Hoy la Iglesia celebra la
Solemnidad del Corpus. En la solemnidad del Corpus Christi
la Iglesia en España celebra el día de Cáritas, el
día nacional de la caridad, en este año bajo el lema “Vive
la misericordia. Deja tu huella”.
En las lecturas de hoy la
reiteración de palabras referidas a “comida”, “bebida”, “vida”, es constante.
Los estudiosos han llegado a encontrar 9 veces “comer-comida, vivir-vida”; 6
veces “carne”; 4 veces “pan-sangre, beber”. Todo indica que Dios quiere
relacionarse con nosotros espiritual y físicamente, a través de la fe y a
través de los sentidos. “El que come de este pan vivirá para siempre”.
Pero, además del simbolismo del
signo sacramental, hay que admitir una realidad mucho más honda y misteriosa:
la presencia verdadera de Cristo, como está en el cielo. El Corpus no consiste
sólo en un signo eficaz de la presencia espiritual de Cristo. La Iglesia cuando
trata de explicar en profundidad el misterio de su presencia emplea tres
palabras: presencia verdadera, presencia real y presencia sustancial.
La primera lectura :(Gn 14,18-20), nos
sitúa ante un texto con un relato ancestral. Estos relatos tienen algo especial en la tradiciones de Israel,
hasta el punto de poder considerar que un texto como el de Melquisedec
podría ser una campaña militar, antigua, en la que se ha querido ver que los
grandes, en este caso el rey de Salem, también ha querido ponerse a los pies
del padre del pueblo, de Abrahán. Con los gestos del pan y el vino que se
ofrecen, las cosas más naturales de la tierra, el rey misterioso le otorga a
Abrahán un rango sagrado, casi de rey-sacerdote.
Melquisedec, es un personaje misterioso en el Antiguo
Testamento, “sin padre, ni madre, ni genealogía, sin comienzo de días, ni fin
de vida, asemejado al Hijo de Dios, que permanece sacerdote para siempre”,
según narra la epístola a los Hebreos. También en el salmo se dice que su
sacerdocio es eterno. Una figura que anunciaba a Cristo, cuyo sacerdocio, en
efecto, es eterno, y cuyo origen se pierde en la eternidad. Un sacerdocio que
no proviene de los hombres, sino del mismo Dios.
El
pasaje nos dice que Abrahán le ofreció el diezmo de todo. De esa forma se pone
de relieve la grandeza de ese personaje, pues quien ofrece algo siempre es
inferior que aquel a quien se hace la ofrenda. Por otro lado se nos refiere que
Melquisedec ofreció a Dios el pan y el vino. Un
sacrificio que anunciaba también ese otro sacrificio, el de la Eucaristía donde
el pan y el vino se convierten en el Cuerpo y la Sangre de Cristo, que se
inmolan por la salvación del mundo.
El
responsorial es el salmo 109 (Sal 109,1-4) . Se trata de un salmo real célebre, compuesto en Jerusalén para la
entronización del rey o para la celebración de su aniversario. El
poeta o profeta cortesano habla al rey en nombre de Dios, que otorga el
dominio, la gloria y el poder. Los w. 1 y 4, según la versión
griega de la Setenta, fueron aplicados en el Nuevo Testamento a Cristo y
releídos desde una perspectiva mesiánica en la estela de la tradición judía (Qumrán). El salmo tiene dos partes.La
primera (vv. 1-3), contiene un oráculo real dirigido por YHWH al rey
sobre su entronización.
El
pueblo se ha reunido en el palacio del rey de Judá y todo está preparado para
la solemne consagración real del ungido del Señor. Sin embargo, el pequeño
reino de Israel vive momentos difíciles a causa de los poderosos enemigos que
le rodean. La misma suerte del rey que va a ser entronizado permanece incierta.
