"Señor,
que yo te conozca a Ti que me conoces. Que yo te conozca como soy conocido por
Ti". Encontró, después de una larga búsqueda, la verdad y, con la verdad,
encontró la felicidad: "La búsqueda de Dios es la búsqueda de la
felicidad. El encuentro con Dios es la felicidad misma". (San Agustín).
Comprender el designio de Dios. Dios como refugio, el cambio que supone la vida cristiana de recibir a todos como hermanos, la exigencia de renuncia de la propia vida cristiana para ser discípulos de Jesús, las condiciones del seguimiento. ¿Qué hombre conoce el designio de Dios?¿Qué es lo que Dios espera de mí?.¿Buscamos a Dios de verdad?. ¿Anhelamos su sabiduría?. ¿Se nota, no solo de palabra, que el Señor es nuestra riqueza?.
Todas estas preguntas y realidades resonarán hoy en
las lecturas proclamadas.
La primera
lectura es del Libro de la Sabiduría ( Sab 9,13-18), nos presenta a la
Sabiduría auténtica como que es el mismo Espíritu de Dios, es Dios mismo. La razón es
de los hombres, la sabiduría es de Dios y ¡qué difícil es para nuestra pobre
razón conocer los designios de Dios, si Dios no nos da su santo Espíritu!. Ante
el misterio de Dios, el hombre debe proceder siempre con humildad y
reconocimiento de nuestros límites.
Los designios de Dios solo los podrá conocer
el hombre con ayuda del Espíritu Santo. Sin la ayuda permanente del Espíritu es
imposible conocer lo que Dios quiere de nosotros. Es verdad que Jesús "fue
la imagen del Dios invisible" y nos enseñó a reconocer el amor desbordante
del Padre hacia sus criaturas. Pero eso mismo, sin la ayuda del Espíritu, no
nos llegaría, no lo entenderíamos. Muchas de las especulaciones
"cientificistas" que hacen algunos respecto a la figura de Cristo, o
en torno a la presencia de Dios en la creación, y que se pierden por caminos de
adivinanzas o de conjeturas interminables, se deben a la ausencia del Espíritu.
Cuando el Espíritu Santo está en nosotros todo llega fluidamente y con una
profundidad que no procede de nosotros mismos. Pretender llegar al
"fondo" de Dios cerrándose al Espíritu es –casi—una pérdida de
tiempo. Eso no quiere decir que no tengan mérito los esfuerzos de personas que,
sin recibir al Espíritu, buscan a Dios. El contenido del texto que leemos hoy
en el Libro de la Sabiduría nos demuestra que eso ya lo sabían muchas
generaciones antes del nacimiento de Cristo.
"¿Qué hombre comprende el
designio de Dios, quién comprende lo que Dios quiere...?" (Sb 9, 13). Los planes de
Dios, sus intenciones, sus pensamientos están ocultos a los hombres. Los
deseos, las motivaciones humanas son más o menos previsibles. Muchas veces
sabemos lo que nuestro interlocutor piensa con sólo mirarle a los ojos. Sabemos
qué es lo que desea, qué es lo que está buscando. Con Dios no ocurre lo mismo.
Él se escapa a nuestras previsiones, está por encima de nuestros cálculos. Y a
menudo nos sorprende su forma de actuar, nos extraña quizá su pasividad, su
prolongado silencio. Y nos preguntamos, inútilmente, el porqué de las cosas.
Hoy nos dice el sabio inspirado por Dios: Los
pensamientos de los mortales son mezquinos y nuestros razonamientos son
falibles; porque el cuerpo es el lastre del alma y la tienda terrestre abruma
la mente del que medita... Por eso ante Dios sólo nos queda en ocasiones el
silencio por respuesta, la aceptación rendida de cuanto Él quiere disponer.
Conscientes de que sus planes son siempre justos e inapelables. Contentos al
pensar que, además de inteligente como nadie, Dios es sobre todo amor.
"Pues,
¿quién rastreara las cosas del cielo, quien conocerá tu designio?" (Sb 9,
17). Los
planes de Dios están escondidos para los hombres, el Señor puede mostrarlos con
el fulgor de tu luz, esa luz que luce en las tinieblas y que las tinieblas no
sofocaron, esa luz verdadera que, con su venida a este mundo ilumina a todo
hombre. La luz, nos ha penetrado, sembrando el gozo y la alegría en nuestros
corazones, porque sabemos lo que buscas, lo que intentas desde el principio de
los tiempos. Salvar a los hombres, a todos. Esa es la voluntad del Señor, su
deseo de universal salvación. Y para que esa redención no fuera como una limosna
que nos humillase, permite que podamos cooperar a nuestra propia salvación,
conquistar con nuestro pequeño esfuerzo, sostenido por tu gracia, ese Reino
maravilloso que él ha venido a proclamar.
