sábado, 27 de septiembre de 2025

Comentario a las lecturas del domingo XXVI del Tiempo Ordinario 28 de septiembre de 2025.

Las lecturas de hoy destacan por el carácter social que tienen. Las tres lecturas nos ayudan a visualizar las necesidades de nuestro entorno y señalar las actitudes adecuadas en un cristiano.

La primera lectura del profecía de Amós (Am 6,1a.4-7).

Los caps. 3-6 de Amós están formados por una serie de breves oráculos contra Israel y que desarrollan la temática del oráculo de amenaza de 2,6 ss. Empiezan todos ellos con las fórmulas: "Escuchad esta palabra...", "Ay de los que...".

En Am. 6,1-7 se describe, con amplitud, la conducta de los dirigentes de Israel (vs.1-6), y acaba con un breve oráculo de condena (v.7).

Con gran ironía, Amós describe en los vv. 4-6 el lujo y goces a los que se entrega esta gente despreocupada: el "arrellanarse en divanes" no sólo es un lujo inaudito en Israel sino que también indica una actitud de apoltronamiento, de "aquí me las den todas", de vivir la vida bien sin abrir los ojos a la realidad.

Tocan el arpa, como David, pero con un fin muy diverso: divertirse; beben en copas que sólo estaban destinadas a uso cúltico. Creen servir a los intereses del pueblo , dedicándose a los placeres de la mesa; sólo viven para la fiesta.

El "pues ahora" del v. 7 introduce el oráculo de condena: la inminencia del juicio divino caerá como jarro de agua fría sobre las ilusiones alienantes de los samaritanos.

Los caps. 3-6 de Amós están formados por una serie de breves oráculos contra Israel y que desarrollan la temática del oráculo de amenaza de 2,6 ss. Empiezan todos ellos con las fórmulas: "Escuchad esta palabra...", "Ay de los que...".

En Am. 6,1-7 se describe, con amplitud, la conducta de los dirigentes de Israel (vs.1-6), y acaba con un breve oráculo de condena (v.7).

Amós describe en los vv. 4-6 el lujo y goces a los que se entrega esta gente despreocupada: el "arrellanarse en divanes" no sólo es un lujo inaudito en Israel sino que también indica una actitud de apoltronamiento, de vivir la vida bien, centrados en la propia y egoísta  realidad.

Tocan el arpa, como David, pero con un fin muy diverso: divertirse; beben en copas que sólo estaban destinadas a uso cúltico (Ex 38. 3; Nm 4. 14). Dedicándose a los placeres de la mesa creen servir a los intereses del pueblo; sólo viven para la fiesta, "... pero no os doléis del desastre de José".

El "pues ahora" del v. 7 introduce el oráculo de condena: la inminencia del juicio divino caerá como jarro de agua fría sobre las ilusiones alienantes de los samaritanos.

 

El responsorial es el  salmo 145 (Sal 145,7.8-9a.9bc-10).

Es un "himno" del reino de Dios. A partir del salmo 145, hasta el último, el 150, tenemos una serie que se llama el "último Hallel", porque cada uno de estos seis salmos comienza y termina por "aleluia". En esta forma el salterio termina en una especie de ramillete de alabanza. Recordemos que la palabra "hallélouia" significa, en hebreo "alabad a Yahveh", "alabad a Dios".

El salmo contrapone la suerte del que confía en el hombre y la del que confía en Dios. Es el primero de los cinco salmos «aleluyáticos», que cierran el Salterio. En él abundan las reminiscencias de otros salmos y textos bíblicos, y abundan también los paralelismos sinónimos.

Con frases estereotipadas, el salmista inicia su poema exhortándose a sí mismo a alabar a Yahvé. La idea central del salmo es la confianza en Dios, de quien únicamente puede venir el auxilio seguro al hombre. En consecuencia, es inútil confiar en poderes humanos, por muy altos que sean, pues los mismos príncipes dejan de existir y después de la muerte no pueden prestar ayuda a nadie. Sólo el Dios de Jacob puede inspirar verdadera confianza, pues es el mismo que ha formado el cielo y la tierra, y, por otra parte, es fiel a sus promesas de protección a sus devotos. Especialmente muestra su solicitud y favor con los necesitados: los oprimidos, los hambrientos, los ciegos, los contrahechos, los peregrinos, los huérfanos y las viudas. Ese Dios providente y justo tiene su morada en Sión y desde ella mantiene su dominio por la eternidad.

En este salmo junto al afecto básico de la alabanza, se abre paso la confianza del salmista, como experiencia propia y como invitación a otros. La confianza se funda en los predicados hímnicos del Señor

En los VV. 6-9, después de recordar la acción creadora, recuenta una serie de obras de misericordia, que caracterizan a Dios.

En el V. 10 indica en qué consiste el reinado de Dios. El Dios del universo es el Dios de Sión, porque eligió un pueblo y un templo.

Las razones de la actitud de bienaventuranza de Dios con su pueblo se reducen a actos de fe en el poder de Yahvé, que se presenta como el gran Auxiliador en toda clase de necesidades del hombre, en contraste con la impotencia y fragilidad de éste. Él es Creador; siempre fiel y valedor de oprimidos, hambrientos, cautivos, ciegos, peregrinos o huéspedes, huérfanos y viudas, y, por antítesis, castigador de los malvados.

Así comenta San Juan Pablo II, este salmo: " 1. El salmo 145, que acabamos de escuchar, es un «aleluya», el primero de los cinco con los que termina la colección del Salterio. Ya la tradición litúrgica judía usó este himno como canto de alabanza por la mañana: alcanza su culmen en la proclamación de la soberanía de Dios sobre la historia humana. En efecto, al final del salmo se declara: «El Señor reina eternamente» (v. 10).

De ello se sigue una verdad consoladora: no estamos abandonados a nosotros mismos; las vicisitudes de nuestra vida no se hallan bajo el dominio del caos o del hado; los acontecimientos no representan una mera sucesión de actos sin sentido ni meta. A partir de esta convicción se desarrolla una auténtica profesión de fe en Dios, celebrado con una especie de letanía, en la que se proclaman sus atributos de amor y bondad (cf. vv. 6-9).

2. Dios es creador del cielo y de la tierra; es custodio fiel del pacto que lo vincula a su pueblo. Él es quien hace justicia a los oprimidos, da pan a los hambrientos y liberta a los cautivos. Él es quien abre los ojos a los ciegos, quien endereza a los que ya se doblan, quien ama a los justos, quien guarda a los peregrinos, quien sustenta al huérfano y a la viuda. Él es quien trastorna el camino de los malvados y reina soberano sobre todos los seres y de edad en edad.

Son doce afirmaciones teológicas que, con su número perfecto, quieren expresar la plenitud y la perfección de la acción divina. El Señor no es un soberano alejado de sus criaturas, sino que está comprometido en su historia, como Aquel que propugna la justicia, actuando en favor de los últimos, de las víctimas, de los oprimidos, de los infelices.

3. Así, el hombre se encuentra ante una opción radical entre dos posibilidades opuestas: por un lado, está la tentación de «confiar en los poderosos» (cf. v. 3), adoptando sus criterios inspirados en la maldad, en el egoísmo y en el orgullo. En realidad, se trata de un camino resbaladizo y destinado al fracaso; es «un sendero tortuoso y una senda llena de revueltas» (Pr 2,15), que tiene como meta la desesperación.

En efecto, el salmista nos recuerda que el hombre es un ser frágil y mortal, como dice el mismo vocablo 'adam, que en hebreo se refiere a la tierra, a la materia, al polvo. El hombre -repite a menudo la Biblia- es como un edificio que se resquebraja (cf. Qo 12,1-7), como una telaraña que el viento puede romper (cf. Jb 8,14), como un hilo de hierba, verde por la mañana y seco por la tarde (cf. Sal 89,5-6; 102,15-16). Cuando la muerte cae sobre él, todos sus planes perecen y él vuelve a convertirse en polvo: «Exhala el espíritu y vuelve al polvo; ese día perecen sus planes» (Sal 145,4)

4. Ahora bien, ante el hombre se presenta otra posibilidad, la que pondera el salmista con una bienaventuranza: «Bienaventurado aquel a quien auxilia el Dios de Jacob, el que espera en el Señor su Dios» (v. 5). Es el camino de la confianza en el Dios eterno y fiel. El amén, que es el verbo hebreo de la fe, significa precisamente estar fundado en la solidez inquebrantable del Señor, en su eternidad, en su poder infinito. Pero sobre todo significa compartir sus opciones, que la profesión de fe y alabanza, antes descrita, ha puesto de relieve.

Es necesario vivir en la adhesión a la voluntad divina, dar pan a los hambrientos, visitar a los presos, sostener y confortar a los enfermos, defender y acoger a los extranjeros, dedicarse a los pobres y a los miserables. En la práctica, es el mismo espíritu de las Bienaventuranzas; es optar por la propuesta de amor que nos salva desde esta vida y que más tarde será objeto de nuestro examen en el juicio final, con el que se concluirá la historia. Entonces seremos juzgados sobre la decisión de servir a Cristo en el hambriento, en el sediento, en el forastero, en el desnudo, en el enfermo y en el preso. «Cuanto hicisteis a uno de estos hermanos míos más pequeños, a mí me lo hicisteis» (Mt 25, 40): esto es lo que dirá entonces el Señor." . (San Juan Pablo II. Audiencia general del Miércoles 2 de julio de 2003).

La segunda lectura es de la primera carta del apóstol san Pablo a Timoteo (1 Tim 6,11-16).El texto es el final de la primera carta a Timoteo.

El texto subraya lo que en las cartas pastorales se denomina la sana doctrina. El tema se halla dentro de la exhortación a «conservar el mandamiento sin tacha ni culpa», es decir, todo el mensaje religioso de Cristo (14), y en el v 20, que manda igualmente «guardar el depósito».

Probablemente estas palabras recogen la conclusión de un himno litúrgico, de ahí que contengan una doxología con el "amén" final. Se contrapone la realeza de Jesús a cualquier apoteosis humana y al señorío de los emperadores. Porque sólo Jesús es el Señor.

El hombre de Dios debe buscar la “Justicia” (Diakaiosune) Lo recto, lo equitativo. Lo recto y equitativo tiene que ver con nuestros pensamientos, actos, conductas. Debido a que seguimos a Dios debemos ser justos en nuestros juicios respecto a las personas, debemos ser cuidadosos es como juzgamos las cosas, ya que debemos hacerlo con “justo juicio”. El uso de nuestros recursos que Dios no dio debemos usarlo de forma “justa”, si somos empleadores debemos ser justos con los trabajadores, sino somos trabajadores debemos servir “justamente” a los empleadores. En la comunidad de creyentes debemos ser justos con el trato con los hermanos, evitando toda discriminación que no fuera justa. La justicia es todo lo que demos perseguir.

El hombre de Dios debe perseguir la piedad (gr. Eusebia) debe seguir lo devoto, lo reverente. La piedad tiene que ver con el esfuerzo, el sacrificio, para ser piadoso, el camino no es fácil.

El hombre de Dios debe buscar la fe (gr. Pistis) significa persuasión, credibilidad, convicción, confianza. Esta palabra aparece 19 veces en la carta, por lo que parece ser también de suma importancia.

Un hombre de Dios sigue el amor (Gr ágape) afecto, benevolencia. Aparece 5 veces en esta carta. Pablo dice que el mandamiento para refutar a los falsos maestros es el amor (1:5) que el amor de Dios es abundante (1:14) la mujer cristiana debe permanecer en el amor (2:15) debemos ser ejemplos en amor (4:12).

El hombre de Dios sigue la paciencia (Gr. Jupomoné) resistir o aguantar alegremente. San Pablo argumentando sobre la justificación por la fe, hace esta extraordinaria conexión con la paciencia (Rom 5:3-5) La paciencia nos enseña a esperar en Dios y en su plan salvador que tiene para la humanidad y para cada uno de sus hijos, la paciencia nos invita a gozarnos en Dios pase lo que pase.

