domingo, 5 de julio de 2020

Comentario a las Lecturas del XIV Domingo del Tiempo Ordinario 5 de julio de 2020


Comentario a las Lecturas del XIV Domingo del Tiempo Ordinario 5  de julio de 2020
Hoy se nos  anuncia un mensaje que nos llena de alegría y tranquilidad. A Dios se llega por el simple camino de nuestra propia humanidad; la religión cristiana no está hecha para los doctos y los eruditos, sino para todo hombre de buena voluntad que quiere encontrar a Dios a través de la experiencia de su propia vida. Y todo esto es motivo de alegría y de esperanza. Somos hombres: he ahí un buen motivo para que podamos encontrarnos con Dios.
La primera lectura, que es una anticipación del evangelio, nos habla de la humildad del rey. Y habla de ello con alegría. Describe su estilo: "Cabalgando en un asno"; "dictará la paz a las naciones".
 Jesús da cumplimiento a esta esperanza de los humildes.
La carta a los romanos es una reflexión sobre la acción del Espíritu en los bautizados, que les infunde vida y les hace morir a las obras del cuerpo.

La primera lectura de la profecía de Zacarías (Zac 9, 9-10). Zac. II (9, 1-14,21) nos presenta un misterioso personaje que es rey pastor, en cuatro cantos mesiánicos (9, 9-10; 11, 4-14; 12, 10-13,1; 13, 7-9), en paralelismo evidente con los cuatro poemas del Siervo de Yahveh en Is. II.
Esta proclama de Zacarías se encuentra en la segunda parte del libro de este profeta (algunos la llaman "Deutero-Zacarías"), que hay que situar cuando el pueblo ya se ha estabilizado bastante, después del retorno del exilio.
Jerusalén se ha de alegrar y aclamar a su rey, que hará la entrada en la ciudad. "Tu rey viene a ti". Con toda sencillez, se sintetiza todo un cúmulo de profecías mesiánicas, cuya tónica ha sido el triunfalismo real. Su recuerdo estimulaba y encendía los espíritus judíos más desesperanzados. A este Mesías, se le describe con ciertos adjetivos . Saben que sería "justo", que su reinado estaría establecido sobre la equidad y la justicia, que sería salvador-triunfante, porque él mismo sería salvado por Yahveh
Se trata del Mesías esperado. Su misión: salvar al pueblo. Sus armas: la bondad, la humildad y la paz.
El hecho de que vaya montado en un asno, más que un gesto de humildad, es un gesto de paz. En la guerra, combatían a caballo. Si el rey entra montado en un asno quiere decir que viene en son de paz. De hecho, es esto lo que el texto quiere subrayar expresamente: eliminará todos los ingenios para la guerra, carros, caballos y arcos.
La acción del rey-mesías se dirige a todo el pueblo, al reino del Norte (Efraín) y al del Sur (Jerusalén era su capital). Pero aun va más allá: todos los pueblos podrán oír sus palabras de paz.
La extensión del dominio del rey es la extensión ideal en tiempos de Salomón: "Dominará de mar a mar" (desde el Mar Muerto hasta el Mediterráneo), "del Gran Río (el Eufrates) al confín de la tierra" (el torrente de Egipto, hasta la frontera con este país).

El responsorial es el salmo 144, (Sal 1-2. 8-9. 10-11. 13cd-14) Este salmo constituye una alabanza continua a Dios por sus obras. Dios es un rey eterno y universal que derrama su justicia y su bondad sobre todo ser viviente. La presentación de este salmo seguirá los siguientes pasos: características literarias, estructura, exégesis, teología y lectura cristiana.
Con este salmo se concluye la última colección davídica de las que componen el salterio. Basta mirar nuestra Biblia para darse cuenta de que es el último salmo que tiene como título de David.1
Es un salmo alfabético, es decir, en su texto original hebreo cada versículo inicia por una letra del alfabeto, de modo ordenado.
El salmo 144 mantiene la división tradicional en tres partes: introducción (v. 1-2), cuerpo del salmo (v. 3-20) dividido en dos secciones (v. 3-12 y 13-20) y conclusión (v. 21).El texto de hoy llega hasta hasta  el principio de la segunda sección del cuerpo (V 14).
En la parte introductiva está expresada la intención del salmista de elevar hacia Dios su alabanza por la grandeza de su divinidad y la majestad de su realeza.
El cuerpo del salmo, en sus dos secciones, desarrolla los temas enunciados en la introducción: la divinidad y la realeza del Señor. La trascendencia divina del Señor se expresa en la avalancha de adjetivos y de substantivos que utiliza el autor. Esta redundancia quiere crear, en el lector, la sensación que Dios ultrapasa todo lo que el hombre diga por mucho que añada. La realeza se expresa en el interés del Señor por las criaturas y por la justicia con la que gobierna a los hombres. El versículo conclusivo recupera el motivo inicial de la alabanza, sea en boca del salmista, sea en boca de cualquier ser vivo. Una alabanza que perdura siempre.