El
responsorial es el salmo 89 (Sal 89,3-6.12-17).
Este es uno de los llamados salmos reales. Estos salmos tienen dos modalidades: algunos salmos que hablan sobre el rey
de Israel y otros que muestran la realeza divina. La tradición de ambos grupos
de salmos es davídica en el sentido de que se apoya tanto en la elección divina
del Rey David como en la promesa que Yahveh le hizo sobre la perpetuidad de su
dinastía. Inicialmente usados para la consagración de reyes o para ceremonias
reales, con la caída de la monarquía son reutilizados en sentido mesiánico. Los
más representativos son el Salmo 2, el 45, el 89 y el 110 (para los
directamente relacionados con la dinastía davídica).
Este salmo es un himno al Señor rey del universo (vs.
1-18) y una evocación de las promesas hechas a David y a su descendencia (vs.
19-37) sirven de base para una súplica en favor del rey (vs. 38-52). El salmo
fue compuesto probablemente hacia fines de la época de los reyes, cuando el
creciente poderío de Babilonia se había convertido en una grave amenaza para el
reino de Judá.
El hombre de la Biblia en ningún instante cubre sus ojos con disfraces, ni intenta ocultarnos la vieja sabiduría sobre la fugacidad de la vida y la relatividad de las cosas. Al contrario, lo sentimos impresionado por la condición efímera de la existencia humana, y frecuentemente se nos presenta agobiado, por no decir abrumado, por el peso de la contingencia.
"Señor, Tú has sido nuestro refugio de generación en generación".
El salmista se presenta en el escenario, y de entrada,
comienza por levantar la cabeza y extender la mirada hacia atrás por encima de
los horizontes y los siglos pasados buscando un centro de gravedad que ponga una
cierta estabilidad en el vaivén inestable de las generaciones humanas. En
efecto, necesitábamos una roca porque las generaciones subían y bajaban como
las olas, y la vida era un perpetuo movimiento como las entrañas del mar.
Y, por encima de las estaciones y vaivenes, el Señor
estuvo con nosotros, como una constelación sosegada sobre las olas. El estaba
-estuvo-- en el fondo de nuestros pensamientos como testigo, en el fondo de
nuestros sueños como confidente; y, desde el fondo de los recuerdos, ya casi olvidados,
apenas conseguimos rescatarlo a El como un ser familiar con el típico encanto
de un antiquísimo compañero con quien compartimos los peligros y las alegrías.
Nuestro refugio de generación en generación.
En medio de ese remolino de contrastes en que se mueve
el salmista, la impresión, entre tantas impresiones, que más vigorosamente
resalta el salmo 89 es la de la caducidad de la realidad humana y, en general,
de toda la realidad, frente a la consistencia de Dios. Todo, en el salmo, está
en una mezcla confusa: las leyes biológicas junto a las iras divinas, el vacío,
el silencio, el olvido.
"Mil años
en tu presencia son un ayer que pasó ,una vela nocturna... " (Sal
89,4)
"Enséñanos
a calcular nuestros años para que adquiramos un corazón sensato" (v.12).
El Señor nos enseña a «contar nuestros días» para que, aceptándolos con sano realismo, «entre la sabiduría en nuestro corazón»
(v. 12).
Sabiduría de corazón. ¿En qué consiste ella? En «conocer mi fin» y «la medida de mis años» para comprender «lo caduco que soy», y en «calcular nuestros años» para, de esta
manera, adquirir un «corazón sensato». He ahí la fuente y el camino de la
sabiduría.
Corazón sensato es el de aquel hombre que tiene una visión objetiva sobre
todo su entorno, dispone en su mente de la medida de las cosas y sabe aplicar,
cuando corresponde, la ley de la proporcionalidad. Por lo demás, es capaz de
hacer una correcta distinción entre lo verdadero y lo ficticio, entre la
apariencia y la realidad. En suma, sabe que la verdad consiste en saber que
todo lo humano es caduco.
"Por la mañana
sácianos de tu misericordia y toda nuestra vida será alegría y júbilo"
(v. 14)
Pasó la tempestad, las nubes se alejaron, y de nuevo
brilla el sol. Hemos encontrado al salmista acorralado por la muerte, asfixiado
entre dos nadas, hostigado por los rayos divinos, verdaderamente en el ojo de
la tempestad.
Todas las verdades, proclamadas fragorosamente en la
primera parte del salmo, siguen y seguirán en pie, pero la Misericordia es
capaz de cualquier metamorfosis: capaz de transfigurar el polvo en risa, el
lamento en danza y la muerte misma en una fiesta. ¿El problema? Uno sólo:
«saciarse de Misericordia».