El hombre de Dios busca la mansedumbre (Gr praótes) gentileza, humildad. La palabra en griego también expresa humildad. El hombre que es manso es el hombre que sabe quién es por la gracia de Dios, conoce sus limitantes. 

El hombre de Dios debe huir de los que no se conforman a las sanas palabras del Evangelio, del envanecimiento y del amor al dinero. Y debe seguir la justicia, la piedad, el amor, la paciencia y la mansedumbre. Pero en el fondo de todo este escenario el hombre de Dios debe huir del pecado, lo más rápido y fugaz que pueda y correr con todas sus fuerzas y energías, como corriendo por su vida a los brazos de Jesús, aferrarse en su sacrificio y en su justicia, porque él es su único y suficiente salvador.

 

El evangelio continua siendo de san Lucas (16,19-31). Dentro de la perspectiva de camino Lucas vuelve a ofrecernos una parábola de Jesús.

La parábola forma parte de una más amplia réplica, es contundente. Buenos conocedores de la Ley y de los Profetas como son los fariseos, éstos deberían saber que aquello que los hombres tienen por más elevado, para Dios es sólo basura (Lc.16,15). Pero parecen desconocerlo, a pesar de que el principio mantiene toda su vigencia, especialmente ahora que el Reino de Dios es una realidad. Para recalcar esa vigencia cuenta Jesús la siguiente parábola: Había una vez un judío rico, que, tras llevar una vida regalada, vivía atormentado en el infierno. En este punto de la parábola Jesús se sirve de los mismos espacios figurativos con que sus interlocutores fariseos concebían el más allá de la muerte. Estos espacios eran el seol o infierno como lugar de tormento y el seno de Abrahán como lugar de dicha. Seno de Abrahán es en realidad una imagen que designa el puesto de honor en un banquete, es decir, el puesto a la derecha del anfitrión.

En el relato aparecen dos partes distintas. La primera (vv. 19-26), la única parábola del Evangelio en la que uno de los protagonistas aparece con su nombre, Lázaro ("Dios ayuda"), podría ser una transposición cristiana de un cuento egipcio introducido en Palestina por los judíos alejandrinos y que relataba la suerte diferente del publicano Bar Majan y de un escriba pobre. La segunda parte (vv. 27-31) es más original, pero su objeto es distinto: Lázaro no desempeña en ella más que un papel secundario y el interés se centra en torno a la suerte de los cinco hermanos del rico, buenos vividores a quienes la amenaza del Día de Yahvé no llega a convertir (cf. Mt 24, 37-39).

a) La primera parte aplica, pues, la teoría judía de la retribución por trastrueque de las situaciones a los pobres y a los ricos, lo mismo que en las bienaventuranzas (Lc 6, 20-26; cf, también Lc 12, 16-21). No se trata, por tanto, de saber si el rico era un buen o mal rico y Lázaro un buen o mal pobre. La parábola no se interesa por las condiciones morales de sus vidas, sino por el anuncio de la proximidad del Reino en un mundo sociológicamente determinado. De hecho nos encontramos en esta parte de la parábola con el clima de la comunidad primitiva de Jerusalén, constituida de pobres y bastante revanchista respecto a los ricos (Act 4, 36-37; 5, 1-16). En ella parecen estos incapaces de optar por una vida nueva, ligados como están a la vida presente por el disfrute de todos sus bienes; los pobres están más disponibles; por eso es más accesible para ellos el Reino.

-"Había un hombre rico que se vestía de púrpura y de lino..." "Y un mendigo llamado Lázaro...": La parábola, que tiene como destinatarios -de acuerdo con el contexto anterior- los fariseos, tiene dos partes. En la primera, se contrasta la vida de un hombre rico con la de un hombre pobre, un mendigo. El mendigo se llama Lázaro, pero no parece que tenga ninguna relación con Lázaro hermano de Marta y María, del evangelio según san Juan.

Las situaciones de estos dos personajes quedarán totalmente invertidas, y de una manera irreversible, en la vida del más allá, con el paso de la frontera de la muerte. Se trata de un tema relacionado con el del evangelio del domingo pasado: los dos consideran las riquezas como impedimento para conseguir la vida verdadera. En esta primera parte de la parábola se establecen dos momentos: en un primer momento, el contraste entre el rico y el mendigo y en un segundo momento, el diálogo entre el rico y Abraham a propósito de la situación en el más allá. El mensaje de la parábola radica en la valoración que hace Dios de los hombres y de su conducta, bien distinta de nuestras valoraciones. Se han encontrado algunos paralelos de esta parábola en escritos de la época: un documento del año 47 d.C. narra una historia egipcia en la que aparece igualmente la situación invertida de un mendigo y un rico en la vida del más allá. También en la literatura rabínica se encuentran narraciones parecidas. Jesús podía estar familiarizado con estas narraciones de la época, pero la parábola del evangelio tiene muchos elementos propios.

La segunda parte de la parábola "El rico insistió: Te ruego, entonces, padre, que mandes a Lázaro a casa de mi padre...", nos orienta hacia la perspectiva de las condiciones de la espera escatológica y corrige singularmente el concepto demasiado sociológico y demasiado materialista de la primera parte. Aquí, en efecto, no son ya la riqueza y la pobreza las que reciben un premio, sino la irreligión y el egoísmo los que oscurecen el corazón de los hombres hasta el punto de no poder leer los signos que Dios le ofrece, incluso a través de los milagros. Los hombres irreligiosos viven en un egoísmo que les cierra a priori a todas las anticipaciones de Dios; en este punto se encuentran a ras de tierra de forma que no pueden en absoluto ver el menor signo de Dios en los acontecimientos. Para ellos la muerte pone fin a la existencia (v. 28); ni siquiera les convencerá una prueba de la resurrección de los cuerpos porque han perdido el hábito de ver los signos de la supervivencia en su vida misma. La exigencia de signos no es más que un falso pretexto: el hombre no es salvado más que por la audición de la Palabra ("Moisés y los profetas") y por la vigilancia, no por las apariciones y los milagros.

El centro del relato es el destino de los cinco hermanos del rico. ¿Cómo hacer que se conviertan? La conversión no es fruto de milagros espectaculares, sino de escuchar a Moisés y a los profetas (Cf.Rm 10,17). Este camino no es imposible (Dt 30,11-14). La alusión a un resucitado de entre los muertos se refiere a la muerte y a la resurrección de Cristo, y es una advertencia a los que aun se comportan despreocupadamente como los cinco hermanos del rico.

Para nuestra vida

Las lecturas de hoy  denuncian la desigualdad y el injusto reparto de las riquezas que es mayor cada día. A la luz del texto del profeta Amós y de la parábola del rico Epulón y el pobre Lázaro , debemos hacer nosotros, hoy, en este domingo, un examen de conciencia sincero y comprometido.

.Así leemos en la primera lectura: " Esto dice el Señor omnipotente: ¡Ay de aquellos que se sienten seguros en Sión… se acuestan en lechos de marfil, se arrellanan en sus divanes…, pero no se conmueven para nada por la ruina de la casa de José". Las palabras de profeta Amós, pastor de Tecoa, escritas unos quinientos años antes de Cristo, nos mandan a nosotros el mismo mensaje que nos dará  la parábola de Cristo a los fariseos sobre el rico Epulón y el pobre Lázaro. Hoy día, más de dos mil años después de Cristo podríamos repetirlas nosotros con un lenguaje distinto, pero con el mismo contenido y mensaje. La sociedad actual sigue poniendo el dinero y la buena vida por encima de todo lo demás.

La palabra de Amós sigue sonando con gran actualidad. Hoy su protesta es contra los que confiaban en Dios, pensando tenerlo propicio por el sólo hecho de que su templo estuviera sobre el monte Sión en Jerusalén, o sobre el monte Garizim, en Samaria. Se fiaban de sus prácticas religiosas, creyendo que dando culto a Dios ya se podía faltar, impunemente, a los más sagrados deberes de justicia y de caridad.

Son situaciones que todavía se dan. Sí, hay quienes piensan que con asistir a Misa, con comulgar de cuando en cuando, con rezar determinadas oraciones o dar algunas limosnas, ya está todo arreglado. Y viven completamente al margen de lo que es el camino señalado por Dios, seguros de que al final todo se solucionará, de que habrá tiempo de arrepentirse. Y mientras llega ese momento, tan lejano al parecer, viven como paganos, sin pensar más que en sí mismos.

"Os acostáis en lechos de marfil, tumbados en camas; coméis los carneros del rebaño y las terneras del establo…" (Am 6, 4). Amós es un hombre de campo, rudo y recio, no tiene una sensibilidad especial para reaccionar contra toda aquella molicie que contemplan sus ojos. Y critica duramente la vida fácil y comodona de sus contemporáneos, les echa en cara su culto al confort, su vida aburguesada y muelle.

El confort excesivo destruye al hombre, le corrompe, le pudre. El que no está habituado al sacrificio acaba convirtiéndose en un hombre inútil, débil, un ser derrotado antes de la lucha. Si no hay esfuerzo, no hay fortaleza. Y sin fortaleza el hombre no puede realizarse, salvarse a sí mismo. El que no pone empeño en la vida, acabará prematuramente sumergido en la muerte.

 

El salmo 145 ( responsorial de hoy) es un canto de alabanza al Dios poderoso compuesto con intenciones didácticas. No se debe confiar en los hombres, aunque sean poderosos, porque sus planes perecen lo mismo que ellos. Dios, que demuestra su poder con doce acciones dirigidas a los más oprimidos de la humanidad, suscita la auténtica confianza. El salmo se considera una alabanza, en el verso final se proclama su señorío universal; expresa un augurio de que Dios ejerce su reinado para que tengan vida plena cuantos confían en Él.  El texto presentado hoy es el final del salmo, que es una confesión de fe colectiva a cargo de la asamblea (vv. 6-10).

A pesar de las previsiones que se tomaron- en el AT- para que nunca hubiera pobres en el pueblo de Israel, como fue la institución del año sabático o la atribución propia del rey -defensor del pobre, del huérfano y de la viuda-; no obstante las promesas de la Escritura, los pobres están ahí con el clamor de su pobreza.

Dios obra a pesar de las injusticias. La vida del hombre justo se caracteriza por estar en las manos de Dios. No se le ahorrarán las pruebas de aquellos que obran mal. Entre los propósitos de éstos figuran oprimir al justo, no perdonar a la viuda, ni respetar al anciano. Pretenden, en último término, comprobar si Dios está con el justo: «se ufanan de tener a Dios por Padre, veamos si sus palabras son verdaderas» (Sab 2,17).

Así valora San Juan Pablo II, la importancia de confiar en Dios:

4. Ahora bien, ante el hombre se presenta otra posibilidad, la que pondera el salmista con una bienaventuranza: «Bienaventurado aquel a quien auxilia el Dios de Jacob, el que espera en el Señor su Dios» (v. 5). Es el camino de la confianza en el Dios eterno y fiel. El amén, que es el verbo hebreo de la fe, significa precisamente estar fundado en la solidez inquebrantable del Señor, en su eternidad, en su poder infinito. Pero sobre todo significa compartir sus opciones, que la profesión de fe y alabanza, antes descrita, ha puesto de relieve.

Es necesario vivir en la adhesión a la voluntad divina, dar pan a los hambrientos, visitar a los presos, sostener y confortar a los enfermos, defender y acoger a los extranjeros, dedicarse a los pobres y a los miserables. En la práctica, es el mismo espíritu de las Bienaventuranzas; es optar por la propuesta de amor que nos salva desde esta vida y que más tarde será objeto de nuestro examen en el juicio final, con el que se concluirá la historia. Entonces seremos juzgados sobre la decisión de servir a Cristo en el hambriento, en el sediento, en el forastero, en el desnudo, en el enfermo y en el preso. «Cuanto hicisteis a uno de estos hermanos míos más pequeños, a mí me lo hicisteis» (Mt 25, 40): esto es lo que dirá entonces el Señor.

