domingo, 21 de abril de 2024

Comentario a las Lecturas del IV Domingo de Pascua 21 de abril de 2024

 

Comentario a las Lecturas del IV Domingo de Pascua 21 de abril de 2024

En este cuarto domingo de Pascua, celebramos en la Iglesia universal la Jornada Mundial de Oración por las Vocaciones y, al mismo tiempo en España, la Jornada de Vocaciones Nativas. A la vez que rogamos al Dueño de la mies que envíe nuevas vocaciones a su mies, nos sentimos responsables de la formación y el sostenimiento de quienes han


respondido a la llamada en los territorios de misión.

Las lecturas de hoy  testimonian la huella dejada por Jesús Resucitado en su rebaño, tras un tiempo de debilidad y miedo.

 

En la primera lectura de los Hechos de los Apóstoles (Hch. 4,8-12), El fragmento del libro de los Hechos que leemos hoy corresponde al discurso de Pedro ante el sanedrín, luego de haber sido encarcelado con motivo de la curación de un cojo de nacimiento y de las arengas al pueblo, hechos considerados "subversivos" por las autoridades religiosas de Israel. Consecuente con lo que había dicho al lisiado -"Plata y oro no tengo, pero lo que tengo, te lo doy: en nombre de Jesucristo de Nazaret, camina" (Ac 3, 6)-, Pedro reafirma su actitud ante el tribunal: "Por el nombre de Jesucristo Nazareno, se presenta éste sano ante vosotros". Y aprovecha la ocasión para predicar, una vez más, lo que considera esencial en su mensaje: el misterio pascual de Jesucristo, única fuente de la verdadera salvación.

Pedro y Juan continúan su testimonio en Jerusalén: "os perseguirán... por causa de mi nombre; así tendréis ocasión de dar testimonio" (Lc 21,12.13). La comunidad cristiana persevera en la plegaria y pide fuerza para proseguir con valentía el servicio de la palabra: «Cuando os conduzcan a las sinagogas, ante los magistrados y las autoridades, no os preocupéis de cómo os vais a defender o de qué vais a decir, porque el Espíritu Santo os enseñará en aquel momento lo que hay que decir» (Lc 12, 11.12).

El texto de hoy se centra así, en las consecuencias de un milagro que asombró a toda la ciudad de Jerusalén. Pedro, lleno del Espíritu Santo, responde con claridad y fortaleza, haciendo una confesión clara y valiente, ante el Sanedrín, el Tribunal Supremo de Israel. Pedro, lleno del Espíritu Santo, dijo: a los jefes del pueblo y ancianos "... ha sido el nombre de Jesucristo Nazareno, a quien vosotros crucificasteis y a quien Dios resucitó de entre los muertos; por su nombre, se presenta éste sano ante vosotros.".

Concluye San Pedro con claridad: "Jesús es la piedra que desechasteis vosotros, los arquitectos, y se ha convertido en piedra angular".

La piedra angular, la que cierra el arco, la que hace de cuña, la que contrarresta las dos fuerzas contrarias del ángulo curvilíneo, la que sostiene, la que culmina. Piedra fundamental y necesario para seguridad de la edificación. Eso es Cristo para la salvación de los hombres, para la liberación de su pueblo.

"Y no hay salvación en ningún otro; pues ningún otro nombre debajo del cielo es dado a los hombres para salvarnos". No hay otro camino que Cristo, no hay otra piedra angular. Sólo Él puede salvar al hombre, sólo Él puede sostener el edificio de nuestra vida personal.

Como San Pedro también los demás apóstoles sabían muy bien que ellos no eran los que curaban a los enfermos, sino que era Jesús, el Cristo, el que lo hacía a través de ellos.

 

El salmo responsorial de hoy (Sal 117, 1 y 8-9. 21-23. 26 y 28-29), es utilizado por la Iglesia con particular frecuencia y eficacia en el Tiempo Pascual durante el cual conmemora la Resurrección de Cristo. Celebramos el día de la Creación, pero, sobre todo, el Domingo de la Resurrección, cuando la humanidad, perdida por el pecado, es hallada de nuevo en el paraíso de la gracia. Ese Domingo señala para el género humano el inicio de una nueva era y la Iglesia, en la noche de la Vigilia pascual y a lo largo de toda la Octava, saluda el nacimiento de ese día glorioso con el canto solemne de este salmo.[1]

Este salmo fue utilizado por primera vez el año 444 Antes de Jesucristo, en la fiesta de los Tabernáculos (Nehemías 8,13-18). Hace parte del ritual actual de esta fiesta. La fiesta de los Tabernáculos era la más popular: el "patio de las mujeres" en la explanada del Templo, permanecía iluminado toda la noche...

Procesionalmente se iba a buscar el "agua viva" a la piscina de Siloé... Y durante siete días consecutivos, se vivía en chozas de ramaje en recuerdo de los años de la larga peregrinación liberadora en el desierto... En el Templo la alegría se expresaba mediante una "danza" alrededor del altar: en una mano se agitaba un ramo verde; la otra se apoyaba en el hombro del vecino, en una especie de ronda... se giraba alrededor del altar balanceándose rítmicamente y cantando "¡Hosanna! ¡Bendito sea el que viene en nombre del Señor!"

"Dad gracias al Señor porque es bueno, porque es eterna su misericordia": "¿Qué otra cosa podremos cantar allí -en el Cielo- sino sus alabanzas? Tú eres mi Dios, te doy gracias; Dios mío, yo te ensalzo. Pero no proclamaremos estas alabanzas con palabras; más bien será el amor mismo, que nos unirá a Él, quien gritará. Esa voz, incluso, será la voz del mismísimo amor. Dad gracias al Señor porque es bueno, porque es eterna su misericordia: el texto comienza y concluye con estas palabras; son el primer versículo y el último del salmo porque de todo lo que hemos venido narrando desde el principio hasta el fin, no hay cosa que más nos pueda embelesar que la alabanza a Dios y un eterno «Aleluya»."[2]

A partir de esta experiencia el salmista dará un testimonio personal ante la asamblea: «Mejor es refugiarse en el Señor que fiarse de los hombres; mejor es refugiarse en el Señor que fiarse de los jefes» (vv. 7-8), utilizando los verbos refugiarse y confiar, en que hay un éxodo desde sus soledades, y un dejarse envolver y arropar con el abrigo de la Presencia, una presencia inmunizadora. Somos libres. No tenemos miedo.

  El salmista da gracias y reconoce la obra de Dios: "Te doy gracias porque me escuchaste y fuiste mi salvación." (v 21)

El coro retorna la palabra para comentar, conmovido, los acontecimientos de liberación (vv. 22-25): resulta que aquél que nuestros ojos lo contemplaron pisoteado bajo los pies de sus enemigos, herido por el aguijón de las lenguas venenosas, despreciado con frecuencia, y siempre el último, resulta que ahora ha sido constituido en la piedra angular y viga maestra del edificio (v. 22).

Es un «milagro patente» (v. 23), todo ha sido obra del Señor. Sucedió que el Señor irrumpió en el escenario de la historia, hizo proezas increíbles, sacó prodigios de la nada y dejó mudas a las naciones. ¡Hosanna! Señor, ¡sálvanos! (v. 25).

El personaje liberado renueva su profesión allí delante del altar, en un tono personal, sumamente interior y pronunciada en el último nivel: «Tú eres mi Dios» (v. 28); de Ti vengo, en Ti soy, hacia Ti camino, en Ti descansaré, a Ti te busco desde la aurora de mi vida, desde siempre y para siempre Tú eres mi Dios, el único de mi vida.

Y el coro clausura esta brillante representación retomando el estribillo inicial y repitiéndolo como un acorde de coronación: Gloria y loor al Inmortal «porque es eterna su misericordia» (v. 29).

  Recitamos en el salmo: "La piedra que desecharon los arquitectos, es ahora la piedra angular."   "Es el Señor quien lo ha hecho, ha sido un milagro patente."

Según testimonio de los tres evangelistas sinópticos, Jesús se aplicó explícitamente este salmo (Mateo 21,42; Marcos 12,10; Lucas 20,17), para concluir la parábola de los "viñadores homicidas": "la piedra que desecharon los constructores, se convirtió en la ¡piedra angular!".

Jesús, se consideraba como esta "piedra" rechazada por los jefes de su pueblo (anuncio de su muerte), y que llegaría a ser la base misma del edificio espiritual del pueblo de Dios. El día de los ramos, los mismos evangelistas señalan cuidadosamente que la muchedumbre aclamó a Jesús con las palabras del salmo: "¡Hosanna, bendito el que viene en nombre del Señor!".

