedían dioses cada vez diferentes. En la Iglesia, por el contrario, todo es uno y unificado por la vida trinitaria, ya se trate de gracias, de funciones comunitarias o de actividades maravillosas. Por otra parte, los carismas se conceden con vistas a una utilidad común. Esta regla descarta automáticamente los fenómenos de embriaguez pagana o los trances individuales. Puesto que un mismo Espíritu es la fuente de todos los dones, estos no pueden oponerse unos a otros, como tampoco lo pueden quienes son beneficiarios de ellos: si existe una contraposición entre carismáticos es porque no los inspira el Espíritu y sus dones no son de Cristo (v. 7).
¿Cuáles son, entonces, los principales dones del Espíritu? Pablo nos da una lista bastante completa, pero clasifica esos carismas de acuerdo con una jerarquía bien establecida, invitando a los corintios a buscar, sobre todo, los carismas superiores, esos carismas que el paganismo ignora.
En primer lugar, dos carismas de inteligencia: la sabiduría, conocimiento de los designios de Dios, y la ciencia, capacidad para presentar las verdades de fe dentro de un sistema aceptable por el entendimiento. Vienen después: la fe, que no designa aquí la virtud teologal, sino la posibilidad de hacer milagros , el don de curar y el don de hacer milagros, tres carismas bastante similares.
Sigue una tercera serie de carismas, los más parecidos a los que conoce el paganismo: la profecía, el discernimiento y las lenguas. El primero pronuncia palabras de Dios, el segundo comprende y explica lo que dice el tercero, y este último consiste, sin duda, en un hablar misterioso, incomprensible si no se conoce la clave.
Así comenta San Agustín esta lectura. "También nosotros recibimos el Espíritu Santo si amamos a la Iglesia, si estamos unidos por la caridad y si nos gozamos en la fe y nombre católicos. Creámoslo así, hermanos. En el mismo grado en que alguien ama a la Iglesia, en ese mismo grado posee el Espíritu Santo. El Espíritu Santo se dio -como dice el Apóstol- con vistas a una manifestación (1 Cor 12,7). ¿De qué manifestación se trata? Lo indica el mismo Apóstol: Por el Espíritu a uno se le dan palabras de sabiduría; a otro, según el mismo Espíritu, palabras de ciencia; a otro la fe, en el mismo Espíritu; a otro el don de curaciones, en virtud del único Espíritu y a otro el obrar milagros en el mismo Espíritu (1 Cor 12,7-10).
Se dan muchos dones a fin de que se manifiesten; pero tal vez tú no tienes ninguno de ellos. Si amas no estás sin nada; si amas la unidad, cualquier cosa que tenga otro en ella la tiene también para ti. Elimina la envidia y será tuyo lo que yo poseo; elimina la envidia y será mío lo que posees. La envidia divide, la salud une. El ojo es el único que ve en el cuerpo; pero ¿acaso ve para sí solo? Ve también para la mano, para el ojo y para los restantes miembros; de hecho, si el pie tropieza de alguna manera, el ojo no mira a otro lado para evitar el tomar precauciones. De igual manera sólo la mano obra en el cuerpo; pero ¿acaso obra para sí sola? También obra para el ojo; en efecto, si algo golpea no la mano sino el rostro, ¿dice acaso la mano: «No me muevo, pues el golpe no llega a mí?». De igual manera, cuando el pie camina, milita en favor de todos los miembros. Los restantes miembros callan, pero la lengua habla por todos. (Comentarios sobre el evangelio de San Juan 32,8).

Hoy el evangelio tomado de San Juan (Jn 2,1-12), nos narra cómo Jesús en una ocasión estuvo presente en unas bodas en Caná de Galilea.
