sábado, 29 de marzo de 2025

Comentarios a las lecturas del IV Domingo de Cuaresma 30 de marzo de 2025

 En esta Cuaresma abunda el mensaje de lo que significa la  "misericordia". La palabra misericordia además del significado de  perdón o  compasión, tiene también otros significados: en la parábola del Buen Samaritano se identifica con lo que hoy llamamos "solidaridad".

El origen etimológico de la palabra revela un sentido más rico y profundo. En hebreo "rahanim" expresa el apego de un ser a otro. Para la mentalidad semita este apego nace en el seno materno o útero, es decir en las entrañas. Nosotros diríamos que significa que una persona está en el corazón de otra: es el cariño, la ternura que se traduce en compasión y perdón ante el fallo de nuestro prójimo.


Hoy celebramos el cuarto domingo de Cuaresma, aquel que se denomina Laetare: domingo de fiesta exultante, que nos invita a vivir contentos. Todas las lecturas nos hablan del amor desbordante de Dios: esa es la fuente de nuestro gozo.

Las lecturas de este domingo son una llamada a confiar en la providencia divina. Siempre dar gracias, siempre esperar, siempre estar tranquilos, serenos, optimistas. Dios proveerá. Estemos plenamente seguros del Señor, de su inmenso amor y de su poder infinito.

La primera lectura nos invita a celebrar la Pascua, nos estimula en nuestro camino hacia la Pascua de la Nueva Alianza.

Para nosotros, los creyentes liberados de la ignominia del pecado (cfr. segunda y tercera lectura), la Pascua es la culminación de las celebraciones del año. La Pascua del Señor nos abre las puertas del paraíso y del Reino, de la tierra prometida.

En la segunda lectura San Pablo nos dice que en Cristo somos una creación nueva.

 

En la primera lectura  (Jos 5,9a.10-12) , En Jos 5 se narran tres acontecimientos diversos: circuncisión (vs. 2-9), celebración de la Pascua (vs. 10-12) y la aparición de un hombre misterioso a Josué (vs. 13-15). Ninguno de los tres relatos guarda relación entre sí.

Vs. 10-12: Celebración de la Pascua. El ritual y el significado de la fiesta se describe en Ex. 12-13: tal vez en su origen pudiera denotar una fiesta de pastores en la que se celebrara la fuerza de la naturaleza que irrumpe con la nueva vegetación de la primavera (primera luna-llena del mes de Abib o de Nisán), pero en el Éxodo Israel le da un nuevo significado como recuerdo o memorial de la liberación de Egipto. Pasada la antigua amargura se requiere celebrar, con alegría, la liberación. En este momento ya no se requiere el maná, alimento providencial en el desierto, sino los nuevos productos de la tierra conquistada y poseída. La promesa de la liberación ya se ha cumplido. 

"Hoy os he despojado del oprobio de Egipto": Estamos en las puertas de la tierra prometida y el texto que precede al de esta lectura, ha explicado la circuncisión a la que han sido sometidos los israelitas antes de entrar en ella. La primera frase de la lectura es la conclusión de la descripción anterior. ¿C6mo debe entenderse? El oprobio de Egipto se referiría a la situación de incircuncisión. En este caso el autor desconoce que también la circuncisión se practicaba en Egipto. Algún comentario lo ha referido a la situación de esclavitud, pero ello no concuerda con el contexto.

"Los israelitas acamparon en Guilgal y celebraron la Pascua": En la primera estancia en la nueva tierra, en Guilgal, Israel celebra la Pascua después del rito de la circuncisión. En el capítulo anterior, Josué hace erigir doce piedras del Jordán, que delimitan un espacio sagrado que perdurará muchos años, y donde se conmemorará el final del camino penoso por el desierto y la entrada en la tierra.

Fijémonos en la etimología del nombre "Guilgal". La raíz indica "girar, remover, quitar de encima"; por la remoción del prepucio (=circuncisión) a los israelitas se les quita de encima el oprobio de Egipto, pasando así de la condición de esclavos a la de ser libres, y perteneciendo ya al Señor. Esta es la nueva vida del pueblo.

-Vs. 10-12: Celebración de la Pascua. El ritual y el significado de la fiesta se describe en Ex. 12-13: tal vez en su origen pudiera denotar una fiesta de pastores en la que se celebrara la fuerza de la naturaleza que irrumpe con la nueva vegetación de la primavera (primera luna-llena del mes de Abib o de Nisán), pero en el Éxodo Israel le da un nuevo significado como recuerdo o memorial de la liberación de Egipto. Pasada la antigua amargura se requiere celebrar, con alegría, la liberación.

 "El día siguiente a la Pascua comieron del fruto de la tierra": La primera Pascua, en Egipto, señaló el fin de la esclavitud y el principio de la libertad; ahora, señala también el comienzo de la posesión de la tierra, de lo que había sido prometido como realización total de la libertad. En este momento ya no se requiere el maná, alimento providencial en el desierto, sino los nuevos productos de la tierra conquistada y poseída. Ya no será necesario el maná, porque se ha pasado del peregrinaje a la fruición del don de la salvación. La promesa de la liberación ya se ha cumplido. 

 

El responsorial de hoy es el salmo 33 (Sal 33, 2-3. 4-5. 6-7) El Salmo 33 es un canto de acción de gracias. Son muchos los beneficios que el salmista ha recibido del Señor y se ve en la necesidad de agradecérselos. En tantos momentos, especialmente en las pruebas de la vida, ha visto la mano bondadosa de Dios, su fidelidad, su solicitud, que ahora quiere expresar en un canto estupendo toda su gratitud al Dios providente de Israel.

Las pruebas que Dios permite no superan nunca las fuerzas del justo, de modo que las fuerzas del mal no parecen romper el equilibrio de la fidelidad.

El salmista tiene experiencia de esta protección y solicitud de Dios y por eso le agradece su bondad y al mismo tiempo comunica a los demás su vivencia, exhortándolos a la fidelidad y a la confianza, invitándoles incluso a que ellos mismos tengan esa experiencia de la providencia y de la cercanía de Dios.

Por esto este salmo tiene igualmente un cariz sapiencial y exhortativo. Como muchos salmos de tipo sapiencial, el salmo 33 tiene en su original hebreo forma acróstica o alfabética.

La estructura del salmo (dividido en dos partes en la Liturgia de las Horas) la podemos fijar así:

a) Introducción: el salmista se exhorta a sí mismo y a los demás a agradecer y bendecir al Señor: vv. 2-4.

b) Motivación: la bondad y la condescendencia de Dios: vv. 5-8.

c) Invitación a la confianza en Dios: vv. 9-21.

d) Conclusión: resumen de la enseñanza de todo el salmo.

Alabanza y agradecimiento sinceros: el salmista alaba incesantemente, en todo tiempo, al Señor; su alabanza está siempre en sus labios. En Dios tiene puesta su gloria: su orgullo y su felicidad es Yahvé, su todo. Este inicio nos recuerda el comienzo del Magníficat de María: también la Virgen se sentía dichosa y feliz viendo las maravillas del Señor. Salmo: "Bendigo al Señor en todo momento... mi alma se gloría en el Señor..."

El autor invita a los humildes a que le escuchen y se alegren, y también ellos se sumen a su alabanza: "Proclamad conmigo la grandeza del Señor, ensalcemos juntos su nombre": él se siente insuficiente para aclamar y agradecer al Señor, y por esto recurre a sus fieles para que le acompañen en su alabanza.

La vida interior intensa, la experiencia de Dios se traslucen siempre, se irradian espontáneamente, se comunican. Es como la lámpara que arde e ilumina.

El salmista invocó al Señor, y Dios se inclinó hacia él, le escuchó, y respondiéndole le libró de todas sus ansias, de todos sus males y angustias. "Yo consulté al Señor y me respondió". Su confianza en Yahvé se vio correspondida. Dios no desatiende jamás las súplicas de aquellos que le invocan. Por esto de nuevo el autor exhorta: "Contempladlo y quedaréis radiantes": mirar a Dios es mirar la luz y por tanto, reflejarla. Quien camina en la luz se halla iluminado, irradia él mismo luz, luz de alegría, de confianza, de seguridad. La frente de los justos no tiene de qué avergonzarse, puede ir siempre alta.

 

En la segunda lectura de hoy ( 2 Cor 5,17-21 ) Este capítulo tiene dos partes bien diferenciadas: la primera (vv 1-10) viene a ser el final de la perícopa de ayer, exponiendo la actitud cristiana respecto a los últimos tiempos; la segunda (11-21), profundiza el tema del ministerio apostólico.

En Corinto San Pablo tiene que enfrentarse a personas que comparten su entusiasmo. Aquí tiene que corregir las consecuencias de su propio mensaje, no con los adversarios, sino con sus propios seguidores. Para los corintios el Espíritu era un poder celestial milagroso, que se expresaba hablando en lenguas y con dones extraordinarios y que ya ahora hace que los seres humanos estén en una vida más allá de lo cotidiano. Las vivencias extáticas eran consideradas experiencias-cumbre religiosas.