El Señor tranquiliza al rey y a la asamblea con un oráculo divino. El rey no
debe temer por su dignidad real: «Siéntate a mi derecha y haré de tus enemigos
estrado de tus pies» (v. 1).
El
Señor le dará también el poder y se extenderá desde el palacio real hasta todos
sus enemigos, que serán humillados por la fuerza del rey. El consagrado, con
sus empresas victoriosas sobre el enemigo, estará siempre a la cabeza de un
pueblo victorioso y reinará sobre todo el mundo, porque se alimenta del
torrente de las bendiciones divinas (vv. 2.7).
Por
otra parte, el Señor mismo asegura, en este día solemne, su filiación divina de
una manera misteriosa: «Yo mismo te engendré», como rey y sacerdote del
pueblo, «entre esplendores sagrados», los de esta liturgia de
consagración, como el rocío de la mañana desde el seno de la aurora (v. 3). Su
sacerdocio será eterno, como el de Melquisedec,
rey-sacerdote de Salén sin ascendencia terrena (cf. Gn 14), un sacerdocio distinto al oficial del templo,
ligado a Aarón y a Sadoc (v 4).
San Agustín nos dice de este
salmo: "... Pues Dios prometió la divinidad a los hombres, la inmortalidad
a los mortales, la justificaci6n a los pecadores, la glorificación a criaturas
despreciables.
Sin embargo, hermanos. como
a los hombres les parecía increíble la promesa de Dios de sacarlos de su
condición mortal -de corrupción, bajeza, debilidad, polvo y ceniza- para
asemejarlos a los ángeles, no sólo firmó una alianza con los hombres para
incitarlos a creer, sino que también estableció un mediador como garante de su
fidelidad; y no estableció como mediador a cualquier príncipe o a un ángel o
arcángel, sino a su Hijo único. Y por él nos mostró el camino que nos
conduciría hasta el fin prometido.
Pero no bastó a Dios
indicarnos el camino, por medio de su Hijo: quiso que él mismo fuera el camino,
para que, bajo su dirección, tú caminaras por él...
Todo esto debía ser
profetizado y preanunciado para que no atemorizara a nadie si acontecía de
repente, sino que, siendo objeto de nuestra fe, lo fuese también de una
ardiente esperanza (San Agustín. Comentario sobre el salmo 109, 1-3).
En la segunda Lectura de 1ª corintios ( 1 Cor
11,23-26), se nos asegura
que cuanto les está diciendo sobre la Eucaristía pertenece a la Tradición que
arranca de Cristo, “procede del Señor” nos dice. El cristianismo
primitivo tuvo que hacerse “recibiendo” tradiciones del Señor. Pablo, que no lo
conoció personalmente, le da mucha importancia a unas pocas que ha recibido. Y
una de esas tradiciones son las palabras y los gestos de la última cena. Porque
el apóstol sabía lo que el Vaticano II decía, que “la Iglesia se realiza en la
Eucaristía”. Todos debemos reconocer que aquella noche marcaría para siempre a
los suyos. Cuando la Iglesia intentaba un camino de identidad distinto del
judaísmo, serán esos gestos y esas palabras las que le ofrecerá la oportunidad
de cristalizar en el misterio de comunión con su Señor y su Dios. Esta
tradición “recibida”, según la mayoría de los especialistas, pertenece a
Antioquía (como en Lc 22,19-20), donde los seguidores
de Jesús “recibieron” por primera vez el nombre de “cristianos”.
Jesús encomendó a sus discípulos
que repitieran en memoria suya lo que él acababa de hacer, convertir el pan y
el vino en su Cuerpo y Sangre, que se entregaba en sacrificio para la redención
del mundo. De ahí que diga San Pablo que cada vez que comemos el Pan o bebemos
del Cáliz proclamamos la muerte del Señor, hasta que vuelva.
