sábado, 22 de noviembre de 2025

Comentario a las lecturas del Domingo XXXIV del Tiempo Ordinario Jesucristo Rey del Universo. 23 de noviembre de 2025.

Hoy celebramos  la Solemnidad de Jesucristo, Rey del Universo.

Jesús nos  manifiesta que la única manera de ser un auténtico Rey es poniéndose al servicio de los demás.  Esto es una novedad absoluta , como también lo fue en los tiempos que Jesús. Y eso le llevó a la muerte en la cruz, que Él convirtió en trono de amor y de misericordia. Jesús , nos recuerda que cada uno de nosotros podemos convertirnos en verdaderos ciudadanos de su Reino, si nos ponemos al servicio del prójimo, sobre todo de aquellos más débiles y pobres.

Esta fiesta  de “Jesucristo Rey del Universo” fue instituida el 11 de diciembre  de 1925 por el  Papa Pío XI, lo hizo con la intención de que en este día todos los Estados de la tierra declarasen oficial y públicamente que Jesucristo era el verdadero rey del universo. Nosotros, los cristianos, hoy, al celebrar esta fiesta tenemos un propósito más humilde, tratamos de hacer todo lo posible para que Jesucristo sea realmente el verdadero rey de nuestros corazones . Queremos que el reino de Dios se establezca en nuestra tierra y queremos que este reino sea, con palabras del Prefacio de la misa, un reino de verdad y de vida, de santidad y de gracia, de justicia, de amor y de paz.

Las palabras del final del texto evangélico, cierran no sólo el texto de hoy, sino un ciclo litúrgico que ha tenido en Lucas al guía y al escritor.

El próximo domingo iniciamos el Adviento y con ello un nuevo ciclo y año litúrgico, el A. En el será San Mateo el evangelista de referencia.

 

La primera lectura  del segundo libro de Samuel  (2 Sm 5,1-3 ) nos cuenta como los judíos, ungían a sus Reyes en nombre del Señor. David es ungido como rey de Israel ante todo el pueblo y es un antecedente de la realeza de Jesús, el Cristo.

La historia nos narra cómo en combate con los filisteos mueren Saúl y tres hijos suyos (I Sam. 31). Al enterarse de la noticia, David no se alegra por la muerte del que le ha causado tantos sinsabores, sino que "agarró sus vestiduras y las rasgó", y sus acompañantes hicieron lo mismo. Hicieron duelo, lloraron y ayunaron por Saúl y por su hijo Jonatán, por el pueblo del Señor, por la casa de Israel..." (I Sam. 11, 11 ss).

-David ha sabido esperar pacientemente. En Hebrón, "los de Judá vinieron a ungir... a David, rey de Judá..." (2, 4); y tras el asesinato del único hijo superviviente de Saúl, Isbaal (cap. 4), David es nombrado también rey de Israel. Así llega a ser el soberano de toda la nación.

El texto nos narra como todas las tribus de Israel van a Hebrón (v. 1), sus representantes hacen un pacto con David y le ungen rey de Israel (v. 3).

En el v. 2 encontramos el motivo de la elección: Describe tres razones.

La primera es que son "hueso tuyo y carne tuya", es decir, son parientes.

La segunda es que ya había ido a la cabeza del ejército de Israel en tiempos del rey Saúl.

Y la tercera, que el mismo Señor le había escogido para ser rey de todo el pueblo.

La unión en un solo pueblo de todas las tribus descendientes de Jacob fue casi siempre un deseo más que una realidad. De hecho, prácticamente sólo podemos hablar de un solo pueblo durante los reinados de David y de su hijo Salomón.

Las palabras del Señor destacan dos elementos importantes: el pueblo es del Señor ("mi pueblo") y el soberano es su pastor, imagen frecuente para hablar de la función real. El rey, pues, no es el dueño y señor del pueblo, que sólo pertenece al Señor, sino que es un instrumento de Dios para que lo conduzca por el buen camino.

David y los ancianos de Israel establecen un pacto, una alianza. La unión sella el pacto y confiere a David la misión real sobre Israel (cf. 1 Samuel 16, 13). Así David se convierte en rey de todo el pueblo y símbolo de su unidad y pertenencia al Señor.

 

  El responsorial es el salmo 121  (Sal 121,1-5 ).  Salmo de "peregrinación" en ritmo gradual, con palabras claves que se repiten. Era el último salmo que los judíos entonaban en su peregrinación a Jerusalén, cuando la impresionante mole del Templo se hacía visible ante sus ojos. Muestra la alegría desbordante por llegar a la Casa del Señor. Igual tiene que ser para nosotros, hoy. Mostremos nuestra alegría por estar, juntos, en la Casa de Dios.

Los peregrinos, después de un largo viaje de acercamiento llegan finalmente ante Jerusalén. Uno de ellos exclama de alegría y admiración. La ciudad ¡qué bella es! Se siente la sorpresa de un pueblerino o de un nómada pasmado al mirar las construcciones que forman un todo compacto: casas, calles, palacios, el templo, todo rodeado de murallas y torres sólidas.

El tono principal es de alegría. En forma de "inclusión" al principio y al fin del salmo, la razón profunda de esta alegría: "la Casa del Señor"... Sí, Yahveh vive en esta ciudad. Junto al nombre de la ciudad repetido amorosamente, un conjunto de expresiones poéticas y aliteraciones.

Fijémonos en la expresión: "Invocad la paz sobre Jerusalén" : la palabra "paz" tiene las mismas consonantes de Jerusalén... Cuando no utiliza ni "shalom" ni "Ieruschalaim", dice "allí" adverbio que casualmente tiene dos de las consonantes de Jerusalén.

En cuanto a un sentido más profundo, es también de perfecta unidad: Jerusalén, la capital, hacia la cual convergen caminos de todas partes, de arquitectura compacta (ciudad construida en la cima de una montaña), ciudad cuyo nombre significa "paz", es también símbolo de unidad de las tribus dispersas... La fe en el único Dios cuya gloria habita en el Templo, es el fundamento de esta comunidad fraternal.

Jerusalén es el corazón del judaísmo, centro de su pensamiento y de sus cantos, a quien los grandes poetas hebreos de todos los tiempos han dedicado sus más inspirados poemas.

En todo tiempo Jerusalén ha sido la capital del mundo judío: en tiempo de David y de los reyes, en tiempo de Esdras y Nehemías después del exilio, en tiempo de los Macabeos y en la época del Nuevo Testamento. Y en los 2000 años de Diáspora, después de su destrucción en el año 70, Jerusalén ha sido siempre el centro espiritual de su vida, la capital de su destino, como lo es actualmente en el moderno estado de Israel.

El salmo 121 canta la emoción de la ida a Jerusalén y las excelencias de la ciudad. Tiene una estructura sencilla que se puede presentar así:

a) Anuncio de la ida a Jerusalén y alegría (vv. 1-2)

b) Elogio de la ciudad: de su templo e instituciones (3-5).

c) Augurios de paz y de felicidad (6-9).

a) Anuncio de la ida a Jerusalén y alegría (vv. 1-2)

La frase inicial expresa todo el júbilo y entusiasmo que produce el anuncio de la próxima subida a Jerusalén. Es una alegría desbordante de un deseo vivísimo que se ve cumplido: subir en peregrinación a la ciudad de Jerusalén, en compañía de otros muchos peregrinos con quienes se comparte la misma ilusión, el mismo sentir, la misma fe.

El salmista, en su imaginación, se ve en la ciudad santa, en la casa de Yahvé. La expresión "en tus puertas" es una frase poética en una figura literaria que se llama sinécdoque, y que consiste en decir una parte por el todo; aquí las puertas equivalen a la ciudad toda de Jerusalén, como si dijera: "Ya están nuestros pies en la ciudad". En Jerusalén está la casa del Señor, el templo de Salomón, luego reconstruido por Ageo y más tarde por el rey Herodes, y el templo era el orgullo del pueblo judío, el mismo corazón de su fe que encerraba tantos y tantos recuerdos de su historia y de su religión. Por esto, poder estar en Jerusalén y visitar el templo era una gracia que llenaba de alegría y gratitud.

b) Elogio de la ciudad: de su templo e instituciones (3-5)

Para los peregrinos el impacto de Jerusalén y de su templo era grande: venir de un pueblo insignificante o lejano y encontrarse con una ciudad grande, rodeada de murallas y de torres, con sus calles y plazas, con sus palacios, y descollando sobre todo ello, el gran templo donde palpitaba la fe y la religiosidad de Israel: todo ello producía una impresión inolvidable, reafirmaba la fe y hacía sentirse más hebreos a los hijos de Israel.

El salmista evoca todo esto, lo admira, se siente feliz de estar en Jerusalén, tan grande, tan hermosa, tan bien construida con sus edificaciones seculares llenas de recuerdos y de gloria.

Luego pondera las instituciones de la ciudad: los tribunales de justicia: de Jerusalén parte el orden, la paz, la rectitud. De Jerusalén vienen las leyes, las normas y ordenaciones para todo el pueblo, para que todos puedan gozar de paz y de prosperidad. En el mundo antiguo, donde imperaba tantas veces la ley del desierto, era confortante encontrar una garantía de justicia y de seguridad. Y todo esto lo daba Jerusalén, en el palacio de David estaba el recto juicio para todo, los sabios y los jueces del pueblo para ayudarlo y defenderlo.

