Comentarios
a las lecturas del Domingo XVII del Tiempo
Ordinario 27 de julio de 2025.
En
este domingo XVII del Tiempo Ordinario, Jesús nos va a enseñar que somos
comunidad y no individualidades. Nos enseña a orar llamando al Padre “Nuestro”
y no “Mío”.
Presencia de Cristo en la vida del cristiano, oración, intercesión, confianza del orante, estas serán ideas de las lecturas de este domingo.
En la primera
lectura tomada del libro del Génesis (
Gn 18,20-32) , nos narra lo que ocurre en las ciudades de Sodoma y Gomorra,
lugares depravados por excelencia, donde las pasiones se imponen sobre la
sagrada ley de la hospitalidad (Gn 19, 1-11), donde Dina es violada (Gn 34,
1-5) y las esposas de los patriarcas no están seguras (Gn 12, 10-20; 26, 1-11).
En esas circunstancias, Abrahán va a intentar una acción de misericordia.
El
gran principio sobre el que gira el pasaje es que la bondad de unos pueda
salvar a otros. En el Israel antiguo hay una mentalidad colectivista; el pecado
de uno lo paga todo el pueblo. Pero aquí el planteamiento es diametralmente
diferente; la presencia de los justos ¿no podría tener acaso una función
protectora de la totalidad? ¿No podría manifestar Dios su justicia teniendo en
cuenta la minoría inocente y perdonando por ello a la colectividad? Esta forma
de pensar es única y el pasaje es el producto de una singular reflexión
teológica sobre la justicia divina.
El
Señor interviene en la historia humana. En el monólogo de los vs. 20-21, una
grave acusación le ha sido presentada contra Sodoma y Gomorra, y Dios se decide
a hacer una investigación personal para comprobar si la situación es tan grave
como dicen. En los vs. 22-33 se recoge un intrépido diálogo entre Dios y
Abraham (muy frecuentes en los relatos yavistas a lo largo de todo el
Pentateuco: cfr. Gn 4, 13-16: entre Caín y el Señor..) Abraham es un arriesgado
mediador que hace un gran esfuerzo por salvar a Sodoma y Gomorra. "¡Lejos
de ti hacer tal cosa!", el juez del universo debe medir bien sus acciones
y no puede condenar al inocente con el culpable (v. 25). Abrahám logrará
rebajar el número de cincuenta inocentes a diez: ¿no podrá la inocencia de estos
pocos traer el perdón sobre todos? Abraham intercede sin desmayo, pero, al
parecer, la ciudad no alberga ni siquiera a un inocente. Y ante tanta maldad
Dios va a enviar la muerte, como ocurrió con el diluvio, de la que sólo se
librarán Lot y unos pocos en atención a Abraham (cap. 19).
Se
nos muestra un relato entrañable: cuando Abrahán, de manera insistente, negocia
con Dios la salvación de Sodoma y Gomorra. Y esa negociación se lleva acabo en
proximidad total, en diálogo de amistad. Abrahán fue un gran amigo de Dios.
"Entonces Abrahán se acercó y dijo a
Dios: ¿Es que vas a destruir al inocente con el culpable?" (Gn 18, 23). Abrahán
intercede ante Dios. Le asusta la idea del castigo divino. Él cree en el poder
infinito del Señor, él sabe que no hay quien le resista. Tiembla al pensar que
la ira de Yahveh pueda desencadenarse. Y Abrahán, llevado de la gran confianza
que Dios le inspira, se acerca para pedir misericordia. Un diálogo sencillo.
Abrahán es audaz en su oración, atrevido hasta la osadía: si hay cincuenta inocentes
en la ciudad, ¿los destruirás y no perdonarás a la ciudad por los cincuenta
inocentes que hay en ella? ¡Lejos de ti tal cosa...! Dios accede a la
proposición. Entonces Abrahán se crece, regatea al Señor el número mínimo de
justos que es necesario para obtener el perdón divino. Así, en una última
proposición, llega hasta diez justos. Y el Señor concede que si hay esos diez
inocentes no destruirá la ciudad. Diez justos. Diez hombres que sean fieles a
los planes de Dios. Hombres que vivan en santidad y justicia ante los ojos del
Altísimo. Hombres que sean como pararrayos de la justicia divina. Amigos de
Dios que le hablen con la misma confianza de Abrahán, que obtengan del Señor, a
fuerza de humilde y confiada súplica, el perdón y la misericordia.
El responsorial de hoy es el salmo 137
(Sal 137,1-8) . Es
un canto de acción de gracias, que a su vez dispone el corazón del orante para
terminar en súplica confiada.- La Biblia de Jerusalén da a este
salmo el título de Himno de acción de gracias. Nos recuerda el acto de agradecimiento de
David a Dios por haberle dado el Trono de Israel y por la promesa de
estabilidad para su dinastía.
