domingo, 28 de abril de 2024

Comentario a las Lecturas del V Domingo de Pascua 28 de abril de 2024

En la primera lectura del Libro de los Hechos de los Apóstoles (Hch, 9, 26-31)  Se nos habla de San Pablo. El texto hace referencia, sobre todo, a la primera ida de Saulo a Jerusalén después de su conversión. Aunque intentaba unirse a los discípulos de aquella comunidad, ellos recelaban de él debido a su reciente pasado de perseguidor de la Iglesia.


El texto no nos dice nada nuevo sobre el Saulo que ya conocíamos: el apóstol de los gentiles. Es interesante resaltar el papel de Bernabé, cuando presenta a Saulo a los apóstoles. Entre los discípulos de Jesús había algunos que no se fiaban nada del Saulo que ellos habían conocido en Jerusalén y en Damasco, antes de que este se convirtiera. Por eso ahora el papel de Bernabé ante los apóstoles fue determinante. San Pablo había sido uno de los más tenaces perseguidores de la Iglesia de Cristo. Hacía poco que marchó hacia Damasco "respirando amenazas de muerte contra los discípulos del Señor", con cartas para la Sinagoga, dispuesto a encadenar a los que creían en Cristo, tanto hombres como mujeres.

Pero ese Cristo que él perseguía se le cruzó en el camino y Pablo cayó a tierra, deslumbrado por el fulgor del Señor. Y cuando comprendió que era el Mesías prometido por los profetas, cuando supo que Jesús de Nazaret había resucitado de entre los muertos, Pablo se entrega totalmente, emprende el camino que Dios le señalaba. Un camino con una dirección contraria a la que él traía. Y toda la fuerza de su personalidad la pone al servicio de ese Jesús que le ha derrumbado. Pablo es un hombre auténtico, consecuente con sus principios, enemigo de las medias tintas, audaz y decidido. Ejemplo y estímulo para nuestra vida de cristianos a medias, para nuestro querer y no querer, para esta falta de compromiso serio y eficaz de quienes decimos creer.

"Entonces Bernabé lo tomó consigo y lo llevó a los apóstoles; y les refirió cómo en el camino Saulo había visto al Señor, que le había hablado..." (Hch 9, 27) No le creían. Era imposible que aquel terrible perseguidor quisiera ahora vivir entre los cristianos, que fuera verdad que se había convertido. Fue preciso que Bernabé, uno de los predicadores de más categoría, intercediera presentándolo a los mismos Apóstoles. Y a pesar de ello Pablo tendrá que sufrir durante toda su vida el recuerdo, siempre vivo en sus detractores, de sus pecados pasados. Siempre será un sospechoso, una presa fácil para la calumnia y la maledicencia. Y sus enemigos se empeñan en mantener la mala fama de su actuación anterior.

Saulo se quedó con ellos (con los discípulos) y se movía libremente en Jerusalén, predicando públicamente el nombre del Señor. El Pablo cristiano es el Saulo judío purificado de muchas creencias y comportamientos incompatibles con la vida de Cristo. Como se nos dice en el libro de los Hechos, los judíos más celosos de la ley judía no perdonaron nunca esta conversión de Pablo al cristianismo y, por eso, “se propusieron matarlo”.

 

En el Salmo responsorial, proclamamos hoy los últimos versos del salmo 21 que son muy apropiados para este tiempo de Pascua que estamos viviendo, hablan del gozo y alegría por la intervención del Señor en nuestras vidas, pero también el salmo 21 refleja proféticamente los momentos duros de la Pasión del Señor, que todavía está muy cercana en nuestros recuerdos. Son muchos los salmos que expresan primero la angustia para acabar con la alegría de sentir la mano amable del Señor Dios.

Literariamente este salmo 21 es un poema perfecto. La belleza de sus imágenes, la  profundidad de su pensamiento teológico, la emoción que vibra en toda la descripción de  sus males hacen de él una obra maestra. Con alegorías fácilmente comprensibles (la  mención de los animales) y con un lirismo acabado (descripción de su espíritu angustiado),  el salmista nos va llevando a la comprensión perfecta del drama que desgarra su vida, que  lo lleva a la muerte. 

Así nos ha escrito la primera parte del poema, los versículos 1-22, mezcla de dolor,  angustia, fe y confianza. 

Pero después, fruto también de su experiencia, nos describe su salvación: cómo Dios,  en realidad, no le ha abandonado, cómo le ha escuchado, cómo le ha mirado:  "porque no ha sentido desprecio ni repugnancia hacia el pobre desgraciado".  Su fe y su confianza han triunfado. La alegría vuelve a resplandecer en su rostro. Por  esto siente ahora la necesidad de dar gracias, de alabar con todo su corazón a Dios. Es el  tema de la segunda parte, versículos 23-32. 

Invita a los fieles a alabar al Señor, a todo el pueblo de Israel a que glorifique a Dios  que se ha mostrado el Salvador. El salmista puede ser un buen maestro en esta enseñanza  de la confianza y en la respuesta que Dios da cuando se espera en él. Cumplirá sus votos,  sus promesas, las que haría cuando se veía en la aflicción y en el dolor.  La última parte (los vv. 28-32) son en realidad un añadido posterior al salmo ya acabado,  pero están en línea con las ideas expresadas en la segunda parte. Invita a todos los  pueblos de la tierra a que se conviertan y vuelvan a Dios, ya que él únicamente es el rey de  las naciones, el rey del universo. 

 

Esta alabanza viene expresada en la estrofa repetida; "El Señor es mi alabanza en la gran asamblea".

 

San Juan en la segunda lectura de hoy (Primera carta del apóstol San Juan 3, 18-24) : nos dice que cuando estamos unidos a Cristo damos fruto de buenas obras.

Juan llama la atención sobre un principio que le obsesiona: así como no puede uno contentarse con un conocimiento puramente abstracto de Dios, de igual manera no puede uno amar a sus hermanos con solo palabras (v. 18).

El v. 18 es una aplicación parenética de los dos versículos anteriores. Nuestra caridad no debe consistir en discursos bonitos, ni en mítines demagógicos, sino que debemos amar: a) con obras: el amor indica solidaridad. "Si uno posee bienes de este mundo y, viendo que su hermano pasa necesidad, le cierra sus entrañas, ¿cómo va a estar en él el amor de Dios?; y b) de verdad, La verdad es el órgano interno de las obras; la fe es la raíz de la que dimana el amor, "lo que vale es una fe que se traduce en amor" (Gál. 5, 6). La unión entre obras y verdad expresa la armonía que debe existir entre fe y obras.

Este amor es la prueba evidente de que estamos de parte de la verdad y así podremos apaciguar ante Dios nuestra conciencia (vv. 19-22). Estar de parte de la verdad es afirmar que nuestro actuar se rige por un nuevo principio de acción: nuestra fe. Por eso, cuando el hombre comparece ante Dios (contexto judicial: cfr. Mt. 10, 32; 25, 32...) en el foro interno de su conciencia, esta práctica del amor hace rebrotar en nosotros la confianza y la paz interna aun cuando nuestra conciencia pueda echarnos en cara nuestras culpas. La razón última es que Dios está por encima de nuestra conciencia y detecta y ve lo escondido de nuestra corazón y que estamos de parte de la verdad.

Nuestra oración es escuchada por nuestra comunión con el Señor, porque observamos sus mandamientos que se reducen, en el v. 23, a la fe y el amor. El Espíritu es el que nos provoca al reconocimiento de Jesús como Mesías (v. 24: confesión de fe). Y este es el Espíritu de verdad del que nos habla en 4, 1-6.

Amar no de palabra o de boca, sino de verdad y con obras. ¿De qué obras está hablando? De guardar sus mandamientos y de amarnos unos a los otros, tal como nos lo mandó. Entonces experimentaremos que Él permanece en nosotros. Por tanto, permanecer en Cristo no es sólo estar muchas horas en la capilla contemplándole. Es, sobre todo, contemplar el rostro de Dios en el hermano que sufre. Como dice San Agustín, "que cada uno examine su obra y vea si brota del manantial del amor y si los ramos de las buenas obras germinan de la raíz del amor". Hay personas que sufren mucho en este mundo, padres que ven como sus hijos se tuercen, esposos traicionados, pobres que no tienen nada que comer, inmigrantes que no acaban de encontrar un trabajo digno, personas que sufren el aguijón de la enfermedad, pero sin embargo, mantienen siempre la confianza en Dios. ¿Cuál es su secreto? Si examinamos su vida descubriremos la causa de su paz interior: están unidos a Dios.

Ya lo decía San Juan la semana pasada: "Mirad qué amor nos ha tenido el Padre para llamarnos hijos de Dios, pues ¡lo somos!

Y si somos hijos de dios, hay que vivir como tales."

La primera condición para vivir así es romper con el pecado ya que "todo el que peca ni le ha visto ni le ha conocido" (3,6b); la segunda condición es guardar los mandamientos, sobre todo el del amor.