Quiere mostrar a los corintios que una intensa experiencia de la vida en el Espíritu no es el factor decisivo, pues lo decisivo es cómo la persona dirige la energía del Espíritu para el bien de los hermanos.

En la primera parte, Pablo no puede hablar de experiencias suyas, sino que expresa una comprensión particular del último momento, la parusía. Este tema, tratado ya en la primera carta (1 Cor 15), fue siempre un punto oscuro para la comunidad de Corinto y, probablemente, lo motivó la misma predicación del Apóstol. Siguiendo el pensamiento judío, parece creer en un estado intermedio, de existencia semimaterial, que tendrá lugar después de la muerte y antes del retorno de Cristo.

En la segunda parte, es parte del texto de hoy, encontramos uno de los pasajes más importantes de esta carta: la radical novedad de la existencia humana, que corresponde a la reconciliación del hombre con Dios, operada por Cristo. El pensamiento de Pablo hay que enmarcarlo dentro de la escatología profética que pregona los últimos tiempos en términos de salvación y de nueva creación. Si el realismo de Pablo le obliga, en algunas cartas, a insistir en la necesidad de una tarea a realizar, en ésta encontramos la afirmación de la nueva realidad como una situación ya presente (17) que afecta a todo el universo, pero principalmente al hombre.

Sólo Cristo como gran ministro, ha podido realizar este estado de reconciliación cósmica que implica la justificación para el hombre (21). El ministerio apostólico es siempre una invitación a "reconciliarse con Dios" (20).

"El que es de Cristo es una creatura nueva": La Antigua Alianza ha pasado y, con la resurrección de Cristo, ha empezado algo nuevo transformador de la existencia y de la historia humanas. Esta obra nueva tiene a Dios como autor y unos hombres han sido llamados a colaborar con ella. La obra nueva consiste en una acción de reconciliación desde la misericordia de Dios, manifestada en Jesucristo. Los destinatarios son la humanidad e -indirectamente- toda la creación. Dios se comporta para con el hombre como si no hubiera habido pecado. La misión del apóstol es la de ser un comunicador de esta conducta de Dios.

"En nombre de Cristo os pedimos que os reconciliéis con Dios": Pablo pasa ahora a la exhortación. El anuncio de la buena noticia de la reconciliación puede quedar estéril si no encuentra acogida en el hombre.

"Al que no había pecado, Dios lo hizo expiación por nuestro pecado": Literalmente dice: "lo hizo pecado". La traducción es un intento de explicación del significado de la expresión. Aquí se sitúa dentro del contexto de la reconciliación. Lo que queda claro es que la frase juega con una doble dimensión: quien no ha cometido pecado alguno ha sufrido por el pecado de los hombres.

San Pablo pide a los cristianos de Corinto que se reconcilien con Dios, viviendo como criaturas nuevas. Sabemos que en la comunidad cristiana de Corinto existían desavenencias y divisiones dentro de la comunidad cristina, precisamente porque, en muchos aspectos, seguían viviendo como criaturas carnales. San Pablo les dice que por el bautismo de Cristo han sido ya hechos criaturas nuevas, espirituales, y que deben vivir como tales, amándose mutuamente y viviendo como auténticos hijos de Dios, no como esclavos del pecado y de los ídolos.

San Pablo no escribe a la iglesia en Corinto como si ésta estuviera recién creada. La comunidad de  Corinto tenía ya varios años de vida. Conforme pasaban los años, la comunidad  había crecido. La componían todo tipo de personas: recién convertidos, hombres y mujeres de muchos años como cristianos, algunos que ya habían nacido en una familia cristiana, gente con grandes recursos económicos, hermanos en pobreza, libres, esclavos. Esto ocasionó –como suele suceder- fricciones y discusiones al interior de la comunidad. Había un problema fundamental: los llamados “entusiastas”.

Se sumaban además las fricciones entre la comunidad y el constante acoso de falsos apóstoles. Corinto se había convertido en una iglesia que importó actitudes y acciones propias del mundo, pero lejanas al espíritu cristiano. Lo “viejo” seguía reinando. Eran muy “espirituales”, consideraban experimentar grandes manifestaciones del Espíritu, pero sus relaciones no habían sido modificadas. Sí, sus pecados habían sido perdonados. Eran justificados por la fe y salvos por gracia, pero queda la pregunta si eran participantes del Reino de Dios o, en lenguaje de Pablo, si ya se encontraban reconciliados con Dios.

La reconciliación con Dios es profunda e intima. El Dios bíblico es el que libera al pueblo de Israel de Egipto, el que denuncia a los falsos pastores, que confronta a ídolos y sacerdotes de cultos contrarios a la justicia. Si Jesucristo nos enseña a amar al enemigo, también somos enseñados a no dejarnos dominar por nadie, pues sólo Dios es el Señor. Si somos impulsados por la misericordia del Nuevo Testamento, también somos confrontados con el celo de justicia en el Señor. Nuestra vida está regida por el Dios del Éxodo, se nos invita a ser libres, quitando a todo faraón de nuestras mentes e historias, para atreverse a contar y crear nuestra propia historia. Se nos exige no juzgar, pero igualmente somos exhortados a denunciar el pecado con sinceridad. Pecado que no es una moralina hipócrita (como señalar los fallos de los demás), sino como lo describe la Biblia: todo aquello que rompe la unidad con Dios, como lo son injusticias, opresión, imposición, desprecio; pecado como todo aquello que atenta en contra del prójimo.

 

El evangelio de este domingo ( Lc 15,1-3.11-32 ) es la parábola del hijo pródigo o "Del Padre misericordioso" porque en realidad es el padre,  el auténtico protagonista.

El contexto de la parábola está rodeada de una realidad social y es la de los fariseos y los escribas que  murmuraban entre ellos: "ese acoge a los pecadores y come con ellos".

Inmediatamente después de esta descripción, San Lucas presenta tres parábolas entrelazadas entre sí por el mismo tema de la misericordia divina: la oveja perdida (Lc 15,4-7), la dracma perdida (Lc 15,8-10), el hijo perdido (Lc 15,11-32). Esta última parábola es el tema del evangelio de hoy.

En la parte central del tercer evangelio hallamos el capítulo 15, el de "las parábolas de la misericordia", una auténtica obra maestra de la literatura cristiana.

La finalidad de estas parábolas (oveja perdida, dracma perdida, hijo pródigo) era contestar a los fariseos su crítica porque Jesús acogía a los pecadores.

De las tres parábolas, la de hoy, la del hijo pródigo, es la más conocida y la más rica en enseñanzas. Hace una descripción psicológica y teológica incomparable sobre el corazón del hombre y el corazón de Dios, sobre la realidad del pecado y de la gracia.

Dos situaciones paralelas configuran la introducción del texto. De una parte, los recaudadores y pecadores escuchando a Jesús; de otra, los fariseos y letrados criticando la condescendencia de Jesús. La parábola que sigue es la respuesta de Jesús a la crítica de los fariseos y letrados.

La parábola tipifica en dos hermanos las conductas de los dos grupos de la introducción. De una parte, el hermano menor: símbolo representativo de los recaudadores y pecadores; de otra, el hermano mayor: símbolo de los fariseos y letrados.

La parábola sigue a otras dos en las que se habla de la alegría de Dios por la conversión de los pecadores. Este ordenamiento de las tres parábolas convierte, a su vez, al padre de la tercera en símbolo representativo de Dios.

En su primera parte la parábola reproduce la conducta del hijo menor, desde su marcha de la casa paterna hasta su retorno a ella. Pieza magistral de realismo y ternura. Ciclo sellado por la alegría festiva del reencuentro y cerrado en lo tocante al hijo menor. En su segunda parte la parábola reproduce la reacción negativa del hijo mayor y los esfuerzos del padre por convencerle a que se sume a la alegría festiva del reencuentro con su hermano. Todo en esta segunda parte es tipo de las situaciones de la introducción.

La alegría festiva es símbolo de la convivencia amigable de Jesús con los recaudadores y pecadores; la negativa del hijo mayor a tomar parte en la fiesta es símbolo de la crítica de los fariseos y letrados a la condescendencia de Jesús.

-"Ese acoge a los pecadores y come con ellos": La introducción del capítulo pone en evidencia el contexto de las parábolas que Jesús pronuncia. Jesús comiendo con los pecadores manifiesta, de una forma palpable y activa, la misericordia de Dios. La crítica de los fariseos a la actuación de Jesús es una crítica al estilo de actuar del mismo Dios. Las tres parábolas del capítulo: la oveja perdida, la moneda perdida y el hijo pródigo, pretenden dar una respuesta que ponga en evidencia el profundo contraste que hay entre la opción farisea y la opción de Dios.

"Un hombre tenía dos hijos...": La parábola denominada del "hijo pródigo", ha sido también para algunos denominada la parábola de "los dos hijos"; pero el verdadero protagonista es el padre, que con su amor pasa por encima de la irreflexión del más joven y la mezquindad del mayor. Este amor del padre es el camino que vemos en la actuación de Jesús y que, a través de la parábola, nos indica que se trata de un amor que manifiesta el de Dios, que también es Padre.

