lunes, 27 de junio de 2011

Las palabras de Jesúa son siempre unas flechas disparadas hacia la acción.

El pensamiento de Jesús no es, pues, algo que conduzca a los juegos literarios o formales, ni que se pierda en floreos intelectuales. Su palabra es siempre una flecha disparada hacia la acción.


El viene a cambiar el mundo, no a sembrarlo de retóricas. Y aquí -en el campo de su voluntad- nos encontramos ante todo con algo absolutamente característico suyo: su asombrosa seguridad, que se apoya en dos virtudes -como ha formulado Karl Adam-: la lucidez extraordinaria de su juicio y la inquebrantable firmeza de su voluntad. Jesús es verdaderamente un hombre de carácter que sabe lo que quiere y que está dispuesto a hacerlo sin vacilaciones. Jamás hay en él algo que indique duda o búsqueda de su destino. Su vida es un «si» tajante a su vocación. Había exigido a los suyos que quien pusiera la mano en el arado no volviera la vista atrás (Lc 9. 62) y había mandado que se arrancara el ojo aquel a quien le escandalizara (Mt S, 29) y no iba a haber en su propia vida inconstancias o vacilaciones. Su modo de hablar del sentido de su vida no deja lugar a ambigüedades: Yo no he venido a traer la paz, sino la guerra (Mt 10 34). No he venido a llamar a los justos sino a los pecadores (Mt 9, 1 3).EI Hijo del hombre ha venido a buscar y salvar lo que estaba perdido (Lc 19, 10). El Hijo del hombre no ha venido a ser servido, sino a servir y dar su vida para rescate de muchos (Mt 20, 28). No he venido a destruir la ley y los profetas, sino a completarlos (Mt 5, 77). Yo he venido a poner fuego en la tierra (Lc 12, 49). No existe, no ha existido en toda la humanidad un ser humano tan poseído, tan arrastrado por su vocación. Ya desde niño era consciente de esta llamada a la que no podía no responder: No sabíais -contesta a sus padres- que yo debo emplearme en las cosas de mi Padre? (Lc 2, 49). Y no faltaron obstáculos en su camino: las tres tentaciones del desierto y su respuesta, son la victoria de Jesús sobre la posibilidad, demoníaca, de apartarse de ese camino para el que ha venido. Más tarde, serán sus propios amigos los que intentarán alejarle de su deber y llamará Satanás a Pedro (Mt 16, 22). Se expone, incluso, a perder a todos sus discípulos cuando estos sienten vértigo ante la predicación de la eucaristía. Al ver irse a muchos, no retirará un céntimo de su mensaje: se limitará a preguntar, con amargura, a sus discípulos: ¿Y vosotros, también queréis iros? (Jn 6, 61). Si se piensa que esta vocación, que el blanco de esa flecha, es la muerte. una muerte terrible y conocida con toda precisión desde el comienzo de su vida, se entiende la grandeza de ese caminar hacia ella. Con razón afirmaba Karl Adam que Jesús es el heroísmo hecho hombre. Un heroísmo sin empaque, pero verdadero. Jesús, que comprende y se hace suave con los pecadores, es inflexible con los vacilantes: Dejad a los muertos que entierren a sus muertos (Mt 8, 22). No se puede servir a dos señores (Lc 16, 13). El que vuelve la vista atrás no es digno del reino de los cielos (Lc 9, 62). Esta soberana decisión (el cielo y la tierra pasarán, pero mis palabras no pasarán: Mc 13, 31) se une a una misteriosísima calma. No hay en él indecisiones, pero tampoco precipitaciones. Da tiempo al tiempo, impone a los demás y se impone a sí mismo el jugar siempre limpio, llamar «sí» al sí, y «no» al no (Mt S, 37). Era esta integridad de su alma lo que atraía a los discípulos e impresionaba a los mismos fariseos: Maestro, .sabemos que eres veraz y que no temes a nadie, le dicen. Por eso sus apóstoles no pueden resistir su llamada; dejan las redes o el banco de cambista con una simple orden. Pero esta misma admiración que les atrae. Ies hace permanecer a una cierta respetuosa distancia. Los apóstoles le amaban y temían al mismo tiempo. De él, sin embargo. de no haberlo confesado él mismo en el huerto de los Olivos, hubiéramos dicho que no conocía el miedo. Jamás le vemos vacilar, calcular, esquivar a sus adversarios. Pero el misterio no está en su falta de miedo, sino en el origen de esa ausencia. Porque esa «decisión» que parece caracterizarle, no es la que brota simplemente de unos nervios sanos, de un carácter frío o emprendedor; es la que brota del total acuerdo de su persona con su misión. Jesús no es el irreflexivo que va hacia su destino sin querer pensar en las consecuencias de sus actos. El sabe perfectamente lo que va a ocurrir. Simplemente, lo asume con esa naturalidad soberana de aquel para quien su deber es la misma substancia de su alma. Jesús no fue «cuerdo», ni «prudente» en el sentido que estas palabras suelen tener entre nosotros. No hay en él tácticas o estrategias; no aprovecha las situaciones favorables; no prepara hoy lo que realizará mañana. Vive su vida con la naturalidad de quien ha visto muchas veces una película y sabe que tras esta escena vendrá la siguiente que ya conoce perfectamente. Ante su serena figura los grandes héroes románticos -señala Guardini- adquieren algo de inmaduros.

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