Esta ciudad --recuerda san Gregorio Magno en las «Homilías sobre Ezequiel»-- «erige su gran edificio con las costumbres de los santos. En una casa una piedra sostiene la otra, pues se pone una piedra sobre otra, y quien sostiene a otro a su vez es sostenido por otro. De este modo, precisamente de este modo, en la santa Iglesia cada quien sostiene y es sostenido. Los más cercanos se sostienen mutuamente y a través de ellos se erige el edificio de la caridad. Por este motivo, Pablo advierte: "Ayudaos mutuamente a llevar vuestras cargas y cumplid así la ley de Cristo" (Gálatas 6, 2). Subrayando la fuerza de esta ley, dice: "La caridad es, por tanto, la ley en su plenitud" (Romanos 13,10). Si no me esfuerzo por aceptaros como sois, y si vosotros no os esforzáis por aceptarme como soy, no se puede levantar el edificio de la caridad entre nosotros, que estamos ligados por amor recíproco y paciente». Y para completar la imagen, no hay que olvidar que «hay un cimiento que soporta todo el peso de la construcción, nuestro Redentor, quien por sí solo sostiene en su conjunto las costumbres de todos nosotros. El apóstol dice de él: "nadie puede poner otro cimiento que el ya puesto, Jesucristo" (1 Corintios 3, 11). El fundamento sostiene las piedras pero no es sostenido por las piedras; es decir, nuestro Redentor carga con el peso de nuestras culpas, pero en él no ha habido ninguna culpa que soportar» (2,1,5: «Obras de Gregorio Magno» --«Opere di Gregorio Magno»--, III/2, Roma 1993, pp. 27.29).

 

La segunda lectura  de la carta a los colosenses  (Col 1,12-20 ) .El himno de Colosenses ofrece una visión del Reino de Cristo más conforme con la profunda realidad de tal reino que cualquiera de las imaginaciones que puede sugerirnos el título de Cristo Rey, del cual se ha hecho tanto uso y abuso en tiempos antiguos como recientes.

Los colosenses tenían su filosofía (la gnosis): imaginaban la energía divina (la plenitud) extendiéndose gradualmente entre los ángeles, el hombre y la materia. Incluso concedía a Cristo un lugar dentro de esta jerarquía. Pero Pablo reacciona vivamente contra esta anexión de Cristo por una filosofía, y desde el propio vocabulario de la misma pone de relieve el puesto único de Cristo.

San Pablo resume en tres puntos la obra salvadora de Dios en Cristo:

Dios nos ha hecho participar graciosamente de la herencia que había preparado para su pueblo santo, nos ha sacado del dominio de las tinieblas y trasladado al reino de su Hijo, y nos ha concedido el perdón por la sangre de Cristo.

Por eso es justo y necesario dar gracias a Dios, al Padre, por medio de Jesucristo. Vale la pena hacer notar que San Pablo se sirve de categorías del éxodo cuando hace esta memoria de la salvación de Dios en Jesucristo: herencia (=tierra prometida), pueblo santo, dominio de las tinieblas o esclavitud, traslación al reino, redención por la sangre (del Cordero de Dios, Jesucristo es nuestra Pascua).

San Pablo anuncia el evangelio de la liberación de todos los pecados y de cuanto esclaviza al hombre interna y externamente.

San Pablo nos presenta aquí una síntesis de toda su cristología.

El "Dios invisible" es el Padre. Jesús es la "imagen del Padre"; por eso quien ve a Jesús, ve también al Padre (cfr. Jn 14, 9). Sólo por Jesús y en Jesús tenemos acceso al conocimiento del Dios invisible, del Dios vivo, que no es el Dios de la filosofía sino el Dios de la vida y de la historia, el Dios de Abrahán, de Isaac y de Jacob.

"Primogénito", pues no ha sido creado sino engendrado por el Padre:

 "Primogénito", porque es el heredero de todas las promesas y el primero entre muchos hermanos.

 "Primogénito" también porque es anterior a todo cuanto por él ha sido creado. Como Hijo de Dios, Jesús es de la misma naturaleza que el Padre.

Todo ha sido creado con la mediación del "Hijo querido del Padre". Lo visible y lo invisible, lo terrestre y lo celeste es por él y para él. Con estas afirmaciones, San Pablo sale al paso de algunas desviaciones doctrinales que disminuían la persona y la obra de Cristo en el universo. Uno de los errores principales que quiere combatir San Pablo, es una especie de culto que se tributaba a los elementos fundamentales del cosmos (el agua, la tierra, el fuego y el aire) que se creían animados por espíritus celestes e invisibles. San Pablo afirma claramente que nada ni nadie está por encima de Cristo, el Señor.

Cristo, por quien y para quien todo ha sido creado, es también el que todo lo conserva y lo salva.

El universo, alejado de Dios por el pecado del hombre, estaba a punto de perecer definitivamente ante la amenaza de la muerte. Pero el Hijo de Dios se hace hombre para llevar a cabo una restauración universal, mejor, una recreación. Para ello Cristo se ha constituido en cabeza de la Iglesia, que es su cuerpo y el sacramento eficaz o señal de esta segunda creación. De Cristo procede ahora la nueva vida, él es el principio supremo de un nuevo orden. El es el primero que ha resucitado de entre los muertos y el principio de toda regeneración.

"Residiera toda la plenitud", esto es, la plenitud divina. Toda la riqueza inestimable de la divinidad que los falsos maestros suponían repartida entre los espíritus y potestades celestes, Pablo la ve concentrada en Cristo, que es el único Señor. Sin Cristo no es posible la salvación de los hombres y del universo.

Pero en Cristo ha querido el Padre reconciliar consigo y salvar así todos los seres. Cristo ha muerto para que todos y todo tenga vida, en su sangre se alcanza aquella paz universal y aquella reconciliación sin la que es imposible la existencia. Judíos y gentiles son llamados en Cristo para formar un solo pueblo; el cielo y la tierra, todas las criaturas, están ahora en dolores de parto hasta que se manifieste la salvación universal operada por Dios en la sangre de Cristo.

 

San Juan Pablo II comenta así este texto: " En él sobresale la figura gloriosa de Cristo, corazón de la liturgia y centro de toda la vida eclesial. Ahora bien, muy pronto el horizonte del himno se amplía a toda la creación y a la redención, abarcando a todo ser creado y a toda la historia.

En este canto se puede percibir el ambiente de fe y de oración de la antigua comunidad cristiana y el apóstol recoge su voz y testimonio, imprimiendo al mismo tiempo al himno su impronta.

2. Después de una introducción en la que se da gracias al Padre por la redención (Cf- versículos 12-14), el cántico, que la Liturgia de las Vísperas presenta cada semana, se articula en dos estrofas. La primera celebra a Cristo como «primogénito de toda criatura», es decir, ha sido generado antes de todo ser, afirmando así su eternidad que trasciende el espacio y el tiempo (Cf. versículos 15-18a). Él es la «imagen», el «icono» de Dios que permanece invisible en su misterio. Ésta fue la experiencia de Moisés, quien en su ardiente deseo de contemplar la realidad personal de Dios, escuchó esta respuesta: «Mi rostro no podrás verlo, porque no puede verme el hombre y seguir viviendo» (Éxodo 33, 20; Cf. Juan 14, 8-9).

Por el contrario, el rostro del Padre creador del universo se hace accesible en Cristo, artífice de la realidad creada: «por medio de Él fueron creadas todas las cosas… y todo se mantiene en Él» (Colosenses 1, 16-17). Cristo, por tanto, por un lado es superior a las realidades creadas, pero por otro, está involucrado en su creación. Por este motivo, puede ser visto como «imagen del Dios invisible», cercano a nosotros a través del acto creativo.

3. La alabanza en honor de Cristo avanza, en la segunda estrofa (Cf. versículos 18b-20), hacia otro horizonte: el de la salvación, la redención, la regeneración de la humanidad creada por Él, pero que al pecar había caído en la muerte.

Ahora la «plenitud» de gracia y de Espíritu Santo que el Padre ha dado al Hijo permite el que, al morir y resucitar, pueda comunicarnos una nueva vida (Cf. versículos 19-20).

4. Él es celebrado, por tanto, como «el primogénito de entre los muertos» (1,18b). Con su «plenitud» divina, pero también con su sangre derramada en la cruz, Cristo «reconcilia» y «hace la paz» entre todas las realidades, celestes y terrestres. De este modo les restituye su situación originaria, recreando la armonía primigenia, querida por Dios según su proyecto de amor y de vida. Creación y redención están, por tanto, ligadas entre sí como etapas de una misma historia de salvación.

5. Como de costumbre, dejamos ahora espacio a la meditación de los grandes maestros de la fe, los Padres de la Iglesia. Uno de ellos nos guiará en la reflexión sobre la obra redentora realizada por Cristo con su sangre.

Al comentar nuestro himno, san Juan Damasceno, en el «Comentario a las cartas de san Pablo» que se le atribuye, escribe: «san Pablo habla de la “sangre por la que hemos recibido la redención” (Efesios 1, 7). Se nos da como rescate la sangre del Señor, que lleva a los prisioneros de la muerte a la vida. Los que estaban sometidos al reino de la muerte sólo podían liberarse a través de Aquél que se hizo partícipe con nosotros de la muerte… Con su venida, hemos conocido la naturaleza de Dios que existía antes de su venida. De hecho, es obra de Dios el haber extinguido la muerte, restituido la vida y reconducido a Dios al mundo. Por ello, dice: “Él es imagen de Dios invisible” (Colosenses 1, 15), para manifestar que es Dios, aunque no es el Padre, sino la imagen del Padre, y tiene su misma identidad, si bien no es Él» («Los libros de la Biblia interpretados por la gran tradición» --«I libri della Bibbia interpretati dalla grande tradizione»--, Bolonia 2000, pp. 18.23)". (San Juan Pablo II.  Cristo, «imagen del Dios invisible». Comentario al cántico de san Pablo del inicio de la carta a los Colosenses. Miércoles, 24 noviembre 2004).