El salmo se inicia con una invitación a ensalzar al Señor. El concepto ensalzar, igual que exaltar y enaltecer, parte de una concepción espacial de la divinidad. La zona alta de la tierra es la más noble, por eso, el rey está sentado más alto que el resto de las personas. Dios, más poderoso que cualquier rey humano, es el altísimo, y habita en la cima de los montes donde se le construyen santuarios. Alabar a una persona o a Dios mismo, es, por tanto, ensalzarlo, exaltarlo, enaltecerlo pues todos estos términos proceden de la raíz alto.
La expresión «Dios mío, mi rey» corresponden al hebreo Dios mío, el Rey, que corresponde a su vez a una adaptación de la fórmula cortesana ¡señor mío, el rey! que se utilizaba en aquella época para dirigirse públicamente al rey de la nación. El salmo se inicia pues con un discurso, o reconocimiento, público del salmista dirigido a Dios.
«Una generación a la otra» es la manera cómo el salmista expresa la constancia divina: las generaciones pasan y cambian, pero Dios mantiene la majestad de sus favores de un modo constante.
Los primeros versículos alaban a Dios de un modo genérico, sin especificar su contenido; pero al llegar al v. 8 nos encontramos con una fórmula tradicional: «El Señor es clemente y misericordioso, lento a la cólera y rico en piedad». La formulación más solemne que hay en toda la Escritura es la revelación que Dios hace de sí mismo a Moisés en la cima del Sinaí: «Señor, Señor, Dios compasivo y misericordioso, lento a la ira y rico en amor y fidelidad, que mantiene su amor por millares, que perdona la iniquidad, rebeldía y el pecado» (Ex 34,6-7a). Es una  convicción fundamental, que se repetirá con diversas variantes a lo largo del Antiguo Testamento, y llegará a su cima en la primera carta de Juan: «Dios es amor» (lJn 4,8).
Un rasgo distintivo del salmo es su universalismo. No hace distinciones entre los fieles al tributar la alabanza a Dios. Tampoco hace distinciones al comprender que Dios lo es de todo el mundo y de todos los vivientes. No hay discriminación de destinatarios de los favores divinos, porque ama de corazón todo lo que ha creado, hombres y criaturas, y por tanto, sacia de favores a todos los que en él esperan. La alabanza no se circunscribe a un pueblo, ni a una ciudad, ni a un lugar, el templo. El Dios universal merece una alabanza universal.
San Agustín comenta así este salmo: "Señor, que todas tus obras te confiesen y que todos tus santos te bendigan. Que te confiesen todas tus obras (Sal 144,10). ¿Qué decir? ¿No es la tierra obra suya? ¿No son obras suyas los árboles? ¿No son obra suya los animales domésticos, los salvajes, los peces, las aves? En verdad, también ellos son obra suya. Pero ¿cómo le confesarán estos seres? Veo que sus obras le confiesan en las personas de los ángeles, pues los ángeles son obras suyas; y también le confiesan sus obras cuando le confiesan los hombres, pues los hombres son obras suyas. Pero ¿acaso las piedras y los árboles tienen voz para confesarle? Sí, confiésenle todas sus obras. ¿Qué estás diciendo? ¿También la tierra y los árboles? Todos son obra suya. Si todas las cosas le alaban, ¿por qué no han de confesarle todas las cosas? El término confesión no indica sólo la confesión de los pecados, sino también la proclamación de alabanza; no suceda que siempre que oigáis la palabra confesión penséis únicamente en la confesión del pecado. Hasta el presente así se cree, de forma que cuando aparece el término en las Escrituras divinas, la costumbre lleva a golpearse el pecho inmediatamente. Escucha cómo hay también una confesión de alabanza. ¿Tenía, acaso, pecados nuestro Señor Jesucristo? Y, sin embargo, dice: Te confieso, ¡oh Padre!, Señor del cielo y de la tierra (Mt 11,25). Esta confesión es, pues, de alabanza. Por tanto, ¿cómo ha de entenderse: Señor, que todas tus obras te confiesen? Alábente todas tus obras.
Pero no hemos hecho más que trasladar el problema de la confesión a la alabanza. En efecto, si no pueden confesarle los árboles, la tierra y cualquier ser insensible, porque les falta la voz, tampoco podrán alabarle, porque también les falta la voz para hacerlo. Y, sin embargo, ¿no enumeran aquellos tres jóvenes que caminaban en medio de las llamas inofensivas para ellos a todos los seres, puesto que tuvieron tiempo no sólo para no arder, sino también para alabar a Dios? Pasan revista a todos los seres desde los celestes hasta los terrenos: Bendecidle, cantadle himnos, exaltadlo por los siglos de los siglos (Dn 3,20.90). Ved como entonan un himno. Con todo, nadie piense que la piedra o el animal mudos tienen mente racional para comprender a Dios. Quienes creyeron eso se apartaron inmensamente de la verdad. Dios creó y ordenó todas las cosas: a unas les dio sensibilidad, entendimiento e inmortalidad, como a los ángeles; a otras, sensibilidad, entendimiento con mortalidad, como a los hombres; a otras les dio sensibilidad corporal, mas no entendimiento ni inmortalidad, como a las bestias; a otras no les dio ni sensibilidad ni entendimiento ni inmortalidad como a las hierbas, a los árboles y a las piedras; sin embargo, ellas, en su género, no pueden faltar a esa alabanza puesto que Dios ordenó a las criaturas en ciertos grados que van desde la tierra al cielo, de lo visible a lo invisible, de lo mortal a lo inmortal".". (San Agustín. Comentario al salmo 144,13).

