Del 18 al 25,
celebramos la Semana de Oración por la Unidad de los Cristianos, haciendo
nuestro el deseo del Señor expresado en su oración a Dios Padre en la última
cena: «que ellos también sean uno en nosotros para que el mundo crea» (Jn 17, 21). Esta iniciativa a la que se
adhieren la mayoría de las denominaciones cristianas empezó su andadura en 1908
por el padre Paul Wattson, fundador de una
comunidad religiosa anglicana que posteriormente entró en la Iglesia católica.
La iniciativa recibió la bendición del Papa san Pío X y fue promovida por el
Papa Benedicto XV, quien impulsó su celebración en toda la Iglesia católica con
el Breve Romanorum Pontificum, del 25 de febrero de 1916.
El octavario de oración fue desarrollado y
perfeccionado en la década de 1930 por el abad Paul Couturier de Lyon, que
sostuvo la oración «por la unidad de la Iglesia tal como quiere Cristo y de
acuerdo con los instrumentos que él quiere». En sus últimos escritos, el abad
Couturier ve esta Semana como un medio que permite a la oración universal de
Cristo «entrar y penetrar en todo el Cuerpo cristiano»; esta oración debe
crecer hasta convertirse en «un grito inmenso, unánime, de todo el pueblo de
Dios», que pide a Dios este gran don. Y precisamente en la Semana de oración
por la unidad de los cristianos encuentra cada año una de sus manifestaciones
más eficaces el impulso dado por el concilio Vaticano II a la búsqueda de la
comunión plena entre todos los discípulos de Cristo.
Al
menos una vez al año, se invita a los cristianos a evocar la oración de
Jesús para sus discípulos: «para que todos sean uno; [...]; para que el mundo
crea [...]» (véase Juan 17,21). Los corazones se conmueven y los cristianos se reúnen
para orar por su unidad. Las congregaciones y parroquias de todo el mundo
organizan intercambios de predicadores o celebraciones y cultos ecuménicos
especiales. El evento en el que tiene su origen esta experiencia única es
la Semana de oración por la unidad de los cristianos.
Esta semana de oración se celebra
tradicionalmente del 18 al 25 de enero, entre las festividades de la confesión
de San Pedro y la de la conversión de San Pablo.
Esta cita
espiritual, que une a los cristianos de todas las tradiciones, nos hace más
conscientes del hecho de que la unidad hacia la que tendemos no podrá ser sólo
resultado de nuestros esfuerzos, sino que será más bien un don recibido de lo
alto, que es preciso invocar siempre.
Tengamos presente en nuestras celebraciones
y oraciones litúrgicas esta realidad de la Iglesia.
Este domingo no es todavía del todo
del "tiempo ordinario": es un eco de la Navidad, en línea con
la Epifanía y el Bautismo: "el segundo domingo del tiempo ordinario se
refiere aún a la manifestación del Señor celebrada en la solemnidad de la
Epifanía, "con lecturas evangélicas tomadas de san Juan: este año,
las bodas de Caná (cfr. "Ordenación de las lecturas de la
Misa", OLM 105).
A lo largo de los domingos y fiestas
siguientes, guiados este año por san Lucas, iremos escuchando y acogiendo
las enseñanzas de este Maestro enviado por Dios, a quien hoy vemos
haciendo su primer signo, para que crezca la fe de los discípulos en El.
fragmento del tercer Isaías, en el que se expresa
las relaciones entre Jerusalén y Dios como de esposo a esposa. El autor de
este relato, el tercer Isaías, habla a un pueblo que ya ha vuelto del destierro
en Babilonia y le anima a seguir creyendo y confiando en Yahvé, que sigue
amando a su pueblo, como un marido fiel y amante ama a su esposa.
Un trasfondo muy amargo se deja
sentir a lo largo de todo este capítulo. Jerusalén es la ciudad
"abandonada y devastada". La pobreza de la desolación y la tristeza
del abandono se palpan a lo largo de los cap. 60-62. El pueblo se lamenta
contra su Dios porque no quiere actuar en su historia; al menos así son las
apariencias; el Señor se muestra remiso en traer la salvación.
A un autor, comúnmente llamado Is.
III, le toca vivir esta precaria condición de los repatriados de Babel, y trata
de infundir ánimos a un pueblo roto.
