Comentario a las Lecturas del XXIV Domingo del Tiempo Ordinario 16 de septiembre 2016.
La
liturgia de este domingo nos da una
respuesta a la pregunta de Jesús, que enmarca la Palabra de hoy ¿Quién dice la gente que soy yo?”..
Cuando la primera lectura, del Libro de Isaías, nos ofrece el texto del Varón
de Dolores, la profecía que narra con gran exactitud, va a definir, también con
toda exactitud, como iba a ser la misión del Mesías: “El Hijo del Hombre tiene que padecer mucho, tiene que ser condenado
por los senadores, sumos sacerdotes y letrados, ser ejecutado y resucitar a los
tres días”. Así lo expresa claramente Jesús a sus discípulos, aunque ellos
no lo entendieran, porque no concebían a un Mesías derrotado y humillado
La
primera lectura tomada del libro de Isaías (Is. 50, 5-9a) nos presenta al
Siervo de Yahvé, que a pesar de todas las dificultades confía en que “el Señor
me ayuda”.
Esta lectura está sacada de los poemas del Siervo paciente.
Cuatro en total, el poema que
se lee este día es el tercero. En él el Siervo habla de Sí mismo.
Habla un personaje anónimo: no
se llama "siervo", pero es semejante al personaje del capítulo
precedente; no se llama profeta, pero narra una vocación profética. Es el
hombre de la palabra, que deberá arrastrar las dificultades de su misión,
confiando sólo en el Señor.
El Siervo ha recibido el
encargo de sostener con su palabra a los desalentados. Para ello ha recibido el
don de la palabra Is 49, 2 a diferencia de Moisés que tenía dificultad en el
hablar Ex 4, 10. Pero ha recibido también la capacidad de escuchar la
palabra-revelación de Dios.
Profeta y mediador de salvación
es aquel a quien Dios ha capacitado para escuchar su palabra y no se echa atrás
a pesar de la dificultad que esta actitud comporta. El Siervo no se desanima
porque Dios está presente, lo asiste y le hace justicia.
La existencia del Siervo se
caracteriza por "escuchar" y "anunciar". Puede cumplir la
doble misión porque Dios le ha abierto el oído. Recibe y así puede
dar=comunicar. Esta es la característica del servicio profético en Israel:
ministerio profético-ministerio de la palabra.
El drama del Siervo es interior
y exterior: en lo exterior oprobios y malos tratos, en lo interior la actitud
paciente y constante en medio de las angustias. Sin dudas ni vacilaciones se
mantiene fiel a su compromiso. No sale de su boca una palabra de queja. Ha
superado la concepción religiosa de su tiempo según la cual la desgracia era
signo de castigo. El Siervo está seguro de su actitud al esperar que Dios le
hará justicia. No sabe cómo pero no duda.
Dios modela enteramente a su
profeta o enviado: le da una lengua, le abre el oído. El profeta no opone
resistencia a la llamada de Dios (compárese con Jr. 1, 6; 15, 17; 20, 9); ésta
es su primera justificación. En el desempeño de su misión acepta plenamente el
sufrimiento. Como no resiste a la palabra del Señor tampoco resiste a las
injurias humanas: ésta es su segunda justificación. En medio del sufrimiento
experimenta la ayuda de Dios, que lo hace más fuerte que el dolor.
La actitud del Siervo que sufre
está en la línea de las enseñanzas del sermón del monte: "... A quien te
golpee la mejilla... ofrécele la otra..." Mt 5, 39s.
La no resistencia podía tomarse
como confesión de culpa, que da razón al contrario. El profeta, confiando en el
Señor, acude tranquilo al juicio humano. Dios se encargará de la causa y
probará la inocencia del acusado, su siervo.
El salmo de hoy es el
114 (Sal 114, 1-2. 3-4. 5-6. 8-9)
R.- Caminaré en presencia del señor, en el país de la
vida.
Este salmo de
acción de gracias los judíos lo cantan al finalizar la comida Pascual, después
de recordar la liberación de la esclavitud de Egipto. Este contexto es el telón
de fondo. Los prisioneros liberados, los antiguos deportados, los que han
escapado a un grave peligro... comprenderán mejor. Israel estaba efectivamente
atado en las redes del terrible faraón, sin ninguna libertad, atado con nudos
de la más dura sujeción: sofocado en medio de una civilización de paganismo
idolátrico, el pueblo de Dios se sentía como muerto. Se sentía muy
"pequeño y débil" frente al formidable poder del estado opresor.