El amor a los hermanos hecho vida, gestos concretos, nos permite reconocer la presencia permanente de Dios en nosotros. Dios deja de ser un ser abstracto y lejano para hacerse el Dios cercano.

No podemos separar a Dios y al hombre en nuestro amor y entrega. El mandamiento va en esa dirección: "Y este es su mandamiento que creamos en el nombre de su Hijo Jesucristo y que nos amemos unos a otros tal como nos lo mandó" (3,23).

Creer en Jesucristo es creer que el Padre ama, en él, a todos los hombres; pero también es estar dispuestos a imitar a Cristo en el amor, la renuncia y la obediencia al Padre.

Vivir los mandamientos es vivir en Dios y ser, por el amor, signos de su presencia en el mundo, gracias a la fuerza de su Espíritu en nosotros.

 

El evangelio de hoy tomado de San Juan  (Jn. 15, 1-8) forma parte del segundo discurso de Jesús, que siguió a la Última Cena.

El tema de la vid estaba muy presente en el Antiguo Testamento: había cepas que daban buenos frutos y las que daban agrazones; había cepas bien seleccionadas y plantadas; también se habla de la viña, definiendo con esa imagen al pueblo de Dios, a la Tierra Prometida; no faltaba la figura del viñador, entre ellos los que no cuidaban de la viña.

Jesús, en el Nuevo Testamento, también utilizaría varias veces estas imágenes e, igualmente, las aplicaba al pueblo de Dios y a los jefes del mismo.

En el texto de hoy, una excepción, él mismo se compara con la vid: "Yo soy la vid" y a los suyos con los sarmientos "... y vosotros los sarmientos".

Después de tanta vid con malos frutos, ha llegado la vid verdadera, la de los buenos frutos, la de la fidelidad, la del vino nuevo del cumplimiento de los planes del Padre.

Y en él, todos los suyos, como sarmientos que se alimentan de la misma vid. Para dar frutos hay que estar unidos a la vid, pues separados de ella no se sirve más que para el fuego.

Ser discípulo es estar injertado en Cristo, y recibir su vida.

Y lo que el Padre quiere es que todo el que esté unido al Hijo dé fruto abundante.

"Dar fruto" es una expresión frecuentemente minimizada por los escritores de la vida espiritual, que la entienden muchas veces en el sentido de hacer buenas obras y alcanzar así la salvación del alma. Pero en el evangelio de Juan, "dar fruto" significa llevar a la madurez la misión de Cristo, esto es, llegar a la cosecha del reinado de Dios para que se manifieste lo que ha sido sembrado en la muerte de Cristo: la salvación del mundo, que es la gloria y la alegría del Padre (el "labrador"). Los que reciben a Cristo y su palabra, los que permanecen en él y cumplen lo que él dice, los que mueren con él para que el mundo viva, dando mucho fruto. Y éste es el fruto que permanece (Jn 15,16). En este fruto, en esta cosecha, está empeñada la iglesia. Para llevar adelante su empeño debe continuar unida al Señor, dejando que sea el Señor el que inspire toda su organización y le infunda la vida.

El texto evangélico nos habla de la gran importancia de estar unidos a Cristo "Como el sarmiento no puede dar fruto por sí -nos dice Jesús-, si no permanece en la vid, así tampoco vosotros, si no permanecéis en mí". La comparación y la enseñanza que se desprende no pueden ser más claras. El que no vive unido al Señor es un hombre frustrado, incapaz de hacer nada que realmente sirva.

"A todo sarmiento mío que no da fruto lo arranca, y a todo el que da fruto lo poda, para que dé más fruto". La viña que no se poda, se asilvestra y termina por no dar buen fruto, sólo agrazones.

"Vosotros ya estáis limpios por las palabras que os he hablado".

Hay dos limpiezas; una inicial y otra de crecimiento.

La primera se realiza cuando el cristiano se inserta en la vid separándose del orden injusto, i. e. cuando el hombre se adhiere a Jesús y renuncia al mundo, lo cual requiere la decisión de poner en práctica el mensaje de Jesús. Los discípulos ya han hecho esta elección, por eso ya están limpios.

La segunda limpieza es necesaria para el crecimiento de la vida cristiana, es esa poda, de la que acabo de hablar.

"Permaneced en mí y yo en vosotros, como el sarmiento no puede dar fruto por sí, si no permanece en la vid, así tampoco vosotros, si no permanecéis en mí".

Esta fórmula "permaneced en mí y yo en vosotros", muy típica de este evangelista, define la relación del discípulo con Jesús como una reciprocidad personal. Y esa relación personal con Jesús es la condición indispensable para dar fruto.

Una unión con Jesús que no es algo automático ni ritual: pide la decisión del hombre, y a la iniciativa del discípulo responde la fidelidad de Jesús "y yo permaneceré en vosotros". Esta unión mutua entre Jesús y los discípulos será la condición para la existencia de la comunidad, para su vida y para el fruto que debe producir.

El sarmiento no tiene vida propia, y por tanto, no puede dar fruto de por sí, necesita la savia, es decir, el Espíritu comunicado por Jesús.

El que vive unido a Cristo capta, por la plegaria, cuál es el plan de Dios y es movido a realizarlo; da fruto abundante.

La gloria del padre se ha manifestado plenamente en Jesús, que conocía su voluntad y la realizó, y ahora debe manifestarse en los discípulos de Cristo, que, unidos a El, son capaces de dar fruto.

Así comenta San Agustín este evangelio

 

Jn 15,1-8: No dijo: «Sin mí podéis hacer poco», sino: «Sin mí no podéis hacer nada».

Quien no está unido a Cristo no es cristiano

" Jesús dijo que él era la vid, sus discípulos los sarmientos y el Padre el agricultor. Sobre ello ya he hablado, según mis alcances. En la misma lectura, hablando todavía de sí mismo que es la vid, y de los sarmientos, es decir, de sus discípulos, dice: Permaneced en mí y yo en vosotros (Jn 15,4). Pero ellos no están en él del mismo modo que él en ellos. Una y otra presencia es provechosa para ellos, no para él. En efecto, los sarmientos están en la vid de tal modo que, sin darle ellos nada a ella, reciben de ella la savia que les da vida; a su vez la vid está en los sarmientos proporcionándoles el alimento vital, sin recibir nada de ellos. De la misma manera, tener a Cristo y permanecer en Cristo es de provecho para los discípulos, no para Cristo; porque, arrancando un sarmiento, puede brotar otro de la raíz viva, mientras que el sarmiento cortado no puede tener vida sin la raíz.

Luego añade: Como el sarmiento no puede dar fruto de sí mismo, si no permanece unido a la vid, así tampoco vosotros si no permanecéis en mí (Jn 15,4). Gran encarecimiento de la gracia, hermanos míos: con ella instruye a los humildes y tapa la boca a los soberbios. Que repliquen, si se atreven, los que ignorando la justicia de Dios y queriendo establecer la propia, no se someten a la de Dios (Rom 10,3). He aquí a qué deben responder los que buscan complacerse a sí mismos y consideran que no tienen necesidad de Dios para realizar las buenas obras. ¿No resisten a esta verdad ellos, hombres de corazón corrompido y réprobos en la fe? (2 Tim 3,8). Esto es lo que dicen: «El ser hombres lo tenemos de Dios, el ser justos de nosotros mismos» 1. ¿Qué decís, ¡oh ilusos!, más que asertores demoledores del libre albedrío, que por una vana presunción caéis desde la altura de vuestro orgullo hasta el abismo más profundo? Afirmáis que el hombre puede cumplir la justicia por sí mismo: he aquí la cima de vuestro orgullo.

Pero la verdad os contradice, cuando afirma: El sarmiento no puede dar fruto de sí mismo, si no permanece unido a la vid. Corred ahora por lugares abruptos y, no hallando donde fijar el pie, precipitaos en vuestras parlerias, llenas de viento: éstas son las vanidades de vuestra presunción. Pero prestad oídos a lo que sigue, y horrorizaos si aún queda en vosotros algún sentido común. El que cree que puede dar fruto por sí mismo, no está unido a la vid; quien no está unido a la vid no está unido a Cristo, y, quien no está unido a Cristo no es cristiano: éste es el abismo al que os habéis precipitado.