La segunda lectura es de la carta del apóstol san Pablo a los romanos (Rom 8, 9. 11-13). Todo el capítulo 8 de esta carta está bajo el lema de "la vida en el Espíritu". Es una forma de explicar lo que es  ser cristiano. Las expresiones "carne" y "espíritu" en Pablo, no son el  equivalente a cuerpo y alma en la mentalidad griega u occidental. Más bien es, en términos generales, todo hombre en cuanto inclinado hacia sí mismo y su egoísmo o hacia Dios, respectivamente.
San Pablo distingue entre dos clases de hombres: los que sirven a la "carne" (los infieles) y los que recibieron el Espíritu de Dios (los fieles). San Pablo amonesta precisamente a los fieles, en los que supone que "habita el Espíritu de Dios" (v. 11), para que no vivan "según la carne" (v. 13). Esta amonestación a los fieles sólo puede explicarse si entendemos que la frontera que separa el ámbito influido por la "carne" del ámbito influido por el Espíritu de Dios, pasa por el corazón de cada uno de los creyentes, comprometiéndolos en un conflicto interior. No se trata, pues, de dos clases de hombres, los buenos y los malos, sino de la división que padece el hombre en sí mismo.
La manera de ser cristiano se debe a la unión con el Espíritu. No se trata tan simplemente del Espíritu Santo, porque en San Pablo la delimitación de los conceptos no es tan clara como en . San Juan. Lo cierto es que "Espíritu" supone una unión con Cristo Resucitado y con el Padre que resucita a Jesús. Lo cual quiere decir que la condición de vida cristiana se asemeja a la de Cristo en lo glorioso, porque de El, y del Padre, proviene esa vida.
Todavía no está del todo presente esta vida en Cristo, no se sienten todos los efectos y virtualidades de esa condición. Por ello San Pablo habla de una vivificación futura. Pero ya está el germen, las arras, las primicias o como se quiera llamar, con tal de que se acentúe la seguridad de ese destino semejante también al de Cristo.
El Espíritu de Dios y de Cristo están en nosotros; vivimos pues en el Espíritu. Esta vida con Cristo en nosotros, tiene como consecuencia que hemos muerto al pecado y estamos vivificados por el Espíritu del que resucitó a Jesús. Estamos en deuda, no con la carne, sino con el Espíritu; consecuentemente debemos vivir según el Espíritu. Es necesario que comprendamos con exactitud la oposición que establece S. Pablo entre carne y Espíritu. Para S. Pablo "carne" no es algo que pertenezca a la biología, ni a la metafísica, sino que es una expresión exclusivamente teológica y religiosa. Es la "carne de pecado", como dice en esta misma carta a los romanos (6, 6). Hay que excluir toda idea de pecado sexual como la expresión podría parecer significar. La carne de pecado es la situación del hombre en su historia. Es la criatura contra Dios, que ha sucumbido al pecado y está destinada a la muerte. Esto es precisamente lo que distingue a Cristo que tomó una carne semejante a esta carne de pecado, pero sin pecado (Rm 8, 3).
Así comenta san Agustín esta  segunda lectura (Rom 8,9.11-13: Nada se atribuya a sí la fragilidad humana)
" También ahora están en lucha quienes combaten contra el pecado, y quienes son conscientes de esa lucha desean la corona. He de exponeros de qué se trata. Lo escuchasteis cuando se leía al Apóstol. Repito sus mismas palabras: Pues, si vivís según la carne -dijo- moriréis; si, por el contrario, mortificáis las obras de la carne con el Espíritu, viviréis (Rom 8,13). En esto consiste el combate cristiano: en mortificar con el espíritu las obras de la carne. Es normal que la carne desee la mujer ajena: el mismo deleitarse en ello y el desearla es ya un placer carnal. Aún no ha cometido el adulterio, pero la concupiscencia llama a sus puertas. ¿Quién hay que no sufra tal guerra? Todos la sufren, pero no todos vencen. Mas, de la misma manera que no todos vencen, así tampoco todos son vencidos. Hay gente que ni siquiera lucha. Nada más aparecer en su corazón el mal deseo, le dan su consentimiento. Y si no lo lleva a efecto es porque no encuentra lugar. Quien no lo lleva a efecto por no hallar lugar, al mismo tiempo que no halló lugar en la tierra, lo perdió en el cielo.