Israel "gritó". Y Dios escuchó su clamor, nos dice la Biblia (Éxodo
2,23-24). Dios liberó a Israel, y lo hizo entrar en la "tierra del
reposo", "la tierra de los vivos"... Esta tierra de Canaán en
que se vive a gusto, la tierra misma de Dios, en donde está su Casa y su
Ciudad, la tierra en que uno puede vivir "en presencia del Señor".
Observemos hasta qué punto este poema está impregnado del acontecimiento
Pascual.
El salmo 114 es una llamada a la
esperanza y a confiar en Dios, teniéndolo siempre presente en nuestra vida.
Vivir conscientes de la presencia del Señor ha sido una constante en la vida de
muchos santos. Y ese “país de la vida” es una hermosa expresión que no
significa otra cosa que una existencia densa y llena de sentido, porque sabemos
que Dios la ha querido y la ama.
Este salmo se
rezó un Jueves Santo de camino hacia Getsemaní. Había acabado la cena; el grupo
era pequeño, y el último himno de acción de gracias, el Hal-lel, quedaba por
recitar; y lo hicieron al cruzar el valle hacia un huerto de antiguos olivos,
donde unos descansaron, otros durmieron, y una frágil figura de bruces bajo la
luz de la luna rezaba a su Padre para librarse de la muerte. Sus palabras eran
eco de uno de los salmos del Hal-lel que acababa de recitar. Salmo que, en su
recitación anual tras la cena de pascua, y especialmente en este último rito
frente a la muerte, quedó como expresión final del acatamiento de la voluntad
del Padre por parte de Aquel cuyo único propósito al venir a la tierra era
cumplir esa divina voluntad.
«Me envolvían
redes de muerte, me alcanzaron los lazos del Abismo, caí en tristeza y
angustia. Invoqué el nombre del Señor: `¡Señor, salva mi vida!'»
Me acerco a este
salmo con profunda reverencia, sabiendo como sé que labios más puros que los
míos lo rezaron en presencia de la muerte.
Los cristianos
también tenemos derecho a rezar este salmo, porque también , en la miseria de
nuestra existencia terrena, experimentamos la amargura de la vida y el terror
de la muerte. El sello de la muerte nos marca desde el instante de nuestro
nacimiento, no sólo en la condición mortal de nuestro cuerpo, sino en la
angustia vivencial de nuestra existencia. Sé que caminamos hacia la muerte, y
la sombra de ese último día se cierne sobre todos los demás días de nuestra
vida. Y cuando ese último día se acerca, todo nuestro ser se rebela y protesta
y clama para que se retrase la hora inevitable.
También
sabemos que Dios que nos hizo nacer por amor nos aguarda con el mismo amor
misericordioso al otro lado de la muerte. Sabemos que la vida continúa, que
nuestra verdadera existencia comienza sólo cuando se declara la eternidad;
aceptamos el hecho de que, si somos mortales , también somos eternos y hemos de
tener vida por siempre en la gloria final de las moradas eternas.
Creemos en la
vida después de la muerte, y nos alienta el pensar que las palabras del salmo
que hoy nos reconfortan consolaron antes al Hijo de Dios, en la noche desolada
de un jueves, Ël las dijo también antes de que amaneciera su último día sobre
la tierra:
«Caminaré en
presencia del Señor en el país de la vida».
Hoy la segunda lectura tomada de la carta de
Santiago (Sant. 2, 14-18) trata de mostrar la íntima y necesaria vinculación
entre la fe autentica y las obras.
La carta de Santiago sigue el
estilo propio de la literatura sapiencial del A. T. El contexto judeo-cristiano
es claro. Es una colección de dichos, exhortaciones y normas morales. Se
caracteriza no por la reflexión teológica, sino por las indicaciones explícitas
hacia la vida concreta. El diálogo polémico es una ficción literaria. No es
posible establecer quién sea el adversario con quien polemiza. En la carta no
hay indicaciones concretas. En la lectura de hoy se desarrolla el tema
Fe-Obras. Algunos han querido oponer esta doctrina a la de Pablo en Romanos y
Gálatas.