Considerad una y mil veces las siguientes palabras de la Verdad: Yo soy la vid, y vosotros los sarmientos. El que está en mí y yo en él, ése dará mucho fruto, porque sin mí no podéis hacer nada (Jn 15,5). Y para evitar que alguno pudiera pensar que el sarmiento puede producir algún fruto, aunque escaso, después de haber dicho que quien permanece en él dará mucho fruto, no dice: «porque sin mi podéis hacer poco», sino: sin mí no podéis hacer nada. Se trate de poco o se trate de mucho, no se puede hacer sin el cual no se puede hacer nada. Y si el sarmiento da poco fruto, el agricultor lo poda para que lo dé más abundante; pero, si no permanece unido a la vid, no podrá producir fruto alguno. Y puesto que Cristo no podría ser la vid, si no fuese hombre, no podría comunicar esta virtud a los sarmientos si no fuese también Dios. Mas como nadie puede tener vida sin la gracia, y sólo la muerte cae bajo el poder del libre albedrío, continúa diciendo: El que no permanezca en mí será echado fuera, como el sarmiento, y se secará, lo cogerán y lo arrojarán al fuego y en él arderá (Jn 15,6). Los sarmientos son tanto más despreciables fuera de la vid cuanto más gloriosos unidos a ella. Como dice el Señor por boca del profeta Ezequiel, cortados de la vid son enteramente inútiles para el agricultor y no sirven al carpintero. El sarmiento ha de estar en uno de esos dos lugares: o en la vid o en el fuego; si no está en la vid estará en el fuego. Permanezca, pues, en la vid para librarse del fuego.

Si permanecéis en mí y mis palabras permanecen en vosotros, pediréis cuanto queráis y se os concederá (Jn 15,7). Permaneciendo unidos a Cristo, ¿qué otra cosa pueden querer sino lo que es conforme a Cristo? Estando unidos al Salvador, ¿qué otra cosa pueden querer sino lo que no es extraño a la salvación? En cuanto estamos unidos a Cristo queremos unas cosas y en cuanto estamos aún en este mundo queremos otras. Por el hecho de vivir en este mundo, a veces nos viene la idea de pedir algo cuyo daño desconocemos. Nunca tengamos el deseo de que se nos conceda, si queremos permanecer en Cristo, el cual no nos concede sino aquello que nos conviene. Permaneciendo, pues, en él y reteniendo en nosotros sus palabras, pediremos cuanto queramos, y todo nos será concedido. Porque si no obtenemos lo que pedimos, es porque no pedimos lo que permanece en él ni lo que se encierra en sus palabras, que permanecen en nosotros, sino que pedimos lo que desea nuestra codicia y la flaqueza de la carne.

Estas cosas no se hallan en él, ni en ellas permanecen sus palabras, entre las cuales está la oración que nos enseñó a decir: Padre nuestro que estás en los cielos. No nos salgamos en nuestras peticiones de las palabras y del contenido de esta oración, y obtendremos cuanto pedimos. Porque sólo entonces permanecen en nosotros sus palabras, cuando cumplimos sus preceptos y vamos en pos de sus promesas. Pero cuando sus palabras están sólo en la memoria, sin reflejarse en nuestro modo de vivir, somos como el sarmiento separado de la vid. A esta diferencia hace alusión el salmo cuando dice: Guardan en la memoria sus preceptos para cumplirlos (Sal 102,18). Hay muchos que los conservan en la memoria para menospreciarlos o para escarnecerlos y atacarlos. En ésos no permanecen las palabras de Cristo; tienen contacto con ellas, pero no están adheridos a ellas, y, por lo tanto, no les reportarán beneficio, sino que les servirán de testigos adversos" (San Agustin, Comentarios al evangelio de San Juan 81)l

................

1. Así los donatistas.

 

Para nuestra vida.

Estamos en la Pascua, período de gozo y de esperanza, época en la que la naturaleza se reviste del esplendor de sus verdes vivos y la policromía de mil flores. Tiempo por otra parte de honrar a María en este mes de mayo que está en su cenit. Vamos, con su ayuda, a llenar nuestra existencia de buenos deseos y de mejores obras, vamos a ser sarmientos muy unidos a la cepa que es Cristo, para dar frutos de vida eterna.

Por el buen fruto se reconoce el árbol bueno. Y por los frutos, por las buenas obras, reconocemos también a los creyentes. Una fe sin obras es una fe muerte, inexistente por inoperante, pura credulidad o presunción. Por eso, cuando la vida cristiana discurre al margen y aun de espaldas al evangelio, no es cristiana; pero, si la vida cristiana se entretiene al margen de la vida y sus cuestiones, no es vida. La síntesis se verifica en la encarnación de la fe en la vida, en las obras. Estas obras en que se encarna y realiza la fe cristiana no son las prácticas de piedad, ni la recepción de los sacramentos y la oración, recortando y reduciendo el horizonte del compromiso cristiano y encerrando la religión en sí misma. La eucaristía, los sacramentos en general, la oración y las devociones en particular, son confesión y expresión de la fe, pero no son aún su realización y verificación. Son signos de la actitud religiosa, pero no respuesta religiosa al desafío y compromiso de la vida y sus problemas. No son, por tanto, las buenas obras, el fruto que legítimamente espera el viñador. Lo que ha de hacer el cristiano no es sólo bautizarse, ir a misa, rezar y casarse por la Iglesia. Todo eso ha de hacerlo para expresar su fe y para celebrar la fe, pero no es lo que ha de hacer por tener fe. Por ser creyente se espera, además, que traduzca su fe en buenas obras. Es imprescindible que proclame su fe ante el mundo. Pero si la fe es algo más que pura palabrería o ensoñaciones utópicas, ha de acreditarse en la transformación del mundo y transfiguración de su existencia. ¿Qué sentido tiene estar bautizado, si no se vive comprometido? ¿Qué significa la comunión eucarística, si no hay ni siquiera voluntad de compartir los bienes que confesamos haber recibido de Dios? ¿Para qué casarse por la Iglesia, si no se está dispuesto a amarse mutuamente como Cristo ama a su Iglesia? Ser cristiano no es un título o un diploma de buena conducta, sino un compromiso en la vida y de por vida.

Tener fe no es un lujo, o un privilegio, sino una tarea. Y lo que legítimamente se espera del creyente no es que diga que lo es, sino que lo demuestre. No se esperan sólo palabras, gestos, símbolos, sino obras, obras buenas y que contribuyan a hacer mejor el mundo y la convivencia.

 

En la primera lectura vemos como San Pablo, después de su conversión, se dirige a Jerusalén buscando el contacto con la primitiva comunidad cristiana. No le sería fácil, pues todos se acordaban del antiguo perseguidor y lo miraban con recelo. Además, los judíos le consideraban un traidor. La primera lectura de los Hechos presenta las dificultades con que se encontró san Pablo cuando intentó incorporarse a la comunidad cristiana de Jerusalén.

 Admirable es hoy el ejemplo de San Pablo. Convertido por la gracia del Señor, se ve situado en un ambiente de desconfianza y persecución. Quien fue perseguidor de los cristianos, se ve perseguido por sus antiguos correligionarios, dentro de la desconfianza lógica de los cristianos a quienes perseguía no hacía mucho. Pero al San Pablo cristiano no le asustaban ni las persecuciones, ni la misma muerte, porque su único objetivo era identificarse con Cristo y, si Cristo estaba con él, todo lo demás lo consideraba sin importancia. Su único objetivo, como decimos, era identificarse con Cristo, hasta poder llegar a decir: “ya no soy yo quien vivo, es Cristo quien vive en mí”. Este ejemplo de San Pablo debe animar hoy a muchos cristianos a permanecer fieles a su fe, en medio de las muchas dificultades y peligros que están sufriendo. En la dificultad se prueba la verdadera fe.

Lo más difícil , la conversión ya se había realizado. Cierto que es difícil que los hombres cambien. Pero lo que para el hombre es imposible, para Dios no lo es. Por eso el hombre más perverso puede acabar siendo un santo.

La lectura nos presentan las dificultades que encontró San Pablo al querer incorporarse a la comunidad,  la razón principal de estas dificultades se hallaba en que los miembros "antiguos" de la comunidad dudaban de la sinceridad de la conversión del miembro "nuevo". Ya desde el principio, aquella primera comunidad cristiana sintió la tendencia a encerrarse en sí misma y a poner obstáculos a la incorporación de los que no tenían exactamente la misma mentalidad. Este peligro es constante en la Iglesia. Y en el fondo proviene de una falsa idea de lo que realmente es la comunidad cristiana. A menudo confundimos la Iglesia con una sociedad meramente humana, en la que sólo cuentan los factores unitivos de las afinidades humanas. Por eso excluimos espontáneamente de nuestras comunidades a todos aquellos que no piensan como nosotros, que no viven como nosotros, que no "son de los nuestros". Para pertenecer a la Iglesia no es preciso pertenecer a un pueblo, a una civilización, a una clase social, o a un partido político determinado. Como dicen las palabras finales de la lectura, la única realidad capaz de vivificar, multiplicar y construir la Iglesia, es el Espíritu Santo, que supera todas las diferencias y rivalidades humanas.

Cierto que es difícil que los hombres cambien. Pero lo que para el hombre es imposible, para Dios no lo es. Por eso el hombre más perverso puede acabar siendo un santo. Y viceversa... Para los que intentan rectificar sus vidas, uno de los obstáculos más difíciles de superar es precisamente la sospecha de los "buenos", la desconfianza, la duda sobre la rectitud de su conducta.

Demasiadas veces surgen dudas y desconfianzas entre nosotros. Debemos pedirle al Señor que nos dé  la humildad suficiente para no jugar mal a nadie. Para no desconfiar de los que, habiendo sido antes pecadores,  ahora quieren dejar de serlo. Que no pongamos zancadillas a los que quieren caminar hacia Dios, persuadidos de tu poder ilimitado para cambiar al hombre y de tu amor incansable por él.