Este capítulo del tercer Isaías
vuelve a tomar temas ya tratados, aunque dándoles un nuevo impulso. Hay unas
relaciones entre Jerusalén y Dios como de esposo a esposa. Yavè dará a
Jerusalén su brillo universal. Tocamos de nuevo el tema de la
"aurora", lugar privilegiado de la manifestación de Dios, por
oposición a tinieblas, medio del olvido de Dios.
El pueblo se quejaba: "está
lejos de nosotros el derecho, y no nos alcanza la justicia; esperamos la luz y
vienen tinieblas, claridad y caminamos a oscuras" (59,9). Un heraldo,
haciéndose eco de esta queja, y lleno de esperanza en el Señor, no ceja de
anunciar la liberación de Jerusalén. La justicia, el derecho, la liberación van
a romper como aurora sobre la Ciudad Santa. Lo que parecía una quimera se hace
realidad, y la ciudad así iluminada con la presencia de Dios se convierte en
antorcha que también ilumina a los otros pueblos (vs. 1-2a). Los términos
luminosos: aurora, antorcha, guardan relación por contraste con la oscuridad y
las tinieblas. Sobre la triste y tenebrosa situación presente brilla ya la
aurora de un futuro luminoso.
Todo se debe al actuar divino (=su
justicia) que es luz, y luz definitiva.
Así todo cambia, incluso su nombre
(v. 2b). Jerusalén es como corona refulgente sobre el monte (v. 3;38,4). Los
vs. 4-5 toman la metáfora de la vida matrimonial, tan frecuente en la
literatura bíblica (cfr. Os. 2; Is.54). Dios ama a Jerusalén como el esposo a
su esposa. El sufrimiento de la ciudad y de los habitantes ("abandonada y
devastada") por haber rechazado el amor de su esposo se transforma en gozo
("mi favorita, desposada") por haberlo reencontrado. "Como un
joven se casa con una doncella.." (v.5). El amor del esposo es joven,
apasionado, como en sus mejores tiempos.
"... y tu tierra tendrá marido". Pero nuestro mundo, nuestra
Iglesia más bien parecen tener vocación de viudas.
Practican la tristeza, monotonía,
seriedad ridícula, prosopopeya medie- val. ¿Dónde está la cara risueña,
expectante y anhelante de la doncella casadera? ¿Por qué tanta tristeza, vejez,
aburrimiento... en nuestra iglesia, esposa de Cristo? (cfr. Ef. 5, 25 ss). Más
que desposorios con un arrogante joven lleno de vida (Jesús) parece celebrar el
casorio con un decrépito, abandonado y devastado contenido de doctrinas.
Pidamos hoy para que la esposa de Jesús, al reencuentro con el amor de su joven
y eterno galán, aparezca alegre, radiante... y así sea luz que atraiga a los
hombres del siglo XX.
A ti te llamarán "mi
favorita", y a tu tierra "desposada". Vale para el Pueblo de
Dios, para la comunidad y para cada creyente.
La imposición del nombre es
característico de la toma de posesión (Gn 2,19) o de la nueva orientación que
se da a una persona o a una cosa; decir el nombre es llegar a la esencia de la
persona (Ex 3,13). El Señor mismo es el que pronuncia el nombre, el que da un
nuevo impulso a Israel. Por eso mismo, por la obra del Señor, los pueblos vendrán
a Israel. Es el milagro del Señor.
Las relaciones que se instauran
entre Dios e Israel adquieren los tonos más fuertes del corazón humano, lo más
profundo de la persona: el amor. Muchas veces en la Escritura se oyen estos
acentos (cf. Ez 16). La amargura de la viudez desaparecerá y la irrisión del
abandono ya no tendrá lugar, porque el señor toma a su cargo a la esposa infiel
y abandonada.
No vamos solos, perdidos y
abandonados. Por más que alguien nos diga, como Jerusalén,
"abandonada" o "devastada", Dios nos ama y se ha unido
íntimamente (se ha desposado) con nosotros. El creyente nunca va solo y abandonado:
está siempre acompañado y amado.
El responsorial de hoy es el
San Juan pablo II lo comenta de la siguiente forma. "
1. «Decid a
los pueblos: "El Señor es rey"». Esta exhortación del salmo 95 (v.