El autor de esta carta no hace
otra cosa que recordar las palabras de Jesús: "No todo el que dice ¡Señor,
Señor!, entrará en el reino de los cielos, sino el que hace la voluntad de mi
Padre".
La fe que Santiago rechaza es
totalmente distinta de la fe a la que Pablo atribuye la justificación. Pablo
conoce la fe que opera por medio de la caridad. Es posible que en este texto se
polemice contra un paulinismo mal entendido que quería renunciar a hacer la fe
operante en la vida. Contra esta actitud se propone una fe que actúa en la
vida.
Parece ser que entre los
posibles lectores había quienes se gloriaban mucho de su ortodoxia y
descuidaban, en cambio, la buena conducta.
El modo cómo esta concreción se
realiza depende del mensaje de la carta de Santiago. Una fe viva y dinámica
significa una vida tan radical y profundamente solidaria con los otros como lo
fue la de Cristo que es el sujeto de nuestra fe. Es un mensaje que nos toca de
cerca. El tema es hoy tan actual como en los tiempos de Santiago. También hoy
se da la fe sin obras o la fe que no se encarna en la vida.
Una fe simplemente intelectual,
que no es capaz de cambiar la vida, que no es compromiso y entrega a los
hombres, es una fe muerta que no salva ni da vida. Decir palabras bonitas y
vacías a quien tiene necesidad de ayuda es lo mismo que la fe sin obras.
La
fe es un principio de vida. Cuando carece de obras no da señales de vida; es
una fe muerta. La fe no es simple adhesión teórica a unas verdades prácticas.
El que sólo cree con la cabeza, no cree. Las obras son las únicas señales que
acreditan la autenticad de la fe delante de los hombres. Los cristianos no
podemos permanecer pasivos ante la llegada a nuestros países más ricos de
oleadas de personas humanas huyendo del horror de la guerra. Como alguien ha
dicho hay que pasar de la compasión a la acción. En Alemania hay familias que
acogen en sus casas a estas personas. Esta es la fe auténtica que se demuestra
con las obras.
El
texto del evangelio de Marcos (Mc. 8, 27-35) se sitúa en la zona más septentrional judía, donde el
río Jordán comienza su andadura. El suceso se sitúa en Cesarea de Filipo,
región pagana en el antiguo territorio de Palestina, como una previsión de que
la misión de Pedro y los apóstoles no se quedará limitada a su propio país.
Deben estar dispuestos a alcanzar las regiones paganas y seguir al Maestro
donde quiera llevarles.
Vemos a Jesús que recorre las
regiones norteñas de Palestina. Aquellas caminatas eran ocasión propicia para
estar solos y hablar de las enseñanzas que el Maestro quería transmitir a sus
discípulos. Eran instantes de intimidad en los que Jesús abría los tesoros de
su corazón.
San Marcos centra su atención en Jesús, abordando
el interrogante que con anterioridad había aparecido en al menos cinco
ocasiones. La pregunta sobre quién es Jesús se la han formulado a sí mismos
absolutamente todos los que le rodean: la gente, los responsables doctrinales,
los discípulos, los paisanos de Jesús, Herodes Antipas.
El texto presenta la famosa “confesión de San Pedro” y la
respuesta de Jesús a tal confesión de fe.
A menudo les hace unas
preguntas intencionadas que despiertan la curiosidad de aquellos hombres
sencillos. Jesús comienza con una pregunta impersonal ¿Quién dice la gente que soy yo?”.
A esto responden los discípulos: “Unos
dicen que Juan el Bautista, otros que Elías, Jeremías o uno de los profetas.”
Lo evidente es que la gente percibe a Jesús como un hombre santo, en línea con
los profetas.
En el texto de hoy es el propio Jesús quien traslada la
pregunta a sus discípulos. Es una forma de resaltar la importancia del texto de
hoy.
