Este domingo, dentro de la última reforma
litúrgica, celebramos la Ascensión del Señor.
Esta celebración de la Solemnidad de
la Ascensión del Señor, la hacemos con la convicción de que, Jesús, está
siempre junto a nosotros. De que nos acompaña hasta el último día de nuestro
mundo. Tendremos luchas, saldrán a nuestro encuentro dificultades, numerosas
naciones darán la espalda a una religión cristiana que ha sido el cuño y la
identidad de su historia. Pero, el Señor, no nos abandona.
La Ascensión del Señor, hoy sobre
todo, nos invita mirar hacia el cielo. Pero no para desearlo como salida y fin
de nuestros sufrimientos o válvula de escape sino para seguir combatiendo, hoy
y aquí, con la misma fuerza y persuasión de Aquel que hoy se nos va pero nos
asegura su mano, su presencia y su voluntad de no abandonarnos anímica ni
eclesialmente.
Por eso dos hombres vestidos de blanco
dicen a los discípulos: ¿qué hacéis ahí plantados mirando al cielo? Nos está
diciendo también a nosotros, discípulos del siglo XXI, que no nos quedemos
contemplando, que hay que pasar a la acción, que tenemos que ser sus testigos
por todo el mundo.
Contamos en los textos de hoy con un principio y
un final. Se leen los primeros versículos del Libro de los Hechos de los
Apóstoles y los últimos del Evangelio de Marcos. En los Hechos se va a narrar
de manera muy plástica la subida de Jesús a los Cielos y en el texto de Marcos
se lee la despedida de Jesús que, sin duda, es impresionante: "Se me ha dado pleno poder en el cielo y en la tierra. Id y haced
discípulos de todos los pueblos, bautizándolos en el nombre del Padre y del
Hijo y del Espíritu Santo; y enseñándoles a guardar todo lo que os he mandado.
Y sabed que yo estoy con vosotros todos los días, hasta el fin del mundo".
Es el mandato de Jesús a sus discípulos y el ofrecimiento de sí
mismo, de su cercanía, hasta el final de los tiempos. Interesa ahora referirse,
por un momento, a la Segunda Lectura, al texto paulino de la Carta a los
Efesios donde se explica la herencia de Cristo recibida por la Iglesia. Dice
San Pablo: "Y todo lo puso bajo sus pies, y
lo dio a la Iglesia como Cabeza, sobre todo. Ella es su cuerpo, plenitud del
que lo acaba todo en todos".
Es, pues, la confirmación del mandato de Jesucristo.
En la primera lectura del Libro de los
Hechos (Hech. 1, 1-11), "En mi primer libro, querido Teófilo, escribí todo lo que Jesús fue
haciendo y enseñando..." (Hch 1, 1). San Lucas quiso dejar constancia por
escrito no sólo de la vida de Jesucristo, sino también de la de su Santa
Iglesia. En esos primeros tiempos, bajo una especial asistencia del Espíritu
Santo, se marca para siempre la dirección por la que luego la Iglesia habría de
caminar. De ahí que haya un empeño permanente en volver a los principios, para
adecuar a ellos el presente.
En el texto aparece
un detalle, que expone cuál era la posición de los discípulos el mismo día en
el que Jesús se marcha, va a ascender al cielo: esperaban todavía la
construcción del reino temporal de Israel. Parecía que la maravilla de la
Resurrección, que ni siquiera la cercanía del Cuerpo Glorioso del Señor, les
inspiraba para entender la verdadera naturaleza del Reino que Jesús predicaba.
Y es que faltaba el Espíritu Santo. Va a ser en
Pentecostés --que celebraremos el próximo domingo-- cuando la Iglesia inicie su camino activo y coherente con lo que va a ser después. Tras la venida del Espíritu ya no esperan reino alguno porque el Reino de Dios estaba ya en ellos. Y así se lo anuncia también: "Cuando el Espíritu Santo descienda sobre vosotros, recibiréis fuerza para ser mis testigos en Jerusalén, en toda Judea, en Samaria y hasta los confines del mundo".
Era necesario
que aquellos primeros se convencieran plenamente de que la Resurrección era un
hecho incontrovertible. Ellos habían de ser los testigos cualificados, los
primeros, de que Jesús seguía vivo, presente en la Historia de los hombres. Por
eso el Señor insiste y se les aparece una y otra vez. San Pablo recogerá este
dato, hablando de que hasta unas quinientas personas llegaron a ver a Jesús
resucitado. Después de todo aquello se persuadirán de la Resurrección de
Cristo, y de tal forma que nada ni nadie les hará callar. Por todos los
rincones del mundo y de los tiempos resonará el mensaje de los primeros, la
buena noticia de que Jesucristo, el Hijo de Dios hecho hombre, después de morir
crucificado para redimir a los hombres, ha resucitado y ha subido a los Cielos.