Para vivir como cristianos en este inicio de siglo XXI. no debemos olvidar que la Fe supera las divisiones culturales, la Fe está por encima de la pertenencia a partido político diferente al que uno milita o simpatiza, se expresará de acuerdo con nuestras realidades actuales, pero sin dar a esta calificación soberana. La no aceptación de las divisiones étnicas, de las diferencias de procedencia o de lengua de expresión, marginando al que es diferente, sin llegar a condenarlo o expulsarlo, eso sí, han hecho mucho daño a la realidad eclesial y continúan haciéndolo.

 

 

Con el Salmo 21 decimos: «El Señor es mi alabanza en la gran asamblea. Cumpliré mis votos delante de sus fieles. Los desvalidos comerán hasta saciarse. Alabarán al Señor los que lo buscan; viva su Corazón por siempre. Lo recordarán y volverán al Señor, se postrarán las familias de los pueblos. Ante Él se inclinarán los que bajan al polvo. Me hará vivir para Él, mi descendencia le servirá, hablarán del Señor a la generación futura...»

En el salmo 21 hay tres partes  casi iguales (v. 2-11, v. 12-22, v. 23-32). Las dos primeras sirven para describir realista y  crudamente la propia situación desesperada. Se abren con un lamento («¿Por qué me has  abandonado?... te grito y no me respondes» v. 2, 3) y con una oración («no te quedes  lejos»: v. 12). La tercera parte se abre con un grito de triunfo. Ha llegado la liberación  esperada: «Contaré tu fama a mis hermanos» (v. 23). 

Al llegar aquí el salmista siente necesidad de contar en medio de la asamblea la  salvación que le ha sido regalada por el Señor.  El «público» que poco antes le despreciaba, ahora le escucha alabar al Señor. Son  «hermanos» invitados a celebrar esta «acción de gracias».  Y nos encontramos con la visión de un banquete en el que participan pobres y ricos. Se  han roto todos los confines y son convocados todos los pueblos de la tierra a este  banquete en el que «los desvalidos comerán hasta saciarse, alabarán al Señor los que lo  buscan» (v. 27). 

Esta última parte del salmo 22 contiene los elementos esenciales de nuestra liturgia,  especialmente de la eucaristía. Un banquete en el que participan todos sin distinciones y  donde existe una única mesa para todos los hermanos. 

Es memorial, es decir, conmemoración de los acontecimientos que tienen como  protagonista al Señor, que toma partido por la gente humillada, indefensa, pisoteada. Que  interviene para salvar y liberar. 

Es acción de gracias, que es mucho más que un simple agradecer. Es el tomar  conciencia de la gracia en acción aquí y ahora. Los acontecimientos que son  rememorados, contados, no hacen referencia sólo al pasado. También afectan al hombre  de hoy. Su conmemoración les hace actuales, no sólo en la memoria, sino sobre todo en su  acción real, en sus efectos. Es un recuerdo «eficaz». Por eso podemos decir que la liturgia  actualiza la historia de la salvación. Asi en la liturgia podemos actualizar lo expresado en el salmo.

 

En la segunda lectura de hoy San Juan insiste una vez más en el amor, pero en un amor que no se contenta con hermosas palabras; pues debemos amar como Cristo nos ha amado, ya que "en esto hemos conocido lo que es amor: en que él dio la vida por nosotros". Y éste es el amor que nos saca de dudas; por él conocemos si somos o no de la verdad; esto es, si hemos nacido de Dios y somos sus hijos. ¿Por qué andamos entonces siempre con complejos de ortodoxia y nos olvidamos tantas veces de la ortopraxis? Porque es aquí, en la ortopraxis o en la práctica correcta del amor, donde está el verdadero problema. Muchas veces, si nos examinamos a fondo, vemos que nuestra conducta no está a la altura de las exigencias del amor cristiano. Y el corazón nos acusa. Lo verdaderamente decisivo para la salvación es creer que Jesús es el Cristo y el Hijo de Dios (ésta es la fórmula más breve de la fe cristiana) y cumplir su mandamiento de amor, que resume todas las exigencias morales del evangelio. Ambas cosas están unidas inseparablemente, pues la fe es la aceptación de Jesucristo y el reconocimiento práctico de que él solo es el Hijo de Dios, el Señor. Por lo tanto, el que cree en el nombre de Jesucristo acepta y cumple lo que él mismo nos enseñó.

San Juan nos previene, "Hijos míos, no amemos de palabra y de boca, sino de verdad y con obras…".  En esto conocemos que permanece Dios en nosotros: por el Espíritu que nos dio. Es seguro que si amamos de verdad a Cristo, de verdad y con obras, tenemos su Espíritu, daremos buenos frutos y cumpliremos sus mandamientos, amándonos unos a otros tal como él nos mandó. Dios nos habla a través de nuestra conciencia y, si tenemos fino el oído interior, sabremos en cada momento lo que Dios quiere de nosotros. El que ama de verdad, como Cristo nos amó, puede vivir seguro de que Dios le ama y de que el Espíritu de Cristo habita en él.

Todo esto es fácil decirlo, pero es muy difícil hacerlo; amar de verdad exige un continuo esfuerzo de purificación de nuestro egoísmo, de constante poda interior. Sólo los esforzados alcanzarán el reino de los cielos. Esforcémonos nosotros cada día, hagamos poda interior, para ser siempre sarmientos vivos de la cepa que es Cristo. En esto, como en muchas otras cosas, tanto san Pablo, como san Juan y los demás apóstoles, fueron maravillosos ejemplos de fidelidad a Cristo para nosotros.

 

¿Cómo podremos dar los frutos de la vida en Cristo?.

La respuesta nos la da el evangelio. “Quien no está unido a Cristo no es cristiano”, nos dice San Agustín. Lo mismo que el pasado domingo en el evangelio del Buen Pastor, nos sorprende ahora la afirmación absoluta de Jesús: "Yo soy la verdadera vid". No dice que fue o que será, pues él es ya la verdadera vid, la que da el fruto. Tales afirmaciones deben escucharse desde la experiencia pascual y con la fe en la resurrección del Señor.

Jesús vive y es para todos los creyentes el único autor de la vida y el principio de su organización. De él salta la savia, y él es el que mantiene unidos a los sarmientos en vistas a una misma función: "dar fruto". "Dar fruto" es una expresión frecuentemente minimizada por los escritores de la vida espiritual, que la entienden muchas veces en el sentido de hacer buenas obras y alcanzar así la salvación del alma. Pero en el evangelio de Juan, "dar fruto" significa llevar a la madurez la misión de Cristo, esto es, llegar a la cosecha del reinado de Dios para que se manifieste lo que ha sido sembrado en la muerte de Cristo: la salvación del mundo, que es la gloria y la alegría del Padre (el "labrador"). Jesús es la cepa, la raíz y el fundamento a partir del cual se extiende la verdadera "viña del Señor". Entre los sarmientos y la vid hay una comunión de vida con tal de que aquéllos permanezcan unidos a la vid. Si es así, también los sarmientos se alimentan y crecen con la misma savia. Jesús ha prometido estar con nosotros hasta el fin del mundo, y lo estará si le somos fieles. El no abandona a los que no le abandonan.

Clara es la enseñanza que emana del Evangelio de hoy. Jesús es la vid, nosotros los sarmientos y el Padre es el labrador. Quiere decirnos con estas palabras que no podemos subsistir como cristianos alejados de Él, que es nuestra vida. Tenemos experiencia de momentos en los que hemos intentado vivir sin contar con Dios, hemos creído que podíamos conseguirlo todo con nuestras fuerzas, pero algo nos ha devuelto a la realidad.

Sin El no somos nada... Es el orgullo y la vanidad lo que nos lleva a pensar que estamos por encima de todo y no hay nada que se nos resista. Somos necios e insensatos...Si cortamos el contacto con la fuente, nuestra vida de fe y nuestro entusiasmo se secan. Los sarmientos, es decir nosotros, necesitamos su presencia provechosa. Así los sarmientos están en la vid de tal modo que, sin darle ellos nada a ella, reciben de ella la savia que les da vida; a su vez la vid está en los sarmientos proporcionándoles el alimento vital, sin recibir nada de ellos. De la misma manera, tener a Cristo y permanecer en Cristo es de provecho para los discípulos, no para Cristo; porque, arrancando un sarmiento, puede brotar otro de la raíz viva, mientras que el sarmiento cortado no puede tener vida sin la raíz.

El sarmiento que no da fruto es aquel que pertenece a la comunidad, pero no responde al Espíritu de Jesús, el que come el pan, pero no se asimila a Jesús. Es el sarmiento que no responde a la vida que se le comunica.

El Padre, que cuida de su viña, lo corta; es un sarmiento bastardo, que no pertenece a esa vid.

