martes, 2 de agosto de 2016

Comentario a las lecturas del Domingo XXI del Tiempo Ordinario. 21 de agosto de 2016.

Comentario a las lecturas del Domingo XXI del Tiempo Ordinario. 21 de agosto de 2016.
Hoy las lecturas nos dan luz replantearnos algunas cuestiones en una sociedad que impone cada vez con más fuerza un estilo de vida marcado por el pragmatismo de lo inmediato. Apenas interesan las grandes cuestiones de la existencia. Ya no tenemos certezas firmes ni convicciones profundas. Poco a poco, nos vamos convirtiendo en seres triviales, cargados de tópicos, sin consistencia interior ni ideales que alienten nuestro vivir diario, más allá del bienestar y la seguridad del momento.
La primera lectura nos  habla de los últimos tiempos. Tiempos que serán de gloria manifestada a los hombres.
El salmo de alabanza que surge del corazón de todos los pueblos. Todos los pueblos cantan la fidelidad de Dios. Fidelidad que es misericordia.
La segunda lectura nos presenta una realidad poco apreciada en el camino de la perfección, la corrección. Dios corrige mediante la tribulación que al revés del infortunio tiene un valor educativo. Los acontecimientos dolorosos educan porque sin dolor no llega uno a la verdadera sabiduría. Ni el cristiano, al recto conocimiento de Dios y de sí mismo. El Señor reprende a los que ama.
El evangelio presenta a Jesús, que va de camino y en el camino recorre aldeas y ciudades predicando, enseñando y anunciando la salvación que se presenta en el misterio de su vida. Jesús señala el camino. Es su misión. Jesús va a entrar por la puerta estrecha de la abnegación, de la obediencia y del sacrificio. Con ello nos marca nuestro camino.
 
La primera lectura es del libro de Isaías (Is 66, 18-21)nos presenta el final del libro de Isaías. Un final clamoroso, abierto, universalista hasta extremos insospechados. Israel nunca más se sentirá solo. Junto a sí tendrá a todas las naciones (v. 18) gentiles definitivamente unidas en la paz que procede de la gloria de Yahveh, de su visible manifestación a todos los hombres, de su Revelación en Jesús.
El libro de Isaías se cierra con un colofón, parte en prosa (66,18-21) y parte en verso (66,22-24). Primero se anuncia la proclamación de la gloria del Señor a las naciones, a la que éstas responderán peregrinando al Templo del Señor.
Los vv. 18-21 forman un pasaje a modo de inclusión literaria confrontado con 2,2-4: ambos textos vendrían a rubricar, de algún modo, el principio y el final del libro. En otras palabras: el exilio de Babilonia viene a ser el castigo divino al pueblo por los pecados de éste, por haber roto la Alianza.
En el trasfondo quizá está gravitando la expulsión de los primeros padres del Edén (Gn 1,23): también Israel es expulsado de su tierra y de Sión, «la casa de Jacob» (2,6). Pero Dios, por su misericordia hacia su pueblo, le perdonará y lo hará entrar de nuevo en su «monte santo», en Jerusalén (v. 20), a cuyo retorno estarán asociadas «todas las naciones y lenguas» (v. 18). Este retorno indica la remisión completa de la culpa. De alguna manera, el libro de Isaías, de principio a fin, plantearía en resumen y de manera anticipada e imperfecta la misma historia de la salvación que recorre toda la Biblia: desde la expulsión del paraíso (Gn 3,23) hasta la visión de la «Jerusalén celestial» en los «nuevos cielos y la tierra nueva (v. 22 y Ap 21,1-27), en cuya plaza estará el «árbol de la vida» (Ap 22,14).
Teodoreto de Ciro entiende estas palabras como un anuncio del alcance soteriológico universal de la Encarnación y comenta que el profeta «ha mostrado que no sólo a causa de la salvación de los judíos asumió la forma de siervo, sino ofreciendo la salvación a todas las naciones» (Commentaria in Isaiam 66,18).
La Carta Segunda a los Corintios atribuida a San Clemente Romano verá también en el v. 18 el anuncio de la Parusía del Señor: «Vendré a reunir a todas las naciones y lenguas. Esta expresión preanuncia el día de su aparición [de Jesús], cuando vuelva a rescatar a todos nosotros, a cada uno conforme a sus obras» (Epistula II ad Corinthios 17,4).
A modo de reseña simbólica se citan los pueblos entonces más significativos peregrinando desde todos los ángulos de la tierra conocida hasta Jerusalén. Put y Lud en África; Tubal junto al mar Negro: Yabán en las islas jónicas y Grecia; Tarsis o Tartesos, la región del Guadalquivir, símbolo de los confines de la tierra, del epopéyico Non Plus Ultra. Como broche de oro ahí está esa tajante afirmación "de entre ellos tomaré sacerdotes y levitas". ¿Quiénes son "ellos"? ¿Los judíos de la diáspora? ¿Los gentiles?.
En la Nueva Jerusalén del Espíritu todos sus hijos en la fe forman ese pueblo santo, sacerdotal, entre el cual Dios elige a sus ministros, a sus sacerdotes y levitas. Sacerdocio que ya no será como el de la carne hereditario, sino vocacional, carismático, profético. Participación del sacerdocio pleno de su Hijo.
 
