sábado, 26 de julio de 2025

Comentarios a las lecturas del Domingo XVII del Tiempo Ordinario 27 de julio de 2025.

 

Comentarios a las lecturas del Domingo XVII del Tiempo Ordinario 27 de julio de 2025.

En este domingo XVII del Tiempo Ordinario, Jesús nos va a enseñar que somos comunidad y no individualidades. Nos enseña a orar llamando al Padre “Nuestro” y no “Mío”.

 Presencia de Cristo en la vida del cristiano, oración, intercesión, confianza del orante, estas serán ideas de las lecturas de este domingo.

En la primera lectura  tomada del libro del Génesis ( Gn 18,20-32) , nos narra lo que ocurre en las ciudades de Sodoma y Gomorra, lugares depravados por excelencia, donde las pasiones se imponen sobre la sagrada ley de la hospitalidad (Gn 19, 1-11), donde Dina es violada (Gn 34, 1-5) y las esposas de los patriarcas no están seguras (Gn 12, 10-20; 26, 1-11). En esas circunstancias, Abrahán va a intentar una acción de misericordia.

El gran principio sobre el que gira el pasaje es que la bondad de unos pueda salvar a otros. En el Israel antiguo hay una mentalidad colectivista; el pecado de uno lo paga todo el pueblo. Pero aquí el planteamiento es diametralmente diferente; la presencia de los justos ¿no podría tener acaso una función protectora de la totalidad? ¿No podría manifestar Dios su justicia teniendo en cuenta la minoría inocente y perdonando por ello a la colectividad? Esta forma de pensar es única y el pasaje es el producto de una singular reflexión teológica sobre la justicia divina.

El Señor interviene en la historia humana. En el monólogo de los vs. 20-21, una grave acusación le ha sido presentada contra Sodoma y Gomorra, y Dios se decide a hacer una investigación personal para comprobar si la situación es tan grave como dicen. En los vs. 22-33 se recoge un intrépido diálogo entre Dios y Abraham (muy frecuentes en los relatos yavistas a lo largo de todo el Pentateuco: cfr. Gn 4, 13-16: entre Caín y el Señor..) Abraham es un arriesgado mediador que hace un gran esfuerzo por salvar a Sodoma y Gomorra. "¡Lejos de ti hacer tal cosa!", el juez del universo debe medir bien sus acciones y no puede condenar al inocente con el culpable (v. 25). Abrahám logrará rebajar el número de cincuenta inocentes a diez: ¿no podrá la inocencia de estos pocos traer el perdón sobre todos? Abraham intercede sin desmayo, pero, al parecer, la ciudad no alberga ni siquiera a un inocente. Y ante tanta maldad Dios va a enviar la muerte, como ocurrió con el diluvio, de la que sólo se librarán Lot y unos pocos en atención a Abraham (cap. 19).

Se nos muestra un relato entrañable: cuando Abrahán, de manera insistente, negocia con Dios la salvación de Sodoma y Gomorra. Y esa negociación se lleva acabo en proximidad total, en diálogo de amistad. Abrahán fue un gran amigo de Dios.

  "Entonces Abrahán se acercó y dijo a Dios: ¿Es que vas a destruir al inocente con el culpable?" (Gn 18, 23). Abrahán intercede ante Dios. Le asusta la idea del castigo divino. Él cree en el poder infinito del Señor, él sabe que no hay quien le resista. Tiembla al pensar que la ira de Yahveh pueda desencadenarse. Y Abrahán, llevado de la gran confianza que Dios le inspira, se acerca para pedir misericordia. Un diálogo sencillo. Abrahán es audaz en su oración, atrevido hasta la osadía: si hay cincuenta inocentes en la ciudad, ¿los destruirás y no perdonarás a la ciudad por los cincuenta inocentes que hay en ella? ¡Lejos de ti tal cosa...! Dios accede a la proposición. Entonces Abrahán se crece, regatea al Señor el número mínimo de justos que es necesario para obtener el perdón divino. Así, en una última proposición, llega hasta diez justos. Y el Señor concede que si hay esos diez inocentes no destruirá la ciudad. Diez justos. Diez hombres que sean fieles a los planes de Dios. Hombres que vivan en santidad y justicia ante los ojos del Altísimo. Hombres que sean como pararrayos de la justicia divina. Amigos de Dios que le hablen con la misma confianza de Abrahán, que obtengan del Señor, a fuerza de humilde y confiada súplica, el perdón y la misericordia.

 

El responsorial de hoy es el salmo 137 (Sal 137,1-8) . Es un canto de acción de gracias, que a su vez dispone el corazón del orante para terminar en súplica confiada.- La Biblia de Jerusalén da a este salmo el título de Himno de acción de gracias. Nos recuerda el acto de agradecimiento de David a Dios por haberle dado el Trono de Israel y por la promesa de estabilidad para su dinastía.

Atribuido por la tradición judía al rey David, aunque probablemente fue compuesto en una época posterior, comienza con un canto personal del orante. Alza su voz en el marco de la asamblea del templo o, por lo menos, teniendo como referencia el santuario de Sión, sede de la presencia del Señor y de su encuentro con el pueblo de los fieles.

A nosotros nos sirve este salmo como acción de gracias por los bienes recibidos y en espera que Dios nos proteja siempre.

El salmista está a la escucha en el espacio terreno del templo ( v. 1), afirma que «se postrará hacia el santuario» de Jerusalén (cf. v. 2): en él canta ante Dios, que está en los cielos con su corte de ángeles.

La mirada se dirige por un instante al pasado, al día del sufrimiento: la voz divina había respondido entonces al clamor del fiel angustiado. Dios había infundido valor al alma turbada (v. 3).

Después de esta premisa, aparentemente personal, el salmista ensancha su mirada al mundo e imagina que su testimonio abarca todo el horizonte: «todos los reyes de la tierra», en una especie de adhesión universal, se asocian al orante en una alabanza común en honor de la grandeza y el poder soberanos del Señor ( vv. 4-6).

En esta alabanza destacan la «gloria» y los «caminos del Señor» ( v. 5), es decir, sus proyectos de salvación y su revelación. Así se descubre que Dios, ciertamente, es «sublime» y trascendente, pero «se fija en el humilde» con afecto, mientras que aleja de su rostro al soberbio como señal de rechazo y de juicio (v. 6).

Como proclama Isaías, «así dice el Excelso y Sublime, el que mora por siempre y cuyo nombre es Santo: "En lo excelso y sagrado yo moro, y estoy también con el humillado y abatido de espíritu, para avivar el espíritu de los abatidos, para avivar el ánimo de los humillados"» (Is 57,15). Por consiguiente, Dios opta por defender a los débiles, a las víctimas, a los humildes. Esto se da a conocer a todos los reyes, para que sepan cuál debe ser su opción en el gobierno de las naciones. Naturalmente, no sólo se dice a los reyes y a todos los gobiernos, sino también a todos nosotros, porque también nosotros debemos saber qué opción hemos de tomar: ponernos del lado de los humildes, de los últimos, de los pobres y los débiles.

Se habla, de modo sintético, de la «ira del enemigo» (v. 7), una especie de símbolo de todas las hostilidades que puede afrontar el justo durante su camino en la historia. Pero él sabe, como sabemos también nosotros, que el Señor no lo abandonará nunca y que extenderá su mano para sostenerlo y guiarlo. Las palabras conclusivas del Salmo son, por tanto, una última y apasionada profesión de confianza en Dios porque su misericordia es eterna. «No abandonará la obra de sus manos», es decir, su criatura (v. 8).

Resumiendo vemos como en el salmo rezuma la historia misericordiosa de Dios, tanto del pasado como del presente. Dios vio la aflicción de su pueblo. Bajó para liberarlo del poder de los egipcios. Así se explica la confianza que respira este salmo: la diestra divina salva a su pueblo, aunque camine entre peligros. Israel puede mirar confiadamente el futuro. Dios completará sus favores.

El salmista puede suplicar con esperanza que Dios concluya lo que ha comenzado. Ha iniciado una historia de amor incomparable: Su presencia en nuestra carne, en el hombre. Los discípulos podrán experimentar el amor del Padre y responder a él como Jesús, gracias al Espíritu recibido. El discípulo sabe que la historia del amor de Dios para con él pide un desprendimiento, una heroicidad hasta el extremo. Por eso suplica: «No abandones, oh Dios, la obra de tus manos. Lleva a feliz término lo que has comenzado en nosotros». Una confianza desde una actitud humilde de orante

 

En la segunda lectura de hoy  Carta a los Colosenses, (Col 2,12-14) San Pablo señala que el misterio pascual de Cristo está presente en el bautismo y su poder regenerador alcanza a todos por la fe. Nos dice, además, que Dios nos dio la vida en Cristo, perdonándonos todos los pecados.