La pregunta de Jesús no quiere quedarse en una simple
información- Se dirige directamente sus
discípulos: “Y vosotros ¿Quién decís que
soy yo?”. "Tú eres el Cristo, el Hijo de Dios vivo.” Así respondió
Pedro, hablando por sí mismo y por los demás apóstoles. Es una profesión de fe
de más alcance que la expresada por la gente. Jesús no es un mero profeta; es
mucho más. Es el Mesías largamente esperado. ¿En qué clase de Mesías creían los
discípulos? . En un principio creían en un Mesías triunfante y arrollador, que
instauraría un reino de Dios en el que ellos serían los primeros. Y cuando
Jesús les dice que no va a ser así, sino que el Mesías tendría que padecer
mucho, ser condenado por los ancianos, sumos sacerdotes y escribas, ser
ejecutado y resucitar a los tres días, Pedro le increpa seriamente y trata de
corregirle. Jesús responde a Pedro airadamente y le increpa: “¡Quítate de mí vista, Satanás! ¡Tú piensas
como los hombres, no como Dios”! ¡“El que quiera venirse conmigo, que se niegue
a sí mismo, que cargue con su cruz y me siga”!
Vemos como la respuesta de
Pedro en nombre del grupo va seguida de un tajante mandato de Jesús instando a
sus discípulos a guardar silencio. El mandato de guardar silencio que el
domingo pasado recaía sobre la curación del sordomudo, recae hoy sobre la
confesión de Pedro. La actividad curativa de Jesús y la personalidad de Jesús
las recubre Marcos con el mismo velo de silencio. En cualquier caso, del más
sorprendente. Mandatos de silencio hasta ahora constatados acerca de la persona
de Jesús: Mc. 1, 25 y 3, 12; acerca de las curaciones: Mc. 1, 44; 5, 43; 7, 36;
8, 26.
El mandato de silencio viene
seguido en esta ocasión por unas palabras de Jesús sobre su camino futuro.
Marcos subraya que se trata de una revelación a las claras, de un hablar
abiertamente, sin esconder ni velar nada. Cuatro verbos resumen ese futuro
camino: padecer, ser condenado, ser ejecutado, volver a la vida.
La expresión padecer mucho no
se refiere a un momento concreto, sino que recoge el conjunto de tribulaciones
causadas a Jesús a lo largo de su existencia terrena. Pedro cuestiona la revelación
de Jesús. La reprensión siguiente de Jesús viene a sumarse a las cuatro
ocasiones anteriores en que Marcos ha presentado a Jesús reprendiendo a sus
discípulos por su falta de compren- sión. Mc. 4, 40; 6, 52; 7, 18 y 8, 17-21.
Se trata de otro rasgo peculiar del quehacer teológico de Marcos.
El texto concluye con una
solemnidad especial en razón de la ampliación del auditorio. Se anuncia el
comienzo de una andadura difícil y se formulan dos condiciones para
emprenderla: negación de sí mismo y disposición a cargar con la cruz.
Para
nuestra vida.
En
la primera lectura se nos presenta la experiencia de frustración del pueblo judío.
El pueblo
exiliado en Babilonia no cree ya en su liberación; piensa que Dios le ha
abandonado como el esposo que repudia a su mujer o como un mal padre que vende
a su hijo como esclavo. Pero lo que ha ocurrido es muy distinto: han sido los
hijos de Israel los que han abandonado a Yahvé; por lo cual han caído bajo el
poder de Babilonia y padecen ahora el exilio y la esclavitud.
Por segunda vez nos hallamos
este año con el tercer cántico del Siervo (cf. miércoles santo). Los rasgos más
característicos del anónimo personaje que pronuncia este cántico son: vocación
en vistas a la palabra, los sufrimientos que acompañan la misión y la confianza
en el apoyo del Señor.
Se nos presenta a Dios forjando
interiormente la personalidad de su enviado: "El Señor me abrió el
oído", expresión sapiencial que caracteriza la actitud abierta y obediente
del discípulo.
Al desarrollar su misión, el personaje
acepta el sufrimiento. Con la misma actitud de no rebelarse a la acción de
Dios, tampoco se resiste a las injurias de sus contemporáneos. De este modo la
obediencia y la aceptación de su destino resultan perfectas.
En medio del sufrimiento
experimenta la ayuda del Señor, quien le fortalece para resistir el dolor.