5. Concluyamos nuestra meditación del salmo 145 con una reflexión que nos ofrece la sucesiva tradición cristiana.

El gran escritor del siglo III Orígenes, cuando llega al versículo 7 del salmo, que dice: «El Señor da pan a los hambrientos y liberta a los cautivos», descubre en él una referencia implícita a la Eucaristía: «Tenemos hambre de Cristo, y él mismo nos dará el pan del cielo. "Danos hoy nuestro pan de cada día". Los que hablan así, tienen hambre.

Los que sienten necesidad de pan, tienen hambre». Y esta hambre queda plenamente saciada por el Sacramento eucarístico, en el que el hombre se alimenta con el Cuerpo y la Sangre de Cristo (cf. Orígenes-Jerónimo, 74 omelie sul libro dei Salmi, Milán 1993, pp. 526-527)." (San Juan Pablo II. Audiencia general del Miércoles 2 de julio de 2003).

En la Segunda Carta a Timoteo, que se lee en este Vigésimo sexto Domingo del Tiempo Ordinario, nos ofrece todo un programa. Tiene, incluso, mucho sentido consignar de final al principio esas virtudes. Delicadeza, paciencia, amor, piedad, justicia. San Pablo que era un hombre de extraordinaria fortaleza y empuje estaba "tocado" por la acción del Espíritu que es quien da esos brillos importantes a nuestra alma. Necesitamos paciencia y delicadeza para tratar justamente al prójimo y será nuestro amor hacia él –y, por tanto, a Dios— lo que nos incline a una auténtica piedad.

San Pablo anima a la práctica de varias virtudes. De las enumeradas- la justicia, la piedad, la fe, el amor, la paciencia, la delicadeza la primera es la justicia. No hay caridad (amor) sin justicia, la piedad desligada de la justicia puede ser falsa, la fe que no se traduce en obras está muerta, la paciencia y la delicadeza no son enemigas de la denuncia y del compromiso solidario con los oprimidos.

Si hay algo que define al cristianismo es la piedad. Pero seamos realista ¿Es lo que vemos hoy? ¿Vemos a los niños siendo guiados en la piedad? ¿Vemos padres piadosos? ¿Vemos iglesias piadosas? ¿Vemos pastores piadosos? ¿Vemos jóvenes hambrientos por ser piadosos? Al parecer es lo que menos vemos. Y Esto es por el simple hecho de que nuestra sociedad de comodidad tiene más influencia en nuestra vida que el mismo evangelio. Esto es porque la piedad tiene que ver un esfuerzo, un sacrificio, debe doler, debes gemir, debes llorar para ser piadoso, no es un camino fácil. Pablo lo ilustra de esta manera en 4:7-8 “Ejercítate en la piedad” ¿Cuánto nos ejercitamos en la piedad? ¿Cuánto tiempo asolas con Dios, con la Biblia orando? ¿Cuánto dedicamos a memorizar o estudiar la Biblia? ¿Aun existen los devocionales diarios?¿Dónde están esos padres que enseñaban a sus hijos a ser piadosos?

Buscar la fe. Nosotros debemos ser capaces de siempre auto examinar nuestra fe, no para torturarnos, sino para poder tener cada día más seguridad de nuestra fe. Por supuesto que abra algunos que estarán temblando, algunos que tienen fe débil encontraran mayor confianza y reposo en Jesús y otros  porque no están seguros . Un hombre de Dios siempre sigue la fe y persevera en ella.

Buscar el amor. Si pensamos en nuestra sociedad es fácil detectar que la ideología del falso amor ya está por todas las partes. Por “amor” un hombre mata a su pareja, porque se acabo “el amor” se separan, por “amor” una mujer aborta, por “amor” se casaran las parejas homosexuales, todo es por “amor”. Ahora pensemos en los círculos cristianos parece haber invadido la misma ideología falsa del amor. Dice un Dios de “amor” no puede enviar gente al infierno”, lo que importa es “amor” no la doctrina, no debes juzgar debes “amar”. Hay que ser sumamente cuidadosos en cómo se usa la palabra amor hoy en día. Debemos mostrar el amor en nuestras iglesias, debemos amarnos unos a otros, debemos crecer en amor, debemos negarnos a nosotros mismos para amar a nuestros hermanos. El amor es el distintivo del cristianismo, pero definamos bien lo que es amor.

Buscar la paciencia. Todas las  virtudes recomendadas hay que cultivarlas, pero pienso que esta es una de las que más necesitamos , no es posible buscar la justicia sino tenemos paciencia, ni practicar la piedad si esperamos resultados rápidos, ni perseverar en la fe si no tenemos paciencia. Todas las características que hemos venido enunciando tienen que tener cierta dosis de paciencia. Además hay que añadir a esto que nuestra sociedad no promueve la paciencia para nada; si tienes una relación que no funciona te buscas otra, si hay algo que no te gusta te compras otra, si quieres comunicarte con alguien lo haces rápidamente, todo lo puedes obtener rápido ¿Para qué esperar? Pero como cristianos sabemos que la paciencia es parte esencial del cristianismo.

Ser manso o humilde no significa que es alguien que es pisoteado por todas las personas. Ni tampoco significa que es alguien necesariamente tranquilo. Ser manso o humilde es alguien que sabe quién es. Sabe que es un pecador redimido por Jesús y que ahora es amado por Dios. Incluso Pablo nos dice que el siervo de Dios debe ser manso y debe corregir a los que se oponen al evangelio (2 Tim 2:25- No confundamos ser manso con ser cobarde.

A  Timoteo se le llama "siervo de Dios" porque ha elegido servir a Dios y no a las riquezas. Como tal siervo de Dios debe emplear su vida en la consecución de bienes más altos y no dejarse dominar por el dinero. En consecuencia, deberá practicar aquellas virtudes que regulan tanto la relación con Dios "la religión" como la que se da entre los hombres (la justicia), y en ambos casos de acuerdo con las tres virtudes fundamentales de la vida cristiana que sabe dispensar los defectos ajenos.

Esta "profesión de fe ante muchos testigos" la haría Timoteo en su bautismo, como sigue siendo costumbre hasta nuestros días. Todas las hemos hecho, como cristianos, hijos de Dios.

Esta  profesión de fe no se hace sólo ante la iglesia o los fieles sino, principalmente, ante el Dios vivo y su enviado Jesucristo, el cual dio testimonio de la verdad ante los tribunales y ahora ha sido constituido en juez de vivos y muertos. A la confesión de fe sigue la aceptación de Mandamiento: el que quiera alcanzar la vida eterna ha de confesar la fe, ha de bautizarse y ha de cumplir el mandamiento del amor que es el resumen de todos los mandamientos. Confrontados con la venida del Señor debemos cumplir su mandamiento, porque sobre esto, sobre el amor, seremos juzgados cuando vuelva.

La fe no es solamente una aceptación pasiva de un credo religioso, sino un combate difícil y encarnizado. Creer no es cómodo, sino que lleva consigo la disponibilidad para una lucha concreta y determinada. Creer es comprometerse.

 

El evangelio de hoy nos presenta la parábola, del rico Epulón y el pobre Lázaro.

En la parábola del pobre Lázaro hay mucho más que ese camino de justicia referido a las necesidades de los hermanos que nos pide el seguimiento de Cristo. Aparece el diálogo entre lo cotidiano y el más allá. El rico Epulón pide al padre Abraham que descienda un muerto para que convenza a sus hermanos de que tomen el camino adecuado. Abraham va a contestar que no creerán a un resucitado y, ciertamente, así va a ser. La Resurrección de Cristo sirvió para impulsar el camino de la Iglesia, la continuidad en la Redención de sus discípulos. Pero aquellos que le condenaron, le torturaron y le asesinaron iban a quedar donde estaban. No se convirtieron en su gran mayoría. Es cierto que el Señor no buscó aparecerse a todos y lograr sobre el Israel de entonces una generalizada y maravillosa manifestación del poder de Dios. Sin embargo, todo el que quiso creer, creyó. Es decir, las apariciones de Jesús se multiplicaron dé tal manera que era difícil sustraerse a ellas. Habla Pablo de que se apareció a más de quinientos, después de personalizar con nombres otro buen número de apariciones. Más de quinientos testigos en un ambiente tan interrelacionado como podía ser Jerusalén –incluso toda la Galilea— armarían suficiente "ruido". Pero no sirvió para que muchos de sus coetáneos cambiaran. Y en cuanto a los signos prodigiosos que Jesús realiza durante su predicación tampoco sirvieron, aunque ellos produjeron un auténtico clamor popular.

El texto también plantea - a petición del rico Epulón-la realidad de los milagros. ¿Existen los milagros, los prodigios, los hechos maravillosos? Pues, sí; porque cuando un hombre –o una mujer— joven lo deja todo para dedicarse a cuidar enfermos terminales o ancianos que ya no quiere nadie, ahí se está operando un milagro evidente. Lo que ocurre que tal prodigio no sería nunca advertido por los hermanos de Epulón aunque volviese a la vida él mismo. Habrá muchos ejemplos de puros milagros, que lo son si aplicamos la lógica de nuestros días. Es un prodigio cuando también una mujer –o un hombre— joven se recluye para siempre en un convento para rezar por quienes nadie reza. Tal vez, no es menos milagro el caso de muchos hombres y mujeres corrientes que no dejan amilanar o afectar por lo "corriente", por lo "habitual" de este mundo de hoy pero que conlleva la injusticia, la violencia, el desamor, la opresión de los hermanos.

Tratemos  de aplicar la parábola a nuestro tiempo. En nuestra sociedad occidental, somos muchos los que vivimos sin que nos falte físicamente de nada para poder vivir con dignidad. Realmente podemos decir que vivimos en la abundancia. Lo importante, como cristianos que somos, es que no vivamos sin ver a los que pasan necesidad.

Decíamos en el comentario de la primera lectura que la sociedad actual sigue poniendo el dinero y la buena vida por encima de todo lo demás.

No es ese el mensaje que vino a traernos Cristo a este mundo, predicando el reino de Dios. Realmente, ¿los cristianos, en nuestro apego al dinero, en nuestras ganas del bien vivir, y en nuestra atención a las personas necesitadas, nos parecemos mucho a los “hijos de este mundo”?.

Hoy nos habla el Señor de aquel rico que se daba la gran vida, sin reparar siquiera en el pobre Lázaro que mendigaba a la puerta de su casa, ávido de recibir unas migajas de las muchas que se caían de la mesa del epulón. Sólo los perros se le acercaban para lamerle las llagas. El hombre rico estaba tan abismado en sus negocios y en sus francachelas que no veía, porque no quería ver, la miseria que rodeaba su grandeza. Pero la muerte iguala al poderoso y al débil. Ambos murieron y ambos fueron enterrados. El uno con gran pompa y festejos, el otro de modo sencillo. Uno fue a reposar en un gran nicho de mármol, el otro en la blanda tierra. Sin embargo, tanto uno como otro fueron pasto de los gusanos y la podredumbre. Sus cuerpos, que sin nada llegaron a la tierra, despojados volvieron a ella. Pero ahí terminaba su historia, pues, digan lo que digan, en el hombre hay un algo distinto de los animales, y ese algo se llama alma inmortal.

No debiéramos olvidar que la parábola señala la justicia de Dios, derivada de su misericordia. En realidad, el rico en la parábola no tiene nombre, el pobre sí: Lázaro. Quizá es una forma de manifestar que el más importante no es siempre el que se piensa, pues Dios hace una opción por aquél que lo está pasando mal. El rico no se daba cuenta del sufrimiento de Lázaro aquí abajo. Sin embargo, lo reconoce en la estancia de los muertos. ¿Es necesario que las cosas vayan mal para que nos demos cuenta de nuestra ceguera con respecto a nuestro prójimo sufriente?.

Demasiadas veces olvidamos que en las dos ocasiones que el evangelio habla del juicio final se hace alusión a nuestro comportamiento con el prójimo, no a nuestro cumplimiento de la ley.