Proclamar
la muerte de Cristo equivale a repetir su sacrificio, de modo sacramental pero
real. Es decir, en cada celebración eucarística se repite el sacrificio del
Calvario. De ahí la importancia capital de la Eucaristía, de la Misa. Tanto que
el Magisterio de la Iglesia lo considera como el centro de la vida la
cristiana, la fuente de la que brota la vida de la Gracia y, por otro lado, es
el acto al que se dirige toda actividad apostólica, allí donde converge cuanto
la Iglesia hace y dice para la salvación del mundo.
Con el evangelio de
hoy volvemos a San Lucas (Lc 9,11b-17 ). Se nos relata la multiplicación de los panes y los peces, hecho
este que es atestiguado por todos los evangelistas, uno de esos acontecimientos
considerado de capital importancia, no por lo prodigioso sino por el valor
teológico que encierra, por el significado doctrinal tan rico e importante que
entraña.
Jesús está cerca de Betsaida y tiene delante a una gran muchedumbre de gente
pobre, enferma, hambrienta. Es a este pueblo marginado y oprimido al que Jesús
se dirige, “hablándoles del reino de Dios y sanando a los que lo necesitaban”
(v. 11). A continuación Lucas añade un dato importante con el que se introduce
el diálogo entre Jesús y los Doce: comienza a atardecer (v. 12). El momento
recuerda la invitación de los dos peregrinos que caminaban hacia Emaús
precisamente al caer de la tarde: “Quédate con nosotros porque es tarde y está
anocheciendo” (Lc 24,29). En los dos episodios la
bendición del pan acaece al caer el día.
El diálogo entre Jesús y los Doce pone en evidencia dos perspectivas. Por una parte los apóstoles que quieren enviar a la gente a los pueblos vecinos para que se compren comida, proponen una solución “realista”. En el fondo piensan que está bien dar gratis la predicación pero que es justo que cada cual se preocupe de lo material. La perspectiva de Jesús, en cambio, representa la iniciativa del amor, la gratuidad total y la prueba incuestionable de que el anuncio del reino abarca también la solución a las necesidades materiales de la gente.
Al final del v. 12 nos damos cuenta que todo está ocurriendo en un lugar desértico. Esto recuerda sin duda el camino del pueblo elegido a través del desierto desde Egipto hacia la tierra prometida, época en la que Israel experimentó la misericordia de Dios a través de grandes prodigios, como por ejemplo el don del maná. La actitud de los discípulos recuerda las resistencias y la incredulidad de Israel delante del poder de Dios que se concretiza a través de obras salvadoras en favor del pueblo (Ex 16,3-4).
El diálogo entre Jesús y los Doce pone en evidencia dos perspectivas. Por una parte los apóstoles que quieren enviar a la gente a los pueblos vecinos para que se compren comida, proponen una solución “realista”. En el fondo piensan que está bien dar gratis la predicación pero que es justo que cada cual se preocupe de lo material. La perspectiva de Jesús, en cambio, representa la iniciativa del amor, la gratuidad total y la prueba incuestionable de que el anuncio del reino abarca también la solución a las necesidades materiales de la gente.
Al final del v. 12 nos damos cuenta que todo está ocurriendo en un lugar desértico. Esto recuerda sin duda el camino del pueblo elegido a través del desierto desde Egipto hacia la tierra prometida, época en la que Israel experimentó la misericordia de Dios a través de grandes prodigios, como por ejemplo el don del maná. La actitud de los discípulos recuerda las resistencias y la incredulidad de Israel delante del poder de Dios que se concretiza a través de obras salvadoras en favor del pueblo (Ex 16,3-4).
La respuesta de Jesús: “dadles
vosotros de comer” (v. 13) no sólo es provocativa dada la poca cantidad de
alimento, sino que sobre todo intenta poner de manifiesto la misión de los
discípulos al interior del gesto misericordioso que realizará Jesús. Los
discípulos, aquella tarde cerca de Betsaida y a lo
largo de toda la historia de la Iglesia, están llamados a colaborar con Jesús
preocupándose por conseguir el pan para sus hermanos. Después de que los
discípulos acomodan a la gente, Jesús “tomó los cinco panes y los dos peces,
levantó los ojos al cielo, pronunció la bendición, los partió y se los iba
dando a los discípulos para los distribuyeran entre la gente” (v. 16).
