Comentarios a las lecturas del XXII Domingo del Tiempo Ordinario 2 de septiembre de 2018
Las
lecturas del evangelio y del
Deuteronomio coinciden, en términos casi idénticos, en la advertencia sobre el valor absoluto de los
mandatos de Dios, y en la atención a no poner al mismo nivel las disposiciones humanas.
La
vida del creyente está bajo la Palabra de Dios. El salmo responsorial expresa
esta situación de una manera magnífica,
incluso con un cierto dramatismo cuando se canta, por parte de la asamblea, el versículo
responsorial. En efecto: la asamblea pregunta
repetidamente "Señor, ¿quién puede hospedarse en tu tienda?",
mientras el oráculo le va respondiendo
cada vez, con la descripción de lo que Dios quiere de los creyentes.
Quizás
la actitud más expresiva de lo que quiere Jesús es la de San Francisco de Asís
al hablar del Evangelio "sine
glossa". Lo cierto es que uno puede hablar así cuando ha comprometido de tal modo la propia vida con
el Evangelio que se ha hecho connatural con
él. Son los santos, en efecto, los que de verdad han interpretado el
Evangelio.
Aparte
de ellos, siempre hay el problema denunciado por Jesús y alertado por el Deuteronomio: la sobreposición de las
"tradiciones de los hombres", el conflicto de las interpretaciones, los convencionalismos
interesados, etc. A través de todo esto, el hombre se sobrepone, más o menos sutilmente, a la
Palabra de Dios.
La
valoración de los mandatos de Dios, en cambio, es una fuente de gloria para
aquellos que la hacen sinceramente (1.
lectura).
Comprender
esta dimensión pide un acto de fe de base, un acto de "sinceridad y
verdad" (1 Cor 5, 8)
correspondiente a una situación pascual, en la que la levadura vieja no desarrolla su fuerza. Este domingo coincide con el comienzo de un nuevo curso.
reuniones, planes, propósitos van siendo realidad en nuestras parroquias,
comunidades.... La crisis económica y de la emigración sigue ahí, produciendo
muchas carencias y problemas. Hay sordos de conveniencia, no quieren ser
molestados; sordos por el miedo, aislados por sus muchas necesidades. Hay, sin
duda, mucho pobre en nuestros recorridos habituales y muchos más a las puertas
de las Iglesias. Nunca como ahora tenemos que luchar contra todos estos
problemas, a favor de la apertura, del final de la sordera, de tanta gente con
problemas. A Jesús le preocupaba que el sordo del relato de Marcos no escuchara
la Palabra de Redención.
Buscamos
en la Palabra del Señor, luz y sanación para nuestra sordera.
La
primera lectura tomada del libro del Deuteronomio ( Dt 4, 1-2. 6-8) , está
centrada en la sana práctica religiosa,
“ No añadáis nada a lo que os mando… así
cumpliréis los preceptos del Señor ”. Dt. 4, 1-40 forma una
gran unidad estructurada según el modelo de alianza. El mandato principal es el
primer mandamiento; adorar sólo a Dios,
prohibición de modelarse imagen alguna de dioses. De su observancia o
quebrantamiento dependerán la vida o la
muerte, la bendición o la maldición.
-El texto litúrgico de hoy sólo se ha
fijado en algún versículo de esta introducción a la alianza. Empieza con una invitación a
escuchar (=obedecer) lo que Moisés va a enseñarles; de su cumplimiento dependerá la vida, la
entrada, la posesión de la tierra (vs. 1-2). Prueba convincente es la reciente historia de
Baal-Fegor: los apóstatas fueron exterminados, los fieles al Señor conservaron la vida (vs.
3-4). Los vs. 5-8 forman un período muy retórico, repetitivo: la ley promulgada por Moisés
deberá cumplirse en la tierra de promisión. El autor hace un elogio de esta ley tanto atendiendo a
su forma como a su contenido.
Las preguntas de los vs. 6-8, surgen
entre los desterrados de Babilonia (el cap. fue
escrito después del destierro, aunque, por ficción literaria, se
atribuya a Moisés). Sin rey ni templo,
¿qué papel desempeña Israel en el concierto de las naciones? ¿Es su Dios
inferior a los dioses babilónicos? ¿Está
su sabiduría a la altura de las de los dominadores? El autor recuerda los días gloriosos de Salomón: por
su Sabiduría los pueblos lo admiraban. Y aunque en el Israel de hoy no exista
ningún Salomón (=prototipo de la sabiduría) ni
tengan templo (=lugar de cercanía del Señor), también posee un algo muy
importante: su sabiduría y prudencia, la
cercanía de su Dios en la ley de la alianza (cfr. Sir. 24). En el panteón, los grandes dioses son seres
lejanos; así era necesario acudir a divinidades
menores que hacían de mediadores.
En Israel no ocurre esto, incluso en
el exilio el Señor es el Dios cercano al pueblo que no olvida su alianza con los padres (v. 31). En
el templo moraba su nombre (cfr. 1 rey 8, 27-31), destruido el templo Dios no abandona a su
pueblo, sino que lo escucha siempre que se le
invoca (v. 28); aunque el pueblo quebrante la alianza, siempre
encontrará a Dios si lo busca con todo
el corazón y con todas sus fuerzas.