No olvidemos que el "rey" que habla en este salmo, es un símbolo, un "revestimiento midráshico". Este rey vencedor de todos sus enemigos, es el Rey Mesiánico. Y la victoria que se celebra aquí, es la victoria escatológica, la victoria completa y definitiva de Dios sobre todas las potencias del "mal". La obra de Dios, es la obra salvífica, la salvación del pecado y de la muerte. "Y el día que hizo el Señor, es el famoso día de Yahveh", en que su reino brillará a plena luz.

Hacer de este salmo la oración de Jesús de Nazaret no es nada artificial. Sabemos que El, efectivamente, cantó este salmo después de la comida de Pascua, cada año de su vida terrena, y particularmente la tarde del Jueves Santo, ya que hacía parte del Hallel al finalizar la comida Pascual.

 

La segunda lectura (Primera carta de San Juan, 3,1-2), nos recuerda el amor de Dios. "Mirad qué amor nos ha tenido el Padre para llamarnos hijos de Dios, pues ¡lo somos!". Nos dice Juan en su Primera Carta que “somos hijos de Dios, pero aún no se ha manifestado lo que seremos; sabemos que, cuando se manifieste, seremos semejantes a él, porque le veremos tal cual es”.

Estos versículos inauguran la segunda parte de la carta de Juan. Si hasta ahora ha hablado sobre todo de comunión y de conocimiento de Dios, Juan vuelve ahora al mismo tema, pero desde otro punto de vista: el de filiación.

Juan ha hablado en el versículo anterior (1 Jn 2,29) de nuestra procreación, imagen expresiva del don que Dios nos hace de su vida. Ya en el Evangelio había subrayado Juan la necesidad de ese nuevo nacimiento en el bautismo (Jn 3, 3-8).

Engendrados de ese modo, los cristianos pueden ser llamados con todo derecho hijos de Dios (v. 1). Pero esa expresión se presta a equívocos, puesto que muchas religiones contemporáneas reivindicaban ya ese título para sus miembros: los judíos le utilizaban (Dt 14, 1) y las religiones mistéricas lo conferían solemnemente a sus iniciados. Pero se trataba sólo de metáforas.

Juan insiste mucho sobre el hecho de que el cristiano, debido a que participa realmente de la vida divina, es realmente hijo de Dios: "Y nosotros lo somos" (v. 1). Cierto que la realidad de nuestra filiación divina es indudable, pero está todavía en devenir. Por eso el mundo no puede ver que los cristianos son hijos de Dios. ¿Y cómo podría verlo ese mundo que se niega a reconocer a Dios? (v. 1 b).

"El mundo no nos conoce porque no lo conoció a él".

Quien acepta agradecido el hecho de que por el amor, incomprensiblemente grande del Padre, ha llegado a ser "hijo de Dios", ha de aceptar también con decisión la extrañeza que el "mundo" adopte frente a él.

No es posible, al mismo tiempo, aceptar el amor gratuito del Padre y el "amor al mundo" (2,15). El "mundo" no nos conoce, no nos puede acoger como si le perteneciéramos a él, como tampoco conoció a Jesús y por tanto lo aborreció.

"Queridos ahora somos hijos de Dios y aún no se ha manifestado lo que seremos. Sabemos que, cuando se manifiesta, seremos semejantes a él, porque la veremos tal cual es". (1 Jn 3, 2)

La grandeza de lo que se nos ha concedido gratuitamente -poder ser hijos de Dios- no la alcanzaríamos si el horizonte no se ampliara inmensamente.

El "haber nacido de Dios" y el "ser hijos de Dios" son cosas que tienen unas consecuencias que ahora no podemos verlas.

Esto significa que tenemos a la puerta una transformación que ahora no podemos imaginar.

Esta idea de purificación previa a la visión de Dios y, por tanto, a todo cumplimiento de nuestra filiación tiene probablemente un origen ritual. El sumo sacerdote judío procedía a numerosas abluciones y purificaciones antes de penetrar en el Santo de los santos . Pero el Sumo Sacerdote de la nueva alianza ha penetrado de una vez para siempre en el Santo de los santos, purificado por su propia sangre (Heb 9, 11-14; 10, 11-18) y purificando a todos los que están unidos a El. La pureza no se adquiere ya por medio de abluciones o de inmolaciones, sino por dependencia filial de Cristo a la voluntad de amor de su Padre manifestada en el sacrificio. Podremos aspirar, por tanto, a la purificación que nos habilita a ver a Dios en la medida en que compartamos con Cristo un sacerdocio hecho de amor y de obediencia filial.

 

El evangelio de hoy (Juan 10, 11-18). El capítulo 10 de Jn contiene la alegoría del pastor modelo, constituyendo una verdadera síntesis del misterio de la salvación.

En el v. 11 tenemos una definición descriptiva de Jesús como pastor. Este tema abre una serie de relaciones entre Jesús y los suyos haciendo ver que el conocimiento mutuo no es un conocimiento de tipo psicológico, ni un conocimiento entre maestro y discípulo, sino que es un conocimiento de amor, basado en las relaciones del Padre con Jesús. Por eso mismo, toda relación entre los que creen debe tener como base un amor real.

El razonamiento del pastoreo de Jesús arranca de un símil tomado de la vida no metafórica de los pastores: la llegada del lobo. En una situación así, continúa el símil, la capacidad de desprendimiento en beneficio de las ovejas da la medida exacta del pastor, probando al que realmente es del que sólo aparentaba serlo. A este último, en realidad, no le importaban las ovejas.

Hasta aquí el símil (v. 13). Lo central en él es la capacidad de desprendimiento en beneficio de las ovejas. Este es precisamente el caso de Jesús en el texto de hoy: "Conozco a mis ovejas y las mías me conocen". A conocer la ley Juan opone conocer a las ovejas. Ambos conocimientos los presenta a su vez dotados de una dinámica contrapuesta. La dinámica del conocimiento de la ley es la separación, la expulsión, la excomunión de las personas (cfr. Jn. 9, 22.34); la del conocimiento de las ovejas es la entrega de la propia vida en beneficio de ellas. De todas las ovejas, no sólo de las judías.

Juan introduce aquí un nuevo contraste: al exclusivismo opone la universalidad. Las "otras ovejas que no son de este redil" son todos aquéllos que no son judíos de nacimiento o por adopción y que en el cuarto evangelio quedan englobados bajo la denominación de "griegos". El autor está preparando la gran fiesta pascual de Jn. 12, 20-36, donde se nos dice que unos griegos quieren ver a Jesús. Será entonces cuando resuene solemne lo siguiente: "Ha llegado la hora de que sea glorificado el Hijo del Hombre". Será, en efecto, entonces cuando se habrá hecho "un solo rebaño con un solo pastor".

En la última parte del texto de hoy se nos habla  del voluntario desprendimiento de la propia vida. La muerte del pastor no es explicable solamente como un fatal desenlace o como un juego de fuerzas y de intereses. "Nadie me quita la vida, sino que yo la entrego libremente". La muerte del pastor es consecuencia de su opción por las ovejas, por todas las ovejas. Por eso es el buen pastor a quien el Padre ama.

Así comenta San Agustín este evangelio: Jn 10,11-18: "Mis ovejas escuchan mi voz y me siguen (Jn 10,27). Aquí encuentro a todos los pastores en uno solo. No faltan los buenos pastores, pero se hallan en uno solo. Los que están divididos son muchos. Aquí se anuncia uno solo porque se recomienda la unidad. Quizá digas que ahora no se habla de pastores, sino de un solo pastor, porque no encuentra el Señor a quien confiar sus ovejas. Entonces las confió porque encontró a Pedro. Al contrario, en el mismo Pedro nos recomendó la unidad. Eran muchos los apóstoles y a uno sólo se dice: Apacienta mis ovejas (Jn 21,16). ¡Lejos de nosotros afirmar que faltan ahora buenos pastores; lejos de nosotros el que falten, lejos de su misericordia el que no los haga nacer y otorgue! En efecto, si hay ovejas buenas, hay también pastores buenos, pues de las buenas ovejas salen buenos pastores. Pero todos los buenos pastores están en uno, son una sola cosa. Apacientan ellos: es Cristo quien apacienta. Los amigos del esposo no dicen que es su voz propia, sino que gozan de la voz del esposo.

