domingo, 29 de junio de 2025

Comentario de las lecturas de los Santos Pedro y Pablo, apóstoles. 29 Junio 2025

 Comentario de las lecturas de los  Santos Pedro y Pablo, apóstoles. 29 Junio 2025

Un domingo más del tiempo ordinario sigue sin ser del todo ordinario. La liturgia nos presenta la solemnidad de los santos Pedro y Pablo, apóstoles. Por distintos caminos, llegaron a la misma meta. Uno, apóstol, traidor y arrepentido; el otro, perseguidor y convertido después del encuentro con Cristo. Los caminos del Señor son misteriosos. A través de sus vidas y sus sacrificios aprendemos el valor de la fe y el testimonio valiente de Cristo. Lo dejaron todo por seguir a Jesús, y perseveraron en su misión. Con persecuciones.


Cada uno de nosotros, como Pedro y como Pablo, somos distintos y debemos vivir nuestra fe, una misma fe, de acuerdo con nuestro propio carácter, con nuestras propias convicciones, con nuestra propia manera de sentir y de amar a Dios y al prójimo. La fe cristiana, evidentemente, es una y única, pero la vivencia y la expresión de esa fe será siempre personal e intransferible, aunque nuestra profesión de fe se haga dentro de una misma Iglesia y dentro de una misma comunidad cristiana. Cada uno con su misión personal.

Con una persecución comienzan las lecturas este domingo, en los Hechos de los Apóstoles. El relato del encarcelamiento y milagrosa liberación de Pedro nos da pie para pensar en las diversas maneras en que Dios ha intervenido e interviene en nuestras vidas.

A Pedro, el ángel le abrió las puertas, y le permitió seguir con su misión, a pesar de todo. Para los cristianos perseguidos en la época en que escribe su Evangelio Lucas, es un gran estímulo. Se puede ser fiel en las pruebas, como lo fue Pedro y como lo fueron todos los Apóstoles.

Además, también se nos dice que Dios no abandona nunca a quien se juega la vida por el Evangelio. Pedro comprende que “el Señor ha enviado a su ángel para librarme de las manos de Herodes y de la expectación de los judíos.” Ese ángel, por otra parte, cumplió un prodigio más extraordinario en el martirio de Pedro y Pablo: liberó a los dos apóstoles del temor de ofrecer la vida por Cristo. Es éste el prodigio que Dios quiere realizar en cada auténtico discípulo: liberarlo de las cadenas que lo tienen prisionero y le impiden correr a lo largo del camino trazado por Jesús.

Esa aceptación de su destino la narra Pablo en la segunda lectura de hoy. “El Señor seguirá librándome de todo mal, me salvará y me llevará a su reino del cielo.” Toda una vida llena de aventuras, algunas buenas, muchas dolorosas, incluso peligrosas para la vida del apóstol. Ese ansia perseguidor se vuelca en la predicación del Evangelio después del encuentro con Cristo, camino de Damasco. Contra todo y contra todos. En el resumen final del texto, su adhesión ejemplar al evangelio nos viene propuesta para invitarnos a llevar una vida más coherente con la fe que profesamos. A pesar de las dificultades. Que fueron, lo sabemos, muchísimas.

Primera Lectura

Lectura del libro de los Hechos de los apóstoles (12,1-11).

La primera lectura muestra qué importante era Pedro para la vida de la primera comunidad, reunida en oración insistente e incesante por él. Muestra asimismo que la suerte del primero de los apóstoles le vincula fuerte y particularmente al destino mismo de Jesús, su Maestro y Señor. De hecho, según la tradición, tras haber predicado el evangelio a los judíos de la diáspora en el Ponto, en Bitinia, Capadocia y Asia, Pedro selló su amor por Jesús y sus ovejas, muriendo como mártir en Roma, siendo crucificado cabeza abajo porque no se consideraba digno de morir como había muerto su Señor. Eusebio nos transmite esta tradición en su Historia Eclesiástica (III.1.1-3), refiriendo este testimonio de Orígenes: «[…] (Pedro) venido, hacia el fin de su vida, a Roma, allí fue crucificado cabeza abajo por haber pedido él mismo sufrir de este modo el martirio».

Así comenta Benedicto XVI este texto de los Hechos de los apóstoles.

La oración de la Iglesia por Pedro encarcelado (Hch 12, 1-17)

" Queridos hermanos y hermanas:

Hoy quiero reflexionar sobre el último episodio de la vida de san Pedro narrado en los Hechos de los Apóstoles: su encarcelamiento por orden de Herodes Agripa y su liberación por la intervención prodigiosa del ángel del Señor, en la víspera de su proceso en Jerusalén (cf. Hch 12, 1-17).

El relato está marcado, una vez más, por la oración de la Iglesia. De hecho, san Lucas escribe: «Mientras Pedro estaba en la cárcel bien custodiado, la Iglesia oraba insistentemente a Dios por él» (Hch 12, 5). Y, después de salir milagrosamente de la cárcel, con ocasión de su visita a la casa de María, la madre de Juan llamado Marcos, se afirma que «había muchos reunidos en oración» (Hch 12, 12). Entre estas dos importantes anotaciones que explican la actitud de la comunidad cristiana frente al peligro y a la persecución, se narra la detención y la liberación de Pedro, que comprende toda la noche. La fuerza de la oración incesante de la Iglesia se eleva a Dios y el Señor escucha y realiza una liberación inimaginable e inesperada, enviando a su ángel.

El relato alude a los grandes elementos de la liberación de Israel de la esclavitud de Egipto, la Pascua judía. Como sucedió en aquel acontecimiento fundamental, también aquí realiza la acción principal el ángel del Señor que libera a Pedro. Y las acciones mismas del Apóstol —al que se le pide que se levante de prisa, que se ponga el cinturón y que se envuelva en el manto— reproducen las del pueblo elegido en la noche de la liberación por intervención de Dios, cuando fue invitado a comer deprisa el cordero con la cintura ceñida, las sandalias en los pies y un bastón en la mano, listo para salir del país (cf. Ex 12, 11). Así Pedro puede exclamar: «Ahora sé realmente que el Señor ha enviado a su ángel para librarme de las manos de Herodes» (Hch 12, 11). Pero el ángel no sólo recuerda al de la liberación de Israel de Egipto, sino también al de la Resurrección de Cristo. De hecho, los Hechos de los Apóstoles narran: «De repente se presentó el ángel del Señor y se iluminó la celda. Tocando a Pedro en el costado, lo despertó» (Hch 12, 7). La luz que llena la celda de la prisión, la acción misma de despertar al Apóstol, remiten a la luz liberadora de la Pascua del Señor que vence las tinieblas de la noche y del mal. Por último, la invitación: «Envuélvete en el manto y sígueme» (Hch 12, 8), hace resonar en el corazón las palabras de la llamada inicial de Jesús (cf. Mc 1, 17), repetida después de la Resurrección junto al lago de Tiberíades, donde el Señor dice dos veces a Pedro: «Sígueme» (Jn 21, 19.22). Es una invitación apremiante al seguimiento: sólo saliendo de sí mismos para ponerse en camino con el Señor y hacer su voluntad, se vive la verdadera libertad.

