Su aspecto exterior
Sin duda muy parecido al de cualquier otro judío de su época. Era como cualquier hombre y también en sus gestos, dirá san Pablo (Flp 2, 7). Los evangelistas que anotan la vestimenta de Juan Bautista, nada dicen de la de Jesús, señalando, con ello, que era la normal. Llevaría ordinariamente un vestido de lana con un cinturón, que servía, al mismo tiempo de bolsa (de ella habla Mateo 10, 9). Usaría un manto o túnica (Lc 6, 9) y sandalias (Hech 12, 8). Por las narraciones de la pasión sabemos que la túnica era sin costura y toda tejida de arriba abajo (Jn 19, 23). En sus largas caminatas le protegería del sol el sudario que, después de muerto, Pedro encontraría en la tumba (Jn 20, 7). Y siguiendo la costumbre de la época llevaría también para la oración matutina filacterias atadas al brazo y alrededor de la frente. Más tarde censurara a los fariseos, pero no por usarlas, sino por ensancharlas y alargar ostentosamente sus flecos (23, 5). Jesús evitó, sin duda, todo detalle llamativo. Usaría barba como todos sus contemporáneos adultos. El cabello lo llevaría más bien corto, a la altura de la nuca, a diferencia de los nazireos que se dejaban largas melenas y llamativos bucles. Era cuidadoso de su persona. Criticará el multiplicarse de las abluciones de quienes tienen el corazón corrompido, pero las recomendará, incluso en tiempo de cuaresma, así como los perfumes y unciones. El lava personalmente los pies a sus discípulos y reprocha al fariseo que no se los lavó a él. Era, sí, verdaderamente un hombre. Se hizo carne, dice san Juan. Y san Pablo habla con cierto orgullo del hombre-Cristo-Jesús (I Tim 2, 5) porque, en verdad, era uno de nosotros. Sí, nos gustaría conocer su rostro. Pero quizá no sea demasiado importante: no es su rostro, sino su amor, lo que nos ha salvado. Y, por otro lado, ¿no será cosa de su providencia esto de que nada sepamos de sus facciones para que cada hombre, cada generación pueda inventarlo y hacerlo suyo? Esto lo intuyó ya Facio, patriarca de Constantinopla en el siglo IX, que escribía:
El rostro de Cristo es diferente entre los romanos, los griegos, los indios y los etíopes, pues cada uno de estos pueblos afirma que se le aparece bajo el aspecto que les es propio.
Tal vez esta es la clave: no dejó su rostro en tabla o imagen alguna porque quiso dejarlo en todas las generaciones y todas las almas. La humanidad entera es el verdadero lienzo de la Verónica.
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