El tribunal de Dios no admite componendas, no hace distinciones entre el rico y el pobre. Sólo mira en el libro de la vida donde se hallan escritas las buenas y las malas acciones. Según sea el balance, así es la sentencia. Aquel que en su abundancia se olvidó de la necesidad ajena fue arrojado al infierno, el que nada tuvo y aceptó con humildad su pobreza fue llevado por los ángeles al descanso y la paz. Es verdad que no podemos hacernos una idea clara del infierno, ni tampoco del cielo. Pero lo cierto es que ambas realidades existen y que en una se sufre lo indecible y sin remedio, mientras que en la otra realidad se goza plenamente y sin fin. Casi siempre se habla del fuego, también del llanto y las tinieblas, de la desesperación que hace rechinar los dientes, de la sed insaciable, de la separación definitiva de la imposibilidad de amar y de ser amado. Es la más terrible amenaza, el último y tremendo recurso que el Amor, sí el Amor, tiene para atraernos y salvarnos. Es verdad que la lejanía de ese castigo, aunque quizá sea mañana, nos puede dejar indiferentes.

Es útil que se ponga a disposición de la Iglesia –a través de nuestra parroquia o diócesis— de dinero o recursos suficientes para que ésta cumpla su misión. En este sentido, es posible que la mejor ayuda destinada a los pobres vaya conducida a través de Caritas dentro de sus amplios sectores de actuación.

 Pero volviendo a lo anterior, tampoco nosotros podemos obviar la ayuda inmediata, perentoria o aquella que te impulsa a acometer el corazón... o el Espíritu. Y es que no sabremos nunca bien, si alguno de esos pobres que se nos acercan, aunque algunos tengan un aspecto feo y despreciable, no sea el mismo Cristo. El remedio "calculador" es dar a todos un poco -un poquito- de lo que ese día llevamos en el bolsillo.

Rafael Pla Calatayud.

rafael@betaniajerusalen.com

 

lunes, 22 de septiembre de 2025

Comentarios a las lecturas del Domingo XXV del Tiempo Ordinario 21 de septiembre 2025.

Las lecturas de este domingo son de una gran actualidad, pues a través de ellas encontramos aportes muy inspiradores sobre la Ética de los Negocios. La corrupción pertenece a esa zona oscura de los seres humanos, allí donde se ocultan nuestras miserias (el orgullo, la envidia, la codicia). Si nos descuidamos y dejamos llevar por lo que la sociedad considera como normal y políticamente correcto, terminaremos como los personajes de estos relatos.

La primera lectura es del profeta Amós ( Am 8,4-7)Amos vive ochocientos años antes del nacimiento de Cristo. En este tiempo los reinos judíos del Norte y del Sur viven una gran prosperidad, que, aunque no duró mucho, fue superior a la de los tiempos de Salomón. Pero esas riquezas –Amos se asombra de la magnificencia de los edificios públicos—se habían obtenido de manera injusta y clama contra ellas.

Amós guardaba ovejas por los campos de Tecua; también descortezaba sicómoros. Y un día Yahvé le sacudió de pies a cabeza. Entonces el profeta sintió escocer en su propia carne toda la tragedia que sufría la gente de su pueblo, toda la tremenda injusticia social en que la gente vivía. Los ricos abusaban de los pobres aprovechándose de su situación privilegiada. Los hacían trabajar sin descanso, explotaban su trabajo, pisoteaban los derechos más sagrados de la persona. Lo que más le dolía al profeta era el desamparo de los pobres, que eran víctimas de la ambición de los poderosos.

Es uno de los profetas que denuncia con mayor dureza el pecado social que los ricos de su tiempo estaban cometiendo contra los pobres. Compraban por dinero al pobre, poniéndoles en la disyuntiva de, o someterse a sus fraudes e injusticias, o morir físicamente de hambre.

 

Salmo es el 112 ( Sal 112,1-8 )

Este es el primero de los himnos de Hallel egipcio, cantado en la comida de Pascua, y en las grandes solemnidades de Israel.

Salta a la vista el parentesco de este salmo con el Magníficat de María: Ella también: "alaba el nombre santísimo"... Ella canta al Dios que "engrandece a los pobres"... Ella es por excelencia la mujer dichosa a quien Dios da una posteridad inesperada, ya que es virgen, y por ello las "generaciones la llamarán bienaventurada".

Seguimos el comentario al salmo del papa emérito Benedicto XVI

" La primera estrofa (Cf. Salmo 112, 1-3) exalta «el nombre del Señor» que, como se sabe, en el lenguaje bíblico indica a la misma persona de Dios, su presencia viva y operante en la historia humana.

 En tres ocasiones, con insistencia apasionada, resuena «el nombre del Señor» en el centro de esta oración de adoración. Todo ser y todo el tiempo, «de la salida del sol hasta su ocaso», dice el salmista (versículo 3), se une en una única acción de gracias. Es como si una respiración incesante se elevara desde la tierra hacia el cielo para exaltar al Señor, Creador del cosmos y Rey de la historia.

 3. Precisamente a través de este movimiento hacia lo alto, el Salmo nos conduce al misterio divino. La segunda parte (Cf. versículos 4-6) celebra la trascendencia del Señor, descrita con imágenes verticales que superan el simple horizonte humano. Se proclama: el Señor «se eleva sobre todos los pueblos», «se eleva en su trono» y nadie puede estar a su nivel; incluso para ver los cielos «se abaja», pues «su gloria está sobre los cielos» (versículo 4).

 La mirada divina se dirige a toda la realidad, a los seres terrestres y a los celestiales. Sin embargo, sus ojos no son altaneros o distantes, como los de un frío emperador. El Señor, dice el salmista, «se abaja para mirar» (versículo 6).

 4. De este modo, pasamos al último movimiento del Salmo (Cf. versículos 7-9), que cambia la atención para dirigirla de las alturas celestes a nuestro horizonte terreno. El Señor se abaja con solicitud hacia nuestra pequeñez e indigencia, que nos llevaría a retraernos con temor. Señala directamente con su mirada amorosa y con su compromiso eficaz a los últimos y miserables del mundo: «Levanta del polvo al desvalido, alza de la basura al pobre» (v. 7).

 Dios se inclina, por tanto, ante los necesitados y los que sufren para consolarles. Y esta expresión encuentra su significado último, su máximo realismo en el momento en el que Dios se inclina hasta el punto de encarnarse, de hacerse como uno de nosotros, como uno de los pobres del mundo. Al pobre le confiere el honor más grande, el de «sentarlo con los príncipes»; sí entre «los príncipes de su pueblo» (versículo 8). A la mujer sola y estéril, humillada por la antigua sociedad como si fuera una rama seca e inútil, Dios le da el honor y la gran alegría de tener muchos hijos (Cf. versículo 9). Por tanto, el salmista alaba a un Dios sumamente diferente de nosotros en su grandeza, pero al mismo tiempo muy cercano a sus criaturas que sufren". (Benedicto XVI. Audiencia general del miércoles, 18 mayo 2005, el Salmo 112).

 

La segunda lectura es de la Primera carta a Timoteo (1 Tim 2,1-8). Es toda una “oración universal” pidiendo orar por toda la humanidad, porque Dios quiere que todos los hombres se salven y lleguen al conocimiento de la verdad (2,8).

San Pablo le pide a su amigo y hermano en la fe “que ante todo se hagan oraciones, plegarias, súplicas y acciones de gracia por todos los hombres, y en particular, por los jefes de Estado y las demás autoridades, para que podamos llevar una vida tranquila y en paz”. A pesar de lo absurda que pueda parecer esta propuesta de san Pablo, los ciudadanos, independientemente de nuestra posición política, deberíamos pedir por las autoridades, de manera que el bien común esté por encima de los intereses particulares.

 El autor de esta carta está convencido de que en Jesús, Dios ha actuado la salvación universal; que no hay otro salvador y que la salvación es una oferta de Dios, real y verdadera, a todos y cada uno de los hombres del mundo entero. Sabe que Jesús resucitado había mandado a sus apóstoles: Id al mundo entre y enseñad a todas las gentes (Mt 28, 20). Y este mandato se apoya en su obra de proclamador del Evangelio y de realizador de la salvación. Nadie debe quedar excluido de la oración de un creyente en Jesús, porque sabe que el Padre revelado por Él es el Padre que se cuida con solicitud de todos los hombres, que manda la lluvia sobre justos y pecadores y hace brillar su sol sin fronteras. Para el creyente toda la humanidad es una familia que Dios ama y que se secciona en naciones, por un lado, o en culturas e ideologías por otro, para mejor expresar la singularidad, pero nunca se debe romper la universalidad. Y esto no es una teoría, piensa el autor de esta carta, sino una realidad viva que se desprende de otra realidad viva: la universalidad del amor de Dios (creador y Padre) manifestado en Cristo Jesús (Salvador).

El evangelio de San Lucas (Lc 16,1-13),  es la parábola del hombre rico que tenía un administrador infiel. Se trata de un texto muy interesante y polémico. Un administrador, sorprendido y acusado de abusar de la confianza de su amo, sabe que será despedido; se encuentra en una situación límite y muy difícil para él y su familia. ¿Qué hacer? Decide actuar sagazmente (sabiamente) y se ingenia esta forma tan singular de agraciarse con los deudores para que luego pueda recibir su ayuda (¡una especie de tráfico de influencias a la antigua!). Jesús enseña que ha llegado el momento final (se ha cumplido el plazo determinado por Dios para realizar su plan de salvación); no se puede perder el tiempo; las circunstancias urgen porque con él llega la última oferta de salvación ofrecida por Dios; es necesario actuar sagazmente (sabiamente) porque el destino del hombre está en juego.

El principal aporte que encontramos en este relato se refiere a la rendición de cuentas.

En la parábola que nos ocupa, el dueño del capital le exige a su administrador una rendición de cuentas, porque habían llegado a sus oídos unas acusaciones muy serias sobre los manejos que se estaban dando. Como arma de defensa, el empleado optó por la modificación de las facturas y recibos, que es una práctica corrupta muy extendida.

El dueño de los bienes se enteró de las modificaciones que estaba haciendo su empleado y, como lo dice el texto de la parábola, “Tuvo que reconocer que su mal administrador había procedido con habilidad. Pues los que pertenecen a este mundo son más hábiles en sus negocios que los que pertenecen a la luz”.

Hay dos elementos en el relato: el administrador infiel actúa sagazmente, aunque injustamente (cometiendo un último abuso en su cargo). Y Jesús propone a sus discípulos que actúen del mismo modo. Pero, ¿cómo es ejemplar el administrador para sus discípulos? En su modo sabio e inteligente de resolver la grave situación, pero no en el modo injusto de salir de la misma, responde Jesús. Porque es una parábola y no una alegoría*. Porque en otros lugares de la enseñanza de Jesús no encontramos que alabe los comportamientos que lesionan la justicia o la paz (se declara siempre contra la injusticia y contra la violencia). Jesús insiste en que hemos de estar vigilantes y atentos a la oferta salvadora de Dios a través de sus gestos y palabras. De esta manera el episodio transformado en parábola se ha convertido en una admirable lección para sus discípulos. Y este Evangelio sigue teniendo vigencia hoy. Es necesario, en medio del mundo, tener la sabiduría de leer en los acontecimientos y deducir la lección que fundamente realmente nuestra esperanza. Hay que contar con los bienes visibles, pero con sabiduría para alcanzar los bienes eternos. Y esto es lo que explica Jesús en las palabras que siguen y que constituyen el objeto de la siguiente reflexión.

Diríase que Jesús parece felicitar o poner de modelo a un administrador infiel, a un sinvergüenza, al malo de la película. En una lectura sosegada y global ya es otra cosa. Jesús no alaba la injusta gestión del administrador estafador e infiel, pues es despedido de la administración.