 

El evangelio de san Lucas (Lc 23,35-43 ). Es un fragmento que nos narra la crucifixión de Jesús,  está lleno de símbolos de realeza. Es como si nos quisiera decir que la Cruz es el auténtico trono de Cristo Rey. El rótulo que puso Pilato habla del Rey de los judíos. una escena: tres malhechores ajusticiados. La cruz del centro es la de Jesús. El texto lo ha trabajado Lucas como una observación de la escena por distintos grupos de personas.

Es una secuencia de actitudes ante Jesús crucificado. En primer lugar está el pueblo (v. 35a). "El pueblo, en pie, presenciaba la escena".

Siguen las autoridades religiosas (v. 35b). Su actitud es calificada de comentario con sorna. Cuestionan a Jesús como el Enviado de Dios.

En tercer lugar Lucas hace pasar a los soldados romanos encargados de la ejecución (vv. 36-37). Su actitud es descrita como actuación burlona. Cuestionan a Jesús como rey.

San Lucas aprovecha este momento para dar cuenta del delito por el que Jesús ha sido condenado a muerte: "Este es el rey de los judíos" (v.38).            Por última y cerrando la serie de presencias, Lucas se fija en los propios malhechores que flanquean desde sus cruces a Jesús (vs. 39-43). Es la secuencia más larga. Inicialmente corre paralela a la de las autoridades y los soldados. La actitud del primero de los malhechores es calificada de insultante. Como las autoridades, también él cuestiona a Jesús como Mesías. Pero el signo de las actitudes se rompe con el segundo de los malhechores. Tras reconocer la justicia de su castigo y la injusticia del de Jesús, se dirige a éste solicitando un recuerdo cuando llegue a su reino. Las palabras de Jesús cierran el texto: Hoy estarás conmigo en el paraíso.

San Lucas,  nos ha ido llevando y haciendo descubrir a lo largo del año valores y actitudes del Reino de Dios. Lo ha hecho en gran parte desde los marginados, los desechados. Pastores, mujeres, hijos pródigos, publicanos, prostitutas, samaritanos. Ellos han sido artífices de los hechos que se han verificado entre nosotros (cfr. Lc. 1, 1). Un día cualquiera de su vida se encontraban con Jesús. Este no los enjuiciaba ni los sermoneaba. Sencillamente estaba al lado de ellos. Pero algo descubrían en él que los impulsaba al cambio. Y por propia iniciativa salían de su desafortunada vida para vivir la de Jesús, la de su reino.

En el texto vuelve a haber uno de esos encuentros, propiciado por  la Ley del Estado, la misma para ambos malhechores. Pero uno de los  malhechores junto a Jesús grita lo injusto de esa ley en el caso de Jesús: "Este no ha hecho nada censurable". Pero es sólo el grito de un malhechor. ¿Qué había descubierto realmente en Jesús? Tampoco esta vez nos lo dice San Lucas, pues, no es él un escritor de interioridades o de estudios psicológicos. Simplemente señala una situación que es una constante en su Evangelio: un desechado descubre a Jesús, algo en él que le impone, le impresiona, le cambia.

 

Para nuestra vida.

En este domingo acaba el Ciclo litúrgico C. El ciclo acaba con la Solemnidad de Cristo Rey. El Reino de Dios es : servicio, entrega, generosidad, comprensión. No siempre, el servicio a Cristo, pasa por el aplauso del mundo. Jesús Rey es una figura atípica: manda sirviendo y sirve orientando.

En esta fiesta de Cristo Rey se nos presenta a Cristo como el centro de la vida de la Iglesia. En Él, por Él y para Él van encaminados nuestros desvelos y –sobre todo- el esfuerzo evangelizador para que, su Evangelio, sea tomado en cuenta a la hora de reconducir este mundo un tanto despistado o perdido.

Para entender el señorío de Jesús, en este día de Cristo Rey, es necesario contemplarlo en  la cruz. Ella nos aclara las principales coordenadas de la forma de ser, pensar y actuar de Jesús: amor a su pueblo cumpliendo la voluntad de Dios.

San Ignacio de Loyola, en sus Ejercicios Espirituales, en el "episodio" del "Rey Temporal y el Rey Eternal" lo define muy bien. Viene a decir que si nosotros somos capaces de apoyo total a un rey de este mundo que quiere instituir lo que todos queremos y guardamos una relación de identidad con sus postulados, sus vestidos, sus trabajos, sus sufrimientos, etc.; mucho más tendríamos que apoyar a un Rey Eterno que busca nuestra salvación y nuestra felicidad, que constituyen –sin duda—uno de los mayores anhelos.

 

En la primera lectura aparece ya la realeza por elección divina en la persona de David. A la muerte del rey Saúl la guerra se enciende en los campos de las tribus de Jacob. Unos se inclinan por David, otros por Isbaal[1], el hijo de Saúl. Pero la suerte estaba echada desde hacía tiempo. Dios había ungido a David por medio de Samuel. Entonces era un chiquillo, pero ahora es un guerrero con experiencia, un hombre curtido por la lucha, prudente y temeroso de Yahveh. Después de algunas escaramuzas, triunfa la causa de David. Y todas las tribus vinieron a Hebrón para proclamar al nuevo rey del pueblo escogido. Aclamación unánime y entrega sin condiciones.

A David el Señor "lo sacó de los apriscos del rebaño..., lo llevó a pastorear a su pueblo..." (Sal. 78, 70 ss). Su misión no consistió en dominar por la fuerza, sino en orientar, cuidar, preocuparse y ser servidor de su pueblo.

 

El salmo de hoy, es uno de los graduales más conocidos y cantados: "Qué alegría cuando me dijeron...". Expresa la alegría y la emoción que llenaba el corazón de todo israelita cuando subía en peregrinación a la ciudad santa de Jerusalén y a su templo.

EL salmo nos hace comprender lo que representaba para los judíos ir a Jerusalén, contemplar su templo, estar unos días en la ciudad, capital de su nación.

Hermosa la referencia a la Paz. Aspiración universal a la paz, a la alegría, a la felicidad. También en el mundo actual, la humanidad entera toma conciencia cada vez más de su unidad profunda, de sus dependencias mutuas. Pero al mismo tiempo, los particularismos y las oposiciones se exacerban. Señor, que la humanidad entera llegue a ser "como una ciudad en que todo se sostiene..." que las tribus..., las razas, las culturas "suban y converjan" las unas hacia las otras... que la paz reine sobre la ¡tierra!.

Alegría: iremos a la ¡Casa del Señor! La experiencia de la peregrinación que entonces se hacía a pie, debía tener un profundo sentido simbólico: partir de casa, ponerse en marcha, afrontar los peligros y la fatiga de un largo viaje, contar los días, tener la mente fija en la meta lejana, que día a día se acerca... Mirar finalmente la colina, ¡largamente deseada! Es ésta la parábola de la condici6n humana, en marcha hacia la "Casa de Dios". ¿Estamos realmente en marcha hacia Dios? ¿Concebimos nuestra vida como algo que avanza, que avanza hacia una meta, hacia alguien?

Desde el salmo vemos la relación: ¡David! - ¡Jesucristo! - ¡Cristo Rey!. En el momento en que los judíos oraban con este salmo,  la "Casa de David" ya no estaba ya en el trono.¿ Cómo podían decir?: "en ella están los tribunales de justicia, los tribunales de la casa real de David". Estas palabras significaban la esperanza y el deseo de un "Mesías", descendiente de David según la promesa (2 Samuel 7,1-17). Sabemos que ya vino "el príncipe de la paz", Jesús. Podemos recitar este salmo pensando en aquel que vino a realizar la "Nueva Alianza".

 

  La segunda lectura nos presenta una vez más el himno de Colosenses. Las características de ese himno en relación con la fiesta de hoy es que la función descrita y comentada en estas líneas recibe el nombre de "reino de su Hijo querido". Es decir, en la visión de la tradición paulina, el Reino de Cristo no es exactamente el dominio que compete a Dios por su creación y conservación del mundo material y humano, sino la participación de Cristo en la misma realidad humana y cósmica para hacer que desde el comienzo sea algo divino.

Es un reino desde dentro de la realidad y no desde fuera. El Reino es el estado de la humanidad que Cristo le ha conferido para tomar parte en ella. En otras palabras, el que el hombre haya sido pensado y realizado como hijo de Dios y que el mundo también participe de esa condición y sea portador del Reino, lugar donde se realiza, porque toda la realidad ha sido tocada por Cristo.

Lo principal, pues, del Reino en esta visión es que el mundo, la historia, el hombre en todas sus circunstancias -menos el pecado- es revelación y presencia de Dios, porque es Reino de su Hijo, y es allí donde le podemos encontrar. No hay que buscarlo fuera de aquí, sino en su misma entraña.