El
salmo de hoy es el 14 (Sal 14,2-3a. 3cd-4ab. 4c-5).
Este es un salmo de peregrinación. Los judíos de Palestina subían a Jerusalén
una vez al año. Estas peregrinaciones
jalonaron la vida de Jesús: era el acontecimiento del año, una ocasión de renovación para los judíos
fervientes. Al llegar a Jerusalén, sin falta, la primera visita sagrada se hacía al templo.
Este salmo 14 hacía parte de la: "catequesis ad portas": los peregrinos que venían de
lejos podían estar contaminados de costumbres
paganas. Por esto los "levitas", les daban una catequesis
elemental antes de dejarlos entrar al
lugar sagrado. Este salmo se inicia con la pregunta ritual de los peregrinos:
"¿Quién puede entrar en la casa de
Dios?". Lo que sigue es la respuesta de los levitas. Se trata de una especie de pequeño decálogo (diez leyes).
Así comenta
San Juan Pablo II: el salmo 14 “ 1. El Salmo 14, que se presenta a nuestra reflexión, con frecuencia es
clasificado por los estudiosos de la Biblia como parte de una «liturgia de
entrada». Como sucede en otras composiciones del Salterio (Cf. por ejemplo, los
Salmos 23; 25; 94), hace pensar en una especie de procesión de fieles que se
congrega en las puertas del templo de Sión para acceder al culto. En una
especie de diálogo entre fieles y levitas, se mencionan las condiciones
indispensables para ser admitidos a la celebración litúrgica y, por tanto, a la
intimidad divina.
Por un lado se plantea la pregunta: «Señor, ¿quién puede hospedarse en tu
tienda y habitar en tu monte santo?» (Salmo 14, 1). Por otro, se hace una lista
de las cualidades requeridas para cruzar el umbral que lleva a la «tienda», es
decir, al templo del «monte santo» de Sión. Las cualidades enumeradas son once
y constituyen una síntesis ideal de los compromisos morales básicos presentes
en la ley bíblica (Cf. versículos 2-5).
2. En las fachadas de los templos egipcios y babilonios, en ocasiones
estaban esculpidas las condiciones exigidas para entrar en el recinto sagrado.
Pero se puede apreciar una diferencia significativa con las sugeridas por
nuestro Salmo. En muchas culturas religiosas para ser admitidos ante la
Divinidad se exige sobre todo la pureza ritual exterior que comporta
abluciones, gestos, y vestidos particulares.
El Salmo 14, por el contrario, exige la purificación de la conciencia
para que sus opciones estén inspiradas por el amor de la justicia y del
próximo. En estos versículos se puede experimentar cómo vibra el espíritu de
los profetas que continuamente invitan a conjugar fe y vida, oración y
compromiso existencial, adoración y justicia social (Cf. Isaías 1, 10-20;
33,14-16; Oseas 6,6; Miqueas 6,6-8; Jeremías 6, 20).
Escuchemos, por ejemplo, la vehemente reprimenda del profeta Amós, que
denuncia en nombre de Dios un culto desapegado de la historia cotidiana: «Yo
detesto, desprecio vuestras fiestas, no me gusta el olor de vuestras reuniones
solemnes. Si me ofrecéis holocaustos... no me complazco en vuestras oblaciones,
ni miro a vuestros sacrificios de comunión de novillos cebados... ¡Que fluya,
sí, el juicio como agua y la justicia como arroyo perenne!» (Amós 5, 21-22.24).
3. Pasemos ahora a ver los once compromisos presentados por el Salmista,
que pueden servir de base para un examen de conciencia personal cada vez que
nos preparamos a confesar nuestras culpas para ser admitidos en la comunión con
el Señor en la celebración litúrgica.
Los tres primeros compromisos son de carácter general y expresan una
opción ética: seguir el camino de la integridad moral, de la práctica de la
justicia y, por último, de la sinceridad perfecta en las palabras (Cf. Salmo
14, 2).
Vienen, después, tres deberes que podemos definir de relación con el
prójimo: eliminar la calumnia del lenguaje, evitar toda acción que pueda hacer
mal al hermano, no difamar al que vive junto a nosotros diariamente (Cf.
versículo 3). Se exige después tomar posición de manera clara en el ámbito
social: despreciar al malvado, honrar a quien teme a Dios. Por último, se
enumeran los últimos tres preceptos sobre los que hay que examinar la conciencia:
ser fieles a la palabra dada, al juramento, aunque esto implique consecuencias
dañinas; no practicar la usura, plaga que también en nuestros días es una
realidad infame, capaz de estrangular la vida de muchas personas, y por último,
evitar toda corrupción de la vida pública, otro compromiso que hay que
practicar con rigor también en nuestro tiempo.
4. Seguir este camino de decisiones morales auténticas significa estar
dispuestos al encuentro con el Señor. Jesus, en el «Discurso de la Montaña»,
propondrá una esencial «liturgia de entrada»: «Si, pues, al presentar tu
ofrenda en el altar te acuerdas entonces de que un hermano tuyo tiene algo
contra ti, deja tu ofrenda allí, delante del altar, y vete primero a
reconciliarte con tu hermano; luego vuelves y presentas tu ofrenda» (Mateo 5,
23-24).