El texto de hoy no pertenece a San Lucas sino a San Juan. Dos autores, muy diferentes en manera de escribir, Juan escribe en clave. De ahí que el sentido de sus textos no sea siempre evidente a primera vista. La clave la sitúa en el futuro y la denomina "la hora". "Todavía no ha llegado mi hora". Esta hora es la muerte de Jesús en la cruz. Lo que el autor escribe con anterioridad a ella es signo de esa muerte, es decir, señal que apunta hacia ella, que la evoca o la representa. Así comenzó sus signos. Parece que Juan quiere que leamos este texto como anticipo de la gloria de Jesús que se va a manifestar en la cruz. Es el relato de su gloria futura anticipada en símbolos, Jesús es el vino bueno que mejora al anterior. Sus raíces hay que buscarlas en suelo y tradición judíos. Son el agua de las tinajas.
Imagen relacionadaEl relato tiene su centro de atención en el vino. La ausencia de vino primero y su presencia después dominan la escena. Por el comentario del autor en el v. 11 resulta claro que el vino funciona como signo de Jesús.
El relato quiere explicar en clave plástica quién y de dónde es Jesús. La clave es el vino, que procede de un agua, a la que supera. Los sirvientes conocen-descubren esta clave: el mayordomo, no. Y es precisamente el que no conoce la clave, quien canta las excelencias del vino (idéntico recurso empleará el autor con Caifás en 11, 50).
Pero el agua es también signo de algo y de alguien: purificaciones de los judíos. Agua y vino representan dos órdenes sucesivos. Con mucha ironía el autor hace que un representante del orden-agua reconozca que el orden-vino es mejor. Estamos sólo en los comienzos del evangelio.
San Juan nos ofrece, en este relato del episodio de Caná un ejemplo de la forma en que reflexiona en torno a un milagro de Jesús, aun cuando sea muy corriente, hasta ver en él un signo (v. 11). Lo sitúa al final de una semana; introduce incluso el tema de la hora; subraya intencionadamente la materia del vino; señala, los mismo que en Jn. 7, 1-10, la incapacidad de los suyos para descifrar correctamente el milagro; y todo eso para probar que un milagro es un llamamiento a la fe. No se trata tan solo de creer que Jesús puede hacer un milagro, como sucede en los sinópticos, sino también de leer su significado misterioso, sólo captable por quien ha comprendido el misterio pascual y vive del amor que entraña.

Para nuestra vida.
La liturgia  de este domingo se abre con un signo de alegría y esperanza: llega el que restaurará a la  vieja humanidad para que viva con la lozanía de una esposa joven, hermosa y feliz, «Como un joven se casa con su novia, así te desposa el que te construyó...»
El cristianismo no es la religión de la depresión, ni del negativismo, ni del pesimismo. 
Hemos sido llamados por Dios para constituir una comunidad que sea una auténtica fiesta:  una fiesta en la que nadie se sienta marginado, aislado u olvidado. Se nos ha convocado  para participar de un banquete de bodas en el que los manjares y el vino serán dados en  abundancia.
Cada vez que celebramos la Eucaristía, la pequeña comunidad reunida en torno a una  mesa, que representa a toda la Iglesia, actualiza y ratifica las bodas de Cristo con la Iglesia,  la Nueva Alianza. Cristo alimenta y purifica a su Esposa, la une entrañablemente a sí  mismo, que es su Cabeza, para llegar a ser con ella un solo cuerpo completo. Todos los  que comen de un mismo pan, son reunidos en un solo cuerpo, recapitulados, encabezados,  en Cristo.
Vivir la Eucaristía es vivir el gran símbolo de la vida de fe.

Importante el texto de la primera lectura, La lectura nos presenta el amor de Dios a su pueblo, amor de juventud, primer amor. El despertar de los sentidos al amor, ese sentimiento tan hondo, tan humano y tan divino. Las palabras quedan inexpresivas para describir el amor, son un torpe balbuceo que trata inútilmente de expresarse. Es una realidad que sólo cuando se siente, se comprende. Podemos decir que es lo que más se asemeja al ser de Dios.  Los hombres nos alejamos por el pecado del Creador, y al estar lejos nos sumergimos en un mundo oscuro y gris. Esa historia colectiva es figura y paradigma de muchas historias individuales, de todas las historias de cada uno de los pecadores, y de una forma u otra todos los somos.
