Comentario a las lecturas Domingo XXIX del Tiempo Ordinario 16 de
octubre de 2016
El domingo pasado Jesús nos recordaba que
tenemos que dar gracias en nuestra oración por los dones que Dios nos regala,
hoy nos recuerda que también es bueno pedir.
¿Sabemos pedir lo que nos conviene?
Ocurre que frecuentemente no sabemos
pedir y nos decepcionamos si Dios no nos concede lo que pedimos.
Vamos a profundizar en las lecturas de
hoy.
La primera
lectura del Libro del Exodo ( Ex 17,8- ). La lectura de hoy recoge un episodio de
guerra.
Amalec es el jefe de la tribu de nómadas
que habita en el norte del Sinaí. Es
enemigo tradicional de Israel, pueblo vagabundo del desierto que se dedicaban a
la rapiña. Descendía de la rama de Esaú (Gén. 36,12)
y se movía por la región del Sinaí atacando a los habitantes del sur de
Palestina. Son hombres avezados a la lucha y están ansiosos de arrebatar
a los israelitas sus ganados, sus bienes todos, el botín que traen de Egipto...
Ataques por sorpresa, ataques que se ven venir, ataques de gente armada hasta
los dientes.
Ante el peligro se organiza el combate.
Moisés se siente cansado, sin fuerza para ponerse al frente del ejército. Pero
él sabe que su debilidad no es óbice para que la batalla se gane, él está
persuadido de que el primera guerrero es Yahvé, que al fin y al cabo es Dios
quien da la victoria. Convencido de ello, llama a Josué y le expone su plan de
ataque. Escoge unos cuantos hombres, haz una salida y ataca a Amalec...
Josué hará de general y Moisés observará la batalla desde lo alto del monte. Tal vez la lucha tuvo lugar en algún oasis del desierto, el narrador no está interesado en la descripción del combate, sino en presentarnos a Moisés. El éxito o fracaso de la lid dependen de él: la victoria o la derrota guardan relación directa con el gesto de tener levantados o no los brazos. El texto nos muestra como Moisés no rezaba solo. Le acompañaban Aarón y Jur, quienes sujetaban los brazos del profeta para que pudiera continuar con su plegaria.
El texto parece atribuir una fuerza
mágica a las manos alzadas de Moisés. Sin embargo, no son las manos de Moisés
la causa de la victoria, como no lo son tampoco los carros y los muslos de los
guerreros de Josué. La convicción de que sus triunfos no se debían a sus
propias fuerzas, sino a la ayuda y al poder del Señor, estaba profundamente
arraigada en Israel
El responsorial es el salmo 120 (Sal 120,1-8) , salmo incluido entre
los que se llamaban de las “subidas”. Es decir de la llegada de los peregrinos
a Jerusalén que, como se sabe, está en lo alto.
Presentamos un
comentario del Papa emerito
Benedicto XVI: «El
Señor te guarda de todo mal». Comentario al Salmo 120, «El guardián del pueblo»
1. Como ya había anunciado el miércoles
pasado, he decidido retomar en las catequesis el comentario a los salmos y
cánticos que forman parte de las Vísperas, utilizando los textos preparados por
mi predecesor, Juan Pablo II.
El
Salmo 120 que hoy meditamos, forma parte de la colección de «cánticos de las
ascensiones», es decir, de la peregrinación hacia el encuentro con el Señor en
el templo de Sión. Es un Salmo de confianza, pues en él resuena en seis
ocasiones el verbo hebreo «shamar», «custodiar»,
«proteger». Dios, cuyo nombre se evoca repetidamente, aparece como el
«guardián» siempre despierto, atento y lleno de atenciones, el centinela que
vela por su pueblo para defenderlo de todo riesgo y peligro. El canto comienza
con una mirada del orante dirigida hacia lo alto, «a los montes», es decir, las
colinas sobre las que se alza Jerusalén: desde allí arriba viene la ayuda, pues
allí vive el Señor en su templo santo (Cf. versículos 1-2). Ahora bien, los
«montes» pueden hacer referencia también a los lugares en los que surgen los
santuarios idólatras, las así llamadas «alturas», condenadas con frecuencia por
el Antiguo Testamento (Cf. 1 Reyes 3,2; 2 Reyes 18,4). En este caso, se daría
un contraste: mientras el peregrino avanza hacia Sión, sus ojos se fijan en los
templos paganos, que constituyen una gran tentación. Pero su fe es firme y
tiene una certeza: «El auxilio me viene del Señor, que hizo el cielo y la
tierra» (Salmo 120, 2).