Lo que alaba Jesús es su inteligencia, su laboriosidad, su sagacidad y previsión. Jesús viene a decirnos que los hijos de este mundo son más astutos con su propia gente que los hijos de la luz (Lc 16,8). El dinero sirve para todo, dice el sabio en la Biblia. En sí no es ni bueno ni malo. Lo hace bueno o malo su uso o su abuso. Y en principio es bueno y necesario. De tal modo es bueno, que hasta para ser buen cristiano hay que solucionar previamente el problema humano de la subsistencia que viene por el trabajo y el dinero. ¡Qué bien lo saben los misioneros portando a la vez la cruz y la azada, el evangelio y la economía! Y al igual que agradecemos los avisos reiterados de peligros en carretera, deberíamos agradecer también que la Palabra de Dios nos recuerde de vez en cuando la peligrosidad del dinero mal administrado.

En realidad, lo que Jesús condena es “servir al dinero”, no que el dinero nos sirva, es decir, Jesús condena idolatrar el dinero, ser esclavo del negocio, que aleja del culto a Dios y de la convivencia humana con la sociedad. Jesús condena la riqueza mal adquirida y peor distribuida.

Finalmente, la parábola nos hace una aguda observación sobre la importancia de ser delicados en los procedimientos administrativos y en la gestión de los negocios: “El que es fiel en las cosas pequeñas, también es fiel en las grandes; y el que es infiel en las cosas pequeñas, también es infiel en las grandes”.

Los hijos de este mundo son más sagaces (para sus cosas y negocios) que los hijos de la luz (para los intereses del reino), es una frase paradójica y conscientemente desconcertante para que los oyentes presten mayor atención. Y lo mismo habría que decir de la expresión ganaos amigos con el dinero injusto...; es una paradoja querida y buscada por Jesús para conseguir el mismo resultado o para intentar conseguirlo ya que ciertamente Él era un excelente maestro con una gran pedagogía, pero los que le seguían no fueron, durante su vida terrena, tan admirables discípulos (¡lo serán después de la resurrección y el don del Espíritu que les guiará a la verdad completa!). Jesús sigue poniendo en paralelo las dos situaciones: el comportamiento frente a los bienes y asuntos temporales (importantes pero no absolutos) y el comportamiento frente a los bienes que Él ofrece al anunciar con la palabra y los gestos la realidad del reino.

 

Para nuestra vida.

La primera lectura reflexiona acerca de las injusticias. Dios no podía quedar impasible ante esa situación. El pecado de injusticia contra los pobres enseña Santiago (St 5,4) es de los que claman al cielo. Por eso la voz de Dios se oye clara y enérgica, como un rugido, dirá el profeta.

La Primera Lectura del Profeta Amós (Am. 6, 4-7) puede servir para describir la situación de corrupción en que se encuentra el mundo.  El Profeta acusa y reprocha fuertemente a los que cometen fraude, a los vendedores sin escrúpulos que se enriquecen a expensas de los pobres y que suben los precios aprovechando la necesidad ajena.  Y amenaza el Profeta a los que así se comportan con el castigo de Dios, diciendo que el Señor no olvidará jamás ninguna de estas acciones.  Es decir:  las malas acciones, los actos que van contra la Ley de Dios -y que además hacen daño al prójimo- tienen el castigo de Dios ... o pueden tener el perdón de Dios, si el pecador se arrepiente y no peca más.

Hoy día estas palabras de Amós resuenan con toda actualidad. Gran parte de la culpa de la desgracia que ha caído sobre Israel la tienen los mercaderes que, con su rapacidad, despojan en esta época de hambre a los más débiles. El profeta recrimina sin compasión estas lacras sociales. La ambición de los negociantes perversos llega al límite de que, importándoles poco la celebración del culto, se impacientan por las fiestas religiosas. Su corazón está sediento de dinero.

Nuestra sociedad está en aspectos como éste muy próxima a aquella problemática, también hoy tenemos nosotros razones para afirmar que el pecado social que denuncia el profeta Amós sigue estando muy vivo entre nosotros. Los grandes ricos de hoy –empresas, multinacionales, países ricos respecto a países pobres, etc.- siguen explotando al pobre sin misericordia alguna. Pero no nos conformemos con pensar en los más ricos, pensemos cada uno de nosotros en los posibles pecados sociales que cometemos, por acción o por omisión. Como ya hemos dicho arriba, el dinero debemos usarlo siempre no sólo en beneficio propio, sino en beneficio de los demás. Vivamos sobriamente y procuremos que nos sobre siempre algo para dar a los que no tienen ni lo necesario para vivir. Si somos sinceros, debemos reconocer que muchos de nosotros podemos vivir gastando algo menos de lo que gastamos habitualmente, para así poder dar algo a los más necesitados. Que nunca puedan decirnos que exprimimos al pobre tratándole injustamente y sin misericordia.

El creyente debe adoptar una actitud de desapego y de denuncia. Palabras como éstas aún golpean la conciencia de muchos hombres de nuestra sociedad. Es preciso decirlo sin tremendismos pero con veracidad: el que tal hace sepa que le aguarda un castigo formidable. Por eso, el día de la restauración final, se tendrá en cuenta hasta la última de las obras de iniquidad que han obrado los que tenían la fortuna y el poder. Palabras para meditar: que nuestra fe no se convierta en una opresión; que el hombre no sea explotado por otro hombre.

 

En la segunda lectura, San Pablo , maestro de la vida cristiana, de la oración y del camino de la fe, nos dice que es "anunciador y apóstol, maestro en la fe y verdad". Nos habla de la oración de intercesión universal. Lo que Dios quiere es la colaboración de los creyentes en la gran tarea de la salvación, convirtiéndonos en cierta medida en mediadores de esta obra redentora. Esta es la misión universal de la Iglesia que tiene la misión de anunciar a todos la salvación y de preparar el camino. Así somos solidarios con Cristo, que se entregó generosamente camino. Así somos solidarios con Cristo, que se entregó generosamente para salvar a todos los hombres. Orando por los hombres preparamos el terreno por el efecto de la gracia de Dios que siempre se derrama en abundancia sobre el mundo, perpetuándose así la obra de Cristo, salvador universal.

 

El evangelio nos presenta una  parábola que nos habla del balance de una gestión. Con ello se nos recuerda que todos y cada uno de nosotros hemos de rendir cuentas ante el Señor de toda nuestra vida, hemos de entregar un balance de nuestra gestión. Y según sea el resultado, así será la sentencia que el Juez supremo dicte en aquel día definitivo. A lo largo de nuestra vida vamos recibiendo bienes de todas clases, materiales y espirituales, vamos disponiendo de meses y de años, de horas y de minutos.

La astucia de aquel administrador infiel, qué ponía interés en sus asuntos, cuánto se jugaba por solucionar sus problemas. El Señor da por supuesto lo inmoral de su conducta, pero reconoce al mismo tiempo la eficacia de su actuación, la inteligencia de que hizo alarde para salir de su apurada situación. Compara esa manera de proceder de granuja la actuación de los que son buenos. Y concluye que los hijos de las tinieblas son más astutos en sus asuntos que los hijos de la luz en los suyos. A pesar de que lo que persiguen los primeros son sólo unos bienes caducos, mientras que los que alcanzan los hijos de Dios son unos bienes superiores e imperecederos.

Este es el dramático problema que Jesús quiere resolver con estas expresiones dificultosas, pero iluminadoras y actuales. El creyente está en medio del mundo para que, como Jesús, sepa discernir y valorar en sus justos límites los distintos valores: los humanos y los del reino. Utilizar aquellos sin poner en riesgo éste. He ahí la gran sabiduría que Jesús desea a sus discípulos, para que puedan ser siempre señores e hijos libres en la casa del Padre, que para eso nos ha librado el Hijo. Entendería mal este mensaje de Jesús quien despreciara los valores terrenos de raíz. Y lo entendería peor quien pusiera en ellos su esperanza. Hay que utilizarlos con sabiduría; más todavía, utilizarlos como ayudas para conseguir el reino y vivir en la solidaridad y la justicia.

De todo ello se concluye que hemos de poner más empeño y más cuidado en nuestra vida de cristianos, que hemos de luchar dispuestos a cuantos sacrificios sean precisos por lograr que el amor de Cristo, su paz y su gozo se extiendan más y más entre los hombres. No nos dejemos ganar por los que sólo buscan su provecho personal y el logro de una felicidad pasajera y aparente, pongamos cuanto esté de nuestra parte para que el Evangelio sea una realidad viva en nuestro mundo.

Seamos sagaces, seamos astutos, en el único negocio que realmente vale la pena:  el negocio de nuestra salvación, el negocio de asegurarnos la ganancia eterna del Cielo.

Y ¿qué significa ser astuto en la vida espiritual?  Significa que debemos aprovechar todas las gracias que Dios nos da para asegurarnos el porvenir eterno.  Tenemos a disposición los Sacramentos, especialmente la Confesión y la Sagrada Eucaristía.

Y la mejor muestra de sagacidad espiritual consiste en buscar y en hacer sólo la Voluntad de Dios en nuestra vida.  Y esto se hace, no solamente huyendo del pecado y confesándolo cuando sea necesario, sino buscando siempre la Voluntad de Dios para nuestra vida ... no nuestra propia Voluntad:  los Planes de Dios para nuestra vida ... no nuestros propios planes.

El dinero ha de ser utilizado de tal forma que no sea obstáculo para llegar a la Vida Eterna.  Porque el dinero puede ser un obstáculo para la salvación. Pero el dinero bien usado -usado sagazmente- puede servirnos para la salvación, puede ser una inversión en el único negocio importante.  Esa inversión la hacemos cuando no estamos apegados al dinero y con generosidad lo compartimos, dedicando parte del mismo a las necesidades de los demás, a la limosna, a contribuciones a obras de caridad organizadas, a las necesidades de la Iglesia, etc.

No significa esto que el Cielo puede comprarse, o que actuando así tenemos asegurada la Vida Eterna.  Tampoco significa que el actuar así nos exime de otras obligaciones morales y espirituales.  Simplemente significa que actuando así impedimos que el dinero nos desvíe del camino al Cielo.

Termina el pasaje evangélico con una sentencia de enorme valor práctico: quien es fiel en lo poco, también lo será en lo mucho. Se subraya así la importancia de las cosas pequeñas, lo decisivo que es ser cuidadoso en los detalles, en orden a conseguir la perfección en las cosas importantes. En efecto, quien se esfuerza por afinar hasta el menor detalle, ese logra que su obra esté acabada, evita la chapuza. Es cierto que para eso es preciso a veces el heroísmo, una constancia y una rectitud de intención que sólo busca agradar a Dios en todo. Pero sólo así agradaremos al Señor y nos mantendremos siempre encendidos, prontos y decididos a cumplir la voluntad de Dios .

El Evangelio trae al final la frase de Jesús:  “No se puede servir a dos amos, pues odiará a uno y amará al otro ... o se apegará a uno y despreciará al otro”.   Se está refiriendo el Señor específicamente al dinero, pues termina así la frase:  “En resumen, no puedes servir a Dios y al dinero”.

 

Rafael Pla Calatayud.

rafael@betaniajerusalen.com

 

domingo, 7 de septiembre de 2025

Comentarios a las lecturas del Domingo XXIII del Tiempo Ordinario 7 de septiembre de 2025.

"Señor, que yo te conozca a Ti que me conoces. Que yo te conozca como soy conocido por Ti". Encontró, después de una larga búsqueda, la verdad y, con la verdad, encontró la felicidad: "La búsqueda de Dios es la búsqueda de la felicidad. El encuentro con Dios es la felicidad misma". (San Agustín).

Comprender el designio de Dios. Dios como refugio, el cambio que supone la vida cristiana de recibir a todos como hermanos, la exigencia de renuncia de la propia vida cristiana para ser discípulos de Jesús, las condiciones del seguimiento. ¿Qué hombre conoce el designio de Dios?¿Qué es lo que Dios espera de mí?.¿Buscamos a Dios de verdad?. ¿Anhelamos su sabiduría?. ¿Se nota, no solo de palabra, que el Señor es nuestra  riqueza?.