Este mensaje llevaba, y lleva, consigo unas
exigencias y también unas promesas. Jesucristo con su muerte y resurrección, lo
mismo que con su vida entera, nos traza un camino a seguir, un itinerario a
recorrer día a día. También nosotros, si creemos en él, hemos de vivir y morir
como él vivió y murió. Sólo así podremos luego resucitar con él y subir a los
Cielos como él subió. Ojalá que la esperanza de una gloria eterna nos estimule,
de continuo, a vivir nuestra existencia terrena como Jesús la vivió.
Comienza nuestro tiempo, el tiempo de los creyentes evangelizadores, el
tiempo de la Iglesia. ¿Qué hacéis ahí plantados mirando al cielo? Se acabó el tiempo de Cristo en la tierra. Desde ese mismo momento,
comenzó nuestro tiempo, el tiempo de la Iglesia. El tiempo de evangelizar, de
ser testigos del Cristo muerto y resucitado. Dios ha querido dejarnos a
nosotros ahora todo el protagonismo. La Iglesia de Cristo debe ser el cuerpo de
Cristo; todos nosotros, los cristianos, debemos ser la boca, los pies, las
manos del cuerpo de Cristo. Ante las dificultades, ante los problemas, ante los
retos continuos que nos plantea continuamente la sociedad y el mundo en el que
vivimos, ya no nos vale quedarnos plantados mirando al cielo, esperando que
Dios baje otra vez a curar nuestras enfermedades y a dar el pan a los
hambrientos.
En el salmo responsorial de hoy (
Salmo 46) entonamos
un himno al Señor, rey del mundo y de la humanidad.
Himno
empleado en la liturgia del templo, en el corazón espiritual de la alabanza de
Israel.
Yahvé es Dios y Señor de todo.
"Pueblos todos batid palmas
aclamad a Dios con gritos de
júbilo"
El
motivo del aplauso y la alabanza es la grandeza de Dios: "el Altísimo,
Grande y Terrible"
"porque el Señor es sublime y
terrible,
emperador de toda la tierra"
Si
bien, Dios, es "emperador de toda la tierra", hay una porción
especial: Israel, su pueblo. Él camina junto a ellos, especialmente cuando el
Arca de la Alianza les acompaña a la batalla. Tras la victoria, vuelve a subir
al Templo, al Monte Sión.
"Dios asciende entre
aclamaciones,
el Señor al son de trompetas".
Pero,
aunque Dios esté cercano a su pueblo y camine a su lado, sigue siendo por
siempre Dios, el Trascendente, el que está sentado en el trono sagrado.
"Dios reina sobre las naciones,
Dios se sienta en su trono
sagrado".
La segunda
lectura nos invita a la comunión y a cuidar unas actitudes que edifiquen a la
Iglesia, (Carta a los Efesios, 4, 1-13 ). Esta edificación se fundamenta en la comunión con Cristo y entre los
hermanos, y los "materiales" de construcción: "Sed siempre
humildes y amables, sed comprensivos, sobrellevaos mutuamente con amor,
esforzaos en mantener la unidad del Espíritu con el vínculo de la paz".
Y la comunión, base para misión. Cada miembro del cuerpo tiene su
misión específica, todas importantes para el buen funcionamiento del Cuerpo:
"Y él ha constituido a unos apóstoles, a otros profetas, a otros
evangelizadores, a otros pastores y maestros...".
Y todo ello para que la Iglesia sea Cuerpo de Cristo, profunda e
íntimamente unida a su Señor, entregada, como él, a la salvación del mundo y
para que cada uno vayamos creciendo a la medida de Cristo, el hombre perfecto.
Todo lo puso bajo sus
pies y lo dio a la Iglesia como cabeza, sobre todo. Cristo, después de su
ascensión al cielo, le dio a la Iglesia todo el poder espiritual necesario para
realizar su misión. Si la Iglesia de Cristo no actúa con el Espíritu de Cristo
estará traicionando la misión que el mismo Cristo le ha confiado. Nuestra
Iglesia sólo es Iglesia de Cristo cuando actúa con el espíritu de Cristo. Con
espíritu de amor, de justicia, de verdad, de paz, de fraternidad. Debemos amar
a la Iglesia de Cristo como a nuestra madre espiritual, sabiendo que, como
hijos, tenemos que luchar valientemente para que todos puedan ver en ella el
verdadero rostro de Cristo. Todos los cristianos tenemos la obligación de
sostener, espiritual y materialmente, el cuerpo de la Iglesia. Corrigiendo en
cada momento lo que creamos que se debe corregir y defendiendo lo que creamos
que se debe defender. Actuando siempre con amor, con sinceridad, con humildad y
con firmeza.
El evangelio de hoy es de San Marcos, el
evangelista del ciclo B (Mc. 16,
15-20), nos sitúa ante el mandato evangelizador. "Id al mundo entero y proclamad el
Evangelio a toda la creación”. Es el último mensaje
de Jesús en el día de la Ascensión. La Buena Noticia que el discípulo tiene que
anunciar irá acompañada de estos signos: echarán demonios, hablarán lenguas
nuevas, las serpientes no les harán daño, curarán enfermos. ¿Cómo se traduce
esto hoy día?