10), que se acaba de proclamar, en cierto sentido ofrece la tonalidad en que se
modula todo el himno. En efecto, se sitúa entre los «salmos del Señor rey», que
abarcan los salmos 95-98, así como el 46 y el 92.
Ya hemos tenido anteriormente
ocasión de presentar y comentar el salmo 92, y sabemos que en estos cánticos el
centro está constituido por la figura grandiosa de Dios, que gobierna todo el
universo y dirige la historia de la humanidad.
También el salmo 95
exalta tanto al Creador de los seres como al Salvador de los pueblos: Dios
«afianzó el orbe, y no se moverá; él gobierna a los pueblos rectamente» (v.
10). El verbo «gobernar» expresa la certeza de que no nos hallamos abandonados
a las oscuras fuerzas del caos o de la casualidad, sino que desde siempre
estamos en las manos de un Soberano justo y misericordioso.
2. El salmo 95 comienza
con una invitación jubilosa a alabar a Dios, una invitación que abre
inmediatamente una perspectiva universal: «cantad al Señor, toda la tierra» (v.
1). Se invita a los fieles a «contar la gloria» de Dios «a los pueblos» y,
luego, «a todas las naciones» para proclamar «sus maravillas» (v. 3). Es más,
el salmista interpela directamente a las «familias de los pueblos» (v. 7) para
invitarlas a glorificar al Señor. Por último, pide a los fieles que digan «a
los pueblos: el Señor es rey» (v. 10), y precisa que el Señor «gobierna a las
naciones» (v. 10), «a los pueblos» (v. 14). Es muy significativa esta apertura
universal de parte de un pequeño pueblo aplastado entre grandes imperios. Este
pueblo sabe que su Señor es el Dios del universo y que «los dioses de los
gentiles son apariencia» (v. 5).
El Salmo se halla
sustancialmente constituido por dos cuadros. La primera parte (cf. vv. 1-9)
comprende una solemne epifanía del Señor «en su santuario» (v. 6), es decir, en
el templo de Sión. La preceden y la siguen cantos y ritos sacrificiales de la
asamblea de los fieles. Fluye intensamente la alabanza ante la majestad divina:
«Cantad al Señor un cántico nuevo, (...) cantad (...), cantad (...), bendecid
(...), proclamad su victoria (...), contad su gloria, sus maravillas (...),
aclamad la gloria y el poder del Señor, aclamad la gloria del nombre del Señor,
entrad en sus atrios trayéndole ofrendas, postraos (...)» (vv. 1-3, 7-9).
Así pues, el gesto
fundamental ante el Señor rey, que manifiesta su gloria en la historia de la
salvación, es el canto de adoración, alabanza y bendición. Estas actitudes
deberían estar presentes también en nuestra liturgia diaria y en nuestra
oración personal.
3. En el centro de este
canto coral encontramos una declaración contra los ídolos. Así, la plegaria se
manifiesta como un camino para conseguir la pureza de la fe, según la conocida
máxima: lex orandi, lex credendi, o sea, la norma de la
oración verdadera es también norma de fe, es lección sobre la verdad divina. En
efecto, esta se puede descubrir precisamente a través de la íntima comunión con
Dios realizada en la oración.
El salmista proclama:
«Es grande el Señor, y muy digno de alabanza, más temible que todos los dioses.
Pues los dioses de los gentiles son apariencia, mientras que el Señor ha hecho
el cielo» (vv. 4-5). A través de la liturgia y la oración la fe se purifica de
toda degeneración, se abandonan los ídolos a los que se sacrifica fácilmente
algo de nosotros durante la vida diaria, se pasa del miedo ante la justicia
trascedente de Dios a la experiencia viva de su amor". (San Juan Pablo II.
Audiencia general del Miércoles 18 de septiembre de 2002]
La comunidad carismática de
Corinto está experimentando la tentación del sincretismo: el mundo pagano
aspira a un "conocimiento" experimental de la divinidad por medio de
trances, de fenómenos estáticos y otros "carismas" dudosos. Pablo
habla a los cristianos de otro tipo de conocimiento basado en la fe. Pero ésta
va a veces acompañada de signos y de carismas que los corintios no distinguen
con exactitud de los del paganismo.