Quien actúa como indica el Salmista, dice al concluir nuestra oración,
«nunca fallará» (Salmo 14, 5). San Hilario de Poitiers, padre y doctor de la
Iglesia del siglo IV, en su «Tractatus super Psalmos», comenta así esta
conclusión, entrelazándola con la imagen del inicio de la tienda del templo de
Sión: «Al obrar según estos preceptos, es posible hospedarse en esta tienda, se
descansa en el monte. Se subraya firmemente la custodia de los preceptos y la
obra de los mandamientos. Este Salmo tiene que fundarse en la intimidad, tiene
que ser escrito en el corazón, anotado en la memoria. Día y noche tenemos que
confrontarnos con el tesoro de su rica brevedad. De este modo, una vez
adquirida esta riqueza en el camino hacia la eternidad, y morando en la
Iglesia, podremos descansar en la gloria del cuerpo de Cristo» (PL 9, 308).”( San Juan Pablo II. Meditación sobre el Salmo 14.
Audiencia general del miércoles 4 febrero 2004)
La segunda lectura tomada de la carta
del Apóstol Santiago (Sant 2, 1-5), nos da unos consejos prácticos que son de máxima
actualidad por los Kibia...).
El fragmento, es un clásico de la
doctrina de la Iglesia sobre la mala práctica en la acepción de personas y que
nos pone inevitablemente sobre uno de los principales cometidos de la Iglesia:
su opción por los pobres.
El autor, Santiago, probablemente el
«hermano del Señor», presenta en forma de carta una serie de consejos prácticos
de tipo sapiencial con marcado carácter ético. El cristianismo es, después de
todo, una vida. Y una vida necesita, de una forma o de otra, de orientaciones
morales o máximas de tipo práctico. La carta de Santiago abunda en ellas.
Entre los cristianos a
quienes se dirige la carta parecía darse un abuso: la acepción o discriminación
de personas por razón de su nivel social (vv. 1-4). Se trataba de una
manifiesta incongruencia entre la fe y la conducta. La Ley de Moisés (Dt 1,17;
Lv 19,15; Is 5,23; etc.) condenaba la discriminación de personas (vv. 8-11),
opuesta también al Evangelio (vv. 5-7), ya que Jesucristo corrigió las interpretaciones
restringidas de esa Ley. Se señala que ese modo de comportarse será severamente
castigado por Dios en el juicio (vv. 12-13).
La carta recuerda la
predilección de la Iglesia por los pobres (v. 5; cfr Mt 5,3; Lc 6,20) e invita
a luchar decididamente por la justicia: «Las desigualdades inicuas y las
opresiones de todo tipo que afectan hoy a millones de hombres y mujeres están
en abierta contradicción con el Evangelio de Cristo y no pueden dejar tranquila
la conciencia de ningún cristiano» (Cong. Doctrina de la Fe, Libertatis conscientia,
n. 57). El fundamento se encuentra en la Sagrada Escritura: el amor al prójimo
resume la Ley y los mandamientos. Jesucristo llevó este precepto a la plenitud
(cfr Mt 22,39-40) y formuló el «mandamiento nuevo» (cfr Jn 13,34). Además,
tanto en la Antigua Ley (vv. 10-11) como en la Nueva, «transgredir un
mandamiento es quebrantar todos los otros. No se puede honrar a otro sin
bendecir a Dios su Creador. No se podría adorar a Dios sin amar a todos los
hombres, que son sus creaturas» (Catecismo de la Iglesia Católica, n.
2069). Y, como comenta San Agustín, «quien guardare toda la ley, si peca contra
un mandamiento, se hace reo de todos, ya que obra contra la caridad, de la que
pende la ley entera. Se hace, pues, reo de todos los preceptos cuando peca
contra aquella de la que derivan todos» (Epistolae 167, 5,16).
Una
fe teórica que no influya decisivamente en la práctica no es fe verdadera. Una
persona corrupta, que practica descaradamente el favoritismo político, o
económico, o social, o de cualquier clase que sea, no puede declararse
cristiana.
EL evangelio es de San Marcos (Mc
7,
1-8a). Después de unos domingos en que hemos
escuchado el capítulo 6 del evangelio de Juan,
volvemos al que durante este año del ciclo B, es nuestro
"evangelista del año", san Marcos, que iremos escuchando hasta el Adviento, a principios de
diciembre.
La
lectura continuada del evangelio de domingo en domingo nos da la ocasión de
ir asimilando, no tanto en el orden del
"catecismo", sino en el de la "historia", los diversos acontecimientos y enseñanzas de Jesús que, a
la larga, abarcan todo el misterio de nuestra
fe y de la vida cristiana. Hoy, por ejemplo, aparece el tema de los
fariseos, buenas personas, cumplidores
de la ley de Dios, pero con unos defectos muy notorios que Cristo denunció con insistencia. Es un espejo en el
que también nosotros nos tenemos que mirar.