Quiero subrayar también otro aspecto de la actitud de Pedro en la cárcel: de hecho, notamos que, mientras la comunidad cristiana ora con insistencia por él, Pedro «estaba durmiendo» (Hch 12, 6). En una situación tan crítica y de serio peligro, es una actitud que puede parecer extraña, pero que en cambio denota tranquilidad y confianza; se fía de Dios, sabe que está rodeado por la solidaridad y la oración de los suyos, y se abandona totalmente en las manos del Señor. Así debe ser nuestra oración: asidua, solidaria con los demás, plenamente confiada en Dios, que nos conoce en lo más íntimo y cuida de nosotros de manera que —dice Jesús— «hasta los cabellos de la cabeza tenéis contados. Por eso, no tengáis miedo» (Mt 10, 30-31). Pedro vive la noche de la prisión y de la liberación de la cárcel como un momento de su seguimiento del Señor, que vence las tinieblas de la noche y libra de la esclavitud de las cadenas y del peligro de muerte. Su liberación es prodigiosa, marcada por varios pasos descritos esmeradamente: guiado por el ángel, a pesar de la vigilancia de los guardias, atraviesa la primera y la segunda guardia, hasta el portón de hierro que daba a la ciudad, el cual se abre solo ante ellos (cf. Hch 12, 10). Pedro y el ángel del Señor avanzan juntos un tramo del camino hasta que, vuelto en sí, el Apóstol se da cuenta de que el Señor lo ha liberado realmente y, después de reflexionar, se dirige a la casa de María, la madre de Marcos, donde muchos de los discípulos se hallan reunidos en oración; una vez más la respuesta de la comunidad a la dificultad y al peligro es ponerse en manos de Dios, intensificar la relación con él.

Aquí me parece útil recordar otra situación no fácil que vivió la comunidad cristiana de los orígenes. Nos habla de ella Santiago en su Carta. Es una comunidad en crisis, en dificultad, no tanto por las persecuciones, cuanto porque en su seno existen celos y disputas (cf. St 3, 14-16). Y el Apóstol se pregunta el porqué de esta situación. Encuentra dos motivos principales: el primero es el dejarse dominar por las pasiones, por la dictadura de sus deseos de placer, de su egoísmo (cf. St 4, 1-2a); el segundo es la falta de oración —«no pedís» (St 4, 2b)— o la presencia de una oración que no se puede definir como tal –«pedís y no recibís, porque pedís mal, con la intención de satisfacer vuestras pasiones» (St 4, 3). Esta situación cambiaría, según Santiago, si la comunidad unida hablara con Dios, si orara realmente de modo asiduo y unánime. Incluso hablar sobre Dios, de hecho, corre el riesgo de perder su fuerza interior y el testimonio se desvirtúa si no están animados, sostenidos y acompañados por la oración, por la continuidad de un diálogo vivo con el Señor. Una advertencia importante también para nosotros y para nuestras comunidades, sea para las pequeñas, como la familia, sea para las más grandes, como la parroquia, la diócesis o la Iglesia entera. Y me hace pensar que oraban en esta comunidad de Santiago, pero oraban mal, sólo por sus propias pasiones. Debemos aprender siempre de nuevo a orar bien, orar realmente, orientarse hacia Dios y no hacia el propio bien.

La comunidad, en cambio, que acompaña a Pedro mientras se halla en la cárcel, es una comunidad que ora verdaderamente, durante toda la noche, unida. Y es una alegría incontenible la que invade el corazón de todos cuando el Apóstol llama inesperadamente a la puerta. Son la alegría y el asombro ante la acción de Dios que escucha. Así, la Iglesia eleva su oración por Pedro; y a la Iglesia vuelve él para narrar «cómo el Señor lo sacó de la cárcel» (Hch 12, 17). En aquella Iglesia en la que está puesto como roca (cf. Mt 16, 18), Pedro narra su «Pascua» de liberación: experimenta que en seguir a Jesús está la verdadera libertad, que nos envuelve la luz deslumbrante de la Resurrección y por esto se puede testimoniar hasta el martirio que el Señor es el Resucitado y «realmente el Señor ha mandado a su ángel para librarlo de las manos de Herodes» (cf. Hch 12, 11). El martirio que sufrirá después en Roma lo unirá definitivamente a Cristo, que le había dicho: cuando seas viejo, otro te llevará adonde no quieras, para indicar con qué muerte iba a dar gloria a Dios (cf. Jn 21, 18-19).

Queridos hermanos y hermanas, el episodio de la liberación de Pedro narrado por san Lucas nos dice que la Iglesia, cada uno de nosotros, atraviesa la noche de la prueba, pero lo que nos sostiene es la vigilancia incesante de la oración. También yo, desde el primer momento de mi elección a Sucesor de san Pedro, siempre me he sentido sostenido por vuestra oración, por la oración de la Iglesia, sobre todo en los momentos más difíciles. Lo agradezco de corazón. Con la oración constante y confiada el Señor nos libra de las cadenas, nos guía para atravesar cualquier noche de prisión que pueda atenazar nuestro corazón, nos da la serenidad del corazón para afrontar las dificultades de la vida, incluso el rechazo, la oposición y la persecución. El episodio de Pedro muestra esta fuerza de la oración. Y el Apóstol, aunque esté en cadenas, se siente tranquilo, con la certeza de que nunca está solo: la comunidad está orando por él, el Señor está cerca de él; más aún, sabe que «la fuerza de Cristo se manifiesta plenamente en la debilidad» (2 Co 12, 9). La oración constante y unánime es un instrumento valioso también para superar las pruebas que puedan surgir en el camino de la vida, porque estar unidos a Dios es lo que nos permite estar también profundamente unidos los unos a los otros. Gracias."  (Benedicto XVI. Audiencia general. Plaza de san Pedro. Miércoles 9 de mayo de 2012)

 

Salmo

Sal 33,2-3.4-5.6-7.8-9

El Señor me libró de todas mis ansias

¿Hay algo, hay alguien capaz de liberar al hombre de todas sus angustias?
¡Cuántas amarguras bajo hábitos serenos mientras entonan laudes!

Mi alma se gloría en el Señor: que los humildes lo escuchen y se alegren. Como siempre, la humildad es el único refugio del santo y del pecador

Gustad y ved qué bueno es el Señor, dichoso el que se acoge a él. Algunos ratos, algunos días, algunas épocas. Pero la vida es dura y a veces, desconcertante.

El Salmo 33 es un canto a la fidelidad y bondad de Dios, un recordatorio de que Él escucha las oraciones de sus hijos y los protege de todo mal. El salmista invita a una respuesta activa de alabanza y confianza, reconociendo que Dios es digno de toda honra y gloria. La experiencia personal del salmista se convierte en un testimonio para otros, animándolos a buscar a Dios y a encontrar en Él refugio y esperanza. Este salmo resalta la importancia de la humildad, la confianza y la alabanza en la vida del creyente.

Es un himno de alabanza y confianza en Dios. El salmista invita a todos a bendecir al Señor y a proclamar su grandeza, destacando la bondad y fidelidad de Dios para con aquellos que confían en Él. Se enfatiza que Dios escucha a los necesitados y los libra de sus angustias, ofreciendo consuelo y esperanza. 