Surgió la concupiscencia, mas no puedes llegarte a la mujer ajena. Ya caminas derrotado, porque tu consentimiento significó el quedar cautivo. En cambio, a quien no consiente no lo vence la concupiscencia. Ella se sirve, para su combate, del placer; lucha tú contradiciéndola. Ella te dirá: «Hagámoslo para vivir en el placer». Respóndele tú: «No lo hagamos, para vivir sin fin». Mientras dura tu combate con ella, empieza a no levantarse. O, si alguna vez se levanta un poquito, inmediatamente se ruboriza y perece. Lo que he dicho sobre el amor de la mujer ajena puede decirse del amor a la embriaguez, al dinero, del amor a la soberbia y a todas las demás cosas donde se dan los malos amores y las malas costumbres.
Quien contradice a los malos amores, se hace cristiano de buenas costumbres. Lucha cada día en su conciencia para pedir, una vez que haya vencido, la corona a quien lo ve luchar. Mas ¿vencería acaso si luchase él mismo? Déjale a él solo allí, y caerá derrotado. Así, pues, cuando no das tu consentimiento a los deseos de la carne presumiendo de tus fuerzas, actúas en solitario. En cambio, cuando no atribuyes nada a tus fuerzas y te entregas totalmente a Dios, es Dios quien obra por ti el querer y el obrar según tu buena voluntad (Flp 2,13). Por eso dijo: Si mortificáis las obras de la carne con el Espíritu, viviréis (Rom 8,13). Nada se atribuya aquí la fragilidad humana, nada ponga en la cuenta de sus esfuerzos y de sus fuerzas, porque, si se lo atribuye a si misma, abre las puertas a la soberbia, y la soberbia a la ruina. Quien, en cambio, asigna a Dios todo su progreso, hace sitio al Espíritu Santo. Por eso dice el Apóstol: Quienes se dejan guiar por el Espíritu de Dios son hijos de Dios (Rom 8,14). Por tanto, si somos hijos de Dios, el Espíritu de Dios nos guía y el Espíritu de Dios actúa en nosotros. Cuanto hagamos de malo es de nuestra cosecha. Cuanto hagamos de bueno es obra de Dios, quien obra en nosotros el querer y el obrar según nuestra buena voluntad (Flp 2,13)". (San Agustín. Sermón 335 J, 2-3)

El evangelio es de san Mateo (Mt 11, 25-30). Jesús se presenta, sin embargo, como los rabinos y los sabios que reclutaban discípulos para sus escuelas (v. 29). Impone a su vez un yugo, pero fácil de llevar, porque Él también ha formado parte de la comunidad de los pobres anunciada en el A. T., y porque reúne a los mansos y humildes de corazón. El nuevo Maestro de sabiduría es, pues, un Pobre, y lo es de corazón, porque ha adoptado libre y voluntariamente esta condición.
Esta pobreza de Cristo da unidad a todo el pasaje. Frente al intelectualismo de los sabios que creían saberlo todo, Cristo se dirige a los ignorantes, pero como uno de ellos, pues afirma que todo lo que Él sabe no proviene de Él, sino que lo ha recibido del Padre (vv. 21-22). Frente al legalismo de los rabinos, Jesús se vuelve hacia los que se sienten forzados bajo el yugo de la ley, que sienten complejo de culpa frente a esa ley y se presenta igualmente como uno de ellos: también a Él le han echado en cara faltas y pecados (el contexto de Mt 12. 1-11 lo muestra claramente) y se ha liberado de ese complejo de culpa, invitando a cuantos son víctimas de él a liberarse también.
Las palabras de Jesús, que recoge este texto, se encuentran inmediatamente después del informe que hacen los discípulos sobre el éxito de su primera misión evangélica (Lc 10, 21 ss). Si muchos "sabios y entendidos" (principalmente, fariseos y doctores de la Ley) no quieren ver y escuchar lo que Jesús hace y lo que Jesús dice, otros ven y creen en él. La obcecación de los primeros, que se enorgullecen de su propia sabiduría y de sus títulos, no es un impedimento para que no se cumplan los planes de Dios. La sabiduría de los doctores que no puede salvarles se muestra necedad, en cambio la sabiduría de la gente sencilla es una sabiduría divina. Estos son los "pobres de espíritu" (5, 3), cuyo es el Reino de los Cielos. Entre esta gente sencilla están los discípulos de Jesús, pero también algún hombre docto como Nicodemo (Jn 3, 1-15), que no presume de su propia ciencia y abre humildemente sus oídos al Evangelio. Sólo a Jesús se ha revelado el Padre plenamente, sólo a él le ha entregado todo su poder. Jesús está lleno de la verdad y de la vida divina, es el Mediador, el Hijo de Dios. El Hijo es el único que conoce al Padre y el Padre es el único que conoce al Hijo. El Hijo y el Padre son un mismo Dios. En este lugar llega a su punto culminante la revelación que hace Jesús de sí mismo en todo el evangelio de San Mateo.
En este texto-oración de Jesús, contiene tres afirmaciones fundamentales:
*sólo el Hijo es capaz de revelar el verdadero rostro del Padre;
*la revelación del Padre se abre a los pequeños y se cierra a los sabios,
*todos los que están cansados y oprimidos pueden encontrar en Cristo alivio. La afirmación central es la primera; las otras dos le sirven de marco y expresan su contenido.