El
versículo inicial cobra relevancia especial
en razón de la procedencia de los personajes en él mencionados: fariseos
y letrados de Jerusalén. Esta ciudad es
bastante más que la capital administrativa y política judía; es la razón de ser de un pueblo, su orgullo y
añoranza; es madre y guía; de Jerusalén irradia la luz que ilumina el caminar judío; allí están
los pastores del pueblo, a los que, sin embargo, Marcos ha cuestionado ya como pastores (cfr.
6, 30-34, domingo 16 Ordinario). El conjunto
del texto gira en torno al término impuro. Aparece al comienzo (vs. 2 y
5) y al final (vs. 15 y 23). Manos
impuras, hacer impuras a las personas. El término no tiene nada que ver
con los distintos matices del mismo en castellano:
mezcla; falta de castidad; deshonestidad. La
impureza de la que el texto habla es la mancha ritual (pastores) o moral
(Jesús) que inhabilita a las personas
para tratar con lo santo. La impureza es una incapacidad religiosa.
La
preocupación por la pureza denota sensibilidad religiosa. Es en esta línea
de sensibilidad en la que hay que
entender la preocupación manifestada por los fariseos ante la conducta de algunos de los discípulos
de Jesús, por más que a nosotros pueda
resultarnos sobrepasadas las formas concretas de expresión de esa
sensibilidad religiosa. De ellas ofrece
Marcos una enumeración en el paréntesis explicativo de los vs. 3-4.
La
preocupación por la pureza se enmarca, a
su vez, en la gran corriente judía formada por la tradición de los mayores.
A poco que se conozca lo que es ser
judío, se caerá en la cuenta de la fuerza e importancia de la tradición en este pueblo. Es en la
tradición donde se articula la esencia de lo judío. La pregunta, pues, de los pastores a Jesús encierra
una gravedad suma. Jesús resuelve el problema dentro de lo más pura línea
judía, tal como ésta aparece ya esbozada
en el texto de Isaías 29, 13 que cita: distinción entre el componente humano
y divino de la tradición.
Entresacando
el texto de sus componentes judíos, puede hablarse de moralidad frente a formalismo (en determinados
ambientes el término formalismo se
solapa con el de profesionalidad) y de espíritu frente a letra.
Enunciada así la problemática, la
cuestión resulta fácil y evidente; la práctica, sin embargo, dice que no es ni
fácil ni evidente.
Las
formas y la letra son, en efecto, absolutamente necesarias: responden a la
esencia misma de nuestro ser humano, que
es forma corpórea en relación con los demás. La
tradición es, desde esta perspectiva, absolutamente necesaria. Donde no
hay tradición no hay vida que valga la
pena. ¿Cómo hacer, sin embargo, que las formas y la letra no acaparen la
totalidad del ser humano, que es también
incorporeidad, interioridad, individualidad? En este cómo está la verdadera dificultad. Este cómo se mueve en
el campo de las actitudes, un campo lo
suficientemente fluido como para resistirse al imperio absoluto de las
formas y de la letra, aunque
precisamente por ser fluido toma sin resistencia la forma del recipiente que
lo contiene.
Del
texto de hoy se deducen las siguientes evidencias:
1.
La tradición que vale la pena es aquélla en la que convive una sana tensión
entre fondo y forma, espíritu y letra.
2.
Cuando la forma y la letra predominan o se anquilosan, se impone la ruptura
con ellas.
3.
Esta ruptura no significa negar la tradición ni ir en contra de ella.
Termino
con una lacónica frase de Jesús, que algunos manuscritos intercalan en el
texto de hoy: El que tenga oídos para
oir, que oiga.
Para nuestra
vida.
La primera lectura, por boca de
Moisés, nos ha advertido que tendremos vida sólo si cumplimos la voluntad de Dios en nuestra
existencia.
En los mandamientos de Dios está la
clave del éxito en nuestra vida, y el camino de la felicidad, y la fuente de la verdadera
sabiduría. Si el pueblo de Israel, en el Antiguo Testamento, se sentía tan satisfecho de la
cercanía de Dios que les hablaba por los
profetas, ¿cuánto más nosotros, los que hemos escuchado la voz del
Profeta por excelencia, el Hijo, Cristo
Jesús?.
El salmo ha insistido en la misma
perspectiva: sólo merece el nombre de buen creyente y miembro del pueblo elegido "el que
procede honradamente y practica la justicia, el que tiene intenciones leales y no calumnia... el que no
hace mal a su prójimo... El que así obra, nunca
fallará".
También la segunda lectura -hoy hemos
comenzado a leer la carta de Santiago- nos ha
invitado enérgicamente, no sólo a oír la Palabra de Dios (como hacemos
en cada Eucaristía), sino a ponerla en
práctica, porque si no, nos engañaríamos. Y nos ha dicho que la "religión pura e intachable a los
ojos de Dios Padre" es ayudar a los huérfanos y a las viudas, y no dejarse contaminar con los
criterios de este mundo cuando son contrarios a los dé Cristo.
La verdadera sabiduría no está en
nuestros instintos o en las modas o estadísticas de este mundo, sino en conocer y seguir la
voluntad de Dios, que nos comunica en su Palabra revelada.
Escuchar la palabra de Dios y
cumplirla. Ese podría ser el tema base de este domingo.