2.
Esta confianza es ilustrada en el Salmo con la imagen del guardián y del
centinela que, vigilan y protegen. Se alude también al pie que no resbala (Cf.
versículo 3) en el camino de la vida y quizá al pastor que en la pausa nocturna
vela por su grey sin dormirse (cfr v. 4). El pastor
divino no descansa en el cuidado de su pueblo.
Aparece después otro símbolo, el de la
«sombra», que implica la reanudación del viaje durante el día soleado (Cf.
versículo 5). Viene a la mente la histórica marcha en el desierto del Sinaí,
donde el Señor camina al frente de Israel «de día en columna de nube para
guiarlos por el camino» (Éxodo 13, 21). En el Salterio con frecuencia se reza
de este modo: «a la sombra de tus alas escóndeme...» (Salmo 16, 8; Cf. Salmo
90, 1).
3.
Tras la vigilia y la sombra, aparece un tercer símbolo, el del Señor que «está
a la derecha» de su fiel (Cf. Salmo 120,5). Es la posición del defensor, tanto
militar como en un proceso: es la certeza de no quedar abandonados en el
momento de la prueba, del asalto del mal, de la persecución. Al llegar a este
punto, el salmista retoma la idea del viaje durante el día caliente en el que
Dios nos protege del sol incandescente.
Pero al día le sigue la noche. En la
antigüedad se creía que los rayos lunares también eran nocivos, causa de fiebre
o de ceguera, o incluso de locura. Por este motivo, el Señor nos protege
también en la noche (Cf. versículo 6).
El
Salmo llega al final con una declaración sintética de confianza: Dios nos
custodiará con amor en todo instante, guardando nuestra vida humana de todo mal
(Cf. versículo 7). Cada una de nuestras actividades, resumida con los verbos
extremos de «entrar» y «salir», se encuentra bajo la mirada vigilante del
Señor, cada uno de nuestros actos y todo nuestro tiempo, «ahora y por siempre»
(versículo 8).
4.
Queremos comentar ahora esta última declaración de confianza con un testimonio
espiritual de la antigua tradición cristiana. De hecho, en el «Epistolario» de Barsanufio de Gaza (fallecido hacia la mitad del siglo VI),
asceta de gran fama, al que se dirigían monjes, eclesiásticos y laicos por la
sabiduría de su discernimiento, se recuerda en varias ocasiones el versículo
del Salmo: «El Señor te guarda de todo mal, él guarda tu alma». De este modo,
quería consolar a quienes compartían con él sus propias fatigas, las pruebas de
la vida, los peligros, las desgracias.
En
una ocasión Barsanufio respondió a un monje que le
pedía rezar por él y por sus compañeros incluyendo en su augurio este
versículo: «Hijos míos amados, os abrazo en el Señor, suplicándole que os
guarde de todo mal y que os dé la fuerza para soportar como a Job, la gracia
como a José, la mansedumbre como a Moisés, el valor en los combates como a
Josué, el hijo de Nun, el dominio de los pensamientos
como a los jueces, el sometimiento de los enemigos como a los reyes David y
Salomón, la fertilidad de la tierra como a los israelitas… Que os conceda la
remisión de vuestros pecados con la curación del cuerpo como al paralítico. Que
os salve de las olas como a Pedro, que os saque de la tribulación como a Pablo
y a los demás apóstoles. Que os guarde de todo mal, como a sus verdaderos hijos
y os conceda lo que le pide vuestro corazón para el bien del alma y del cuerpo
en su nombre. Amén» (Barsanufio y Juan de Gaza,« Epistolario», 194: «Collana di Testi Patristici», XCIII, Roma
1991, pp. 235-236).” [Benedicto XVI,
Plaza de San Pedro del Vaticano dedicada a comentar el Salmo 120, miércoles, 4
mayo 2005]
La segunda
lectura es de la Segunda Timoteo ( 2 Tim 3,14–4,2) . En este fragmento San Pablo
aconseja a Timoteo que insista siempre en la oración y en la enseñanza de la
Palabra. San Pablo da juiciosos e importantes consejos a su discípulo, a quien
impuso las manos. Se trata de que respete la tradición oral recibida de sus
maestros. Porque la Escritura sola no es la guía del cristiano, sino la
Escritura leída por la Iglesia. Por otra parte, él ha frecuentado los textos
sagrados, que están inspirados. La enseñanza de un apóstol se apoya ante todo
en la Escritura.