El gesto de “levantar los ojos al
cielo” pone en evidencia la actitud orante de Jesús que vive en permanente
comunión con el Dios del reino; la bendición (la berajá
hebrea) es una oración que al mismo tiempo expresa gratitud y alabanza por el
don que se ha recibido o se está por recibir. Es digno de notar que Jesús no
bendice los alimentos, pues para él “todos los alimentos son puros” (Mc 7,19),
sino que bendice a Dios por ellos reconociéndolo como la fuente de todos los
dones y de todos los bienes. El gesto de partir el pan y distribuirlo indiscutiblemente
recuerda la última cena de Jesús, en donde el Señor llena de nuevo sentido el
pan y el vino de la comida pascual, haciéndolos signo sacramental de su vida y
su muerte como dinamismo de amor hasta el extremo por los suyos.
Al final todos quedan saciados y sobran doce canastas (v. 17). El tema de la “saciedad” es típico del tiempo mesiánico. La saciedad es la consecuencia de la acción poderosa de Dios en el tiempo mesiánico. Jesús es el gran profeta de los últimos tiempos, que recapitula en sí las grandes acciones de Dios que alimentó a su pueblo en el pasado. Los doce canastos que sobran no sólo subraya el exceso del don, sino que también pone en evidencia el papel de “los Doce” como mediadores en la obra de la salvación. Los Doce representan el fundamento de la Iglesia, son como la síntesis y la raíz de la comunidad cristiana, llamada a colaborar activamente a fin de que el don de Jesús pueda alcanzar a todos los seres humanos.
Al final todos quedan saciados y sobran doce canastas (v. 17). El tema de la “saciedad” es típico del tiempo mesiánico. La saciedad es la consecuencia de la acción poderosa de Dios en el tiempo mesiánico. Jesús es el gran profeta de los últimos tiempos, que recapitula en sí las grandes acciones de Dios que alimentó a su pueblo en el pasado. Los doce canastos que sobran no sólo subraya el exceso del don, sino que también pone en evidencia el papel de “los Doce” como mediadores en la obra de la salvación. Los Doce representan el fundamento de la Iglesia, son como la síntesis y la raíz de la comunidad cristiana, llamada a colaborar activamente a fin de que el don de Jesús pueda alcanzar a todos los seres humanos.
El
Señor se dio cuenta de que aquel milagro despertó en la muchedumbre el
entusiasmo, hasta el punto de que quieren hacerlo rey. Pero por otro lado les
recrimina que lo busquen sólo porque se han saciado. Buscad el pan del cielo,
les dice, el pan que el Hijo del Hombre os dará. Y luego les aclara que quien
coma de este Pan no morirá para siempre. Esto es mi Cuerpo –nos recuerda—que
será entregado por vosotros.
Para
nuestra vida
Del salmo responsorial nos fijamos
en los dos oráculos, en el versículo inicial del salmo , el primer oráculo nos
dice «Siéntate a mi derecha, y haré de
tus enemigos estrado de tus pies». San Máximo de Turín (siglo IV-V), quien en
su Sermón
sobre Pentecostés lo comenta así: «Según nuestra costumbre, la
participación en el trono se ofrece a aquel que, realizada una empresa,
llegando vencedor merece sentarse como signo de honor. Así pues, también el
hombre Jesucristo, venciendo con su pasión al diablo, abriendo de par en par
con su resurrección el reino de la muerte, llegando victorioso al cielo como
después de haber realizado una empresa, escucha de Dios Padre esta invitación:
“Siéntate a mi derecha”. No debemos maravillarnos de que el Padre ofrezca la
participación del trono al Hijo, que por naturaleza es de la misma sustancia
del Padre… El Hijo está sentado a la derecha porque, según el Evangelio, a la
derecha estarán las ovejas, mientras que a la izquierda estarán los cabritos.