La
primera lectura nos recuerda que la Ley del Señor- es el pensamiento
fundamental del Deuteronomio- está dada para la vida. Dios no quiere la muerte
ni las sombras; ama la luz y la vida. Y sus palabras no
tienen otra finalidad que ofrecerlas, conservarlas y defenderlas. Urge, pues,
escucharlas con devoción y sosiego. Nos va en ello la vida.
Las palabras del Señor llevan el
nombre de «mandatos» y «preceptos», términos en verdad poco simpáticos a
nuestros oídos, sensibles como son a todo aquello que pueda adherir nuestra
autonomía personal. Son preceptos y decretos en la forma de expresión. Tras
ellos, con todo, en el fondo, se esconden la voluntad decidida de Dios de
preservarnos del mal y de conducirnos a la vida. Considerados bajo otro punto
de vida, los preceptos, son expresión concreta de una forma de vida que haga posible
y real la convivencia con Dios, origen de todo bien.
Dios ama a su pueblo y quiere vivir en
medio de él. Para que no sucumba, para que no muera. Si el pueblo le sigue, si
el pueblo se deja llevar por él- ahí están los preceptos-, tendrá la bendición
y la vida. No habrá adversario que pueda con él. Nadie ha podido con un Dios
tan grande como Yavé, Señor de los Ejércitos. El les va a dar una tierra
hermosa y fértil, llena de bienes. Israel será una nación numerosa, un pueblo
grande. Llegará a ser la admiración de las gentes por su destino, por su
grandeza, por su sabiduría. Pueblo grande, pueblo sabio, pueblo de Dios. Y
todo a condición de observar los preceptos sabios y justos del Señor. La
fidelidad del Dios de los Padres los ha llevado hasta allí, a las puertas de
Canaán. Los preceptos los hará vivir. Basta observarlos.
¡Cuánta
necesidad tenemos de que se cumpla la palabra profética de Isaías!.
Recibir luz a nuestros ojos,
sensibilizar nuestros oídos, comunicar agilidad a nuestros miembros, palabras a
nuestra lengua. Mantente firme. No flaquees, resiste. Basta con que pongas todo
el empeño que te sea posible, seguro de que Dios te ayudará. Él está para
llegar, y trae el desquite de tanta miseria. Él te resarcirá, te salvará. Te
dará la valentía necesaria para seguir caminando en la noche hacia el Señor de
la Luz.
"Se
despegarán los ojos del ciego, los oídos del sordo se abrirán, saltará como un
ciervo el cojo, la lengua del mudo cantará" (Is 35, 5). Que nuestra tierra se llene de gozo:
"Porque han brotado aguas en el desierto, torrentes en la estepa; el
páramo será un estanque, lo reseco un manantial".
El profeta Isaías: creía y así lo
predicaba, que Dios puede hacer lo que nosotros, con nuestras solas fuerzas, no
podemos conseguir: que brote agua en los desiertos y estanques en los páramos,
que los sordos oigan y que hablen los mudos. La esperanza cristiana puede y
debe llegar mucho más allá de donde puede llegar la sola razón teórica. No se
trata de ser ingenuos, sino de confiar en que si nosotros ponemos de nuestra
parte lo que Dios nos pide, podremos llegar hasta donde los cobardes de corazón
y faltos de esperanza no podrán llegar nunca. La persona cristiana debe ser
siempre una persona valiente y esforzada; los cobardes de corazón deben saber que
hay un Dios que siempre está viniendo a salvarnos. Para eso vino Jesús al
mundo, para salvar lo que estaba perdido y para dar vida a lo que estaba
muerto.
El salmo 14 es
un salmo sapiencial de tipo cultual. Antes de participar en el culto, debe el
fiel preguntarse - estribillo- por su limpieza e integridad: ¿estoy en condiciones
de presentarme ante Dios? ¿soy digno?.
El culto representa y realiza la unión con Dios. El Dios Santo exige una
comunidad reverente, unos miembros santos no hay convivencia si no hay
respeto; y faltará éste si no se atienden las exigencias más elementales de la
religión y de la amistad. El salmo enumera algunas de ellas. Un examen de
conciencia comunitario e individual. El salmista promete la bendición divina a
los que las cumplan: no fallarán jamás. (Continúa el pensamiento del
Deuteronomio).
Llama la atención el carácter muy
"humano" de sus condiciones. Para acercarse a Dios, no exige El condiciones, "rituales"
ni prescripciones "litúrgicas" o "cultuales" sino morales: ¡ser simplemente un hombre! Hacer el bien,
ser íntegro, practicar la justicia, decir la verdad, no hablar desconsideradamente, no frecuentar
aquellos que practican deliberadamente el
mal (los impíos), sino frecuentar "los hombres de adoración",
(los hombres de Dios), no apegarse al
dinero, prestar sin interés, no dejarse corromper por el vino. En resumen,
lo que Dios espera del hombre es la
calidad de sus relaciones humanas. Esto es algo muy moderno.