"Hijo... deberías alegrarte, porque este hermano tuyo estaba muerto y ha revivido...": Todo el dinamismo de la narración lleva hacia la situación conflictiva con el hermano mayor, que ilustra la actitud intransigente de los escribas y fariseos. El hijo mayor no sabe comprender que el amor del padre pasa por encima del pecado y no quiere participar en el banquete... La interpelación es una invitación a reconocer en el hijo pequeño, al hermano. A reconocer en el pecador a tu propio hermano. Sólo desde este descubrimiento se puede sintonizar entonces con Jesús y con el plan de Dios.

Jesús no dirige su parábola a los fariseos y escribas para que estos se fijen en el comportamiento del hijo, sino para que se fijen en el comportamiento del Padre. Por eso, esta parábola debe llamarse con propiedad parábola del Padre pródigo, mejor que llamarla parábola del hijo pródigo. Y no hay duda de que esta parábola refleja mejor aún que ninguna otra la inmensa misericordia de Dios, como padre, hacia todos sus hijos, hacia los que siempre se portaron bien –hijo mayor- y hacia los que se portaron muy mal –hijo menor-. Lo que Jesús quiere decir con esta parábola a los fariseos y escribas que le criticaban es que él está haciendo con los pecadores que se acercaban a él exactamente lo que hace Dios con todos nosotros, justos y pecadores: amarnos pródigamente, es decir, con una generosidad sin límites.

  Fijémonos en la respuesta final del Padre (Lc15,31-32:). Así como el Padre no presta atención a los argumentos del hijo menor, así tampoco presta atención a los argumentos del hijo mayor y dice: " Hijo, tú siempre estás conmigo, y todo lo mío es tuyo; pero convenía celebrar una fiesta y alegrarse, porque este hermano tuyo había muerto y ha vuelto a la vida, se había perdido y ¡ha sido hallado!" ¿Será que el mayor tenía realmente conciencia de estar siempre con el Padre y de encontrar en esta presencia la causa de su alegría? La expresión del Padre "¡Todo lo mío es tuyo!" incluye también al hijo menor que volvió. El mayor no tiene derecho a hacer distinción. Si él quiere ser hijo del Padre, tendrá que aceptarlo así como a él le gustaría que el Padre es. La parábola no dice cuál fue la respuesta final del hermano mayor. Esto le toca al hermano mayor, que somos todos nosotros.

  La acción salvadora de Dios es fuente de alegría: “¡Alégraros conmigo!” (Lc 15,6.9) Y de esta experiencia de la gratuidad de Dios nace el sentido de la fiesta y de la alegría (Lc 15,32). Al final de la parábola, el Padre manda alegrarse y hacer fiesta. La alegría queda amenazada a causa del hijo mayor que no quiere entrar. El piensa que tiene derecho a una alegría sólo con sus amigos y no quiere la alegría con todos los miembros de la misma familia humana. El representa a los que se consideran justos y observantes y piensan que no precisan conversión.

Para nuestra vida.

La liturgia de hoy, ya desde su comienzo, nos invita a la alegría: "Festejad a Jerusalén, gozad con ella todos los que la amáis...". (antífona de entrada). Y es que ya están próximas las fiestas pascuales y, con ellas, la plena restauración de la comunidad cristiana por la Muerte y Resurrección de Cristo. Por ello pedimos al Señor en la oración colecta que el pueblo cristiano se apresure, con fe viva y entrega generosa, a celebrar las fiestas pascuales. A lo largo de estas semanas hemos tomado conciencia de que somos pecadores. Y, como el hijo pródigo, hemos emprendido el itinerario penitencial para volver a la casa del padre. El camino de la penitencia será auténtico en la medida en que sepamos abrir comprensivamente nuestro corazón a los demás, perdonándolos y evitando cualquier actitud de superioridad o soberbia espiritual.

Así entramos en los sentimientos del corazón de Dios que nos dice hoy: deberías alegrarte, porque este hermano tuyo estaba muerto y ha revivido, estaba perdido y lo hemos encontrado (evangelio).

No participaremos en todo este misterio de salvación sino iluminados por la claridad que la fe y la gracia bautismal encendieron un día en nuestro espíritu. En el camino cuaresmal de conversión vamos renovando esa gracia bautismal y, peregrinos en un camino oscuro, vamos recuperando el esplendor de la fe. Todo ello se traducirá, en la práctica, en aprender a amar a Dios de todo corazón (cf. oración después de la comunión). Por toda esta luz experimentaremos hoy una especial alegría.

 

En la primera lectura nos presenta un texto del libro de Josué, este libro  empalma directamente con el Éxodo.

En la lectura de hoy se nos describe el paso del Jordán. La finalidad de este relato es darnos un paralelismo con el paso del Mar Rojo al comienzo del Éxodo, haciéndonos comprender la entrada en la tierra prometida como un acto de culto y de fe en la fidelidad de Yahvé, que les daba la tierra.

Ya han llegado a la tierra prometida, y lo mismo que la fiesta de la Pascua acompañó el Éxodo, también ahora la celebran los israelitas al acampar en esa tierra. La fiesta de la Pascua cierra y conmemora la salvación de Yahvé en los días del desierto desde Egipto a Palestina. Se cierra también el paréntesis del maná; ahora cambia el estilo de vida: los frutos de la tierra serán en adelante la riqueza y el alimento del pueblo en la patria que Dios les ha dado.

El pueblo ha llegado a la tierra prometida. Atrás quedaron los largos años de caminar con rumbo perdido por el desierto. También, en el lejano horizonte del tiempo, se perdió la esclavitud y la opresión. Ahora ha cesado su vida de judío errante, ahora el pueblo descansará en la posesión de esa tierra que Dios les ha dado. En la estepa de Jericó, en Guilgal, acamparon los israelitas para celebrar la Pascua, la primera dentro de los confines de la tierra soñada tanto tiempo. Allí Dios les dio el maná cuando no tenían otro medio de alimentarse, de sobrevivir, pero que cuando ellos, el pueblo, ya podía vivir del fruto de su trabajo, cesó el maná.

"En aquellos días, el Señor dijo a Josué: Hoy os he despojado del oprobio de Egipto ". El día siguiente a la Pascua, ese mismo día, comieron del fruto de la tierra: panes ázimos y espigas fritas. Cuando comenzaron a comer del fruto de la tierra, cesó el maná. La confianza en que Dios proveerá, no debe nunca excluir nuestro trabajo para conseguir lo que necesitamos, nuestra colaboración.

 

En  el salmo 33 se en el proclamamos: "¡gustad y ved qué bueno es el Señor!".

El verso de este salmo que repetimos, Gustad y ved, no habla de fe ciega, de conocimiento abstracto o de razonamientos. La bondad del Señor no solo se sabe o se cree, sino que se gusta, se saborea, se palpa, se ve. La experiencia de Dios no se limita a nuestra mente, sino que rebasa el campo del pensamiento y empapa toda nuestra existencia. Dios nos habla a través del corazón y de los sentidos. Y su sabor es bueno. Su experiencia es dulce y vivificante. No nos adormece, sino que nos despierta y nos fortalece.

Quien experimenta a Dios en su vida rebosa, y no puede menos que prorrumpir en alabanzas. Irradia ese amor que lo llena.

El contacto con Dios libera de temores, miedos, angustias. No sólo las aparta de nosotros: nos libera.

Tantas veces no gozamos de esto porque no somos capaces de salir de nuestro yo, de la ceguera que padecemos y nos quedamos contemplando a un Dios que nos manda cumplir sus mandatos y preceptos y no llegamos a  descubrir la vida, el gozo, la felicidad que nos trae a través de ellos y de los acontecimientos de nuestra vida, las gracias que nos da.

  Gustad y ved es una invitación personal, pero a la vez comunitaria, es la experiencia de un pueblo, no es suficiente que haya hombres y mujeres que gusten y vean lo bueno que es el Señor y las maravillas que hace, tenemos que tener esa misma experiencia como pueblo, como comunidad y dar testimonio de ello. Los israelitas en Egipto no tenian experiencia de pueblo, por eso anduvieron cuarenta años por el desierto y cuando entraron en la tierra prometida se sabían el pueblo escogido.

  A lo largo de la Palabra de Dios se nos hace constantemente esta invitación:

      -Desde la creación (gustad y ved el poder y el amor de Dios)

      -Desde el paraíso y la desobediencia (gustad y ved la alianza que hace con el hombre)

      -En toda la historia de salvación, pasando por Abraham, Moisés, todos los profetas, los salmos y como culmen la venida de Jesús que nos revela el rostro del Padre que viene a darnos el acceso a los bienes del cielo y la participación del Espíritu Santo.

En el salmo podemos ver y experimentar la  cercanía de Dios: un Dios al que podemos hablar, y que nos responde. Lejos de él esas concepciones de una divinidad distante, impersonal, neutral y alejada de los asuntos humanos. El Dios de Israel, el que transmiten los salmos, el Dios de nuestra fe cristiana, es personal, próximo, dialogante. Nos escucha y nos atiende. Nada de lo que es humano le resulta indiferente. Por eso, los creyentes tenemos motivos sobrados para la alegría, para el ánimo y el coraje. Tenemos motivos para “quedar radiantes” y no avergonzarnos jamás de nuestra fe.