Cuando el hombre despierta por la mañana, y abre los
ojos, y deja entrar por la ventana de la fe el sol de la Misericordia, y ésta
consigue inundar todas las estancias interiores y todos los espacios hasta la plenitud
total, entonces no hay en la tierra idioma humano que sea capaz de describirnos
esta metamorfosis universal: como por arte de magia el viento se lo llevó todo,
la cólera divina, y las culpas, y el polvo, y la muerte, y la caducidad, y el
miedo, y el humo, y la sombra, como hierbas secas se llevó todo el viento, y la
vida y la tierra entera se entregaron frenéticamente a una danza general en que
todo es alegría y júbilo (v. 14).
Las cosas de Dios no son para ser entendidas
intelectualmente sino para ser vividas, y cuando se viven, todo comienza a
entenderse. El secreto está, reiteramos, en llenarnos. Dios es banquete; hay
que «comerlo» (experimentarlo) y llega la saciedad. Dios es vino; hay que
«beberlo», y viene la embriaguez en que todas las cosas saltan de su quicio y,
en milagrosas transfiguraciones, lo caduco se transforma en lo eterno, la
tristeza en alegría, el luto en danza.
Dios hace estos prodigios, no el Dios de la venganza,
que ya «murió» sobre el monte de las bienaventuranzas, sino el Dios de las
Misericordias, el verdadero Dios, Aquel que nos reveló Jesús.
Después de beber este «vino», los días y los años que
se abren ante nuestros ojos estarán colmados de alegría (v. 15). Y el salmo
acaba con una estrofa en que una esperanza invencible llena por completo y
guarda nuestro futuro:
"Aparezca tu obra ante tus
siervos y tu esplendor sobre tus hijos".
La dulzura del Señor sea con nosotros. Confirma tú la acción de nuestras manos" (vv. 16-17).
En la segunda lectura de la
carta a Filemón (Flm 9b-10.12-17). se nos
narra a San Pablo
está en la cárcel, detenido por causa del Evangelio, y desde la cárcel ha
conocido a un tal Onésimo, que ha resultado ser un esclavo que se había
escapado de la casa de su amo Filemón.
San Pablo pide clemencia por el
esclavo Onésimo, fugado de su casa y, posteriormente, reunido con el Apóstol.
Pablo, al encontrarse con
Onésimo, pasa bastante tiempo con él, y lo convierte a la fe. Luego decide
devolverlo a su amo, pero acompañándolo con la carta de recomendación que hemos
leído.
Filemón es cristiano,
convertido también por Pablo, y por eso el apóstol tiene autoridad sobre él y
puede pedirle lo que hemos escuchado en la carta. Le dice que, como cristianos
que son los dos, cuando ahora se vuelvan a encontrar la relación que deben
tener entre ellos no debe ser la de un amo que castiga al esclavo que se le
había escapado, sino la de dos hermanos que se reúnen.
San Pablo nos
va a dar siempre esa aproximación insuperable a la realidad de su tiempo sin
dejar de dar mensajes válidos para todas las épocas. La esclavitud era un
"sistema de producción" dentro de la economía de ese tiempo. Sin
duda, esa mano de obra barata y fiel había ayudado a construir imperios.
Hombres, mujeres y niños constituían parte del botín de las guerras y pasaban a
ser utilizados por los vencedores. En el Antiguo Testamento aparecen las
deportaciones que sufrió el pueblo judío. Egipto, Babilonia son destinos de
esclavitud. San Pablo pide hermandad entre esclavo y amo y, sorpresivamente, no
pide la liberación de Onésimo. Pero es que el respeto por la ley civil del
Apóstol es lo que dio marcha a su largo camino.
San
Pablo pone en práctica las exigencias del evangelio de Jesús. Por la aceptación
del evangelio y merced al bautismo, el esclavo tampoco es ya simplemente
esclavo, ya no es un objeto sin derechos perteneciente a su propietario, de
modo que éste pueda hacer lo que le plazca, sino que es un liberto del Señor,
un hermano en Cristo. La relación de amo respecto a su esclavo ha quedado
modificada. La llamada de Cristo acarrea una transformación radical de las
relaciones: el esclavo se convierte en un liberto de Cristo y el libre se hace
esclavo de Cristo. Onésimo quiere decir "útil". No habrá ya entre los
hombres una relación de "utilidad" sino de "fraternidad. Esta
libertad gracias a Cristo es la solución dada por el cristianismo primitivo al
problema de la esclavitud. San Pablo manifiesta que merced al evangelio se
produce una nueva relación del hombre para con Dios, y ella crea a su vez una
nueva relación respecto a los demás hombres, cuyo determinante es el amor.
El Evangelio de este domingo es de San Lucas (Lc 14,25-33),
se encuentra dentro de la sección de
Lucas -iniciada en 9,51- que nos presenta a Jesús en viaje hacia Jerusalén. El texto está
formado por dos comparaciones enmarcadas por tres frases de Jesús sobre el
discipulado.