La característica de esta carta es su cristología. Intenta aclarar la doctrina acerca de una serie de especulaciones sobre el mundo angélico, al que se le atribuía mucha  importancia, entrañando un grave peligro: de que sufriese mengua la posición de Cristo, único mediador entre Dios y los hombres. La intención de Pablo, desde el principio al fin de la carta, es dejar bien sentada la absoluta suficiencia de Cristo en su función con respecto al Universo. No que ponga en duda la existencia y función de otros intermediarios, pero será siempre en relación y dependencia de Cristo (cf. 1:1 6; 2:10), único en quien habita todo el "pleroma" de la divinidad (cf. 1:19; 2:9). Es ésta una carta en que Cristo aparece en su plena función de Kyrios del Universo.

El bloque Col 2:4-23, - del que es parte el texto de hoy-,  advierte  contra las falsas doctrinas que afectan la fe en  Cristo.

Afirmada ya la primacía de Cristo y nuestra incorporación a El, el Apóstol describe con más detalle cómo se ha realizado esa incorporación (v.11-14). Dice primeramente, pensando quizás en que los judaizantes de Colosas exigían la circuncisión, que los cristianos no necesitamos el rito de la circuncisión material, pues tenemos otra más perfecta: "eliminación del cuerpo carnal, circuncisión de Cristo" (v.11).

Cuál sea esta circuncisión de Cristo lo explica en el v.12, con evidente alusión al rito del bautismo. Es en el bautismo donde resucitamos a nueva vida, despojándonos  de un pequeño trozo de piel, como en la circuncisión mosaica, sino del "cuerpo carnal" o "cuerpo del pecado" u "hombre viejo," que de todas estas maneras llama San Pablo al hombre viciado por el pecado y esclavo de la concupiscencia (cf. 3:9; Rom 6:3-11; Ef 4:22).

Luego, en los v.13-14, sigue insistiendo en la misma idea de cómo se efectuó nuestra incorporación a Cristo; pero lo hace en forma más dramática. Dice que la condonación de nuestros delitos y resurrección a nueva vida (v.13), la hizo Dios "borrando el acta (χειρό-γραφον) que nos era contraria y clavándola en la cruz" (v.14).

 

            El evangelio de hoy de San  Lucas (Lc 11,1-13) , nos muestra como es el mismo Jesús, quien nos enseña a orar.

            Lucas dedica muchos pasajes de su evangelio al tema de la oración, y en ellos nos transmite varios momentos de oración de Jesús. En Lucas es común encontrar a Jesús orando (a la madrugada, en el monte, antes de tomar decisiones), también nos transmite varias oraciones propias de Jesús, y finalmente nos ofrece varias enseñanzas de Jesús a los discípulos, referidas a la oración.

            Este conocido texto es una excelente catequesis sobre la oración. En él encontramos tres partes: el contenido de la oración de Jesús (qué rezar), las características de la oración (cómo rezar) y el sentido de la oración (para qué rezar).

  Comienza sin indicación de lugar ni de tiempo. En la perspectiva del camino San Lucas prescinde una vez más de intereses localistas para centrarse en el tema de la oración. El modelo de la oración cristiana constituye la primera parte del texto de hoy.

La ocasión es la oración del propio Jesús, una situación ya habitual, y el motivo, la petición de sus discípulos, deseosos de tener su propia plegaria a semejanza de los seguidores del Bautista. Parece evidente que San Lucas quiere ofrecer el modelo de toda oración cristiana. Así lo confirman las palabras introductorias de Jesús: cuando oréis, decid.

            Jesús no se hace rogar y les enseña la oración del Padrenuestro. Lo primero que hay que destacar es que nos enseñe a dirigirnos a Dios llamándole Padre. La palabra original aramea es la de Abba, de tan difícil traducción, que lo mismo san Marcos que san Pablo la transmiten tal como suena. Es una palabra tan entrañable, tan llena de ternura filial y de confianza, tan familiar y sencilla, tan infantil casi, que los judíos nunca la emplearon para llamar a Dios. Le llamarán Padre; incluso Isaías lo compararán con una madre, o mejor dicho, con las madres del mundo, pero no lo llamarán nunca Abba. En ella nos enseña a reconocer su santidad y pidiendo por su Reino.

El modelo consta de los siguientes elementos: una invocación (¡Padre!), dos deseos y tres peticiones. La invocación es típica de Jesús y carece de paralelos en la tradición del judaísmo precristiano. Expresa intimidad, cercanía, confianza. Por su sencillez y limpieza contrasta con las recargadas formulaciones de muchas oraciones judías.

Los dos deseos se refieren al Padre. El primero de ellos, santificado sea tu nombre, expresa el deseo de un reconocimiento, de que Dios sea conocido por los hombres en cuanto Padre. El segundo, venga tu reino, expresa en el fondo lo mismo que el anterior, esta vez bajo la perspectiva activa del Padre que se revela y se manifiesta. El cristiano aspira y pide al Padre que esta manifestación sea lo más plena y absoluta posible.

            Las tres primeras peticiones del Padrenuestro centran la mirada en Dios, mientras las tres segundas la centran en la vida y en la experiencia humana. Pedimos el pan de cada día, el perdón mutuo que recompone las relaciones, y fuerza para no caer en la tentación, es decir las pruebas y conflictos de la vida.

La primera petición, danos cada día nuestro pan del mañana, plantea un problema en razón de que el texto original emplea un término al parecer totalmente desconocido tanto en el resto de la literatura griega como en el lenguaje corriente. La traducción litúrgica ha optado por una interpretación de perspectiva escatológica, la cual, tal vez, no es la más acorde con las preocupaciones de San Lucas, interesado más bien en los avatares de la existencia cotidiana. Por eso mismo son preferibles una de las dos siguientes interpretaciones: danos cada día la ración de pan correspondiente a cada día (Juan Crisóstomo); danos cada día el pan necesario para la existencia (Orígenes). El cristiano pide al Padre que socorra sus necesidades diarias de sustento.

En la segunda petición el cristiano implora el perdón del Padre, ya que el pecado es una realidad esencialmente humana. A la petición se añade la frase explicativa porque también nosotros perdonamos. No es una exigencia o una condición, expresa sencillamente el convencimiento de que no se puede esperar el perdón del padre si se rehúsa el perdón humano.

En la tercera petición el cristiano ruega al padre que no lo enfrente con situaciones en las que pueda peligrar su actitud de entrega y de confianza en El. La tentación de que aquí se habla no es tanto de naturaleza moral cuanto de actitud en la vida. La tentación en cuanto posibilidad de vivir la vida sin contar para nada con el Padre.

La parábola del amigo que pide insistentemente, quiere mostrar únicamente la eficacia de la oración dirigida al Padre. No debemos entenderla como si una petición repetida hasta la saciedad doblegara, por ello mismo, la voluntad de Dios y lo pusiera a nuestra disposición. Dios sigue siendo Dios por encima de la oración del hombre, siempre soberanamente libre. pero la insistencia en la oración, la oración continuada, es una señal de una buena oración, de una fe y de una esperanza que son don de Dios. Y si Dios nos concede ese modo de orar, también nos dará lo que le pidamos.

La oración es eficaz por la bondad del Padre, no por nuestra insistencia o por nuestros méritos. Si ya los hombres, siendo malos como son, no engañan a sus hijos y les dan lo que les piden, con mayor razón el Padre dará el Espíritu Santo a los que se lo pidan.

La conclusión nos desconcierta un poco, pues a partir del ejemplo cabía esperar que se dijera que también Dios concede a sus hijos todo lo que éstos le piden y no acabar diciendo que nos concede el Espíritu Santo. No obstante, el Espíritu es el don por antonomasia y el principio de todos los dones, porque es prenda de vida eterna, y ¿qué otra cosa pide el hombre, cuando pide cualquier cosa, que no sea la vida eterna? Pedimos pan, pero lo que deseamos de verdad no es el pan de cada día sino "el pan de vida", es decir, la vida en su plenitud. La oración constante es ya una prueba de que el Padre nos concede el Espíritu Santo y con él la vida eterna. Porque es el mismo Espíritu, que habita en nuestros corazones, el que nos anima a decir confiadamente: "Padre nuestro" (Rm 8, 15).

