Isaías lo pintará como varón de dolores:
Su aspecto no era de hombre, ni su rostro el de los hijos de los hombres. No tenia figura ni hermosura para atraer nuestras miradas, ni apariencia para excitar nuestro afecto... Era despreciado y abandonado de los hombres varón de dolores, como objeto ante el cual las gentes se cubren el rostro (Is 52,14; 53, 2).
Desde una orilla casi opuesta el autor de los salmos pinta la belleza del Mesías:
¡Oh tu, el más gentil en hermosura entre los hijos de los hombres! Derramada se ve la gracia en tus labios. Por eso te bendijo Dios para siempre. Cíñete al cinto tu espada, ¡potentísimo! (Sal 44, 3).
Tomando al pie de la letra estas visiones espirituales del Mesías los padres de la Iglesia se dividen en dos corrientes a la hora de pintar la hermosura de Jesús. San Justino lo pinta deforme y escribe que era un hombre sin belleza, sin gloria y sujeto al dolor. Según san Clemente de Alejandría era feo de rostro y quiso no tener belleza corporal para enseñarnos a volver nuestro rostro a las cosas invisibles. Orígenes, al contestar al pagano Celso, según el cual Jesús era pequeño, feo y desgarbado, responde que es cierto que el cuerpo de Cristo no era hermoso pero que no por eso era despreciable. Y añade la curiosa teoría de que Cristo aparecía feo a los impíos y hermoso a los justos. Aún va más allá Tertuliano que escribe: Su cuerpo, en lugar de brillar con celestial fulgor, se hallaba desprovisto de la simple belleza humana. Y san Efrén sirio atribuye a Cristo una estatura de tres codos, es decir, poco más de 1,35 metros. Pero pronto se impondrá la corriente contraria, con la visión de los padres que exaltan la belleza física de Jesús. San Juan Crisóstomo contará que el aspecto de Cristo estaba lleno de una gracia admirable. San Jerónimo dirá que el brillo que se desprendía de él, la majestad divina oculta en él y que brillaba hasta en su rostro, atraía a él, desde el principio, a los que lo veían. Y será san Agustín quien, en sus comentarios al Cantar de los cantares, popularice la visión de un Jesús, el más hermoso de los hijos de los hombres, a quien se aplican todas las exaltadas frases que la esposa del cantar dirige a su amado. Esta es la imagen que harán suya los teólogos y que tratarán de apoyar con todo tipo de argumentos. Santo Tomás escribirá que tuvo toda aquella suma belleza que pertenecerá al estado de su ahila; así algo divino irradiaba de su rostro. Y Suárez será aún más tajante: Es cosa recia creer que un alma en quien todo era perfecto, admirablermente equilibrada, estuviese unida a un cuerpo imperfecto. Y esto sin contar con que una fisonomía fea y repulsiva hubiera dañado al ministerio del Salvador, acarreándole el menosprecio de las gentes.
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