El problema
tocado en esta lectura no es anacrónico. Si el Espíritu conduce a la Iglesia
para su gobierno, despierta también continuamente iniciativas personales con
vistas a la construcción y a la reforma de la Iglesia. En este sentido, los
criterios que permiten juzgar si tal o cual iniciativa es conforme al Espíritu
siguen siendo los de San Pablo: esta iniciativa debe estar orientada hacia la
utilidad común y no hacia la prosecución de un bien individual; no debe sembrar
la discordia o la confusión, puesto que todo procede de un solo Espíritu y
edifica un solo Cuerpo, el que la Eucaristía anima y estructura.
A lo largo de los capítulos 12-15 Pablo
presenta a sus corresponsales los criterios que les permitirán distinguir los
carismas del Espíritu de los del paganismo.
El apóstol recuerda en primer
término (vv. 4-6) que si el politeísmo antiguo gozaba de carismas de toda
especie, estos carismas los concedían dioses cada vez diferentes. En la
Iglesia, por el contrario, todo es uno y unificado por la vida trinitaria, ya
se trate de gracias, de funciones comunitarias o de actividades maravillosas.
Por otra parte, los carismas se conceden con vistas a una utilidad común. Esta
regla descarta automáticamente los fenómenos de embriaguez pagana o los trances
individuales. Puesto que un mismo Espíritu es la fuente de todos los dones,
estos no pueden oponerse unos a otros, como tampoco lo pueden quienes son
beneficiarios de ellos: si existe una contraposición entre carismáticos es
porque no los inspira el Espíritu y sus dones no son de Cristo (v. 7).
¿Cuáles son, entonces, los
principales dones del Espíritu? Pablo nos da una lista bastante completa, pero
clasifica esos carismas de acuerdo con una jerarquía bien establecida,
invitando a los corintios a buscar, sobre todo, los carismas superiores, esos carismas
que el paganismo ignora.
En primer lugar, dos carismas de
inteligencia: la sabiduría, conocimiento de los designios de Dios, y la
ciencia, capacidad para presentar las verdades de fe dentro de un sistema
aceptable por el entendimiento. Vienen después: la fe, que no designa aquí la
virtud teologal, sino la posibilidad de hacer milagros , el don de curar y el
don de hacer milagros, tres carismas bastante similares.
Sigue una tercera serie de carismas,
los más parecidos a los que conoce el paganismo: la profecía, el discernimiento
y las lenguas. El primero pronuncia palabras de Dios, el segundo comprende y
explica lo que dice el tercero, y este último consiste, sin duda, en un hablar
misterioso, incomprensible si no se conoce la clave.
Así comenta San Agustín esta lectura.
"También nosotros recibimos el
Espíritu Santo si amamos a la Iglesia, si estamos unidos por la caridad y si
nos gozamos en la fe y nombre católicos. Creámoslo así, hermanos. En el mismo
grado en que alguien ama a la Iglesia, en ese mismo grado posee el Espíritu
Santo. El Espíritu Santo se dio -como dice el Apóstol- con vistas a una
manifestación (1 Cor 12,7). ¿De qué manifestación se trata? Lo indica el mismo
Apóstol: Por el Espíritu a uno se le
dan palabras de sabiduría; a otro, según el mismo Espíritu, palabras de
ciencia; a otro la fe, en el mismo Espíritu; a otro el don de curaciones, en
virtud del único Espíritu y a otro el obrar milagros en el mismo Espíritu (1 Cor
12,7-10).
Se dan muchos dones a fin de que se manifiesten; pero
tal vez tú no tienes ninguno de ellos. Si amas no estás sin nada; si amas la
unidad, cualquier cosa que tenga otro en ella la tiene también para ti. Elimina
la envidia y será tuyo lo que yo poseo; elimina la envidia y será mío lo que
posees. La envidia divide, la salud une. El ojo es el único que ve en el
cuerpo; pero ¿acaso ve para sí solo? Ve también para la mano, para el ojo y
para los restantes miembros; de hecho, si el pie tropieza de alguna manera, el
ojo no mira a otro lado para evitar el tomar precauciones. De igual manera sólo
la mano obra en el cuerpo; pero ¿acaso obra para sí sola? También obra para el
ojo; en efecto, si algo golpea no la mano sino el rostro, ¿dice acaso la mano:
«No me muevo, pues el golpe no llega a mí?». De igual manera, cuando el pie
camina, milita en favor de todos los miembros. Los restantes miembros callan,
pero la lengua habla por todos. (Comentarios sobre el evangelio de San Juan 32,8).