  Jesús nos enseña a pedir con insistencia, pues el Padre Bueno escucha nuestras peticiones. Y nos muestra que a través de la oración recibimos el Espíritu Santo, que nos anima a vivir como discípulos, en la huella de Jesús.

 

Para nuestra vida

Las lecturas de hoy nos sitúan ante la oración y sus modalidades. En la oración de petición, no debemos tener nunca la sensación de que Dios, valiéndose de cualquier milagro o de un solo movimiento de su mano, eliminará el mal del mundo. Mientras creamos esto rezaremos oraciones que no tendrán respuesta y rogaremos a Dios que haga cosas que no veremos realizar nunca. La creencia de que Dios lo hará todo en lugar del hombre es tan insostenible como lo es creer que el hombre puede hacerlo todo por sí mismo. También es una señal de falta de fe. Debemos saber que esperar que Dios lo haga todo mientras nosotros no hacemos nada no es fe, sino superstición.

Las lecturas que se nos proponen este domingo, son una invitación a la confianza en Dios, una invitación a tenerlo muy presente en nuestras vidas y a ser capaces de presentarle sin temor nuestros deseos, nuestras preocupaciones y necesidades.

El poder contar con Dios, no quiere decir que tengamos que esperar que él nos resuelva todos los problemas y menos aún que se ponga a favor de nuestros pequeños intereses. Pero sí quiere decir que él nos da la mano en nuestro caminar, nos da fuerza y valor. Es tener a alguien al lado que no nos deja nunca, es poder vivir todo acontecimiento, por duro que sea, acompañado por un amor muy grande, pleno, infinito.

Sería un mal signo que a Dios le pidiéramos solo ayuda y fuerza para nuestras angustias y problemas personales; es por esa razón que el Señor nos deja la oración del Padre Nuestro como modelo perfecto de cómo y con qué actitud debemos dirigirnos a Dios.

En la primera lectura, Dios revela a Abrahán los planes que tiene sobre la ciudad de Sodoma y Gomorra .

El conocimiento que tiene Abrahán de esa revelación le lleva a interceder por estas ciudades delante de Dios.

Génesis 19 cuenta que, pese a ello, Sodoma y Gomorra fueron destruidas, pero permanece el hecho de que la oración de Abrahán había sido escuchada cuando intercedía por la ciudad pecadora y obtenía que fuese perdonada por cincuenta justos, por cuarenta y cinco, por cuarenta, por treinta, por veinte e incluso por diez. Siempre generoso y caballero en sus negocios, Abrahán sólo regatea cuando pide a Dios perdón por el pueblo pecador. Pero no se atreve a pasar más allá de diez justos.

La conversación amistosa de Abrahán con el Señor muestra que Dios rige el mundo con soberana justicia y preocupado por la causa de los débiles y excluidos. Dios está dispuesto a perdonar si se arrepienten y va cediendo ante la insistente intercesión de Abrahán. Este regateo y esta condescendencia revela hasta qué punto la justicia divina está llena de misericordia. Dios sabe perdonar a los pecadores por amor a los justos y, de ningún modo, es su intención que paguen justos por pecadores.

El diálogo de Abrahán con Dios es un ejemplo de oración de intercesión. Abrahán habla con Dios, desde la humildad y la confianza. Es un modelo de oración de intercesión para todos nosotros. La intercesión de Abraham no será del todo inútil. Se salvará su familia. En la verdadera oración de intercesión no nos mueve el egoísmo, sino la misericordia. No nos fijemos tanto en las culpas y en las causas de la miseria de estas personas, sino en la realidad miserable y marginal en la que viven. Pensemos siempre en los más pobres, en los enfermos, en los marginados, en los refugiados, en los emigrantes en general. No son, en general, más pecadores que nosotros; entre ellos, como entre nosotros, los hay buenos y malos, mejores y peores. Son, en general, víctimas de las circunstancias familiares y sociales en las que han nacido y vivido las que les han llevado a vivir como viven. Todos queremos vivir bien, ellos y nosotros. Demos gracias a Dios por todas las personas que podemos vivir con dignidad e intercedamos ante Dios y ante los hombres por todos aquellos que, con culpa o sin culpa propia, se han visto forzados a vivir en la mayor miseria y fragilidad. Y hagamos siempre nuestra oración de intercesión con humildad, confianza y perseverancia.

 

El  salmo de esta domingo proclama la "trascendencia" de Dios: "¡qué grande es tu gloria!" nada original, esto lo hacen todas las religiones auténticas. Toma tiempo dejarse invadir por este sentimiento de adoración que hace "prosternar", el rostro contra el polvo, como dice el salmo, hasta tomar conciencia de "ante quién estás".

Lo que es original, en la revelación que Dios hace de sí mismo a Israel es ante todo, que este Dios "trascendente" mira a los humildes con predilección. Prodigio de lo infinitamente grande, ante lo infinitamente pequeño. La grandeza de Dios no es aplastante, es la grandeza del amor, la "Hessed", sentimiento que llega hasta las entrañas. La palabra aparece dos veces en este salmo. Si es amor, Dios da la vida, Dios salva. Dios está contra todo lo que hace daño, su mano se abate contra los enemigos del hombre", su mano "protege al pobre rodeado de peligros"... ¡Que tu "mano", Señor, no deje incompleta su obra!

Finalmente este mensaje, esta "palabra" (aparece dos veces en este salmo) recibida gozosamente por Israel, y destinada un día a todos los hombres. "Te alabarán, todos los reyes de la tierra, cuando oigan las palabras de tu boca". Los reyes representan a su pueblo; a través de ellos, todos los pueblos darán gracias a Dios, en el día escatológico del Mesías. ¡Admirable visión universalista!

Así comenta el Papa Benedicto XVI, este salmo: " 1. Atribuido por la tradición judía al patronazgo de David, aunque probablemente surgió en una época sucesiva, el himno de acción de gracias que acabamos de escuchar, y que constituye el Salmo 137, comienza con un canto personal del orante. Eleva su voz en la asamblea del templo o teniendo como punto de referencia el Santuario de Sión, sede de la presencia del Señor y de su encuentro con el pueblo de los fieles.

De hecho, el salmista confiesa: «me postraré hacia tu santuario» de Jerusalén (Cf. versículo 2): allí canta ante Dios que está en los cielos con su corte de ángeles, pero que también está a la escucha en el espacio terreno del templo (Cf. versículo 1). El orante está seguro de que el «nombre» del Señor, es decir, su realidad personal viva y operante, y sus virtudes de fidelidad y misericordia, signos de la alianza con su pueblo, son la base de toda confianza y de toda esperanza (Cf. versículo 2).

2. La mirada se dirige, entonces, por un instante, al pasado, al día del sufrimiento: entonces la voz divina había respondido al grito del fiel angustiado. Había infundido valentía en el alma turbada (Cf. versículo 3). El original hebreo habla literalmente del Señor que «agita la fuerza en el alma» del justo oprimido: es como la irrupción de un viento impetuoso que barre las dudas y miedos, imprime una energía vital nueva, hace florecer fortaleza y confianza.

Después de esta premisa, aparentemente personal, el salmista amplía su mirada sobre el mundo e imagina que su testimonio abarca a todo el horizonte: «los reyes de la tierra», con una especie de adhesión universal, se asocian al orante judío en una alabanza común en honor de la grandeza y de la potencia soberana del Señor (Cf. versículos 4-6).

3. El contenido de esta alabanza conjunta que surge de todos los pueblos permite ver ya la futura Iglesia de los paganos, la futura Iglesia universal. Este contenido tiene como primer tema la «gloria» y los «caminos del Señor» (Cf. versículo 5), es decir, sus proyectos de salvación y su revelación. De este modo, se descubre que Dios ciertamente «es grande» y trascendente, «ve al humilde» con afecto, mientras aparta su rostro del soberbio, como signo de rechazo y de juicio (Cf. versículos 6).

Como proclamaba Isaías, «así dice el Excelso y Sublime, el que mora por siempre y cuyo nombre es santo: "En lo excelso y sagrado yo moro, y estoy también con el humillado y abatido de espíritu, para avivar el espíritu de los abatidos, para avivar el ánimo de los humillados"» (Isaías 57, 15). Dios decide, por tanto, ponerse al lado de los débiles, de las víctimas, de los últimos: esto se hace saber a todos los reyes para que conozcan cuales deben ser sus opciones en el gobierno de las naciones. Naturalmente no sólo se lo dice a los reyes y a todos los gobiernos, sino a todos nosotros, pues también nosotros tenemos que saber cuál es la opción que debemos tomar: ponernos del lado de los humildes, de los últimos, de los pobres y débiles.