¿Cómo es posible experimentar esta cercanía, esta intimidad  con Dios?.

 

En la segunda lectura San Pablo da la explicación: "El que es de Cristo es una criatura nueva: lo antiguo ha pasado, lo nuevo ha comenzado. Todo esto viene de Dios, que por medio de Cristo nos reconcilió consigo y nos encargó el servicio de la reconciliación. Es decir, Dios mismo estaba en Cristo reconciliando al mundo consigo, sin pedirle cuentas de sus pecados, y a nosotros nos ha confiado el mensaje de la reconciliación".

Lo que sucedió en Corinto se repite en nuestros días. Ser cristiano no es sólo el saberse perdonado y limpio de pecados, el tener la esperanza de la vida en Dios, aceptar un código doctrinal o llevar una vida devota. Ser cristiano, en estricto espíritu paulino, es la transformación integral de la vida; es amarse y amar al otro en el mismo grado. El cristiano es el que sigue a Cristo, aquél que mandó amar a los enemigos, no juzgar sino acompañar al que flaquea, ser amigo de aquellos que son rechazados por la mayoría. Ya no es sólo hablar del que es justificado y perdonado. Debemos hablar de los que van más allá y son reconciliados con Dios. Cuando Cristo es el centro de la existencia, entonces todo lo viejo debe ser abandonado. Esto no significa evitar aprender de las experiencias (buenas o malas) o pretender que las malas decisiones y errores no existieron. Poner lo viejo atrás es atreverse a ir hacia lo nuevo, permitir que Dios nos transforme en nuevas criaturas. Requerimos ser transformados para dejar atrás lo viejo, amar a aquellos que consideramos enemigos, amar y conciliar sin juzgar, ser amigo de aquellos que están en la periferia (¡cualquier periferia!).

Apliquémonos a nosotros mismos estos consejos de san Pablo y vivamos como personas espirituales, dirigidos y gobernados por el espíritu de Cristo, por el amor cristiano, no por nuestras pasiones y esclavitudes corporales.

 

 

Reconciliación es la palabra clave del texto. repetida en cada versículo. Otras palabras parecidas son: expiación, salvación, renovación. Esta es la obra de Cristo y es también nuestra misión y nuestra tarea.

Cristo es reconciliación viva. Cristo es la bandera blanca que Dios envía al mundo. Cristo es el abrazo personal entre Dios y los hombres. Cristo es nuestra paz. El se hizo responsable de nuestros pecados, cargó con ellos y los clavó en la cruz. Así, Dios, por medio de Cristo, no destruyó a los enemigos sino a la enemistad. Entonces brotó el arco iris que abrazó al cielo y a la tierra.

Tarea nuestra es actualizar esta reconciliación de Cristo, seguir anunciando la paz y trabajar por ella. Reconciliar unos hombres con otros, unos pueblos con otros, y todos, el mundo entero, con Dios. ¡Qué tarea más difícil, pero a la vez qué gratificante, la de reconciliar personas, familias, Iglesias, regiones, pueblos, etnias, Estados! Sigue siendo necesaria la cruz, la de Cristo y la nuestra, extender bien los brazos para abrazar al mundo.

Hay que derribar primero muchos muros de incomprensión, odios y resentimientos, injusticias y opresiones... Pero todo es viejo y «lo antiguo ya ha pasado». En Cristo ya ha empezado algo «nuevo».

 

Desde el evangelio se nos presenta la práctica real y concreta de la misericordia de Dios . El padre del "hijo pródigo" fue ciertamente misericordioso, porque llevaba a su hijo en el corazón, en sus entrañas más profundas. Demostró que le quería porque formaba parte de su ser. Por eso recibió a su hijo con los brazos abiertos, sin reprocharle nada. Le había perdonado incluso antes de que su hijo se lo pidiera. Así actúa Dios con nosotros. La seguridad que tenía el hijo menor en el amor pródigo de su padre es lo que le animó a volver a la casa paterna.

El "hijo que no era pródigo", sin embargo no supo, o mejor, no quiso ser misericordioso, quizá porque le faltaban entrañas o porque su corazón era duro como una piedra. Es verdad que a todos nos cuesta perdonar a los que nos ofenden, máxime cuando nos hacen un daño terrible... Misericordia es también ponerse en lugar del otro. Es decir y sentir que "lo que a ti te pasa a mí me importa”. Eso es solidaridad, ponerse en lugar del otro y sentir en propia carne el dolor del hermano. Porque misericordia engloba dos términos: "miseria" y "corazón".

La parábola  destaca, en primer lugar, la maldad que supone el pecado. Es pedir la herencia que tanto costó ganar al padre y malgastarla en vicios, derrochar de mala manera la heredad de los mayores, en el caso de un cristiano es perder en un momento la vida de la gracia, que se nos dio gracias al sacrificio redentor de Jesucristo. Como resultado, la soledad y la tristeza, el remordimiento y el desasosiego… Todo ello simbolizado en el servicio de guardar cerdos, que era para un judío algo abominable, máxime cuando tenía que comer lo mismo que comían aquellos animales, impuros según la Ley. El pecado, en efecto, sumerge al hombre en una situación penosa y sucia, lo hunde en un lodazal de miseria espiritual .

Reconocer el pecado es la primera condición para salir de esa triste situación. Si perdemos el sentido profundo del pecado, estamos perdidos. Difícilmente se sale de una situación, cuya gravedad no se comprende ni se acepta. Por eso hemos de pararnos a pensar en lo que supone el pecado, tratar de penetrar en su malicia y en sus nefastas consecuencias. Eso es lo que hizo el hijo pródigo. Y luego acordarnos de la bondad de Dios nuestro Padre. Pensar que el Señor es compasivo y misericordioso, pronto al perdón y al olvido de nuestros pecados. Él nos ama tanto que tiene más deseos de perdonarnos, que nosotros de ser perdonados.

Al final, el Padre abraza al hijo perdido, le recibe lleno de amor, le corta las palabras de arrepentimiento. Para el padre todo volverá a ser igual que antes; ese que ha llegado no será un jornalero como pretende, será su hijo querido, que se había perdido y que ha vuelto a la casa paterna. Todo termina con aires de fiesta, con una llamada al arrepentimiento y a la esperanza.

Así comenta San Agustín este evangelio:  " Lc 15,1-3.11-32: Primero el retorno a sí mismo y luego al Padre

No es necesario detenernos en las cosas ya expuestas. Mas aunque no es necesario demorarnos en ellas, sí conviene recordarlas. No ha olvidado vuestra prudencia que el domingo anterior tomé a mi cargo el hablaros en el sermón sobre los dos hijos de que hablaba el evangelio de hoy, pero no pude terminar. Dios nuestro Señor ha querido que, pasada aquella tribulación, os pueda hablar hoy. He de saldar la deuda del sermón, puesto que hay que mantener la deuda del amor. Quiera el Señor que mi poquedad llene los deseos de vuestro anhelo.

El hombre que tuvo dos hijos es Dios que tuvo dos pueblos. El hijo mayor es el pueblo judío; el menor, el gentil. La herencia recibida del padre es la inteligencia, la mente, la memoria, el ingenio, y todo aquello que el Señor nos dio para que le conociésemos y alabásemos. Tras haber recibido este patrimonio, el hijo menor se marchó a una región lejana. Lejana, es decir, hasta olvidarse de su Creador. Disipó su herencia viviendo pródigamente; gastando y no adquiriendo, derrochando lo que poseía y no adquiriendo lo que le faltaba; es decir, consumiendo todo su ingenio en lascivias, en vanidades, en toda clase de perversos deseos a los que la Verdad llamó meretrices.

No es de extrañar que a este despilfarro siguiese el hambre. Reinaba el hambre en aquella región; no hambre de pan visible, sino hambre de la verdad invisible. Impelido por la necesidad, cayó en manos de cierto príncipe de aquella región. En este príncipe ha de verse al diablo, príncipe de los demonios, en cuyo poder caen todos los curiosos, pues toda curiosidad ¡licita no es otra cosa que una pestilente carencia de verdad. Apartado de Dios por el hambre de su inteligencia, fue reducido a servidumbre y le tocó ponerse a cuidar cerdos; es decir, la servidumbre última e inmunda en que suelen gozarse los demonios. No en vano permitió el Señor a los demonios entrar en la piara de puercos. Aquí se alimentaba de bellotas que no le saciaban. Las bellotas son, a nuestro parecer, las doctrinas mundanas, que alborotan, pero no nutren, alimento digno para puercos, pero no para hombres; es decir, con las que se gozan los demonios, e incapaces de justificar a los hombres.