"Él quiso reconciliar consigo todos los seres: los del cielo y los de la tierra, haciendo la paz por la sangre de su cruz". Este es el destino de todos los discípulos de Cristo, de todos los cristianos: ser reconciliadores de todos los seres con los que vivimos, ser siempre sembradores de paz, aunque para conseguir esta paz tengamos muchas veces que dejar jirones de nuestra propia sangre en la lucha contra el desamor y contra el mal. No olvidemos que nuestro jefe, nuestro rey, murió en la batalla contra el pecado y contra la muerte, pero Dios lo resucitó y desde siempre y para siempre vive y vivirá junto al Padre. Este es también nuestro destino, un destino difícil, pero glorioso, como el de nuestro rey, Jesús.

Lo que nos dice lo hemos oído muchas veces, forman parte de un Himno habitual en la liturgia eucarística y en la de las horas. Nos llevan al Reino del Hijo querido de Dios.

 

  El evangelio , hoy describe el final,  la meta del camino de Jesús. La escena se desarrolla en el lugar llamado la Calavera, donde Jesús y dos criminales han sido crucificados. En la descripción de la escena San Lucas procede por acumulación de datos: el pueblo; a él se añaden las autoridades; a éstas, los soldados, y a éstos, por último, un letrero sobre la cabeza de Jesús. La traducción litúrgica no ha reflejado adecuadamente esta acumulación y gradación de datos. El conjunto resultante es un inmenso sarcasmo. ¡Valiente Mesías y Rey! La segunda parte del texto se desarrolla arriba, en las cruces. Tampoco allí reina el silencio, aunque en esta ocasión las palabras no sean irónicas, pues los dos criminales gritan desde su situación de condenados. Los dos, sin embargo, la vivencian de diferente manera: con despecho y amargura uno, con reconocimiento y esperanza el otro. Y así, en medio del griterío, surge el único diálogo sobre un malhechor y un rey. Por enésima vez en el Evangelio de Lucas un marginado (nadie lo es más que un condenado) se convierte en vehículo de enseñanza para el cristiano.

Desde la cruz, Cristo nos enseña que –el camino del servicio, del amor y de la entrega- es la mejor forma de ascender un día hasta su presencia. ¿Nos gusta ese trono en forma de cruz? ¿Queremos reinar con Él?

El Reino de Cristo es uno de  nuestros profundos anhelos . Para algunos, llevados de ciertas interpretaciones más parecidas a los anhelos de los antiguos judíos, creen que este reino es posible en este mundo. Para otros, quitándole fuerza, lo sitúan como una entelequia simbólica o abstracta de imposible concreción. Pero Jesús nos precisa que el Reino está cerca y además vive dentro de nosotros. Entonces, ese reino es una forma de vida, una fórmula de amor y una entrega a los hermanos, mientras que amamos a Dios sobre todas las cosas. Está claro que años, además, hemos aprendido que es un Reino de paz, misericordia y perdón.

Jesús resucitado nos ofrece una relación personal, una amistad personal, pero, al mismo tiempo, me invita a dar una respuesta personal. Él tiene para cada uno un proyecto personal, una misión concreta e intransferible con la que he de servir al Reino de Dios, a la construcción de una Iglesia y una sociedad fraternas. No hay verdadera respuesta a su amistad sin prestar la colaboración que él nos pide para el crecimiento de su Reino.

Reconocer el señorío significa, en primer lugar, estar dispuesto a realizar su voluntad sobre nosotros, sobre nuestra familia, sobre nuestra comunidad.

La voluntad del Señor Jesús no es algo negativo: "No hagas el mal"... Ni algo genérico: "Cumple con lo prescrito"... No. Se trata de poner todo nuestro ser y nuestro tiempo a disposición del Señor y al servicio de la misión que nos ha confiado. Esto es lo que hace Pablo al convertirse: "Señor, ¿qué quieres que haga?" (Hch 22,10). Es lo mismo que dirá Teresa de Jesús: "Vuestra soy, para Vos nací, ¿qué mandáis hacer de mi?". No sólo qué mandas hacer a todos, sino a mí específicamente. Es lo que hace todo empleado al comenzar la tarea de cada día. Espera las consignas del encargado; pregunta: ¿qué tengo que hacer hoy?, ¿cómo quieres que haga? Esto significa que no sólo unos ratos, ni sólo unos ritos, sino toda la vida ha de estar al servicio del Señor.

Queremos, que Jesucristo reine en el mundo, pero no al estilo de los reyes que gobiernan los Estados del mundo. Fue el mismo Jesucristo el que nos dijo que su reino no era de este mundo, porque él no había venido a gobernar la tierra al estilo de los reyes del mundo. En el prefacio de la misa de hoy se nos dice que el reino de Jesucristo es un reino de la verdad y de la vida, de la santidad y de la gracia, de la justicia, del amor y de la paz. Desgraciadamente, los reinos de este mundo no son así. En el mundo en el que nosotros vivimos triunfa muchas veces la injusticia, la mentira, la guerra y el desamor. Yo creo que el buen ladrón intuyó esto con claridad, cuando en el último momento, desde su cruz cercana, vio la mirada llena de amor y de perdón de aquel compañero al que llamaban Jesús. Este compañero, Jesús, estaba muriendo como víctima de la injusticia del mundo, pero era consciente de que moría por amor al mundo, para salvar al mundo de la injusticia. Este buen ladrón, arrepentido, quería abandonar el reino de pecado, desamor e injusticia en el que él había vivido hasta entonces, y quería de verdad morir en ese reino de amor, de santidad y de gracia que predicaba su compañero Jesús. Por eso, arrepentido y lleno de confianza, se atrevió a exclamar: “Jesús, acuérdate de mí cuando llegues a tu reino”.

Reconocer el señorío de Jesús no consiste sólo en hacer lo que Dios manda, sino lo que Dios quiere: dejar que Dios haga su voluntad en nuestra vida. Forma parte del Reino de Jesús, trabaja por él, quien tiene su espíritu y actúa "como él" actuaba. "Yo hago siempre lo que agrada a mi Padre" (Jn 8,29), testifica.

Aquí está el secreto para saber si somos hijos en la casa del Padre o criados egoístas e interesados. "Señor, ¿qué quieres que haga?" (Hch 22,10), pregunta Pablo en el momento de su conversión. No pregunta: "¿qué mandas?", sino ¿qué quieres?

Estar convertido, reconocer de verdad a Jesús como el Señor de nuestra vida personal, familiar y comunitaria, consiste en poner toda nuestra alegría en complacer a Dios, como tantas veces recomienda Pablo a los miembros de sus comunidades (1Ts 4,1). Este deseo de "complacer" o "agradar" al Señor ha de llevarnos a discernir su voluntad a través de las mediaciones de las que se sirve: la llamada de la comunidad a responsabilizarse de tareas o a colaborar en trabajos comunitarios, las necesidades apremiantes de nuestro entorno, el consejo de los compañeros del grupo cristiano, el ejemplo y la generosidad de otros seguidores de Jesús, los acontecimientos que suponen para nosotros una interpelación, la preparación y el carisma que cada uno tiene... Todos éstos pueden ser cauces para reconocer la voluntad del Señor sobre nosotros.

La disponibilidad para hacer siempre y en todo la voluntad de Dios es la que evita que se sirva a dos señores (Mt 6,24). "Tú sólo Señor, Jesucristo", recitamos en el Gloria. No se puede ser militante de dos partidos políticos y estar con dos líderes opuestos. No se puede servir y honrar a Dios en el templo y al ídolo de la comodidad, del consumo, de la presunción, del autoritarismo fuera del templo. Como dice certeramente el dicho castellano, "no se puede prender una vela a Dios y otra al diablo". Servir sólo al Señor significa que hacemos todo lo demás inspirados por la fe en Jesús y realizando su voluntad, trabajando por el Reino.

Ésta es la tragedia de muchos cristianos que, tal vez sin darse cuenta, reconocen teóricamente y confiesan a Jesús como el único Señor, pero tienen como verdadero "señor" de su corazón a algún o algunos ídolos.

Reconocer el señorío de Jesús, luchar por él, conlleva que sus discípulos realicemos de verdad su Reino, que creemos un espacio comunitario en el que de verdad se realice el proyecto de Dios en el que nos reconozcamos y vivamos como hermanos, hijos de un mismo Padre. Reconocer el señorío de Jesús, ser de verdad miembros de su Reino, es construir entre todos una sociedad de contraste en la que las personas sean respetadas como hijos de Dios, en la que todos seamos, de hecho, no sólo de derecho, iguales, en la que reine el amor mutuo, el servicio, el respecto a la libertad del otro, la corresponsabilidad, la preocupación preferencial por los más débiles, pobres y sufrientes. En definitiva, una sociedad distinta, en la que nadie es anónimo ni es instrumentalizado, sino ayudado a realizarse como persona y como creyente.

Reconocer el señorío de Jesús, pertenecer de verdad a su Reino, supone luchar para que la sociedad, el barrio, nuestro mundo del trabajo... se acerquen cada vez más al proyecto de Jesús, para que se desarrollen los valores humanos que constituyen el verdadero Reino, que es, como dice la liturgia, Reino de verdad, de vida, de justicia, de amor y de paz; en definitiva, que se asemeje lo más posible a ese espacio  celestial  que ha de ser la comunidad cristiana.

San Pedro hace veinte siglos confesó : "¿A quién vamos a ir, Señor? Sólo tú tienes palabras de vida eterna" (Jn 6,68).

Rafael Pla Calatayud.

rafael@betaniajerusalen.com



[1] Fue uno de los cuatro hijos del rey Saúl y su sucesor en el trono sobre una parte del reino de Israel.