4. Después de esta referencia mundial a los responsables de las naciones, no sólo de aquel tiempo, sino de todos los tiempos, el orante vuelve a hablar de la alabanza personal (Cf. Salmo 137, 7-8). Con una mirada que se dirige hacia el futuro de su vida, implora la ayuda de Dios para las pruebas que la existencia todavía le deparará. Y todos nosotros rezamos con el orante de aquel tiempo.

Se habla de manera sintética de la «ira de los enemigos» (versículo 7), una especie de símbolo de todas las hostilidades que puede tener que afrontar el justo durante su camino en la historia. Pero él sabe, y también lo sabemos nosotros, que el Señor no le abandonará nunca y le ofrecerá su mano para socorrerle y guiarle. El final del Salmo es, por tanto, una apasionada profesión de confianza en el Dios de la bondad sempiterna: no abandonará la obra de sus manos, es decir, a su criatura (versículo 8). Y en esta confianza, en esta certeza en la confianza de Dios, también tenemos que vivir nosotros.

Tenemos que estar seguros de que, por más pesadas y tempestuosas que sean las pruebas que nos esperan, no quedaremos abandonados a nuestra suerte, no caeremos nunca de las manos del Señor, las manos que nos crearon y que ahora nos acompañan en el camino de la vida. Como confesará san Pablo: «quien inició en vosotros la buena obra, la irá consumando» (Filipenses 1, 6).

5. De este modo, hemos podido rezar con un Salmo de alabanza, de acción de gracias y de confianza. Queremos seguir desplegando este hilo de alabanza en forma de himno con el testimonio de un cantor cristiano, el gran Efrén el Siro (siglo IV), autor de textos de extraordinaria fragancia poética y espiritual.

«Por más grande que sea nuestra maravilla por ti, Señor, tu gloria supera lo que nuestros labios pueden expresar», canta Efrén en un himno («Himnos sobre la virginidad» --«Inni sulla Verginità», 7: «L’arpa dello Spirito», Roma 1999, p. 66), y en otro dice: «Alabado seas tu, para quien todo es fácil, pues eres omnipotente» («Himnos sobre la Natividad» --«Inni sulla Natività»--, 11: ibídem, p. 48), éste es un último motivo para nuestra confianza: Dios tiene la potencia de la misericordia y usa su potencia para la misericordia. Y, finalmente, una última cita: «Que te alaben quienes comprenden tu verdad» («Himnos sobre la fe» --«Inni sulla Fede», 14: ibídem, p. 27)."  ( Papa Benedicto XVI Comentario al Salmo137, «Acción de gracias». Miércoles, 7 diciembre 2005. ).

 

La segunda lectura de la Carta a los Colosenses, es un texto capital para la comprensión del bautismo cristiano, comprendido como participación en la muerte y la resurrección de Cristo.

El bautismo es para él un signo eficaz o sacramento por el que participamos de la muerte y resurrección de Jesús. Aunque ciertamente es la acción de Dios la que nos salva y actúa en el bautismo, la fe es una disposición necesaria para recibirlo con provecho. Por otra parte, el bautismo nos incorpora a una comunidad de vida nueva. Por lo tanto, el amor a la vida y el optimismo radical debiera ser un distintivo de la comunidad cristiana.

Sabemos que los cristianos consideraban la pila bautismal como un sepulcro en el que somos sepultados con Cristo; y, por otra parte, también es como la madre que engendra a la vida; de ahí, el expresivo ritual de la inmersión. Pero el ritual que representa esta muerte y esta resurrección realizándola concretamente, sólo tiene eficacia si corresponde a la fe en Dios que resucitó a Cristo de entre los muertos.

Pecado y muerte (una muerte que es resurrección con Cristo), fe y bautismo, son correlativos que Pablo nos recuerda en un admirable fragmento sumamente sugestivo. Pero, en coherencia con su perspectiva cristiana, añade: el perdón del pecado es liberación de la ley y de su observancia, porque existe una correspondencia entre Ley, muerte y pecado, como nos enseña en su carta a los Romanos (Rm 7, 7-9). Aquí, la imagen empleada por San Pablo alcanza el máximo de expresividad: la Ley ha sido clavada en la cruz.

Los gentiles vivían al margen de toda salvación, ni siquiera estaban circuncidados: pero ahora, por el bautismo, y la fe en Jesucristo, han recibido la nueva vida y son miembros vivos del verdadero Israel de Dios.

De aquí que el cristiano se sienta libre de toda potencia extraña (contra la superchería de los colosenses). Una fe recia es capaz de engendrar, en uno mismo y en los demás, un estado de liberación de gran calidad.

No hay posibilidad de confusión: nosotros no somos igual a Cristo, sino que de él, de su cruz, hemos recibido la vida. La muerte que para él fue vida, se transmite a nosotros como vida.

San Pablo insiste en la idea central de toda su predicación, desde el momento mismo de su conversión a Cristo Jesús: es Cristo el que nos salva, no es la circuncisión, ni el cumplimiento de las demás leyes mosaicas son el requisito necesario para salvarnos. Sepultados con el Bautismo vamos a resucitar sin pecados. Por el bautismo nos incorporamos a Cristo y por la fuerza de Cristo resucitamos con él. Los cristianos sabemos que Cristo es nuestro camino, nuestra verdad y nuestra vida. Debemos vivir en comunión con Cristo, comulgar con él y dejarnos guiar por él.

Vivamos como personas bautizados en el espíritu de Cristo y así podremos resucitar con él. Y estemos seguros de que, si lo hacemos así, estaremos contribuyendo a que nuestro mundo sea un poco mejor, es decir, un poco más cristiano y por ello más humano.

 

En el evangelio de hoy, Jesús nos enseña cómo debemos dirigirnos al Padre y qué es lo que tenemos que pedirle en nuestras oraciones.

            Muchas son las veces que Jesús aparece en los Evangelios sumido en oración. El evangelista san Lucas es el que más se fija en esa faceta de la vida del Señor y nos la refiere en repetidas ocasiones. Esa costumbre, ese hábito de oración, llama la atención de sus discípulos, los anima a imitarle. Por eso le ruegan que les enseñe a rezar, lo mismo que el Bautista enseñó a sus discípulos.

Enseña a sus apóstoles –y a nosotros-- el Padrenuestro, que es una oración fundamental y modélica. Pero además nos revela la constante disposición del Padre a escuchar a sus hijos.

Jesús no ora nunca diciendo "Padre nuestro" sino simplemente "Padre" o "Padre mío". Jesús no es hijo de Dios como podemos serlo nosotros, sino de un modo peculiarísimo e incomunicable, porque es el Hijo. En segundo lugar, que Jesús nos enseña a orar dirigiéndonos al Padre. Por eso la oración de la iglesia, la liturgia, se dirige habitualmente al Padre, raras veces al Espíritu Santo o al Hijo y nunca a los santos. Si el Hijo es el que nos congrega en torno a su persona y el Espíritu la fuerza que anima esa comunión de vida en Jesucristo, el Padre es el "Tú" de todos nosotros, ante quien comparecemos y a quien tenemos acceso por Jesucristo. Nuestro Señor.

El cristiano no ora tan sólo porque sienta necesidad de hacerlo, sino porque Cristo le ha dicho que lo haga, porque está en comunión con él y con su Padre.

La condición esencial de la oración, es pues, la obediencia y la fe que permiten estar unido al Padre; no es ya una cuestión de actitudes o de contenido sino de confianza íntima y desinteresada que no depende, en última instancia, ni de la calle ni de la habitación, ni de oraciones cortas o largas, ni del individuo ni de la comunidad, sino tan sólo de la convicción de tener un Padre y de la obediencia a Cristo que nos dice que le hablemos en su nombre. Santa Teresa escribe que le bastaban las dos palabras “Padre nuestro” para hacer una larga oración... un Dios Padre... un Dios que nos ama.

Es importante que cuando recitemos el Padrenuestro, lo hagamos meditando cada expresión pausadamente. Cuando decimos "que estás en los cielos" no nos referimos a un lugar. Quiere decir que Dios está por encima de todas las cosas terrenas, más allá de nuestro mundo visible. A este Dios santo, que es el totalmente Otro, cuya grandeza no podemos imaginar, le podemos llamar Padre y le alabamos diciendo “santificado sea tu nombre". El nombre se identifica con la persona. Este Dios inalcanzable se ha dado a conocer. Pedimos que se manifieste, se dé a conocer cada vez más y cumpla sus promesas.