Todas estas preguntas y realidades resonarán hoy en las lecturas proclamadas.

La primera lectura es del Libro de la Sabiduría ( Sab 9,13-18), nos presenta a la Sabiduría auténtica como que es el mismo Espíritu de Dios, es Dios mismo. La razón es de los hombres, la sabiduría es de Dios y ¡qué difícil es para nuestra pobre razón conocer los designios de Dios, si Dios no nos da su santo Espíritu!. Ante el misterio de Dios, el hombre debe proceder siempre con humildad y reconocimiento de nuestros límites.

 Los designios de Dios solo los podrá conocer el hombre con ayuda del Espíritu Santo. Sin la ayuda permanente del Espíritu es imposible conocer lo que Dios quiere de nosotros. Es verdad que Jesús "fue la imagen del Dios invisible" y nos enseñó a reconocer el amor desbordante del Padre hacia sus criaturas. Pero eso mismo, sin la ayuda del Espíritu, no nos llegaría, no lo entenderíamos. Muchas de las especulaciones "cientificistas" que hacen algunos respecto a la figura de Cristo, o en torno a la presencia de Dios en la creación, y que se pierden por caminos de adivinanzas o de conjeturas interminables, se deben a la ausencia del Espíritu. Cuando el Espíritu Santo está en nosotros todo llega fluidamente y con una profundidad que no procede de nosotros mismos. Pretender llegar al "fondo" de Dios cerrándose al Espíritu es –casi—una pérdida de tiempo. Eso no quiere decir que no tengan mérito los esfuerzos de personas que, sin recibir al Espíritu, buscan a Dios. El contenido del texto que leemos hoy en el Libro de la Sabiduría nos demuestra que eso ya lo sabían muchas generaciones antes del nacimiento de Cristo.

"¿Qué hombre comprende el designio de Dios, quién comprende lo que Dios quiere...?" (Sb 9, 13). Los planes de Dios, sus intenciones, sus pensamientos están ocultos a los hombres. Los deseos, las motivaciones humanas son más o menos previsibles. Muchas veces sabemos lo que nuestro interlocutor piensa con sólo mirarle a los ojos. Sabemos qué es lo que desea, qué es lo que está buscando. Con Dios no ocurre lo mismo. Él se escapa a nuestras previsiones, está por encima de nuestros cálculos. Y a menudo nos sorprende su forma de actuar, nos extraña quizá su pasividad, su prolongado silencio. Y nos preguntamos, inútilmente, el porqué de las cosas.

Hoy nos dice el sabio inspirado por Dios: Los pensamientos de los mortales son mezquinos y nuestros razonamientos son falibles; porque el cuerpo es el lastre del alma y la tienda terrestre abruma la mente del que medita... Por eso ante Dios sólo nos queda en ocasiones el silencio por respuesta, la aceptación rendida de cuanto Él quiere disponer. Conscientes de que sus planes son siempre justos e inapelables. Contentos al pensar que, además de inteligente como nadie, Dios es sobre todo amor.

"Pues, ¿quién rastreara las cosas del cielo, quien conocerá tu designio?" (Sb 9, 17). Los planes de Dios están escondidos para los hombres, el Señor puede mostrarlos con el fulgor de tu luz, esa luz que luce en las tinieblas y que las tinieblas no sofocaron, esa luz verdadera que, con su venida a este mundo ilumina a todo hombre. La luz, nos ha penetrado, sembrando el gozo y la alegría en nuestros corazones, porque sabemos lo que buscas, lo que intentas desde el principio de los tiempos. Salvar a los hombres, a todos. Esa es la voluntad del Señor, su deseo de universal salvación. Y para que esa redención no fuera como una limosna que nos humillase, permite que podamos cooperar a nuestra propia salvación, conquistar con nuestro pequeño esfuerzo, sostenido por tu gracia, ese Reino maravilloso que él ha venido a proclamar.

 

El responsorial es el salmo 89 (Sal 89,3-6.12-17).  Este es uno de los llamados salmos reales. Estos salmos tienen dos modalidades: algunos salmos que hablan sobre el rey de Israel y otros que muestran la realeza divina. La tradición de ambos grupos de salmos es davídica en el sentido de que se apoya tanto en la elección divina del Rey David como en la promesa que Yahveh le hizo sobre la perpetuidad de su dinastía. Inicialmente usados para la consagración de reyes o para ceremonias reales, con la caída de la monarquía son reutilizados en sentido mesiánico. Los más representativos son el Salmo 2, el 45, el 89 y el 110 (para los directamente relacionados con la dinastía davídica).

Este salmo es un himno al Señor rey del universo (vs. 1-18) y una evocación de las promesas hechas a David y a su descendencia (vs. 19-37) sirven de base para una súplica en favor del rey (vs. 38-52). El salmo fue compuesto probablemente hacia fines de la época de los reyes, cuando el creciente poderío de Babilonia se había convertido en una grave amenaza para el reino de Judá.

El hombre de la Biblia en ningún instante cubre sus ojos con disfraces, ni intenta ocultarnos la vieja sabiduría sobre la fugacidad de la vida y la relatividad de las cosas. Al contrario, lo sentimos impresionado por la condición efímera de la existencia humana, y frecuentemente se nos presenta agobiado, por no decir abrumado, por el peso de la contingencia.

"Señor, Tú has sido nuestro refugio de generación en generación".

El salmista se presenta en el escenario, y de entrada, comienza por levantar la cabeza y extender la mirada hacia atrás por encima de los horizontes y los siglos pasados buscando un centro de gravedad que ponga una cierta estabilidad en el vaivén inestable de las generaciones humanas. En efecto, necesitábamos una roca porque las generaciones subían y bajaban como las olas, y la vida era un perpetuo movimiento como las entrañas del mar.

Y, por encima de las estaciones y vaivenes, el Señor estuvo con nosotros, como una constelación sosegada sobre las olas. El estaba -estuvo-- en el fondo de nuestros pensamientos como testigo, en el fondo de nuestros sueños como confidente; y, desde el fondo de los recuerdos, ya casi olvidados, apenas conseguimos rescatarlo a El como un ser familiar con el típico encanto de un antiquísimo compañero con quien compartimos los peligros y las alegrías. Nuestro refugio de generación en generación.

En medio de ese remolino de contrastes en que se mueve el salmista, la impresión, entre tantas impresiones, que más vigorosamente resalta el salmo 89 es la de la caducidad de la realidad humana y, en general, de toda la realidad, frente a la consistencia de Dios. Todo, en el salmo, está en una mezcla confusa: las leyes biológicas junto a las iras divinas, el vacío, el silencio, el olvido.

"Mil años en tu presencia son un ayer que pasó ,una vela nocturna... " (Sal 89,4)

"Enséñanos a calcular nuestros años para que adquiramos un corazón sensato" (v.12).

El Señor nos enseña a «contar nuestros días» para que, aceptándolos con sano realismo, «entre la sabiduría en nuestro corazón» (v. 12).

Sabiduría de corazón. ¿En qué consiste ella? En «conocer mi fin» y «la medida de mis años» para comprender «lo caduco que soy», y en «calcular nuestros años» para, de esta manera, adquirir un «corazón sensato». He ahí la fuente y el camino de la sabiduría.

Corazón sensato es el de aquel hombre que tiene una visión objetiva sobre todo su entorno, dispone en su mente de la medida de las cosas y sabe aplicar, cuando corresponde, la ley de la proporcionalidad. Por lo demás, es capaz de hacer una correcta distinción entre lo verdadero y lo ficticio, entre la apariencia y la realidad. En suma, sabe que la verdad consiste en saber que todo lo humano es caduco.

"Por la mañana sácianos de tu misericordia y toda nuestra vida será alegría y júbilo" (v. 14)

Pasó la tempestad, las nubes se alejaron, y de nuevo brilla el sol. Hemos encontrado al salmista acorralado por la muerte, asfixiado entre dos nadas, hostigado por los rayos divinos, verdaderamente en el ojo de la tempestad.

Todas las verdades, proclamadas fragorosamente en la primera parte del salmo, siguen y seguirán en pie, pero la Misericordia es capaz de cualquier metamorfosis: capaz de transfigurar el polvo en risa, el lamento en danza y la muerte misma en una fiesta. ¿El problema? Uno sólo: «saciarse de Misericordia».

Cuando el hombre despierta por la mañana, y abre los ojos, y deja entrar por la ventana de la fe el sol de la Misericordia, y ésta consigue inundar todas las estancias interiores y todos los espacios hasta la plenitud total, entonces no hay en la tierra idioma humano que sea capaz de describirnos esta metamorfosis universal: como por arte de magia el viento se lo llevó todo, la cólera divina, y las culpas, y el polvo, y la muerte, y la caducidad, y el miedo, y el humo, y la sombra, como hierbas secas se llevó todo el viento, y la vida y la tierra entera se entregaron frenéticamente a una danza general en que todo es alegría y júbilo (v. 14).

Las cosas de Dios no son para ser entendidas intelectualmente sino para ser vividas, y cuando se viven, todo comienza a entenderse. El secreto está, reiteramos, en llenarnos. Dios es banquete; hay que «comerlo» (experimentarlo) y llega la saciedad. Dios es vino; hay que «beberlo», y viene la embriaguez en que todas las cosas saltan de su quicio y, en milagrosas transfiguraciones, lo caduco se transforma en lo eterno, la tristeza en alegría, el luto en danza.

Dios hace estos prodigios, no el Dios de la venganza, que ya «murió» sobre el monte de las bienaventuranzas, sino el Dios de las Misericordias, el verdadero Dios, Aquel que nos reveló Jesús.

Después de beber este «vino», los días y los años que se abren ante nuestros ojos estarán colmados de alegría (v. 15). Y el salmo acaba con una estrofa en que una esperanza invencible llena por completo y guarda nuestro futuro:

"Aparezca tu obra ante tus siervos y tu esplendor sobre tus hijos".

La dulzura del Señor sea con nosotros. Confirma tú la acción de nuestras manos" (vv. 16-17).

En la segunda lectura de la carta a Filemón (Flm 9b-10.12-17). se nos narra a San Pablo está en la cárcel, detenido por causa del Evangelio, y desde la cárcel ha conocido a un tal Onésimo, que ha resultado ser un esclavo que se había escapado de la casa de su amo Filemón.

 San Pablo pide clemencia por el esclavo Onésimo, fugado de su casa y, posteriormente, reunido con el Apóstol.

Pablo, al encontrarse con Onésimo, pasa bastante tiempo con él, y lo convierte a la fe. Luego decide devolverlo a su amo, pero acompañándolo con la carta de recomendación que hemos leído.

Filemón es cristiano, convertido también por Pablo, y por eso el apóstol tiene autoridad sobre él y puede pedirle lo que hemos escuchado en la carta. Le dice que, como cristianos que son los dos, cuando ahora se vuelvan a encontrar la relación que deben tener entre ellos no debe ser la de un amo que castiga al esclavo que se le había escapado, sino la de dos hermanos que se reúnen.

San Pablo nos va a dar siempre esa aproximación insuperable a la realidad de su tiempo sin dejar de dar mensajes válidos para todas las épocas. La esclavitud era un "sistema de producción" dentro de la economía de ese tiempo. Sin duda, esa mano de obra barata y fiel había ayudado a construir imperios. Hombres, mujeres y niños constituían parte del botín de las guerras y pasaban a ser utilizados por los vencedores. En el Antiguo Testamento aparecen las deportaciones que sufrió el pueblo judío. Egipto, Babilonia son destinos de esclavitud. San Pablo pide hermandad entre esclavo y amo y, sorpresivamente, no pide la liberación de Onésimo. Pero es que el respeto por la ley civil del Apóstol es lo que dio marcha a su largo camino.