La sumisión ante el sufrimiento
podría hacer pensar en la aceptación de la culpabilidad del personaje. Éste, no
obstante, afronta la dureza del juicio humano porque se sabe en manos de un abogado
infalible: Dios en persona. Del mismo modo, san Juan nos presentará a Jesús
afrontando su destino con fortaleza y serenidad, pues sabe que un Abogado, el
Espíritu, probará su justicia (cf. Jn 16,4?11).
El
Siervo de Yahvé, que ha recibido buenos oídos para escuchar la palabra de Dios
no ha dejado de predicar la salvación de este pueblo cerril. En este ambiente
hostil, la fidelidad del Siervo de Yahvé y el valor con que cumple su misión
despierta el enojo y la violencia de sus propios paisanos. Pero él lo aguanta
todo, hasta los golpes y las acciones más débiles con que el populacho se
ensaña contra su persona. El Siervo de Yahvé no se vuelve atrás ni cejará en su
empeño. Contra todos los ataques tiene el mejor defensor; contra todas las
falsas acusaciones, el mejor abogado. El Siervo de Yahvé confía salir
victorioso de todos sus enemigos, porque Dios está con él. "Mi Señor me ayudaba, por eso no quedaba
confundido, por eso ofrecí el rostro como pedernal, y sé que no quedaré
avergonzado" (Is 50, 7). La fuerza de Dios. Ahí está el secreto de ese
vigor extraordinario, de ese cambio imprevisto.
Como
el profeta Isaías, también los cristianos debemos saber sufrir las adversidades
de esta vida con valentía y esperanza cristiana: el Señor nos ayudará. A Cristo
los cristianos le identificamos muchas veces con el siervo de Yahvé del Antiguo
Testamento: el que no se echó atrás ante el sufrimiento, sino que precisamente
el sufrimiento le ayudó a fortalecer más su fe en Dios. Muchos cristianos son
perseguidos hoy día por seguir a Jesucristo y dan su vida por él. Nosotros, que
nos venimos abajo ante la primera dificultad, tenemos en el Siervo de Yahvé,
que representa a Cristo ultrajado y condenado a muerte, el mejor ejemplo para
seguir adelante apoyados en nuestro “defensor”.
¡Dichosos nosotros si sabemos aceptar
el sufrimiento con la misma actitud y confianza del siervo de Yahvé! Cristo así
lo hizo y nosotros, si queremos de verdad seguir a Cristo, así deberemos
hacerlo.
El
Salmo responsorial (114) narra la experiencia de liberación del salmista quien,
tras sentir la muerte muy próxima, es escuchado por Dios que le retorna a la
vida.
Este es un salmo de
consuelo y aliento. La frase que se canta como respuesta: Caminaré en
presencia del Señor, podría ser un hermoso lema para cada día. No es lo
mismo vivir ignorando a Dios, inmersos en las preocupaciones de la vida
cotidiana, que ser consciente de que cada paso que damos, cada segundo de
nuestra vida que se desliza, transcurre ante la mirada de Alguien que nos
contempla con amor.
El salmo relata una
serie de circunstancias adversas. Ya sea por acontecimientos externos, o porque
dentro de nosotros mismos descubrimos abismos tenebrosos, ¿quién no se ha
sentido atrapado, angustiado, caído y envuelto “en redes de muerte”?
El salmo nos
recuerda como es en los momentos adversos de la vida cuando podemos rebelarnos
contra Dios o bien pedir su auxilio. El salmo dice que “el Señor guarda a los
sencillos”. Ante las dificultades de la vida, la persona orgullosa puede optar
por afrontarlas sola, o bien por renegar de un Dios que permite tanto mal. Pero
el sencillo de corazón, el que se siente pequeño y necesitado, pide ayuda. ¡Esa
será su salvación! Porque Dios nunca ignora una súplica sincera. ¿Cómo podemos
pensar que los males que azotan el mundo son voluntad suya? Es su ausencia la
que causa dolor y desgracia en el mundo. Allí donde Dios es rechazado, cunde el
dolor y la barbarie.