Hoy el evangelio tomado de San Juan nos narra cómo Jesús en una ocasión estuvo
presente en unas bodas en Caná de
Galilea.
El texto de
hoy no pertenece a San Lucas sino a San Juan. Dos autores, muy diferentes en
manera de escribir, Juan escribe en clave. De ahí que el sentido de sus textos
no sea siempre evidente a primera vista. La clave la sitúa en el futuro y la
denomina "la hora". "Todavía
no ha llegado mi hora". Esta hora es la muerte de Jesús en la cruz. Lo
que el autor escribe con anterioridad a ella es signo de esa muerte, es decir,
señal que apunta hacia ella, que la evoca o la representa. Así comenzó sus
signos. Parece que Juan quiere que leamos este texto como anticipo de la gloria
de Jesús que se va a manifestar en la cruz. Es el relato de su gloria futura
anticipada en símbolos, Jesús es el vino bueno que mejora al anterior. Sus
raíces hay que buscarlas en suelo y tradición judíos. Son el agua de las
tinajas.
El relato
tiene su centro de atención en el vino. La ausencia de vino primero y su
presencia después dominan la escena. Por el comentario del autor en el v. 11
resulta claro que el vino funciona como signo de Jesús.
El relato quiere explicar en clave
plástica quién y de dónde es Jesús. La clave es el vino, que procede de un
agua, a la que supera. Los sirvientes conocen-descubren esta clave: el
mayordomo, no. Y es precisamente el que no conoce la clave, quien canta las
excelencias del vino (idéntico recurso empleará el autor con Caifás en 11, 50).
Pero el agua es también signo de
algo y de alguien: purificaciones de los judíos. Agua y vino representan dos
órdenes sucesivos. Con mucha ironía el autor hace que un representante del
orden-agua reconozca que el orden-vino es mejor. Estamos sólo en los comienzos
del evangelio.
San Juan nos
ofrece, en este relato del episodio de Caná un ejemplo de la forma en que
reflexiona en torno a un milagro de Jesús, aun cuando sea muy corriente, hasta
ver en él un signo (v. 11). Lo sitúa al final de una semana; introduce incluso
el tema de la hora; subraya intencionadamente la materia del vino; señala, los
mismo que en Jn. 7, 1-10, la incapacidad de los suyos para descifrar
correctamente el milagro; y todo eso para probar que un milagro es un
llamamiento a la fe. No se trata tan solo de creer que Jesús puede hacer un
milagro, como sucede en los sinópticos, sino también de leer su significado
misterioso, sólo captable por quien ha comprendido el misterio pascual y vive
del amor que entraña.
Para nuestra vida.
La liturgia de este domingo se
abre con un signo de alegría y esperanza: llega el que restaurará a la
vieja humanidad para que viva con la lozanía de una esposa joven, hermosa y
feliz, «Como un joven se casa con su
novia, así te desposa el que te construyó...»
El cristianismo no es la religión de
la depresión, ni del negativismo, ni del pesimismo.
Hemos sido llamados por Dios para
constituir una comunidad que sea una auténtica fiesta: una fiesta en la
que nadie se sienta marginado, aislado u olvidado. Se nos ha convocado
para participar de un banquete de bodas en el que los manjares y el vino serán
dados en abundancia.
Cada vez que
celebramos la Eucaristía, la pequeña comunidad reunida en torno a una
mesa, que representa a toda la Iglesia, actualiza y ratifica las bodas de
Cristo con la Iglesia, la Nueva Alianza. Cristo alimenta y purifica a su
Esposa, la une entrañablemente a sí mismo, que es su Cabeza, para llegar
a ser con ella un solo cuerpo completo. Todos los que comen de un mismo
pan, son reunidos en un solo cuerpo, recapitulados, encabezados, en
Cristo.
Vivir la Eucaristía es vivir el gran
símbolo de la vida de fe.
Importante el texto de la primera lectura, La lectura
nos presenta el amor de Dios a su pueblo, amor de juventud, primer amor. El
despertar de los sentidos al amor, ese sentimiento tan hondo, tan humano y tan
divino. Las palabras quedan inexpresivas para describir el amor, son un torpe
balbuceo que trata inútilmente de expresarse. Es una realidad que sólo cuando
se siente, se comprende. Podemos decir que es lo que más se asemeja al ser de
Dios. Los hombres nos alejamos por el
pecado del Creador, y al estar lejos nos sumergimos en un mundo oscuro y gris.