Por tanto, es él mismo quien apacienta, cuando ellos apacientan. Dice: «Soy yo quien apaciento», pues en ellos se halla la voz de él, en ellos su caridad. Al mismo Pedro a quien confiaba sus ovejas, como si fuera su «otro yo», quería hacerle una sola cosa consigo, para confiarle luego las ovejas, porque así él sería la cabeza y mantendría la figura del cuerpo, es decir, de la Iglesia; como esposo y como esposa serían dos una sola carne. Por lo tanto, al confiarle las ovejas, ¿qué le pregunta antes para no confiárselas a otro distinto de sí? Pedro, ¿me amas? Y le responde: Te amo. De nuevo: ¿Me amas? Y respondió: Te amo. Confirma la caridad para consolidar la unidad. Él mismo, siendo único apacienta en ellos, y ellos apacientan en el único. No se habla de los pastores, y se está hablando. Se glorían los pastores, pero quien se gloríe, que se gloríe en el Señor. Esto es lo que significa el que Cristo apacienta: esto es apacentar con Cristo, apacentar en Cristo y no apacentarse a sí mismo fuera de Cristo.

No pensaba en la penuria de los pastores, como si el profeta anunciase como venideros estos malos tiempos, cuando dijo: Yo apacentaré a mis ovejas, como indicando: «No tengo a quién confiarlas». En efecto, cuando aún vivía Pedro y cuando aún se hallaban en esta carne y en esta vida los apóstoles mismos, dijo aquel pastor único, en quien son todos una sola cosa: Tengo otras ovejas que no son de este redil; es preciso que yo las atraiga, para que haya un solo rebaño y un solo pastor (Jn 10,16). Estén todos en el único pastor, anuncien todos la única voz del pastor, de modo que la oigan las ovejas y sigan a su pastor, no a éste o al otro, sino al único. Anuncien en él todos una sola voz; no tengan diversas voces. Os ruego, hermanos, que anunciéis todos lo mismo y no haya entre vosotros cismas (1 Cor 1,10). Oigan las ovejas esta voz liberada de todo cisma, expurgada de toda herejia, y sigan a su pastor que dice: Las ovejas que son mías, oyen mi voz y me siguen." (San Agustín. Sermón 46,30).

Para tu vida.

En este domingo la fortaleza en nuestra vida cristiana ya viene explicitada desde la primera lectura. "Jesús es la piedra que desechasteis vosotros, los arquitectos, y que se ha convertido en piedra angular; ningún otro puede salvar y, bajo el cielo. no se nos ha dado otro nombre que pueda salvarnos". Esta enseñanza de San Pedro debe servirnos también hoy a nosotros: nosotros, los cristianos, actuamos en nombre de Cristo, y queremos que a través de nuestras obras los no cristianos vean y conozcan a Cristo. No buscamos con nuestras buenas obras una gloria propia, sino la mayor gloria de Dios, manifestada en Cristo Jesús. Nuestra caridad y nuestra generosidad deben manifestar la generosidad de Dios; sólo en este sentido nuestra caridad será auténtica evangelización cristiana. Una caridad y una generosidad que busca la gloria del que la hace no es evangelización cristiana, sino sólo aquella que va dirigida a manifestar la generosidad de Dios; solo esta es evangelización cristiana.

Hoy se llama la atención  respecto a Cristo, el Buen Pastor, El es el centro vital que debe polarizar las vivencias de todas las personas integradas en su Iglesia. Signos visibles de Cristo, son nuestros pastores, puestos por Dios para regir nuestras almas en su Iglesia hasta que vuelva.

La Jornada Mundial de Oración por las Vocaciones que hoy celebramos nos invita a una constante acción de gracias a Dios que se ha de traducir en una vida consecuente: la que brota de la fe nutrida por la esperanza. A la espera de un nuevo Pentecostés vocacional, hemos de proseguir trabajando y sembrando como si todo dependiese de nosotros, sabiendo que todo está en manos del Señor Resucitado, Buen Pastor.

Por amor al Evangelio, dejándonos guiar por la Palabra viva que penetra hasta el lugar donde nacen las intenciones y se mueve el deseo, dejémonos penetrar por la mirada de Cristo y prestemos gozosa atención a su comunicación.

 

En la primera lectura nos encontramos con San Pedro, el Primer Pastor-Vicario de Cristo en su Iglesia, inicia su misión de proclamar ante el mundo que sólo en Cristo, Buen Pastor, es posible nuestra salvación. Cristo es la piedra angular. En Él nos apoyamos y nos sostenemos todos. Es el gran fundamento de nuestra fe, de toda nuestra vida cristiana.

«la piedra que desecharon los arquitectos es ahora la piedra angular». Quizá nosotros seguimos haciendo lo mismo, y desechamos las piedras angulares de nuestra vida, porque desechamos a los pobres (a las ovejas «perdidas»), sin darnos cuenta que ellos son los que nos ofrecen la posibilidad de ser más humanos, más cercanos, más hermanos. Si, como él dijo, lo que le hacemos a uno de los más pequeños se lo hacemos al propio Jesús, Jesús sigue siendo la piedra angular del mundo que continuamente es empujada fuera de nosotros, por todos.

 

En el Salmo de hoy hacemos una esplendida manifestación de fe: «Dad gracias al Señor, porque es bueno, porque es eterna su misericordia. Mejor es refugiarse en el Señor que fiarse de los hombres; mejor es refugiarse en el Señor, que fiarse de los jefes».

En este salmo se nos recuerda y se nos invita a revivir la razón y motivo de nuestra fortaleza, desde una actitud de humilde  agradecimiento.

. Te doy gracias porque me escuchaste

y fuiste mi salvación,

La piedra que desecharon los arquitectos.

es ahora la piedra angular.

Es el Señor quien lo ha hecho,

ha sido un milagro patente.

Así comenta San Juan Pablo II este salmo: " Un canto de alegría y de victoria

1. Cuando el cristiano, en sintonía con la voz orante de Israel, canta el salmo 117, que acabamos de escuchar, experimenta en su interior una emoción particular. En efecto, encuentra en este himno, de intensa índole litúrgica, dos frases que resonarán dentro del Nuevo Testamento con una nueva tonalidad. La primera se halla en el versículo 22:  "La piedra que desecharon los arquitectos es ahora la piedra angular". Jesús cita esta frase, aplicándola a su misión de muerte y de gloria, después de narrar la parábola de los viñadores homicidas (cf. Mt 21, 42). También la recoge san Pedro en los Hechos de los Apóstoles:  "Este Jesús es la piedra que vosotros, los constructores, habéis desechado y que se ha convertido en piedra angular. Porque no hay bajo el cielo otro nombre dado a los hombres por el que nosotros debamos salvarnos" (Hch 4, 11-12). San Cirilo de Jerusalén comenta:  "Afirmamos que el Señor Jesucristo es uno solo, para que la filiación sea única; afirmamos que es uno solo, para que no pienses que existe otro (...). En efecto, le llamamos piedra, no inanimada ni cortada por manos humanas, sino piedra angular, porque quien crea en ella no quedará defraudado" (Le Catechesi, Roma 1993, pp. 312-313). La segunda frase que el Nuevo Testamento toma del salmo 117 es la que cantaba la muchedumbre en la solemne entrada mesiánica de Cristo en Jerusalén:  "¡Bendito el que viene en nombre del Señor!" (Mt 21, 9; cf. Sal 117, 26). La aclamación está enmarcada por un "Hosanna" que recoge la invocación hebrea hoshia' na':  "sálvanos".

2. Este espléndido himno bíblico está incluido en la pequeña colección de salmos, del 112 al 117, llamada el "Hallel pascual", es decir, la alabanza sálmica usada en el culto judío para la Pascua y también para las principales solemnidades del Año litúrgico. Puede considerarse que el hilo conductor del salmo 117 es el rito procesional, marcado tal vez por cantos para el solista y para el coro, que tiene como telón de fondo la ciudad santa y su templo. Una hermosa antífona abre y cierra el texto:  "Dad gracias al Señor porque es bueno, porque es eterna su misericordia" (vv. 1 y 29).

La palabra "misericordia" traduce la palabra hebrea hesed, que designa la fidelidad generosa de Dios para con su pueblo aliado y amigo. Esta fidelidad la cantan tres clases de personas:  todo Israel, la "casa de Aarón", es decir, los sacerdotes, y "los que temen a Dios", una expresión que se refiere a los fieles y sucesivamente también a los prosélitos, es decir, a los miembros de las demás naciones deseosos de aceptar la ley del Señor (cf. vv. 2-4)."( San  Juan Pablo II. Audiencia general. Miércoles 5 de diciembre de 2001).