En Jerusalén brillará la aurora, lugar privilegiado de la manifestación de Dios, por oposición a tinieblas, medio del olvido de Dios. La imposición del nombre a la esposa es característico de la nueva orientación que se da a una persona o a una cosa. El Señor mismo es el que pronuncia el nombre, el que da un nuevo impulso a Israel. Por eso mismo, por la obra del Señor, los pueblos vendrán a Israel. Es el milagro del Señor. Las relaciones que se instauran entre Dios e Israel adquieren los tonos más fuertes del corazón humano, lo más profundo de la persona: el amor. La amargura de la viudez desaparecerá y la irrisión del abandono ya no tendrá lugar, porque el señor toma a su cargo a la esposa infiel y abandonada.
 El autor describe las relaciones más cálidas entre los hombres: el amor conyugal. Todo ello en términos de alegría: la alegría de después de la boda, la alegría interna de sentirse amado es lo que Israel va a experimentar. Nunca palabras tan consoladoras han sido dichas al creyente. Son palabras dirigidas también a nosotros. El hombre es levantado hasta el plan de Dios, no hay lugar para la desesperanza porque el amor es sincero y hace vivir.
Hoy también  podemos aplicarnos este texto, cuando nos encontremos desanimados, o nos sintamos fracasados. Dios nos ama y nos ofrece constantemente su ayuda y protección. Sentirnos amados por Dios puede y debe levantar nuestra moral  tantas veces decaída y reavivar nuestra fe y nuestra esperanza en Dios. La mejor forma que tenemos para agradecer a Dios su ayuda y protección es convertirnos nosotros mismos en ayuda y protección para aquellas personas que nos necesiten. El que se siente amado por Dios está siempre animado a amar al prójimo.

La antífona del  salmo "Contad las maravillas de Dios a todas las naciones", es una llamada a los creyentes  a decir que creemos y que alabamos a Dios por la gran misericordia con que nos ha tratado en muchas ocasiones. Alabemos a Dios por su gran misericordia para con nosotros y no tengamos miedo en decirlo a los que no creen en Dios.
En su comentario a este salmo San Juan Pablo II, nos dice: " Aquí quisiéramos dejar espacio a la relectura cristiana de este salmo que hicieron los Padres de la Iglesia, los cuales vieron en él una prefiguración de la Encarnación y de la crucifixión, signo de la paradójica realeza de Cristo.
5. Así, san Gregorio Nacianceno, al inicio del discurso pronunciado en Constantinopla en la Navidad del año 379 o del 380, recoge algunas expresiones del salmo 95: «Cristo nace: glorificadlo. Cristo baja del cielo: salid a su encuentro. Cristo está en la tierra: levantaos. "Cantad al Señor, toda la tierra" (v. 1); y, para unir a la vez los dos conceptos, "alégrese el cielo, goce la tierra" (v. 11) a causa de aquel que es celeste pero que luego se hizo terrestre» (Omelie sulla natività, Discurso 38, 1, Roma 1983, p. 44).
De este modo, el misterio de la realeza divina se manifiesta en la Encarnación. Más aún, el que reina «hecho terrestre», reina precisamente en la humillación de la cruz. Es significativo que muchos antiguos leyeran el versículo 10 de este salmo con una sugestiva integración cristológica: «El Señor reina desde el árbol de la cruz».
Por esto, ya la Carta a Bernabé enseñaba que «el reino de Jesús está en el árbol de la cruz» (VIII, 5: I Padri apostolici, Roma 1984, p. 198) y el mártir san Justino, citando casi íntegramente el Salmo en su Primera Apología, concluía invitando a todos los pueblos a alegrarse porque «el Señor reinó desde el árbol de la cruz» (Gli apologeti greci, Roma 1986, p. 121).