Esa historia colectiva es figura y paradigma de muchas historias individuales,
de todas las historias de cada uno de los pecadores, y de una forma u otra
todos los somos.
En Jerusalén
brillará la aurora, lugar privilegiado de la manifestación de Dios, por
oposición a tinieblas, medio del olvido de Dios. La imposición del nombre a la
esposa es característico de la nueva orientación que se da a una persona o a
una cosa. El Señor mismo es el que pronuncia el nombre, el que da un nuevo
impulso a Israel. Por eso mismo, por la obra del Señor, los pueblos vendrán a
Israel. Es el milagro del Señor. Las relaciones que se instauran entre Dios e
Israel adquieren los tonos más fuertes del corazón humano, lo más profundo de
la persona: el amor. La amargura de la viudez desaparecerá y la irrisión del
abandono ya no tendrá lugar, porque el señor toma a su cargo a la esposa infiel
y abandonada.
El autor describe las relaciones más cálidas
entre los hombres: el amor conyugal. Todo ello en términos de alegría: la
alegría de después de la boda, la alegría interna de sentirse amado es lo que
Israel va a experimentar. Nunca palabras tan consoladoras han sido dichas al
creyente. Son palabras dirigidas también a nosotros. El hombre es levantado hasta
el plan de Dios, no hay lugar para la desesperanza porque el amor es sincero y
hace vivir.
Hoy también podemos aplicarnos este texto, cuando nos
encontremos desanimados, o nos sintamos fracasados. Dios nos ama y nos ofrece
constantemente su ayuda y protección. Sentirnos amados por Dios puede y debe
levantar nuestra moral tantas veces
decaída y reavivar nuestra fe y nuestra esperanza en Dios. La mejor forma que
tenemos para agradecer a Dios su ayuda y protección es convertirnos nosotros
mismos en ayuda y protección para aquellas personas que nos necesiten. El que
se siente amado por Dios está siempre animado a amar al prójimo.
La antífona
del salmo "Contad las maravillas de
Dios a todas las naciones", es una llamada a los creyentes a decir que creemos y que alabamos a Dios por
la gran misericordia con que nos ha tratado en muchas ocasiones. Alabemos a
Dios por su gran misericordia para con nosotros y no tengamos miedo en decirlo
a los que no creen en Dios.
En su comentario a este salmo San Juan Pablo II, nos dice: " Aquí quisiéramos dejar espacio a la
relectura cristiana de este salmo que hicieron los Padres de la Iglesia, los
cuales vieron en él una prefiguración de la Encarnación y de la crucifixión,
signo de la paradójica realeza de Cristo.
5. Así, san Gregorio
Nacianceno, al inicio del discurso pronunciado en Constantinopla en la Navidad
del año 379 o del 380, recoge algunas expresiones del salmo 95: «Cristo nace:
glorificadlo. Cristo baja del cielo: salid a su encuentro. Cristo está en la
tierra: levantaos. "Cantad al Señor, toda la tierra" (v. 1); y, para
unir a la vez los dos conceptos, "alégrese el cielo, goce la tierra"
(v. 11) a causa de aquel que es celeste pero que luego se hizo terrestre» (Omelie sulla natività, Discurso 38, 1, Roma
1983, p. 44).
De este modo, el
misterio de la realeza divina se manifiesta en la Encarnación. Más aún, el que
reina «hecho terrestre», reina precisamente en la humillación de la cruz. Es
significativo que muchos antiguos leyeran el versículo 10 de este salmo con una
sugestiva integración cristológica: «El Señor reina desde el árbol de la cruz».
Por esto, ya la Carta a Bernabé enseñaba que «el reino
de Jesús está en el árbol de la cruz» (VIII, 5: I Padri apostolici, Roma 1984, p. 198) y
el mártir san Justino, citando casi íntegramente el Salmo en su Primera Apología, concluía invitando a
todos los pueblos a alegrarse porque «el Señor reinó desde el árbol de la cruz»
(Gli apologeti greci, Roma 1986, p. 121).