"Y a todo el que da fruto lo poda, para que dé más fruto".

El Señor espera nuestra colaboración. Las personas humanas si no podamos nuestros brotes malos, nuestras malas inclinaciones, y si no resistimos con valentía las muchas tentaciones que nos da la vida, terminamos convertidos en personas espiritualmente secas, en simples esclavos de nuestras pasiones. Tenemos que podarnos corporalmente, en la comida y en la bebida, en el ejercicio y en el descanso, y tenemos que podarnos psicológica y espiritualmente, en pensamientos, palabras y obras. Somos sarmientos de la cepa que es Cristo y si no podamos todo lo que sea incompatible con Cristo, nos secamos espiritualmente y terminamos alejados de Dios. Para poder vivir en comunión con Cristo necesitamos purificar diariamente nuestro interior y comportarnos exteriormente de tal manera que nuestro comportamiento sea parecido al comportamiento de Cristo, salvando, naturalmente, las muchas distancias personales, de tiempo y espacio, que inevitablemente existirán siempre entre nosotros y Cristo. Podar, en este caso, significa lo mismo que purificar y sabemos que toda nuestra vida ha de ser un ejercicio continuado de purificación, porque venimos ya a este mundo con inclinaciones y tendencias originalmente malas y pecaminosas. En el evangelio se nos dice que intentemos ser perfectos como nuestro Padre celestial es perfecto, y sin un ejercicio continuado de poda y purificación, nunca podremos acercarnos a este ideal, porque no podremos dar fruto abundante de buenas obras.

  Así comenta San Cirilo de Alejandría este texto: «El Señor, para convencernos que es necesario que nos adhiramos a Él por el amor, ponderó cuan grandes bienes se derivan de nuestra unión con Él, comparándose a Sí mismo con la vid y afirmando que los que están unidos a Él e injertados en su persona, vienen a ser como sus sarmientos y, que, al participar del Espíritu de Cristo, éste nos une con Él. La adhesión de quienes se vinculan a la vid consiste en una adhesión de voluntad y de deseo; en cambio, la unión de la vid con nosotros es una unión de amor y de inhabitación» (San Cirilo de Alejandría,       Comentario al Evangelio de San Juan 10,2).

Rafael Pla Calatayud.

rafael@betaniajerusalen.com

 

domingo, 21 de abril de 2024

Comentario a las Lecturas del IV Domingo de Pascua 21 de abril de 2024

 

Comentario a las Lecturas del IV Domingo de Pascua 21 de abril de 2024

En este cuarto domingo de Pascua, celebramos en la Iglesia universal la Jornada Mundial de Oración por las Vocaciones y, al mismo tiempo en España, la Jornada de Vocaciones Nativas. A la vez que rogamos al Dueño de la mies que envíe nuevas vocaciones a su mies, nos sentimos responsables de la formación y el sostenimiento de quienes han


respondido a la llamada en los territorios de misión.

Las lecturas de hoy  testimonian la huella dejada por Jesús Resucitado en su rebaño, tras un tiempo de debilidad y miedo.

 

En la primera lectura de los Hechos de los Apóstoles (Hch. 4,8-12), El fragmento del libro de los Hechos que leemos hoy corresponde al discurso de Pedro ante el sanedrín, luego de haber sido encarcelado con motivo de la curación de un cojo de nacimiento y de las arengas al pueblo, hechos considerados "subversivos" por las autoridades religiosas de Israel. Consecuente con lo que había dicho al lisiado -"Plata y oro no tengo, pero lo que tengo, te lo doy: en nombre de Jesucristo de Nazaret, camina" (Ac 3, 6)-, Pedro reafirma su actitud ante el tribunal: "Por el nombre de Jesucristo Nazareno, se presenta éste sano ante vosotros". Y aprovecha la ocasión para predicar, una vez más, lo que considera esencial en su mensaje: el misterio pascual de Jesucristo, única fuente de la verdadera salvación.

Pedro y Juan continúan su testimonio en Jerusalén: "os perseguirán... por causa de mi nombre; así tendréis ocasión de dar testimonio" (Lc 21,12.13). La comunidad cristiana persevera en la plegaria y pide fuerza para proseguir con valentía el servicio de la palabra: «Cuando os conduzcan a las sinagogas, ante los magistrados y las autoridades, no os preocupéis de cómo os vais a defender o de qué vais a decir, porque el Espíritu Santo os enseñará en aquel momento lo que hay que decir» (Lc 12, 11.12).

El texto de hoy se centra así, en las consecuencias de un milagro que asombró a toda la ciudad de Jerusalén. Pedro, lleno del Espíritu Santo, responde con claridad y fortaleza, haciendo una confesión clara y valiente, ante el Sanedrín, el Tribunal Supremo de Israel. Pedro, lleno del Espíritu Santo, dijo: a los jefes del pueblo y ancianos "... ha sido el nombre de Jesucristo Nazareno, a quien vosotros crucificasteis y a quien Dios resucitó de entre los muertos; por su nombre, se presenta éste sano ante vosotros.".

Concluye San Pedro con claridad: "Jesús es la piedra que desechasteis vosotros, los arquitectos, y se ha convertido en piedra angular".

La piedra angular, la que cierra el arco, la que hace de cuña, la que contrarresta las dos fuerzas contrarias del ángulo curvilíneo, la que sostiene, la que culmina. Piedra fundamental y necesario para seguridad de la edificación. Eso es Cristo para la salvación de los hombres, para la liberación de su pueblo.

"Y no hay salvación en ningún otro; pues ningún otro nombre debajo del cielo es dado a los hombres para salvarnos". No hay otro camino que Cristo, no hay otra piedra angular. Sólo Él puede salvar al hombre, sólo Él puede sostener el edificio de nuestra vida personal.

Como San Pedro también los demás apóstoles sabían muy bien que ellos no eran los que curaban a los enfermos, sino que era Jesús, el Cristo, el que lo hacía a través de ellos.

 

El salmo responsorial de hoy (Sal 117, 1 y 8-9. 21-23. 26 y 28-29), es utilizado por la Iglesia con particular frecuencia y eficacia en el Tiempo Pascual durante el cual conmemora la Resurrección de Cristo. Celebramos el día de la Creación, pero, sobre todo, el Domingo de la Resurrección, cuando la humanidad, perdida por el pecado, es hallada de nuevo en el paraíso de la gracia. Ese Domingo señala para el género humano el inicio de una nueva era y la Iglesia, en la noche de la Vigilia pascual y a lo largo de toda la Octava, saluda el nacimiento de ese día glorioso con el canto solemne de este salmo.[1]

Este salmo fue utilizado por primera vez el año 444 Antes de Jesucristo, en la fiesta de los Tabernáculos (Nehemías 8,13-18). Hace parte del ritual actual de esta fiesta. La fiesta de los Tabernáculos era la más popular: el "patio de las mujeres" en la explanada del Templo, permanecía iluminado toda la noche...

Procesionalmente se iba a buscar el "agua viva" a la piscina de Siloé... Y durante siete días consecutivos, se vivía en chozas de ramaje en recuerdo de los años de la larga peregrinación liberadora en el desierto... En el Templo la alegría se expresaba mediante una "danza" alrededor del altar: en una mano se agitaba un ramo verde; la otra se apoyaba en el hombro del vecino, en una especie de ronda... se giraba alrededor del altar balanceándose rítmicamente y cantando "¡Hosanna! ¡Bendito sea el que viene en nombre del Señor!"

"Dad gracias al Señor porque es bueno, porque es eterna su misericordia": "¿Qué otra cosa podremos cantar allí -en el Cielo- sino sus alabanzas? Tú eres mi Dios, te doy gracias; Dios mío, yo te ensalzo. Pero no proclamaremos estas alabanzas con palabras; más bien será el amor mismo, que nos unirá a Él, quien gritará. Esa voz, incluso, será la voz del mismísimo amor. Dad gracias al Señor porque es bueno, porque es eterna su misericordia: el texto comienza y concluye con estas palabras; son el primer versículo y el último del salmo porque de todo lo que hemos venido narrando desde el principio hasta el fin, no hay cosa que más nos pueda embelesar que la alabanza a Dios y un eterno «Aleluya»."[2]

A partir de esta experiencia el salmista dará un testimonio personal ante la asamblea: «Mejor es refugiarse en el Señor que fiarse de los hombres; mejor es refugiarse en el Señor que fiarse de los jefes» (vv. 7-8), utilizando los verbos refugiarse y confiar, en que hay un éxodo desde sus soledades, y un dejarse envolver y arropar con el abrigo de la Presencia, una presencia inmunizadora. Somos libres. No tenemos miedo.

  El salmista da gracias y reconoce la obra de Dios: "Te doy gracias porque me escuchaste y fuiste mi salvación." (v 21)

El coro retorna la palabra para comentar, conmovido, los acontecimientos de liberación (vv. 22-25): resulta que aquél que nuestros ojos lo contemplaron pisoteado bajo los pies de sus enemigos, herido por el aguijón de las lenguas venenosas, despreciado con frecuencia, y siempre el último, resulta que ahora ha sido constituido en la piedra angular y viga maestra del edificio (v. 22).