"A los que crean les acompañarán
estos signos…" El cristianismo
no es sólo una profesión de fe, o una teoría, o una devoción piadosa, o el cumplimiento
de unas normas. Ser cristiano es actuar, en cada caso, con el mismo espíritu
con el que Cristo actuó. Tendremos que curar enfermos, defender a marginados,
anunciar la conversión a los pecadores, ponernos siempre de parte del más
necesitado.
Para nuestra vida.
Con frecuencia se ha acusado a los
cristianos de desentenderse de los asuntos de este mundo, mirando sólo hacia el
cielo. No podemos vivir una fe desencarnada de la vida. La Iglesia somos todos
los cristianos, luego todos debemos implicarnos más en la defensa de la vida,
de la dignidad del ser humano, de la justicia y de la paz. No es fácil la tarea
que nos asigna el Señor. Soplan vientos contrarios a todo aquello que esté
relacionado con el Evangelio. La cultura de hoy ridiculiza la fe, confunde a
las personas sencillas y desorienta mediante la ceremonia de la confusión y la
burla. Muchos cristianos mueren hoy día por confesar su fe. Nadie hace una
manifestación para protestar por ello. Parece como si el cristiano hoy no
pudiera hablar ni manifestarse. Sin embargo, Jesús nos pide que seamos sus
testigos. No hay que temer a nada ni a nadie. Contamos con el apoyo de la
gracia de Dios.
Jesús se despide, pero
nos deja la misión de seguir sus pasos, de ser sembradores de luz, de
justicia, de paz y de amor, porque el Reino de Dios aún no está en su plenitud,
nos toca trabajar, sembrar, abrir nuevos caminos puestos que los tiempos
cambian y la fe debe seguir siendo un pilar importante en la vida de las
personas.
En ningún momento
debemos sentirnos solos porque Él está en comunión con nosotros, lo veremos la
próxima semana. Ve que estamos desanimados, que nos sentimos huérfanos,
desamparados y nos envía su Espíritu.
Por todo lo anterior,
deberíamos caer en la cuenta que en el mandato de «Id al mundo entero y
proclamad el evangelio a toda la creación» Él cuenta con nosotros, confía en
nuestra madurez y apoyo incondicional, porque todos somos el pueblo elegido, no
sólo los católicos.
Somos nosotros,
con la ayuda y la fuerza del Espíritu de Cristo, los que tenemos que resolver
los problemas de cada día. Dios quiere que nos comportemos como personas
autónomas, libres, responsables de nuestros actos y de nuestra vida. Dios no
nos ha abandonado a nuestra propia suerte; Él está con nosotros apoyándonos desde
dentro, con su espíritu. Pero quiere que seamos nosotros, con su fuerza, los
que sigamos intentando construir su Reino en este mundo.
Cada uno
debemos de releer estas páginas
inspiradas del libro de los Hechos de los Apóstoles, para ver hasta qué punto
nuestra vida de cristianos es como la de aquellos primeros. Fueron tiempos
difíciles y heroicos que han quedado para siempre como un modelo que imitar, un
ideal de vida que intentar. Es cierto que las circunstancias son muy diversas,
pero también es cierto que el espíritu que les animaba pervive y que, dejando a
un lado lo accidental, es posible reproducir en nosotros las virtudes que ellos
vivían.
La vida cristiana es contemplación y
acción (nos recuerda esto la casa de Betania, nos recuerda a Marta y a María; la
vida cotidiana es lucha, es trabajo, es un esfuerzo continuado para hacer más
cristiano y más humano el mundo en el que nos ha tocado vivir. Los signos que
deben acompañar a los cristianos en este siglo XXI son, aunque con nombres
distintos, los mismos que acompañaron a los cristianos de los primeros siglos
del cristianismo. El mandamiento de Cristo sigue siendo hoy el mismo de ayer y
de siempre: amar a Dios y demostrar ese
amor amando incondicionalmente al prójimo no sólo con palabras, sino con
hechos.
Esta es la misión de la Iglesia, y no
olvidemos que la Iglesia somos todos, aunque, en cuanto a responsabilidad, unos
más que otros, por supuesto.
¿Cómo vivo yo el encargo que Jesús me
hace de anunciar su Evangelio?, ¿qué estoy haciendo para que mi fe me lleve a
la transformación de este mundo?, ¿cómo asumo el compromiso de la Eucaristía y
la misión que cada domingo se me encomienda en la mesa del compartir?
La vida cristiana es contemplación y acción (nos recuerda esto la casa de Betania, nos recuerda a Marta y a María; la vida cotidiana es lucha, es trabajo, es un esfuerzo continuado para hacer más cristiano y más humano el mundo en el que nos ha tocado vivir. Los signos que deben acompañar a los cristianos en este siglo XXI son, aunque con nombres distintos, los mismos que acompañaron a los cristianos de los primeros siglos del cristianismo. El mandamiento de Cristo sigue siendo hoy el mismo de ayer y de siempre: amar a Dios y demostrar ese amor amando incondicionalmente al prójimo no sólo con palabras, sino con hechos.
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