En esta tierra floreció
el himno del poeta cristiano Venancio Fortunato, Vexilla regis, en el que se exalta a
Cristo que reina desde la altura de la cruz, trono de amor y no de dominio: Regnavit a ligno Deus. En efecto, Jesús, ya
durante su existencia terrena, había afirmado: «El que quiera llegar a ser grande
entre vosotros, será vuestro servidor; y el que quiera ser el primero entre
vosotros, será esclavo de todos, pues tampoco el Hijo del hombre ha venido a
ser servido, sino a servir y a dar su vida como rescate por muchos» (Mc
10,43-45)" .(San Juan Pablo II. Audiencia general del Miércoles
18 de septiembre de 2002]
Le segunda
lectura nos recuerda la riqueza de la Iglesia y de la humanidad, cuando
leemos nuestras capacidades en clave de dones o carismas, regalos de Dios a
través de su Espíritu.
Hasta la Cuaresma, o sea, en los
domingos segundo al ..., leemos fragmentos de la carta de Pablo a los
Corintios, que nos presenta un retrato de comunidad cristiana lleno de viveza,
con lecciones muy actuales para las nuestras.
Se distingue
en este texto entre los dones, los servicios y las funciones. Los primeros
proceden de un mismo Espíritu, que es el don por excelencia; los segundos de un
mismo Señor, Jesucristo, que vino a servir y no a ser servido, y las funciones
de un mismo Dios (es decir, del Padre) que lo opera todo en todos. Pero este
esquema trinitario no pretende otra cosa que hacernos ver cómo la gran variedad
de los carismas tiene un mismo origen divino.
El carisma es
una gracia singular que Dios concede a cada uno, pero que está destinada al
bien de todos y a la edificación de la iglesia. La gran variedad de los
carismas no está reñida en modo alguno con la unidad de la Iglesia y la
comunión fraterna; antes al contrario: conscientes de que ningún hijo de Dios
está desposeído de una gracia especial, todos debemos estar atentos para estimar
los carismas ajenos y no retener los nuestros para disfrute individual.
Según el
carisma así será el “ministerio” o servicio que se desempeña en la Iglesia.
Todos tenemos algún don y estamos llamados a servir de alguna manera. Hoy se
habla más que nunca de los “ministerios laicales”. Pero hay que dejar que estos
ministerios puedan ser ejercidos, abandonando el “clericalismo” que ha
predominado en la Iglesia. Es imposible que el sacerdote, sobre todo ahora que
disminuyen las vocaciones, pueda llegar a todo. Es mejor que “muchos hagan poco
a que uno haga todo”. Así se ejerce la corresponsabilidad en la Iglesia y sus
frutos son mucho mayores. De modo que la unidad abarca la variedad o pluralidad
y ésta es el contenido de la unidad de la iglesia.
Todos los carismas tienen un mismo destino,
que es el bien común. De modo que la unidad abarca la variedad y ésta es el
contenido de la unidad de la iglesia. Se comprende, pues, que aquí la unidad,
lejos de contradecir a la pluralidad, se constituye precisamente como unidad de
las diferencias y no existe sin éstas. Nada más extraño a esta unidad, que
viene de Dios, que la uniformidad a la que se empeñan en someternos los señores
de este mundo y aún de la iglesia.
El mismo y
único Espíritu obra en todos,
repartiendo a cada uno en particular como a él le parece. Estas frases que dice
el apóstol san Pablo a los Corintios son una verdad que debemos aplicarnos a
nosotros mismos continuamente, dentro de nuestras familias, parroquias y
comunidades. Todos tenemos algún don y, en consecuencia, todos podemos poner
nuestras cualidades y carismas al servicio de la comunidad en la que trabajamos
y vivimos. El bien común siempre debe ser visto como un bien al que deben
subordinarse los bienes particulares.
Nada más
extraño a esta unidad, que viene de Dios, que la uniformidad a la que se
empeñan en someternos los señores de este mundo e incluso de la iglesia.
Se apunta a la corresponsabilidad
que todos debiéramos sentir, para que cada uno aporte su don al bien común en
esta comunidad que llamamos Iglesia, o diócesis, o parroquia, o comunidad
religiosa... Es fácil concretar: la caridad y la fraternidad, el cuidado de lo
económico, la catequesis, la pastoral sanitaria, los diversos servicios que se
pueden realizar en la liturgia para que la celebración de la comunidad sea
mejor.