(vv. 2-3). El salmista comienza invitando a la bendición y alabanza continua de Dios, enfatizando que su boca siempre estará llena de alabanzas. 

(vv.  4-5) Se anima a otros a unirse a la proclamación de la grandeza del Señor, destacando que los humildes encontrarán alegría en su bondad. 

(vv. 6-7) Se relata una experiencia personal de liberación y consuelo, donde Dios escucha al afligido y lo rescata de sus temores. 

(vv. 8-9) Se enfatiza la importancia de gustar y ver la bondad del Señor, animando a todos a confiar en su protección y fidelidad. 

 

Segunda Lectura

Lectura de la segunda carta del apóstol san Pablo a Timoteo (4,6-8.17-18).

En la segunda lectura, Pablo, que siente próximo el final de su vida, afirma que las circunstancias que vive, negativas y preocupantes desde la perspectiva humana, son, sin embargo, una conclusión normal de su propia misión, y que la sangre de su martirio no será una derrota sino una libación entregada por el sacrificio espiritual de los fieles a los que ha comunicado el Evangelio. (2Tim 4,6). Está por eso seguro de haber cumplido su misión y de haber conservado la fe en Cristo. Además, el hecho de que en el proceso hubiera sido ayudado a responder y a prevalecer sobre sus adversarios, le ayuda ahora a esperar, con espíritu firme, la salvación que anhela y que no es la temporal, sino aquella que le introduce definitivamente en la vida eterna.

Los versículos 2 Timoteo 4, 6-8 y 17-18 hablan sobre el final de la vida de Pablo, su preparación para la muerte y su confianza en la recompensa celestial. Pablo se compara a sí mismo como un sacrificio que está a punto de ser ofrecido y a un corredor que ha terminado su carrera, manteniendo la fe hasta el final. Él espera la corona de justicia que le será otorgada por el Señor, y también a todos los que aman su venida. En cuanto a sus dificultades, menciona que en su primera defensa nadie estuvo a su lado, pero que el Señor lo fortaleció para llevar a cabo su ministerio y librarlo de situaciones peligrosas. Finalmente, expresa su fe en que el Señor lo preservará para su reino celestial. 

 (vv. 6-8). Pablo habla de su inminente partida, comparándose con una libación (sacrificio) y un corredor que ha llegado a la meta. Describe haber peleado la buena batalla, terminado la carrera y guardado la fe. Afirma que le espera la corona de justicia, que será otorgada por el Señor a todos los que aman su venida.

(vv. 17-18). Pablo relata que en su defensa inicial, nadie lo apoyó, pero que el Señor lo asistió, dándole fuerzas para predicar y ser librado de situaciones peligrosas. Finalmente, expresa su confianza en que el Señor lo librará de todo mal y lo preservará para su reino celestial.

 

Evangelio del hoy

Lectura del santo evangelio según san Mateo (Mt 16,13-19).

En el evangelio, escuchamos el conocido relato de la confesión de Pedro y la entrega de las llaves del reino. Pedro reconoce la verdadera identidad de Jesús como Mesías, Hijo de Dios vivo, y a su vez Jesús confiere una nueva identidad a Pedro, la piedra sobre la que edifica su Iglesia, una piedra frágil por ser humano, pero victoriosa frente a las fuerzas del infierno, porque Jesucristo está con él. Dos mil años después, la Iglesia sigue teniendo un sucesor de Pedro, el papa León, principio de comunión para todos los cristianos. En su Señor, Jesucristo, podemos seguir confiando.

El texto narra la confesión de Pedro, donde reconoce a Jesús como el Cristo, el Hijo del Dios viviente, y la promesa de Jesús de construir su iglesia sobre Pedro, a quien le dará las llaves del reino de los cielos y la autoridad para atar y desatar en la tierra, que tendrá efecto en el cielo. 

Jesús pregunta a sus discípulos quién dicen los hombres que es el Hijo del hombre. 

Los discípulos mencionan diferentes opiniones (Juan el Bautista, Elías, etc.). 

Jesús pregunta: "¿Y vosotros, quién decís que soy yo?" 

Pedro responde: "Tú eres el Cristo, el Hijo del Dios vivo." 

Jesús bendice a Pedro y le revela que su confesión no proviene de revelación humana, sino de Dios. 

Jesús anuncia que sobre esta roca (Pedro) edificará su iglesia, y las puertas del Hades no prevalecerán contra ella. 

A Pedro se le dan las llaves del reino de los cielos, con la autoridad de atar y desatar en la tierra, lo cual tendrá efecto en el cielo. 

 

Para nuestra vida.

Las lecturas de hoy con el Evangelio nos presentan una pregunta nuclear de la fe cristiana. Y vosotros, ¿quién decís que soy yo? Podemos olvidarnos ahora del texto y del contexto evangélico, y preguntarnos a nosotros mismos: ¿Quién es para mí, Jesús de Nazaret? Olvidémonos de lo que dice la gente y de respuestas que hemos aprendido hace más o menos tiempo en la catequesis. Entremos en el fondo de nuestro corazón y, a solas con nosotros mismos, repitamos sosegada y profundamente, la pregunta: “¿Quién es para mí Jesús de Nazaret, hasta qué punto mi fe en Él condiciona y dirige toda mi conducta?” Ojalá que, de la respuesta, sincera que demos, pueda decirse que no nos la ha revelado nadie de carne y hueso, sino el Padre que está en el cielo Sería el mejor homenaje que, en esta fiesta, podríamos ofrecer a San Pedro y a San Pablo.

Recordemos que los santos están ahí no para que los contemplemos en los altares, sino para enseñarnos a vivir la vida, la vida de cada día, en cristiano, para que aprendamos a decirle al Señor, como le dijo Pedro: “Tú sabes que te amo”, aunque no lo parezca en determinadas ocasiones, y para que no regateemos esfuerzos cuando la misión que, desde el vientre de nuestra madre se nos dio, nos pida algo más de lo que estamos dispuestos a dar.

Los santos están ahí para estimularnos, ayudarnos y demostrarnos que para los hombres es difícil, pero para Dios nada es imposible.  Y los santos de hoy, Pedro y Pablo, son dos grandes hombres a cuya sombra nos conviene estar para que, como al tullido de la Puerta hermosa en Jerusalén, Pedro nos libere de nuestra parálisis; y Pablo nos empuje, si es necesario con toda la energía de su carácter indomable, para andar con Él por el camino recto hacia el Cielo.

Salmo  (Sal 33,2-3.4-5.6-7.8-9).

 El  salmo de hoy se encuentra en la primera parte del salterio, dedicado a las súplicas a Dios, formada por los libros: 1º: salmos 1-40 2º: salmos 41-71 2º: salmos 41-71 Y 3º: salmos 72-88 Salmo 33: El Señor, salvación de los justos. Lectio ¿Qué lugar ocupa este salmo en el salterio? Dentro del primer libro, el salmo 33 se encuentra en la introducción (salmos 33-36) de la Segunda Colección de David (salmos 33-71) de redacción más antigua que la Primera Colección.