Por tanto, es necesario que el primer Cordero ocupe la parte de las ovejas y la
Cabeza inmaculada tome posesión anticipadamente del lugar destinado a la grey
inmaculada que lo seguirá» (40, 2: Scriptores circa Ambrosium, IV,
Milán-Roma 1991, p. 195).
El segundo oráculo tiene, en
cambio, un contenido sacerdotal (cf. v. 4). Antiguamente, el rey desempeñaba
también funciones cultuales, no según la tradición del sacerdocio levítico, sino
según otra conexión: la del sacerdocio de Melquisedec,
el soberano-sacerdote de Salem, la Jerusalén preisraelita
.
Desde la perspectiva
cristiana, el Mesías se convierte en el modelo de un sacerdocio perfecto y
supremo. La carta
a los Hebreos, en su parte central, exalta este ministerio
sacerdotal «a semejanza de Melquisedec» (Hb 5,10),
pues lo ve encarnado en plenitud en la persona de Cristo.
El Nuevo Testamento recoge,
en repetidas ocasiones, el primer oráculo para celebrar el carácter mesiánico
de Jesús . El mismo Cristo, ante el sumo sacerdote y ante el sanedrín judío, se
referirá explícitamente a este salmo, proclamando que estará «sentado a la
diestra del Poder» divino, precisamente como se dice en el versículo 1 del
salmo 109 (Mc 14,62; cf. 12,36-37).
Este
salmo, nos invita a contemplar el triunfo del Resucitado y a acrecentar nuestra
esperanza de que también la Iglesia, cuerpo de Cristo, participará un día de su
misma gloria, por muchas que sean las dificultades y los enemigos presentes.
Como el antiguo Israel, al que literalmente se refiere el salmo, como Cristo en
los días de su vida, la Iglesia tiene poderosos enemigos que podrían darle
sobrados motivos de temor; pero la misma Iglesia escucha un oráculo del Señor: «Haré de
tus enemigos -la muerte, el dolor, el pecado- estrado de tus pies».
Por la resurrección de Jesucristo de entre los muertos, como cada domingo, celebramos-, Dios nos ha
hecho nacer de nuevo para una esperanza viva. Que la contemplación de la
antigua promesa de Dios al rey de Judá, realizada en la resurrección de Cristo,
tal como nos la hace contemplar este salmo, intensifique nuestra oración de
acción de gracias, por todo lo que el Señor nos ofrece tan misericordiosamente.
En
la segunda lectura se destaca algo muy importante en la vida cristiana. Antes
de que lo entregaran a la muerte y le quitaran la vida, Jesús la ofreció, la
entregó, la donó a los suyos en el pan y en el vino, de la forma más sencilla y
asombrosa que se podía alguien imaginar.
¿Por qué se ha proclamar la muerte
del Señor hasta su vuelta? ¿Para recordar la ignominia y la violencia de su
muerte? ¿Para resaltar la dimensión sacrificial de nuestra redención? ¿Para que no se olvide lo que le ha costado a Jesús la liberación
de la humanidad?. Es importante el valor de la memoria “zikarón”
que es un elemento antropológico imprescindible de nuestra propia historia. No
hacer memoria, significa no tener historia. Y la Iglesia sabe que “nace” de la
muerte de Jesús y de su resurrección. No es simplemente memoria de un muerto o
de una muerte ignominiosa, o de un sacrificio terrible. Es “memoria” (zikarón) de vida, de entrega, de amor consumado, de acción
profética que se adelanta al juicio y a la condena a muerte de las autoridades;
es memoria de su vida entera que entrega en aquella noche con aquellos signos
proféticos sin media. Precisamente para que no se busque la vida allí donde
solamente hay muerte y condena. Es, por otra parte y sobre todo, memoria de
resurrección, porque quien se dona en la Eucaristía de la Iglesia, no es un
muerto, ni repite su muerte gestualmente, sino el Resucitado.