Atribuido
por la tradición judía al rey David, aunque probablemente fue compuesto en una
época posterior, comienza con un canto personal del orante. Alza su voz en el
marco de la asamblea del templo o, por lo menos, teniendo como referencia el
santuario de Sión, sede de la presencia del Señor y de su encuentro con el
pueblo de los fieles.
A
nosotros nos sirve este salmo como acción de gracias por los bienes recibidos y
en espera que Dios nos proteja siempre.
El
salmista está a la escucha en el espacio terreno del templo ( v. 1), afirma que
«se postrará hacia el santuario» de Jerusalén (cf. v. 2): en él canta ante
Dios, que está en los cielos con su corte de ángeles.
La
mirada se dirige por un instante al pasado, al día del sufrimiento: la voz
divina había respondido entonces al clamor del fiel angustiado. Dios había
infundido valor al alma turbada (v. 3).
Después
de esta premisa, aparentemente personal, el salmista ensancha su mirada al
mundo e imagina que su testimonio abarca todo el horizonte: «todos los reyes de
la tierra», en una especie de adhesión universal, se asocian al orante en una
alabanza común en honor de la grandeza y el poder soberanos del Señor ( vv.
4-6).
En
esta alabanza destacan la «gloria» y los «caminos del Señor» ( v. 5), es decir,
sus proyectos de salvación y su revelación. Así se descubre que Dios,
ciertamente, es «sublime» y trascendente, pero «se fija en el humilde» con
afecto, mientras que aleja de su rostro al soberbio como señal de rechazo y de
juicio (v. 6).
Como
proclama Isaías, «así dice el Excelso y Sublime, el que mora por siempre y cuyo
nombre es Santo: "En lo excelso y sagrado yo moro, y estoy también con el
humillado y abatido de espíritu, para avivar el espíritu de los abatidos, para
avivar el ánimo de los humillados"» (Is 57,15). Por consiguiente, Dios
opta por defender a los débiles, a las víctimas, a los humildes. Esto se da a
conocer a todos los reyes, para que sepan cuál debe ser su opción en el
gobierno de las naciones. Naturalmente, no sólo se dice a los reyes y a todos
los gobiernos, sino también a todos nosotros, porque también nosotros debemos
saber qué opción hemos de tomar: ponernos del lado de los humildes, de los
últimos, de los pobres y los débiles.
Se
habla, de modo sintético, de la «ira del enemigo» (v. 7), una especie de
símbolo de todas las hostilidades que puede afrontar el justo durante su camino
en la historia. Pero él sabe, como sabemos también nosotros, que el Señor no lo
abandonará nunca y que extenderá su mano para sostenerlo y guiarlo. Las
palabras conclusivas del Salmo son, por tanto, una última y apasionada
profesión de confianza en Dios porque su misericordia es eterna. «No abandonará
la obra de sus manos», es decir, su criatura (v. 8).
Resumiendo
vemos como en el salmo rezuma la historia misericordiosa de Dios, tanto del
pasado como del presente. Dios vio la aflicción de su pueblo. Bajó para
liberarlo del poder de los egipcios. Así se explica la confianza que respira
este salmo: la diestra divina salva a su pueblo, aunque camine entre peligros.
Israel puede mirar confiadamente el futuro. Dios completará sus favores.
El
salmista puede suplicar con esperanza que Dios concluya lo que ha comenzado. Ha
iniciado una historia de amor incomparable: Su presencia en nuestra carne, en
el hombre. Los discípulos podrán experimentar el amor del Padre y responder a
él como Jesús, gracias al Espíritu recibido. El discípulo sabe que la historia
del amor de Dios para con él pide un desprendimiento, una heroicidad hasta el
extremo. Por eso suplica: «No abandones,
oh Dios, la obra de tus manos. Lleva a feliz término lo que has comenzado en
nosotros». Una confianza desde una actitud humilde de orante
En la segunda lectura de hoy Carta
a los Colosenses, (Col 2,12-14) San Pablo señala que el misterio pascual de Cristo
está presente en el bautismo y su poder regenerador alcanza a todos por la fe. Nos dice,
además, que Dios nos dio la vida en Cristo, perdonándonos todos los pecados.
La característica de esta carta es su cristología. Intenta aclarar la doctrina
acerca de una serie de especulaciones sobre el mundo angélico, al que se le
atribuía mucha importancia, entrañando
un grave peligro: de que sufriese mengua la posición de Cristo, único mediador
entre Dios y los hombres. La intención de Pablo, desde el principio al fin de
la carta, es dejar bien sentada la absoluta suficiencia de Cristo en su función
con respecto al Universo. No que ponga en duda la existencia y función de otros
intermediarios, pero será siempre en relación y dependencia de Cristo (cf. 1:1
6; 2:10), único en quien habita todo el "pleroma" de la divinidad
(cf. 1:19; 2:9). Es ésta una carta en que Cristo aparece en su plena función de Kyrios del Universo.
El bloque Col 2:4-23, - del que es parte el texto
de hoy-, advierte contra las falsas doctrinas que afectan la fe
en Cristo.