** "¿Señor, quién será recibido
en tu casa?". Un día alguien propuso a Jesús una pregunta equivalente: "Maestro, ¿qué
debo hacer para entrar en la vida eterna?" y la respuesta de Jesús fue también la de proponer
reglas de rectitud humana (Marcos 10,17 -
19). Lo que mejor prepara al encuentro con Dios, es respetar nuestra
propia naturaleza humana creada por
Dios.
Entre los preceptos concretos del
Evangelio, se encuentran a menudo semejanzas con este salmo:
- "buscad primero el Reino de Dios
y su Justicia" (Mateo 6,33)
- "Que vuestra manera de hablar
sea "sí" si es "sí", y "no" si es "no"
(Mateo 5,37)
- "No podéis servir a Dios y al
dinero" (Mateo 6,24).
Más profundamente aún, ¿Jesús no
realizó acaso el ideal de este salmo, siendo este "justo perfecto" que "habita
con Dios en su santa montaña"?
Ante el número creciente de "no
bautizados" o de "bautizados
no practicantes"... surge la pregunta sobre la vida eterna, la salvación
eterna: ¿cómo conseguir la vida de Dios?
¿Cómo evitar la condenación? La fórmula de este salmo es terrible, pues pide simplemente considerar
a los impíos (los réprobos en hebreo) como
despreciables. La mentalidad moderna rechaza estas clasificaciones
abruptas: ¿es posible sondear los
corazones y lanzar un juicio definitivo afirmando que fulano de tal es
réprobo, impío? La aventura de Jesús,
Hijo de Dios encarnado por los hombres y por su salvación, nos dice que Dios "quiere salvar a todos
los hombres" (I Timoteo 2,4). No es Dios
estrictamente hablando quien "condena" al hombre, es el hombre
quien deliberadamente rechaza las propuestas
salvadoras del amor de Dios. Vemos en este salmo que las condiciones para llegar a Dios están al
alcance de todo hombre, creyente o incrédulo, ateo o pagano de buena fe: se trata simplemente de
vivir de acuerdo con las reglas de la
conciencia humana universal. El ideal propuesto aquí no es ni siquiera
original, es en el fondo el de todo
hombre que respeta a su hermano. De ahí, el criterio con que Jesús hará el juicio final a los hombres: "¿Cuándo
te hemos servido, Señor? Cada vez que habéis
servido al más pequeño de mis hermanos, lo habéis hecho conmigo".
(Mateo 25, 31 - 46). El cristiano
debería más que nadie sentirse llamado a esta rectitud de vida, sabiendo
que tal es la voluntad de Dios:
"Quien no ama a su hermano a quien ve, tampoco amará a Dios a quien no ve." (1 Juan 4,20). Por otra
parte, ningún hombre honesto puede contentarse,
por así decirlo, con la "rectitud de vida" dejando de lado la "búsqueda
sincera de Dios", para entrar con
alegría en el grupo de aquellos que habiendo descubierto a Dios, lo
adoran. Así lo afirma este salmo.
La
segunda lectura, con el evangelio, nos ofrece un catálogo de obras buenas.
Obras que purifican al hombre y al mundo y que son expresión de la auténtica
religiosidad. El mundo está manchado por homicidios,
codicias, envidias, adulterios, injusticias. No nos ensuciemos de él. Tratemos,
por el contrario, de sanearlo: caridad para con el prójimo, para con el pobre,
para con la viuda, para con el huérfano; humildad, compasión, piedad… El corazón
del hombre impuro desluce la creación. El corazón del hombre bueno la restituye
a su primer esplendor. He ahí nuestra tarea.
Queda, por último, el tema de las
tradiciones. No vale la tradición que olvida o impide el cumplimiento de la
caridad cristiana. Conviene repasar, para valorarlas, esas venerables
tradiciones. No digo desecharlas sin mas. Busquemos el sentido religioso que
las informó en un tiempo y tratemos de vivirlo. Y si en algún caso desdicen de
la caridad, por muy venerables que parezcan habrá que desecharlas. Los
mandamientos de Dios son fuente de vida, no las imposiciones humanas.
El «mundo» nos ofrece muchas
«costumbres» y formas de comportamiento: etiqueta, educación, máximas, valores,
actitudes… Adoptemos respecto a ello una actitud de sana crítica. Todo es bueno
y santo si conduce al bien. Pero en el momento en que, los «deberes sociales»
pongan en peligro la caridad cristiana, la auténtica religiosidad, se
demuestran ya, por ello, falsos y nocivos. En este campo habría muchos ejemplos
que aducir.
A todos maravillan, sobre todo en
aquellos tiempos, la grandiosidad del firmamento, el sol brillante y bondadoso,
la luna juguetona y bella, las estrellas diminutas y lejanas, las estaciones,
los cambios. Muchos los adoraban como dioses o fuerzas superiores. Pero ya el
Génesis les había asignado su puesto debido: obras maravillosas de Dios al
servicio del hombre. Dios está sobre ellas. Dios bondadoso las crea, Dios
inmutable las mueve, Dios providente las gobierna. Son un don del Dios
Altísimo. El no cambia, ni se encuentran en él lagunas o sombras que lo
mancillen. Es en su totalidad perfecto. Y todo don perfecto y todo beneficio
vienen de él.