El responsorial es el salmo116  (sal 116, 1. 2 (r.: mc 16, 15).  Lo primero que destacamos hoy es el mandato que repetimos en la estrofa : "Id al mundo entero y proclamad el Evangelio".
El texto es el himno más breve de todo el salterio, pero, al mismo tiempo, es un himno completo. Este salmo, pequeña doxología, se compone de 17 significativas palabras que celebran la alianza entre Dios y su pueblo. Su esquema literario es esencial:
- v. 1: Invitación universal a todos los pueblos a la misma alabanza;
- v. 2: motivo de la alabanza: la fidelidad y el amor de Dios por Israel no desaparecerán.
" V. 1: Aleluya. Algunos la trasladan del fin del salmo al comienzo del mismo. Este v. ofrece tres elementos trascendentes: sujeto, acción y objeto sobre el cual la acción se dirige. El sujeto son las naciones y los pueblos. «Naciones» (gôyim), propiamente, es todo lo que no es Israel; «pueblos» indica, bajo el mismo aspecto distintivo, más la variedad. La invitación se dirige, como en los salmos escatológicos, a todos los pueblos distintos de Israel, no a los hijos de Israel disgregados por las naciones, ni a los congregados en acto litúrgico. La acción es la de alabanza: alabad; aclamad, verbo arameo que indica radicalmente «acariciad delicadamente», «decid loores». El objeto es Yahvé, Dios de Israel.
V. 2: «Firme es su misericordia» se refiere más al pasado. En cambio, «dura por siempre», mira preferentemente al futuro. La cuestión problemática está en la frase «con nosotros», que al primer análisis no se ve claro si debe considerarse pronunciada por las naciones, o por Israel, o por todos a la vez. La «misericordia y fidelidad» divinas se dicen a favor de la comunidad israelítica en toda su historia o en general, pues ésas son «las sendas de Yahvé» (Sal 24,10), y en anuncios proféticos en bien de la comunidad mesiánica, porque la definitiva «gracia y fidelidad», a la cual confluyen todas las otras, es el Mesías". (R. Arconada, en La Sagrada Escritura. Texto y comentario, de la BAC).
Podemos pensar el salmo como celebración de la comunidad israelita, que alaba a Dios por la obra salvífica que ha llevado a cabo en favor del pueblo de Israel, que resume la vocación de todos los pueblos a la fe. El himno comienza con una invitación a la alabanza. Ahora bien, no es sólo Israel el que debe alabar a Dios, sino que todos los hombres de la tierra debe ensalzar a aquel a quien debemos buscar y amar con todo el corazón.
Podríamos preguntarnos por qué deben alabar a Dios todos los pueblos. La respuesta que nos hace intuir el salmo es la siguiente: porque todas las naciones han sido testigos de cómo se ha comportado el Señor con Israel, es decir, cómo en un primer tiempo lo castigó con el exilio por su infidelidad y cómo lo perdonó y lo liberó después de la esclavitud, recordando la promesa de fidelidad - hecha a sus antepasados. El obrar de Dios, en realidad, pone de relieve su comportamiento con sus criaturas: quiere que la humanidad viva en paz y por eso la salva y la ama. Y la misión del pueblo de Israel es manifestar a todos el extraordinario obrar del Señor. En efecto, Israel debe poner de relieve respecto a los otros pueblos las dos grandes cualidades de Dios que el pueblo experimentó a lo largo de su historia, una historia compuesta de alianzas por parte de Dios y de traiciones por parte de la comunidad israelita.
La primera virtud de Dios es la hesed, una palabra hebrea rica de significado y que incluye una serie de actitudes, como el amor, la bondad, la ternura, la misericordia: «Alabad al Señor [ ..] Firme es su misericordia con nosotros» (vv 1-2a). Entre Dios y su pueblo se instaura una relación más profunda que la existente entre dos esposos que se aman.
La segunda palabra es `emet, que significa verdad, fidelidad, estabilidad, lealtad; también expresa una promesa sincera y duradera: «Su fidelidad dura por siempre» (v 2b). El amor de Dios es un amor incondicionado: Dios no se cansa nunca de amar, aun cuando no exista por parte del hombre el correspondiente contracambio, de ahí que la alabanza al único Señor se deba extender a todos los hombres.
 