Isbaal tomó el mando bajo la tutela del general Abn   fue uno de los cuatro hijos del rey Saúl y su sucesor en el trono sobre una parte del reino de Israel. Isbaal tomó el mando bajo la tutela del general Abner, después de la derrota y muerte de su padre y sus hermanos en la batalla del Monte Gilboa. Según 2 Samuel 2, 10, Isbaal tenía cuarenta años cuando comenzó a reinar (en torno al año 1000 a. C.) y reinó dos años desde Mahanaim en Transjordania, mientras que la tribu de Judá era gobernada por David desde Hebrón.

Después de la derrota y muerte de su padre y sus hermanos en la batalla del Monte Gilboa. Isbaal tenía cuarenta años cuando comenzó a reinar (en torno al año 1000 a. C.) y reinó dos años desde Mahanaim en Transbordaría, mientras que la tribu de Judá era gobernada por David desde Hebrón.

 

 

viernes, 14 de noviembre de 2025

Comentario a las lecturas del domingo XXXIII del Tiempo Ordinario 16 de noviembre de 2025

En este Domingo 33 del Tiempo Ordinario, el penúltimo del año litúrgico, se acerca el final del año litúrgico, dentro de dos semanas comenzará el Adviento.

La liturgia, con lenguaje apocalíptico, pone en boca de Jesús palabras sobre la destrucción del templo y sobre el final catastrófico del tiempo en que los apóstoles y discípulos de Jesús vivían.

A nosotros, en este siglo XXI, tanto litúrgica como realmente, no nos afectan demasiado estas palabras. Pueden servirnos, eso sí, para que meditemos sobre la brevedad de la vida presente, sobre la caducidad de todas las cosas de este mundo, incluido el ser humano, y sobre la eternidad y grandeza de nuestro Dios. Debemos vivir sabiendo que nuestras vidas son como los ríos que van al mar, que es el morir. Como muy dijo santa Teresa, en este mundo todo se muda, pero con paciencia, en nuestra relación con Dios, todo se alcanza, ya que para nosotros sólo Dios basta. La palabra “paciencia” podemos cambiarla, dentro del lenguaje evangélico de este domingo por “perseverancia”. Si perseveramos durante toda nuestra vida en nuestra fe y en nuestra confianza en Dios, Dios nos salvará. La verdad es que en nuestra vida diaria es fácil perderse en las ocupaciones y ajetreos de cada día, olvidando que sólo Dios debe llenar nuestro espíritu, ser el dulce huésped de nuestra alma, la luz y el gozo en el que debemos continuamente vivir. En nuestra relación con Dios somos realmente muy poca cosa, pero sabemos que Dios nos ama dentro de nuestra pequeñez y que si vivimos en Dios y para Dios somos realmente algo de Dios. Y no olvidemos nunca que para un buen discípulo de Cristo, vivir en Dios y para Dios es vivir con el prójimo y para el prójimo. En fin, que en este final del tiempo litúrgico vivamos conscientes de nuestra caducidad y de nuestra absoluta dependencia de Dios, de un Dios que nos ama.

 

La primera lectura del profeta Malaquías  (Mal 3,19-20a ). En la  primera lectura, el profeta Malaquías nos describe lo que será el Día del Señor, un momento difícil y terrible que los judíos esperaban como final de todo y como principio de muchas cosas.

La lectura  del Libro de Malaquías guardia especial concordancia con el evangelio de Lucas.

La lectura nos pone sobre aviso del futuro con un mensaje de esperanza. “Mirad que llega el día, ardiente como un horno; malvados y perversos serán la paja, y los quemaré el día que ha de venir" (Mal 4, 1). Dios avisa de cuando en cuando a los hombres, nos recuerda que todo esto ha de terminar, nos hace caer en la cuenta de que todo pasa, de que vendrá un día en el que caerá el telón de la comedia de esta vida. Día terrible, día de la ira, día de lágrimas, día de fuego vivo.

A veces nos asustamos ante el recuerdo de que este mundo puede derrumbarse estrepitosamente, al saber el potencial de armas atómicas y químicas que hay almacenado, al conocer que pueden volver los días tristes de una guerra, que nuevamente podemos vivir huyendo, temiendo que un día nos maten de forma inmisericorde, como hacen hoy en algunos lugares de la tierra.

Dios no quiere asustarnos. Dios nos habla con lealtad y, como nos ama entrañablemente, nos avisa del riesgo que corremos si continuamos metidos en el pecado. Sí, los perversos, los empecinados en vivir de espaldas a Dios, los malvados serán la paja seca que devorará el gran incendio del día final.

"Pero a los que honran mi nombre los iluminará un sol de justicia que lleva la salud en las alas...” (Mal 4, 2) No se trata de vivir amedrentados, de estar siempre asustados;  Dios nos quiere felices, optimistas, llenos de esperanza. Pero esa serenidad, esa paz tiene un precio. El precio de nuestra respuesta generosa y permanente al gran amor de Dios. Así los que aman a Dios esperarán el día final con tranquilidad, con calma, con alegría. Con los mismos sentimientos que embargan al hijo que espera la vuelta del padre, con el mismo deseo que la amada espera al amado. Para los que han luchado por amar limpiamente, el fuego final no abrasará, no aniquilará. Ese fuego será calor suave y vivificante, resplandor que ilumine hasta borrar todas las sombras, hasta vencer el miedo de la noche con el alegre fulgor de un día eterno.

 

El responsorial es el salmo 97 (Sal 97,5-9 ). El Salmo 97, que cantamos hoy, es junto al 95, 96, 98 y 99, un himno de un gran sentido escatológico, que anuncia los tiempos finales. Y todo ello con el poder y la salvación proveniente de Dios. Es, pues, este salmo 97 típico y adecuado para estos domingos finales del Tiempo Ordinario.

El salmo 97, pertenece a la categoría de himnos de alabanza. El salmo  tiene un claro significado mesiánico y escatológico; nos hace contemplar la victoria final de Dios sobre el poder del mal y la salvación que conseguirá Israel para todos los pueblos: El Señor da a conocer su victoria.

Es un himno escatológico inspirado en la última parte del libro de Isaías (caps. 56-66), y muy afín al salmo 95: "Cantad al Señor un cántico nuevo".  Rn algunas biblias se le titula: "El juez de la tierra".

En el salmo resuenan palabras proféticas, sobre todo del Segundo Isaías. Tanto el salmista como el profeta miran hacia atrás y hacia adelante. Las maravillas de Dios en el pasado remoto y reciente, y la venida del Señor como rey y juez de toda la tierra enardecen al compositor. A su júbilo se une el de la creación. Hay que tener muy en cuenta que las maravillas cantadas y la venida esperada acontecen en el seno del pueblo de Dios. El salmo ha de ambientarse en el culto post-etílico. Aquí se festejan las maravillas del «segundo Éxodo» y se anticipa la teofanía última de Yahveh. A estas nuevas acciones de Dios corresponde un cántico nuevo.

Se trata pues de un himno al Señor rey del universo y de la historia (cf. v. 6).

El salmista invita a toda la tierra a cantar al Señor, a aclamar a Dios sonando toda clase de instrumentos: ahora es la música quien acompaña esta sinfonía grandiosa de alabanza: "tañed la cítara... suenen los instrumentos".

Los instrumentos musicales son muy citados en la Biblia como acompañamiento y complemento de la alegría y alabanza. Baste recordar el último salmo del salterio con la enumeración de tantos instrumentos al servicio de la liturgia jubilosa: trompetas, arpas, cítaras, tambores, flautas, platillos sonoros... Todo esto para aclamar al Señor que es rey sobre su pueblo y sobre el universo, y para que la alabanza sea más armoniosa, más universal. La Biblia nos da una muestra más de aprecio por todo aquello que es bueno, alegre, positivo, humano: todo colabora en el bien del hombre, todo redunda a gloria de Dios. Los salmos son este eco fiel que van formando la conciencia del pueblo y le educan en una actitud abierta y generosa que la ennoblece y dignifica.

Aplaudan los ríos, aclamen los montes (vv. 7-9)

A esta vasta aclamación de la humanidad, acompañada de la música, se asocia ahora la naturaleza, como si ella continuase en la misma vibración de la primera creación, salida de las manos de Dios. Ahora, de un modo semejante, esta misma naturaleza, siempre solidaria del hombre (el hombre viene de ella: barro de la tierra), canta las obras de Yahvé: el mar y cuanto él contiene en su inmensidad y su misterio, los habitantes de la tierra (hemos de pensar aquí en el variadísimo reino animal), los ríos, como si sus bordes, al decir de un antiguo rabino, fueran largas manos que aplauden mientras tocan sus orillas. Así, con una mención de estos elementos más importantes como representantes de toda la tierra, el salmista asocia a su alabanza el mundo entero.

La acogida dispensada al Señor que interviene en la historia está marcada por una alabanza coral: además de la orquesta y de los cantos del templo de Sión (cf. vv. 5-6), participa también el universo, que constituye una especie de templo cósmico.

Son cuatro los cantores de este inmenso coro de alabanza. El primero es el mar, con su fragor, que parece actuar de contrabajo continuo en ese himno grandioso (cf. v. 7). Lo siguen la tierra y el mundo entero (cf. vv. 4 y 7), con todos sus habitantes, unidos en una armonía solemne. La tercera personificación (no está  incluido en el texto de hoy) es la de los ríos, que, al ser considerados como brazos del mar, parecen aplaudir con su flujo rítmico (cf. v. 8). Por último, vienen las montañas, que parecen danzar de alegría ante el Señor, aun siendo las criaturas más sólidas e imponentes (cf. v. 8; Sal 28,6; 113,6).