Como
en otras ocasiones, también en la que nos refiere hoy el texto encontramos a
Jesús rodeado de mucha gente. Era fácil seguir al joven rabino de Nazaret que
hablaba con autoridad y que amaba a los niños y prefería a los humildes. No
obstante, el Señor les dice que para seguirle hay que posponerlo todo a su
amor: los padres, la mujer y los hijos, incluso uno mismo ha de estar en
segundo plano respecto de Jesucristo. La doctrina no puede ser más clara en lo
que respecta a las exigencias que comporta, el Maestro no palió las
dificultades, podríamos decir que incluso parece exagerarlas un poco.
En
los vv. 25-26, Jesús explica que ser su discípulo no significa simplemente
caminar detrás de Él. Por esta razón, al ver que tantos lo siguen, se voltea y
explica que para poder ser su seguidor de verdad, hay que preferirlo a Él por
sobre todos. El amor que pide Jesús para sí es mayor que los lazos familiares
más profundos, como el padre, la madre, los hijos o hermanos. Como ya había
hecho en 9,57-62, el Señor enseña que solo poniéndolo a Él en el centro de
nuestro corazón, prefiriéndolo incluso a la propia vida, podemos ser sus
seguidores.
El
v. 27, nos indica que para seguir a Jesús, es necesario cargar con la propia
cruz. Del mismo modo que Él camina sin dudar hacia Jerusalén para entregar su
vida (cf. Lc 9,51), quien quiere seguirlo debe hacer de su existencia un camino
de entrega y servicio, y no de comodidad.
Al
final del texto, en el v. 33, Jesús deja ver que tampoco puede ser discípulo
suyo quien no renuncia a todo lo que tiene, es decir, a los bienes materiales
que posee. Nuestro pasaje nos enseña así que el Señor debe ser preferido a
todos y a todo.
Es
de notar que las tres frases sobre el discipulado que hemos leído no son
consejos para seguir mejor a Jesús, sino condiciones sin las cuales es
imposible seguirlo (en las tres ocasiones se repite la expresión “no puede ser
mi discípulo”). De este modo, el Evangelio nos invita a revisar nuestra escala
de valores y prioridades para asegurarnos que Jesús esté siempre en el lugar
más alto.
Jesús advierte de la absoluta
necesidad de discernir antes de tomar una decisión tan importante: “¿Quién de vosotros, en efecto, si quiere
construir una torre, no se sienta primero a calcular los gastos...? Y ¿qué rey,
si quiere presentar batalla a otro rey, no se sienta primero a deliberar si le
bastarán diez mil hombres para hacer frente...?” (los vv.
27-32). Los dos ejemplos propuestos sirven para demostrar que la decisión no
puede hacerse a la ligera. Los medios humanos con que se puede contar son del
todo insuficientes para acometer la construcción del reino de Dios y para
afrontar las dificultades humanamente insuperables que se derivan de ello. La
única escapatoria inteligente de este callejón sin salida es sopesar la
gravedad de la situación, renunciando a contar exclusivamente con los propios
medios. Solamente así se podrá hacer la experiencia del Espíritu, la fuerza de
que Dios dispone para la construcción del Reino.
Para nuestra
vida.
El texto de la primera lectura de hoy del Libro de
la Sabiduría nos dice que sólo es posible comprender los caminos de Dios cuando
el Espíritu Santo ilumina con la fe. Y esas resonancias del Espíritu, que
tienen un claro matiz cristiano, ya se expresaban en tiempos de los judíos, lo
que nos demuestra la unidad –en el tiempo y en el espacio-- de toda la Palabra de
Dios.
Se
formula hoy a modo de interrogante la
dificultad que tiene conocer el designio de Dios y comprender lo que Dios
quiere. Será necesario para ello recibir de Dios sabiduría y Espíritu Santo
desde el cielo para adecuar nuestra vida a la voluntad de Dios manifestada por
Jesús. Necesitamos ir contra corriente y tener la capacidad de renuncia total
que pide el evangelio y a la que debemos estar dispuestos, llegado el caso.
¿Qué
hombre conoce el designio de Dios? Los sabios de todos los tiempos han buscado
la verdad y el sentido de la vida. Los astrólogos han buscado en los astros el
destino de los hombres. Hoy se ha puesto de moda de nuevo el ansia de descubrir
el propio futuro acudiendo al horóscopo o al adivino de turno que descifra la
carta astral. Sabemos que son estafadores que se aprovechan de la ingenuidad y
de la falta de seguridad que sufren muchos hombres y mujeres de nuestro tiempo.