Beneficio estupendo ha sido que
nosotros, sin merecerlo, llegáramos a ser sus hijos, mediante el Evangelio, en
el bautismo. Hemos obtenido el primer puesto en el mundo, primicias de sus
criaturas. Es una condición de excelencia y de prestigio. Pero no es, sin más
un mero puesto de honor. Es, más bien, una responsabilidad y una vocación.
Tenemos la vida, y si la vivimos, nos salvará. Es una planta que requiere
cuidados y atenciones. No basta mirarla y admirarla; es necesario cultivarla.
No consiste tan sólo en oír la palabra; es menester practicarla. Sería un error
terrible, fatal, no entenderla así. Por los frutos sabremos si nuestra religión
es auténtica. Asistencia a los menesterosos - huérfanos, viudas, pobres… - y
«no mancharse las manos con este mundo». ¡Y cuánto hay en el mundo que puede
mancillar nuestra condición de hijos! ¿Ya nos damos cuenta de ello?
Desagraciadamente el uso de las
apariencias para juzgar a nuestros semejantes es, como se ve, un tema muy
antiguo en el proceder de la humanidad. Apreciamos a los ricos, que llevan
anillo, a los elegantes que llevan ropas que admiramos; y buscamos estar a bien
con aquellos que en algo nos pueden beneficiar. Por el contrario, huimos de
quienes nada nos pueden dar, de las gentes que parece que nada tienen, de la
pobreza real, que siempre es sucia y deshilachada por el propio efecto de la
carencia de medios y bienes.
El
evangelio de San Marcos nos sitúa ante un tema candente en la predicación de
Jesús, la tradición de los «mayores». Con buen espíritu probablemente, había
introducido los «antiguos» ciertas prácticas de carácter religioso en la vida
cotidiana. Trataban de ser aplicaciones de la Ley. Las prácticas se hicieron
costumbres. Y éstas, a su vez, quedaron sancionadas como obligatorias y pasaron
a engrosar, de este modo, el catálogo de preceptos religiosos. Se hicieron Ley.
No estaban escritas; se conservaban en la tradición oral. Los fariseos las
veneraban sobremanera. Para ellos eran auténticas prácticas «religiosas» con
valor moral. ¿Cuál es la actitud de Jesús ?.
A veces también en la Iglesia tenemos
este tipo de “tradiciones” y “practicas”.
La pregunta de los fariseos es una
acusación. Y la acusación, en el fondo, es: ¿Por qué los discípulos no observan
las «tradiciones» de los mayores? Al parecer la conducta seguida de los
discípulos y por Jesús mismo no hacía gran caso de tales prescripciones. Ante
los fariseos esto delata una falta grave de religiosidad. En el fondo, pues, la
acusación es seria: Jesús y los discípulos no observan la Ley.
La respuesta de Jesús se mantiene a la
misma altura. Sus palabras devuelven, por una parte, la acusación y, por otra,
declaran cuál es la auténtica religiosidad. El texto de Isaías cumple la
finalidad primera. Ahora, como en tiempos del profeta, creen los hombres cumplir
con la obligación de religiosidad ateniéndose tan solo a la práctica material
de preceptos rituales. Muchos ritos, muchas ceremonias, muchas prácticas de
ningún contenido ético; pero el corazón permanece duro y vacío. Otra vez la
oposición de la religión ritualista a la religión espiritual de los profetas.
En realidad, viene a decir Jesús, son ellos los que no observan los
mandamientos de Dios por atender a la «tradición» de los mayores. Son preceptos
humanos los que enseñan, mientras su corazón, pensamientos y afectos de piedad
y amor, está vacío y lejos del Señor. La Ley del Señor hay que cumplir, no los
preceptos humanos. Estos han acabado por substituir a los primeros.
Jesús declara, en segundo término, en
qué consiste la auténtica religiosidad. No son las comidas ni las bebidas ni
cualquier otra cosa externa lo que «ensucian» al hombre. Es más bien su actitud
y postura respecto a Dios y a los hombres. No es falta de religiosidad comer
con las manos sin lavar o en ollas sin limpiar. La falta grave de religiosidad
se da en aquel que en su corazón concibe y alimenta el odio, la envidia, la
codicia, la falta de respeto, la impiedad… Ese es el que mancha todo lo que
toca. La verdadera religiosidad se encuentra en el cumplimiento de los
mandamientos de Dios, en la conformidad del corazón humano a la voluntad de su
Señor. De sentimientos buenos hay que llenar las prácticas rituales y entonces
serán buenas. Pero éstas por sí mismas no hacen al hombre bueno. ¿Cuánto menos
se han de imponer como obligatorias? Semejante postura de Cristo se puede
apreciar a lo largo de todo el evangelio.
Tomemos, de
momento, como centro de reflexión la queja de Jesús. Jesús se queja, como se
quejó en su tiempo Isaías, como se quejaron en todos los tiempos los profetas enviados
por Dios: he ahí un pueblo hipócrita, cuya lengua no expresa lo que siente el
corazón; o mejor dicho, cuyo corazón está lejos de lo que formula la lengua.
Lengua y corazón: he ahí un punto muy importante que conviene considerar.