Las dos peticiones siguientes “venga a nosotros tu reino” y “hágase tu voluntad” insisten en la misma idea de colaborar con él en la instauración de un mundo nuevo. En el Padrenuestro también pedimos el pan cotidiano, que llegue a todos los hombre de una vez para siempre. Pedimos perdón, pues todos somos pecadores. Prometemos que va nuestro perdón por delante. La súplica final es que no nos deje caer en la tentación. Ahí está amenazante el peligro de engañarnos a nosotros mismos buscando la felicidad por caminos equivocados. Al rezar el padrenuestro estamos poniéndonos en manos de Dios con confianza filial para que nos guíe por el camino adecuado.

En el Padre Nuestro, Jesús nos invita a ser amplios en nuestros deseos y anhelos en la oración. En él se nos presenta lo que debe ser el gran anhelo cristiano: que Dios y su amor estén presentes en nuestras vidas y en el corazón de todos los hombres. En él pedimos que el mundo sea como Jesús lo quiere: que el amor y la fraternidad sean lo que marquen la vida de los hombres y nadie quede al margen de una vida digna; que a nadie falte el alimento de cada día y tampoco el alimento del espíritu, todo aquello que nos ayuda a crecer como personas y como creyentes. Por último, el Padre Nuestro nos hace mirar nuestra realidad débil y pecadora, recordándonos lo importante que es mantenernos en oración para no caer en la tentación.

La segunda parte del texto, es una composición de San Lucas. Comienza con una parábola tomada de las costumbres de Palestina. Un viajero que, para evitar el calor del día, hace el viaje de noche y llega a casa de un amigo suyo, sin avisarle previamente de su llegada. A esas horas tan intempestivas, el dueño de la casa descubre que no tiene nada que ofrecerle; su despensa está vacía, las tiendas cerradas y no habrá pan fresco hasta la mañana siguiente. Pero el deber de hospitalidad es imperioso. ¿Qué hacer entonces? Acude a casa de un vecino suyo. Este aduce la imposibilidad de atenderle, puesto que levantarse y descorrer los cerrojos significaría molestar a todos los miembros de la familia que duermen en la única habitación de que consta la casa. Pero el otro insiste e insiste hasta que su insistencia logra el objetivo.

En la composición de Lucas esta parábola no se relaciona con lo anterior (el modelo de oración cristiana), sino con lo siguiente, y sirve para ejemplificar la insistencia con la que el cristiano tiene que dirigirse al Padre pidiéndole espíritu santo, a sabiendas de que esa insistencia logrará su objetivo. Esta composición nos da el siguiente desarrollo de pensamiento: así como el hombre, por su insistencia, obtuvo de su amigo el pan que le pedía, así también el cristiano, por su insistencia, obtendrá del Padre el espíritu que le pide. El hombre de la parábola necesitaba pan; el cristiano necesita espíritu santo, en la línea de Ezequiel 36, 26: "Os daré un corazón nuevo y os infundiré un espíritu nuevo; arrancaré de vuestra carne el corazón de piedra y os daré un corazón de carne. Os infundiré mi espíritu y haré que caminéis según mis preceptos y que pongáis por obra mis mandamientos". A este espíritu se refiere Jesús cuando dice: "Pedid y se os dará, buscad y hallaréis, llamad y se os abrirá".

Una vez más encontramos en los vs. 9-13 el lenguaje directo, incisivo, gráfico, agresivo incluso. Todo ello al servicio de inculcar al cristiano la enorme necesidad que tiene de estar poseído por el espíritu del Padre.

La parábola del amigo inoportuno nos recuerda que Dios se deja siempre conmover por una oración perseverante. Por eso la tradición orante de la Iglesia es una tradición de peticiones y súplicas, que manifiesta la actitud de abrirse confiadamente a la presencia, el consuelo, el apoyo y la seguridad que solamente pueden venir de Dios. Siempre la petición ha de estar unida a la alabanza y a la profesión de fe y amor en la esperanza.

 

Rafael Pla Calatayud.

rafael@betaniajerusalen.com

sábado, 19 de julio de 2025

Comentario a las lecturas del Domingo XVI del Tiempo Ordinario 20 de julio de 2025

 En este domingo dos ideas son hilo conductor de las lecturas: la hospitalidad y a la atención a Dios.

La hospitalidad de Abraham, que corre a atender a sus huéspedes, contrasta con la hospitalidad en la casa de Marta y María.

Atender a Dios, no es desvivirse por Él,  sino escuchar su Palabra y ponerla en práctica.

En la historia de Marta y María, Cristo pone el énfasis, en su Palabra, más que en la laboriosidad de la atención.

 No quiere decir que la acción no sea importante, sino que ésta debe ser sustentada por la escucha de la Palabra.

 El envío misionero se produce tras alimentarnos de la Palabra y el Pan.

 Es Cristo, quien nos ofrece su Iglesia como lugar de encuentro.

Es Él quien nos invita a su tienda, en el Salmo tenemos las actitudes para acercarnos y estar en intimidad con Ël.

En la primera lectura  del libro del Génesis (Gen 18,1-10a) , se nos presenta a Abrahán, llamado "el amigo de Dios" ( Is 41,8; 2 Cr 20,7). La escena que recoge la lectura es una visita de Dios a su amigo. El texto narra con sencillez y calor humano la acogida que Abrahán, el más ilustre de todos los nómadas, dispensa al mismo Dios. Abrahán despliega en su honor todas las delicadezas de la hospitalidad proverbial en los hombres del desierto.

Abrahán se dirige a los tres hombres diciendo: "Señor, si he alcanzado tu favor...", y continúa seguidamente: "Haré que traigan agua para que os lavéis los pies..." Según la mentalidad del autor, Yahvé se manifiesta y se hace presente en sus ángeles (Ex 3,2-6).

Los ángeles no se identifican con Yahvé, pero tampoco son meros representantes que hablen en su nombre en ausencia de Yahvé.

Porque son como el signo visible de su presencia invisible, como los querubines del arca de la alianza que señalan el lugar de la manifestación del Señor. Es el mismo Yahvé quien habla y actúa por medio de sus enviados.

En el texto se narra con sencillez la acogida que Abrahán, dispensa al mismo Dios. Alzó la vista y vio tres hombres en pie, frente a él. Al verlos, corrió a su encuentro..." (Gn 18, 2). Abrahán está sentado a la puerta de su tienda. Hace calor dentro y la brisa fresca de la tarde invita a sentarse al aire libre. La añosa encina de Mambré aumenta, con el rumor de sus hojas, la sensación de bienestar, el aire sereno que llena de calma y de paz el espíritu del viejo patriarca. Por el sendero pasan tres caminantes. Abrahán se levanta y sale a su encuentro: Venid, traeré agua para vuestros pies, pan para vuestra hambre, sombra de mi encina para vuestro sol ardiente, brisa de atardecer para vuestro calor del mediodía... Hospitalidad patriarcal, acogida amable para el que va de camino,

Abrahán despliega en su honor todas las delicadezas de la hospitalidad proverbial en los hombres del desierto.

La narración alcanza su punto culminante en la promesa. Abrahán y Sara eran dos ancianos, pero Abrahán había esperado contra toda esperanza. El nacimiento de Isaac vendría a demostrar que la esperanza de Abrahán en su amigo fiel no iba a ser defraudada.

 

Hoy el  responsorial son  5 versículos del salmo14 : (Sal 14,2-5) también nos habla de la hospitalidad, del hospedaje. "Señor, ¿quién puede hospedarse en tu tienda?"

El salmo 14 servía a los israelitas que se disponían a subir en peregrinación a Jerusalén para examinarse sobre si eran o no dignos de acercarse al templo del Señor; ante la pregunta de los peregrinos: ¿Quién puede hospedarse en tu tienda y habitar en tu monte santo?, los sacerdotes respondían recordando las condiciones requeridas para ofrecer a Dios un culto que le sea agradable. En el nuevo Testamento Jesús promulga para sus seguidores una doctrina muy parecida a la de este salmo: «Si, cuando vas a poner tu ofrenda sobre el altar, te acuerdas allí mismo de que tu hermano tiene quejas contra ti, deja allí tu ofrenda ante el altar y vete primero a reconciliarte con tu hermano» (Mt 5,23-24).