San Pablo pone en práctica las exigencias del evangelio de Jesús. Por la aceptación del evangelio y merced al bautismo, el esclavo tampoco es ya simplemente esclavo, ya no es un objeto sin derechos perteneciente a su propietario, de modo que éste pueda hacer lo que le plazca, sino que es un liberto del Señor, un hermano en Cristo. La relación de amo respecto a su esclavo ha quedado modificada. La llamada de Cristo acarrea una transformación radical de las relaciones: el esclavo se convierte en un liberto de Cristo y el libre se hace esclavo de Cristo. Onésimo quiere decir "útil". No habrá ya entre los hombres una relación de "utilidad" sino de "fraternidad. Esta libertad gracias a Cristo es la solución dada por el cristianismo primitivo al problema de la esclavitud. San Pablo manifiesta que merced al evangelio se produce una nueva relación del hombre para con Dios, y ella crea a su vez una nueva relación respecto a los demás hombres, cuyo determinante es el amor.

 

El Evangelio de este domingo es de San Lucas (Lc 14,25-33), se encuentra dentro de la sección de Lucas -iniciada en 9,51- que nos presenta a Jesús en viaje hacia Jerusalén. El texto está formado por dos comparaciones enmarcadas por tres frases de Jesús sobre el discipulado.

Como en otras ocasiones, también en la que nos refiere hoy el texto encontramos a Jesús rodeado de mucha gente. Era fácil seguir al joven rabino de Nazaret que hablaba con autoridad y que amaba a los niños y prefería a los humildes. No obstante, el Señor les dice que para seguirle hay que posponerlo todo a su amor: los padres, la mujer y los hijos, incluso uno mismo ha de estar en segundo plano respecto de Jesucristo. La doctrina no puede ser más clara en lo que respecta a las exigencias que comporta, el Maestro no palió las dificultades, podríamos decir que incluso parece exagerarlas un poco.

En los vv. 25-26, Jesús explica que ser su discípulo no significa simplemente caminar detrás de Él. Por esta razón, al ver que tantos lo siguen, se voltea y explica que para poder ser su seguidor de verdad, hay que preferirlo a Él por sobre todos. El amor que pide Jesús para sí es mayor que los lazos familiares más profundos, como el padre, la madre, los hijos o hermanos. Como ya había hecho en 9,57-62, el Señor enseña que solo poniéndolo a Él en el centro de nuestro corazón, prefiriéndolo incluso a la propia vida, podemos ser sus seguidores.

El v. 27, nos indica que para seguir a Jesús, es necesario cargar con la propia cruz. Del mismo modo que Él camina sin dudar hacia Jerusalén para entregar su vida (cf. Lc 9,51), quien quiere seguirlo debe hacer de su existencia un camino de entrega y servicio, y no de comodidad.

Al final del texto, en el v. 33, Jesús deja ver que tampoco puede ser discípulo suyo quien no renuncia a todo lo que tiene, es decir, a los bienes materiales que posee. Nuestro pasaje nos enseña así que el Señor debe ser preferido a todos y a todo.

Es de notar que las tres frases sobre el discipulado que hemos leído no son consejos para seguir mejor a Jesús, sino condiciones sin las cuales es imposible seguirlo (en las tres ocasiones se repite la expresión “no puede ser mi discípulo”). De este modo, el Evangelio nos invita a revisar nuestra escala de valores y prioridades para asegurarnos que Jesús esté siempre en el lugar más alto.

Jesús advierte de la absoluta necesidad de discernir antes de tomar una decisión tan importante: “¿Quién de vosotros, en efecto, si quiere construir una torre, no se sienta primero a calcular los gastos...? Y ¿qué rey, si quiere presentar batalla a otro rey, no se sienta primero a deliberar si le bastarán diez mil hombres para hacer frente...? (los vv. 27-32). Los dos ejemplos propuestos sirven para demostrar que la decisión no puede hacerse a la ligera. Los medios humanos con que se puede contar son del todo insuficientes para acometer la construcción del reino de Dios y para afrontar las dificultades humanamente insuperables que se derivan de ello. La única escapatoria inteligente de este callejón sin salida es sopesar la gravedad de la situación, renun­ciando a contar exclusivamente con los propios medios. Sola­mente así se podrá hacer la experiencia del Espíritu, la fuerza de que Dios dispone para la construcción del Reino.

 

Para nuestra vida.

El texto de la primera lectura de hoy del Libro de la Sabiduría nos dice que sólo es posible comprender los caminos de Dios cuando el Espíritu Santo ilumina con la fe. Y esas resonancias del Espíritu, que tienen un claro matiz cristiano, ya se expresaban en tiempos de los judíos, lo que nos demuestra la unidad –en el tiempo y en el espacio-- de toda la Palabra de Dios.

Se  formula hoy a modo de interrogante la dificultad que tiene conocer el designio de Dios y comprender lo que Dios quiere. Será necesario para ello recibir de Dios sabiduría y Espíritu Santo desde el cielo para adecuar nuestra vida a la voluntad de Dios manifestada por Jesús. Necesitamos ir contra corriente y tener la capacidad de renuncia total que pide el evangelio y a la que debemos estar dispuestos, llegado el caso.

¿Qué hombre conoce el designio de Dios? Los sabios de todos los tiempos han buscado la verdad y el sentido de la vida. Los astrólogos han buscado en los astros el destino de los hombres. Hoy se ha puesto de moda de nuevo el ansia de descubrir el propio futuro acudiendo al horóscopo o al adivino de turno que descifra la carta astral. Sabemos que son estafadores que se aprovechan de la ingenuidad y de la falta de seguridad que sufren muchos hombres y mujeres de nuestro tiempo. También en el siglo I en el Libro de la Sabiduría un judío de Alejandría se pregunta ¿quién rastreará las cosas del cielo? El sabio, que utiliza el seudónimo de Salomón, llega a la conclusión de que nuestros razonamientos son falibles, que apenas conocemos las cosas terrenas. Dios es el que nos concede la auténtica sabiduría, iluminando nuestra oscuridad. Cuando descubrimos la verdad aprendemos lo que Dios quiere de nosotros y alcanzamos la felicidad (la salvación). Fue el gran anhelo de San Agustín "Señor, que yo te conozca a Ti que me conoces. Que yo te conozca como soy conocido por Ti". Encontró, después de una larga búsqueda, la verdad y, con la verdad, encontró la felicidad: "La búsqueda de Dios es la búsqueda de la felicidad. El encuentro con Dios es la felicidad misma".

 Nosotros, los cristianos del siglo XXI, tenemos a Jesucristo, la sabiduría de Dios, que es Dios hecho hombre, que nos ha mostrado el rostro de Dios Padre, que nos ha hablado de lo que Dios quiere de nosotros, y que nos envió desde el cielo el Espíritu Santo que nos ilumina y nos guía. Así, si leemos y meditamos cada día el Evangelio, con la ayuda del Espíritu Santo, encontraremos allí una respuesta a esta pregunta que cada uno de nosotros hemos de hacernos: ¿Qué es lo que Dios quiere, y qué es lo que quiere de mí? Sin duda, a lo largo del Evangelio, escuchamos una llamada constante del Señor a seguirle, a ser sus discípulos. En el Evangelio de hoy, Jesús nos recuerda qué hemos de hacer, y qué hemos de dejar atrás, para ser sus discípulos.

 

El responsorial de hoy es el salmo 89, el primero del Libro Cuarto del Salterio. Y nos muestra la oración de Moisés. Pero es, además, el inicio del reconocimiento del género humano de la existencia de un camino de contrastes entre Dios y el hombre. Se muestra la inconmensurable grandeza de Dios que supera enormemente la débil condición humana, la cual Dios remedia si invocamos su misericordia.

Este salmo se le relaciona con Moisés, "hombre de Dios": es el único salmo puesto bajo el patronato de Moisés, a causa de sus lazos literarios con el Génesis 2,17; 3,12. "Adán sacado del polvo y volviendo a"... y Éxodo 32, 12; Deuteronomio 32,36. "Vuelve de tu cólera"... Oración de Moisés.

"Es un salmo de súplica por los pecados", oración "colectiva": el salmista dice siempre "nosotros"... No ora solamente, ni sobre todo por sus propios pecados, sino por aquellos de todo su pueblo. ¡Solidaridad admirable!

Este salmo era utilizado, en el culto de Israel, como "Liturgia penitencial" para pedir perdón... Como lo hacemos al principio de cada la "solidez y la permanencia inmóvil" de las montañas, y la "fragilidad efímera" de las flores, que florecen por la mañana y se marchitan por la tarde! ¡La imagen del "sueño" de la noche, que al despertar ya no se recuerda!.

En medio de ese remolino de contrastes en que se mueve el salmista, la impresión, entre tantas impresiones, que más vigorosamente resalta el salmo 89 es la de la caducidad de la realidad humana y, en general, de toda la realidad, frente a la consistencia de Dios. Todo, en el salmo, está en una mezcla confusa: las leyes biológicas junto a las iras divinas, el vacío, el silencio, el olvido. ¿Conclusión? Pareciera que íbamos a aterrizar en el pesimismo fatalista; pero no, el salmista nos conducirá de la mano hacia la sabiduría de corazón.

"Mil años en tu presencia son un ayer que pasó, una vela nocturna..." (Sal 89,4).

He aquí uno de los lados más significativos de la sabiduría de corazón: vivir enraizados en las profundidades de Dios. La raíz, por instinto, por una fuerza misteriosa, tiende al centro de la tierra; y cuanto más avanza en esa dirección, más vigorosamente se aferra a esa tierra que nutre y sustenta el árbol; y ese hundimiento es la condición de nuestra seguridad y la medida de nuestra fuerza.

El desatino está en pretender echar raíces en realidades de arena que no tienen subsuelo; ya se puede imaginar el resultado.

En medio del follaje de tópicos que aborda el salmo, la convicción central es ésta: lo efímero reclama lo consistente; la experiencia de lo contingente nos lleva a lo absoluto de Dios.

" Enséñanos a calcular nuestros años para que adquiramos un corazón sensato". (Sal 89,12).

Pasó la tempestad, las nubes se alejaron, y de nuevo brilla el sol. Hemos buscado al salmista y lo hemos encontrado acorralado por la muerte, asfixiado entre dos nadas, hostigado por los rayos divinos, verdaderamente en el ojo de la tempestad.

¿Será que la esperanza ha sustituido definitivamente a la tragedia, y la misericordia será en definitiva más fuerte que la ira?

Todas las verdades, proclamadas fragorosamente en la primera parte del salmo, siguen y seguirán en pie, pero la Misericordia es capaz de cualquier metamorfosis: capaz de transfigurar el polvo en risa, el lamento en danza y la muerte misma en una fiesta. ¿El problema? Uno sólo: «saciarse de Misericordia».

Cuando el hombre despierta por la mañana, y abre los ojos, y deja entrar por la ventana de la fe el sol de la Misericordia, y ésta consigue inundar todas las estancias interiores y todos los espacios hasta la saciedad total, entonces no hay en la tierra idioma humano que sea capaz de describirnos esta metamorfosis universal: como por arte de magia el viento se lo llevó todo, la cólera divina, y las culpas, y el polvo, y la muerte, y la caducidad, y el miedo, y el humo, y la sombra, como papelitos se llevó todo el viento, y la vida y la tierra entera se entregaron frenéticamente a una danza general en que todo es alegría y júbilo (v. 14).

" Por la mañana sácianos de tu misericordia y toda nuestra vida será alegría y júbilo".  (v. 14)

Una vez más lo decimos, las cosas de Dios no son para ser entendidas intelectualmente sino para ser vividas, y cuando se viven, todo comienza a entenderse. El secreto está, reiteramos, en saciarse, verbo eminentemente vital, casi vegetativo. Dios es banquete; hay que «comerlo» (experimentarlo) y llega la saciedad. Dios es vino; hay que «beberlo», y viene la embriaguez en que todas las cosas saltan de su quicio y, en milagrosas transfiguraciones, lo caduco se transforma en lo eterno, la tristeza en alegría, el luto en danza.

" y toda nuestra vida será alegría y júbilo;  baje a nosotros la bondad del Señor  y haga prósperas las obras de nuestras manos".(v. 17).