Afirmada ya la primacía de Cristo y nuestra
incorporación a El, el Apóstol describe con más detalle cómo se ha realizado
esa incorporación (v.11-14). Dice primeramente, pensando quizás en que los
judaizantes de Colosas exigían la circuncisión, que los cristianos no
necesitamos el rito de la circuncisión material, pues tenemos otra más
perfecta: "eliminación del cuerpo carnal, circuncisión de Cristo"
(v.11).
Cuál sea esta circuncisión de Cristo lo explica en el v.12, con evidente
alusión al rito del bautismo. Es en el bautismo donde resucitamos a nueva vida,
despojándonos de un pequeño trozo de
piel, como en la circuncisión mosaica, sino del "cuerpo carnal" o
"cuerpo del pecado" u "hombre viejo," que de todas estas
maneras llama San Pablo al hombre viciado por el pecado y esclavo de la
concupiscencia (cf. 3:9; Rom 6:3-11; Ef 4:22).
Luego, en los v.13-14, sigue insistiendo en la misma idea de cómo se
efectuó nuestra incorporación a Cristo; pero lo hace en forma más dramática.
Dice que la condonación de nuestros delitos y resurrección a nueva vida (v.13),
la hizo Dios "borrando el acta (χειρό-γραφον) que nos era contraria y
clavándola en la cruz" (v.14).
El evangelio de hoy de San Lucas (Lc 11,1-13) , nos muestra como es el mismo Jesús, quien nos
enseña a orar.
Lucas dedica muchos
pasajes de su evangelio al tema de la oración, y en ellos nos transmite varios
momentos de oración de Jesús. En Lucas es común encontrar a Jesús orando (a la
madrugada, en el monte, antes de tomar decisiones), también nos transmite
varias oraciones propias de Jesús, y finalmente nos ofrece varias enseñanzas de
Jesús a los discípulos, referidas a la oración.
Este conocido texto es una
excelente catequesis sobre la oración. En él encontramos tres partes: el
contenido de la oración de Jesús (qué rezar), las características de la oración
(cómo rezar) y el sentido de la oración (para qué rezar).
Comienza sin indicación de lugar ni de tiempo.
En la perspectiva del camino San Lucas prescinde una vez más de intereses
localistas para centrarse en el tema de la oración. El modelo de la oración
cristiana constituye la primera parte del texto de hoy.
La
ocasión es la oración del propio Jesús, una situación ya habitual, y el motivo,
la petición de sus discípulos, deseosos de tener su propia plegaria a semejanza
de los seguidores del Bautista. Parece evidente que San Lucas quiere ofrecer el
modelo de toda oración cristiana. Así lo confirman las palabras introductorias de
Jesús: cuando oréis, decid.
Jesús no se hace rogar y les enseña
la oración del Padrenuestro. Lo primero que hay que destacar es que nos enseñe
a dirigirnos a Dios llamándole Padre. La palabra original aramea es la de Abba,
de tan difícil traducción, que lo mismo san Marcos que san Pablo la transmiten
tal como suena. Es una palabra tan entrañable, tan llena de ternura filial y de
confianza, tan familiar y sencilla, tan infantil casi, que los judíos nunca la
emplearon para llamar a Dios. Le llamarán Padre; incluso Isaías lo compararán
con una madre, o mejor dicho, con las madres del mundo, pero no lo llamarán
nunca Abba. En ella nos enseña a reconocer su
santidad y pidiendo por su Reino.
El modelo consta de los
siguientes elementos: una invocación (¡Padre!), dos deseos y tres peticiones.
La invocación es típica de Jesús y carece de paralelos en la tradición del
judaísmo precristiano. Expresa intimidad, cercanía, confianza. Por su sencillez
y limpieza contrasta con las recargadas formulaciones de muchas oraciones
judías.
Los dos deseos se refieren al
Padre. El primero de ellos, santificado sea tu nombre, expresa el deseo de un
reconocimiento, de que Dios sea conocido por los hombres en cuanto Padre. El
segundo, venga tu reino, expresa en el fondo lo mismo que el anterior, esta vez
bajo la perspectiva activa del Padre que se revela y se manifiesta. El
cristiano aspira y pide al Padre que esta manifestación sea lo más plena y
absoluta posible.
Las tres primeras
peticiones del Padrenuestro centran la mirada en Dios, mientras las tres
segundas la centran en la vida y en la experiencia humana. Pedimos el pan de
cada día, el perdón mutuo que recompone las relaciones, y fuerza para no caer
en la tentación, es decir las pruebas y conflictos de la vida.
La
primera petición, danos cada día nuestro pan del mañana, plantea un problema en
razón de que el texto original emplea un término al parecer totalmente
desconocido tanto en el resto de la literatura griega como en el lenguaje
corriente. La traducción litúrgica ha optado por una interpretación de
perspectiva escatológica, la cual, tal vez, no es la más acorde con las
preocupaciones de San Lucas, interesado más bien en los avatares de la
existencia cotidiana. Por eso mismo son preferibles una de las dos siguientes
interpretaciones: danos cada día la ración de pan correspondiente a cada día
(Juan Crisóstomo); danos cada día el pan necesario para la existencia
(Orígenes). El cristiano pide al Padre que socorra sus necesidades diarias de
sustento.