 

En la segunda lectura se reflexiona acerca de como toda la autoridad redentora de Cristo y de sus Vicarios o Pastores en la Iglesia, se cifra en hacer visible la amorosa  paternidad de Dios sobre nosotros sus hijos. "Veremos a Dios tal cual es"

Aún no participamos de la gloria de Cristo, aún no podemos ver a Dios, "aún no se ha manifestado lo que seremos".

La filiación divina del cristiano es por tanto una realidad escatológica (v. 2). Desconocida del mundo, está expuesta a veces al peligro de pasar desapercibida para el mismo cristiano, tan banal y difícil es frecuentemente su vida. La filiación divina no está aún claramente manifestada: tendrá su pleno efecto en el mundo futuro y sólo en ese momento realizará, por gracia, la vieja ambición anterior de ser semejante a Dios (Gén 5, 5). San Juan enseña que el camino que conduce a la divinización pasa por la purificación (v. 3), porque solo los corazones puros verán a Dios.

 Comenta San Agustín:

 «¿Qué mayor gracia pudo hacernos Dios? Teniendo un Hijo único lo hizo Hijo del Hombre, para que el hijo del hombre se hiciera hijo de Dios. Busca dónde está tu mérito; busca de dónde procede, busca cuál es tu justicia; y verás que no puedes encontrar otra cosa que no sea pura gracia de Dios» (Sermón 185),

También San Ambrosio lo dice:

«El que tiene el Espíritu de Dios se convierte en hijo de Dios. Hasta tal punto es hijo de Dios que no recibe un espíritu de servidumbre, sino el  espíritu de los hijos, de modo que el Espíritu Santo testimonia a nuestro espíritu que nosotros somos hijos de Dios» (Carta 35,4).

 

Cada año en el cuarto domingo de Pascua leemos un fragmento del capítulo 10 de san Juan, que muestra la misión de Jesús a través de diversas imágenes referidas al tema de las ovejas y el pastoreo. En este ciclo B leemos la parte central de este capítulo que nos presenta a JC como buen pastor y destaca sus principales características, las cuales no son estrictamente las que podríamos deducir si nos imaginamos lo que es un pastor. Se nos recuerda como el Buen Pastor da la vida por sus ovejas. La garantía de nuestra salvación está en el Corazón de Cristo Jesús que, como Buen Pastor, dio su vida por sus ovejas. Nos amó y se entregó por nosotros (Ef 2,4).

La imagen del Buen Pastor es muy querida por las primeras comunidades cristianas. Él Buen Pastor “da la vida por las ovejas". Sin haber cometido pecado sufre la pasión por nosotros, carga con nuestros pecados, sube al leño para curarnos. Nos defiende de todo peligro, no perecemos y nadie puede arrebatarnos de su mano. No hay otro guía que nos conduzca por verdes praderas y nos dé la vida eterna.

Jesús se nos presenta como el Buen Pastor. No dice un buen pastor sino el Buen Pastor. Ya el profeta Ezequiel, cuando hablaba de los malos pastores de Israel, vaticinó un pastor único que, a diferencia de aquéllos, se preocupe de apacentar a las ovejas, sea el fiel sucesor de su padre David que arriesgaba su vida por salvar el rebaño de las fieras del campo. Jesús llegará más allá todavía. Él no se limitará a arriesgar la vida por su grey, él morirá por salvarla. Por eso nos dice en este pasaje: Yo doy mi vida por las ovejas.

El buen pastor llega a querer a sus ovejas como un padre y una madre quiere a sus hijos, estando siempre dispuestos a dar su vida, si llegara el caso, por ellos. Cristo fue un buen pastor en este sentido heroico: dio su vida por las ovejas, por nosotros. El ejemplo de Cristo, en este sentido, como buen pastor, debemos tenerlo siempre presentes los cristianos, de tal manera que los que nos vean puedan ver en nuestro comportamiento el ejemplo de Cristo.

Jesús no solo es Pastor de la ovejas que están en el redil, sino también de otras ovejas. El Señor dice que tiene, además, otras ovejas que no son de este redil. Jesús piensa en las que están fuera, esas que se han extraviado y a las que es preciso ir a buscar y traerlas al mejor redil, el único donde hay seguridad y salvación."Tengo, además, otras ovejas que no son de este redil; también a ésas las tengo que traer, y escucharán mi voz y habrá un solo rebaño, un solo Pastor".

Como última reflexión fijémonos en la figura y realidad del pastoreo en la Iglesia. Cualquier otro pastor dentro de la Iglesia solamente puede colocarse delante del rebaño para hacer presente al Buen Pastor que "da la vida por sus ovejas". La autoridad es un servicio que llega, si es preciso, hasta la muerte. Solamente así, como servicio, es la autoridad una representación del servicio de Aquel que "vino al mundo para servir y no para ser servido".

Nadie puede sustituir al Buen Pastor. En este sentido el Buen Pastor no tiene sucesores, porque no los necesita: Jesucristo no es un muerto, ¡ha resucitado y está con nosotros! Por lo tanto, cualquier otra persona que represente a Cristo en la visibilidad de la Iglesia ha de comportarse siempre sabiendo que su ministerio es un "servicio" por el que no lo sustituye, sino por el que lo hace visiblemente presente. Cuando muere un rey, éste cede su lugar al príncipe heredero: "Ha muerto el rey, ¡viva el rey!". El verdadero rey es, en este caso, el que vive y su autoridad es ya la única existente. Pues bien, éste no es el caso de Cristo y el de aquellos que lo representan. El Señor dice: "Yo soy el Buen Pastor", el único e insustituible Buen Pastor.

Nosotros somos sus ovejas, no las del Papa o del Obispo o del Párroco, sino las del Buen Pastor.

A partir de aquí es conveniente corregir una serie de expresiones que no son del todo correctas; por ejemplo, llamar a un sacerdote "otro Cristo".

Todo el que da la vida por sus hermanos hace presente también a Cristo como Buen Pastor. Así, pues, además de la autoridad oficial, existe en la Iglesia una autoridad de hecho, que se funda exclusivamente en el servicio a la comunidad. En este sentido, todos podemos y debemos cargar con la cruz de nuestro servicio, de aquel servicio que sólo uno mismo puede prestar a todos los demás y que consiste en la entrega de la propia vida. Cuando uno entrega su propia vida está él solo frente a los demás y en su soledad, hace presente el servicio del Buen Pastor que muere en la Cruz por todos los hombres.

Preguntémonos, ¿a quién seguimos?, ¿quién es nuestro pastor?, ¿qué voces seguimos? Pedro escuchó la Voz de Jesús y decidió seguirle. Ahora da testimonio valiente de Jesús ante el Consejo de ancianos. Actúa ya como pastor asumiendo la misión que le ha dado Jesucristo resucitado. Pe­dro recibió de Jesús la misión de apacentar las ovejas, el rebaño del Señor. En ningún otro existe la salvación, sólo en Jesucristo, el Resucitado, así concluye el discurso del apóstol Pedro.

También en este domingo del Buen Pastor todos nosotros, los cristianos, debemos pedir a Dios nuestro Padre que nos conceda la gracia de vivir movidos durante toda nuestra vida por una generosidad heroica, tratando de imitar en la medida de nuestras fuerzas a su Hijo Jesús, el que dio su vida por nosotros con libertad y amor divino. El ejemplo de tantos santos cristianos, que entregaron su vida por los demás con generosidad heroica, nos dice que también nosotros, con la gracia de Dios, podremos hacerlo.

También  en este domingo del buen pastor se nos invita a pensar y a orar por las vocaciones: un tema eclesial que vale la pena tener presente.

 

Estando ya en la cuarta semana de Pascua, es un momento muy adecuado para preguntarnos en esta Pascua ¿Que está cambiando en nuestra vida?.Somos parte activa de la Pascua o solo espectadores de los que ocurrió en los tiempos de Jesús.

Rafael Pla Calatayud.

rafael@betaniajerusalen.com



[1] .- OLM, sal resp Misa Vigilia Pascual; Sal resp Dom Resurrección; Sal resp Sáb Oct de Pascua.