El salmo 33 (34) es un salmo alfabético de carácter sapiencial con elementos de acción de gracias. La enseñanza propuesta no es una doctrina teórica sino la formulación de una experiencia espiritual. Aunque el título del salmo hace referencia a 1Sm 21, 10-15, al tiempo del reinado de Saúl, la composición se puede situar en la época del exilio o tiempo posterior. Su estructura es la siguiente:

(vv. 2-11) un “pobre del Señor” (un anawin) alaba y da gracias al Señor que lo ha salvado de una gran tribulación y angustia. A esta alabanza anima a los humildes, a los fieles. Quien alaba y teme al Señor nunca se verá defraudado, será salvado y protegido, no le faltará de nada.

(vv. 12-22) es una reflexión sapiencial sobre la retribución de un sabio anciano: “Venid, hijos, escuchadme…” Lo que enseña es el temor del Señor. Temer al Señor equivale a buscarlo y es sinónimo también de fidelidad. Este temor incluye la observancia de los mandamientos y es fuente de bendiciones y prosperidad. Quien lo guarda experimentará la cercanía de Dios, quien lo rechaza su propia maldad recaerá sobre él.

( v. 23) es un añadido litúrgico. No parecía bien terminar el salmo con una amenaza. San Juan aplica el versículo 21 de este salmo a Cristo muerto en la cruz (Jn 19, 36), reconociendo la protección del Padre sobre el cuerpo ya muerto de su Hijo. Esta protección no es tardía, antes bien prueba que la protección de Dios supera la muerte. Lectio ¿Qué dice el texto?

La segunda lectura presenta a San Pablo que  considera la proximidad del final de su vida, San Pablo manifiesta que la muerte es una ofrenda a Dios, semejante a las libaciones que se hacían sobre los sacrificios. Presenta la existencia cristiana como un deporte sobre­natural, como una competición contem­plada y juzgada por Dios mismo. La visión esperanzada de la vida eterna no está reservada al Apóstol, sino que se extiende a todos los fieles cristianos: «Nosotros que conocemos los gozos eternos de la patria celestial, debemos darnos prisa para acercarnos a ella» (S. Gregorio Magno, Homiliae in Evangelia 1,3).

El evangelio de hoy narra  un episodio que tiene lugar en la región pagana de Cesarea de Filipo. Jesús se interesa por saber qué se dice entre la gente sobre su persona. Después de conocer las diversas opiniones que hay en el pueblo, se dirige directamente a sus discípulos: “Y ustedes, ¿quién dicen que soy yo?”. Jesús no les pregunta qué es lo que piensan sobre el sermón de la montaña o sobre su actuación curadora en los pueblos de Galilea. Para seguir a Jesús, lo decisivo es la adhesión a su persona. Por eso, quiere saber qué es lo que captan en él. Simón toma la palabra en nombre de todos y responde de manera solemne: “Tú eres el Mesías, el Hijo de Dios vivo”. Jesús no es un profeta más entre otros. Es el último Enviado de Dios a su pueblo elegido. Más aún, es el Hijo del Dios vivo. Entonces Jesús, después de felicitarle porque esta confesión sólo puede provenir del Padre, le dice: “Ahora yo te digo: tú eres Pedro y sobre esta piedra edificaré mi Iglesia”. Las palabras son muy precisas. La Iglesia no es de Pedro sino de Jesús. Quien edifica la Iglesia no es Pedro, sino Jesús. Pedro es sencillamente “la piedra” sobre la cual se asienta “la casa” que está construyendo Jesús. La imagen sugiere que la tarea de Pedro es dar estabilidad y consistencia a la Iglesia: cuidar que Jesús la pueda construir, sin que sus seguidores introduzcan desviaciones o reduccionismos.

El Papa Francisco sabía muy bien que su tarea no es “hacer las veces de Cristo”, sino cuidar que los cristianos de hoy se encuentren con Cristo. Esta es su mayor preocupación. Ya desde el comienzo de su servicio de sucesor de Pedro decía así: “La Iglesia ha de llevar a Jesús. Este es el centro de la Iglesia. Si alguna vez sucediera que la Iglesia no lleva a Jesús, sería una Iglesia muerta”. Por eso, al hacer público su programa de una nueva etapa evangelizadora, Francisco propone dos grandes objetivos. En primer lugar, encontrarnos con Jesús, pues “él puede, con su novedad, renovar nuestra vida y nuestras comunidades... Jesucristo puede también romper los esquemas aburridos en los cuales pretendemos encerrarlo”. En segundo lugar, considera decisivo “volver a la fuente y recuperar la frescura original del Evangelio” pues, siempre que lo intentamos, brotan nuevos caminos, métodos creativos, signos más elocuentes, palabras cargadas de renovado significado para el mundo actual”. Sería lamentable que la invitación del Papa a impulsar la renovación de la Iglesia no llegara hasta los cristianos de nuestras comunidades.

  Jesús convoca a sus apóstoles y los consulta, les pregunta ¿Quién es Él? Varios de ellos responden pero, el que acertadamente da una respuesta válida es Pedro.

  Pedro, siempre valiente y varias veces apresurado no deja de decir la verdad, esa verdad que le es revelada por el Espíritu Santo. Y justamente le contesta a Jesús, tu eres el Mesías el Hijo de Dios Mío. Esta respuesta por la identidad de Jesús, hace que el mismo Maestro haga un comentario sobre la identidad de Pedro, tu eres Pedro, y allí le habla de su misión, que va ser una Roca, una roca firme sobre la cual Jesús va a construir su Iglesia. Por eso para nosotros los Jóvenes Católicos, esté texto es muy importante porque es fundacional. Aquí Jesús habla de su obra, de su querida obra por la cual dará en la Cruz su Vida.

  Para todos nosotros entonces, es importante reflexionar sobre este texto de evangelio porque en primer lugar nos deja una pregunta ¿Quién es Jesús para nosotros? Y no vale responder con alguna respuesta así, digamos, hecha con una fórmula que otros hayan dicho, aquí la pregunta es personal. ¿Quién es Jesús para mí? Es simplemente un nombre, es simplemente un amigo? Es valioso para mí? Y por supuesto si seguimos avanzando nos vamos a preguntar qué relación, como está la relación con Jesucristo, es el centro de mi vida? Me ayuda a crecer, a avanzar, me sostiene en mis penas, en mis alegrías, en mis proyectos, en fin.

 

  Después en último lugar, pero no menos importante, preguntarnos por la Iglesia., la Iglesia Joven de la cual cada uno de nosotros forma parte. Como es mi relación con ella, participo definitivamente, me dedico también a anunciar la palabra de Dios, esa palabra viva que es un signo en el mundo de anuncios para aquellos que quizás no creen o que se han alejado de esta querida Fe Católica que hemos recibido de los apóstoles.

 

Rafael Pla Calatayud.

rafael@betaniajerusalen.com

 


sábado, 21 de junio de 2025

Comentario a las lecturas. Domingo IX del Tiempo Ordinario Santísimo Cuerpo y Sangre de Cristo 29 de junio de 2025.