De este salmo decia Paul Claudel : "¿Qué canto, oh Dios mío, podemos inventar al compás de nuestro asombro? El ha roto todos los velos. Se ha mostrado. Se ha manifestado tal como es a todo el mundo. La misma caridad, la misma verdad, todo semejante, a lo que quiso con Israel, ¡helo aquí, doquier, brillando a los ojos de todo el mundo! ¡Tierra, estremécete! ¡Que oiga en tus profundidades el grito de todo un pueblo que canta y que llora y que patalea! ¡Adelante, todos los instrumentos! ¡Adelante la cítara y el salmo! ¡Adelante, la trompeta en pleno día con sonido claro, y esta trompeta, la otra, muy bajo, como un hormigueo de trompetas que yo creía escuchar durante la noche! ¡Adelante el mar, para sumirme! ¡Adelante, la redondez de la tierra como un canasto que se sacude! ¡Ríos, aplaudid, y que se alisten las montañas, porque ha llegado el momento en que Dios va a "juzgar" a la tierra! ¡Ha llegado el día del rayo del sol, y de la radiante nivelación de la justicia!".

 

  La segunda lectura  sigue siendo de la segunda carta de tesalonicenses (2 Tes 3,7-12). En Tesalónica había sido mal interpretada la predicación de San Pablo acerca de la Parusía del Señor. Y los había que, a pretexto de la proximidad de la Parusía, se daban a la holganza; y perturbaban la paz de la Comunidad. San Pablo les escribe corrigiendo estos desvíos. En el pasaje que hoy leemos insiste en el deber del trabajo: de un trabajo asiduo y ordenado:

 San Pablo  les recuerda el ejemplo que les dio mientras estuvo entre ellos. Bien que en razón de su dignidad de Apóstol y de las urgencias del ministerio podía dispensarse de trabajos manuales, pero para evitar toda ocasión de murmuración sobre su conducta o intenciones, y para no ser gravoso a nadie, renunció a los derechos de vivir de limosna; y se impuso el deber de un trabajo duro: “Con fatiga y con sudor noche y día trabajábamos” (8). Bien sabía San Pablo que con esto les daba una lección muy importante: “No que no tuviéramos derecho (a vivir del ministerio), sino para daros en nosotros un modelo que imitar” (9).

Les recuerda que la ley del trabajo urge para todos: “El que no trabaje que  no coma” (10). Con la ociosidad se perjudica a los demás. Primero, porque se perturba su paz. El ocioso ni trabaja ni deja trabajar. Y segundo, se alimenta y aprovecha del trabajo  de los otros.

Vemos que uno de los valores que más enaltece Pablo en el trabajo es el de la caridad. El trabajo es caridad con los otros. Y la ociosidad, pecado contra la justicia y amor fraterno. San Pablo VI nos dirá: «El cristiano ha de amar tanto a sus hermanos como para entregarse a ellos por entero. Y es una forma eficaz de entregarse a sus hermanos estar presente en el proceso del mundo en fase de aumento y desarrollo. Por tanto, la participación cristiana en el desarrollo se sitúa en un nivel muy elevado, anclada no solamente en razones de pura justicia, equidad o conveniencia; se proyecta en el plano del amor verdadero y resulta una auténtica imitación de la caridad de Cristo, quien dictará su sentencia de Juez sobre la relación de amor que nos haya tenido vinculados a nuestros hermanos» (Catequesis 29-IX-1966).

 

El evangelio de San Lucas  (Lc 21,5-19 ). Llegamos ya al término de la vida pública de Jesús, cuando ya todo está centrado en los acontecimientos centrales que se aproximan.

Jesús pasa estos últimos días enseñando en el Templo, centro de la vida religiosa de Israel, indicando así la seguridad con que lleva a cabo su misión y la autoridad de la que se siente investido. Leemos hoy la mitad del discurso sobre la caída de Jerusalén.

San Lucas  sitúa el relato en el templo y van a ser precisamente unos comentarios anónimos sobre la belleza y riquezas del templo los que van a motivar el tajante comentario de Jesús sobre su destrucción en un futuro que no precisa (vs. 5-6). Es el detonante para la pregunta sobre el cuándo preciso y las señales premonitorias de esa destrucción (v. 7).

San Lucas dirige el discurso (modificando cuando le parece oportuno el texto original de Mc) a señalar que los cristianos deben disponerse a una larga etapa de espera y de persecución. Los discípulos no han de esperar que se les dé una fecha próxima y definitiva de la parusía: pese a la caída de Jerusalén y a la destrucción del Templo en el año 70, pese a las persecuciones contemporáneas, deben seguir esperando y habituarse a mantener su firmeza en la espera.

San Lucas escribe  después del año 70, a unas primeras comunidades cristianas que estaban totalmente desconcertadas y oprimidas. Se retrasaba la segunda venida, la parusía, y a ellos les perseguían, les entregaban a las sinagogas y a la cárcel, les hacían comparecer ante reyes y emperadores, y todo porque estaban siendo fieles a la predicación del evangelio de Jesús.

Cuando San Lucas escribe su evangelio ya se ha producido la destrucción del Templo de Jerusalén. Fue el emperador Tito quien ordenó que fuera arrasado en el año 70. Por tanto, lo que se narra como algo apocalíptico, como algo que va a suceder, en realidad ya se ha producido. Pero lo importante es la enseñanza que quiere dar el evangelista.

Algunos ponderaban, y con razón, la belleza y suntuosidad de las construcciones del templo. "Él contestó: cuidado con que nadie os engañe..." (Lc 21, 8). En tiempo de Jesús, Herodes quiso congraciarse con los judíos que le odiaban abierta e intensamente. Por eso no escatimó en gastos ni en tiempo. Quería demostrar lo indemostrable: que él era también un piadoso creyente en Yahveh, aun cuando no era hebreo sino idumeo. Los judíos nunca se lo creyeron aunque si reconocían la magnificencia de este hombre, el afán de asentarse en el trono sin olvidar que para ello era preciso hacer de la religión un recurso político más.

Grandes piedras de corte herodiano, propio de la época de Augusto emperador, preparadas para su colocación. Los apóstoles se quedan asombrados y así lo expresan con toda sencillez delante del Maestro. Pero sus palabras no encontraron eco en el Señor. Él sabe en qué quedará todo aquello dentro de no mucho tiempo. Sólo un montón de ruinas y un tramo de muro descarnado, donde los judíos se lamentarán por siglos.

Jesús no entra en la dinámica de la pregunta. A lo largo de los domingos de este año hemos tenido ocasión de constatar cómo en sus respuestas  Jesús corrige a menudo los planteamientos de sus interlocutores. Jesús comienza haciendo unas recomendaciones: "Cuidado con que nadie os engañe" a propósito del cuándo o de las señales; "no vayáis tras ellos; no tengáis pánico". Cierra estas recomendaciones una afirmación rotunda: "El final no vendrá en seguida". En otras palabras: Jesús desautoriza toda especulación sobre el cuándo y las señales. Más aún: guerras y desórdenes no son señal alguna de fin de mundo. Los que hablan en este sentido son simples embaucadores. Guerras y desórdenes son, desgraciada y lamentablemente, una necesidad. Lo mismo pasa con los terremotos, epidemias y fenómenos cósmicos. Nada de esto es señal de fin de mundo. Esto supuesto a partir del v. 12 y ya hasta el final, Jesús aborda lo que sí tiene importancia según él. Y aquí sí que prevé un tiempo no lejano: "Antes de todo eso os echarán mano, os perseguirán... por causa de mi nombre". Aunque no lo diga explícitamente, Lucas presupone que son los discípulos los interlocutores-destinatarios de las palabras de Jesús. De nuevo el acoso, la acusación, la comparecencia ante los tribunales. Las mismas situaciones con que nos encontrábamos hace cuatro domingos. Y aún prevé otra: la muerte. ¡La muerte a manos de quien menos se podía esperar! El odio total por causa del estilo de vida de Jesús, que no es otro sino el compromiso con los valores del Reino. Este es el cuadro que Jesús pinta ante los suyos, el futuro que les espera. Este es el futuro que interesa y no el de las especulaciones sobre el fin del mundo. Y de cara a ese futuro dos nuevas recomendaciones: espontaneidad y tesón. El versículo final rezuma esperanza "Pero ni un cabello de vuestra cabeza perecerá; con vuestra perseverancia salvaréis vuestras almas".

El Señor entrevé la caída de Jerusalén, y también recuerda por unos momentos el fin del mundo. Esos momentos finales en los que surgirán falsos profetas y mesías, proclamando ser los portadores de la salvación eterna.

Serán circunstancias terribles, situación que si se prolongase demasiado acabaría con todos. Pero por amor de los elegidos, dijo el Señor, aquellos días se acortarán. Por eso hay que guardar la calma y saber esperar.