Los estudiosos de la Biblia clasifican con frecuencia el salmo 14, objeto de nuestra reflexión de hoy, como parte de una "liturgia de ingreso". Por una parte, se plantea la pregunta: "Señor, ¿quién puede hospedarse en tu tienda y habitar en tu monte santo?" (Sal 14, 1). Por otra, se enumeran las cualidades requeridas para cruzar el umbral que lleva a la "tienda", es decir, al templo situado en el "monte santo" de Sión. Las cualidades enumeradas son once y constituyen una síntesis ideal de los compromisos morales fundamentales recogidos en la ley bíblica (cf. vv. 2-5).

El salmo 14 exige la purificación de la conciencia, para que sus opciones se inspiren en el amor a la justicia y al prójimo. Por ello, en estos versículos se siente vibrar el espíritu de los profetas, que con frecuencia invitan a conjugar fe y vida, oración y compromiso existencial, adoración y justicia social.

El salmista concluye señalando que quien actúa del modo que indica "nunca fallará" (Sal 14, 5). San Hilario de Poitiers, Padre y Doctor de la Iglesia del siglo IV, en su Tractatus superPsalmos, comenta así esta afirmación final del salmo, relacionándola con la imagen inicial de la tienda del templo de Sión. " «Quien obra de acuerdo con estos preceptos, se hospeda en la tienda, habita en el monte. Por tanto, es preciso guardar los preceptos y cumplir los mandamientos. Debemos grabar este salmo en lo más íntimo de nuestro ser, escribirlo en el corazón, anotarlo en la memoria. Debemos confrontarnos de día y de noche con el tesoro de su rica brevedad. Y así, adquirida esta riqueza en el camino hacia la eternidad y habitando en la Iglesia, podremos finalmente descansar en la gloria del cuerpo de Cristo» (San Hilario de Poitiers, Tractatus superPsalmos PL 9, 308).

 

 La segunda lectura es como el domingo anterior de la carta a los colosenses: (Col 1,24-28). San Pablo nos introduce aquí en una terminología a la que no estamos muy habituados. Para nosotros, misterio es lo oculto, lo que no podemos ni ver ni comprender. De hecho, cuando nos referimos a cosas religiosas, tendemos a incluirlas entre lo que llamamos "misterios". Así, cuando oímos hablar de los "misterios de Cristo", tendemos a entender estas palabras aplicándolas a algunos aspectos de Cristo que no podemos comprender fácilmente, como por ejemplo el de la presencia real eucarística. Pero en San Pablo y en su lenguaje teológico, misterio es el plan de Dios, oculto desde antiguo y que ahora nos ha sido revelado para que en el futuro podamos participar en él. En última instancia el misterio es Cristo mismo, presente entre nosotros y esperanza de la gloria.

Cuando San Pablo escribe esta carta está en prisión. Pero sus sufrimientos no le quitan la alegría porque los soporta por la Iglesia. No se trata de una actitud moral, sino que la sobrepasa. No hay duda de que los sufrimientos de Cristo son eficaces y, en sí mismos, nada necesitan para ser completados. Pero el Cuerpo de Cristo está inacabado, está en continua construcción; en lo que San Pablo participa con sus sufrimientos es en los sufrimientos de Cristo en cuanto esparcidos por su Cuerpo que es la Iglesia. La Iglesia se dedica por completo a realizar más y más plenamente el plan de Dios. San Pablo, como ministro elegido por Dios, está vinculado íntimamente a este trabajo de construcción que completa lo que falta a la pasión de Cristo, es decir, la construcción de su Iglesia. Su ministerio en relación con esa construcción es doble: ministerio del sufrimiento y ministerio del anuncio del Evangelio.

 

El evangelio continua siendo de San Lucas: (Lc 10,38-42 ) Continuamos con el viaje de Jesús emprendido en 9,51, viaje que está sembrado de encuentros singulares, entre ellos el de un doctor de la ley (10,25-37), (lo recordábamos el pasado domingo) que precede al encuentro con Marta y María (vv. 38-42). Ante todo, pues, el doctor de la Ley hace una pregunta a Jesús, lo cual propicia al lector ocasión para descubrir cómo se consigue la vida eterna, que es la intimidad con el Padre. En Jesús, el Padre se ha acercado a los hombres mostrando de manera evidente su paternidad. La expresión que Jesús dirige al doctor de la Ley y al lector, al final del encuentro, es crucial: “Vete y haz tú lo mismo” (v.37). Hacerse próximo, acercarse a los otros como ha hecho Jesús, nos hace instrumentos para mostrar de manera viva el amor misericordioso del Padre.

Después de este encuentro con un experto de la Ley mientras iba de camino, Jesús entra en un poblado y es acogido por sus amigos Marta y María. Jesús no es sólo el primer enviado del Padre, sino también el que, por ser Él la Palabra única del Padre, reúne a los hombres, en nuestro caso los miembros de la familia de Betania.

Aquí, el relato de San Lucas es al mismo tiempo un hecho real y algo ideal. Empieza con la acogida por parte de Marta (v.38).

Marta simboliza aquel trabajo repetido y agobiante que nos hace esclavos de la tierra y no permite que tengamos tiempo de escuchar el gran misterio de Dios que nos rodea. María, en cambio, es la que atiende a la palabra. Ciertamente deberá actuar, pero su obra no será un hacer desnudo, sino un poner en cumplimiento aquello que ha escuchado. Ordinariamente se oponen entre sí Marta y María como la acción y la contemplación. Esta perspectiva no es exacta. Marta representa únicamente aquella acción que no se basa en la palabra de Jesús (no se mantiene abierta al reino). María simboliza un escuchar la palabra que se tiene que traducir necesariamente en amor, es decir, en servicio hacia el prójimo.

 Después presenta a María en la actitud propia del discípulo, sentada a los pies de Jesús y atenta a escuchar su Palabra.

María es la que atiende a Jesús. Frente al judío que escucha la voz que Dios le ha transmitido por la ley se sitúa la figura del cristiano, que descubre la palabra de Dios en Jesucristo. Por eso la actitud de María no es la de un místico que sube hacia Dios, sino la de un creyente que está atento a la palabra concreta que Dios le ha dirigido.

Esta actitud de María resulta extraordinaria, porque en el judaísmo del tiempo de Jesús no estaba permitido a una mujer asistir a la escuela de un maestro.

Hasta aquí vemos un cuadro armonioso: la acogida de Marta y la escucha de María. Pero la acogida de Marta se convertirá en breve en un súper activismo: la mujer está “tensa”, dividida por las múltiples ocupaciones; está tan ocupada que no consigue abastecer las múltiples ocupaciones domésticas. La gran cantidad de actividades, comprensible por tratarse de un huésped singular, sin embargo resulta desproporcionada, hasta el punto de impedirle vivir lo esencial justo en el momento en que Jesús se presenta en su casa. Su preocupación es legítima, pero pronto se convierte en ansia, un estado de ánimo no conveniente para acoger a un amigo.

Es verdad que hay muchos servicios que llevar a cabo, como la acogida y atención a las necesidades de los demás, es aún más cierto que lo que es insustituible es la escucha de la Palabra.

Jesús quiere decir a Marta que no se moleste demasiado, que cualquier cosa es suficiente para comer, que ha ido a verles y a hablar con sus amigos del reinado de Dios, y esto es lo que importa de verdad.

 

Para nuestra vida.

Hoy las lecturas nos recuerdan una de las realidades humanas,  propias y distintivas del creyente : la hospitalidad.

Moisés ejercita la hospitalidad con Dios.

Marta y María aceptan a Jesús como huésped, aunque cada una tenga su propia idea de cómo debe ser recibido y cuidado.

Nosotros hemos de recibir a Dios, a Jesús, en nuestras vidas y considerarle siempre cercano. Y no olvidemos una de las frases más bellas de la cultura cristiana y que nos sirve de ejemplo: considerar al Espíritu Santo como dulce huésped del alma. Seamos siempre hospitalarios con Dios. Él lo espera. Nosotros lo necesitamos.

 

La primera lectura nos plantea la realidad de la hospitalidad, en los pueblos nómadas.

Para los pueblos nómadas la hospitalidad era una ley sagrada. Una persona que caminaba horas y horas por el desierto, árido y seco, lo que necesitaba al llegar a la tienda de una familia hospitalaria era agua para lavarse y leche y comida para reponer fuerzas. El patriarca Abrahán, el amigo de Dios y nuestro padre en la fe, era una persona hospitalaria, que amaba a su prójimo y le ayudaba siempre que podía. Nosotros debemos intentar imitar al patriarca Abrahán, siendo personas hospitalarias, en el tiempo real y en las circunstancias reales en las que nosotros y nuestro prójimo vive hoy.