En
la segunda petición el cristiano implora el perdón del Padre, ya que el pecado
es una realidad esencialmente humana. A la petición se añade la frase
explicativa porque también nosotros perdonamos. No es una exigencia o una
condición, expresa sencillamente el convencimiento de que no se puede esperar
el perdón del padre si se rehúsa el perdón humano.
En
la tercera petición el cristiano ruega al padre que no lo enfrente con
situaciones en las que pueda peligrar su actitud de entrega y de confianza en
El. La tentación de que aquí se habla no es tanto de naturaleza moral cuanto de
actitud en la vida. La tentación en cuanto posibilidad de vivir la vida sin
contar para nada con el Padre.
La
parábola del amigo que pide insistentemente, quiere mostrar únicamente la
eficacia de la oración dirigida al Padre. No debemos entenderla como si una
petición repetida hasta la saciedad doblegara, por ello mismo, la voluntad de
Dios y lo pusiera a nuestra disposición. Dios sigue siendo Dios por encima de
la oración del hombre, siempre soberanamente libre. pero la insistencia en la
oración, la oración continuada, es una señal de una buena oración, de una fe y
de una esperanza que son don de Dios. Y si Dios nos concede ese modo de orar,
también nos dará lo que le pidamos.
La
oración es eficaz por la bondad del Padre, no por nuestra insistencia o por
nuestros méritos. Si ya los hombres, siendo malos como son, no engañan a sus
hijos y les dan lo que les piden, con mayor razón el Padre dará el Espíritu
Santo a los que se lo pidan.
La
conclusión nos desconcierta un poco, pues a partir del ejemplo cabía esperar
que se dijera que también Dios concede a sus hijos todo lo que éstos le piden y
no acabar diciendo que nos concede el Espíritu Santo. No obstante, el Espíritu
es el don por antonomasia y el principio de todos los dones, porque es prenda
de vida eterna, y ¿qué otra cosa pide el hombre, cuando pide cualquier cosa,
que no sea la vida eterna? Pedimos pan, pero lo que deseamos de verdad no es el
pan de cada día sino "el pan de vida", es decir, la vida en su
plenitud. La oración constante es ya una prueba de que el Padre nos concede el
Espíritu Santo y con él la vida eterna. Porque es el mismo Espíritu, que habita
en nuestros corazones, el que nos anima a decir confiadamente: "Padre
nuestro" (Rm 8, 15).
Jesús
nos enseña a pedir con insistencia, pues el Padre Bueno escucha nuestras
peticiones. Y nos muestra que a través de la oración recibimos el Espíritu
Santo, que nos anima a vivir como discípulos, en la huella de Jesús.
Para nuestra vida
Las
lecturas de hoy nos sitúan ante la oración y sus modalidades. En la oración de
petición, no debemos tener nunca la sensación de que Dios, valiéndose de
cualquier milagro o de un solo movimiento de su mano, eliminará el mal del
mundo. Mientras creamos esto rezaremos oraciones que no tendrán respuesta y
rogaremos a Dios que haga cosas que no veremos realizar nunca. La creencia de
que Dios lo hará todo en lugar del hombre es tan insostenible como lo es creer
que el hombre puede hacerlo todo por sí mismo. También es una señal de falta de
fe. Debemos saber que esperar que Dios lo haga todo mientras nosotros no
hacemos nada no es fe, sino superstición.
Las
lecturas que se nos proponen este domingo, son una invitación a la confianza en
Dios, una invitación a tenerlo muy presente en nuestras vidas y a ser capaces
de presentarle sin temor nuestros deseos, nuestras preocupaciones y
necesidades.
El
poder contar con Dios, no quiere decir que tengamos que esperar que él nos
resuelva todos los problemas y menos aún que se ponga a favor de nuestros
pequeños intereses. Pero sí quiere decir que él nos da la mano en nuestro
caminar, nos da fuerza y valor. Es tener a alguien al lado que no nos deja
nunca, es poder vivir todo acontecimiento, por duro que sea, acompañado por un
amor muy grande, pleno, infinito.
Sería
un mal signo que a Dios le pidiéramos solo ayuda y fuerza para nuestras
angustias y problemas personales; es por esa razón que el Señor nos deja la
oración del Padre Nuestro como modelo perfecto de cómo y con qué actitud
debemos dirigirnos a Dios.
En la primera lectura, Dios revela a
Abrahán los planes que tiene sobre la ciudad de Sodoma y Gomorra .
El
conocimiento que tiene Abrahán de esa revelación le lleva a interceder por estas
ciudades delante de Dios.