El evangelio de hoy tiene un alto valor simbólico. "Jesús y sus discípulos estaban también
invitados a la boda" (Jn 2, 2). A ella fueron invitados Jesús
con su madre y sus discípulos. De este modo el Señor santificó con su presencia
divina ese acontecimiento crucial en la vida del hombre, bendice la unión entre
marido y mujer hasta hacer de ella el gran sacramento, el símbolo vivo de su
propia unión con la Iglesia, la esposa de Cristo.
Fijémonos como
con este milagro, realizado gracias a la intervención de María, se pone de
manifiesto: Por un lado la ternura de su corazón materno, el desvelo por las
necesidades de sus hijos; y por otra parte aparece su poder de intercesión ante
su divino Hijo, que se siente incapaz de no atender la súplica de su Madre
santísima. Con razón, por tanto, la podemos invocar como Madre de misericordia
y como la Omnipotente suplicante.
El texto nos presenta
cómo de la colaboración entre Jesús y María surgió un hecho admirable, el primero
de los signos obrados por el Señor. El, que era un invitado, al final les invitó
a todos y les dio un vino mucho mejor.
La conversión del agua en vino fue motivo de
alegría para los novios, que veían cómo su fiesta corría el riesgo de
"aguarse" por causa de un descuido, y para los invitados, que así
podían continuar alegres la fiesta. Y al mismo tiempo, hizo que creciera la fe
en Jesús de los discípulos que habían presenciado el hecho. También los
cristianos estamos llamados, ejerciendo
cada uno su papel propio, a "convertir el agua en vino". De las cosas
más habituales y cotidianas, esas que valoramos tan poco —esto es "el
agua"—, deben hacer "vino", algo de valor, sabroso y que alegra
a quien lo bebe. Siempre que actuamos con amor somos motivo de que aumente la
fe, de la misma manera que creció la fe en los discípulos que acompañaban a
Jesús y a su madre en las bodas de Caná.
El agua
simboliza la religión vacía; el vino, la alegría y la vida abundante que
proceden de Dios. Las bodas son el símbolo de la unión (alianza) de Dios con el
pueblo. Las tinajas de piedra (seis es el número de lo imperfecto e incompleto)
representan a la Ley, que pretende purificar al ser humano, pero que en
realidad es algo vacío.
Jesús vino a
salvar y a dar vida, y eso lo hizo predicando y cumpliendo el mandamiento
nuevo, el mandamiento del amor. Este es el vino bueno del que Jesús quiso
llenar las tinajas de agua de la Ley antigua. Cumplamos nosotros, lo mejor que
sepamos y podamos, el mandamiento del amor que Jesús nos predicó, y el vino
bueno de su amor embriagará nuestro espíritu de una presencia de Dios
renovadora y vivificante, haciéndonos partícipes de su vida divina.
María es la
"mujer", el resto fiel de Israel, "desposado" con Dios. El
mandato que ella expresa "haced lo que él os diga" es prácticamente
idéntica a la que pronunció el pueblo el día de la alianza (pacto, desposorio)
del Sinaí: "Nosotros haremos todo lo que el Señor ha dicho". Debemos
escuchar el consejo de la María si queremos seguir de verdad a Jesús.
Hoy, en el
Señor, vemos su semblante más festivo. Acostumbrados a escucharle en el templo,
a tenerlo rodeado de leyes y de normas, nos asombra su otra dimensión: viene
con nosotros y, cuando hace falta, se suma al espíritu festivo de nuestro
caminar.
Como María,
también nosotros, debiéramos de estar atentos en esas situaciones que necesitan
un poco de paz y de sosiego. María, con los ojos bien abiertos, fue consciente
de que algo raro ocurría en aquel convite. Que, de repente, todo podría irse al
traste si el vino, elemento importante en una comida, hubiera faltado. Esa
puede ser también nuestra misión: ser sensibles a las necesidades de las
personas o situaciones que nos rodean. Aquello de “ojos que no ven, corazón que
no siente” no es una buena filosofía para aquellos que creemos y esperamos en
Jesús. Que él nos ayude a poner el buen vino de nuestra fe, de nuestro
testimonio, de nuestra alegría cristiana en tantas mesas donde rezuman los
vasos de licores que han dejado de ser cristianos para convertirse sólo en
exponente de fiesta pagana sin referencia a lo eterno.
Rafael Pla Calatayud.
rafael@betaniajerusalen.com
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