A partir de ahí ha de dedicarse Timoteo a
la proclamación de la Palabra. Es urgente hacerlo; san Pablo insiste. Conjura a
Timoteo por la parusía misma, a que intervenga y que lo haga a tiempo y a
destiempo, denunciando el mal, reprochando, exhortando, pero con paciencia y
con pedagogía.
Los versículos de hoy, son los más
explícitos del N.T. en torno al alcance y al valor de las Escrituras. Pablo
empieza recordando a Timoteo que toda su educación se ha desarrollado a la
manera judía, a partir de las santas letras (v.15): su formación no se apoya
sobre teorías o fórmulas mágicas como las que montan los herejes, sino que se
apoya sobre documentos, sobre "escrituras".
Por otra parte, esas Escrituras encierran
una eficacia por sí mismas: no sólo proporcionan un conocimiento filosófico o
cósmico, sino una "sabiduría" que no es otra que la "fe".
Es, pues, normal que quienes hacen profesión de instruir a los demás se apoyen
sobre las Escrituras en sus tareas docentes (v.16), ya se trate de la didascalia, de la apologética o de la ética.
El hombre de Dios (v.17) que explicita
las múltiples virtualidades de las Escrituras y cuenta con su eficacia es un
"hombre completo", realmente equipado para su ministerio. Pablo
subraya de paso que las Escrituras están inspiradas (v.16): sus palabras tienen
un valor que las distingue de las palabras humanas, puesto que están formuladas
con el poder del Espíritu que ha dirigido a los profetas. Las Escrituras son
útiles al predicador y es importante que se impregne de ellas.
El evangelio de hoy es de San Lucas ( Lc 18,1-8 ) nos
presenta la narración de la parábola del juez inicuo. Los evangelios de hoy y del próximo
domingo nos presentan cada uno una parábola relacionada con la plegaria: hoy la
del juez inicuo y la viuda y el próximo domingo la del fariseo y el publicano.
La finalidad principal de la parábola que hoy leemos es la enseñanza sobre cómo
debe ser la verdadera oración: perseverante y humilde; la misma introducción a
la parábola nos da ya esta orientación: "para explicar a los discípulos
cómo tenían que orar siempre sin desanimarse".
La viuda insistente pudo ser un personaje concreto que existía en
esos años y el juez inicuo también. Y, también, la admirable historia de la
perseverancia de esa mujer pudo ser un hecho cierto y conocido. Una de las
características de la parábola oriental es tomar como punto de partida algo
conocido, ocurrido en esos años.
El protagonista de la parábola es una
viuda que acude a un juez para que le haga justicia, seguramente, en cuestiones
monetarias o de herencia, contra un adversario mucho más rico, poderoso e
influyente que ella, ante el cual no tiene otra arma más que su constancia y
tesonería. En el mundo bíblico la viuda equivale a la mujer casada que perdió
no sólo al esposo sino también y especialmente el soporte financiero de algún miembro
masculino de su familia y necesita, por tanto, protección legal. El acento
recae, por tanto, en lo que nosotros llamaríamos secuelas de la viudez. Su
condición era considerada incluso como un oprobio. La viuda era la imagen más
viva del dolor y de las lágrimas. El juez, finalmente, cede. Lo hace a causa de
las molestias que le provocan las continuas quejas de la mujer. Quiere que le
deje en paz de una vez.