Génesis
19 cuenta que, pese a ello, Sodoma y Gomorra fueron destruidas, pero permanece
el hecho de que la oración de Abrahán había sido escuchada cuando intercedía
por la ciudad pecadora y obtenía que fuese perdonada por cincuenta justos, por
cuarenta y cinco, por cuarenta, por treinta, por veinte e incluso por diez.
Siempre generoso y caballero en sus negocios, Abrahán sólo regatea cuando pide
a Dios perdón por el pueblo pecador. Pero no se atreve a pasar más allá de diez
justos.
La
conversación amistosa de Abrahán con el Señor muestra que Dios rige el mundo
con soberana justicia y preocupado por la causa de los débiles y excluidos.
Dios está dispuesto a perdonar si se arrepienten y va cediendo ante la
insistente intercesión de Abrahán. Este regateo y esta condescendencia revela
hasta qué punto la justicia divina está llena de misericordia. Dios sabe
perdonar a los pecadores por amor a los justos y, de ningún modo, es su
intención que paguen justos por pecadores.
El
diálogo de Abrahán con Dios es un ejemplo de oración de intercesión. Abrahán
habla con Dios, desde la humildad y la confianza. Es un modelo de oración de
intercesión para todos nosotros. La intercesión de Abraham no será del todo
inútil. Se salvará su familia. En la verdadera oración de intercesión no nos
mueve el egoísmo, sino la misericordia. No nos fijemos tanto en las culpas y en
las causas de la miseria de estas personas, sino en la realidad miserable y
marginal en la que viven. Pensemos siempre en los más pobres, en los enfermos,
en los marginados, en los refugiados, en los emigrantes en general. No son, en
general, más pecadores que nosotros; entre ellos, como entre nosotros, los hay
buenos y malos, mejores y peores. Son, en general, víctimas de las
circunstancias familiares y sociales en las que han nacido y vivido las que les
han llevado a vivir como viven. Todos queremos vivir bien, ellos y nosotros.
Demos gracias a Dios por todas las personas que podemos vivir con dignidad e
intercedamos ante Dios y ante los hombres por todos aquellos que, con culpa o
sin culpa propia, se han visto forzados a vivir en la mayor miseria y
fragilidad. Y hagamos siempre nuestra oración de intercesión con humildad,
confianza y perseverancia.
El salmo de esta domingo proclama la
"trascendencia" de Dios: "¡qué grande es tu gloria!" nada
original, esto lo hacen todas las religiones auténticas. Toma tiempo dejarse invadir por
este sentimiento de adoración que hace "prosternar", el rostro contra
el polvo, como dice el salmo, hasta tomar conciencia de "ante quién
estás".
Lo
que es original, en la revelación que Dios hace de sí mismo a Israel es ante
todo, que este Dios "trascendente" mira a los humildes con
predilección. Prodigio de lo infinitamente grande, ante lo infinitamente
pequeño. La grandeza de Dios no es aplastante, es la grandeza del amor, la
"Hessed", sentimiento que llega hasta las entrañas. La palabra
aparece dos veces en este salmo. Si es amor, Dios da la vida, Dios salva. Dios
está contra todo lo que hace daño, su mano se abate contra los enemigos del
hombre", su mano "protege al pobre rodeado de peligros"... ¡Que
tu "mano", Señor, no deje incompleta su obra!
Finalmente
este mensaje, esta "palabra" (aparece dos veces en este salmo)
recibida gozosamente por Israel, y destinada un día a todos los hombres.
"Te alabarán, todos los reyes de la tierra, cuando oigan las palabras de
tu boca". Los reyes representan a su pueblo; a través de ellos, todos los
pueblos darán gracias a Dios, en el día escatológico del Mesías. ¡Admirable
visión universalista!
Así comenta el Papa Benedicto XVI, este salmo: " 1. Atribuido por la tradición judía al patronazgo de David, aunque
probablemente surgió en una época sucesiva, el himno de acción de gracias que
acabamos de escuchar, y que constituye el Salmo 137, comienza con un canto
personal del orante. Eleva su voz en la asamblea del templo o teniendo como
punto de referencia el Santuario de Sión, sede de la presencia del Señor y de
su encuentro con el pueblo de los fieles.
De
hecho, el salmista confiesa: «me postraré hacia tu santuario» de Jerusalén (Cf.
versículo 2): allí canta ante Dios que está en los cielos con su corte de
ángeles, pero que también está a la escucha en el espacio terreno del templo
(Cf. versículo 1). El orante está seguro de que el «nombre» del Señor, es
decir, su realidad personal viva y operante, y sus virtudes de fidelidad y
misericordia, signos de la alianza con su pueblo, son la base de toda confianza
y de toda esperanza (Cf. versículo 2).
2.
La mirada se dirige, entonces, por un instante, al pasado, al día del
sufrimiento: entonces la voz divina había respondido al grito del fiel
angustiado. Había infundido valentía en el alma turbada (Cf. versículo 3). El
original hebreo habla literalmente del Señor que «agita la fuerza en el alma» del
justo oprimido: es como la irrupción de un viento impetuoso que barre las dudas
y miedos, imprime una energía vital nueva, hace florecer fortaleza y confianza.