Al fin se dio cuenta en qué estado se encontraba, qué había perdido, a quién había ofendido y en manos de quién había caído. Y volvió en sí, primero el retorno a sí mismo y luego al Padre. Pues quizá se había dicho: Mi corazón me abandonó (Sal 39,13), por lo cual convenía que ante todo retornase a sí mismo, conociendo de este modo que se hallaba lejos del Padre. Esto mismo reprocha la Sagrada Escritura a ciertos hombres, diciendo: Volved prevaricadores al corazón (Is 46,8). Habiendo retornado a sí mismo, se encontró miserable: Encontré la tribulación y el dolor e invoqué el nombre del Señor (Sal 114,3-4). ;Cuántos mercenarios de mi padre, se dijo, tienen pan de sobra y yo perezco aquí de hambre! ¿Cómo le vino esto a la mente, sino porque ya se anunciaba el nombre de Dios? Es cierto: algunos tenían pan pero no como era debido, y buscaban otra cosa. De ellos se dijo: En verdad os digo que ya recibieron su recompensa (Mt 6,5). A los tales se les debe considerar como mercenarios, no como hijos, pues a ellos señala el Apóstol cuando escribe: Anúnciese a Cristo, no importa si por oportunismo o por la verdad (Flp 1,18). Quiere que se vea en ellos a algunos que son mercenarios porque buscan sus intereses y, anunciando a Cristo, abundan en pan.

Se levantó y retornó. Había permanecido o bien en tierra, o bien con caídas continuas. Su padre lo ve de lejos y le sale al encuentro. Su voz está en el salmo: Conociste de lejos mis pensamientos (Sal 138,3). ¿Cuáles? Los que tuvo en su interior: Diré a mi padre: pequé contra el cielo y ante ti; ya no soy digno de llamarme hijo tuyo, hazme como uno de tus mercenarios (Lc 15,13-19). Aunque ya pensaba decirlo, no lo decía aún; con todo, el padre lo oía como si lo estuviera diciendo. A veces se halla uno en medio de una tribulación o una tentación y piensa orar; con el mismo pensamiento reflexiona sobre lo que ha de decir a Dios en la oración, como hijo que por serlo solicita la misericordia del Padre. Y dice en su corazón: «Diré a mi Dios esto y aquello; no temo que al decirle esto, al gemirle así, tapone sus oídos mi Dios». La mayor parte de las veces ya le está oyendo mientras dice esto, pues el mismo pensamiento no se oculta a los ojos de Dios. Cuando él se disponía a orar, estaba ya presente quien iba a estarlo una vez que empezase la oración. Por eso se dice en otro salmo: Dije, declararé al Señor mi delito (Sal 31,5).

Ved cómo llegó a decir algo en su interior; ved su propósito. Y al momento añadió: Y tú perdonaste la impiedad de mi corazón (ib.). ¡Cuán cerca está la misericordia de Dios de quien se confiesa! Dios no está lejos de los contritos de corazón. Así lo tienes escrito: Cerca está el Señor de los que atribularon su corazón (Sal 33,19). Éste ya había atribulado su corazón en la región de la miseria; había retornado a él para quebrantarle. Por soberbia había abandonado su corazón y lleno de ira había retornado a él. Se airó para castigar su propia maldad; había retornado para merecer la bondad del padre. Habló airado, conforme a aquellas palabras: Airaos y no pequéis (Sal 4,5). Todo penitente que se aira contra si mismo, precisamente porque está airado, se castiga. De aquí proceden todos aquellos movimientos propios del penitente que se arrepiente y se duele de verdad.

De aquí el mesarse los cabellos, el ceñirse los cilicios, y los golpes de pecho. Todas estas cosas son, sin duda, indicio de que el hombre se ensaña y se aíra contra sí mismo. Lo que hace expresamente la mano, lo hace internamente la conciencia; se golpea con el pensamiento, se hiere y, para decirlo con verdad, se da muerte. Y dándose muerte ofrece a Dios el sacrificio del espíritu atribulado. Y Dios no desprecia el corazón contrito y humillado (Sal 50,19). Por tanto, angustiando, humillando e hiriendo su corazón le da muerte." (San  Agustín, Sermón 112 A, 1-5. ).

Rafael Pla Calatayud.

rafael@betaniajerusalen.com

 

sábado, 22 de marzo de 2025

Comentario a las lecturas del III Domingo de Cuaresma. 23 de marzo de 2025.

     Ya queda un poco lejos el miércoles de ceniza. Ese día el Señor, nos invitó a la conversión. Nos recordó que éramos su viña. Pueblo de su propiedad. Nación consagrada. Y que, esa viña (con higuera incluida) ese pueblo o nación, han de ser cuidados con la oración, la penitencia manifestarse en obras de  caridad. ¿Cómo van esos propósitos? ¿Hemos avanzado en algo?


¿Hemos salido del vacío para llenar nuestra vida de contenido? ¿Hemos socorrido alguna necesidad material o espiritual? ¿Nos hemos alejado de algunos aspectos extremadamente opulentos, artificiales o superficiales? ¿Somos conscientes de la variedad de oportunidades que Dios nos da para realizarnos?.

Los textos bíblicos de este Domingo plantean temas importantes para nuestra reflexión: el de la primera lectura (Éxodo 3,1-8a. 13-15) y el salmo responsorial [Salmo 104 (103), 1-2.3-4.6-7.8 y 11]- se refieren al encuentro con Dios que nos libera; en el de la segunda lectura (1 Corintios  10, 1-6.10-12) el apóstol Pablo exhorta a la vigilancia; y en el del Evangelio Jesús nos invita a la conversión, propia de este tiempo de Cuaresma.

La primera lectura  del libro del Éxodo  (Ex 3,1-8a.13-15) nos encontramos a Moisés en el desierto del Sinaí, en la tribu de Madián, en donde se casa con la hija del jefe y en donde recibe una formación religiosa y jurídica conforme a las tradiciones de los nómadas. Seguramente Moisés encontró al lado de Jetró hasta el nombre del Dios de sus padres y algunos ritos como la circuncisión (Ex. 4, 24-26). Esta experiencia debió de ser particularmente interesante para Moisés, que enriquecía así su formación jurídica y administrativa egipcia con una vuelta a las fuentes tradicionales y una preparación más apropiada al estado nómada que habría de compartir con su pueblo.

En este contexto se sitúa una experiencia religiosa particularmente decisiva. Cuando estaba apacentando los ganados de su suegro, Moisés, que sin duda no estaba suficientemente iniciado en las costumbres religiosas de Madián y desconocía la localización de sus lugares sagrados, penetra casualmente, quizá para ponerse al abrigo de una tormenta (v. 5), en uno de esos lugares, cerca de Horeb (allí donde un día volverá a sellar la alianza; al redactor le gustan estas premoniciones). El recinto rodea un árbol sagrado que es repentinamente fulminado por un rayo (vv. 2-3).

Moisés medita sobre estos acontecimientos misteriosos y esta experiencia mística le lleva a comprender que el Dios de sus antepasados es también el Dios de la promesa (v. 6). La profundización del contenido de esa promesa permite a Moisés abrir los ojos respecto a la desgraciada situación de los hebreos en Egipto y le hace comprender que esa situación no puede eternizarse sin que Yahvé quede por mentiroso. De todo eso llega Moisés a una conclusión: Yahvé no tardará ya en venir en ayuda de los hijos de aquellos a quienes ha prometido una tierra y una descendencia numerosa (vv. 7-8).

El encuentro entre Moisés y Dios es real. Pero Dios está menos en la zarza fulminada que en el corazón de Moisés, que busca un significado a los sucesos que está viendo. 

Pero un enviado no tiene probabilidad alguna de ser bien recibido si no dice en nombre de quién cumple su misión (v. 13).

El nombre que Moisés revelará a sus hermanos es el de Yhwh-Yahvé (v. 15); quizá se trate del nombre de uno de los dioses del panteón de aquella época, especialmente venerado en el Sinaí. Lo que importa es que designe al Dios, un tanto olvidado, de los patriarcas y de las promesas.

El texto da una etimología nueva de la palabra "Yahvé": "Yo soy el que soy" (v. 14). No se trata de una definición metafísica de la naturaleza de Dios, sino de una afirmación de doble vertiente: una vertiente evasiva en primer lugar (como cuando decimos en castellano: "hay que hacer lo que hay que hacer"): Dios, de todas formas, está por encima de todo nombre y no puede ser aferrado, y también una vertiente histórica: podría traducirse, en efecto, con mayor exactitud: "seré el que seré", que vendría a decir: me conoceréis en lo que haré por vosotros: "es la historia la que me desvelará".

Así, pues, el nombre de Dios salvaguarda su misterio y su trascendencia y descubre al mismo tiempo su inmanencia a la historia y a la misión del patriarca. El hombre actual apenas si ha progresado sobre Moisés cuando quiere nombrar a Dios. Posiblemente experimenta con más fuerza la vanidad de los esfuerzos del mundo y de la metafísica para dar a Dios un nombre válido. Dios no está a merced de los proyectos míticos, ni de los fracasos o de los éxitos de la empresa metafísica. Sin embargo, nosotros sabemos que Dios no puede ser encontrado más que en la condición del hombre, sobre todo desde que esta condición encontró en Jesucristo su clave y finalidad.