Así comenta San Agustín este texto evangélico: "Mientras nos hallamos en este mundo, no nos perjudicará el caminar aquí abajo, siempre que procuremos tener el corazón en lo alto. Caminamos abajo, mientras caminamos en esta carne. Al fijar nuestra esperanza en lo alto, hemos como clavado el ancla en lugar sólido, para resistir cualquier clase de olas de este mundo, no por nosotros mismos, sino por aquel en quien está clavada nuestra ancla, nuestra esperanza, puesto que quien nos dio la esperanza no nos engañará y a cambio de la esperanza nos dará la realidad. Pues, como dice el Apóstol, la esperanza que se ve no es esperanza. En efecto, lo que uno ve, ¿cómo lo espera? Si esperamos lo que no vemos, por la paciencia lo esperamos (Rom 8,24-25).

Quiero hablar a vuestra caridad cuanto el Señor me conceda sobre esta paciencia. También Jesucristo el Señor dice en cierto lugar del evangelio: Con vuestra paciencia poseeréis vuestras almas (Lc 21,19). Y en otro lugar dice igualmente: ¡Ay de aquellos que perdieron la paciencia! (Eclo 2,14). Sea que se hable de paciencia, aguante o tolerancia, se trata de una única realidad significada con varios términos. Esa única realidad hemos de fijar en nuestros corazones, no la diversidad de las palabras que la expresan, y poseer en nuestro interior lo que designamos fuera. Quien sabe que es un peregrino en este mundo, independientemente del lugar en que se halle corporalmente, quien sabe que tiene una patria eterna en el cielo, quien tiene la certeza de que allí, se encuentra la región de la vida feliz, que aquí es licito desear, pero no es posible tener, y arde en deseo tan bueno, tan santo y tan casto, ese vive aquí pacientemente. La paciencia no parece necesaria para las situaciones prósperas, sino para las adversas. Nadie soporta pacientemente lo que le agrada.

Por el contrario, siempre que toleramos, que soportamos algo con paciencia, se trata de algo duro y amargo; por eso no es la felicidad, sino la infelicidad la que necesita la paciencia. Con todo, como había comenzado a decir, todo el que arde en deseos de la vida eterna, por feliz que sea en cualquier tierra, tendrá que vivir necesariamente con paciencia, puesto que le resulta molesto el tolerar la propia peregrinación hasta que llegue a la patria deseada y amada. Uno es el amor propio del deseo y otro el de la visión. En efecto el que desea ama también; y quien desea ama hasta llegar a lo amado; y quien ya lo ve, ama para permanecer en ello. Si el deseo de los santos, originado por la fe, es tan ardiente, ¿cómo será en presencia de la realidad? Si tal es nuestro amor cuando amamos sin haber visto, ¿cómo amaremos cuando veamos?

Así, pues, tres cosas son las que principalmente nos encarece el Apóstol que construyamos en el hombre interior: la fe, la esperanza, el amor. Y tras haber encomiado las tres virtudes, dice para concluir: La mayor de todas es el amor (1 Cor 13,13). Perseguid el amor (1 Cor 14, l). ¿Qué es, pues, la fe? ¿Qué la esperanza? ¿Qué el amor? ¿Y por qué es mayor el amor? Según la define cierto texto de la Escritura, la fe es el contenido de lo que se espera, la prueba de lo que no se ve (Heb 11,1). Quien espera algo, aún no posee lo que espera, pero mediante la fe se hace semejante a quien lo posee. La fe es -dice- el contenido de lo que se espera,- aún no es la realidad misma que poseeremos, pero la fe está en su lugar. No se puede decir que no tiene nada quien tiene la fe, o que está vacío quien se encuentra lleno de fe. Por eso es grande su recompensa: porque, aunque no ve, cree. Si viera, ¿qué recompensa merecería?

FE/VISION:Jn/20/29: Por esa razón, cuando el Señor resucitó de entre los muertos y se manifestó a sus discípulos, no sólo hasta ser visto, sino hasta ser tocado con las manos, y convenció a los sentidos humanos de que él, el que poco antes colgaba del madero, era quien había resucitado, tras vivir con ellos durante algunos días, los que le parecieron suficientes para afianzar el evangelio y asegurar la fe en la resurrección, subió a los cielos para que nadie lo viera, antes bien, lo poseyeran por la fe. Si permaneciese siempre aquí, visible a los ojos, la fe no merecería elogio alguno. Ahora, en cambio, se dice a un hombre: «Cree». Pero él quiere ver. Se le replica. «Cree ahora, para poder ver alguna vez. La fe origina el merecimiento; la visión es el premio. Si quieres ver antes de creer, pides la recompensa antes de realizar el trabajo. Eso que quieres poseer tiene un precio. Tú quieres ver a Dios. El precio de tan gran bien es la fe. ¿Quieres llegar y no quieres caminar? La visión es la posesión; la fe el camino. Quien rehúsa la fatiga del camino, ¿cómo puede reclamar el gozo de la posesión?».

La fe no desfallece porque la sostiene la esperanza. Elimina la esperanza y desfallecerá la fe. ¿Cómo va a mover, aunque sólo sea los pies, para caminar quien no tiene esperanza de poder llegar? Si, por el contrario, a la fe y a la esperanza les quitas el amor, ¿de qué aprovecha el creer, de qué sirve el esperar, si no hay amor? Mejor dicho, tampoco puede esperar lo que no ama. El amor enciende la esperanza y la esperanza brilla gracias al amor. Pero ¿qué fe habrá que elogiar, cuando lleguemos a la posesión de aquellas cosas que hemos esperado creyendo en ellas sin haberlas visto? Porque la fe es la prueba de lo que no se ve (Heb 11,1). Cuando veamos ya no se hablará de fe. Entonces, verás, no creerás.

Lo mismo sucederá con la esperanza. Cuando se haga presente la realidad, ya no la esperarás. Pues lo que uno ve, ¿cómo lo espera? Ved que cuando hayamos llegado dejará de existir la fe y la esperanza. Y ¿qué pasará con el amor? La fe aboca en la visión, la esperanza en la realidad. Allí existirá ya la visión y la realidad, no ya la fe o la esperanza. Y el amor, ¿qué? ¿Acaso puede desaparecer también él? Si ya se inflamaba ante lo que no se veía, cuando lo vea se inflamará más. Con razón se dijo: Pero el amor es la mayor de todas porque a la fe sucede la visión, a la esperanza la realidad, pero al amor nada le sigue: el amor crece, el amor aumenta y alcanza su perfección mediante la contemplación" . ( San Agustín. Sermón 359 A, 1-4).

 

Para nuestra vida.

Hoy, como desde hace siglos, se sigue hablando si estamos en una etapa final de la historia, del hombre y del mundo mismo. ¿Qué hacer? ¿Cómo reaccionar? ¿Hacia dónde caminar? Las pistas nos las ofrece el evangelio de este día: “No hagáis caso”.

            Estamos en la hora del testimonio. Nos toca, hoy más que nunca, separar la paja del trigo, la auténtica fe de la religión a la carta. ¿Qué conlleva todo ello? Incomprensión, persecuciones o incluso el intento sistemático de reducir lo religioso al ámbito privado. Para los creyentes sigue la llamada a hacer la voluntad de Dios y a no renunciar a lo que es constitutivo de la misma Iglesia.

De las lecturas de hoy emana  un mensaje de esperanza, el juicio será para la salvación, no para la condenación. La palabra de Dios nos habla del final de los tiempos con una literatura apocalíptica. Tanto el evangelio como la primera lectura del profeta Malaquías nos hablan de catástrofe, enfrentamientos, divisiones, guerra y destrucción. Sin embargo, lo importante es el mensaje final en ambas lecturas: "iluminará un sol de justicia que lleva la salud en las alas", "ni un cabello de vuestra cabeza perecerá; con vuestra perseverancia salvaréis vuestras almas".

 

En la primera lectura el profeta Malaquías, el último de los profetas menores, nos dice muy bien que los hombres que se resisten con orgullo o maldad ante Dios terminarán aniquilados, como seres caducos y pasajeros que son; que sólo Dios es eterno.

" He aquí que llega el día, ardiente como un horno, en el que todos los orgullosos y malhechores serán como paja… Pero a vosotros, los que teméis mi nombre, os iluminará un sol de justicia y hallaréis salud a su sombra". Pero las personas que confían en Dios encontrarán paz y salud interior junto a él y por él. Ser orgulloso ante Dios, además de ser una necedad, es algo que sólo puede conducirnos al fracaso y a la destrucción. Seamos, pues, siempre humildes, anta Dios y ante el prójimo, porque el Señor destruye a los soberbios y enaltece a los humildes.

Malaquías, habla claro: los perversos serán aniquilados y no quedará de ellos “ni rama ni raíz”; a los buenos, en cambio, “los iluminará para siempre un sol de justicia”. La verdad es que en todas las religiones y culturas de la humanidad se ha creído siempre, aunque de distintas maneras y con distintos matices, que Dios premiará a los justos, mientras que los malos serán castigados. Parece un sentimiento espontáneo el pensar que no puede ser igual hacer el bien que hacer el mal y que algún premio o castigo debe haber por lo uno o por lo otro.

 

El Salmo 97, que se propone hoy como responsorial, es un canto de alabanza a Yahvé, rey del mundo, cuya actuación no es sino una serie de maravillas y portentos en favor del hombre y del pueblo de Israel.

Está influenciado, como todos los de su grupo (salmo 46, 92, 95-98), por el Segundo Isaías en sus miras universalistas, en su concepción de las nuevas realidades que se acercan para Israel, en su jubilosa visión del mundo como escena de la actuación de Dios y eco de su alabanza.