En
la segunda lectura, se nos expone la relación entre fe y obras. Entre los lectores de la carta
había cristianos que se contentaban con una fe teórica, que confesaban la fe
con la boca, pero no actuaban de acuerdo con ella en la vida práctica (cf. 1,
22). A éstos les indica el autor con toda fuerza que la fe manifiesta su
efectividad en las obras de cada día. Esta exposición es a la vez una exigencia
que se subraya expresamente, se fundamenta y se defiende contra cualquier falsa
concepción. Con todo esto, el autor es portador de la enseñanza de Jesús en Mt
7, 21-27. La "redención" no consiste en la primera justificación del
hombre, en el paso del pecado a la gracia, sino en la consecución de la
"salud", de la vida eterna por medio precisamente del hombre
justificado. Se trata, pues, de aprender aquí que la adhesión al mensaje de
Jesús (esto es, la fe) exige la colaboración efectiva con Dios en su designio
de solucionar los problemas del hombre.
Esta colaboración no se hace
cumpliendo las obras de la ley, sino amando al prójimo como "hermano"
El ejemplo que pone el apóstol Santiago es muy clarificador: si un
pobre que necesita de verdad mi ayuda me pide que le ayude, la única respuesta
verdaderamente cristiana es ayudarle. Cuando Pablo les decía a los primeros
cristianos que lo que les salvaba era la fe en Cristo y no las obras, se
refería, casi siempre, a las obras de la ley judía. Después de la vida, pasión
y resurrección de Cristo, lo que les salvaba, también a los judíos, no eran ya
las obras de la ley mosaica, sino la fe en Cristo. Pero la fe en Cristo supone
siempre el seguimiento de Cristo y Cristo fue siempre una persona
misericordiosa y que predicó las obras de misericordia. Así lo hizo él y así
quiere que lo hagamos sus seguidores.
El
evangelio de hoy nos presenta a Jesús que quiere saber hasta qué punto la fe de
su discípulos va más allá de la opinión que tiene la gente de su persona. De ahí que la primera pregunta
prepare la segunda y decisiva. De la pregunta que hace Jesús a sus discípulos
se desprende que el pueblo andaba dividido en múltiples opiniones respecto a su
persona. Después de unos siglos de opresión y dominación extranjera, el pueblo
de Israel había puesto todas sus esperanzas en el Mesías anunciado por los
profetas. Se explica que la expectación fuera grande y que la gran mayoría
esperara a un Mesías que librara a Israel de la dominación extranjera. Nadie,
al parecer, pensaba en un Salvador que librara a todos los hombres de la
esclavitud del pecado y de la muerte, aunque sí se esperaba la destrucción de
los pecados por la ira de Dios. Mucho menos se esperaba que el Mesías cumpliera
su misión padeciendo y muriendo en una cruz. Es comprensible, pues, que las
gentes no reconocieran a Jesús como Mesías, ya que su doctrina y su
comportamiento no encajaba con sus prejuicios nacionalistas. Pedro, al confesar
decididamente que Jesús es el Mesías, se eleva por encima de la opinión general
de la gente; pero su fe es todavía imperfecta: sólo después de la experiencia
pascual creerá que Jesús es el Hijo de Dios. Cuando el evangelista Mateo, en el
lugar paralelo a este de Marcos, pone en labios de Pedro la confesión de que
Jesús es el Hijo de Dios (Mt 16, 16), realiza una anticipación literaria. Sólo
teniendo en cuenta la imperfección de la fe de Pedro en este momento, se
entiende que, acto seguido, trate de disuadir a Jesús de que cumpla su misión muriendo
en la cruz.
Aunque Jesús acepta la
confesión de Pedro, prohíbe a sus discípulos que vayan diciendo por ahí que él
es el Mesías. Con ello quiere evitar el peligro de un malentendido, muy
probable en un pueblo que se había formado una idea tan distinta del Mesías a
como era Jesús.
A partir de este momento, Jesús
quiere hablar sin rodeos de lo que le espera y de qué manera ha de entrar en su
gloria padeciendo antes la afrenta de la cruz. Esto, que había sido anunciado
por Isaías en los cantos del Siervo de Yavé, era, sin embargo, lo que no podían
entender los discípulos en aquella ocasión.
Pedro, y de seguro también sus
compañeros, piensan de Jesús "como los hombres". Peor aún; Pedro se
comporta aquí lo mismo que Satanás en las tentaciones de Jesús en el desierto.