 

Hoy el responsorial es el salmo 102 (Sal 102,1-8.11). El salmista desde el principio se siente conmovido por la benevolencia divina y levantando en alto el estandarte de la gratitud; salta desde el fondo de sí mismo, dirigiendo a sí mismo la palabra, expresándose en singular que, gramaticalmente, denota un grado intenso de intimidad, utilizando la expresión «alma mía» y concluyendo enseguida «con todo mi ser».

En el versículo segundo continúa todavía en el mismo modo personal, dialogando consigo mismo, conminándose con un -«no olvides sus beneficios». E inmediatamente, -y siempre recordándose a sí mismo- despliega una visión panorámica ante la pantalla de su mente: el Señor perdona las culpas, sana las enfermedades y te ha librado de las garras de la muerte (v. 3-4). No sólo eso: y aquí el salmista se deja arrastrar por una impetuosa corriente, llena de inspiración:

"te colma de gracia y ternura, sacia de bienes todos tus anhelos y como un águila se renueva tu juventud" (v. 4-5).

No importa que digan que somos polvo y humo, y que, incluso, cada uno así lo experimentemos. La gracia y la ternura revestirán nuestros huesos carcomidos de una nueva primavera, y habrá esplendores de vida sobre nuestros valles de muerte. ¿Por qué temer? Una juventud que siempre se renueva, como la del águila, te visitará cada amanecer; y tus anhelos, aquellos que palpitan en tus estancias más secretas, serán completamente saciados de dicha. Todo será obra del Señor. Miedo ¿a qué? ¿Por qué llorar?

En el versículo 6 el salmista hace una transición: de la experiencia personal pasa a la contemplación de los hechos históricos protagonizados por el Señor a favor del pueblo. Fue una historia prodigiosa. Por su pura iniciativa, enteramente gratuita, el Señor extendió sus alas sobre Israel, que fue tribu nómada primero y pueblo esclavizado después, errante de país en país, y siempre despreciado bajo cielos extraños.

Como protagonista absoluto de la historia, el Señor los defendió contra la prepotencia de los poderosos, oscureció la tierra de los opresores, en vez de lluvia les envió granizo, sus viñas y bosques fueron pasto de las llamas, nubes de insectos asolaron sus campos, y en fin, el terror cayó sobre la tierra entera. Y así, los opresores no tuvieron más remedio que dejar en libertad a Israel que fue conducido amorosamente e instalado en la tierra prometida. Todo esto está sintéticamente descrito en los versículos 6 y 7, y ampliamente narrado en el salmo 105.

Resuena con fuerza la palabra Misericordia.

Desde luego no hay otra palabra que mejor defina a Dios; ella expresa admirablemente los rasgos fundamentales del rostro divino. Es, además, hija predilecta del amor y hermana de la sabiduría; nace y vive entre el perdón y la ternura.

Todas las experiencias vividas por Israel a lo largo de los siglos, y por el salmista a lo largo de sus años, están expresadas en esa fórmula que parece el artículo fundamental de la fe de Israel: «El Señor es compasivo y misericordioso, lento a la ira y rico en clemencia» (v. 8).

 

La segunda lectura tomada de I corintios ( 1 Cor 10,1-6.10-12), es un ejemplo característico de interpretación tipológica del AT. Esta interpretación es posible gracias a una determinada comprensión de la historia de salvación, en la que la continuidad de la acción salvífica de Dios permite establecer una relación entre los tiempos de la antigua alianza y los de la nueva. El dato temporal que da Pablo cuando habla de «el fin de los tiempos» (v 11) debe entenderse del momento típico en el cual se sitúan los cristianos: la encrucijada en que acaba el tiempo viejo y comienza el nuevo y definitivo.

La interpretación del Apóstol acepta no sólo la historicidad de los hechos antiguos, sino también la concreta realidad salvífica que significaron para el pueblo de Israel en un momento determinado. Además de signos externos, eran actualización de la salvación de Dios o, si se prefiere, el hecho mismo implica la presencia salvífica de Dios manifestada mediante unos signos.

 -"Nuestros padres... fueron bautizados en Moisés por la nube y el mar": Todos los cristianos, tanto los que proceden del judaísmo como de los gentiles, son hijos de Abrahán, por su incorporación a Cristo, descendencia de Abrahán. El paso a través del mar Rojo lleva la referencia hacia el bautismo: el paso por el agua como liberación de la esclavitud y del pecado.

-"Todos comieron el mismo alimento espiritual": Unos nuevos hechos del Éxodo ilustran la Eucaristía: el maná y el agua que brota de la roca en el desierto. La expresión "espiritual" se ha interpretado de varias maneras: como sinónimo de simbólico; o por su origen milagroso; pero la mejor lectura es referirlo a Cristo resucitado. La Eucaristía es una comida y una bebida que hacen participar al hombre de la situación gloriosa de Cristo. Notemos cómo Pablo añade una leyenda rabínica sobre la roca que seguía al pueblo en el desierto: la roca se convierte en un símbolo de Cristo.

-"Todo esto les sucedía como un ejemplo": Pese a las maravillas que Dios realizó en favor de su pueblo, algunos cayeron en la idolatría o murmuraron y murieron castigados en el desierto. Conviene que los cristianos lean el AT como una advertencia también para ellos, ya que están insertos en la misma historia de la salvación.

 

El evangelio es de san Lucas ( Lc 13,1-9). El texto evangélico se encuentra dentro de la narración del viaje a Jerusalén. Dos episodios violentos dan pie a Jesús para notar que no son sólo culpables los que sufren algún castigo, sino todos: los galileos y los habitantes de Jerusalén. Y que es necesario, por tanto, entrar en el camino de la conversión.

Jesús es informado del asesinato de unos galileos por soldados romanos. -"Se presentaron algunos a contar a Jesús lo de los galileos...": El primer caso es el de unos galileos que fueron muertos mientras ofrecían un sacrificio. Parecería que se trataba del sacrificio del cordero pascual que debía realizarse en el recinto del Templo. No sabemos a qué hecho se refiere el evangelista; per sí sabemos, por ejemplo, que Pilato actuó violentamente contra los samaritanos cuando subían a su santuario de Garizim, el año 35 d.C.

Nada dice el texto acerca de la intencionalidad de los informantes. Por el comentario de Jesús se deduce que lo que a Lucas le interesa es la lectura religiosa del hecho. Existía entonces, en efecto, la creencia generalizada de que determinadas desgracias personales eran consecuencia de un pecado precedente.

Contando con esa creencia hace Jesús la siguiente pregunta: ¿Creéis que, por haber sufrido tal suerte, esos galileos eran más pecadores que el resto de galileos?

Las palabras posteriores dejan bien a las claras que la pregunta no es en realidad tal, sino que se trata de un recurso retórico para hacer una afirmación rotunda: Esos galileos no son más pecadores que el resto de galileos. Para a continuación añadir: Y si no os convertís, todos pereceréis lo mismo. Este añadido es lo que a Jesús le interesa y no la creencia, en la que Jesús parece más bien no creer mucho. El problema no está en los muertos; el problema está en los vivos, que teorizan dando por sentado que la cosa no va con ellos.

Jesús añade un segundo hecho, a partir del cual formula la misma pregunta retórica cambiando únicamente de personas. -"Y aquellos dieciocho que murieron aplastados por la torre de Siloé[1]": En vez de galileos habla de jerosolimitanos. Galilea en el norte, Jerusalén en el sur. Galilea y Judea, es decir, la totalidad de Israel. La totalidad del pueblo de Dios es invitado a convertirse.

Se Parecería que es un hecho conocido, recientemente, por los oyentes de Jesús. Uno y otro hecho desembocan en una advertencia: "si no os convertís, todos pareceréis de la misma manera".

El texto concluye con la historia gráfica de una higuera que no da fruto, pero a la que no se arranca en la confianza de que lo dará. La parábola desempeña un doble papel, crítico y esperanzador. A su vez ilumina el sentido de la conversión, que no es sólo ruptura con algo mal hecho, sino también realización de algo nuevo y diferente.


-"Y les dijo esta parábola: Uno tenía una higuera...": La parábola que Lucas añade en este contexto refuerza la advertencia sobre la conversión. Los galileos y los que murieron bajo la torre, no murieron porque fueran más pecadores que los demás. Toda muerte repentina debe hacernos mirar hacia nosotros mismos: tenemos un tiempo para nuestra vida y debemos aprovecharlo. La llamada de Jesús es la última oportunidad que se nos da; como en la parábola, a la higuera se le da un tiempo para que no sea improductiva.

 

Para nuestra vida.

La primera lectura nos presenta la relación entre Dios y Moisés, sin duda una de las más asombrosas de toda la Biblia. El propio Señor le enseña a Moisés como ha de comportarse en su presencia. Es, pues, un ejemplo de una insondable belleza y pleno de lógica. Dios anuncia a Moisés que librará a su pueblo de la opresión egipcia y que ha de ser el mismo Moisés quien anuncie a ese pueblo lo que va a hacer el Señor. Y, entonces, la pregunta es sencilla, muy obvia. ¿Y cuál es tu nombre? ¿A quién tengo que anunciar? ¿De parte de quien digo que voy? El texto presenta una grandiosa lección teológica: Dios responde que no tiene nombre, que esta tan grande su realidad que solamente puede ser definido con una frase demasiado obvia y casi oscura: “Soy el que Soy”. Al conjugar ese verbo surge la fórmula del nombre hebreo de Dios “El que es”, Yahvé. Luego, muchos años después, al intentar pasarlo al griego se dio la traducción de una palabra que da una concreción ajena al pueblo hebreo, Teos, Dios.