¿Cómo hacerlo? No hay una respuesta única, que valga para todos los casos. Pero yo creo que una palabra clave, que no debemos olvidar nunca, es la palabra “acoger”. “Acoger”, hoy, es, sobre todo, escuchar y ayudar al prójimo que se acerca a nosotros pidiendo ayuda. Escucharle siempre y ayudarle también, cada uno como mejor sepa y pueda, discerniendo, con caridad cristiana, lo que de verdad podemos y no podemos hacer. Hoy, desgraciadamente, es mucho más difícil que en tiempos del patriarca Abrahán saber cómo y de qué manera debemos practicar la preciosa virtud de la hospitalidad. Porque nuestro mundo es mucho más complicado y abunda desgraciadamente la trampa y el engaño.

Que cada uno discierna con sinceridad y realismo lo que puede y lo que no puede, ni debe, hacer.

 Hoy también pasan, delante de nosotros, muchos que vienen de lejos, el aire cansado y el corazón triste y solo.

Que sepamos abrir la puerta, practicar la hospitalidad, la acogida cordial de los antiguos patriarcas.

"Añadió uno: Cuando vuelva a verte, dentro del tiempo de costumbre, Sara habrá tenido un hijo...” (Gn 18, 10) A veces se repite el  hecho, que hoy se nos narra. Después de haber ejercido la hospitalidad con una persona desconocida y necesitada, resultó que se trataba del rey, o del mismo Dios.

A cambio de esta generosidad, de ese sacrificio de compartir el pan y el techo, se recibe un don infinitamente mayor, algo que se anhela, algo que llena de ilusión y de alegría el corazón. En el caso de Abrahán, éste recibe la promesa de que Sara, su vieja y amada esposa, tendrá un hijo. Su esterilidad y su vejez no serán obstáculos para que les nazca un niño, ese hijo nacido de la libre que tanto habían añorado.

No siempre se da el milagro de que caiga la tosca apariencia tras la que, sin duda, se esconde el Señor. Y ocurre así porque recibir al Señor no es eso lo más importante. Lo que realmente tiene valor es que uno sea capaz de abrir el corazón, de hacer sitio en su casa a quien lo necesita.

No olvidemos que el verdadero milagro, lo que Dios valora y premia con su bendición, a quien, por amor a Dios, abre la puerta de casa a quien está muy lejos de la suya.

 

El responsorial de hoy enumera los once compromisos, para tener una vida sanada espiritualmente. el contenido del salmo  puede  constituir la base de un examen de conciencia personal cuando nos preparemos para confesar nuestras culpas a fin de ser admitidos a la comunión con el Señor en la celebración litúrgica.

 Los tres primeros compromisos son de índole general y expresan una opción ética: seguir el camino de la integridad moral, de la práctica de la justicia y, por último, de la sinceridad perfecta al hablar (cf. Sal 14, 2).

 Siguen tres deberes que podríamos definir de relación con el prójimo: eliminar la calumnia de nuestra lengua, evitar toda acción que pueda causar daño a nuestro hermano, no difamar a los que viven a nuestro lado cada día (cf. v. 3).

 Viene luego la exigencia de una clara toma de posición en el ámbito social: considerar despreciable al impío y honrar a los que temen al Señor.

 Por último, se enumeran los últimos tres preceptos para examinar la conciencia: ser fieles a la palabra dada, al juramento, incluso en el caso de que se sigan consecuencias negativas para nosotros; no prestar dinero con usura, delito que también en nuestros días es una infame realidad, capaz de estrangular la vida de muchas personas; y, por último, evitar cualquier tipo de corrupción en la vida pública, otro compromiso que es preciso practicar con rigor también en nuestro tiempo (cf. v. 5).

A veces nos resulta difícil llegar a lo que el Señor espera, por eso no está de más la oración, al estilo de la siguiente: " Señor Dios nuestro, que proclamas bienaventurado a quien toma parte en la mesa de tu Reino; te damos gracias porque hoy nos has permitido, una vez más, hospedarnos en tu tienda y habitar en tu monte santo; porque nos has hecho ciudadanos de los santos y familiares tuyos. Concédenos que nuestras obras sean un claro testimonio de nuestra ciudadanía. Por Jesucristo nuestro Señor. Amén" .

 

La segunda lectura nos plantea una realidad propia de la naturaleza humana y explicitada desde  vida cristiana: Sufrir por los demás, para salvar a los demás, como hizo Cristo.

San Pablo aporta aquí una reflexión bastante original sobre el tema del sufrimiento. El apóstol no revela este misterio por su predicación, sino además por la prueba inseparable de su ministerio. Hay otra idea igualmente propia del pasaje de los colosenses: la de la riqueza (v. 27) y sin duda no es la casualidad la que ha reunido en este pasaje, en una especie de antítesis, el sufrimiento y la riqueza, la pobreza y la gloria.

San Pablo ha recibido la misión de anunciar el misterio de Cristo. Misterio expuesto sintéticamente al comienzo del mismo capítulo en himno cristológico. Misterio revelado en los últimos tiempos.

Pero es conveniente entender bien esta revelación. No se trata de un mero y puro conocimiento, como si el simple saber fuera lo principal. Una especie de satisfacción de curiosidades. No. El misterio de Cristo se ha revelado para que nosotros tengamos esperanza, para que vivamos de otra manera, con un sentido, distinto y una conducta diferente de lo que sería si esta revelación no hubiese tenido lugar.

Por eso se mezclan temas de conocimiento con los de mayor sentido, exhortación a prácticas concretas (v.28). Porque el cristianismo no consiste principalmente en una doctrina, sino en una vida. Ciertamente se ha dado, y se da, gran importancia a lo cognoscitivo, intelectual, etc. Pero ello es un medio para otra cosa mucho más global y que abarca todas las dimensiones del ser humano.

Fijémonos que no se trata  de sufrir por sufrir, sino de sufrir para colaborar con Cristo en la salvación del mundo. El mundo, las personas que vivimos en este mundo, no es el mundo que Dios quiere; Dios quiere un mundo mejor.

Cada vez que, en el Padre Nuestro, pedimos a Dios que venga a nosotros su reino, lo que le pedimos es que nuestro mundo sea un mundo en el que de verdad pueda reinar Dios. Esto es algo muy difícil de alcanzar, pero los cristianos debemos trabajar cada día para alcanzarlo, o, al menos, para acercarnos un poco más al ideal.

El misterio, oculto desde antiguo y revelado ahora en la persona de Jesucristo, trabaja actualmente al mundo y lo conduce a su perfección. Es el objetivo de todo apostolado: llevar al hombre a su perfección en Cristo, es decir, llevarle a un equilibrio que le permita llevar, en Cristo, el sufrimiento en favor del crecimiento de la Iglesia.

Trabajemos, pues, de palabra y de obra, para que el reino de Dios se acerque un poco más cada día a nuestro mundo, al mundo en el que nosotros, en cada caso concreto, vivimos.

Así comenta San Agustín esta lectura: " Col 1,24-28: "Faltan aún los padecimientos correspondientes al cuerpo"

" Llamad, pues, con el afecto a estas puertas. Clame también Cristo con vosotros: «Abridme las puertas de la justicia» (Sal 117,19). Él nos precedió en cuanto cabeza; se sigue a sí mismo en cuanto cuerpo. Ved lo que dijo el Apóstol: que Cristo padecía en él. Éstas son sus palabras: Para completar lo que falta a los padecimientos de Cristo en mi carne (Col 1,24). Para completar ¿qué? Lo que falta. ¿A qué? A los padecimientos de Cristo. ¿Y dónde faltan? En mi carne. ¿Acaso falta algún padecimiento en el hombre que asumió la Palabra de Dios y que nació de María Virgen? Padeció lo que debía padecer por propia voluntad, no por necesidad proveniente del pecado. Y parece que lo padeció todo. Colgado en la cruz, tras recibir el vinagre, el último padecimiento, dijo: Está cumplido, e inclinada la cabeza entregó su espíritu (Jn 19,30). ¿Qué significa se ha cumplido? Ya no falta nada en cuanto al número de los padecimientos; se ha cumplido todo lo que estaba predicho de mí. Como si estuviera esperando que se cumpliera. ¿Quién hay que parta de aquí como él salió del cuerpo? Antes había dicho: Tengo poder para entregar mi alma y poder para recuperarla de nuevo. Nadie me la quita, sino que yo mismo la entrego y de nuevo la tomo (Jn 10,.17-18). La entregó y la recuperó cuando quiso; nadie se la quitó, nadie le hizo fuerza.