Comienza con un canto de acción de gracias de Jesús al Padre y al Señor del universo. Este primer momento del texto abarca los versículos 25-26. El motivo de la acción de gracias es la toma de postura del Padre en favor de la gente sencilla.
La expresión gente sencilla traduce adecuadamente el término figurado griego "niños pequeños" y funciona en contraposición a "sabios y entendidos". En el conjunto del evangelio de Mateo ambas categorías de personas son identificables a maestros de la Ley y fariseos (sabios entendidos) y a recaudadores y gente de mala reputación (niños pequeños). En su acción de gracias Jesús maneja magistralmente el recurso del contraste: el que es imponente y majestuoso manifiesta su "impotencia" y majestad tomando postura por los que nada pueden.
En el  v. 27, el destinatario no es ya el Padre sino los oyentes y lectores. Este segundo momento viene a dar razón y fundamento a la acción de gracias precedente.
Si Jesús puede dar gracias al Padre por su toma de postura y por su parecer, ello es debido al grado de conocimiento y de compenetración que tiene con el Padre. Jesús lo sabe todo del Padre, porque el propio Padre se lo ha enseñado. En el conjunto del texto este verbo enseñar es traducción más ajustada que el genérico entregar. Mi Padre me lo ha enseñado todo.
En los vs. 28-30, se presenta una doble invitación, cuya fuerza y valor residen en lo que conocemos de Jesús por el versículo anterior. Los destinatarios de la invitación son los cansados y los agobiados. Ambos términos están empleados en sentido figurado. En el conjunto del evangelio de Mateo se trata del cansancio y agobio derivados de las cargas de la Ley, tal como lo entienden y exponen los sabios y entendidos.
"Los maestros de la Ley y los fariseos echan cargas pesadas sobre los hombros de los demás" (Mt. 23, 4). La actitud de Jesús, expresada en la frase "yo os aliviaré", contrasta con la de los sabios y entendidos, que "no están dispuestos a tocar ni siquiera con un dedo" las cargas que echan (Mt. 23, 4). Ellos habla del yugo de la Ley; también Jesús lo hace, pero cargando él mismo el yugo y caminando delante con él. La invitación de Jesús a cargar con el yugo parte de su mismo ejemplo.
Siempre habrá en el mundo yugos pesados y cargas aplastantes: el hombre está tan angustiado que acepta las prescripciones, los ritos y los dogmas religiosos, a fin de encontrar en ellos un poco de garantía y de seguridad. ¡No hay más que ver la confusión de muchas personas cuando la religión cambia o se simplifica y les enfrenta con su angustia básica! Si sucede que el rechazar la carga de la religión es, muchas veces, para cargarse con yugos más pesados aún, que van desde el fanatismo político hasta la religión de la ciencia.
Cuando Jesús anuncia un yugo ligero, no anuncia en absoluto una religión que vaya a ser menos legalista que las demás, menos ritualista o menos dogmática. Jesús no predica una nueva religión, sino que propone al hombre la posibilidad de incorporarse a una realidad nueva. Al revelarnos que somos aceptados tal como somos, angustiados y desgarrados, nos tranquiliza y da un sentido a nuestro valor. En adelante sabemos que estamos en Dios porque Él mismo nos ha captado, sea cual fuere nuestra debilidad y nuestro pecado, a pesar del carácter fragmentario de nuestra persona y del mundo. Así es el Dios de Jesucristo: no podemos encontrarle por nosotros mismos, sino que es Jesucristo quien nos acerca a Él.
La Iglesia, a su vez, repite la invitación de Cristo: "Venid..." Pero no tiene derecho a apelar al cristianismo si éste se ve obstaculizado por el particularismo y el legalismo, por cargas y yugos; es enviada para llamar al hombre a esa realidad nueva que se ha manifestado en Jesús, del que no es más que signo y testigo. Esto es importante, en especial para el diálogo entre cristianos y ateos. Si la Iglesia propone el mensaje de Jesús, no es para transformar a los ateos en adeptos de una religión, sino para anunciar la persona de Jesús que está por encima de la religión y de la no-religión, y para llamar al hombre a un nivel más profundo de su vida: allí donde se siente aceptado por el Otro.
En el texto de hoy Jesús confirma autoritariamente esta imagen de Dios, la cual se convierte así en la única imagen válida de Dios.
Jesús nos revela a un Dios que toma partido en favor de los oprimidos por las cargas que les imponen los sabios y entendidos. No pretendamos ver en este texto un planteamiento antiintelectual. Se trata pura y simplemente de un acto de justicia social.
Dios ha decidido gratuitamente ("así te ha agradado") manifestar "estas cosas" a los "pequeñuelos". Es una revelación que sigue esquemas inesperados: oculta estas cosas a los prudentes y a los sabios y las revela a los pequeños. Para dar aún más relieve a la paradoja, Jesús no dice simplemente "Padre", sino que añade "Señor del cielo y de la tierra". Aquí está la maravilla: el Dios del cielo y de la tierra tiene preferencias por los humildes y los pequeños.