Hoy la Iglesia celebra la Solemnidad del Corpus. En la solemnidad del Corpus Christi la
Iglesia en España celebra el día de Cáritas, el día nacional de la caridad, en este año bajo el lema “Vive la misericordia. Deja tu huella”.

En las lecturas de hoy la reiteración de palabras referidas a “comida”, “bebida”, “vida”, es constante. Los estudiosos han llegado a encontrar 9 veces “comer-comida, vivir-vida”; 6 veces “carne”; 4 veces “pan-sangre, beber”. Todo indica que Dios quiere relacionarse con nosotros espiritual y físicamente, a través de la fe y a través de los sentidos. “El que come de este pan vivirá para siempre”.

Pero, además del simbolismo del signo sacramental, hay que admitir una realidad mucho más honda y misteriosa: la presencia verdadera de Cristo, como está en el cielo. El Corpus no consiste sólo en un signo eficaz de la presencia espiritual de Cristo. La Iglesia cuando trata de explicar en profundidad el misterio de su presencia emplea tres palabras: presencia verdadera, presencia real y presencia sustancial.

 

La primera lectura (Gn 14,18-20), nos sitúa ante un texto con un relato ancestral. Estos relatos tienen  algo especial en la tradiciones de Israel, hasta el punto de poder considerar que un texto como el de Melquisedec podría ser una campaña militar, antigua, en la que se ha querido ver que los grandes, en este caso el rey de Salem, también ha querido ponerse a los pies del padre del pueblo, de Abrahán. Con los gestos del pan y el vino que se ofrecen, las cosas más naturales de la tierra, el rey misterioso le otorga a Abrahán un rango sagrado, casi de rey-sacerdote.

Melquisedec, es un personaje misterioso en el Antiguo Testamento, “sin padre, ni madre, ni genealogía, sin comienzo de días, ni fin de vida, asemejado al Hijo de Dios, que permanece sacerdote para siempre”, según narra la epístola a los Hebreos. También en el salmo se dice que su sacerdocio es eterno. Una figura que anunciaba a Cristo, cuyo sacerdocio, en efecto, es eterno, y cuyo origen se pierde en la eternidad. Un sacerdocio que no proviene de los hombres, sino del mismo Dios.

El pasaje nos dice que Abrahán le ofreció el diezmo de todo. De esa forma se pone de relieve la grandeza de ese personaje, pues quien ofrece algo siempre es inferior que aquel a quien se hace la ofrenda. Por otro lado se nos refiere que Melquisedec ofreció a Dios el pan y el vino. Un sacrificio que anunciaba también ese otro sacrificio, el de la Eucaristía donde el pan y el vino se convierten en el Cuerpo y la Sangre de Cristo, que se inmolan por la salvación del mundo.

 

El responsorial es el salmo 109 (Sal 109,1-4) . Se trata de un salmo real célebre, compuesto en Jerusalén para la entronización del rey o para la celebración de su aniversario. El poeta o profeta cortesano habla al rey en nombre de Dios, que otorga el dominio, la gloria y el poder. Los w. 1 y 4, según la versión griega de la Setenta, fueron aplicados en el Nuevo Testamento a Cristo y releídos desde una perspectiva mesiánica en la estela de la tradición judía (Qumrán). El salmo tiene dos partes.La primera (vv. 1-3), contiene un oráculo real dirigido por YHWH al rey sobre su entronización
El pueblo se ha reunido en el palacio del rey de Judá y todo está preparado para la solemne consagración real del ungido del Señor. Sin embargo, el pequeño reino de Israel vive momentos difíciles a causa de los poderosos enemigos que le rodean. La misma suerte del rey que va a ser entronizado permanece incierta. El Señor tranquiliza al rey y a la asamblea con un oráculo divino. El rey no debe temer por su dignidad real: «Siéntate a mi derecha y haré de tus enemigos estrado de tus pies» (v. 1).

El Señor le dará también el poder y se extenderá desde el palacio real hasta todos sus enemigos, que serán humillados por la fuerza del rey. El consagrado, con sus empresas victoriosas sobre el enemigo, estará siempre a la cabeza de un pueblo victorioso y reinará sobre todo el mundo, porque se alimenta del torrente de las bendiciones divinas (vv. 2.7).

Por otra parte, el Señor mismo asegura, en este día solemne, su filiación divina de una manera misteriosa: «Yo mismo te engendré», como rey y sacerdote del pueblo, «entre esplendores sagrados», los de esta liturgia de consagración, como el rocío de la mañana desde el seno de la aurora (v. 3). Su sacerdocio será eterno, como el de Melquisedec, rey-sacerdote de Salén sin ascendencia terrena (cf. Gn 14), un sacerdocio distinto al oficial del templo, ligado a Aarón y a Sadoc (v 4).

San Agustín nos dice de este salmo: "... Pues Dios prometió la divinidad a los hombres, la inmortalidad a los mortales, la justificaci6n a los pecadores, la glorificación a criaturas despreciables.

Sin embargo, hermanos. como a los hombres les parecía increíble la promesa de Dios de sacarlos de su condición mortal -de corrupción, bajeza, debilidad, polvo y ceniza- para asemejarlos a los ángeles, no sólo firmó una alianza con los hombres para incitarlos a creer, sino que también estableció un mediador como garante de su fidelidad; y no estableció como mediador a cualquier príncipe o a un ángel o arcángel, sino a su Hijo único. Y por él nos mostró el camino que nos conduciría hasta el fin prometido.

Pero no bastó a Dios indicarnos el camino, por medio de su Hijo: quiso que él mismo fuera el camino, para que, bajo su dirección, tú caminaras por él...

Todo esto debía ser profetizado y preanunciado para que no atemorizara a nadie si acontecía de repente, sino que, siendo objeto de nuestra fe, lo fuese también de una ardiente esperanza (San Agustín. Comentario sobre el salmo 109, 1-3).

 

En la segunda Lectura de 1ª corintios ( 1 Cor 11,23-26), se nos asegura que cuanto les está diciendo sobre la Eucaristía pertenece a la Tradición que arranca de Cristo, “procede del Señor” nos dice. El cristianismo primitivo tuvo que hacerse “recibiendo” tradiciones del Señor. Pablo, que no lo conoció personalmente, le da mucha importancia a unas pocas que ha recibido. Y una de esas tradiciones son las palabras y los gestos de la última cena. Porque el apóstol sabía lo que el Vaticano II decía, que “la Iglesia se realiza en la Eucaristía”. Todos debemos reconocer que aquella noche marcaría para siempre a los suyos. Cuando la Iglesia intentaba un camino de identidad distinto del judaísmo, serán esos gestos y esas palabras las que le ofrecerá la oportunidad de cristalizar en el misterio de comunión con su Señor y su Dios. Esta tradición “recibida”, según la mayoría de los especialistas, pertenece a Antioquía (como en Lc 22,19-20), donde los seguidores de Jesús “recibieron” por primera vez el nombre de “cristianos”.

Jesús encomendó a sus discípulos que repitieran en memoria suya lo que él acababa de hacer, convertir el pan y el vino en su Cuerpo y Sangre, que se entregaba en sacrificio para la redención del mundo. De ahí que diga San Pablo que cada vez que comemos el Pan o bebemos del Cáliz proclamamos la muerte del Señor, hasta que vuelva.