Se habían cumplido, pues, todos los padecimientos, pero en la Cabeza; faltaban aún los correspondientes al cuerpo. Vosotros sois el cuerpo y los miembros de Cristo (1 Cor 12,27). Como estaba entre esos miembros, por eso dijo el Apóstol: Para completar lo que falta a los padecimientos de Cristo en mi carne. Iremos, pues, allí a donde nos precedió Cristo. Incluso Cristo se dirige hacia el lugar adonde nos precedió. Fue delante Cristo en cuanto cabeza, va detrás Cristo en cuanto cuerpo. Todavía se fatiga aquí Cristo; aún sufría aquí la persecución de Pablo, cuando éste oyó: Saulo, Saulo, ¿por qué me persigues? (Hch 9,4). Habla de igual manera que la lengua cuando dice: «Me has pisado», aunque el pisado haya sido el pie. Nadie ha tocado a la lengua, pero se deja sentir no porque se le haya herido a ella, sino por compasión. Todavía siente necesidad Cristo aquí, todavía peregrina, todavía está enfermo y es encarcelado aquí. Le injuriamos, si afirmamos que no dijo: Tuve hambre y me disteis de comer; tuve sed, y me disteis de beber; fui peregrino y me hospedasteis; estuve desnudo y me vestisteis; enfermo y me visitasteis. Y entonces ellos le dirán: «¿Cuándo te vimos padeciendo esas cosas y te socorrimos?» Y el les contestará: «Cuando lo hicisteis con uno de mis pequeñuelos, conmigo lo hicisteis» (Mt 25,35-40). Por tanto, edifiquemos en Cristo sobre el cimiento de los apóstoles y los profetas, siendo él mismo la piedra angular, porque el Señor ama las puertas de Sión sobre todas las tiendas de Jacob" . (San Agustín. Comentario sobre el salmo 86,5).

 

El evangelio hoy, nos deja un claro mensaje de la relación entre el servicio y la escucha.

El Evangelio de San Lucas sin citar Betania, es "sólo una aldea", nos presenta la casa donde Jesús iba a descansar muchas veces y el entorno en el que se produjo la resurrección de Lázaro. En el relato de hoy siempre se ha querido ver dos posiciones contrarias en la forma de asumir el seguimiento de Cristo. Marta es la acción. María es la contemplación. Marta se desvive para tenerlo todo a tiempo. María prefiere quedar junto al Maestro para, solamente, escucharle. Y, sin embargo, esas dos posiciones pueden ser complementarias. En la Iglesia no sobra nadie. Es necesario el ejercicio de la acción, de la entrega, del trabajo hasta la extenuación por servir a los hermanos. Pero también es muy necesario ese plano de la oración y la contemplación constantes. Miles y miles de hombres y mujeres consagrados viven orando por los demás. Ese es su quehacer fundamental.

¿Somos Marta o María? Podría ser el interrogante de este domingo. Cuesta recluirse en el silencio, en lo que aparentemente no da fruto o, incluso en aquello que no nos gusta o que más sacrificio conlleva para nuestro modo de vivir. No siempre lo que produce satisfacciones inmediatas es algo que asegure la felicidad permanente.

En el término medio, casi siempre, está la virtud. Jesús no desprecia, ni mucho menos, la entrega de Marta. Le indica que afanarse tanto, no merece la pena. Que con menos basta. Que, María, se ha detenido un momento para recuperar fuerzas y volver con más ímpetu a la vida. Jesús no ensalza a María porque no haga nada sino porque, siendo tan trabajadora como su hermana, ha sido inteligente y ha dicho “hasta aquí he llegado” es necesario contenerme para escuchar palabras de vida; un encuentro con Aquel que me va a dar luz para seguir adelante. En las dos hay algo en común: las dos se brindan: una, materialmente, y la otra espiritualmente. Y, por cierto, las dos cosas son recibidas por el Señor.

Que allá donde nos encontremos, y especialmente cuando nos encontremos sobrepasados por las circunstancias, responsabilidades u obligaciones, seamos capaces de romper con todo ello (por lo menos momentáneamente) y, buscando aquellos oasis de paz, de fe y de silencio, podamos reinsertarnos después pero con otro sentido y con otra amplitud de miras.

El servicio de acogida es muy positivo, pero a  veces se estropea por el estado ansioso con que lo realiza. El evangelista nos deja claro que no hay contradicción entre la diaconía de la mesa y la de la Palabra, pero pretende presentar el servicio en relación con la escucha. Marta, al no haber relacionado la actitud espiritual del servicio con la de la escucha, se siente abandonada por su hermana y en vez de dialogar con María se queja al Maestro. Atrapada en su soledad, se enfada con Jesús que parece permanecer indiferente ante su problema (“¿No te importa…?”) y con la hermana (“que me ha dejado sola en el trabajo”).

Vemos con que delicadeza Jesús no le reprocha ni la crítica, pero busca ayudar a Marta a recuperar lo que es esencial en aquel momento: escuchar al maestro. La invita a escoger la parte única y prioritaria que María ha escogido espontáneamente.

El episodio nos alerta sobre un peligro siempre frecuente en nuestra vida cristiana: los afanes, el ansia y el activismo pueden apartar de la comunión con Cristo y con la comunidad. El peligro aparece de manera muy sutil, porque con frecuencia las preocupaciones materiales que se realizan con ansia las consideramos una forma de servicio.

Acción y contemplación no son dos modelos distintos de vida religiosa, aunque tradicionalmente las hayamos considerado así. Toda persona religiosa debe ser persona religiosamente activa y contemplativa, dependiendo de momentos y circunstancias distintas.

Tanto los contemplativos como los que se dedican a la actividad son necesarios. La contemplación lleva a la acción y la acción se sustenta en la contemplación. Ahí está el ejemplo de las misioneras de la caridad de la madre Teresa de Calcuta.

Que en estos días de descanso incrementemos nuestro tiempo de contemplación de la naturaleza, de la palabra proclamada, la misma presencia eucarística y de todo lo que llene nuestro espíritu, pero también no olvidando nuestro servicio de atención, hospitalidad y acogida del hermano necesitado de nuestra atención y ayuda.

Cuidemos de que en nuestras comunidades no se descuide la prioridad que hay que dar a la Palabra de Dios y a su escucha. Es necesario que, antes de servir a los otros, los familiares y la comunidad eclesial sean servidos por Cristo con su Palabra de gracia. Cuando estamos inmersos en las tareas cuotidianas, como Marta, olvidamos que el Señor quiere cuidar de nosotros. Por el contrario, es necesario poner en manos de Jesús y de Dios todas nuestras preocupaciones.

Betania, es el  lugar donde Jesús iba a descansar tras sus batallas finales en Jerusalén. Es probable que acudiera a la casa de María, Marta y Lázaro muchas más veces, muchas más de las que citan los Evangelios. Y de ahí surgió la idea de llamar a nuestro movimiento eclesial "De Jerusalén a Betania" y a nuestro Cenáculo "Cenáculo de Betania". La idea, la contemplación, del reposo y descanso del Señor nos llena de alegría y de un poco de nostalgia por, tal vez, no haberle podido acompañar allí.

Ahora lo podemos hacer.

Las dos actitudes presentadas, no tienen por qué ser una dicotomía insalvable. Incluso podemos afirmar que es un ideal de vida cristiana, el conjugar esas dos facetas de la vida espiritual. Vivir una intensa vida de oración, ser contemplativos, y al mismo tiempo trabajar sin descanso por el Reino de Dios. Vivir metidos en el corazón del mundo, con el ejercicio de una profesión determinada, y al mismo tiempo estar de continuo estrechamente unidos a Dios. Puede parecer imposible, o por lo menos muy difícil, pero lo cierto es que, en definitiva, es lo que enseña la "Lumen gentium" del Vaticano II cuando habla de la unidad de vida, es decir, cuando exhorta a no vivir una vida cara a Dios y otra cara a los hombres, sino que esa vida de cada día, la que se desarrolla en una actividad cualquiera, esté siempre marcada y sostenida por una unión íntima con Dios, gracias a una vida espiritual sólida, alimentada con la oración y la mortificación, con la frecuencia de sacramentos que haga posible vivir habitualmente en gracia de Dios.

Rafael Pla Calatayud.

rafael@betaniajerusalen.com