 ¿Quiénes son concretamente los pequeños a los que se manifiestan los secretos de Dios? ¿Quiénes son los sabios y prudentes a los que, en cambio, se les ocultan? ¿Qué se ha manifestado y se ha mantenido oculto? Jesús no dice exactamente qué ha revelado el Padre a los sencillos. Se limita a decir "estas cosas". Pero es fácil comprender que se trata del Evangelio en su totalidad, es decir, de aquella nueva comprensión de Dios y de su voluntad que se contiene en las palabras y en los hechos de Jesús.
Cuando Jesús hablaba, la expresión "los sabios y los prudentes" designaba concretamente a las élites religiosas de Israel, rabinos y fariseos, que permanecían ciegos ante la claridad de las palabras de Jesús y se irritaban por su predicación en favor de los pobres (se escandalizaban de ella).
"Pequeño" no se opone a adulto (y, por tanto, no designa a los niños), sino que se opone a sabio y prudente.
Pequeños son los hombres sin cultura , sin competencia religiosa, sin habilidad dialéctica, sin facilidad de palabra. Concretamente, en tiempo de Jesús eran los llamados hombres de la tierra, los pobres aldeanos de Galilea, a quienes los doctores de la Ley y los fariseos despreciaban.
Así comenta san Agustín el evangelio (Mt 11,25-30: La primera ocupación de la vida: elegir lo que se ha de amar).
" Duro y pesado parece el precepto del Señor, según el cual quien quiera seguirle ha de negarse a sí mismo. Pero no es duro y pesado lo que manda aquel que presta su ayuda para que se realice lo que ordena. Pues también es cierto lo que se dice en el salmo: Por las palabras de tus labios he seguido los caminos duros (Sal 16,4). Y es verdadero también lo que dijo el mismo Señor: Mi yugo es llevadero y mi carga ligera (Mt 11,30). El amor hace que sea ligero lo que los preceptos tienen de duro. Sabemos lo que es capaz de hacer el amor. Con frecuencia este amor es perverso y lascivo; ¡cuántas calamidades han sufrido los hombres, por cuántas deshonras han tenido que pasar y tolerar para llegar al objeto de su amor! Es igual que se trate de un amante del dinero, es decir, de un avaro; o de un amante de los honores, es decir, de un ambicioso; o de un amante de los cuerpos hermosos, es decir, de un lascivo. ¿Quién será capaz de enumerar todos los amores? Considerad, sin embargo, cuánto se fatigan los amantes y, no obstante, no sienten la fatiga; y mayor es el esfuerzo cuando alguien se lo prohíbe. Si, pues, los hombres son tales cuales son sus amores, de ninguna otra cosa debe preocuparse uno en la vida, sino de elegir lo que se ha de amar. Estando así las cosas, ¿de qué te extrañas de que quien ama a Cristo y quiere seguirlo, por fuerza del mismo amor se niegue a sí mismo? Si amándose a sí mismo, el hombre se pierde, negándose se reencuentra al instante." (San Agustín. Sermón 96,1).

Para nuestra vida.

La primera lectura nos presenta un Rey- Mesías que es humilde. Es lo que Jesús nos dice de sí mismo en el Evangelio. En este caso, el profeta Zacarías nos invita a exultar de gozo y alegría ante la llegada del Rey. Se expresa en términos poéticos y es muy posible que evoquen una liturgia de la comunidad proclamando su alegría. El profeta quiere preparar al pueblo para el recibimiento y la acogida.
Las cualidades a que alude, se espera tradicionalmente encontrarlas en cualquier rey; justo y victorioso. Pero nos podemos preguntar si estas cualidades no tienen, en este caso, una característica especial. Que el rey deba ser justo y victorioso aparece en muchos textos del Antiguo Testamento. Parece que Zacarías ha utilizado estas palabras "justo v victorioso" en un sentido mesiánico, lo mismo que el calificativo "humilde" que emplea a continuación, nos lleva a Isaías, cuando hace decir al Señor que el que El ha elegido es el humilde, el humillado (Is 66, 2).
Este Mesías pobre y humilde rehúsa la cabalgadura de los grandes personajes y prefiere un modesto asno. Los profetas criticaron el uso del caballo en los cortejos, porque veían en ello una actitud orgullosa y belicosa (por ejemplo, Is 2. 7). Ya el libro del Génesis veía al liberador como un hombre humilde que montaría un asno (Gn 49. 11).
Pero este Mesías humilde es el que consigue el éxito de establecer la paz; romperá el arco de los guerreros y establecerá la paz. Las lecturas de este día, nos animan, por tanto, a entrar en la escuela de Cristo. Y de una manera doble. El se presenta como manso y humilde de corazón, como un rey humilde. Todo orgullo doctrinal, toda perspectiva autoritaria, dominadora, triunfalista de la Iglesia y de la religión cristiana, debería desaparecer. Aun cuando haya estructuras doctrinales e institucionales intangibles, aun cuando no se las pueda aminorar, no se las debe presentar con la rigidez orgullosa y perdonavidas de las doctrinas y poderes humanos. La Iglesia, su doctrina, sus instituciones, deben presentarse con firmeza pero con humilde suavidad. En segundo lugar, la humildad de la búsqueda doctrinal debe estar siempre presente en toda reflexión teológica. No que haya que renunciar a profundizar en los misterios de Dios, pero la oración y la humildad deben ser siempre la condición de base en toda búsqueda doctrinal.