En esta tierra floreció el himno del poeta cristiano Venancio Fortunato, Vexilla regis, en el que se exalta a Cristo que reina desde la altura de la cruz, trono de amor y no de dominio: Regnavit a ligno Deus. En efecto, Jesús, ya durante su existencia terrena, había afirmado: «El que quiera llegar a ser grande entre vosotros, será vuestro servidor; y el que quiera ser el primero entre vosotros, será esclavo de todos, pues tampoco el Hijo del hombre ha venido a ser servido, sino a servir y a dar su vida como rescate por muchos» (Mc 10,43-45)" .(San Juan Pablo II. Audiencia general del Miércoles 18 de septiembre de 2002]

Le segunda  lectura nos recuerda la riqueza de la Iglesia y de la humanidad, cuando leemos nuestras capacidades en clave de dones o carismas, regalos de Dios a través de su Espíritu.
Hasta la Cuaresma, o sea, en los domingos segundo al ..., leemos fragmentos de la carta de Pablo a los Corintios, que nos presenta un retrato de comunidad cristiana lleno de viveza, con lecciones muy actuales para las nuestras.
Se distingue en este texto entre los dones, los servicios y las funciones. Los primeros proceden de un mismo Espíritu, que es el don por excelencia; los segundos de un mismo Señor, Jesucristo, que vino a servir y no a ser servido, y las funciones de un mismo Dios (es decir, del Padre) que lo opera todo en todos. Pero este esquema trinitario no pretende otra cosa que hacernos ver cómo la gran variedad de los carismas tiene un mismo origen divino.
El carisma es una gracia singular que Dios concede a cada uno, pero que está destinada al bien de todos y a la edificación de la iglesia. La gran variedad de los carismas no está reñida en modo alguno con la unidad de la Iglesia y la comunión fraterna; antes al contrario: conscientes de que ningún hijo de Dios está desposeído de una gracia especial, todos debemos estar atentos para estimar los carismas ajenos y no retener los nuestros para disfrute individual.
Según el carisma así será el “ministerio” o servicio que se desempeña en la Iglesia. Todos tenemos algún don y estamos llamados a servir de alguna manera. Hoy se habla más que nunca de los “ministerios laicales”. Pero hay que dejar que estos ministerios puedan ser ejercidos, abandonando el “clericalismo” que ha predominado en la Iglesia. Es imposible que el sacerdote, sobre todo ahora que disminuyen las vocaciones, pueda llegar a todo. Es mejor que “muchos hagan poco a que uno haga todo”. Así se ejerce la corresponsabilidad en la Iglesia y sus frutos son mucho mayores. De modo que la unidad abarca la variedad o pluralidad y ésta es el contenido de la unidad de la iglesia.
 Todos los carismas tienen un mismo destino, que es el bien común. De modo que la unidad abarca la variedad y ésta es el contenido de la unidad de la iglesia. Se comprende, pues, que aquí la unidad, lejos de contradecir a la pluralidad, se constituye precisamente como unidad de las diferencias y no existe sin éstas. Nada más extraño a esta unidad, que viene de Dios, que la uniformidad a la que se empeñan en someternos los señores de este mundo y aún de la iglesia.
El mismo y único Espíritu obra en  todos, repartiendo a cada uno en particular como a él le parece. Estas frases que dice el apóstol san Pablo a los Corintios son una verdad que debemos aplicarnos a nosotros mismos continuamente, dentro de nuestras familias, parroquias y comunidades. Todos tenemos algún don y, en consecuencia, todos podemos poner nuestras cualidades y carismas al servicio de la comunidad en la que trabajamos y vivimos. El bien común siempre debe ser visto como un bien al que deben subordinarse los bienes particulares.
Nada más extraño a esta unidad, que viene de Dios, que la uniformidad a la que se empeñan en someternos los señores de este mundo e incluso de la iglesia.
Se apunta a la corresponsabilidad que todos debiéramos sentir, para que cada uno aporte su don al bien común en esta comunidad que llamamos Iglesia, o diócesis, o parroquia, o comunidad religiosa... Es fácil concretar: la caridad y la fraternidad, el cuidado de lo económico, la catequesis, la pastoral sanitaria, los diversos servicios que se pueden realizar en la liturgia para que la celebración de la comunidad sea mejor.