¿Cómo ocurrieron los hechos?. "En aquellos días, pastoreaba Moisés el rebaño de su suegro Jetró..." (Ex 3, 1). Moisés ha huido de Egipto, se ha refugiado en la tierra de Madián. Él había querido ayudar a su pueblo, se interpuso en aquella pelea de hermanos, entre aquellos hombres que llevaban la misma sangre de los patriarcas en sus venas. Pero no aceptaron su mediación, le echaron en cara el haber defendido con la violencia a un hebreo, tratado con crueldad por un capataz egipcio. Ante aquella actitud desconcertante de repulsa, ante aquel peligro de ser denunciado por la gente de su mismo pueblo, Moisés abandona precipitadamente la corte del faraón y se refugia en la heredad de Jetró.

Ahora su vida ha cambiado, lleva cayado de pastor; su piel curtida por el viento solano del desierto, su vida transcurre por el silencio y la soledad de los campos de Madián. Un día la voz de Yahvé, el Dios de su pueblo, se dejó oír entre el chisporroteo de una zarza que arde: "¡Moisés, Moisés! Y él respondió: Aquí estoy". La voz de Dios que llama. "El Señor le dijo: He visto la opresión de mi pueblo en Egipto, he oído sus quejas contra los opresores, me he fijado en sus sufrimientos" (Ex 3, 7). Israel gime atormentado por la opresión del yugo de su esclavitud. El faraón pretende exterminarlo lentamente, sacándole todo el provecho posible, explotándolo miserablemente. El trabajo aumenta y la ración de comida disminuye. Los hebreos claman en el estrépito del trabajo y en el silencio de las claras noches junto al Nilo. Dios se compadece de aquella situación y decide libertarlos. Ese amor infinito del Señor va a desplegarse en mil prodigios y señales. Él no puede consentir por más tiempo aquella penosa situación. Es como si no sufriera el ver a los suyos maltratados de aquella forma.

Hoy también hay opresión, hoy también existen injusticias, penas, sinsabores, angustias, miedos, situaciones insostenibles. Hay muchos que gimen y que lloran en mil rincones del mundo. Muchos que pasan hambre, muchos que no tienen fe, muchos que malviven sin ninguna esperanza, muchos que mueren sin un poco de cariño... Una multitud de seres desgraciados que extiende sus brazos escuálidos, pidiendo compasión para tanta miseria. También le pedimos a Dios que vuelva a nuestra tierra, que saque de la esclavitud a quienes están sumidos en ella, condúcenos con mano firme, a través del desierto, hacia la Tierra de Promisión.

Como a Moisés también a nosotros nos llama Dios. Ojalá sepamos responder como Moisés: Ojala digamos "Aquí estoy". El Señor espera disponibilidad, rapidez para secundar los planes que tiene para nuestra  vida. Prontitud para seguir la voz de la conciencia, la voz del Señor que resuena constantemente en nuestra vida de cada día, pidiendo nuestra colaboración, nuestra  lealtad a los compromisos de cristiano, "hijo querido de Dios".

 

El salmo de hoy, es el gran salmo de la ternura misericordiosa de Dios. El concepto de amor contiene variados y múltiples alcances, y uno de ellos es el de la ternura. No obstante, a pesar de entrar la ternura en el marco general del amor, tiene ella tales matices que la transforman en algo diferente y especial en el contexto de amor.

La ternura es, ante todo, un movimiento de todo el ser, un movimiento que oscila entre la compasión y la entrega, un movimiento cuajado de calor y proximidad, y con una carga especial de benevolencia. En las raíces de la ternura, descubrimos siempre la fragilidad; en ésta nace, se apoya y se alimenta la ternura. Efectivamente, la infancia, la invalidez y la enfermedad, donde quiera que ellas se encuentren, invocan y provocan la ternura; cualquier género de debilidad da origen y propicia el sentimiento de ternura. Por eso, la gran figura en el escenario de la ternura es la figura de la madre.

La Biblia, cuando intenta expresar el cariño de Dios, siempre saca a relucir la figura paterna, debido sin duda al carácter fuertemente patriarcal de aquella cultura en que se movieron los hombres de la Biblia. No obstante, si analizamos el contenido humano de las actividades divinas, llegaremos a la conclusión de que estamos ante actitudes típicamente maternas: consolación, comprensión, cariño, perdón, benevolencia. En suma, la ternura.

Las palabras  del salmo resuenan en nuestros labios, “El Señor es compasivo y misericordioso”.

Entre todas las atribuciones que la Biblia da a Dios, es quizás esta la más frecuente. Antes que juez severo, Dios es padre compasivo; no condena, sino que salva; no nos envía desgracias, sino ternura; no se enoja, sino que tiene una infinita paciencia con nosotros.

Cuando oímos decir a tantas personas que Dios es distante, que no se ocupa de nosotros, que, incluso, se ríe y juega con el mundo; o bien que es cruel y nos somete a duras pruebas, estamos asistiendo a una triste caricatura de Dios, ¡tan errónea! Qué lejos este Dios deformado y espantoso del Dios de Moisés, del Dios de Jesús de Nazaret, del Dios que no espera nuestra búsqueda, sino que sale a nuestro encuentro y se revela, porque le conmueve nuestro dolor y no puede resistir vernos sufrir más…

Pero Dios está ahí, sufriendo con los que sufren, ayudando con los que ayudan, alentando la fuerza de los que luchan por sobrevivir y rescatar la belleza de la vida. Dios nunca se alejó. En todo caso, podríamos preguntar: ¿no seremos nosotros los que nos hemos alejado de Él?

Los versos de este salmo son una esplendida oración que vale la pena recitar, recordar y meditar en el corazón. Dios es nuestra vida. Él nos libera, de la enfermedad del cuerpo y del alma; el nos da alegría, fuerza, inteligencia, capacidad para discernir. “Como se levanta el cielo sobre la tierra, se levanta su bondad sobre sus fieles”… Como el sol, que luce para todos, así brilla el rostro de Dios sobre nosotros. ¿Por qué especifica el salmo “sobre sus fieles”? Porque, aunque su amor es para todos, es cierto que no todos sabrán o querrán verlo. Siempre hay quien rechaza la luz… Y a veces necesitamos esos momentos de tiniebla, de tropiezo, de intenso dolor interior, para darnos cuenta de que hemos de cambiar de rumbo y buscar esa luz que se nos ofrece, gratuita, generosamente. En el momento en que giramos nuestro rostro hacia Dios, ha comenzado nuestra conversión.

 

La segunda lectura, comienza con un aviso para caminantes. “El que se cree seguro, ¡cuidado!, no caiga”, dice el apóstol san Pablo a los cristianos de la ciudad griega de Corinto (1 Corintios 10, 1-6.10-12), a quienes él mismo había evangelizado en uno de sus viajes misioneros.

Esta exhortación nos ayuda a reforzar la vigilancia constante para no caer en la tentación, la hace el apóstol evocando la historia del pueblo de Israel después de haber sido liberado de la esclavitud en Egipto, en su camino por el desierto hacia la tierra prometida. Durante ese camino, fueron muchas las tentaciones que experimentaron los hebreos y muchos los que cayeron descuidándose y dejándose seducir por los apetitos desordenados. Pero también hubo un resto de personas que permanecieron fieles a Dios, poniendo toda su confianza en él y esforzándose para no apartarse del camino del bien.

El plan de Dios se va cumpliendo inexorablemente, siglo tras siglo. San Pablo relata el camino recorrido por Moisés y el pueblo hebreo diseñado por “El que es”. Un camino que es válido para los habitantes de Corinto.

Destaca san pablo como en ese peregrinar por el desierto ya estaba prevista la salvación ejercita por Cristo Jesús. Él era la fuente de agua viva necesaria para subsistir en terreno de zarzas y alimañas y, también, alimento venido del cielo para recorrer el camino hacia la salvación. El hecho de haber sido elegido por Dios no da ya al pueblo ninguna garantía mágica de salvación (1 Cor 10,1-6.10-12). Los israelitas durante el éxodo experimentaron las grandes hazañas realizadas por Dios a su favor: estuvieron protegidos por la nube, atravesaron el mar, comieron el maná, bebieron agua que brotó milagrosamente de la roca. Pero esto no les sirvió de nada a muchos que no agradaron a Dios con su conducta pecadora: codiciaron el mal, protestaron.

Lo dicho por San Pablo, no es una historia pasada sino que constituye toda una advertencia de lo que nos puede pasar a nosotros si no nos convertimos en serio. De nada nos servirá el decir que somos cristianos, miembros de la Iglesia, si luego nuestra conducta es más bien la de los paganos.