Proclamar la muerte de Cristo equivale a repetir su sacrificio, de modo sacramental pero real. Es decir, en cada celebración eucarística se repite el sacrificio del Calvario. De ahí la importancia capital de la Eucaristía, de la Misa. Tanto que el Magisterio de la Iglesia lo considera como el centro de la vida la cristiana, la fuente de la que brota la vida de la Gracia y, por otro lado, es el acto al que se dirige toda actividad apostólica, allí donde converge cuanto la Iglesia hace y dice para la salvación del mundo.

 

Con el evangelio de hoy  volvemos a San Lucas (Lc 9,11b-17 ). Se nos relata la multiplicación de los panes y los peces, hecho este que es atestiguado por todos los evangelistas, uno de esos acontecimientos considerado de capital importancia, no por lo prodigioso sino por el valor teológico que encierra, por el significado doctrinal tan rico e importante que entraña.

Jesús está cerca de Betsaida y tiene delante a una gran muchedumbre de gente pobre, enferma, hambrienta. Es a este pueblo marginado y oprimido al que Jesús se dirige, “hablándoles del reino de Dios y sanando a los que lo necesitaban” (v. 11). A continuación Lucas añade un dato importante con el que se introduce el diálogo entre Jesús y los Doce: comienza a atardecer (v. 12). El momento recuerda la invitación de los dos peregrinos que caminaban hacia Emaús precisamente al caer de la tarde: “Quédate con nosotros porque es tarde y está anocheciendo” (Lc 24,29). En los dos episodios la bendición del pan acaece al caer el día.

El diálogo entre Jesús y los Doce pone en evidencia dos perspectivas. Por una parte los apóstoles que quieren enviar a la gente a los pueblos vecinos para que se compren comida, proponen una solución “realista”. En el fondo piensan que está bien dar gratis la predicación pero que es justo que cada cual se preocupe de lo material. La perspectiva de Jesús, en cambio, representa la iniciativa del amor, la gratuidad total y la prueba incuestionable de que el anuncio del reino abarca también la solución a las necesidades materiales de la gente.

Al final del v. 12 nos damos cuenta que todo está ocurriendo en un lugar desértico. Esto recuerda sin duda el camino del pueblo elegido a través del desierto desde Egipto hacia la tierra prometida, época en la que Israel experimentó la misericordia de Dios a través de grandes prodigios, como por ejemplo el don del maná. La actitud de los discípulos recuerda las resistencias y la incredulidad de Israel delante del poder de Dios que se concretiza a través de obras salvadoras en favor del pueblo (Ex 16,3-4).

La respuesta de Jesús: “dadles vosotros de comer” (v. 13) no sólo es provocativa dada la poca cantidad de alimento, sino que sobre todo intenta poner de manifiesto la misión de los discípulos al interior del gesto misericordioso que realizará Jesús. Los discípulos, aquella tarde cerca de Betsaida y a lo largo de toda la historia de la Iglesia, están llamados a colaborar con Jesús preocupándose por conseguir el pan para sus hermanos. Después de que los discípulos acomodan a la gente, Jesús “tomó los cinco panes y los dos peces, levantó los ojos al cielo, pronunció la bendición, los partió y se los iba dando a los discípulos para los distribuyeran entre la gente” (v. 16).

El gesto de “levantar los ojos al cielo” pone en evidencia la actitud orante de Jesús que vive en permanente comunión con el Dios del reino; la bendición (la berajá hebrea) es una oración que al mismo tiempo expresa gratitud y alabanza por el don que se ha recibido o se está por recibir. Es digno de notar que Jesús no bendice los alimentos, pues para él “todos los alimentos son puros” (Mc 7,19), sino que bendice a Dios por ellos reconociéndolo como la fuente de todos los dones y de todos los bienes. El gesto de partir el pan y distribuirlo indiscutiblemente recuerda la última cena de Jesús, en donde el Señor llena de nuevo sentido el pan y el vino de la comida pascual, haciéndolos signo sacramental de su vida y su muerte como dinamismo de amor hasta el extremo por los suyos.
            Al final todos quedan saciados y sobran doce canastas (v. 17). El tema de la “saciedad” es típico del tiempo mesiánico. La saciedad es la consecuencia de la acción poderosa de Dios en el tiempo mesiánico. Jesús es el gran profeta de los últimos tiempos, que recapitula en sí las grandes acciones de Dios que alimentó a su pueblo en el pasado. Los doce canastos que sobran no sólo subraya el exceso del don, sino que también pone en evidencia el papel de “los Doce” como mediadores en la obra de la salvación. Los Doce representan el fundamento de la Iglesia, son como la síntesis y la raíz de la comunidad cristiana, llamada a colaborar activamente a fin de que el don de Jesús pueda alcanzar a todos los seres humanos.

El Señor se dio cuenta de que aquel milagro despertó en la muchedumbre el entusiasmo, hasta el punto de que quieren hacerlo rey. Pero por otro lado les recrimina que lo busquen sólo porque se han saciado. Buscad el pan del cielo, les dice, el pan que el Hijo del Hombre os dará. Y luego les aclara que quien coma de este Pan no morirá para siempre. Esto es mi Cuerpo –nos recuerda—que será entregado por vosotros.

 

Para nuestra vida

La primera lectura del libro del Génesis (Gn. 14, 18‑20), presenta una antiquísima tradición. Melquisedec, Rey-Sacerdote de Salem (la primitiva Jerusalén, aún ciudad cananea), reconoce la acción de Dios en Abrahán. y Abrahán reconoce la acción de Dios en este sacerdote cananeo.

El signo del sacerdote es la presentación del pan y del vino. Abrahán por su parte le ofrece el diezmo.

Son "antecedentes lejanísimos" que la iglesia gusta de utilizar en su "ambientación" de la Eucaristía, aunque a nosotros nos resultan demasiado lejanos.

 

Del salmo responsorial nos fijamos en los dos oráculos, en el versículo inicial del salmo , el primer oráculo nos dice  «Siéntate a mi derecha, y haré de tus enemigos estrado de tus pies». San Máximo de Turín (siglo IV-V), quien en su Sermón sobre Pentecostés lo comenta así: «Según nuestra costumbre, la participación en el trono se ofrece a aquel que, realizada una empresa, llegando vencedor merece sentarse como signo de honor. Así pues, también el hombre Jesucristo, venciendo con su pasión al diablo, abriendo de par en par con su resurrección el reino de la muerte, llegando victorioso al cielo como después de haber realizado una empresa, escucha de Dios Padre esta invitación: “Siéntate a mi derecha”. No debemos maravillarnos de que el Padre ofrezca la participación del trono al Hijo, que por naturaleza es de la misma sustancia del Padre… El Hijo está sentado a la derecha porque, según el Evangelio, a la derecha estarán las ovejas, mientras que a la izquierda estarán los cabritos. Por tanto, es necesario que el primer Cordero ocupe la parte de las ovejas y la Cabeza inmaculada tome posesión anticipadamente del lugar destinado a la grey inmaculada que lo seguirá» (40, 2: Scriptores circa Ambrosium, IV, Milán-Roma 1991, p. 195).

