Jesús se presentó a si mismo como manso y humilde de corazón (Mt 11, 29), Y era verdad: así lo realizó al dejarse abofetear y escarnecer a la hora de su pasión. Y la tradición ha tendido a
acentuar esa dulzura. Jesús -merced a los movimientos religiosos del siglo XIX- es en gran parte sinónimo del «dulce Jesús». Y esta verdad, si se desmesura, puede desfigurar el verdadero rostro de Cristo. Grandmaison ha escrito con justicia:
Jesús es una mezcla de majestad y de dulzura y mantiene su linea en todas las vicisitudes: ante la injusticia, la calumnia, la persecución la incomprensión de sus íntimos. Sabe condescender sin rebajarse, entregarse sin perder su ascendiente, darse sin abandonarse. Es el modelo del tipo ideal. del equilibrio. Hombre verdaderamente completo. hombre de un tiempo y una raza apasionada, de la que no rechazó sino las estrecheces de miras y errores, tiene sus entusiasmos y sus santas cóleras. Conoce las horas en las que la fuerza viril se hincha como un río y parece desbordarse Pero estos movimientos extremos siguen siendo lúcidos: nada de exageración de fondo, de pequeñez, de vanidad, ningún infantilismo, ningún rasgo de amargor egoísta e interesado. Aun cuando están agitadas, temblorosas, las aguas permanecen límpidas.
Pero este equilibrio de Jesús no es la serenidad de quienes nunca estallan porque tienen poca alma. La serenidad de Jesús es la del torrente contenido. Su carácter es más bien duro, poderoso. Dentro de él arde esa cólera del cordero de la que habla el Apocalipsis (6, 16), una cólera que sólo estalla cuando los derechos de Dios son pisoteados, pero que es terrible cuando lo hace. En Jesús nos encontramos con frecuencia esa voluntad en tensión, esa fuerza contenida. La tentación de Pedro, que quiere ablandar su redención, es rechazada sin rodeos y con frase terrible. gemela a la usada (Mt 4, 10) para expulsar al demonio: ¡Apártate, Satanás. que me eres escándalo! (Mt 14, 23). ¡Fuera de mi vista, inicuos! dirá en el día del juicio a quienes no hubieran socorrido a sus hermanos (Mt 7, 23). Y, en sus parábolas, abundan las formulaciones radicales. En la de la cizaña el Hijo del hombre enviará a sus ángeles que reunirán a los malvados y los echarán al horno del fuego (Mt 13, 41). Y lo mismo dice en la parábola de la red (Mt 13, 49). Violentamente terminan también las parábolas de las diez vírgenes, de los talentos, de las ovejas y cabritos. En ningún caso el desenlace es un ablandarse del esposo o del amo. En la parábola del siervo cruel, el Señor lleno de cólera entrega el siervo a la justicia hasta que pague toda su deuda. En las bodas del hijo del rey, éste, ante la muerte de su hijo, envía a su ejército para que acabe con los homicidas e incendie su ciudad. Cuando, en la sala de las bodas el soberano encuentra a un hombre sin vestido nupcial, manda que lo aten de pies y manos y lo arrojen a las tinieblas exteriores (Mt 22, 13). En la parábola de los dos administradores, el señor, que llega inesperadamente, manda descuartizar al siervo infiel (Lc 12, 46). No, no son, evidentemente, las parábolas un dulce cuento de hadas. Tampoco es blando el lenguaje que Jesús usa cuando se dirige a escribas y fariseos: Guías de ciegos que coláis el mosquito y os tragáis el camello. ¡Ay de vosotros, escribas y fariseos hipócritas, porque limpiáis el plato y la copa por de fuera, pero interiormente estáis llenos de robos e inmundicias (Mt 23, 14; 24, 25). Hay, evidentemente, un terrible relámpago en los ojos de quien pronuncia estas palabras. Y hay dos momentos en que esta cólera estalla en actos terribles: cuando arroja a los mercaderes del templo, derribando mesas y asientos, enarbolando el látigo (Mc 11, 15). Y cuando seca, con un gesto, la higuera que no tiene frutos, incluso sabiendo que no es aquel tiempo de higos (Mc 11, 13). Exageraríamos si dedujéramos de estos dos momentos (sobre todo del segundo) que hay en Cristo una cólera mal contenida y anormal. Los evangelistas tienen un gran cuidado en acentuar todos aquellos aspectos en los que Jesús muestra su carácter profético. Y los profetas habían acostumbrado a su pueblo a este lenguaje de paradojas, de gestos aparentemente absurdos que sólo querían expresar la necesidad de estar vivos y despiertos en el nuevo reino de Dios. Pero tampoco seríamos justos olvidando esos gestos y convirtiendo a Jesús en un puro acariciador de niños. Los dulces cristos de Rafael y fray Angélico son parte de la verdad. La otra parte es el Cristo terrible que Miguel Angel pintó en la Capilla Sixtina.
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