[2] .- San  Agustin, Enarrationes in psalmos 117, 27.

domingo, 31 de marzo de 2024

Comentario a las lecturas del Domingo de Pascua de la Resurrección 31 de marzo 2024

La celebración  de hoy tiene la importancia de abrir un tiempo lleno de gracia en  nuestro quehacer de cristianos: el Tiempo Pascual. Este tiempo no refleja otra cosa que aquel periodo de cincuenta días en los que Jesús dio sus últimas enseñanzas a los discípulos. Les preparaba para algo más definitivo que era la llegada del Espíritu Santo.


Presentamos el himno propio de Laudes  y que también es la secuencia  de hoy entre la segunda lectura y el evangelio. En este tiempo de pascua, es un buen  marco de la actitud orante del cristiano. Actitud en la que nos ayudará la palabra de Dios proclamada en este tiempo litúrgico. 

"Ofrezcan los cristianos

ofrendas de alabanza

a gloria de la Víctima

propicia de la Pascua.

 

Cordero sin pecado

que a las ovejas salva,

a Dios y a los culpables

unió con nueva alianza.

 

Lucharon vida y muerte

en singular batalla,

y, muerto el que es la Vida,

triunfante se levanta.

 

«¿Qué has visto de camino,

María, en la mañana?»

«A mi Señor glorioso,

la tumba abandonada,

 

los ángeles testigos,

sudarios y mortaja.

¡Resucitó de veras

mi amor y mi esperanza!

 

Venid a Galilea,

allí el Señor aguarda;

allí veréis los suyos

la gloria de la Pascua.»

 

Primicia de los muertos,

sabemos por tu gracia

que estás resucitado;

la muerte en ti no manda.

 

Rey vencedor, apiádate

de la miseria humana

y da a tus fieles parte

en tu victoria santa. Amén. Aleluya".

Himno de Laudes. Propio del tiempo de Pascua.

 

La primera lectura del Libro de los Hechos de los apóstoles (Act, 10, 34 a.37-43). Este texto presenta el quinto discurso de Pedro en Hechos. Es, en sus detalles, estructura y estilo una composición de Lucas, pero presenta los temas básicos de la predicación cristiana primitiva, del "kerigma" como suele decirse.

En este anuncio lo esencial es el acontecimiento pascual, aunque "la cosa haya empezado en Galilea". La referencia rápida a la vida de Jesús sirve para introducir y razonar el acontecimiento central. No se puede separar la muerte de Jesús de toda su vida anterior, como si fuera algo mágico o inesperado, sino provocado por la misión de Jesús contra los poderes del mal encarnados en los personajes concretos de su tiempo. Los oprimidos que Jesús ayuda no son sólo victimas del "diablo", sino del mal producido por los hombres, simbolizado en esa figura, pero que no ha de despistar al lector.

A Jesús lo matan los hombres, en contraposición Dios lo resucita. Es decir, le da la razón y se la quita a los poderosos que lo han ejecutado. La resurrección es el Sí de Dios a la forma de vivir de Jesús en favor de los oprimidos y contra los opresores. No conviene ideologizar ese suceso quitándole su fuerza polémica y su significado de condena del mal en el mundo. La resurrección es la proclamación de la liberación.

En este texto tenemos un compendio de la predicación de Pedro. Vemos en sus palabras cómo describe la actividad de Jesús siguiendo el esquema que hallamos en el evangelio de San Marcos, subrayando que la cosa comenzó en Galilea. Destaca igualmente los rasgos característicos del segundo evangelio: Jesús, ungido por Dios con la fuerza del Espíritu, pasa haciendo bien, esto es, curando a los enfermos y liberando a los oprimidos por el diablo. Sabemos que Mc recogió en su evangelio la catequesis de Pedro. Así lo atestigua, ya en el año 130, Papías de Hierápolis.

Pedro está convencido de lo que dice. No habla de lo que le han contado, sino de lo que él mismo ha visto con sus propios ojos.

Nos narra los acontecimientos más significativos de la vida de Jesús, lo hace en clave desde la experiencia de la resurrección: "... a Jesús de Nazaret, ungido por Dios con la fuerza del Espíritu Santo..." (Hch 10, 38) La unción y el poder son propios del Rey de Israel. Jesús es por ello el nuevo Rey de la casa de David. En Jesús la unción ha sido diversa a los reyes anteriores y el final muy distinto. Cuando todo parecía haber terminado, entonces era cuando todo empezaba. Los apóstoles pensaron la muerte vergonzosa en la cruz, era el final. Les parecía que este final del crucificado había sido el final del proyecto mesiánico de quien se presentó como Hijo y enviado de Dios. Pero no era así, El crucificado es el vencedor de la  muerte, exaltado sobre toda la creación, dueño y Señor del universo. Rey de reyes, alfa y omega, principio y fin. Jesucristo ayer y hoy y para siempre, como recordábamos anoche en la vigilia.

¿Qué hizo Jesús?. "...que pasó haciendo el bien..." (Hch 10, 38). Jesús pasó por los caminos terrenales llenando de paz y de alegría. Una nueva realidad eterna se inicia con Él. La muerte y el pecado habían ensombrecido el horizonte del hombre, sembrando en su corazón la angustia y el temor, la incertidumbre ante el más allá. Nos llenaba de zozobra la idea de un final definitivo, el hundirnos en las sombras y el silencio para siempre. Una realidad que ilumina  la separación de nuestros seres queridos. Pasamos del temor pensar que todo terminaba en una fosa, quedando sólo la espera muda y fría de un cuerpo muerto a la esperanza de sentirnos involucrados en la nueva realidad del Resucitado.

 

El salmo responsorial de hoy (Sal 117,1-2.16ab-17.22-23 )nos invita a reconocer el tiempo de gracia en el que estamos sumergidos .

Este salmo fue utilizado por primera vez el año 444 Antes de Jesucristo, en la fiesta de los Tabernáculos (Nehemías 8,13-18). Hace parte del ritual actual de esta fiesta. La fiesta de los Tabernáculos era la más popular: el "patio de las mujeres" en la explanada del Templo, permanecía iluminado toda la noche...

Procesionalmente se iba a buscar el "agua viva" a la piscina de Siloé... Y durante siete días consecutivos, se vivía en chozas de ramaje en recuerdo de los años de la larga peregrinación liberadora en el desierto... En el Templo la alegría se expresaba mediante una "danza" alrededor del altar: en una mano se agitaba un ramo verde; la otra se apoyaba en el hombro del vecino, en una especie de ronda... se giraba alrededor del altar balanceándose rítmicamente y cantando "¡Hosanna! ¡Bendito sea el que viene en nombre del Señor!"

 Según testimonio de los tres evangelistas sinópticos, Jesús se aplicó explícitamente este salmo (Mateo 21,42; Marcos 12,10; Lucas 20,17), para concluir la parábola de los "viñadores homicidas": "la piedra que desecharon los constructores, se convirtió en la ¡piedra angular!".

Jesús, se consideraba como esta "piedra" rechazada por los jefes de su pueblo (anuncio de su muerte), y que llegaría a ser la base misma del edificio espiritual del pueblo de Dios. El día de los ramos, los mismos evangelistas señalan cuidadosamente que la muchedumbre aclamó a Jesús con las palabras del salmo: "¡Hosanna, bendito el que viene en nombre del Señor!".

No olvidemos que el "rey" que habla en este salmo, es el rey vencedor de todos sus enemigos, es el Rey Mesiánico. Y la victoria que se celebra aquí, es la victoria escatológica, la victoria completa y definitiva de Dios sobre todas las potencias del "mal". La obra de Dios, es la obra salvífica, la salvación del pecado y de la muerte. "Y el día que hizo el Señor, es el famoso día de Yahveh", en que su reino brillará a plena luz.

Resulta extraño pues poner este salmo en labios de Jesús: este Rey que habla y que arrastra a toda la multitud en su "acción de gracias", es ¡El! Releámoslo en esta perspectiva. Hacer de este salmo la oración de Jesús de Nazaret no es nada artificial. Sabemos que El, efectivamente, cantó este salmo después de la comida de Pascua, cada año de su vida terrena, y particularmente la tarde del Jueves Santo, ya que hacía parte del Hallel al finalizar la comida Pascual.

"Dad gracias al Señor...” Demos gracias al Señor porque es bueno, porque es eterna su mise-discordia. Gracias al Padre bueno que tan a menudo perdona nuestras infidelidades, nuestras faltas y pecados. Tanto hemos recibido, tanta comprensión y tanto cariño nos ha mostrado que bien podemos afirmar sin la menor duda que es bueno, que eterna es su misericordia hacia esta nuestra "eterna" debilidad y malicia.

