lunes, 28 de febrero de 2011

Domingo VIII del T.O. Ciclo A. La confianza en Dios.


El peso de las riquezas.
Cuenta una leyenda que Dios bajó a la tierra cargado con un inmenso saco de oro, y en cada aldea iba extrayendo las monedas y dejándolas caer una a una sobre el polvo del camino. Algunos hombres se precipitaban a tomar algunas, otros no se movieron temerosos a comprometerse, otros se indignaron por lo que consideraban una afrenta a su dignidad.
1.- El tema central de las tres lecturas de este domingo es, sin duda, la confianza en Dios. La frase que mejor puede resumir esta idea es la que está escrita en la primera lectura, del profeta Isaías: “¿es que puede una madre olvidarse de su criatura… pues, aunque ella se olvide, yo no me olvidaré”? Cuando he leído las lecturas de este domingo me he acordado de una anécdota que nos cuenta Hans Küng en su último libro. Dice Hans Küng que cuando en 1965, recién terminado el Concilio, fue él, joven perito conciliar, a hablar con Pablo VI, este le dijo: “Debe confiar usted en mí”. A lo que el joven teólogo respondió: “Yo sí confío en usted, Santidad, pero no confío en todos los que le rodean”. Aplicando esto a Dios, con perdón, también los apóstoles podrían haberle dicho al Maestro: nosotros confiamos en ti, Señor, pero no en todos los que te rodean. Sí, todos debemos confiar en Dios y en su providencia, pero sin olvidar que Dios actúa por medio de causas segundas, entre las que se cuentan, en primer lugar, las personas humanas. Es evidente que Dios, nuestro Padre del cielo, no nos va a olvidar nunca, sabe todo lo que necesitamos y quiere dárnoslo. Pero nos lo da, generalmente, a través de personas humanas y, si estas se niegan a secundar la voluntad de Dios, la misericordia de Dios no puede llegar hasta nosotros. ¿Cómo va a querer Dios que mueran de hambre miles de niños en el mundo? Esos niños no se mueren por falta de confianza en Dios, sino porque no han podido confiar en los que Dios quería que les ayudaran. Todos nosotros podemos ser, a través de nuestra acción y de nuestra oración, intermediarios de Dios; todos nosotros podemos hacer, en alguna ocasión, que la acción misericordiosa de Dios llegue hasta alguna persona necesitada. Las personas necesitadas –y todos somos personas necesitadas- necesitamos no sólo confiar en Dios, sino poder confiar en todas aquellas personas a través de las cuales Dios quiere llegar hasta nosotros.
2.- No podéis servir a Dios y al dinero. No podemos permitir que el dinero sea nuestro amo; debemos amar el dinero, pero como amamos a alguien que nos sirve, nunca como a alguien a quien nosotros servimos, como a nuestro amo. La causa de la crisis económica que padecemos ha consistido en amar al dinero más que a Dios, en tratar de construir un reino del dinero, antes que un reino de Dios. La causa de la crisis económica tiene su raíz más profunda en la ambición desmedida del corazón humano, en poner el corazón en el dinero, en lugar de poner el corazón en el reino de Dios y su justicia. Necesitamos el dinero, como necesitamos la comida para comer y la bebida para beber, pero no necesitamos el dinero para que nos domine y esclavice, como no necesitamos la comida para empacharnos, ni la bebida para emborracharnos. El que pone su corazón en el dinero vive para el dinero y es esclavo del dinero; no le queda en su corazón espacio para servir a Dios. El que pone su corazón en el dinero, además de esclavizarse él, tiende a esclavizar a las personas que dependen de él. Al que pone su corazón en el dinero le importa más el dinero que las personas. Por eso llamaba Santa Teresa al dinero la “mierda del diablo”, porque por amor al dinero somos capaces de traicionar a los demás y vender nuestra alma al diablo. Dios es mucho mejor amo que el dinero; sirvamos a Dios, antes que al dinero.
3.- Mi juez es el Señor. San Pablo tenía tal confianza en Dios, que no le importaba lo que dijeran de él los demás, ni siquiera lo que se decía él a sí mismo; lo único que le importaba es lo que Dios le dijera a él. Por eso, nos dice, no seamos nosotros apresurados jueces de los demás, dejemos que sea el Señor el juez de todos. Dios mira al corazón y el corazón humano es, muchas veces, un misterio inescrutable para los demás, y hasta para uno mismo. Confiemos en Dios, que él será un juez justo y nos dará a cada uno lo que merecemos.
Por último, cuando se disponía Dios a abandonar una de aquellas aldeas fue asaltado por un ladrón que le exigió la totalidad del tesoro. Dios dudó pero ante la actitud amenazante del bandido cedió entregándole el saco. Y cuentan las crónicas que el peso del oro aplastó al codicioso individuo.

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