Después
de esta premisa, aparentemente personal, el salmista amplía su mirada sobre el
mundo e imagina que su testimonio abarca a todo el horizonte: «los reyes de la
tierra», con una especie de adhesión universal, se asocian al orante judío en
una alabanza común en honor de la grandeza y de la potencia soberana del Señor
(Cf. versículos 4-6).
3. El
contenido de esta alabanza conjunta que surge de todos los pueblos permite ver
ya la futura Iglesia de los paganos, la futura Iglesia universal. Este
contenido tiene como primer tema la «gloria» y los «caminos del Señor» (Cf.
versículo 5), es decir, sus proyectos de salvación y su revelación. De este
modo, se descubre que Dios ciertamente «es grande» y trascendente, «ve al
humilde» con afecto, mientras aparta su rostro del soberbio, como signo de
rechazo y de juicio (Cf. versículos 6).
Como
proclamaba Isaías, «así dice el Excelso y Sublime, el que mora por siempre y
cuyo nombre es santo: "En lo excelso y sagrado yo moro, y estoy también
con el humillado y abatido de espíritu, para avivar el espíritu de los
abatidos, para avivar el ánimo de los humillados"» (Isaías 57, 15). Dios
decide, por tanto, ponerse al lado de los débiles, de las víctimas, de los
últimos: esto se hace saber a todos los reyes para que conozcan cuales deben
ser sus opciones en el gobierno de las naciones. Naturalmente no sólo se lo dice
a los reyes y a todos los gobiernos, sino a todos nosotros, pues también
nosotros tenemos que saber cuál es la opción que debemos tomar: ponernos del
lado de los humildes, de los últimos, de los pobres y débiles.
4.
Después de esta referencia mundial a los responsables de las naciones, no sólo
de aquel tiempo, sino de todos los tiempos, el orante vuelve a hablar de la
alabanza personal (Cf. Salmo 137, 7-8). Con una mirada que se dirige hacia el
futuro de su vida, implora la ayuda de Dios para las pruebas que la existencia
todavía le deparará. Y todos nosotros rezamos con el orante de aquel tiempo.
Se
habla de manera sintética de la «ira de los enemigos» (versículo 7), una
especie de símbolo de todas las hostilidades que puede tener que afrontar el
justo durante su camino en la historia. Pero él sabe, y también lo sabemos
nosotros, que el Señor no le abandonará nunca y le ofrecerá su mano para
socorrerle y guiarle. El final del Salmo es, por tanto, una apasionada
profesión de confianza en el Dios de la bondad sempiterna: no abandonará la
obra de sus manos, es decir, a su criatura (versículo 8). Y en esta confianza,
en esta certeza en la confianza de Dios, también tenemos que vivir nosotros.
Tenemos
que estar seguros de que, por más pesadas y tempestuosas que sean las pruebas
que nos esperan, no quedaremos abandonados a nuestra suerte, no caeremos nunca
de las manos del Señor, las manos que nos crearon y que ahora nos acompañan en
el camino de la vida. Como confesará san Pablo: «quien inició en vosotros la
buena obra, la irá consumando» (Filipenses 1, 6).
5.
De este modo, hemos podido rezar con un Salmo de alabanza, de acción de gracias
y de confianza. Queremos seguir desplegando este hilo de alabanza en forma de
himno con el testimonio de un cantor cristiano, el gran Efrén el Siro (siglo
IV), autor de textos de extraordinaria fragancia poética y espiritual.
«Por
más grande que sea nuestra maravilla por ti, Señor, tu gloria supera lo que
nuestros labios pueden expresar», canta Efrén en un himno («Himnos sobre la virginidad»
--«Inni sulla Verginità», 7: «L’arpa dello Spirito», Roma 1999, p. 66), y en
otro dice: «Alabado seas tu, para quien todo es fácil, pues eres omnipotente»
(«Himnos sobre la Natividad» --«Inni sulla Natività»--, 11: ibídem, p. 48),
éste es un último motivo para nuestra confianza: Dios tiene la potencia de la
misericordia y usa su potencia para la misericordia. Y, finalmente, una última
cita: «Que te alaben quienes comprenden tu verdad» («Himnos sobre la fe»
--«Inni sulla Fede», 14: ibídem, p. 27)." ( Papa
Benedicto XVI Comentario al Salmo137, «Acción de gracias». Miércoles, 7
diciembre 2005. ).
La segunda lectura de la Carta
a los Colosenses, es un
texto capital para la comprensión del bautismo cristiano, comprendido como
participación en la muerte y la resurrección de Cristo.