El segundo oráculo tiene, en cambio, un contenido sacerdotal (cf. v. 4). Antiguamente, el rey desempeñaba también funciones cultuales, no según la tradición del sacerdocio levítico, sino según otra conexión: la del sacerdocio de Melquisedec, el soberano-sacerdote de Salem, la Jerusalén preisraelita .

Desde la perspectiva cristiana, el Mesías se convierte en el modelo de un sacerdocio perfecto y supremo. La carta a los Hebreos, en su parte central, exalta este ministerio sacerdotal «a semejanza de Melquisedec» (Hb 5,10), pues lo ve encarnado en plenitud en la persona de Cristo.

El Nuevo Testamento recoge, en repetidas ocasiones, el primer oráculo para celebrar el carácter mesiánico de Jesús . El mismo Cristo, ante el sumo sacerdote y ante el sanedrín judío, se referirá explícitamente a este salmo, proclamando que estará «sentado a la diestra del Poder» divino, precisamente como se dice en el versículo 1 del salmo 109 (Mc 14,62; cf. 12,36-37).

Este salmo, nos invita a contemplar el triunfo del Resucitado y a acrecentar nuestra esperanza de que también la Iglesia, cuerpo de Cristo, participará un día de su misma gloria, por muchas que sean las dificultades y los enemigos presentes. Como el antiguo Israel, al que literalmente se refiere el salmo, como Cristo en los días de su vida, la Iglesia tiene poderosos enemigos que podrían darle sobrados motivos de temor; pero la misma Iglesia escucha un oráculo del Señor: «Haré de tus enemigos -la muerte, el dolor, el pecado- estrado de tus pies». Por la resurrección de Jesucristo de entre los muertos,  como cada domingo, celebramos-, Dios nos ha hecho nacer de nuevo para una esperanza viva. Que la contemplación de la antigua promesa de Dios al rey de Judá, realizada en la resurrección de Cristo, tal como nos la hace contemplar este salmo, intensifique nuestra oración de acción de gracias, por todo lo que el Señor nos ofrece tan misericordiosamente.

En la segunda lectura se destaca algo muy importante en la vida cristiana. Antes de que lo entregaran a la muerte y le quitaran la vida, Jesús la ofreció, la entregó, la donó a los suyos en el pan y en el vino, de la forma más sencilla y asombrosa que se podía alguien imaginar.

¿Por qué se ha proclamar la muerte del Señor hasta su vuelta? ¿Para recordar la ignominia y la violencia de su muerte? ¿Para resaltar la dimensión sacrificial de nuestra redención? ¿Para que no se olvide lo que le ha costado a Jesús la liberación de la humanidad?. Es importante el valor de la memoria “zikarón” que es un elemento antropológico imprescindible de nuestra propia historia. No hacer memoria, significa no tener historia. Y la Iglesia sabe que “nace” de la muerte de Jesús y de su resurrección. No es simplemente memoria de un muerto o de una muerte ignominiosa, o de un sacrificio terrible. Es “memoria” (zikarón) de vida, de entrega, de amor consumado, de acción profética que se adelanta al juicio y a la condena a muerte de las autoridades; es memoria de su vida entera que entrega en aquella noche con aquellos signos proféticos sin media. Precisamente para que no se busque la vida allí donde solamente hay muerte y condena. Es, por otra parte y sobre todo, memoria de resurrección, porque quien se dona en la Eucaristía de la Iglesia, no es un muerto, ni repite su muerte gestualmente, sino el Resucitado.

Hoy el evangelio de San Lucas nos sitúa el «milagro» de la multiplicación de los panes y los peces, en un lugar abierto donde era más fácil que la gente que seguía a Jesús se pudiera congregar.

Esta multiplicación de Jesús se encuadra dentro de su actividad como Maestro: Jesús se puso a hablar del Reino de Dios y curó a los que lo necesitaban.

 Jesús quiso aliviar la necesidad de los muchos que le seguían. Pero también quiso enseñar a sus discípulos: «Dadles vosotros de comer«. Las objeciones que los discípulos pusieron a Jesús son humanamente comprensibles. Era un gentío el que estaba en torno a Jesús y en un descampado. ¿De dónde iban a sacar comida para tantos?

 ¿Acaso Jesús con la pregunta a los suyos no les estaría indicando que no solamente existe el hambre material? El mismo Jesús había dicho en otra ocasión que «Está escrito: No sólo de pan vive el hombre, sino de toda palabra que sale de la boca de Dios».

 Este «hambre de Dios» no quiere decir que nos tengamos que olvidar del «hambre material». A quien tenga hambre hay que darle de comer. Pero no debemos olvidar que hay mucha gente satisfecha de comida, pero vacía de Dios. Ambas «hambres» no son excluyentes ni se repelen. Para un cristiano deben ir unidas.    Jesús satisface el hambre material de la multitud (partió [los panes] y se los dio) no sin antes alzar la mirada al cielo y pronunciar la bendición. Solo podremos llevar a los demás a Jesús, si antes nosotros nos hemos alimentado de Él. Esta experiencia de Dios será la que nos empuje a ayudar a nuestros hermanos. 

    En este Evangelio hay una expresión de Jesús que llama la atención: «Dadles vosotros de comer». Partiendo de esta frase, me dejo guiar por tres palabras: seguimiento, comunión, compartir

 También nosotros buscamos seguir a Jesús para escucharle, para entrar en comunión con Él en la Eucaristía, para acompañarle y para que nos acompañe. Preguntémonos: ¿cómo sigo yo a Jesús? Jesús habla en silencio en el Misterio de la Eucaristía y cada vez nos recuerda que seguirle quiere decir salir de nosotros mismos y hacer de nuestra vida no una posesión nuestra, sino un don a Él y a los demás.

Ante la necesidad de la multitud, la solución de los discípulos es despedir a la gente. ¡Cuántas veces nosotros cristianos hemos tenido esta tentación! No nos hacemos cargo de las necesidades de los demás… Pero la solución de Jesús va en otra dirección «Dadles vosotros de comer».

La Eucaristía es el Sacramento de la comunión, que nos hace salir del individualismo para vivir juntos el seguimiento, la fe en Él. Todos deberíamos preguntarnos ante el Señor: ¿cómo vivo yo la Eucaristía? ¿La vivo de modo anónimo o como momento de verdadera comunión con el Señor, pero también con todos los hermanos y las hermanas que comparten esta misma mesa? ¿Cómo son nuestras celebraciones eucarísticas?.

«Dadles vosotros…», «dar», compartir. ¿Qué comparten los discípulos? Lo poco que tienen: cinco panes y dos peces. Pero son precisamente esos panes y esos peces los que en las manos del Señor sacian a toda la multitud. Y son justamente los discípulos, perplejos ante la incapacidad de sus medios y la pobreza de lo que pueden poner a disposición, quienes acomodan a la gente y distribuyen – confiando en la palabra de Jesús – los panes y los peces que sacian a la multitud.