Os dejamos para meditar una homilía de San Juan
Pablo II " 1. "Ecce panis angelorum, factus cibus viatorum: vere panis filiorum":
"Este es el pan de los ángeles, pan de los peregrinos, verdadero pan de
los hijos" (Secuencia).
Hoy la Iglesia muestra al mundo el Corpus Christi, el Cuerpo de Cristo. E invita a adorarlo: Venite, adoremus, Venid, adoremos.
Hoy la Iglesia muestra al mundo el Corpus Christi, el Cuerpo de Cristo. E invita a adorarlo: Venite, adoremus, Venid, adoremos.
La mirada de los creyentes se
concentra en el Sacramento, donde Cristo se nos da totalmente a sí mismo:
cuerpo, sangre, alma y divinidad. Por eso siempre ha sido considerado el más
santo: el "santísimo Sacramento", memorial vivo del sacrificio
redentor.
En la solemnidad del Corpus Christi volvemos a aquel "jueves" que todos llamamos "santo", en el que el Redentor celebró su última Pascua con los discípulos: fue la última Cena, culminación de la cena pascual judía e inauguración del rito eucarístico.
En la solemnidad del Corpus Christi volvemos a aquel "jueves" que todos llamamos "santo", en el que el Redentor celebró su última Pascua con los discípulos: fue la última Cena, culminación de la cena pascual judía e inauguración del rito eucarístico.
Por eso, la Iglesia, desde
hace siglos, ha elegido un jueves para la solemnidad del Corpus Christi, fiesta de adoración, de contemplación y de
exaltación. Fiesta en la que el pueblo de Dios se congrega en torno al tesoro
más valioso que heredó de Cristo, el sacramento de su misma presencia, y
lo alaba, lo canta, lo lleva en procesión por las calles de la ciudad.
2. "Lauda, Sion, Salvatorem!"
(Secuencia).
La nueva Sión, la Jerusalén
espiritual, en la que se reúnen los hijos de Dios de todos los pueblos, lenguas
y culturas, alaba al Salvador con himnos y cantos. En efecto, son inagotables
el asombro y la gratitud por el don recibido. Este don "supera toda
alabanza, no hay canto que sea digno de él" (ib.).
Se trata de un misterio
sublime e inefable. Misterio ante el cual quedamos atónitos y silenciosos, en
actitud de contemplación profunda y extasiada.
3. "Tantum ergo sacramentum veneremur cernui": “Adoremos,
postrados, tan gran sacramento”.
En la santa Eucaristía está
realmente presente Cristo, muerto y resucitado por nosotros.
En el pan y en el vino consagrados permanece con nosotros el mismo Jesús de los evangelios, que los discípulos encontraron y siguieron, que vieron crucificado y resucitado, y cuyas llagas tocó Tomás, postrándose en adoración y exclamando: “Señor mío y Dios mío” (Jn 20, 28; cf. 20, 17-20).
En el pan y en el vino consagrados permanece con nosotros el mismo Jesús de los evangelios, que los discípulos encontraron y siguieron, que vieron crucificado y resucitado, y cuyas llagas tocó Tomás, postrándose en adoración y exclamando: “Señor mío y Dios mío” (Jn 20, 28; cf. 20, 17-20).
En el Sacramento del altar se
ofrece a nuestra contemplación amorosa toda
la profundidad del misterio de Cristo, el Verbo y la carne, la gloria
divina y su tienda entre los hombres. Ante él no podemos dudar de que Dios está
"con nosotros", que asumió en Jesucristo todas las dimensiones humanas,
menos el pecado, despojándose de su gloria para revestirnos a nosotros de ella
(cf. Jn 20, 21-23).