También la proclamación de la verdad debe ser humilde. Todos nosotros transmitimos con nuestra propia debilidad lo poco que nuestra falta de humildad nos ha permitido captar de los misterios de Dios, de Cristo y de la Iglesia.

Hoy el salmo nos presenta a Dios como rey, y se habla de su reinado y de su gobierno. Dios es quién protege a los necesitados y elimina a los malvados, nutre a todas las criaturas. Al componerse el salmo, Israel se encuentra sin monarquía, entonces Dios es visto, más que nunca, como auténtico monarca del pueblo y Señor universal. Todo el mundo es igual ante este rey: todos son sus fieles y participan de su alabanza; el salmo no hace distinciones entre sacerdotes y fieles, entre gente noble y gente sencilla, como hacen los himnos de alabanza.
El Señor es grande, clemente y misericordioso, bondadoso para todo el mundo, sus obras son obras de amor, está cerca de los que lo invocan. Sus acciones son calificadas de grandezas, proezas, hazañas, temibles proezas, favores, gloria, majestad. Esta abundancia de sinónimos es tradicional y expresa el gusto de la época.
El Señor sostiene y endereza a los que se caen y se doblan, da la comida y sacia a todos los seres vivos, está cerca de los que lo invocan sinceramente, satisface los deseos de sus fieles y los salva, guarda a los que lo aman, destruye a los malvados.
De estas alabanzas dice San Agustín: " Este concatenamiento de la criatura, esta ordenadísima hermosura, que asciende de lo inferior a lo superior y desciende de lo supremo a lo ínfimo, jamás interrumpida, pero acomodada a la disparidad de los seres, toda ella alaba a Dios. ¿Por qué toda ella alaba a Dios? Porque cuando tú la contemplas y adviertes su hermosura, alabas a Dios por ella. La belleza de la tierra es como cierta voz de la muda tierra. Te fijas y observas su belleza, ves su fecundidad, su vigor, ves cómo concibe la semilla, cómo con frecuencia germina aquello que no se sembró; la observas y esa tu observación es como una pregunta que le haces. Tu investigación es una pregunta. Pues bien, cuando, lleno de admiración, sigues investigando y escrutando y descubres su inmenso vigor, su gran hermosura y luminoso poder, dado que no puede tener en sí y de sí misma tal poder, inmediatamente te viene a la mente que ella no pudo existir por sí misma, sino que recibió el ser del Creador. Lo que has hallado en ella es la voz de su confesión, para que alabes al Creador. En efecto, si consideras la hermosura de este mundo, ¿no te responde su hermosura como a una sola voz: «No me hice a mí misma, sino que me hizo Dios»?
Luego, Señor, que tus obras te confiesen y tus santos te bendigan. Que tus santos contemplen la creación que te confiesa, para que te bendigan ante la confesión de las criaturas. Escucha también la voz de los santos que le bendicen. ¿Qué dicen tus santos cuando te bendicen? Proclaman la gloria de tu reino y anuncian tu poder. ¡Cuán poderoso es Dios que hizo la tierra! ¡Qué poderoso es Dios que llenó la tierra de bienes! ¡Qué poderoso es Dios que dio a cada animal su propia vida! ¡Qué poderoso es Dios que infundió en el seno de la tierra las diversas semillas, para que germinara tanta variedad de frutales, tanta hermosura de árboles! ¡Qué poderoso es Dios, qué grande es Dios! Tú pregunta, la criatura responderá; y por su respuesta, cual confesión de la criatura, tú, santo de Dios, bendices a Dios y anuncias su poder". (San Agustín. Comentario al salmo 144,13).

En la segunda lectura se nos habla de vivir según el  espíritu, por espíritu se  entiende el Espíritu divino, el Espíritu de Dios que es fuerza. La oposición entre "carne" y Espíritu nos lleva a la comprensión de todo lo que San Pablo quiere enseñarnos en el texto de hoy. El cristiano vive en relación con Dios y el Espíritu. Su bautismo le ha sustraído, en principio, a la carne de pecado y está ya en la vida del Espíritu. Esto implica consecuencias radicales para la vida cristiana. Su orientación debe ser la lucha contra todas las empresas de la carne de pecado a las que los restos de su debilidad le inclinan; debe matar en sí mismo los desórdenes del hombre pecador para poder vivir. Dicho de otra manera, el cristiano debe realizar en sí mismo el misterio pascual de la crucifixión, matando al mal con Cristo para resucitar y vivir con él.
San Pablo presenta la situación del que vive bajo la Ley, que actúa según "la carne", es decir, mirando sólo al propio yo (en la línea del que cree que ha de hacer cosas para ganarse el favor de Dios). Ahora habla del que vive bajo el Espíritu, del hombre libre. El Espíritu de Dios y el Espíritu de Cristo son el mismo. Es la presencia de Dios entre los hombres después de la resurrección de Jesús, obra del mismo Espíritu. Este Espíritu habita en los bautizados: Dios está presente en los creyentes en Jesucristo, y de aquí nace su libertad. Pablo insiste fuertemente en esta realidad.