Si la parábola está centrada sobre todo
en la actitud de la viuda, la aplicación que Jesús hace de ella se fija en el
juez ("Fijaos en lo que dice el juez injusto"). Los oyentes de Jesús
deben dar un salto y trasladar la conclusión del juez a Dios: si este juez
injusto, movido puramente por un motivo egoísta, es capaz de escuchar, ¿habrá
alguien capaz de imaginar que Dios no escucha siempre a todos y especialmente a
sus elegidos, a los pobres y necesitados? De este modo pasamos de las
cualidades que debe tener la oración, tema de la parábola en sí misma, a la
seguridad y confianza de que esta oración siempre será escuchada, tema
principal de la aplicación puesta en labios de Jesús, en la que el juez es
presentado como figura contrastante con el modo de actuar de Dios.
El versículo 8b ("Pero cuando venga
el Hijo del Hombre...") parece que originariamente no pertenecía a la
parábola, sino que enlaza mucho mejor con las palabras de Jesús sobre la
segunda venida del Hijo del Hombre en 17, 20-37. Los discípulos de Jesús,
¿serán capaces de mantener la fidelidad a su Señor durante todo este tiempo en
que esperan su retorno, tiempo a veces de dudas y oscuridades? Esto debe
preocuparles mucho más que el querer saber si su oración es escuchada por Dios,
sobre lo cual no deben tener ninguna duda.
Para
nuestra vida.
La
primera lectura nos presenta la oración comunitaria de Moisés. No estamos solos
en la oración. Nos
acompañan siempre los hermanos. Y hemos de tener en cuenta que hemos de rezar
siempre. Dios espera nuestra oración, aunque no la necesite.
Ante la figura de Moisés con los brazos
en alto mientras que a sus pies transcurre la batalla nos surge una pregunta
es: ¿Dios necesita de una actitud visible en la oración para aceptarla, para
hacer caso? Cada vez que Moisés bajaba los brazos, en la lucha ganaba Amalec y perdía Josué. Moisés, claro, perdía la actitud
orante física por el cansancio y no aguantaba tener los brazos elevados. Y de
ahí que le sentaran sobre una piedra mientras Aarón y Juur
le sujetaban las manos. ¿Necesitaba Dios esa postura? No, claro que no. Quien
la necesitaba eran los combatientes que se esforzaban al máximo al saber que
Dios les ayudaba gracias a la oración permanente de Moisés. ¿Y Dios que hacía?
Bueno, habrá que pensar que esa victoria de Moisés y de su pueblo estuvo
presente en la mente de Dios desde siempre. Pero es obvio que la figura de
Moisés con los brazos apuntalados por sus compañeros es un excelente símbolo de
la oración constante y continuada, llevada a cabo sin desfallecer. Y Dios, lo
sabemos, gusta de esa continua cercanía a Él de sus criaturas, porque ellas le
han dado muchas veces la espalda a lo largo de la historia. Dios no quiere que
sus hijos se apartemos de él, no quiere “el silencio del hombre”, la falta de
actitud orante de su criatura.
En
el salmo se nos recuerda la actitud de levantar los ojos a los montes, que es mirar al Templo. Para nosotros, hoy, es un canto de
alabanza al Señor que siempre guarda nuestros caminos y nuestros trabajos, dada
su continua generosidad para con sus criaturas.
El salmo nos invita a motivar nuestras
seguridades: "levanto mis ojos a los montes: ¿de dónde me vendrá el
auxilio? El auxilio me viene del Señor, que hizo el cielo y la tierra".
Orar es reconocer la grandeza de Dios y nuestra debilidad, y orientar la vida y
el trabajo según Dios.
La
segunda lectura nos recuerda que todos tenemos que estar bien preparados ante
la venida de Jesús. Hoy
nos interesan, especialmente, la frase última del fragmento proclamado y que se
relaciona con la oración continua y persistente: “proclama la Palabra,
insiste a tiempo y a destiempo, reprende, reprocha, exhorta, con toda
comprensión y pedagogía”. Es un encargo fuerte, completo, y nada fácil.