Es un «milagro patente» (v. 23), todo ha sido obra del Señor. Sucedió que el Señor irrumpió en el escenario de la historia, hizo proezas increíbles, sacó prodigios de la nada y dejó mudas a las naciones. ¡Hosanna! Señor, ¡sálvanos! (v. 25).

El personaje liberado renueva su profesión allí delante del altar, en un tono personal, sumamente interior y pronunciada en el último nivel: «Tú eres mi Dios» (v. 28); de Ti vengo, en Ti soy, hacia Ti camino, en Ti descansaré, a Ti te busco desde la aurora de mi vida, desde siempre y para siempre Tú eres mi Dios, el único de mi vida.

Y el coro clausura esta brillante representación retomando el estribillo inicial y repitiéndolo como un acorde de coronación: Gloria y loor al Inmortal «porque es eterna su misericordia» (v. 29).

  Recitamos en el salmo: "La piedra que desecharon los arquitectos, es ahora la piedra angular."   "Es el Señor quien lo ha hecho, ha sido un milagro patente."

Según testimonio de los tres evangelistas sinópticos, Jesús se aplicó explícitamente este salmo (Mateo 21,42; Marcos 12,10; Lucas 20,17), para concluir la parábola de los "viñadores homicidas": "la piedra que desecharon los constructores, se convirtió en la ¡piedra angular!".

Jesús, se consideraba como esta "piedra" rechazada por los jefes de su pueblo (anuncio de su muerte), y que llegaría a ser la base misma del edificio espiritual del pueblo de Dios. El día de los ramos, los mismos evangelistas señalan cuidadosamente que la muchedumbre aclamó a Jesús con las palabras del salmo: "¡Hosanna, bendito el que viene en nombre del Señor!".

No olvidemos que el "rey" que habla en este salmo, es un símbolo, un "revestimiento midráshico". Este rey vencedor de todos sus enemigos, es el Rey Mesiánico. Y la victoria que se celebra aquí, es la victoria escatológica, la victoria completa y definitiva de Dios sobre todas las potencias del "mal". La obra de Dios, es la obra salvífica, la salvación del pecado y de la muerte. "Y el día que hizo el Señor, es el famoso día de Yahveh", en que su reino brillará a plena luz.

Hacer de este salmo la oración de Jesús de Nazaret no es nada artificial. Sabemos que El, efectivamente, cantó este salmo después de la comida de Pascua, cada año de su vida terrena, y particularmente la tarde del Jueves Santo, ya que hacía parte del Hallel al finalizar la comida Pascual.

 

La segunda lectura (Primera carta de San Juan, 3,1-2), nos recuerda el amor de Dios. "Mirad qué amor nos ha tenido el Padre para llamarnos hijos de Dios, pues ¡lo somos!". Nos dice Juan en su Primera Carta que “somos hijos de Dios, pero aún no se ha manifestado lo que seremos; sabemos que, cuando se manifieste, seremos semejantes a él, porque le veremos tal cual es”.

Estos versículos inauguran la segunda parte de la carta de Juan. Si hasta ahora ha hablado sobre todo de comunión y de conocimiento de Dios, Juan vuelve ahora al mismo tema, pero desde otro punto de vista: el de filiación.

Juan ha hablado en el versículo anterior (1 Jn 2,29) de nuestra procreación, imagen expresiva del don que Dios nos hace de su vida. Ya en el Evangelio había subrayado Juan la necesidad de ese nuevo nacimiento en el bautismo (Jn 3, 3-8).

Engendrados de ese modo, los cristianos pueden ser llamados con todo derecho hijos de Dios (v. 1). Pero esa expresión se presta a equívocos, puesto que muchas religiones contemporáneas reivindicaban ya ese título para sus miembros: los judíos le utilizaban (Dt 14, 1) y las religiones mistéricas lo conferían solemnemente a sus iniciados. Pero se trataba sólo de metáforas.

Juan insiste mucho sobre el hecho de que el cristiano, debido a que participa realmente de la vida divina, es realmente hijo de Dios: "Y nosotros lo somos" (v. 1). Cierto que la realidad de nuestra filiación divina es indudable, pero está todavía en devenir. Por eso el mundo no puede ver que los cristianos son hijos de Dios. ¿Y cómo podría verlo ese mundo que se niega a reconocer a Dios? (v. 1 b).

"El mundo no nos conoce porque no lo conoció a él".

Quien acepta agradecido el hecho de que por el amor, incomprensiblemente grande del Padre, ha llegado a ser "hijo de Dios", ha de aceptar también con decisión la extrañeza que el "mundo" adopte frente a él.

No es posible, al mismo tiempo, aceptar el amor gratuito del Padre y el "amor al mundo" (2,15). El "mundo" no nos conoce, no nos puede acoger como si le perteneciéramos a él, como tampoco conoció a Jesús y por tanto lo aborreció.

"Queridos ahora somos hijos de Dios y aún no se ha manifestado lo que seremos. Sabemos que, cuando se manifiesta, seremos semejantes a él, porque la veremos tal cual es". (1 Jn 3, 2)

La grandeza de lo que se nos ha concedido gratuitamente -poder ser hijos de Dios- no la alcanzaríamos si el horizonte no se ampliara inmensamente.

El "haber nacido de Dios" y el "ser hijos de Dios" son cosas que tienen unas consecuencias que ahora no podemos verlas.

Esto significa que tenemos a la puerta una transformación que ahora no podemos imaginar.

Esta idea de purificación previa a la visión de Dios y, por tanto, a todo cumplimiento de nuestra filiación tiene probablemente un origen ritual. El sumo sacerdote judío procedía a numerosas abluciones y purificaciones antes de penetrar en el Santo de los santos . Pero el Sumo Sacerdote de la nueva alianza ha penetrado de una vez para siempre en el Santo de los santos, purificado por su propia sangre (Heb 9, 11-14; 10, 11-18) y purificando a todos los que están unidos a El. La pureza no se adquiere ya por medio de abluciones o de inmolaciones, sino por dependencia filial de Cristo a la voluntad de amor de su Padre manifestada en el sacrificio. Podremos aspirar, por tanto, a la purificación que nos habilita a ver a Dios en la medida en que compartamos con Cristo un sacerdocio hecho de amor y de obediencia filial.

 

El evangelio de hoy (Juan 10, 11-18). El capítulo 10 de Jn contiene la alegoría del pastor modelo, constituyendo una verdadera síntesis del misterio de la salvación.

En el v. 11 tenemos una definición descriptiva de Jesús como pastor. Este tema abre una serie de relaciones entre Jesús y los suyos haciendo ver que el conocimiento mutuo no es un conocimiento de tipo psicológico, ni un conocimiento entre maestro y discípulo, sino que es un conocimiento de amor, basado en las relaciones del Padre con Jesús. Por eso mismo, toda relación entre los que creen debe tener como base un amor real.

El razonamiento del pastoreo de Jesús arranca de un símil tomado de la vida no metafórica de los pastores: la llegada del lobo. En una situación así, continúa el símil, la capacidad de desprendimiento en beneficio de las ovejas da la medida exacta del pastor, probando al que realmente es del que sólo aparentaba serlo. A este último, en realidad, no le importaban las ovejas.

Hasta aquí el símil (v. 13). Lo central en él es la capacidad de desprendimiento en beneficio de las ovejas. Este es precisamente el caso de Jesús en el texto de hoy: "Conozco a mis ovejas y las mías me conocen". A conocer la ley Juan opone conocer a las ovejas. Ambos conocimientos los presenta a su vez dotados de una dinámica contrapuesta. La dinámica del conocimiento de la ley es la separación, la expulsión, la excomunión de las personas (cfr. Jn. 9, 22.34); la del conocimiento de las ovejas es la entrega de la propia vida en beneficio de ellas. De todas las ovejas, no sólo de las judías.

Juan introduce aquí un nuevo contraste: al exclusivismo opone la universalidad. Las "otras ovejas que no son de este redil" son todos aquéllos que no son judíos de nacimiento o por adopción y que en el cuarto evangelio quedan englobados bajo la denominación de "griegos". El autor está preparando la gran fiesta pascual de Jn. 12, 20-36, donde se nos dice que unos griegos quieren ver a Jesús. Será entonces cuando resuene solemne lo siguiente: "Ha llegado la hora de que sea glorificado el Hijo del Hombre". Será, en efecto, entonces cuando se habrá hecho "un solo rebaño con un solo pastor".

En la última parte del texto de hoy se nos habla  del voluntario desprendimiento de la propia vida. La muerte del pastor no es explicable solamente como un fatal desenlace o como un juego de fuerzas y de intereses. "Nadie me quita la vida, sino que yo la entrego libremente". La muerte del pastor es consecuencia de su opción por las ovejas, por todas las ovejas. Por eso es el buen pastor a quien el Padre ama.