También en el siglo I en el Libro de la Sabiduría un judío de Alejandría se
pregunta ¿quién rastreará las cosas del cielo? El sabio, que utiliza el
seudónimo de Salomón, llega a la conclusión de que nuestros razonamientos son
falibles, que apenas conocemos las cosas terrenas. Dios es el que nos concede
la auténtica sabiduría, iluminando nuestra oscuridad. Cuando descubrimos la
verdad aprendemos lo que Dios quiere de nosotros y alcanzamos la felicidad (la
salvación). Fue el gran anhelo de San Agustín "Señor, que yo te conozca a
Ti que me conoces. Que yo te conozca como soy conocido por Ti". Encontró,
después de una larga búsqueda, la verdad y, con la verdad, encontró la
felicidad: "La búsqueda de Dios es la búsqueda de la felicidad. El
encuentro con Dios es la felicidad misma".
Nosotros, los cristianos del siglo XXI,
tenemos a Jesucristo, la sabiduría de Dios, que es Dios hecho hombre, que nos
ha mostrado el rostro de Dios Padre, que nos ha hablado de lo que Dios quiere
de nosotros, y que nos envió desde el cielo el Espíritu Santo que nos ilumina y
nos guía. Así, si leemos y meditamos cada día el Evangelio, con la ayuda del
Espíritu Santo, encontraremos allí una respuesta a esta pregunta que cada uno
de nosotros hemos de hacernos: ¿Qué es lo que Dios quiere, y qué es lo que
quiere de mí? Sin duda, a lo largo del Evangelio, escuchamos una llamada
constante del Señor a seguirle, a ser sus discípulos. En el Evangelio de hoy,
Jesús nos recuerda qué hemos de hacer, y qué hemos de dejar atrás, para ser sus
discípulos.
El
responsorial de hoy es el salmo 89, el primero del Libro Cuarto del Salterio. Y
nos muestra la oración de Moisés. Pero es, además, el inicio del reconocimiento
del género humano de la existencia de un camino de contrastes entre Dios y el
hombre. Se muestra la inconmensurable grandeza de Dios que supera enormemente
la débil condición humana, la cual Dios remedia si invocamos su misericordia.
Este salmo se le relaciona con Moisés,
"hombre de Dios": es el único salmo puesto bajo el patronato de
Moisés, a causa de sus lazos literarios con el Génesis 2,17; 3,12. "Adán
sacado del polvo y volviendo a"... y Éxodo 32, 12; Deuteronomio 32,36.
"Vuelve de tu cólera"... Oración de Moisés.
"Es un salmo de súplica
por los pecados", oración "colectiva": el salmista dice siempre
"nosotros"... No ora solamente, ni sobre todo por sus propios
pecados, sino por aquellos de todo su pueblo. ¡Solidaridad admirable!
Este salmo era utilizado, en el
culto de Israel, como "Liturgia penitencial" para pedir perdón...
Como lo hacemos al principio de cada la "solidez y la permanencia
inmóvil" de las montañas, y la "fragilidad efímera" de las
flores, que florecen por la mañana y se marchitan por la tarde! ¡La imagen del
"sueño" de la noche, que al despertar ya no se recuerda!.
En medio de ese remolino de
contrastes en que se mueve el salmista, la impresión, entre tantas impresiones,
que más vigorosamente resalta el salmo 89 es la de la caducidad de la realidad
humana y, en general, de toda la realidad, frente a la consistencia de Dios.
Todo, en el salmo, está en una mezcla confusa: las leyes biológicas junto a las
iras divinas, el vacío, el silencio, el olvido. ¿Conclusión? Pareciera que
íbamos a aterrizar en el pesimismo fatalista; pero no, el salmista nos
conducirá de la mano hacia la sabiduría de corazón.
"Mil años en tu presencia son un ayer que pasó, una vela nocturna..."
(Sal 89,4).
He aquí uno de los lados más
significativos de la sabiduría de corazón: vivir enraizados en las
profundidades de Dios. La raíz, por instinto, por una fuerza misteriosa, tiende
al centro de la tierra; y cuanto más avanza en esa dirección, más vigorosamente
se aferra a esa tierra que nutre y sustenta el árbol; y ese hundimiento es la
condición de nuestra seguridad y la medida de nuestra fuerza.
El desatino está en pretender
echar raíces en realidades de arena que no tienen subsuelo; ya se puede imaginar
el resultado.
En medio del follaje de tópicos
que aborda el salmo, la convicción central es ésta: lo efímero reclama lo
consistente; la experiencia de lo contingente nos lleva a lo absoluto de Dios.
" Enséñanos a calcular nuestros años para que adquiramos un corazón
sensato". (Sal 89,12).
Pasó la tempestad, las nubes se
alejaron, y de nuevo brilla el sol. Hemos buscado al salmista y lo hemos
encontrado acorralado por la muerte, asfixiado entre dos nadas, hostigado por
los rayos divinos, verdaderamente en el ojo de la tempestad.
¿Será que la esperanza ha
sustituido definitivamente a la tragedia, y la misericordia será en definitiva
más fuerte que la ira?