La segunda lectura es de la carta a los hebreos  ( Hb 12, 5-7. 11-13). Continuamos hoy el cap. 12 de hebreos. Ya sabemos que la Carta está dirigida a una comunidad que padece las consecuencias de una persecución religiosa, y aun siendo así que en otros tiempos ha sido una iglesia dinámica y meritoria por muchos motivos, se encuentra en un período de decaimiento. Las exhortaciones de la carta dejan entrever que los miembros de la comunidad han caído en un estado de tibieza. En esta situación, y ante la coincidencia de los sufrimientos provocados por la persecución y la presencia de maestros que proclaman nuevas doctrinas, el autor de la Carta teme que se presente la tentación de la apostasía. La carta a los Heb tiene el aspecto de una fuerte exhortación a permanecer fieles en la fe que han recibido de sus primeros evangelizadores.
Nos encontramos en el último capítulo (el 13º es una exhortación de despedida), que contiene consejos diversos, en el tono típico de los Libros de Sabiduría. De hecho, en este texto se alude sin citarlos a Proverbios (3, 6 y 13), y al Eclesiástico (30). Las últimas líneas son cita literal de Isaías 35,3, que se refieren a los desterrados de babilonia.
El texto fundamentalmente se centra en la pedagogía divina, 12,4-13 y sus frutos en la carrera a la que está llamado a correr el cristiano.
Así la perícopa que proclamamos tiene como tema central que Dios nos corrige como a hijos. Esta exhortación sale al paso de aquellos hermanos, perseguidos a muerte, que corren el peligro de sentirse abandonados por un Dios que permite el sufrimiento y la persecución a muerte. Este autor extrae las consecuencias y reflexiona sobre el tema proyectando una luz nueva, aunque el pensamiento sapiencial aparece ya en el Antiguo Testamento.
Desde la perspectiva teológica es evidente que el hombre frente a Dios necesita una rectificación diaria. La corrección es una pedagogía que pretende eliminar los elementos que obstaculizan el crecimiento y la maduración. El autor juega con dos planos diferentes y complementarios. De hecho, recurre al ejemplo de una familia en la que el padre, solícito del crecimiento y maduración de sus hijos, se ocupa de corregirlos para que lleguen a la madurez humana. El autor de la carta piensa en los creyentes que sufren la persecución sangrienta, el despojo violento de sus bienes y el rechazo social que eso conlleva. En ese plano, insiste que la corrección y la prueba que Dios permite tienen un valor pedagógico para conseguir la salvación y la maduración en la fe. El sufrimiento curte los espíritus. De tal manera que el sufrimiento y el amor son dos valores correlativos: la capacidad para amar está en relación con la capacidad para sufrir y a la inversa.
El texto nos sitúa ante algunas preguntas que los creyentes y no dreyentes nos hacemos muchas veces en la vida: ¿Por qué el sufrimiento? ¿Por qué los acontecimientos trágicos que no comprendemos? ¿Por qué los desastres naturales que arrastran tantas vidas y dejan tras de sí tanta angustia, sufrimiento y desesperación?...
A todas estas preguntas el autor de la carta a los Hebreos responde que es una pedagogía utilizada por el mejor de los Padres con sus hijos a los que ama. Esta actitud del Padre posibilita y anima una actitud coherente en sus hijos para con sus hermanos a fin de ayudarles a llevar sus cargas.
Se trata de una interpretación piadosa de las dificultades de la vida entendidas como "castigos paternales" para corregirnos, como los padres lo hacen con sus hijos.
Esta interpretación tiene dos aspectos. Por una parte, entender las dificultades de la vida como algo de lo que hay que sacar provecho, que nos ayudan a estar despiertos y andar mejor nuestro camino sin dejarnos engañar por las seducciones del mundo. Por otro, una interpretación del mal como corrección necesaria que Dos nos hace. La primera puede ser aprovechable; la segunda entra dentro de las muchas ingenuidades que se han escrito para abordar el problema del mal.
Sin embargo, viendo las terribles tragedias que padecen innumerables personas en la historia y actualmente, nos urge una explicación menos simple y devota que la ofrecida en el texto.
 