También a nosotros los cristianos, nos parece exagerado o inapropiado a veces el Antiguo Testamento para nuestro concepto de fe y de religión. Y, sin embargo, todo está relacionado. Dios Padre, “El que es”, procura, intenta, a lo largo de toda la descripción veterotestamentaria, que su pueblo no le olvide, que no adore a ídolos, a dioses extranjeros”. Está, como el Padre de la parábola del Hijo Pródigo, esperando en lo alto del promontorio del camino a que aparezca la figura del hijo perdido. En un momento dado, en un tiempo ya de madurez de la existencia humana, ese Dios totalmente enamorado de un pueblo, siempre díscolo y errático, envía a su propio Hijo –se envía a sí mismo—para lograr la reconciliación definitiva. Si la disponibilidad de Dios está siempre presente, ¿hemos, nosotros, de darle la espalda?, ¿no hemos de corresponder a ese amor entregado con un estado de cosas más afín a lo que el Señor quiere?.

 El Evangelio vincula la paciencia con el crecimiento, la vida y los frutos de la higuera.

Hoy el evangelio nos reconcilia con el Dios de la misericordia y de la paciencia. Interpretando Jesús unos hechos recientes de muertes violentas y desgracias, enseña claramente que no son castigos, que Dios no entra en ese juego. Lo mismo dirá cuando le pregunten sobre el pecado del ciego de nacimiento. Que nadie juzgue al otro. Que todos nos juzguemos a nosotros mismos.

Unos desconocidos le comunican a Jesús la noticia de la horrible matanza de unos galileos en el recinto sagrado del templo. El autor ha sido, una vez más, Pilato. Lo que más los horroriza es que la sangre de aquellos hombres se haya mezclado con la sangre de los animales que estaban ofreciendo a Dios.

No sabemos por qué acuden a Jesús. ¿Desean que se solidarice con las víctimas? ¿Quieren que les explique qué horrendo pecado han podido cometer para merecer una muerte tan ignominiosa? Y si no han pecado, ¿por qué Dios ha permitido aquella muerte sacrílega en su propio templo?

Jesús responde recordando otro acontecimiento dramático ocurrido en Jerusalén: la muerte de dieciocho personas aplastadas por la caída de un torreón de la muralla cercana a la piscina de Siloé. Pues bien, de ambos sucesos hace Jesús la misma afirmación: las víctimas no eran más pecadores que los demás. Y termina su intervención con la misma advertencia: «si no os convertís, todos pereceréis».

La respuesta de Jesús rechaza la creencia tradicional de que las desgracias son un castigo de Dios. Jesús no piensa en un Dios "justiciero" que va castigando a sus hijos e hijas repartiendo aquí o allá enfermedades, accidentes o desgracias, como respuesta a sus pecados.

Jesús no se detiene en elucubraciones teóricas sobre el origen último de las desgracias, hablando de la culpa de las víctimas o de la voluntad de Dios. Vuelve su mirada hacia los presentes y los enfrenta consigo mismos: han de escuchar en estos acontecimientos la llamada de Dios a la conversión y al cambio de vida.

Jesús toma ocasión de esos hechos en los que algunos han sufrido la muerte, para recordar a sus oyentes. Y a todos nosotros, que es preciso convertirse para no perecer por nuestras culpas, para que si viene el mal nos sirva de salvación y no de condenación. Sí, hemos de arrepentirnos de nuestros pecados, hemos de cambiar a una vida santa, si realmente queremos estar con Dios. Y que nadie diga que él no necesita convertirse. Si alguno piensa de esa forma, es un pobre soberbio que más que nadie corre el peligro de ser castigado por Dios. Recordemos otra vez que el justo peca siete veces al día, pero siete veces se levanta, mientras que el impío cae y permanece en su caída. La diferencia entre uno y otro no está, por tanto, en que uno peca y el otro no, sino en que uno se arrepiente y se convierte, mientras que el otro se obstina en su pecado.

"...y si no os convertís, todos pereceréis lo mismo(Lc 13, 3). De ordinario tendemos a juzgar con ligereza a los demás. Nos inclinamos a pensar mal acerca de la conducta de los otros. En el pasaje de este evangelio algunos se acercan a Jesús para contarle que unos galileos han sido ejecutados por Pilato. El Señor les escucha y al mismo tiempo lee sus pensamientos. Por eso les pregunta si se creen que aquellos que murieron eran más pecadores que los que se libraron. Si piensan así, están equivocados. Los males que sobrevienen al hombre no siempre se han de considerar como un castigo de Dios. A veces puede incluso ser un bien inapreciable, una ocasión para purificar el alma, un sacrificio que ofrecer al Señor en reparación de los pecados propios y ajenos, una oportunidad para unirse a Jesús crucificado y cooperar con el propio dolor a la redención de las almas. Por tanto, no seamos ligeros al juzgar, ni pensemos que el mal que nos puede sobrevenir es señal de una culpa, que Dios castiga. Alguna vez puede ser así, pero no siempre lo es.

Termina el pasaje evangélico con la parábola de la higuera que no acaba de dar fruto. Tres años sin echar higos, deciden al dueño a cortarla de una vez. Pero el viñador le pide al amo un año más. Él la cavará y la abonará bien, a ver si así da fruto, y si no, se cortará el árbol.


La higuera a la que se refiere el texto evangélico es el pueblo de Israel, pero nosotros deberemos aplicar esta parábola de la higuera estéril a la actualidad de la Iglesia, a la vida de cada uno de nosotros. Confiar en la misericordia salvadora de nuestro Dios no puede llevarnos a ir retrasando nuestro propósito de conversión hasta el último día de nuestra vida. Dios quiere que nos convirtamos ya hoy, que no lo dejemos para mañana. Si la cuaresma es un tiempo especial de conversión, no dejemos que pase esta cuaresma sin un propósito firme de conversión. Para eso, abonemos todos los días nuestro corazón con obras de misericordia, con amor y con espíritu de sacrificio.

La vida crece despacio, tiene sus horas, sus tiempos, nos hace ir por muchos caminos y rodeos, especialmente cuando se refiere a nuestro crecimiento espiritual, muchas veces somos como la higuera del Evangelio. Quien no ama la vida no tiene paciencia con ella. Dios es el gran paciente porque es el amor y fuente de toda vida. Removemos la tierra, quitemos todo aquello que hace infecunda nuestra vida y dejemos que la gracia de Dios la abone.

Como la higuera estéril nos alimentamos del terreno que hay a nuestro alrededor sin pensar que los demás esperan los frutos. No podemos negar hoy la vigencia de criterios tales como la "utilidad", la "rentabilidad"... a la hora de juzgar, no sólo cuestiones económicas, sino aprecios y valías de las personas, comportamientos sociales y personales. Valoramos lo práctico, lo útil, lo que es rentable. Nos hemos instalado en la mediocridad.

Hemos acabado acostumbrándonos a ella, como termina uno de acostumbrarse a una vieja prenda o a un vecino desagradable. Se nos ha dado casi todo, pero. ¿Estamos produciendo los frutos que Dios espera de nosotros? Tal vez tu vida esté siendo también estéril... porque estás centrándola en torno tuyo y todo lo  valoras en la medida en que te sirven. Dar fruto significa justamente lo contrario. Es estar pendiente de quien necesita algo de ti: una palabra, un gesto, una parte de tu tiempo. Dar fruto es estar disponible, ser servicial, pensar en los demás, ser capaz de amar al otro sin exigir respuesta... Dios espera que dé frutos. Debes ser capaz de dar frutos si no quieres que tu vida transcurra lánguida y mediocre. Practicar la misericordia y la compasión es dar frutos de amor.

La parábola de «la higuera estéril», dirigida por Jesús a Israel, se convierte hoy en una clara advertencia para la Iglesia actual y para cada uno de nosotros. No hay que perderse en lamentaciones estériles. Lo decisivo es enraizar nuestra vida en Cristo y despertar la creatividad y los frutos del Espíritu.

Miremos nuestra vida, ¿somos como esa higuera?, pensemos que quizá sea este el último año que el Señor nos concede para que demos el fruto debido. Tratemos de rectificar nuestra conducta indolente, nuestra vida vacía de amor a Dios y de buenas obras. Hagamos un esfuerzo para conseguir frutos de penitencia, no sea que el Señor se acerque a buscar nuestro fruto y estemos sin él.

No acabamos de convencernos de que Dios no castiga, que Dios no quiere la muerte, que todo sucede según las leyes naturales, para malos y buenos. Es casi blasfemo decir, cuando alguien muere prematuramente: «Dios lo ha querido», «Dios se lo ha llevado». ¿Tanta prisa tiene Dios, con toda una eternidad por delante? ¿Le necesitaba Dios más que sus hijos o sus padres? La diferencia entre los buenos y los malos no está en que se sufra más o menos, sino en la manera de sufrirlo.

El Dios de la paciencia. Dios no castiga, sino que espera, como el agricultor el fruto. Una paciencia infinita, un año y otro... y otro.

Rafael Pla Calatayud.

rafael@betaniajerusalen.com

 

 



[1] Se trata de una de las torres de la antigua muralla de Jerusalén, cerca de la piscina, en el torrente Cedrón.