El
bautismo es para él un signo eficaz o sacramento por el que participamos de la
muerte y resurrección de Jesús. Aunque ciertamente es la acción de Dios la que
nos salva y actúa en el bautismo, la fe es una disposición necesaria para
recibirlo con provecho. Por otra parte, el bautismo nos incorpora a una
comunidad de vida nueva. Por lo tanto, el amor a la vida y el optimismo radical
debiera ser un distintivo de la comunidad cristiana.
Sabemos
que los cristianos consideraban la pila bautismal como un sepulcro en el que
somos sepultados con Cristo; y, por otra parte, también es como la madre que
engendra a la vida; de ahí, el expresivo ritual de la inmersión. Pero el ritual
que representa esta muerte y esta resurrección realizándola concretamente, sólo
tiene eficacia si corresponde a la fe en Dios que resucitó a Cristo de entre
los muertos.
Pecado
y muerte (una muerte que es resurrección con Cristo), fe y bautismo, son
correlativos que Pablo nos recuerda en un admirable fragmento sumamente
sugestivo. Pero, en coherencia con su perspectiva cristiana, añade: el perdón
del pecado es liberación de la ley y de su observancia, porque existe una
correspondencia entre Ley, muerte y pecado, como nos enseña en su carta a los
Romanos (Rm 7, 7-9). Aquí, la imagen empleada por San Pablo alcanza el máximo
de expresividad: la Ley ha sido clavada en la cruz.
Los
gentiles vivían al margen de toda salvación, ni siquiera estaban circuncidados:
pero ahora, por el bautismo, y la fe en Jesucristo, han recibido la nueva vida
y son miembros vivos del verdadero Israel de Dios.
De
aquí que el cristiano se sienta libre de toda potencia extraña (contra la
superchería de los colosenses). Una fe recia es capaz de engendrar, en uno
mismo y en los demás, un estado de liberación de gran calidad.
No
hay posibilidad de confusión: nosotros no somos igual a Cristo, sino que de él,
de su cruz, hemos recibido la vida. La muerte que para él fue vida, se
transmite a nosotros como vida.
San Pablo
insiste en la idea central de toda su predicación, desde el momento mismo de su
conversión a Cristo Jesús: es Cristo el que nos salva, no es la circuncisión,
ni el cumplimiento de las demás leyes mosaicas son el requisito necesario para
salvarnos. Sepultados con el Bautismo vamos a resucitar sin pecados. Por el
bautismo nos incorporamos a Cristo y por la fuerza de Cristo resucitamos con
él. Los cristianos sabemos que Cristo es nuestro camino, nuestra verdad y
nuestra vida. Debemos vivir en comunión con Cristo, comulgar con él y dejarnos
guiar por él.
Vivamos
como personas bautizados en el espíritu de Cristo y así podremos resucitar con
él. Y estemos seguros de que, si lo hacemos así, estaremos contribuyendo a que
nuestro mundo sea un poco mejor, es decir, un poco más cristiano y por ello más
humano.
En el evangelio de hoy, Jesús nos
enseña cómo debemos dirigirnos al Padre y qué es lo que tenemos que pedirle en
nuestras oraciones.
Muchas son las
veces que Jesús aparece en los Evangelios sumido en oración. El evangelista san
Lucas es el que más se fija en esa faceta de la vida del Señor y nos la refiere
en repetidas ocasiones. Esa costumbre, ese hábito de oración, llama la atención
de sus discípulos, los anima a imitarle. Por eso le ruegan que les enseñe a
rezar, lo mismo que el Bautista enseñó a sus discípulos.
Enseña
a sus apóstoles –y a nosotros-- el Padrenuestro, que es una oración fundamental
y modélica. Pero además nos revela la constante disposición del Padre a
escuchar a sus hijos.
Jesús
no ora nunca diciendo "Padre nuestro" sino simplemente
"Padre" o "Padre mío". Jesús no es hijo de Dios como
podemos serlo nosotros, sino de un modo peculiarísimo e incomunicable, porque
es el Hijo. En segundo lugar, que Jesús nos enseña a orar dirigiéndonos al
Padre. Por eso la oración de la iglesia, la liturgia, se dirige habitualmente
al Padre, raras veces al Espíritu Santo o al Hijo y nunca a los santos. Si el
Hijo es el que nos congrega en torno a su persona y el Espíritu la fuerza que
anima esa comunión de vida en Jesucristo, el Padre es el "Tú" de
todos nosotros, ante quien comparecemos y a quien tenemos acceso por
Jesucristo. Nuestro Señor.
El
cristiano no ora tan sólo porque sienta necesidad de hacerlo, sino porque
Cristo le ha dicho que lo haga, porque está en comunión con él y con su Padre.
La
condición esencial de la oración, es pues, la obediencia y la fe que permiten
estar unido al Padre; no es ya una cuestión de actitudes o de contenido sino de
confianza íntima y desinteresada que no depende, en última instancia, ni de la
calle ni de la habitación, ni de oraciones cortas o largas, ni del individuo ni
de la comunidad, sino tan sólo de la convicción de tener un Padre y de la
obediencia a Cristo que nos dice que le hablemos en su nombre. Santa Teresa
escribe que le bastaban las dos palabras “Padre nuestro” para hacer una larga
oración... un Dios Padre... un Dios que nos ama.