Todas las verdades, proclamadas
fragorosamente en la primera parte del salmo, siguen y seguirán en pie, pero la
Misericordia es capaz de cualquier metamorfosis: capaz de transfigurar el polvo
en risa, el lamento en danza y la muerte misma en una fiesta. ¿El problema? Uno
sólo: «saciarse de Misericordia».
Cuando el hombre despierta por
la mañana, y abre los ojos, y deja entrar por la ventana de la fe el sol de la
Misericordia, y ésta consigue inundar todas las estancias interiores y todos
los espacios hasta la saciedad total, entonces no hay en la tierra idioma
humano que sea capaz de describirnos esta metamorfosis universal: como por arte
de magia el viento se lo llevó todo, la cólera divina, y las culpas, y el
polvo, y la muerte, y la caducidad, y el miedo, y el humo, y la sombra, como
papelitos se llevó todo el viento, y la vida y la tierra entera se entregaron
frenéticamente a una danza general en que todo es alegría y júbilo (v. 14).
" Por la mañana sácianos de tu misericordia y toda nuestra vida será
alegría y júbilo". (v. 14)
Una vez más lo decimos, las
cosas de Dios no son para ser entendidas intelectualmente sino para ser
vividas, y cuando se viven, todo comienza a entenderse. El secreto está,
reiteramos, en saciarse, verbo eminentemente vital, casi vegetativo. Dios es
banquete; hay que «comerlo» (experimentarlo) y llega la saciedad. Dios es vino;
hay que «beberlo», y viene la embriaguez en que todas las cosas saltan de su
quicio y, en milagrosas transfiguraciones, lo caduco se transforma en lo
eterno, la tristeza en alegría, el luto en danza.
"
y toda
nuestra vida será alegría y júbilo; baje
a nosotros la bondad del Señor y haga
prósperas las obras de nuestras manos".(v.
17).
En la segunda lectura de la Carta a
Filemón,–la
más breve de todas las del Apóstol San Pablo-- habla de abolir la esclavitud
por uso del amor fraterno. ¿No es esta una buena reflexión para nosotros en
estos tiempos donde la emigración y el trabajo precario –dos formas de
esclavitud— forman parte de nuestra vida?
El
texto nos brinda una consecuencia concreta del seguimiento, y las necesarias
renuncias a los propios bienes. Por haber abrazado la propuesta del evangelio,
Onésimo ha dejado de ser un esclavo para ser un hermano de Filemón. Mediando la
caridad y la buena voluntad de éste, quizá también se convierta en colaborador
del apóstol que se encuentra encarcelado.
Este
tal Onésimo había sido esclavo de Filemón, pero un día se escapó de su casa y
se fue a refugiarse con san Pablo. Ahora, al escribirle Pablo una carta a
Filemón, la envía junto con Onésimo, y le pide que lo acoja sin regañarle, sin
echarle nada en cara, y que lo acepte no ya como esclavo, sino como hermano
querido. Este cambio de actitud que san Pablo pide a Filemón es un claro
ejemplo de lo que supone para nosotros seguir a Jesucristo. El perdón, el amor
incondicional, el considerarse como inferiores a os demás, es la consecuencia
de lo que Jesús nos pide hoy en el Evangelio para poderle seguir
auténticamente. Así lo pide san Pablo a su discípulo Filemón. Esto no es nada
fácil, pero sabemos con certeza que es lo que Dios quiere de nosotros. Esto es
ser cristiano: vivir hacia los demás el mismo amor que Dios nos tiene a
nosotros.
Aún
siendo legal la esclavitud en muchas épocas de la historia, el texto de esta carta, hace ver que los buenos cristianos siempre
tendieron a ver a los esclavos ya en tiempos de Pablo y posteriormente por las
órdenes religiosas más como hermanos que como esclavos. San Agustín, en sus
monasterios no permitía hacer distinciones entre esclavos y libres, en el trato
diario, tanto en el trabajo, como en la comida, los vestidos y costumbres en general.
Lo mismo podemos decir de casi todas las Órdenes religiosas en general. Los
cristianos de este siglo XXI tenemos que esforzarnos denodadamente para
conseguir una sociedad en la que todos tengamos los mismos derechos y las
mismas obligaciones como personas.
Hoy el evangelio es tremendamente
exigente, expresa las duras condiciones de Jesús para
aceptar a sus discípulos. Tales exigencias continúan vigentes para nosotros,
hoy; con la dificultad añadida de que vivimos inmersos en un mundo que prima el
placer y el abandono de todo esfuerzo. La demanda de Cristo, sin duda, nos va
extrañar. Pero hemos de asumirla para poder seguirle.
Cada
vez que Jesús habla en el Evangelio de seguimiento, de ir con Él, tras de Él,
habla con mucha exigencia. Y es que no se puede seguir al Señor haciendo cada
uno lo que quiera. Es necesario dejar otras cosas atrás para poderle seguir.