En la Iglesia, pero también en la sociedad, una palabra clave de la que no debemos tener miedo es «caridad», o sea, saber poner a disposición de Dios lo que tenemos, nuestras humildes capacidades, porque sólo compartiendo, sólo en el don, nuestra vida será fecunda, dará fruto.

En la Eucaristía el Señor nos hace recorrer su camino, el del servicio, el de compartir, el del don, y lo poco que tenemos, lo poco que somos, si se comparte, se convierte en riqueza, porque el poder de Dios, que es el del amor, desciende sobre nuestra pobreza para transformarla.

Preguntémonos… al adorar a Cristo presente realmente en la Eucaristía: ¿me dejo transformar por Él? ¿Dejo que el Señor, que se da a mí, me guíe para salir cada vez más de mi pequeño recinto, para salir y no tener miedo de dar, de compartir, de amarle a Él y a los demás?.

Así comenta San Juan Pablo II  lo celebrado en la Solemnidad  del Corpus Christi. " 1. "Ecce panis angelorum, factus cibus viatorum:  vere panis filiorum":  "Este es el pan de los ángeles, pan de los peregrinos, verdadero pan de los hijos" (Secuencia).

Hoy la Iglesia muestra al mundo el Corpus Christi, el Cuerpo de Cristo. E invita a adorarlo: Venite, adoremus, Venid, adoremos.

La mirada de los creyentes se concentra en el Sacramento, donde Cristo se nos da totalmente a sí mismo:  cuerpo, sangre, alma y divinidad. Por eso siempre ha sido considerado el más santo: el "santísimo Sacramento", memorial vivo del sacrificio redentor.
            En la solemnidad del Corpus Christi volvemos a aquel "jueves" que todos llamamos "santo", en el que el Redentor celebró su última Pascua con los discípulos: fue la última Cena, culminación de la cena pascual judía e inauguración del rito eucarístico.

Por eso, la Iglesia, desde hace siglos, ha elegido un jueves para la solemnidad del Corpus Christi, fiesta de adoración, de contemplación y de exaltación. Fiesta en la que el pueblo de Dios se congrega en torno al tesoro más valioso que heredó de Cristo, el sacramento de su misma presencia, y  lo alaba, lo canta, lo lleva en procesión por las calles de la ciudad.

2. "Lauda, Sion, Salvatorem!" (Secuencia).

La nueva Sión, la Jerusalén espiritual, en la que se reúnen los hijos de Dios de todos los pueblos, lenguas y culturas, alaba al Salvador con himnos y cantos. En efecto, son inagotables el asombro y la gratitud por el don recibido. Este don "supera toda alabanza, no hay canto que sea digno de él" (ib.).

Se trata de un misterio sublime e inefable. Misterio ante el cual quedamos atónitos y silenciosos, en actitud de contemplación profunda y extasiada.

3. "Tantum ergo sacramentum veneremur cernui": “Adoremos, postrados, tan gran sacramento”.

En la santa Eucaristía está realmente presente Cristo, muerto y resucitado por nosotros.
En el pan y en el vino consagrados permanece con nosotros el mismo Jesús de los evangelios, que los discípulos encontraron y siguieron, que vieron crucificado y resucitado, y cuyas llagas tocó Tomás, postrándose en adoración y exclamando: “Señor mío y Dios mío” (Jn 20, 28; cf. 20, 17-20).

En el Sacramento del altar se ofrece a nuestra contemplación amorosa toda la profundidad del misterio de Cristo, el Verbo y la carne, la gloria divina y su tienda entre los hombres. Ante él no podemos dudar de que Dios está "con nosotros", que asumió en Jesucristo todas las dimensiones humanas, menos el pecado, despojándose de su gloria para revestirnos a nosotros de ella (cf. Jn 20, 21-23).

En su cuerpo y en su sangre se manifiesta el rostro invisible de Cristo, el Hijo de Dios, con la modalidad más sencilla y, al mismo tiempo, más elevada posible en este mundo. A los hombres de todos los tiempos, que piden perplejos:  "Queremos ver a Jesús" (Jn 12, 21), la comunidad eclesial responde repitiendo el gesto que el Señor mismo realizó para los discípulos de Emaús:  parte el pan. Al partir el pan se abren los ojos de quien lo busca con corazón sincero. En la Eucaristía la mirada del corazón reconoce a Jesús y su amor inconfundible, que se entrega "hasta el extremo" (Jn 13, 1). Y en él, en ese gesto suyo, reconoce el rostro de Dios.

4. "Ecce panis angelorum..., vere panis filiorum": “He aquí el pan de los ángeles..., verdadero pan de los hijos”.

Con este pan nos alimentamos para convertirnos en testigos auténticos del Evangelio. Necesitamos este pan para crecer en el amor, condición indispensable para reconocer el rostro de Cristo en el rostro de los hermanos.

Nuestra comunidad diocesana necesita la Eucaristía para proseguir en el camino de renovación misionera que ha emprendido. Precisamente en días pasados se ha celebrado en Roma la asamblea diocesana; en ella se analizaron "las perspectivas de comunión, de formación y de carácter misionero en la diócesis de Roma para los próximos años". Es preciso seguir nuestro camino "recomenzando" desde Cristo, es decir, desde la Eucaristía. Caminemos con generosidad y valentía, buscando la comunión dentro de nuestra comunidad eclesial y dedicándonos con amor al servicio humilde y desinteresado de todos, especialmente de las personas más necesitadas.

En este camino Jesús nos precede con su entrega hasta el sacrificio y se nos ofrece como alimento y apoyo. Más aún, no cesa de repetir en todo tiempo a los pastores del pueblo de Dios:  "Dadles vosotros de comer" (Lc 9, 13); partid para todos este pan de vida eterna.

Se trata de una tarea difícil y exaltante, una misión que dura hasta el final de los siglos.
5. "Comieron todos hasta saciarse" (Lc 9, 17). A través de las palabras del evangelio que acabamos de escuchar nos llega el eco de una fiesta que, desde hace dos mil años, no tiene fin. Es la fiesta del pueblo en camino en el éxodo del mundo, alimentado por Cristo, verdadero pan de salvación.

Al final de la santa misa también nosotros nos pondremos en camino en el centro de Roma, llevando el cuerpo de Cristo escondido en nuestro corazón y muy visible en el ostensorio.

Acompañaremos el Pan de vida inmortal por las calles de la ciudad. Lo adoraremos y en torno a él se congregará la Iglesia, ostensorio vivo del Salvador del mundo.

Ojalá que los cristianos de Roma, fortalecidos por su Cuerpo y su Sangre, muestren a Cristo a todos con su modo de vivir: con su unidad, con su fe gozosa y con su bondad.

Que nuestra comunidad diocesana recomience intrépidamente desde Cristo, Pan de vida inmortal.

Y tú, Jesús, Pan vivo que da la vida, Pan de los peregrinos, "aliméntanos y defiéndenos, llévanos a los bienes eternos en la tierra de los vivos". Amén". (San Juan Pablo  II. Solemnidad del Corpus Christi. Basílica de San Juan de Letrán. jueves 14 de junio de 2001).

 

Rafael Pla Calatayud.

rafael@betaniajerusalen.com