"La diestra del Señor es poderosa , la diestra del Señor es excelsa. No he de morir, viviré para cantar las hazañas del Señor...". Esta exclamación esperanzadora hemos de hacerla nuestra y afirmar gozosos que también nosotros viviremos para proclamar el poder imponente del Altísimo, su amor inefable. Y así, aunque el peso de nuestros pecados nos llene de pesar y de temor, tengamos una gran fe en Jesús que ha triunfado, y nos hace triunfar a nosotros, sobre la muerte y sobre el pecado.

"Este es el día en que actuó el Señor" Han pasado los días tristes de la Pasión, están lejos ya los momentos amargos del Getsemaní y de la flagelación.. Este es el día en que actuó el Señor, el día en que rompió para siempre las cadenas de la muerte, cuando removió la losa de granito que tapaba la tumba, cuando arrancó de las garras de Satanás a su víctima -el hombre-, el pecado y la muerte ya no tendrán poder sobre el ser humano, criatura preferida del creador: "Y creó Dios al hombre a su imagen y semejanza. Hombre y mujer los creó".

ESTE ES EL DÍA QUE ACTUÓ EL SEÑOR: SEA NUESTRA ALEGRÍA Y NUESTRO GOZO (O, ALELUYA)

 

La segunda lectura de Colosenses (Col, 3,1-4), Estos cuatro versículos de la carta a los colosenses están entre la parte de la carta en polémica con las falsas doctrinas -de la que sería al final- y la exhortación a lo que debe ser realmente la vida cristiana.

Este texto es una catequesis bautismal. Todo bautizado muere y resucita con Cristo. Por eso, debe empezar a vivir una vida nueva, una vida resucitada. Hay que buscar "los bienes de arriba", no los de la tierra; los valores auténticos, no los del consumo. Hay que alzar la puntería, porque Cristo está arriba.

En primer lugar san Pablo revela que el bautismo no consiste en una piadosa ceremonia, sino que es un gran misterio y, como anteriormente ha indicado, lo más importante que puede acontecer en la vida del creyente (2,11-13). El motivo reside en que en el bautismo participamos plenamente del misterio pascual, de modo que un hombre viejo muere y es resucitado un hombre nuevo "juntamente con Cristo". De esta realidad acontecida en el bautismo, deriva la consecuencia inmediata del cambio de mirada interna que debe caracterizar la vida del cristiano. Ya no puede tenerla fija en las cosas de abajo, sino que tiene que dirigirla resueltamente hacia "arriba" (v.1). Allá está el nuevo centro donde deben converger los deseos de la comunidad cristiana y de cada uno de los cristianos: Cristo, que desde su ascensión a los cielos está enaltecido a la derecha de Dios. El que busca a Cristo allí le encuentra.

Juntamente con este nuevo horizonte que dirige nuestro caminar por esta tierra y hacia donde debemos elevar nuestra mirada, san Pablo recomienda encarecidamente a "aspirar" a las cosas de arriba (v.2). De este modo su exhortación se especifica aún más invitándonos a elevar nuestros juicios, pensamientos y anhelos al "cielo" (es decir, a nuestro Señor Jesucristo glorificado, en quien ya se ha renovado toda la creación), no a las cosas terrenas. Esto significa, sin duda, una radical transmutación de todos los valores y exige del cristiano un desprendimiento creciente de las cosas terrenas. Pero esto no quiere decir que el cristiano pueda descuidar sus obligaciones y tareas terrenas (cf. también 1Tes 4,11s), mas no debe extraviarse en ellas, como si tuvieran un valor definitivo y supremo. El cristiano cumple sus obligaciones terrenas dirigiendo sin ruido su mirada a Cristo, su Señor y su esperanza.

( v.3) "habéis muerto, y vuestra vida está oculta con Cristo en Dios", san Pablo apoya su exigencia precedente de dirigir resueltamente la mirada hacia arriba, en la indicación de que ya hemos "muerto" en el bautismo (cf. 2,12). Pero también se nos ha dado en Él la nueva vida, la participación en la vida de Cristo resucitado (2,13), que ahora está sentado en el trono de la gloria celestial. Esta vida se sustrae por ahora a la mirada terrena, como el Señor glorificado, está "oculta, juntamente con Cristo, en Dios". Con estas palabras, el Apóstol no quiere decir que el cristiano tenga una doble existencia, una impropia en la tierra y otra propia en el cielo. Lo que se sustrae a la mirada terrena es la misteriosa conexión vital del bautizado con Cristo, manantial de su vida oculta: porque ésta es el mismo Cristo (3,4). El cristiano vive del misterio que se llama Cristo. Por eso, su mirada también tiene que estar dirigida a Él.

San Pablo concluye señalando el último fin de la vida del creyente y de la historia: "Cuando aparezca Cristo, vida vuestra, entonces también vosotros apareceréis gloriosos con él" (v.4). Cristo se manifestará al fin del mundo. Entonces saldrá de su retiro celestial y se mostrará como el verdadero Señor del mundo, con miras al cual todas las cosas fueron creadas (1,16), y en quien están "recapituladas" todas las cosas de los cielos y de la tierra (Ef 1,10). Aquél será el momento en que también cesará de ser invisible y oculta la "vida", de la que Dios nos ha hecho donación en el bautismo. Esta vida aparecerá gloriosa, y entonces también abarcará el cuerpo, para reproducir en nosotros "la imagen de su Hijo" (Rom 8,29).

 

El Evangelio de hoy (Juan, 20, 1-9 ) es un esplendido relato en el conjunto de los relatos evangélicos. Es una alegoría de Juan que nos hace descubrir qué necesitamos para «ver» a Jesús en su nuevo dimensión de Hombre Nuevo.

El apóstol San Juan, protagonista del relato de hoy, lo guardaba en su memoria, ya que sería escrito muchos años, muchos años después, por él mismo, según la tradición.

Después de la muerte de Jesús en el «último día», el evangelio de Juan presenta el «primer día», tiempo de la nueva Pascua y de la nueva Creación. De este modo culminan la obra de Jesús y el proyecto creador de Dios. Comienza el día por un «amanecer», aunque todavía «oscuro», porque el pensamiento de María Magdalena está en el sepulcro, en el cadáver de Jesús.

El evangelio del Domingo de Resurrección descubre la búsqueda de Jesús por parte de los discípulos: una mujer (la Magdalena) y dos hombres (Pedro y Juan). La mujer se adelantó, y por su testimonio corrieron «juntos» los dos hombres. Los discípulos reconocen los signos: la losa retirada (roto el sello mortal), los lienzos aparte (el cuerpo desatado) y el sudario enrollado en otro sitio (la muerte superada). La muerte no tiene la última palabra: ha sido vencida por la vida.

María Magdalena, encontrando la tumba vacía, es la mujer privilegiada destinataria de los signos de la Resurrección de Cristo. La experiencia de Cristo resucitado la convierte en unos de los primeros testigos de este gran acontecimiento. Llena de admiración y de gozo por lo sucedido se dirige a los apóstoles para comunicarles la buena noticia. Entonces toca a san Pedro y a san Juan constatar la tumba vacía donde antes habían colocado el cuerpo del Maestro. Ahí están las primeras pruebas que ratifican las predicciones que Cristo les había hecho: "que según la Escritura Jesús debía resucitar de entre los muertos" (v.9).

En las palabras de María Magdalena resuena probablemente la controversia con la sinagoga judía, que acusaban a los discípulos de haber robado el cuerpo de Jesús para así poder afirmar su resurrección. Los discípulos no se han llevado el cuerpo de Jesús. Más aún, al encontrar doblados y en su sitio la sábana y el sudario, queda claro que no ha habido robo.

Es este primer día de la semana, aún de madrugada, casi a oscuras, cuando la fe aún no ha iluminado nuestro día. Pedro y Juan han escuchado a María Magdalena y salen corriendo hacia el sepulcro. Llega Juan antes. Corría más, era más joven. Pero no entra, tal vez por algún tipo de temor, o más probablemente por respeto a la jerarquía ya declarada y admitida de Pedro. Describe el evangelista la escena y la posición –vendas y sudario—de los elementos que había en la gruta.

Y vio y creyó”. Esa es la cuestión nuclear : la Resurrección como ingrediente total del afianzamiento de la fe en Cristo, como Hijo de Dios es lo que nos expresa Juan en su evangelio de hoy.