Así comenta San Agustín este evangelio: Jn 10,11-18: "Mis ovejas escuchan mi voz y me siguen (Jn 10,27). Aquí encuentro a todos los pastores en uno solo. No faltan los buenos pastores, pero se hallan en uno solo. Los que están divididos son muchos. Aquí se anuncia uno solo porque se recomienda la unidad. Quizá digas que ahora no se habla de pastores, sino de un solo pastor, porque no encuentra el Señor a quien confiar sus ovejas. Entonces las confió porque encontró a Pedro. Al contrario, en el mismo Pedro nos recomendó la unidad. Eran muchos los apóstoles y a uno sólo se dice: Apacienta mis ovejas (Jn 21,16). ¡Lejos de nosotros afirmar que faltan ahora buenos pastores; lejos de nosotros el que falten, lejos de su misericordia el que no los haga nacer y otorgue! En efecto, si hay ovejas buenas, hay también pastores buenos, pues de las buenas ovejas salen buenos pastores. Pero todos los buenos pastores están en uno, son una sola cosa. Apacientan ellos: es Cristo quien apacienta. Los amigos del esposo no dicen que es su voz propia, sino que gozan de la voz del esposo.

Por tanto, es él mismo quien apacienta, cuando ellos apacientan. Dice: «Soy yo quien apaciento», pues en ellos se halla la voz de él, en ellos su caridad. Al mismo Pedro a quien confiaba sus ovejas, como si fuera su «otro yo», quería hacerle una sola cosa consigo, para confiarle luego las ovejas, porque así él sería la cabeza y mantendría la figura del cuerpo, es decir, de la Iglesia; como esposo y como esposa serían dos una sola carne. Por lo tanto, al confiarle las ovejas, ¿qué le pregunta antes para no confiárselas a otro distinto de sí? Pedro, ¿me amas? Y le responde: Te amo. De nuevo: ¿Me amas? Y respondió: Te amo. Confirma la caridad para consolidar la unidad. Él mismo, siendo único apacienta en ellos, y ellos apacientan en el único. No se habla de los pastores, y se está hablando. Se glorían los pastores, pero quien se gloríe, que se gloríe en el Señor. Esto es lo que significa el que Cristo apacienta: esto es apacentar con Cristo, apacentar en Cristo y no apacentarse a sí mismo fuera de Cristo.

No pensaba en la penuria de los pastores, como si el profeta anunciase como venideros estos malos tiempos, cuando dijo: Yo apacentaré a mis ovejas, como indicando: «No tengo a quién confiarlas». En efecto, cuando aún vivía Pedro y cuando aún se hallaban en esta carne y en esta vida los apóstoles mismos, dijo aquel pastor único, en quien son todos una sola cosa: Tengo otras ovejas que no son de este redil; es preciso que yo las atraiga, para que haya un solo rebaño y un solo pastor (Jn 10,16). Estén todos en el único pastor, anuncien todos la única voz del pastor, de modo que la oigan las ovejas y sigan a su pastor, no a éste o al otro, sino al único. Anuncien en él todos una sola voz; no tengan diversas voces. Os ruego, hermanos, que anunciéis todos lo mismo y no haya entre vosotros cismas (1 Cor 1,10). Oigan las ovejas esta voz liberada de todo cisma, expurgada de toda herejia, y sigan a su pastor que dice: Las ovejas que son mías, oyen mi voz y me siguen." (San Agustín. Sermón 46,30).

Para tu vida.

En este domingo la fortaleza en nuestra vida cristiana ya viene explicitada desde la primera lectura. "Jesús es la piedra que desechasteis vosotros, los arquitectos, y que se ha convertido en piedra angular; ningún otro puede salvar y, bajo el cielo. no se nos ha dado otro nombre que pueda salvarnos". Esta enseñanza de San Pedro debe servirnos también hoy a nosotros: nosotros, los cristianos, actuamos en nombre de Cristo, y queremos que a través de nuestras obras los no cristianos vean y conozcan a Cristo. No buscamos con nuestras buenas obras una gloria propia, sino la mayor gloria de Dios, manifestada en Cristo Jesús. Nuestra caridad y nuestra generosidad deben manifestar la generosidad de Dios; sólo en este sentido nuestra caridad será auténtica evangelización cristiana. Una caridad y una generosidad que busca la gloria del que la hace no es evangelización cristiana, sino sólo aquella que va dirigida a manifestar la generosidad de Dios; solo esta es evangelización cristiana.

Hoy se llama la atención  respecto a Cristo, el Buen Pastor, El es el centro vital que debe polarizar las vivencias de todas las personas integradas en su Iglesia. Signos visibles de Cristo, son nuestros pastores, puestos por Dios para regir nuestras almas en su Iglesia hasta que vuelva.

La Jornada Mundial de Oración por las Vocaciones que hoy celebramos nos invita a una constante acción de gracias a Dios que se ha de traducir en una vida consecuente: la que brota de la fe nutrida por la esperanza. A la espera de un nuevo Pentecostés vocacional, hemos de proseguir trabajando y sembrando como si todo dependiese de nosotros, sabiendo que todo está en manos del Señor Resucitado, Buen Pastor.

Por amor al Evangelio, dejándonos guiar por la Palabra viva que penetra hasta el lugar donde nacen las intenciones y se mueve el deseo, dejémonos penetrar por la mirada de Cristo y prestemos gozosa atención a su comunicación.

 

En la primera lectura nos encontramos con San Pedro, el Primer Pastor-Vicario de Cristo en su Iglesia, inicia su misión de proclamar ante el mundo que sólo en Cristo, Buen Pastor, es posible nuestra salvación. Cristo es la piedra angular. En Él nos apoyamos y nos sostenemos todos. Es el gran fundamento de nuestra fe, de toda nuestra vida cristiana.

«la piedra que desecharon los arquitectos es ahora la piedra angular». Quizá nosotros seguimos haciendo lo mismo, y desechamos las piedras angulares de nuestra vida, porque desechamos a los pobres (a las ovejas «perdidas»), sin darnos cuenta que ellos son los que nos ofrecen la posibilidad de ser más humanos, más cercanos, más hermanos. Si, como él dijo, lo que le hacemos a uno de los más pequeños se lo hacemos al propio Jesús, Jesús sigue siendo la piedra angular del mundo que continuamente es empujada fuera de nosotros, por todos.

 

En el Salmo de hoy hacemos una esplendida manifestación de fe: «Dad gracias al Señor, porque es bueno, porque es eterna su misericordia. Mejor es refugiarse en el Señor que fiarse de los hombres; mejor es refugiarse en el Señor, que fiarse de los jefes».

En este salmo se nos recuerda y se nos invita a revivir la razón y motivo de nuestra fortaleza, desde una actitud de humilde  agradecimiento.

. Te doy gracias porque me escuchaste

y fuiste mi salvación,

La piedra que desecharon los arquitectos.

es ahora la piedra angular.

Es el Señor quien lo ha hecho,

ha sido un milagro patente.

Así comenta San Juan Pablo II este salmo: " Un canto de alegría y de victoria

1. Cuando el cristiano, en sintonía con la voz orante de Israel, canta el salmo 117, que acabamos de escuchar, experimenta en su interior una emoción particular. En efecto, encuentra en este himno, de intensa índole litúrgica, dos frases que resonarán dentro del Nuevo Testamento con una nueva tonalidad. La primera se halla en el versículo 22:  "La piedra que desecharon los arquitectos es ahora la piedra angular". Jesús cita esta frase, aplicándola a su misión de muerte y de gloria, después de narrar la parábola de los viñadores homicidas (cf. Mt 21, 42). También la recoge san Pedro en los Hechos de los Apóstoles:  "Este Jesús es la piedra que vosotros, los constructores, habéis desechado y que se ha convertido en piedra angular. Porque no hay bajo el cielo otro nombre dado a los hombres por el que nosotros debamos salvarnos" (Hch 4, 11-12). San Cirilo de Jerusalén comenta:  "Afirmamos que el Señor Jesucristo es uno solo, para que la filiación sea única; afirmamos que es uno solo, para que no pienses que existe otro (...). En efecto, le llamamos piedra, no inanimada ni cortada por manos humanas, sino piedra angular, porque quien crea en ella no quedará defraudado" (Le Catechesi, Roma 1993, pp. 312-313). La segunda frase que el Nuevo Testamento toma del salmo 117 es la que cantaba la muchedumbre en la solemne entrada mesiánica de Cristo en Jerusalén:  "¡Bendito el que viene en nombre del Señor!" (Mt 21, 9; cf. Sal 117, 26). La aclamación está enmarcada por un "Hosanna" que recoge la invocación hebrea hoshia' na':  "sálvanos".

2. Este espléndido himno bíblico está incluido en la pequeña colección de salmos, del 112 al 117, llamada el "Hallel pascual", es decir, la alabanza sálmica usada en el culto judío para la Pascua y también para las principales solemnidades del Año litúrgico. Puede considerarse que el hilo conductor del salmo 117 es el rito procesional, marcado tal vez por cantos para el solista y para el coro, que tiene como telón de fondo la ciudad santa y su templo. Una hermosa antífona abre y cierra el texto:  "Dad gracias al Señor porque es bueno, porque es eterna su misericordia" (vv. 1 y 29).