Pero así es el trabajo de la evangelización. No se puede parar porque parar es
retroceder.
Debemos
hacer de la Escritura, principalmente de los Evangelios y del Nuevo Testamento,
nuestro libro de cabecera. No sólo debemos conocer la letra del evangelio de
Jesús, sino, sobre todo, impregnarnos de su espíritu, tratar de vivir según el
espíritu de Jesús. Todos los cristianos debemos ser modelos de virtud y de obras
buenas para los demás. Hoy día, más que corregir y reprender a los demás con
palabras, debemos hacerlo con nuestras obras. Ser humildes, mansos, generosos,
estando siempre dispuestos a ayudar a los demás y predicando siempre el
evangelio del Reino, evangelio de santidad y de gracia, de vida, de justicia,
de amor y de fe.
En la parábola del evangelio, Jesús también nos enseña la importancia de la
oración en nuestra vida.
En su parábola, el juez no tiene más remedio que conceder a la buena mujer la
justicia que reivindica. No se trata de comparar a Dios con aquel juez, que
Jesús describe como corrupto e impío, sino nuestra conducta con la de la viuda,
con una oración también de petición y perseverante.
Jesús enseña que orar debe de ser en toda
hora y en toda ocasión. Jesús nos pide que oremos con constancia y sin desánimo
dando por entendido que Dios puede no “contestarnos” inmediatamente y, por
supuesto, no darnos enseguida –o nunca—lo que específicamente nosotros le
pedimos. Está definiendo lo que se ha llamado “el silencio de Dios”, que tanto
nos inquieta y preocupa. El mismo Jesús –se ha dicho muchas veces—vivió esa
situación de desamparo desde el Huerto de los Olivos hasta el momento de su
muerte en la Cruz.
Lo importante es que Jesús nos pide orar
siempre, aunque el objeto de nuestra oración parezca que no tiene solución. Si
lo pensamos bien el juez inocuo podría haber usado de la fuerza para callar a
la mujer. O, incluso, haber juzgado en contra de los intereses de la
reclamante. Es ahí donde nos muestra la aparición de una idea fundamental para
la existencia humana: pedir contra todo pronóstico “realista” de recibir lo
demandado porque, Dios, sin duda vendrá en nuestra ayuda.
La intención de Jesús al proponer esta
parábola está bien clara: la necesidad de una oración continuada. Tengamos en
cuenta, por otra parte, que los ejemplos siempre son imperfectos (decían los
romanos: "exempla nunquam
currunt quattuor pedibus"). El Padre de Jesús no es este juez inicuo,
descreído y fanfarrón, y no hace falta aporrearle la puerta del despacho para
que nos escuche. De todas las formas la insistencia machacona de la viuda,
figura desvalida y en contraste con el juez prepotente, consigue lo que busca,
que se le haga justicia. La figura de la viuda se asemeja más a la nuestra que
la del juez a Dios. Tampoco Jesús intenta aplicar a Dios la última razón del
juez para hacer justicia: "para que deje de molestarme de una vez".
La oración es el acto de fe por
excelencia. Sin la fe la oración no tiene sentido. Jesús, más que nunca
en estos tiempos de ruidos y de superficialidad, nos invita a no abandonar la
columna de la oración. Con ella podemos unir la tierra y el cielo y al hombre
con Dios. ¿Cómo? Siendo constantes, alegres y persistentes en la oración. No
está de más el recordar que, también una gota con su goteo permanente, es capaz
de romper una gigantesca roca. Y no es menos cierto que, la oración permanente,
produce sosiego, seguridad, optimismo y la sensación de que Dios camina codo a
codo junto a nosotros.
Termina sus palabras con una frase
misteriosa y que, sin duda, es como una pregunta a todos y cada uno de
nosotros… a los cristianos y cristianas de todos los tiempos y generaciones: “Pero,
cuando venga el Hijo del hombre, ¿encontrará esta fe en la tierra?” ¿Había
previsto ya el Señor las tremendas crisis de fe que sus seguidores han ido
experimentando a lo largo de la historia?.
Rafael Pla Calatayud.
rafael@sacravirginitas.org
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