El evangelio es de san Lucas  (Lc. 13, 22-30). En el texto de hoy proseguimos el viaje hacia Jerusalén. El interés central de esta sección es describir los rasgos del verdadero discípulo y, posteriormente, de la verdadera comunidad cristiana.
Jesús, de camino hacia Jerusalén, recorría ciudades y aldeas enseñando. Es una de las siete veces que el autor recuerda al lector que Jesús va hacia Jerusalén. Tiene especial interés en que el lector no pierda de vista este telón de fondo que colorea sus enseñanzas.
En este camino ascendente, Jesús sigue realizando su misión, que es enseñar y proclamar el Reino de Dios, y lo hace en todas las ciudades y aldeas por las que atraviesa en su itinerario.
Jesús invita y, en cierto modo, urge a que todos puedan participar de la salvación que se va a consumar en Jerusalén. Lucas quiere mantener un clima de tensión hacia el centro de la salvación. Es una de sus ideas preferidas y que jalonan y estructuran su relato.
Un oyente anónimo dirige a Jesús una pregunta que expresa y recoge una de las más frecuentes inquietudes que ha experimentado la Iglesia a lo largo de su historia y posiblemente la misma humanidad " Señor, ¿serán pocos los que se salvan?".
Jesús responde con una parábola. Esta técnica la emplea Jesús cuando no comparte el planteamiento del interlocutor. De ahí que su respuesta resulte chocante y extraña a primera vista. No es, en efecto, una respuesta directa, que se mueva en el mismo plano de la pregunta. Lo cual no significa que sea una evasiva. Ni mucho menos. Es una respuesta indirecta que trata de llevar al interlocutor a un planteamiento diferente del problema. Esto lo consigue Jesús mediante una parábola.
Lo curioso de la parábola de hoy es que sus personajes no son todos ello imaginarios. Unos de los personajes son los propios oyentes de Jesús, quienes de esta manera se ven implicados directamente en el problema tal como lo plantea Jesús, un problema que no va a tener que ver con el número de los salvados sino con la auto seguridad y exceso de confianza de los propios oyentes.
¿Serán pocos los que se salven? El anónimo interlocutor pregunta a Jesús por el número de los que irán al cielo. Una imagen del cielo muy extendida entonces era la de un salón dispuesto para un banquete. Es esta imagen la que Jesús recoge en la historia que propone a sus oyentes. El salón tiene una puerta de acceso estrecha, la puerta se cierra y en el interior del salón comienza a celebrarse el banquete. Contra toda expectativa, los comensales no son todos judíos ni mucho menos.
Judíos son sólo los antiguos patriarcas y profetas; el resto son extranjeros que han tomado asiento en vez de los judíos. La historia termina con una máxima que resume y explica la situación en el interior del salón: Hay últimos que serán primeros y primeros que serán últimos. Los últimos son los extranjeros; los primeros, los judíos. ¿Qué quiere decir Jesús? Al preguntarle su interlocutor por el número de los que se salvarán, éste parte del presupuesto de que pocos o muchos, los salvados serán sólo judíos en cualquiera de las hipótesis.
Jesús no responde a esa pregunta, que es más teórica que práctica. Prefiere insistir en la necesidad y la urgencia de la conversión al evangelio.
La "puerta estrecha" es una alusión al esfuerzo que requiere la auténtica conversión. No sólo es estrecha, sino que además puede cerrarse en cualquier momento; de ahí la urgencia: la conversión no puede dejarse para mañana. Jesús hace una llamada apremiante a todos los hijos de Israel, a quienes ha sido enviado por el Padre y que no acaban de aceptar su mensaje y su persona. Jesús ha venido "a los suyos", ha plantado la tienda en medio de su pueblo; pero ni los vínculos de la sangre, ni la aproximación física del Mesías al pueblo de Israel va a servirles de nada si no se convierten al evangelio. Lo que importa para la salvación es la fe y la comunión espiritual con la persona de Jesús.
Si los "suyos" le rechazan, otros ocuparán el puesto que tenían preparado. Hay "últimos" que pasarán a ser los "primeros". Jesús no se refiere a los judíos de la diáspora en contraposición a los que habitan en tierras de Israel, sino a los provenientes de la gentilidad. Porque lo que cuenta ya no es la descendencia de Abrahán según la carne, sino creer con la fe de Abrahán e incorporarse a Cristo y al Reino que él anuncia. Lo que salva es aceptar con fe el evangelio, que se presenta sin limitaciones raciales o nacionales y como un mensaje universal.
Jesús ofrece una última recomendación. Lucas, que es el evangelista que más subraya la misericordia, la bondad y el amor de Dios, insiste, a la vez, en las exigencias prácticas y concretas del Evangelio para que se pueda conseguir lo que promete.
 