Por eso Jesús lo rechaza de la misma manera (cfr. Mt 4, 10).
Pero ni Pedro ni nadie puede
detener a Jesús en su camino y en el cumplimiento de su misión. Todo lo
contrario, Jesús está dispuesto a exigir a sus discípulos que lo sigan. Porque
sólo aquel que carga con la cruz y se niega a sí mismo, puede ser su discípulo.
"Cargar con la cruz" no era para los oyentes una expresión simbólica.
Los romanos obligaban al reo a llevar sobre los hombros su propia cruz, y más
de uno de los oyentes habría visto con sus ojos a alguno de estos desgraciados
caminar fatigosamente para ser crucificado. Cargar con la cruz significa
renunciar voluntariamente a los instintos de conservar la vida, los honores y
las riquezas cuando todo esto no es posible sin quebrantar la voluntad de Dios.
Pero la cruz, que es la más alta expresión del sacrificio, no tiene que ver
nada con el masoquismo: el cristiano no se sacrifica por amor al dolor, sino
por amor a Cristo y a los hombres y por hacer la voluntad de Dios.
La entrega de la propia vida,
cuando esto es una exigencia del evangelio (y lo es al menos cuando a uno le
llega la muerte), es el único modo de entrar en la vida eterna (Mt 16, 24-25;
Lc 9, 23-25).
A
nosotros cristianos del siglo XXI evangelio nos presenta una pregunta clara y
directa. ¿En quién creemos?. La misma pregunta que hace Jesús a lis discípulos,
nos la hace Jesús a cada uno de nosotros: ¿Y tú, quién dices que soy yo? No se
trata de contestar con palabras bonitas aprendidas del catecismo, se trata de
responder con la vida. ¿En tu comportamiento en el trabajo, en casa, en la vida
pública, tienes presente lo que Jesús espera de ti? ¿Estás dispuesto a seguir a
Jesús? Si tienes este propósito, no te equivocarás, pues aunque aparentemente
pierdas tu vida, encontrarás la vida de verdad, la que Él te ofrece. Entonces
podrás experimentar la grata seguridad de que "El Señor te ayuda",
como Isaías , teniendo la seguridad de que
" escucha mi voz suplicante; porque inclina su oído
hacia mí, el día que lo invoco ", como nos dice el autor del
Salmo 114.
La
experiencia equivocada del Mesías la tuvieron los discípulos y también
nosotros, en muchas ocasiones, tendemos a pensar como Pedro: que Cristo está
ahí para resolvernos los posibles problemas que tengamos, sea la salud, o el
trabajo, o la familia…etc. Esto es algo bastante normal entre nosotros, pero
debemos pensar en la respuesta que Cristo dio a Pedro: “él quiera venirse
conmigo, que se niegue a sí mismo, que cargue con su cruz y que me siga”. Esto
no quiere decir que Cristo no sepa premiar las obras buenas de los que le
siguen y que sólo prometa cruz y dolor. La religión cristiana no puede ni debe
ser una religión victimista; también Cristo ha prometido a los que le siguen
obtener en esta vida cien veces más y, después, la vida eterna. Debemos saber
que, como Cristo, también nosotros tendremos en esta vida nuestra propia
pasión, pero no debemos dudar que el final será siempre la resurrección
gloriosa.
Muchos de
nosotros, tras transcurrir más de dos mil años, tampoco entendemos bien ese
sufrimiento del Maestro, aunque lo admitamos y nos conmueva cada vez que lo
evoquemos. Pero, claro, estamos donde estaba Pedro y nos seguimos preguntado:
¿hubiera sido posible la Redención de otra manera? Es probable que, como en el
mismo caso de Pedro, la respuesta de Jesús a nosotros sería tan dura como la
que recibió el. Y, naturalmente, motivada por lo mismo: pensamos como hombres,
no como Dios. Y el intento humano de que Dios piense como nosotros es una
constante permanente. De hecho, el deseo de construirnos un Dios a la medida
permanece, a pesar de que Dios aprovecha cualquier circunstancia para decirnos
lo contrario.
Rafael Pla Calatayud
rafael@betaniajerusalen.com
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