“Quien quiera venir conmigo, dijo Jesús en una ocasión, que se niegue a sí
mismo, que cargue con su cruz y que me siga”. Seguir a Jesús es optar por Él, y
para ello hemos de renunciar a otras cosas que nos impiden seguirle de verdad.
Hoy, en el Evangelio, por tres veces dice Jesús a qué cosas hemos de renunciar,
de modo que si no renunciamos a ellas no podemos ser discípulos suyos. Quien no
pospone a los suyos, e incluso a sí mismo; quien no lleva su cruz detrás de Él,
quien no renuncia a todos sus bienes. Esto es lo que Jesús pide para ser
discípulo suyo. Se trata de optar. No es que la familia sea mala, ni mucho
menos. Tampoco los bienes son malos. Pero seguir a Jesús requiere despegarse de
otras cosas. La familia es muy importante, y no es que tengamos que
abandonarla. Se trata de poner a Dios por encima de los demás, incluso de los
nuestros, y por medio de Él amar más aún a nuestra familia, pero teniendo
siempre primero a Dios. Los bienes materiales son importantes para poder vivir,
pero no han de quitar el primer puesto a Dios en nuestra vida. No podemos
seguir a Jesús si no renunciamos a nosotros mismos, es decir, si no dejamos de
ser los protagonistas de nuestra vida para que el protagonista sea Dios, si no
dejamos de hacer sólo aquello que a nosotros nos gusta, o nos interesa, para
así poder hacer aquello que Dios quiere de nosotros. EL discípulo es el que
sigue a su maestro, y Jesús nos mostró que el verdadero camino es el de la
cruz. Por eso, para ser discípulos de Cristo, hemos de tomar también nosotros
nuestra cruz y así seguirle auténticamente.
Jesús se
presenta a sí mismo como el centro de su mensaje, Él mismo es el Reino
que predica. Por eso, pide una adhesión sin reservas a su Persona con términos
como jamás se atrevió a usar hombre alguno:“ Si alguno viene a mí y
no me ama más que a su padre y a su madre, y a su mujer y a sus hijos, y a sus
hermanos y a sus hermanas, e incluso a sí mismo, no puede ser discípulo mío”.
Por
la primera ("si uno quiere venirse
conmigo y no me prefiere a su padre y a su madre, a su mujer y a sus hijos, a
sus hermanos y hermanas, y hasta a sí mismo, no puede ser discípulo mío"),
el discípulo debe estar dispuesto a subordinarlo todo a la adhesión al maestro.
Jesús pide una renuncia total, para que nuestra entrega a Él sea también total,
quiere dejar muy claras las condiciones para ser discípulo suyo: como Él
es libre ante su familia y ante el ambiente social, así, sus discípulos deben
vivir esa libertad y estar dispuestos a renunciar a todo: familia, riquezas,
trabajo y al propio egoísmo. Ciertamente Jesús no nos está invitando a odiar o
a despreciar a la familia. Ni a suicidarnos, cuando dice que tenemos que renunciar
incluso a nosotros mismos. Nos está diciendo que tenemos que saber distinguir
entre lo importante, lo absoluto, que es Dios mismo, y lo menos importante. Ya
sabemos que el Señor quiere que amemos a los nuestros. El amor a los hijos, el
amor fraterno, el amor conyugal son santos, pero el amor de Dios que los
sostiene y anima debe ser mayor todavía en cada uno de nosotros.
Si
en el propósito de instaurar el reinado de Dios, evangelio y familia entran en
conflicto, de modo que ésta impida la implantación de aquél, la adhesión a
Jesús tiene la preferencia. Jesús y su plan de crear una sociedad alternativa
al sistema mundano están por encima de los lazos de familia.
Por
la segunda ("quien no carga con su
cruz y se viene detrás de mí, no puede ser discípulo mío"), no se
trata de hacer sacrificios o mortificarse, como se decía antes, sino de aceptar
y asumir que la adhesión a Jesús conlleva frecuentemente la persecución por
parte de la sociedad, persecución que hay que aceptar y sobrellevar
conscientemente como consecuencia del seguimiento. Por eso es necesario no
precipitarse, no sea que prometamos hacer más de lo que podemos cumplir. El
ejemplo de la construcción de la torre que exige hacer una buena planificación
para calcular los materiales de que disponemos, o del rey que planea la batalla
precipitadamente, sin sentarse a estudiar sus posibilidades frente al enemigo,
es suficientemente ilustrativo.