Para nuestra vida
En la primera lectura (Isaías 66, 18-21) se destaca, la universalidad de la salvación de Dios. En el texto de Isaías se anuncia la reunión de todas las naciones, lenguas y razas en un solo pueblo elegido.
Demasiadas veces los cristianos tenemos la tentación de «ensimismarnos», de retirarnos de la batalla y preocuparnos solamente de los asuntos internos de la Iglesia, asuntos que en algunos casos siendo graves, no deben de ocupar todo nuestro interés.
 
Conociendo el plan salvador de Dios, el salmo 116 nos invita a la alabanza al Señor junto con todos los pueblos. Ahora bien, para que este himno encuentre resonancia en toda la humanidad, hace falta que nosotros hagamos algo más que entonar un canto; es menester que nuestra vida cristiana sea testimonio luminoso del amor que Dios ha derramado sobre nosotros.
A este respecto, resultan muy edificantes las palabras que San Juan Pablo II escribió comentando este salmo: «Las palabras que nos sugiere son como un eco del cántico que resuena en la Jerusalén celestial, donde una inmensa multitud, de toda lengua, pueblo y nación, canta la gloria divina ante el trono de Dios y del Cordero (cf. Ap 7,9). A este cántico la Iglesia peregrinante se une con infinitas expresiones de alabanza, moduladas frecuentemente por el genio poético y por el arte musical. Pensamos, por poner un ejemplo, en el Te Deum, que han utilizado generaciones de cristianos a lo largo de los siglos para alabar y dar gracias a Dios: "Te Deum laudamus, te Dominum confitemur, te aeternum Patrem omnis terra veneratur", "A ti, oh Dios, te alabamos; a ti, Señor, te reconocemos; a ti, eterno Padre, te venera toda la creación". Por su parte, el pequeño salmo que hoy estamos meditando constituye una síntesis eficaz de la perenne liturgia de alabanza con la que la Iglesia se hace portavoz del mundo, uniéndose a la alabanza perfecta que Cristo mismo dirige al Padre.
Así pues, alabemos al Señor. Alabémoslo sin cesar. Pero nuestra alabanza se ha de expresar con la vida antes que con las palabras. En efecto, seríamos poco creíbles si con nuestro salmo invitáramos a las naciones a dar gloria al Señor y no tomáramos en serio la advertencia de Jesús: "Brille así vuestra luz delante de los hombres, para que vean vuestras buenas obras y glorifiquen a vuestro Padre, que está en los cielos" (Mt 5,16). Cantando el salmo 116, como todos los salmos que ensalzan al Señor, la Iglesia, pueblo de Dios, se esfuerza por llegar a ser ella misma un cántico de alabanza».(San Juan Pablo II, Audiencia general del Miércoles 28 de noviembre de 2001).
 