 

En la segunda lectura de la Carta a Filemón,–la más breve de todas las del Apóstol San Pablo-- habla de abolir la esclavitud por uso del amor fraterno. ¿No es esta una buena reflexión para nosotros en estos tiempos donde la emigración y el trabajo precario –dos formas de esclavitud— forman parte de nuestra vida?

El texto nos brinda una consecuencia concreta del seguimiento, y las necesarias renuncias a los propios bienes. Por haber abrazado la propuesta del evangelio, Onésimo ha dejado de ser un esclavo para ser un hermano de Filemón. Mediando la caridad y la buena voluntad de éste, quizá también se convierta en colaborador del apóstol que se encuentra encarcelado.

Este tal Onésimo había sido esclavo de Filemón, pero un día se escapó de su casa y se fue a refugiarse con san Pablo. Ahora, al escribirle Pablo una carta a Filemón, la envía junto con Onésimo, y le pide que lo acoja sin regañarle, sin echarle nada en cara, y que lo acepte no ya como esclavo, sino como hermano querido. Este cambio de actitud que san Pablo pide a Filemón es un claro ejemplo de lo que supone para nosotros seguir a Jesucristo. El perdón, el amor incondicional, el considerarse como inferiores a os demás, es la consecuencia de lo que Jesús nos pide hoy en el Evangelio para poderle seguir auténticamente. Así lo pide san Pablo a su discípulo Filemón. Esto no es nada fácil, pero sabemos con certeza que es lo que Dios quiere de nosotros. Esto es ser cristiano: vivir hacia los demás el mismo amor que Dios nos tiene a nosotros.

Aún siendo legal la esclavitud en muchas épocas  de la historia, el texto de esta carta,  hace ver que los buenos cristianos siempre tendieron a ver a los esclavos ya en tiempos de Pablo y posteriormente por las órdenes religiosas más como hermanos que como esclavos. San Agustín, en sus monasterios no permitía hacer distinciones entre esclavos y libres, en el trato diario, tanto en el trabajo, como en la comida, los vestidos y costumbres en general. Lo mismo podemos decir de casi todas las Órdenes religiosas en general. Los cristianos de este siglo XXI tenemos que esforzarnos denodadamente para conseguir una sociedad en la que todos tengamos los mismos derechos y las mismas obligaciones como personas.

 

Hoy el evangelio es tremendamente exigente,  expresa las duras condiciones de Jesús para aceptar a sus discípulos. Tales exigencias continúan vigentes para nosotros, hoy; con la dificultad añadida de que vivimos inmersos en un mundo que prima el placer y el abandono de todo esfuerzo. La demanda de Cristo, sin duda, nos va extrañar. Pero hemos de asumirla para poder seguirle.

Cada vez que Jesús habla en el Evangelio de seguimiento, de ir con Él, tras de Él, habla con mucha exigencia. Y es que no se puede seguir al Señor haciendo cada uno lo que quiera. Es necesario dejar otras cosas atrás para poderle seguir. “Quien quiera venir conmigo, dijo Jesús en una ocasión, que se niegue a sí mismo, que cargue con su cruz y que me siga”. Seguir a Jesús es optar por Él, y para ello hemos de renunciar a otras cosas que nos impiden seguirle de verdad. Hoy, en el Evangelio, por tres veces dice Jesús a qué cosas hemos de renunciar, de modo que si no renunciamos a ellas no podemos ser discípulos suyos. Quien no pospone a los suyos, e incluso a sí mismo; quien no lleva su cruz detrás de Él, quien no renuncia a todos sus bienes. Esto es lo que Jesús pide para ser discípulo suyo. Se trata de optar. No es que la familia sea mala, ni mucho menos. Tampoco los bienes son malos. Pero seguir a Jesús requiere despegarse de otras cosas. La familia es muy importante, y no es que tengamos que abandonarla. Se trata de poner a Dios por encima de los demás, incluso de los nuestros, y por medio de Él amar más aún a nuestra familia, pero teniendo siempre primero a Dios. Los bienes materiales son importantes para poder vivir, pero no han de quitar el primer puesto a Dios en nuestra vida. No podemos seguir a Jesús si no renunciamos a nosotros mismos, es decir, si no dejamos de ser los protagonistas de nuestra vida para que el protagonista sea Dios, si no dejamos de hacer sólo aquello que a nosotros nos gusta, o nos interesa, para así poder hacer aquello que Dios quiere de nosotros. EL discípulo es el que sigue a su maestro, y Jesús nos mostró que el verdadero camino es el de la cruz. Por eso, para ser discípulos de Cristo, hemos de tomar también nosotros nuestra cruz y así seguirle auténticamente.

Jesús se presenta  a sí mismo como el centro de su mensaje, Él mismo es el Reino que predica. Por eso, pide una adhesión sin reservas a su Persona con términos como jamás se atrevió  a usar hombre alguno:“ Si alguno viene a mí y no me ama más que a su padre y a su madre, y a su mujer y a sus hijos, y a sus hermanos y a sus hermanas, e incluso a sí mismo, no puede ser discípulo mío”.

Por la primera ("si uno quiere venirse conmigo y no me prefiere a su padre y a su madre, a su mujer y a sus hijos, a sus hermanos y hermanas, y hasta a sí mismo, no puede ser discípulo mío"), el discípulo debe estar dispuesto a subordinarlo todo a la adhesión al maestro. Jesús pide una renuncia total, para que nuestra entrega a Él sea también total,  quiere dejar muy claras las condiciones para ser discípulo suyo: como Él es libre ante su familia y ante el ambiente social, así, sus discípulos deben vivir esa libertad y estar dispuestos a renunciar a todo: familia, riquezas, trabajo y al propio egoísmo. Ciertamente Jesús no nos está invitando a odiar o a despreciar a la familia. Ni a suicidarnos, cuando dice que tenemos que renunciar incluso a nosotros mismos. Nos está diciendo que tenemos que saber distinguir entre lo importante, lo absoluto, que es Dios mismo, y lo menos importante. Ya sabemos que el Señor quiere que amemos a los nuestros. El amor a los hijos, el amor fraterno, el amor conyugal son santos, pero el amor de Dios que los sostiene y anima debe ser mayor todavía en cada uno de nosotros.

Si en el propósito de instaurar el reinado de Dios, evangelio y familia entran en conflicto, de modo que ésta impida la implantación de aquél, la adhesión a Jesús tiene la preferencia. Jesús y su plan de crear una sociedad alternativa al sistema mundano están por encima de los lazos de familia.

Por la segunda ("quien no carga con su cruz y se viene detrás de mí, no puede ser discípulo mío"), no se trata de hacer sacrificios o mortificarse, como se decía antes, sino de aceptar y asumir que la adhesión a Jesús conlleva frecuentemente la persecución por parte de la sociedad, persecución que hay que aceptar y sobrellevar conscientemente como consecuencia del seguimiento. Por eso es necesario no precipitarse, no sea que prometamos hacer más de lo que podemos cumplir. El ejemplo de la construcción de la torre que exige hacer una buena planificación para calcular los materiales de que disponemos, o del rey que planea la batalla precipitadamente, sin sentarse a estudiar sus posibilidades frente al enemigo, es suficientemente ilustrativo.

La tercera condición ("todo aquel  que no renuncia a todo lo que tiene no puede ser discípulo mío")  parece excesiva. Por si fuera poco dar la preferencia absoluta al plan de Jesús y estar dispuesto a sufrir persecución por ello, Jesús exige algo que parece estar por encima de nuestras fuerzas: renunciar a todo lo que se tiene. Se trata, sin duda, de una formulación extrema, paradigmática, que hay que entender. El discípulo debe estar dispuesto incluso a renunciar a todo lo que tiene, si esto es obstáculo para poner fin a una sociedad injusta en la que unos acaparan en sus manos los bienes de la tierra que otros necesitan para sobrevivir. El otro tiene siempre la preferencia. Lo propio deja de ser de uno, cuando alguien lo necesita para vivir. Sólo desde el desprendimiento se puede hablar de justicia, sólo desde la pobreza se puede luchar contra ella. Sólo desde ahí se puede construir la nueva sociedad, el Reino de Dios, luchando por erradicar la injusticia de la tierra.

Cuando decimos que hay que preferir a Cristo a todo lo demás, debemos entender estas palabras en un sentido estricto. Empezando por uno mismo, por mis bienes corporales y por todos mis bienes, incluida, por supuesto, mi familia, mi dinero, mis cargos públicos y privados. Si soy una persona sana y fuerte debo poner al servicio de Cristo mi salud y mi fortaleza; si soy débil o estoy enfermo, igualmente debo poner al servicio de Cristo mi debilidad y ni enfermedad. Todos tenemos, o podemos tener nuestras propias cruces, pongamos estas cruces al servicio de Cristo. Y si nos consideramos muy felices y afortunados por lo que somos y tenemos, pongámonos enteramente al servicio de Cristo. Es decir, que lo primero en mi vida es Cristo, después viene todo lo demás.

Esto que en el evangelio se nos propone como exigencias radicales de Jesús hoy no es tanto el comienzo del camino, sino la meta a la que debemos aspirar, aquello a lo que debemos tender, si queremos seguir a Jesús. Tal vez no lleguemos nunca a vivir con esa radicalidad las exigencias de Jesús, pero no debemos renunciar a ello, por más que nos encontremos a años luz de esa utopía.

No hemos de extrañarnos de que a veces nos cueste el ser fieles al Evangelio, que en ocasiones llegue hasta ser heroico cumplir con la voluntad divina. Por otra parte, podemos pensar que quien no nos ha engañado en cuanto a las dificultades, tampoco nos engaña en cuanto a la promesa y el premio para quienes le sean siempre fieles. Es cierto, por tanto, que hemos de luchar con denuedo cada día contra todo aquello que se opone a Dios, contra todo obstáculo que se interponga entre el Señor y nosotros; aunque ese obstáculo sean nuestros seres más queridos, o nuestro propio provecho personal. El premio es tan grande y tan duradero que exige un precio elevado pero no equitativo, pues por mucho que se tenga que sufrir o sacrificar nunca pagaremos adecuadamente los bienes que el Señor nos ha preparado para toda una eternidad. Por eso estemos persuadidos de que vale la pena sufrir un poco durante unos años, para poder un día gozar mucho y para siempre.

Posponerlo todo al amor de Dios no significa, por otra parte, que uno haya de prescindir del amor a nuestros padres o demás familiares, ni que hayamos de anularnos a nosotros mismos. No se trata de destruir, prescindir o anular, sino de trascender, de sublimar, de elevar a un plano sobrenatural aquello que de por sí es sólo natural. Así, quien se haya entregado al servicio de Dios mediante una consagración a Él, no está exento de querer a sus padres, a los que quizá ha disgustado con su entrega. Tendrá que quererlos y cuidarlos si es preciso, estar atento a sus necesidades y procurar atenderlas.

En cuanto a uno mismo, decíamos que Dios no quiere la anulación de nuestra persona sino su perfeccionamiento. Lo que hay que destruir es cuánto de malo o torcido llevemos en nuestro interior, todas esas inclinaciones y deseos, claros o larvados, que nos incitan al mal. Termina diciendo el Señor que quien no renuncia a todos sus bienes, no puede ser su discípulo. El Maestro no se limita a decir claras las cosas, además las repite. Ojalá aprendamos bien su lección y, con la ayuda de lo alto, sepamos dar un sentido nuevo, trascendente y sobrenatural, a cuanto constituye el entramado de nuestra vida.

Hemos de echar cálculos en función de cómo deberemos administrar la dedicación a  las cosas de Dios. Hhemos de poner por nuestra parte todo aquello que nos conduzca a un final término. Asimismo, quien se encuentre en la cercanía de una vocación religiosa plena también debe echar sus cuentas. Las grandes decisiones de la vida han de estar avaladas por la reflexión. Será, sin duda, el Espíritu quien nos envíe dicha vocación, pero hemos de saberlo.

 

Rafael Pla Calatayud.

rafael@betaniajerusalen.com