La
tercera condición ("todo aquel que no renuncia a todo lo que tiene no puede
ser discípulo mío") parece
excesiva. Por si fuera poco dar la preferencia absoluta al plan de Jesús y
estar dispuesto a sufrir persecución por ello, Jesús exige algo que parece estar
por encima de nuestras fuerzas: renunciar a todo lo que se tiene. Se trata, sin
duda, de una formulación extrema, paradigmática, que hay que entender. El
discípulo debe estar dispuesto incluso a renunciar a todo lo que tiene, si esto
es obstáculo para poner fin a una sociedad injusta en la que unos acaparan en
sus manos los bienes de la tierra que otros necesitan para sobrevivir. El otro
tiene siempre la preferencia. Lo propio deja de ser de uno, cuando alguien lo
necesita para vivir. Sólo desde el desprendimiento se puede hablar de justicia,
sólo desde la pobreza se puede luchar contra ella. Sólo desde ahí se puede
construir la nueva sociedad, el Reino de Dios, luchando por erradicar la
injusticia de la tierra.
Cuando
decimos que hay que preferir a Cristo a todo lo demás, debemos entender estas
palabras en un sentido estricto. Empezando por uno mismo, por mis bienes
corporales y por todos mis bienes, incluida, por supuesto, mi familia, mi
dinero, mis cargos públicos y privados. Si soy una persona sana y fuerte debo
poner al servicio de Cristo mi salud y mi fortaleza; si soy débil o estoy
enfermo, igualmente debo poner al servicio de Cristo mi debilidad y ni
enfermedad. Todos tenemos, o podemos tener nuestras propias cruces, pongamos
estas cruces al servicio de Cristo. Y si nos consideramos muy felices y
afortunados por lo que somos y tenemos, pongámonos enteramente al servicio de
Cristo. Es decir, que lo primero en mi vida es Cristo, después viene todo lo
demás.
Esto
que en el evangelio se nos propone como exigencias radicales de Jesús hoy no es
tanto el comienzo del camino, sino la meta a la que debemos aspirar, aquello a
lo que debemos tender, si queremos seguir a Jesús. Tal vez no lleguemos nunca a
vivir con esa radicalidad las exigencias de Jesús, pero no debemos renunciar a
ello, por más que nos encontremos a años luz de esa utopía.
No hemos de extrañarnos de que a
veces nos cueste el ser fieles al Evangelio, que en ocasiones llegue hasta ser
heroico cumplir con la voluntad divina. Por otra parte, podemos pensar que
quien no nos ha engañado en cuanto a las dificultades, tampoco nos engaña en
cuanto a la promesa y el premio para quienes le sean siempre fieles. Es cierto,
por tanto, que hemos de luchar con denuedo cada día contra todo aquello que se
opone a Dios, contra todo obstáculo que se interponga entre el Señor y
nosotros; aunque ese obstáculo sean nuestros seres más queridos, o nuestro
propio provecho personal. El premio es tan grande y tan duradero que exige un
precio elevado pero no equitativo, pues por mucho que se tenga que sufrir o
sacrificar nunca pagaremos adecuadamente los bienes que el Señor nos ha
preparado para toda una eternidad. Por eso estemos persuadidos de que vale la
pena sufrir un poco durante unos años, para poder un día gozar mucho y para
siempre.
Posponerlo todo al amor de Dios
no significa, por otra parte, que uno haya de prescindir del amor a nuestros
padres o demás familiares, ni que hayamos de anularnos a nosotros mismos. No se
trata de destruir, prescindir o anular, sino de trascender, de sublimar, de
elevar a un plano sobrenatural aquello que de por sí es sólo natural. Así,
quien se haya entregado al servicio de Dios mediante una consagración a Él, no
está exento de querer a sus padres, a los que quizá ha disgustado con su
entrega. Tendrá que quererlos y cuidarlos si es preciso, estar atento a sus
necesidades y procurar atenderlas.
En cuanto a
uno mismo, decíamos que Dios no quiere la anulación de nuestra persona sino su
perfeccionamiento. Lo que hay que destruir es cuánto de malo o torcido llevemos
en nuestro interior, todas esas inclinaciones y deseos, claros o larvados, que
nos incitan al mal. Termina diciendo el Señor que quien no renuncia a todos sus
bienes, no puede ser su discípulo. El Maestro no se limita a decir claras las
cosas, además las repite. Ojalá aprendamos bien su lección y, con la ayuda de
lo alto, sepamos dar un sentido nuevo, trascendente y sobrenatural, a cuanto
constituye el entramado de nuestra vida.
Hemos de echar
cálculos en función de cómo deberemos administrar la dedicación a las cosas de Dios. Hhemos de poner por
nuestra parte todo aquello que nos conduzca a un final término. Asimismo, quien
se encuentre en la cercanía de una vocación religiosa plena también debe echar
sus cuentas. Las grandes decisiones de la vida han de estar avaladas por la
reflexión. Será, sin duda, el Espíritu quien nos envíe dicha vocación, pero
hemos de saberlo.
Rafael Pla Calatayud.
rafael@betaniajerusalen.com
No hay comentarios:
Publicar un comentario