Toda esta tarea de aceptación del plan de Dios y de agradecimiento, no es fácil, por ello es importante lo que nos dice san Pablo hoy: tenemos que aceptar las correcciones y los sufrimientos como disciplina de un Dios que nos ama. Los problemas internos y las dificultades externas de la Iglesia, incluso las dificultades de la evangelización misionera, son correcciones y oportunidades para crecer en la santidad. Esa santidad es la voluntad de Dios que llegaremos a ser plenamente los humanos que debemos de ser. La santidad es la gloria de Dios. Y como dijo un padre de la Iglesia, «la gloria de Dios es el hombre plenamente vivo».
San Pablo nos aconseja que tenemos que enfrentar las dificultades y seguir caminando «por un camino plano, para que el cojo ya no se tropiece, sino más bien se alivie». Es una frase extraordinaria. La reacción natural de un cojo es retirarse del camino. Es nuestra reacción natural en frente de dificultades y angustia. Pero Pablo nos urge al camino y nos instruye que en caminando seremos aliviados y curados.
 
El Evangelio es salvación para los que lo escuchan responsablemente, sean o no descendientes de Abrahán o católicos desde su nacimiento. Escuchar responsablemente el Evangelio es vivirlo, practicarlo en la vida de cada día.
  Y esto no es nada fácil. Por eso dice Jesús que la puerta es estrecha y que sólo los que se esfuerzan entraran por ella en el Reino de Dios.
En el Evangelio, Jesús dice a sus paisanos que vendrán extranjeros del norte y del Sur, de Oriente y Occidente, para sentarse a la mesa del Reino de Dios. Es esta un recordatorio que no debieras olvidar, quienes estamos de siempre en la Iglesia, con una cierta conciencia de superioridad
No son las prácticas piadosas las que nos van a salvar. Todo esto tiene su valor, pero sólo cuando nos ayuda y anima a vivir nuestra fe en la vida de cada día: en nuestra vida personal y familiar, nuestra vida social y profesional, nuestra vida política...
El último día, el Señor reconocerá solo a aquellos que ahora y aquí lo reconocen en los hombres. Reconocer a Jesús en los hombres, es reconocer la dignidad de cada ser humano, respetar sus derechos, tener en cuenta sus necesidades y, sobre todo, solidarizarse con los pobres, los marginados, los oprimidos. Cualquier cosa que hagamos a uno de estos, al Señor mismo se lo estamos haciendo.
Hay últimos que serán primeros y primeros que serán últimos. Llegará el gran Día del juicio, y entonces vendrá la sorpresa implacablemente sobre muchos que se creyeron los verdaderos cristianos. Y estos, que se tuvieron a sí mismos por los primeros, dirán: Señor, ábrenos. Y el Señor les contestara: No sé quiénes sois. Y ellos comenzaran a decir: Hemos comido tu pan y bebido tu sangre, tu Evangelio se ha predicado en nuestras iglesias.
Llegará el gran Día del juicio, y entonces vendrá felizmente la sorpresa sobre muchos hombres de Oriente y Occidente, del Norte y del Sur, que tal vez nunca en su vida se llamaron cristianos. Pero son los que practicaron en el mundo el mensaje cristiano del amor.
Los primeros para Dios son con frecuencia los últimos para los hombres. Porque Dios no juzga según las apariencias, sino que ve en el corazón.
La verdad cristiana es eminentemente práctica. Consiste en la conversión del hombre hacia un orden nuevo, en el que habita la justicia, la paz, la fraternidad y el amor. Los hombres que trabajan por estos valores, se salvarán y ascenderán a los primeros puestos.
El Evangelio de Jesús se presenta como una oferta exigente para todos. Los hombres, en su experiencia humana, parecen encontrarse ante la imposibilidad de alcanzar la salvación. La respuesta de Jesús es una parábola, un ejemplo sencillo.
¿Qué impide la salvación? La repuesta libre del hombre que puede elegir. Lo que se nos ha dado gratuitamente hemos de conquistarlo para poseerlo. He ahí el secreto de la salvación. Todos pueden realmente participar en la salvación definitiva.

Rafael Pla Calatayud.
rafael@sacravirginitas.org
 
 

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