Pequeños rastros evangélicos
La verdad es que en frase de san Pablo no conocemos a Jesús según la carne (2 Cor 5, 16). Pero los textos evangélicos parecen enlazar mejor con quienes imaginan un rostro hermoso. Conocemos la gran impresión que Jesús causaba en sus contemporáneos, cómo llamaba la atención a enfermos y pecadores, cómo sus apóstoles se encontraban magnetizados por la atracción que emanaba de su persona, cómo los niños se sentían felices con él, cómo impresionó al mismo Pilato. Bellos o no, según los cánones griegos, los rasgos de su rostro, sí sabemos que éste era excepcionalmente atractivo. Conocemos el equilibrio de sus gestos y posturas. Quien le había visto partir el pan no lo olvidaba ya jamás; tenía un modo absolutamente especial de curar a los enfermos; y, si le vemos enérgico, nunca nos lo encontraremos descompuesto.
Los evangelistas están especialísimamente impresionados por sus ojos y su voz. A lo largo del evangelio se nos describen con detalle todo tipo de miradas: de dulzura, de cólera, de vocación, de compasión, de amor, de amistad... Eran sin duda los suyos unos ojos extraordinariamente expresivos para que los evangelistas -no abundantes en detalles- percibieran tantos en sus diversos modos de mirar. Lo mismo ocurre con su voz, que los evangelistas nos describen firme y severa cuando reprocha, terrible cuando pronuncia palabras condenatorias, irónica cuando se vuelve a los fariseos, tierna al dirigirse a las mujeres, alegre cuando se encuentra entre sus discípulos, triste y angustiada cuando se aproxima a la muerte. Sabemos que tenía un cuerpo sano y robusto. Todas y cada una de las páginas del evangelio testimonian que Jesús fue un hombre de gran capacidad emprendedora, resistente a la fatiga y realmente robusto como señala Karl Adam. Es éste un rasgo que diferencia a Jesús de casi todos los demás iniciadores de grandes movimientos religiosos. Mahoma era en realidad un enfermo y lo estuvo gran parte de su vida. Buda estaba psíquicamente agotado cuando se retiró del mundo. Pero en Jesús jamás encontramos rastro de debilidad alguna. Al contrario, vive y crece como un campesino. Le encanta estar en contacto con la naturaleza, no teme a las tormentas en el lago, practica sin duda con los apóstoles el duro trabajo de la pesca, Sabemos, sobre todo, de sus continuas y larguísimas caminatas a través de montes y valles con caminos muy rudimentarios. Una página evangélica -la que narra la última subida de Jericó a Jerusalén-, si es exacta en todos sus datos cronológicos, narra una auténtica proeza atlética: bajo un sol terrible, por caminos en los que no hay una sola sombra, atravesando montes rocosos y solitarios, habría recorrido 37 kilómetros en seis horas y habría llegado lo suficientemente descansado como para participar aún aquella noche en el banquete que le prepararon Lázaro y sus hermanas (Jn 12, 2). Ciertamente todas las insinuaciones evangélicas hablan de una magnífica salud: vive al aire libre y al descampado duerme muchas noches. Resiste una vida errante; tiene tanto que hacer que, a veces, le falta tiempo para comer (Mc 3, 20 y 6, 31); los enfermos le visitan incluso a altas horas de la noche (Mc 3, 8). Tiene un sueño profundo como lo demuestra el que pudiera seguir dormido en medio de la tempestad en una incómoda barca. Y puede seguir orando en las horas de angustia, cuando los demás caen rendidos. Era fuerte su alma y su cuerpo: el propio Pilato se sorprende de que haya muerto tan pronto, cuando José de Arimatea acude a pedir su cuerpo; el procurador había visto lo que era, un recio galileo. Esta fortaleza quedaría aún más confirmada si damos credibilidad a la sábana santa, que nos ofrece el retrato casi de un gigante por estatura y fortaleza. Aunque habrá que señalar también el hecho de que los evangelios jamás se refieran a ese tamaño, que, de ser el del hombre envuelto en la sábana santa (1,83 de altura), hubiera llamado poderosísimamente la atención en una población cuya estatura media se acercaba mucho más al 1,60 que al 1,70.
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