El evangelio de hoy tiene un alto valor simbólico. "Jesús y sus discípulos estaban también invitados a la boda" (Jn 2, 2). A ella fueron invitados Jesús con su madre y sus discípulos. De este modo el Señor santificó con su presencia divina ese acontecimiento crucial en la vida del hombre, bendice la unión entre marido y mujer hasta hacer de ella el gran sacramento, el símbolo vivo de su propia unión con la Iglesia, la esposa de Cristo.
Fijémonos como con este milagro, realizado gracias a la intervención de María, se pone de manifiesto: Por un lado la ternura de su corazón materno, el desvelo por las necesidades de sus hijos; y por otra parte aparece su poder de intercesión ante su divino Hijo, que se siente incapaz de no atender la súplica de su Madre santísima. Con razón, por tanto, la podemos invocar como Madre de misericordia y como la Omnipotente suplicante.
El texto nos presenta cómo de la colaboración entre Jesús y María surgió un hecho admirable, el primero de los signos obrados por el Señor. El, que era un invitado, al final les invitó a todos y les dio un vino mucho mejor.
 La conversión del agua en vino fue motivo de alegría para los novios, que veían cómo su fiesta corría el riesgo de "aguarse" por causa de un descuido, y para los invitados, que así podían continuar alegres la fiesta. Y al mismo tiempo, hizo que creciera la fe en Jesús de los discípulos que habían presenciado el hecho. También los cristianos  estamos llamados, ejerciendo cada uno su papel propio, a "convertir el agua en vino". De las cosas más habituales y cotidianas, esas que valoramos tan poco —esto es "el agua"—, deben hacer "vino", algo de valor, sabroso y que alegra a quien lo bebe. Siempre que actuamos con amor somos motivo de que aumente la fe, de la misma manera que creció la fe en los discípulos que acompañaban a Jesús y a su madre en las bodas de Caná.
El agua simboliza la religión vacía; el vino, la alegría y la vida abundante que proceden de Dios. Las bodas son el símbolo de la unión (alianza) de Dios con el pueblo. Las tinajas de piedra (seis es el número de lo imperfecto e incompleto) representan a la Ley, que pretende purificar al ser humano, pero que en realidad es algo vacío.
Jesús vino a salvar y a dar vida, y eso lo hizo predicando y cumpliendo el mandamiento nuevo, el mandamiento del amor. Este es el vino bueno del que Jesús quiso llenar las tinajas de agua de la Ley antigua. Cumplamos nosotros, lo mejor que sepamos y podamos, el mandamiento del amor que Jesús nos predicó, y el vino bueno de su amor embriagará nuestro espíritu de una presencia de Dios renovadora y vivificante, haciéndonos partícipes de su vida divina.
María es la "mujer", el resto fiel de Israel, "desposado" con Dios. El mandato que ella expresa "haced lo que él os diga" es prácticamente idéntica a la que pronunció el pueblo el día de la alianza (pacto, desposorio) del Sinaí: "Nosotros haremos todo lo que el Señor ha dicho". Debemos escuchar el consejo de la María si queremos seguir de verdad a Jesús.
Hoy, en el Señor, vemos su semblante más festivo. Acostumbrados a escucharle en el templo, a tenerlo rodeado de leyes y de normas, nos asombra su otra dimensión: viene con nosotros y, cuando hace falta, se suma al espíritu festivo de nuestro caminar.
Como María, también nosotros, debiéramos de estar atentos en esas situaciones que necesitan un poco de paz y de sosiego. María, con los ojos bien abiertos, fue consciente de que algo raro ocurría en aquel convite. Que, de repente, todo podría irse al traste si el vino, elemento importante en una comida, hubiera faltado. Esa puede ser también nuestra misión: ser sensibles a las necesidades de las personas o situaciones que nos rodean. Aquello de “ojos que no ven, corazón que no siente” no es una buena filosofía para aquellos que creemos y esperamos en Jesús. Que él nos ayude a poner el buen vino de nuestra fe, de nuestro testimonio, de nuestra alegría cristiana en tantas mesas donde rezuman los vasos de licores que han dejado de ser cristianos para convertirse sólo en exponente de fiesta pagana sin referencia a lo eterno.
Rafael Pla Calatayud.
rafael@betaniajerusalen.com

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