 

Para nuestra vida.

Un anuncio inunda este tiempo pascual: "Jesús ha resucitado, y con Él resucitaremos todos". Así  lo creemos y así es. Si no lo fuera, nuestra fe sería algo vacío, nuestra vida tremendamente desgraciada, algo sin sentido. Pero no, Cristo ha resucitado y ha sido ensalzado hasta la diestra del Padre, donde está para interceder por nosotros. Por eso hay que alegrarse hasta cantar de gozo en este tiempo pascual, dejar cauce libre a la alegría.

Como se dice, "la vida continua". Y podemos comprobar que después del triunfo de Jesucristo, la vida de un cristiano no siempre esta marcada por la experiencia del  resucitado. Pero para el que cree en Cristo la muerte no es más que un mal sueño, una pesadilla, unas lágrimas y suspiros, quizás, que dan paso a la esperanza y a la paz.

La primera lectura sitúa la escena de los discípulos  mucho tiempo después de la Resurrección. El Espíritu ya ha llegado y Pedro sale  a predicar. Eso todavía no era posible en la mañana del primer día de la Semana, del Domingo en que resucitó el Señor, la primera lectura de hoy marca el final importante de este Tiempo Pascual que iniciamos hoy. La muerte en Cruz de Jesús, sirvió, por supuesto, para la redención de nuestras culpas, pero sin la Resurrección la fuerza de la Redención no se hubiera visto. Guardemos una alegre reverencia ante estos grandes misterios que se nos han presentado en estos días. Se nos invita a contemplar las escenas  narradas con los ojos del corazón, y abrirnos más de par en par a la fe en el Señor Jesús.

 

La primera lectura es un fragmento del c.10 que narra la predicación de Pedro ante un prosélito romano: el centurión Cornelio en Cesarea. Es la primera vez que el mensaje cristiano sale del círculo estrictamente judío en sus diferentes grupos religiosos. Pedro se centra en el anuncio kerigmático típico de los múltiples discursos del libro de los Hechos:

1 / Cristo ha muerto y ha resucitado;

2 / la Escritura, los profetas en este caso, ya lo anunciaban;

 3/ nosotros somos testigos de todo lo sucedido;

4 / cambiad de vida, aceptad la fe en Cristo y bautizaos.

Dios es protagonista absoluto: ha guiado a Jesús con su Espíritu, lo ha resucitado, ha dejado que lo vieran aquellos que él ha querido, y ha encargado a los discípulos la predicación de su mensaje. La resurrección de Cristo es, pues, don de Dios para el pueblo, empezando por los judíos e incluyendo a los paganos.

Es la hora del testimonio. Es la hora de los testigos. Para empezar, nadie mejor que Pedro, el que siguió a Jesús paso a paso desde el principio, desde lo de Galilea y el bautismo de Juan. Lo siguió paso a paso, menos en uno. Pero este fallo también formará parte de su testimonio. Pedro conoce bien a Jesús y toda su historia, que ahora cuenta a la familia de Cornelio.

" Pero Dios lo resucitó al tercer día y nos lo hizo ver, no a todo el pueblo, sino a los testigos que él había designado: a nosotros, que hemos comidos y bebido con él después de la resurrección. Nos encargó predicar al pueblo, dando solemne testimonio de que Dios lo ha nombrado juez de vivos y muertos."

Este testimonio de Pedro es un modelo de predicación kerigmática, centrada en el anuncio de la salvación que nos viene de Cristo, el que encarnó entre nosotros la presencia de Dios, el que estaba ungido por el Espíritu, el que pasó como un meteoro de luz y alegría, el que fue apagado por los hombres, pero Dios lo devolvió a la luz y se ha convertido en la estrella viva de la mañana.

Mensaje testimonial para todos los hombres. Es esperanza,  juicio sobre la situación del mundo. Del mundo  de entonces y de la sociedad de ahora. Una forma de "quitarle hierro" a la resurrección es referirla sólo a los judíos, contra los que se yergue el Resucitado. En realidad es condena de toda opresión y mal humanos. Y un grito de esperanza liberadora para todos los que ahora vivimos.

 

El salmo responsorial nos presenta la contraposición entre la piedra desechada y la piedra escogida como angular. La muerte aparente es vida en realidad. Y por eso mismo, es obra de Dios. "Es el Señor quien lo ha hecho..." En la línea de la lectura anterior, Dios es el único protagonista.

El salmo 117 es el salmo pascual por excelencia, el texto sálmico más expresivo de la acción de gracias por la victoria pascual del Señor.

"Nada más grande -comenta · San Agustín- que esta pequeña alabanza: porque es bueno. Ciertamente, el ser bueno es tan propio de Dios que, cuando su mismo Hijo oye decir 'Maestro bueno' a cierto joven que, contemplando su Carne y no viendo su Divinidad, pensaba que El era tan sólo un hombre, le respondió: '¿Por qué me llamas bueno? Nadie es bueno sino sólo Dios'. Con esta contestación quería decir: Si quieres llamarme bueno, comprende, entonces, que Yo soy Dios." [1]

 "Las avispas y el fuego son imágenes que evocan la Pasión de Cristo y los sufrimientos de la Iglesia. El rechazo que logra Jesús consiste en el arrepentimiento y la conversión de todos aquellos que, extinguida la malicia con la que perseguían a los justos, son asociados al pueblo cristiano. Pero quienes desprecian la misericordia de Dios, experimentarán, al fin, la severidad del Juez."[2] La Liturgia mozárabe nos brinda esta oración sálmica que, en la celebración de este Domingo, traduce admirablemente el contenido del salmo en oración cristológica al Padre:

"Señor, Padre santo, danos tu salvación, da prosperidad a cuantos esperamos en ti; Tú que iluminaste al mundo que yacía en tinieblas, concede a nuestra asamblea celebrar dignamente la solemnidad de este día, de modo que Cristo, el Señor, por quien se concede acceso a los justos y entrada a los que se salvan, sea nuestra puerta y nuestra patria. Él que vive y reina por los siglos de los siglos. Amén." [3]

 

En la segunda lectura se nos ofrece un mensaje de esperanza. San Pablo nos define primeramente al cristiano como aquel que, al bajar a las aguas bautismales "murió", y salió de ellas "resucitado con Cristo" a una nueva vida. Si ésta es la realidad fundamental del creyente, todo su modo de pensar y de actuar debe acomodarse a ello: "buscad los bienes de allá arriba". El bautismo, la unión con Cristo resucitado, marca para el cristiano la orientación fundamental de su vida. Y se trata de una vida que camina hacia una plenitud y que está llamada a crecer continuamente.

"Ya que habéis resucitado con Cristo...” Cristo ha resucitado. Un hecho histórico que se mantiene en vigencia en su autenticidad, a pesar de los múltiples ataques que ha venido recibiendo a lo largo de todos los siglos. Ya desde el principio, cuando apenas si se había realizado el prodigio inefable de la victoria de Cristo sobre la muerte. Cuando los soldados comunican la noticia, surge pronto la mentira y la falsificación de la noticia.

Cristo ha resucitado. Y nosotros, los que creemos en Él y le amamos, también hemos resucitado. Hemos despertado del sueño de la muerte que es la vida humana dominada por el pecado, hemos comenzado, aunque parcialmente aún, la grandiosa aventura de vivir la vida misma de Dios, la vida que dura siempre. Y por eso hemos de vivir proyectados hacia lo alto, peregrinos en la tierra, pero aspirando a las cumbres del cielo.

"Porque habéis muerto…" La tierra ha de ser para nosotros, el lugar donde estamos llamados a vivir la realidad de los cielos nuevos... Parece una paradoja, una contradicción, un absurdo. San Pablo nos habla de haber resucitado y a renglón seguido nos dice que hemos muerto. Y añade que nuestra vida está en Cristo escondida en Dios. Y cuando aparezca Cristo, vida nuestra, entonces también nosotros apareceremos, juntamente con Él, en la gloria.

La resurrección no es sólo lo que sucedió una vez en Cristo, sino lo que ha de suceder en nosotros por Cristo y en Cristo. Más aún: en cierto sentido, es lo que ya ha sucedido por el bautismo. Ha sucedido radicalmente, en la raíz, pero ha de manifestarse aún en sus consecuencias, en los frutos.

Porque ya ha sucedido en nosotros, es posible la nueva vida; porque todavía no se ha manifestado, es necesario dar frutos de vida eterna. Nuestra vida se mueve entre el "ya" y el "todavía-no".