La palabra "misericordia" traduce la palabra hebrea hesed, que designa la fidelidad generosa de Dios para con su pueblo aliado y amigo. Esta fidelidad la cantan tres clases de personas:  todo Israel, la "casa de Aarón", es decir, los sacerdotes, y "los que temen a Dios", una expresión que se refiere a los fieles y sucesivamente también a los prosélitos, es decir, a los miembros de las demás naciones deseosos de aceptar la ley del Señor (cf. vv. 2-4)."( San  Juan Pablo II. Audiencia general. Miércoles 5 de diciembre de 2001).

 

En la segunda lectura se reflexiona acerca de como toda la autoridad redentora de Cristo y de sus Vicarios o Pastores en la Iglesia, se cifra en hacer visible la amorosa  paternidad de Dios sobre nosotros sus hijos. "Veremos a Dios tal cual es"

Aún no participamos de la gloria de Cristo, aún no podemos ver a Dios, "aún no se ha manifestado lo que seremos".

La filiación divina del cristiano es por tanto una realidad escatológica (v. 2). Desconocida del mundo, está expuesta a veces al peligro de pasar desapercibida para el mismo cristiano, tan banal y difícil es frecuentemente su vida. La filiación divina no está aún claramente manifestada: tendrá su pleno efecto en el mundo futuro y sólo en ese momento realizará, por gracia, la vieja ambición anterior de ser semejante a Dios (Gén 5, 5). San Juan enseña que el camino que conduce a la divinización pasa por la purificación (v. 3), porque solo los corazones puros verán a Dios.

 Comenta San Agustín:

 «¿Qué mayor gracia pudo hacernos Dios? Teniendo un Hijo único lo hizo Hijo del Hombre, para que el hijo del hombre se hiciera hijo de Dios. Busca dónde está tu mérito; busca de dónde procede, busca cuál es tu justicia; y verás que no puedes encontrar otra cosa que no sea pura gracia de Dios» (Sermón 185),

También San Ambrosio lo dice:

«El que tiene el Espíritu de Dios se convierte en hijo de Dios. Hasta tal punto es hijo de Dios que no recibe un espíritu de servidumbre, sino el  espíritu de los hijos, de modo que el Espíritu Santo testimonia a nuestro espíritu que nosotros somos hijos de Dios» (Carta 35,4).

 

Cada año en el cuarto domingo de Pascua leemos un fragmento del capítulo 10 de san Juan, que muestra la misión de Jesús a través de diversas imágenes referidas al tema de las ovejas y el pastoreo. En este ciclo B leemos la parte central de este capítulo que nos presenta a JC como buen pastor y destaca sus principales características, las cuales no son estrictamente las que podríamos deducir si nos imaginamos lo que es un pastor. Se nos recuerda como el Buen Pastor da la vida por sus ovejas. La garantía de nuestra salvación está en el Corazón de Cristo Jesús que, como Buen Pastor, dio su vida por sus ovejas. Nos amó y se entregó por nosotros (Ef 2,4).

La imagen del Buen Pastor es muy querida por las primeras comunidades cristianas. Él Buen Pastor “da la vida por las ovejas". Sin haber cometido pecado sufre la pasión por nosotros, carga con nuestros pecados, sube al leño para curarnos. Nos defiende de todo peligro, no perecemos y nadie puede arrebatarnos de su mano. No hay otro guía que nos conduzca por verdes praderas y nos dé la vida eterna.

Jesús se nos presenta como el Buen Pastor. No dice un buen pastor sino el Buen Pastor. Ya el profeta Ezequiel, cuando hablaba de los malos pastores de Israel, vaticinó un pastor único que, a diferencia de aquéllos, se preocupe de apacentar a las ovejas, sea el fiel sucesor de su padre David que arriesgaba su vida por salvar el rebaño de las fieras del campo. Jesús llegará más allá todavía. Él no se limitará a arriesgar la vida por su grey, él morirá por salvarla. Por eso nos dice en este pasaje: Yo doy mi vida por las ovejas.

El buen pastor llega a querer a sus ovejas como un padre y una madre quiere a sus hijos, estando siempre dispuestos a dar su vida, si llegara el caso, por ellos. Cristo fue un buen pastor en este sentido heroico: dio su vida por las ovejas, por nosotros. El ejemplo de Cristo, en este sentido, como buen pastor, debemos tenerlo siempre presentes los cristianos, de tal manera que los que nos vean puedan ver en nuestro comportamiento el ejemplo de Cristo.

Jesús no solo es Pastor de la ovejas que están en el redil, sino también de otras ovejas. El Señor dice que tiene, además, otras ovejas que no son de este redil. Jesús piensa en las que están fuera, esas que se han extraviado y a las que es preciso ir a buscar y traerlas al mejor redil, el único donde hay seguridad y salvación."Tengo, además, otras ovejas que no son de este redil; también a ésas las tengo que traer, y escucharán mi voz y habrá un solo rebaño, un solo Pastor".

Como última reflexión fijémonos en la figura y realidad del pastoreo en la Iglesia. Cualquier otro pastor dentro de la Iglesia solamente puede colocarse delante del rebaño para hacer presente al Buen Pastor que "da la vida por sus ovejas". La autoridad es un servicio que llega, si es preciso, hasta la muerte. Solamente así, como servicio, es la autoridad una representación del servicio de Aquel que "vino al mundo para servir y no para ser servido".

Nadie puede sustituir al Buen Pastor. En este sentido el Buen Pastor no tiene sucesores, porque no los necesita: Jesucristo no es un muerto, ¡ha resucitado y está con nosotros! Por lo tanto, cualquier otra persona que represente a Cristo en la visibilidad de la Iglesia ha de comportarse siempre sabiendo que su ministerio es un "servicio" por el que no lo sustituye, sino por el que lo hace visiblemente presente. Cuando muere un rey, éste cede su lugar al príncipe heredero: "Ha muerto el rey, ¡viva el rey!". El verdadero rey es, en este caso, el que vive y su autoridad es ya la única existente. Pues bien, éste no es el caso de Cristo y el de aquellos que lo representan. El Señor dice: "Yo soy el Buen Pastor", el único e insustituible Buen Pastor.

Nosotros somos sus ovejas, no las del Papa o del Obispo o del Párroco, sino las del Buen Pastor.

A partir de aquí es conveniente corregir una serie de expresiones que no son del todo correctas; por ejemplo, llamar a un sacerdote "otro Cristo".

Todo el que da la vida por sus hermanos hace presente también a Cristo como Buen Pastor. Así, pues, además de la autoridad oficial, existe en la Iglesia una autoridad de hecho, que se funda exclusivamente en el servicio a la comunidad. En este sentido, todos podemos y debemos cargar con la cruz de nuestro servicio, de aquel servicio que sólo uno mismo puede prestar a todos los demás y que consiste en la entrega de la propia vida. Cuando uno entrega su propia vida está él solo frente a los demás y en su soledad, hace presente el servicio del Buen Pastor que muere en la Cruz por todos los hombres.

Preguntémonos, ¿a quién seguimos?, ¿quién es nuestro pastor?, ¿qué voces seguimos? Pedro escuchó la Voz de Jesús y decidió seguirle. Ahora da testimonio valiente de Jesús ante el Consejo de ancianos. Actúa ya como pastor asumiendo la misión que le ha dado Jesucristo resucitado. Pe­dro recibió de Jesús la misión de apacentar las ovejas, el rebaño del Señor. En ningún otro existe la salvación, sólo en Jesucristo, el Resucitado, así concluye el discurso del apóstol Pedro.

También en este domingo del Buen Pastor todos nosotros, los cristianos, debemos pedir a Dios nuestro Padre que nos conceda la gracia de vivir movidos durante toda nuestra vida por una generosidad heroica, tratando de imitar en la medida de nuestras fuerzas a su Hijo Jesús, el que dio su vida por nosotros con libertad y amor divino. El ejemplo de tantos santos cristianos, que entregaron su vida por los demás con generosidad heroica, nos dice que también nosotros, con la gracia de Dios, podremos hacerlo.

También  en este domingo del buen pastor se nos invita a pensar y a orar por las vocaciones: un tema eclesial que vale la pena tener presente.

 

Estando ya en la cuarta semana de Pascua, es un momento muy adecuado para preguntarnos en esta Pascua ¿Que está cambiando en nuestra vida?.Somos parte activa de la Pascua o solo espectadores de los que ocurrió en los tiempos de Jesús.

Rafael Pla Calatayud.

rafael@betaniajerusalen.com



[1] .- OLM, sal resp Misa Vigilia Pascual; Sal resp Dom Resurrección; Sal resp Sáb Oct de Pascua.

[2] .- San  Agustin, Enarrationes in psalmos 117, 27.