Es
importante que cuando recitemos el Padrenuestro, lo hagamos meditando cada
expresión pausadamente. Cuando decimos "que estás en los cielos" no nos referimos a un lugar. Quiere
decir que Dios está por encima de todas las cosas terrenas, más allá de nuestro
mundo visible. A este Dios santo, que es el totalmente Otro, cuya grandeza no
podemos imaginar, le podemos llamar Padre y le alabamos diciendo “santificado
sea tu nombre". El nombre se identifica con la persona. Este Dios
inalcanzable se ha dado a conocer. Pedimos que se manifieste, se dé a conocer
cada vez más y cumpla sus promesas.
Las
dos peticiones siguientes “venga a
nosotros tu reino” y “hágase tu voluntad” insisten en la misma idea de
colaborar con él en la instauración de un mundo nuevo. En el Padrenuestro
también pedimos el pan cotidiano, que llegue a todos los hombre de una vez para
siempre. Pedimos perdón, pues todos somos pecadores. Prometemos que va nuestro
perdón por delante. La súplica final es que no nos deje caer en la tentación.
Ahí está amenazante el peligro de engañarnos a nosotros mismos buscando la
felicidad por caminos equivocados. Al rezar el padrenuestro estamos poniéndonos
en manos de Dios con confianza filial para que nos guíe por el camino adecuado.
En
el Padre Nuestro, Jesús nos invita a ser amplios en nuestros deseos y anhelos
en la oración. En él se nos presenta lo que debe ser el gran anhelo cristiano:
que Dios y su amor estén presentes en nuestras vidas y en el corazón de todos
los hombres. En él pedimos que el mundo sea como Jesús lo quiere: que el amor y
la fraternidad sean lo que marquen la vida de los hombres y nadie quede al
margen de una vida digna; que a nadie falte el alimento de cada día y tampoco
el alimento del espíritu, todo aquello que nos ayuda a crecer como personas y
como creyentes. Por último, el Padre Nuestro nos hace mirar nuestra realidad
débil y pecadora, recordándonos lo importante que es mantenernos en oración para
no caer en la tentación.
La segunda parte del texto, es
una composición de San Lucas. Comienza con una parábola tomada de las
costumbres de Palestina. Un viajero que, para evitar el calor del día, hace el
viaje de noche y llega a casa de un amigo suyo, sin avisarle previamente de su
llegada. A esas horas tan intempestivas, el dueño de la casa descubre que no
tiene nada que ofrecerle; su despensa está vacía, las tiendas cerradas y no
habrá pan fresco hasta la mañana siguiente. Pero el deber de hospitalidad es
imperioso. ¿Qué hacer entonces? Acude a casa de un vecino suyo. Este aduce la
imposibilidad de atenderle, puesto que levantarse y descorrer los cerrojos
significaría molestar a todos los miembros de la familia que duermen en la
única habitación de que consta la casa. Pero el otro insiste e insiste hasta
que su insistencia logra el objetivo.
En la composición de Lucas esta
parábola no se relaciona con lo anterior (el modelo de oración cristiana), sino
con lo siguiente, y sirve para ejemplificar la insistencia con la que el
cristiano tiene que dirigirse al Padre pidiéndole espíritu santo, a sabiendas
de que esa insistencia logrará su objetivo. Esta composición nos da el
siguiente desarrollo de pensamiento: así como el hombre, por su insistencia,
obtuvo de su amigo el pan que le pedía, así también el cristiano, por su
insistencia, obtendrá del Padre el espíritu que le pide. El hombre de la
parábola necesitaba pan; el cristiano necesita espíritu santo, en la línea de
Ezequiel 36, 26: "Os daré un corazón
nuevo y os infundiré un espíritu nuevo; arrancaré de vuestra carne el corazón
de piedra y os daré un corazón de carne. Os infundiré mi espíritu y haré que
caminéis según mis preceptos y que pongáis por obra mis mandamientos".
A este espíritu se refiere Jesús cuando dice: "Pedid y se os dará, buscad y hallaréis, llamad y se os abrirá".
Una vez más encontramos en los
vs. 9-13 el lenguaje directo, incisivo, gráfico, agresivo incluso. Todo ello al
servicio de inculcar al cristiano la enorme necesidad que tiene de estar
poseído por el espíritu del Padre.
La
parábola del amigo inoportuno nos recuerda que Dios se deja siempre conmover
por una oración perseverante. Por eso la tradición orante de la Iglesia es una
tradición de peticiones y súplicas, que manifiesta la actitud de abrirse
confiadamente a la presencia, el consuelo, el apoyo y la seguridad que
solamente pueden venir de Dios. Siempre la petición ha de estar unida a la
alabanza y a la profesión de fe y amor en la esperanza.
Rafael Pla Calatayud.
rafael@betaniajerusalen.com
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