Hay, por lo tanto, un camino que recorrer y un deber que cumplir. Estamos en ello, en el paso o trance de la decisión. Hay que elegir, y nuestra elección no puede ser otra que "los bienes de arriba". Lo cual no significa que el cristiano se desentienda de los "bienes de la tierra", si ello implica desentenderse del amor al prójimo. Pues los "bienes de arriba", es decir, lo que esperamos, es también la transformación por el amor del mundo en que habitamos.

Lo que ha sucedido visiblemente, es decir, en la expresividad del símbolo bautismal, y en la interioridad del espíritu, no ha cambiado aparentemente la vida de los bautizados, pues la auténtica vida está escondida con Cristo en Dios. Cristo, ascendido al cielo, es "nuestra vida" (sólo participando de la manera de ser de Cristo resucitado, podemos vivir de verdad).

Cuando Cristo aparezca, se mostrará en él nuestra vida y entonces veremos lo que ahora somos ya radicalmente, misteriosamente.

Entonces aparecerá la gloria de los hijos de Dios y la nueva tierra. Mientras tanto, la creación entera está ya en dolores de parto esperando la manifestación de los hijos de Dios (Rom 8,19-22). Buscar las cosas de arriba es también llevar a plenitud las cosas de abajo.

 

El evangelista san Juan nos presenta, en el pasaje del Evangelio de este domingo de Pascua, las primeras experiencias y los primeros testimonios de la Resurrección (Jn 20,1-9).

Ninguno de los discípulos se esperaba la resurrección de Jesús.

La carrera de los dos discípulos puede hacer pensar en un cierto enfrentamiento, en un problema de competencia entre ambos. De hecho, se nota un cierto tira y afloja: "El otro discípulo" llega antes que Pedro al sepulcro, pero le cede la prioridad de entrar. Pedro entra y ve la situación, pero es el otro discípulo quien "ve y cree".

Seguramente que "el otro discípulo" es "aquel que Jesús amaba", que el evangelio de Juan presenta como modelo del verdadero creyente. De hecho, este discípulo, contrariamente a lo que hará Tomás, cree sin haber visto a Jesús. Sólo lo poco que ha visto en el sepulcro le permite entender lo que anunciaban las Escrituras: que Jesús no sería vencido por la muerte.

Cuantas veces nosotros al constatar que las cosas no son razonables, sobreviene la crisis, cae ese mundo, que creíamos controlado y Cristo desaparece... Entonces pedimos ayuda, y Pedro y Juan comienzan a correr... ¿Será posible que Jesús no esté allí donde lo habíamos dejado debajo de una pesada piedra para que no escapara?.

La lección del Evangelio es clara: sólo el amor puede hacernos ver a Jesús en su nueva dimensión; sólo quien primero acepta su camino de renuncia y de entrega, puede compartir su vida nueva.

Inútil es, como Pedro, investigar, hurgar entre los lienzos, buscar explicaciones. La fe en la Pascua es una experiencia sólo accesible a quienes escuchan el Evangelio del amor y lo llevan a la práctica.

San Juan, el discípulo «a quien Jesús amaba», el que había estado a los pies de la cruz en el momento en que todos abandonaron al maestro, el que vio cómo de su corazón salía sangre y agua, el que recibió a María como madre..., el Juan que compartió el dolor de Cristo, «vio y creyó». Intuyó lo que había pasado porque el amor lo había abierto más al pensamiento de Jesús. Pedro siempre había resistido a la cruz y al camino de la humillación; el orgullo lo había obcecado y no se decidía a romper sus esquemas galileos. Pero tiempo más tarde, cuando junto al lago de Genesaret Jesús le exija el triple testimonio de amor: "¿Me amas más que éstos?", y le proponga seguirlo por el mismo derrotero que conduce a la cruz, entonces Pedro será recuperado y no solamente creerá, sino que -como hemos leído en la primera lectura- dará testimonio de ese Cristo resucitado que "había comido y bebido con él después de la resurrección".

Estamos, como la Magdalena, confusos y llorosos, mirando con miedo el vacío de una tumba. Ese vacío interior que a veces nos invade: cansancio de vivir, acciones sin sentido, rutina. El vacío que se nos produce cuando estamos en crisis y los esquemas antiguos ya no tienen respuesta; cuando sentimos que tal acontecimiento o nueva doctrina nos quita eso seguro a lo que estábamos aferrados.

Miremos nuestra, en ella que predomina ¿las actitudes de Juan? o ¿ las actitudes de Pedro?

Creer en la resurrección de Cristo es mucho más que afirmar que él fue sacado por Dios de la tumba; es reconocer que el proyecto de Dios se realiza en cada hombre, ahora sólo entre luchas y como primicias, mañana como total realidad. Por esto, la resurrección es la garantía de nuestro sentido de trascendencia. Los cristianos creemos --o debiéramos creer, por lo menos- que si hoy reina en el mundo la opresión bajo variadas formas, si nuestra historia se rige por la ley del más fuerte o astuto, si el odio y la ambición funcionan como motores de muchas gestas humanas, también estamos convencidos de que esa triste realidad puede cambiar y debe cambiar, no sólo relativamente sino absolutamente.

En síntesis: la palabra o el concepto de «resurrección» pretende significar que el Reino triunfa sobre el mundo tenebroso. El triunfo del Reino es la victoria de la vida en cuanto tal, la victoria sobre las limitaciones humanas, sobre los conflictos que prostituyen al hombre, sobre los obstáculos que se oponen a una liberación plena. Subrayamos la palabra «plena» porque el Reino de por sí, por ser de Dios, es plenitud de vida. En Cristo está esa plenitud, por eso él es nuestra plenitud, y en él vemos como anticipadamente cuál es la última intención de Dios sobre el hombre.

Aunque en los domingos del tiempo pascual vamos a tener la oportunidad de reflexionar más detenidamente sobre este tema-, es importante que hoy tomemos conciencia de que una Pascua que no suponga la renovación de la comunidad es una pascua vacía. Es cierto que el empuje de una comunidad no puede ser constante y supone sus altibajos; por eso cada año surge la Pascua, cíclicamente, como una llamada a despertar y revitalizar lo que se ha transformado con el tiempo en rutina, tedio, cansancio, aburrimiento e indiferencia.

Vivir esta Pascua supone, por ejemplo, el esfuerzo por cambiar, por pensar de nuevo las cosas como si hoy mismo comenzáramos a hacerlas, como si todo lo ya hecho fuese sólo un peldaño en el ascenso hacia el Reino, plenitud de la vida.

La Pascua nos urge a profundizar en el significado de los textos bíblicos -tal como hace Jesús con los discípulos de Emaús- para aprender a ver con nuevos ojos cosas que antes no veíamos o veíamos de un modo imperfecto.

La Pascua no exige hoy preguntarnos por la marcha de esta comunidad, para ver si todo lo que se hace en ella está orientado al proyecto de Cristo, para encontrar los motivos de ciertos fracasos o para revisar por qué cierto esfuerzo no logra sus objetivos. Es inútil que hoy digamos celebrar la Pascua si la vida de nuestra comunidad no acusa cambio positivo alguno, si todo sigue con el mismo ritmo de inercia. Cierta quietud y perezosa estabilidad de nuestras comunidades suenan más a sábado que a domingo de Pascua.

El mejor testimonio de la resurrección de Jesús no son los textos bíblicos sino la renovación de la Iglesia, su constante rejuvenecimiento, su permanente búsqueda, su incansable acción.

Meditemos sobre estas lecturas y esperemos la gloria de Jesús que un día llegará a nosotros mismos, a nuestros cuerpos el día de la Resurrección de todos, pero mientras tanto la vida de resucitados esta llamada a hacerse presente en nuestro caminar y además a dar testimonio de la misma.

 

Rafael Pla Calatayud.

rafael@betaniajerusalen.com

 

 



[1] San  Agustin, Enarrationes in psalmos, 117, 1.

[2] San  Agustín. Enarrationes in psalmos, 117, 10-12.

[3] F. Arocena, Orationes super psalmos e ritu Hispano-Mozarabico, Toleti 1993, pp. 96 y 198: 'O Domine, salvos nos fac, et bona in te sperantibus prosperare; ut qui iacenti mundo in tenebris illuxisti, diem solemnem hunc frequentatione nostra tribuas peragi; quo et oculi nostri firmentur in luce tua, et possideat nos a te claritas patefacta. Per Christum Dominum nostrum. Amen',