Lo lógico es vivir lo que se es y no conforme a lo que uno ha dejado de ser, (vs. 11-13) aun cuando se tenga todavía esa triste posibilidad. Ciertamente nosotros no estamos en igualdad de condiciones respecto a un mundo o a otro. El árbol, aun cuando no haya llegado todavía al suelo, ya ha empezado a caer inexorablemente del lado del Resucitado. Podemos pararlo o dar marcha atrás, pero lo lógico es vivir conforme a ese Espíritu que vive en nosotros.
Cada uno de nosotros como cristiano, conducido por el Espíritu, hemos de dejar que Dios opere la salvación día a día, dando muerte a las obras del cuerpo, de la "carne", para resucitar con Cristo a una vida eterna según Dios.

El evangelio nos presenta una de las invitaciones más cordiales:
El texto empieza con la oración de Jesús. Jesús bendice a Dios porque, sin olvidar nada de la responsabilidad que a los incrédulos corresponde en su fracaso (la condena de las ciudades es un testimonio), reconoce un misterio divino; sabe que Dios está presente en este drama que ha reducido casi a la nada su esfuerzo de evangelización. Y admira esa presencia, esa obra de Dios. Él es el que a unos, a los incrédulos, ha "ocultado", y Él es quien ha "revelado" a los "sencillos": por todo ello debe ser bendecido. Él se ha demostrado como un Dios presente; más que presente: como un Dios "paterno". "Yo te bendigo, Padre", dice Jesús.
"Venid a mí..." En el conjunto del texto el v. 27 ocupa el lugar central no sólo por posición sino, sobre todo, por importancia. El, en efecto, irradia luz a los anteriores y a los posteriores. Estos, a su vez, ayudan a ver la perspectiva de las afirmaciones del versículo central. En él niega a la Ley toda pretensión de mediación válida para el conocimiento del Padre y del Hijo.
Se dirige a los "cansados y agobiados" (v. 28) son los mismos que los pequeños y los ignorantes de los versículos precedentes. En efecto, el peso o el "yugo" designa con frecuencia en el judaísmo el cumplimiento de la ley
Una invitación conmovedora. Las palabras de Jesús, sin duda, son el secreto de la coherencia de la propia vida. No es complicado. Es cuestión de sencillez, de dejarse arrebatar por la persona de Cristo. A fin de cuentas, ofrece reposo. Él hace que el corazón de los que se entregan, confirmado, avance serenamente por las rutas que el Espíritu tiene trazadas para cada bautizado.
¿Acepto yo esta llamada? ¿Me dirijo hacia El? La voluntad de Dios se vuelve ligera si se hace lo que dice Jesús; aprended de mí. Jesús lleva también las dos cosas: su misión para él es yugo y peso; con todo, él los ha aceptado como siervo humilde de Dios. Se ha hecho inferior y cumple con toda sumisión, lo que Dios le ha encargado, se hace servidor de todos. Jesús promete el descanso para el peso abrumador de la vida diaria, para el cumplimiento de la voluntad de Dios en todas las cosas pequeñas. El que vive entregándose a Dios y ejercita incesantemente el amor es levantado interiormente y se serena.
Nuestra fe nunca puede convertirse en carga agobiante. Entonces se apreciaría la fe de una forma falsa. Siempre es una fuente de consuelo y de apacible serenidad.
Meditemos esta semana  este texto evangélico. Hagamos el propósito de confiar a Cristo las preocupaciones, las fatigas, los desencantos, las trabas de la vida... Aprender a encontrar algún momento diario de silencio para confiarse al Señor a través de la contemplación de su existencia reflejada en los evangelios.
¿Quién entiende el evangelio? ¿los sabios, los letrados, los que han estudiado....?, ¿los curas, los teólogos? ¿son estos los que entienden a Jesús, los que entienden el evangelio? hay razones para dudarlo. Sobre todo si apenas han hecho otra cosa que estudiar.
Lo primero que hace falta para comprender el evangelio es escucharlo, y lo segundo, semejante a lo primero e inseparable con lo primero, es ponerlo en práctica. Pues el que no hace lo que escucha no ha entendido nada. Por eso dice Jesús: "Dichoso el que escucha la palabra de Dios y la pone en práctica".
No "los sabios y entendidos": Pues la capacidad de escuchar de un hombre cualquiera depende de la necesidad de preguntar. De modo que el "sabio y el entendido", el que vive sin problemas y cree que todo lo tiene resuelto, el satisfecho, el situado en bienes y opiniones, el que se cree justo y juzga a los demás, el autosuficiente..., no pregunta, no busca, no escucha ni puede escuchar. Y menos aún escucha un mensaje como el evangelio que habla de salvación, de liberación, de perdón.
Rafael Pla Calatayud.
rafael@betaniajerusalen.com

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