¿Dónde está nuestro corazón? ¿Qué dicen nuestros labios?. Nos confesamos
cristianos; ¿procuramos serlo?. Acudimos a las celebraciones litúrgicas;
¿deseamos elevar el corazón a lo que pronuncian los labios?. Cristianos -
padres, madres, esposos, esposas, sacerdotes, religiosos… - ¿qué hay de todo
esto en nuestra vida? ¿hasta que punto está justificada la acusación que pueden
hacernos de hipócritas o falsarios?. Sería ridículo querer engañar a Dios. Dios
no escucha lo que dicen nuestros labios cuando se encoge nuestro corazón. Al
parecer, es tentación frecuente querer suplir a falta de calor religioso con
fórmulas frías sin contenido alguno. ¿No habremos caído en ese vicio?. No son
las palabras las que dan sentido a la vida, sino la vida la que da sentido a
las palabras. No nos engañemos, advierte Santiago.
Jesús se queja
de que, a pesar de tanto rito y tanta ceremonia, quedan sin cumplirse los
mandamientos de Dios. Conocemos de sobra los diez mandamientos, los preceptos
del amor; ¿por qué no repasar uno por uno todos sus apartados y emprender una
reforma radical en nuestra vida?. Las lecturas de hoy nos invitan a ello:
¡escuchar la palabra de Dios! Es el primer paso. ¿Cómo vamos a conocer el
camino de la vida si no atendemos a lo que Dios nos dice?. Sus palabras son la
norma de conducta. Aprendámoslas y sigámoslas. Hoy día se está perdiendo la
conciencia cristiana. ¡Urge escuchar con atención suma y cuidado exquisito la
palabra de Dios! ¡Hay que formar la conciencia!.
La norma, la
ley, es necesaria, y nos sirve de camino para el bien y para la armonía interior y exterior.
Pero Jesús
critica en los fariseos un estilo defectuoso en su cumplimiento de la ley.
Será bueno que hagamos examen de
conciencia, por si también nosotros merecemos estas acusaciones.
* Los fariseos
exageraban en su interpretación de la ley, creando en los demás un complejo de angustia y opresión; como cuando
discutían de si los discípulos de Jesús
podían en sábado comer unos granos de trigo al pasar por el campo; o si
un enfermo podía extender su mano para que
la curara jesús; en el pasaje de hoy la discusión es sobre si tienen que lavarse o no las manos antes de
ponerse a comer. ¿Somos así nosotros?
¿somos capaces de perder la paz, y hacerla perder a otros, por minucias
insignificantes en la vida familiar o
eclesial? ¿sabemos distinguir entre lo que tiene verdadera importancia y
lo que no? Son aspectos en que podemos
caer como personas y también como institución,
incluida la Iglesia como tal, a lo largo de la historia.
* Los fariseos
daban importancia a la apariencia exterior y descuidaban lo interior;
Jesús les ataca alguna vez llamándoles
"sepulcros blanqueados", limpios por fuera y podridos por dentro. Es el defecto del legalismo o del
formalismo exterior. Lo exterior es bueno -la vida está hecha de detalles-, pero no es lo
principal; las actitudes interiores hay que cuidarlas más. Jesús nos dice hoy, por ejemplo, que no
es tanto lo que comemos o dejamos de comer,
sino nuestros sentimientos interiores y las palabras que salen de
nuestra boca lo que importa.
* Los fariseos
son atacados por Jesús por hipócritas: "Este pueblo me honra con los
labios pero su corazón está lejos de
mí". Somos fariseos cuando aparentamos por fuera una cosa y por dentro pensamos o hacemos lo contrario.
Es fácil juntar las manos o decir oraciones o
cantar o llevar medallas; lb difícil es vivir en cristiano y actuar
conforme dicen nuestras palabras.
* Los fariseos
se creían justos, santos, superiores a los demás. Y así se presentaban también ante Dios en su oración. Cuando Jesús
contó la parábola del fariseo y del
publicano, dijo que éste, el publicano, que se reconocía pecador, bajó
del Templo perdonado. Y el fariseo, no.
La Palabra de
Dios nos urge hoy, por tanto, a ser cumplidores de la ley y de la voluntad de Dios. Pero con convicción y con amor. No
según el estilo de los fariseos, que puede ser
el nuestro, tanto si somos eclesiásticos como laicos, jóvenes o mayores.
¡Y cumplirla!
Lo subrayan de forma explícita la primera y segunda lectura. La primera insiste
en la necesidad de llevar a la práctica la palabra de Dios, pues en ello nos va
la vida. El cumplimiento de la palabra de Dios nos hará salvos, sabios,
admirables, considerados. La vida debe ser expresión de un Dios bueno y
salvador entre nosotros. En realidad, ¿qué nación o pueblo puede presentar un
Dios tan cercano como el nuestro?. Dios en medio de nosotros: Cristo Cabeza de
la Iglesia; Cristo en la Eucaristía; Cristo Esposo; templos del Espíritu Santo;
morada de la Santísima Trinidad… Estos pensamientos deben espolearnos a obrar
bien. La responsabilidad es grande, como es grande el don de la presencia de
Dios en nosotros.
Rafael Pla
Calatayud.
rafael@betaniajerusalen.com
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