En su cuerpo y en su sangre se
manifiesta el rostro invisible de Cristo,
el Hijo de Dios, con la modalidad más sencilla y, al mismo tiempo, más elevada
posible en este mundo. A los hombres de todos los tiempos, que piden
perplejos: "Queremos ver a Jesús" (Jn 12, 21), la comunidad eclesial responde repitiendo el gesto que
el Señor mismo realizó para los discípulos de Emaús: parte el pan. Al partir el pan se abren los ojos de quien lo busca
con corazón sincero. En la Eucaristía la mirada del corazón reconoce a Jesús y
su amor inconfundible, que se entrega "hasta el extremo" (Jn 13, 1). Y en él, en ese gesto suyo, reconoce el rostro de Dios.
4. "Ecce panis
angelorum..., vere panis filiorum": “He
aquí el pan de los ángeles..., verdadero pan de los hijos”.
Con este pan nos alimentamos
para convertirnos en testigos auténticos del Evangelio. Necesitamos este pan
para crecer en el amor, condición indispensable para reconocer el rostro de
Cristo en el rostro de los hermanos.
Nuestra comunidad diocesana
necesita la Eucaristía para proseguir en
el camino de renovación misionera que ha emprendido. Precisamente en días
pasados se ha celebrado en Roma la asamblea diocesana; en ella se analizaron
"las perspectivas de comunión, de formación y de carácter misionero en la
diócesis de Roma para los próximos años". Es preciso seguir nuestro camino
"recomenzando" desde Cristo, es decir, desde la Eucaristía. Caminemos
con generosidad y valentía, buscando la comunión dentro de nuestra comunidad
eclesial y dedicándonos con amor al servicio humilde y desinteresado de todos,
especialmente de las personas más necesitadas.
En este camino Jesús nos
precede con su entrega hasta el sacrificio y se nos ofrece como alimento y
apoyo. Más aún, no cesa de repetir en todo tiempo a los pastores del pueblo de
Dios: "Dadles vosotros de comer" (Lc 9, 13); partid para todos este
pan de vida eterna.
Se trata de una tarea difícil
y exaltante, una misión que dura hasta el final de los siglos.
5. "Comieron todos hasta saciarse" (Lc 9, 17). A través de las palabras del evangelio que acabamos de escuchar nos llega el eco de una fiesta que, desde hace dos mil años, no tiene fin. Es la fiesta del pueblo en camino en el éxodo del mundo, alimentado por Cristo, verdadero pan de salvación.
5. "Comieron todos hasta saciarse" (Lc 9, 17). A través de las palabras del evangelio que acabamos de escuchar nos llega el eco de una fiesta que, desde hace dos mil años, no tiene fin. Es la fiesta del pueblo en camino en el éxodo del mundo, alimentado por Cristo, verdadero pan de salvación.
Al final de la santa misa
también nosotros nos pondremos en camino en el centro de Roma, llevando el cuerpo de Cristo escondido en
nuestro corazón y muy visible en el ostensorio.
Acompañaremos el Pan de vida
inmortal por las calles de la ciudad. Lo adoraremos y en torno a él se
congregará la Iglesia, ostensorio vivo del Salvador del mundo.
Ojalá que los cristianos de
Roma, fortalecidos por su Cuerpo y su Sangre, muestren a Cristo a todos con su
modo de vivir: con su unidad,
con su fe gozosa y con su bondad.
Que nuestra comunidad
diocesana recomience intrépidamente desde Cristo, Pan de vida inmortal.
Y tú, Jesús, Pan vivo que da
la vida, Pan de los peregrinos, "aliméntanos y defiéndenos, llévanos a los
bienes eternos en la tierra de los vivos". Amén". (San
JP II. Solemnidad del
Corpus Christi. Basílica de San Juan de Letrán. jueves 14 de
junio de 2001).
Rafael Pla Calatayud.
rafael@sacravirginitas.org
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