Siguiendo el salmo, vemos como el salmista piensa en la restauración de Israel después del exilio de Babilonia, cuando tiene lugar un nuevo inicio en la vida, en la religión, en la liturgia del templo. Este período feliz vendrá después del retorno, y este solo pensamiento produce en el salmista (igual que en Isaías) un potencial enorme de alegría y entusiasmo. Dios realiza estas maravillas de salvación porque ama a su pueblo, porque nunca lo ha olvidado y ha tenido siempre presentes su misericordia y su fidelidad.

Los acontecimientos salvadores de Dios, también son validos para nosotros. El versículo 3:"se acordó de su misericordia y su fidelidad en favor de la casa de Israel", ha inspirado muy de cerca el Magníficat de María (Lc 1,54), cántico que se mueve en la misma sintonía de alabanza al Dios que actúa en favor de su pueblo y de los humildes.

La alabanza incluye el sonido de los instrumentos (vv. 4-6). Las obras de Dios son contempladas por todo el mundo: "los confines de la tierra han contemplado la victoria de nuestro Dios".

Es una acción de Dios que percibe el mundo entero, que conocerán todos los pueblos y por esto alabarán a Dios. La vuelta a Sión, que según el Segundo Isaías superará en grandiosidad al mismo Éxodo (Is 49), será el comienzo de esta justicia de Dios y la celebrarán todos los pueblos porque en la nueva etapa Israel será algo grande y su nombre se dejará sentir en todas partes.

Por esto el salmista invita a toda la tierra a cantar al Señor, a aclamar a Dios sonando toda clase de instrumentos: ahora es la música quien acompaña esta sinfonía grandiosa de alabanza: "tañed la cítara... suenen los instrumentos".

En esa alabanza de la tierra, estamos incluidos todos los creyentes, de cualquier momento de la historia, incluida lógicamente la presente.

           

  La segunda lectura nos mantiene en la esperanza y una esperanza activa. San Pablo en ella como en domingos anteriores, sigue aconsejando a los fieles de Tesalónica.

Algunos tesalonicenses, creían que la segunda venida del Señor iba a ser inmediata, por eso algunos de ellos se habían echado a la buena vida, sin trabajar, creyendo que ya estaba todo hecho. Pero san Pablo les recomienda que se pongan a trabajar, pues la venida de Jesucristo no será inmediata.

Dos son las características de estos individuos: por un lado, se ocupan en no hacer nada y, por eso, se meten en todo. No se entregan a un trabajo que les centre en algo y puedan dejar de zascandilear sin otra misión que transmitir chismes. Por otro lado, turban la tranquilidad de los demás. Y su peligrosa ocupación pone a la comunidad en trance de perder la paz y la armonía.

A estos cristianos presenta el apóstol su propio ejemplo. Aunque tenía derecho a ser sostenido por la comunidad en su labor misionera, no aceptó el pan de balde. Trabajó día y noche, a fin de no ser una carga para nadie.

Y añade, además, un mandato que puede poner remedio a la situación creada por estos ociosos: que trabajen, así no vivirán inquietos. Y que lo hagan con tranquilidad, y así evitarán perturbar a los demás.

San Pablo es directo y práctico: “el que no trabaje que no coma”.

Como cristianos estamos llamados a ser portadores de esperanza y perseverar confiando, siempre en el Señor. Y mientras tanto, no quedarse con los brazos cruzados, esperando el fin del mundo como les ocurría a los fieles de la iglesia de Tesalónica. Pablo les insta a trabajar para ganarse el pan de cada día. Es así como Dios nos quiere, como personas esperanzadas y esperanzadoras, consciente de su misión de transformar este mundo hasta convertirlo en el auténtico Reino de Dios.

 

El evangelio nos presenta a Jesús que acaba de entrar triunfal en Jerusalén y los discípulos se siente maravillados por la belleza del Templo de Jerusalén.            En esos momentos, Jesús profetiza sobre la destrucción total y definitiva de Jerusalén que se iba a producir menos de cuarenta años después de que Jesús expresara su mensaje. Sus palabras  abren  un camino de reflexión hacia lo nuevo, hacia lo que nace tras los tiempos difíciles.  Esta lectura se nos proclama a las puertas del Adviento que no es otra cosa que la espera confiada en la llegada de nuestro salvador, Jesucristo..

Jesús nos pone en guardia a todos ante quienes están fijos en catástrofes.

No vayáis tras de ellos, nos dice. No les creáis cuando afirmen que el fin está ya cerca. Habrá guerras y revoluciones, pero todavía no ha llegado el momento. Por eso hay que permanecer serenos, no dejarse llevar por el pánico, tener la confianza puesta en Dios que no nos abandonará en esos terribles momentos.

Para los judíos del tiempo de Jesús el Templo de Jerusalén representaba la seguridad. Con tal de cumplir las leyes y acudir al Templo se "justificaban" ante Dios. Era para ellos el fundamento de su práctica religiosa. Y Jesús se atreve a decir que no quedará de él piedra sobre piedra. El Templo no es lo importante, tampoco el mero cumplimiento de la ley, pues Jesús predicó que no es ni en Jerusalén ni en Garizín donde se debe dar culto a Dios, sino "en espíritu y en verdad". En nuestra religión cristiana también nos hemos montado "otros templos", otras normas que nos "aseguran la salvación". Es más fácil pedir que te digan qué es lo que tienes que cumplir y asegurar así la salvación, que identificarse con Cristo, dejar que Él te transforme y estar dispuesto a seguirle con todas las consecuencias. Lo primero no cuestiona tu vida, lo segundo transforma tu vida y te convierte en hombre nuevo. La fe es una aventura arriesgada y emocionante, no es un cumplimiento cómodo y seguro de normas sin implicación de tu persona.

San Lucas  anima a los cristianos desanimados y les pide que se mantengan firmes en la fe, porque todas esas desgracias tenían que venir primero, pero el final no vendrá enseguida. Si perseveran salvarán sus almas.

Desde entonces hasta ahora se ha repetido bastantes veces la creencia en que el final de los tiempos ya estaba llegando, pero Dios, por lo que hemos visto, no parece tener prisa. Lo importante para cada uno de nosotros no es saber cuándo llegará el momento final, sino vivir cada momento con fidelidad al evangelio, con paciencia y con perseverancia, como si fuera el momento final.  

Aprendamos a vivir siempre con paz interior, con confianza en la palabra del Señor, dejando a Dios ser Dios, y actuando nosotros con fuerza y perseverancia cristiana, como si fuera el momento último de nuestra vida, a pesar de todas las desgracias que puedan ocurrirnos, a nosotros y a nuestra sociedad en general.

- La reflexión sobre la segunda venida de Cristo ha provocado continuamente en la historia preocupaciones, temores y angustias. La venida del Señor no es una amenaza, sino una esperanza. Por eso no puede producir pánico, temor o miedo, sino confianza absoluta.

Tengamos en cuenta que el texto proclamado hoy no es ninguna descripción del fin del mundo. El centro del relato se encuentra en una frase a mitad del texto: "Pero antes de todo eso..." San Lucas quiere enseñar que no se sabe cuándo ocurrirá el fin del mundo, y al preguntar los discípulos a Jesús cuando vendrá el día, la respuesta consiste en decir que deben suceder muchas cosas que parecerán el fin sin serlo. Lo que importa, pues, no es conocer la fecha de la parusía, sino tener claro que "antes de todo eso" los discípulos serán perseguidos. No serán unas persecuciones reservadas al tiempo final, sino que la persecución se convertirá en característica fundamental de la vida del cristiano mientras dure la historia del mundo.

- Ante la conflictividad político-religiosa de la historia hay que vivir en actitud de discernimiento de las señales que en ella encontramos para actuar. ¿Cómo estamos actuando ante los problemas políticos y religiosos que se viven en nuestra sociedad?

- La realidad que vivimos está generando desconcierto, desilusión y desesperanza. ¿Qué estamos haciendo para devolverle a tanta gente la esperanza?

- Muchos cristianos están luchando por construir una nueva historia y por eso son perseguidos, calumniados y asesinados. ¿Qué estamos haciendo nosotros por construir esta nueva historia?.

El texto también nos plantea la realidad de nuestra vida cristiana. Los tiempos son difíciles. ¿Qué es para nosotros lo más importante?.¿Nos mantenemos en el ámbito de la Fe o de la práctica religiosa?.

En clave "religiosa" se llega a la religión por tradición o herencia; en clave de "fe", se llega por decisión personal y libre. La religión puede convertirse en una forma de pensar que acomodo a mi vida, o bien es una forma de vivir que me compromete. En clave religiosa la referencia soy yo y mis necesidades; en clave de fe la referencia es Jesús y estoy dispuesto a hacer su voluntad. Las verdades pueden convertirse en simples doctrinas que hay que saber, sin embargo para el seguidor de Jesús la única verdad es Jesús y la escucha de su Palabra. Puedo ser un cristiano que considera el culto como un conjunto de ritos a los que hay que asistir, o por el contrario para mí el culto es la celebración gozosa de la experiencia de Jesús en mi vida. Puedo considerar la Ley como un conjunto de normas que hay que cumplir, o darme cuenta de que la auténtica Ley del cristiano es vivir en el amor. La Iglesia puede ser para mí una institución jurídica, o más bien una comunidad de hermanos.

 ¿Es para ti la fe un seguro de vida, o es un regalo, un don gratuito de Dios que celebras con entusiasmo? Pregúntate: ¿en qué clave se sitúa tu vida cristiana, en la "religiosa", o en la de la "fe"?

 

 

Rafael Pla Calatayud.

rafael@betaniajerusalen.com