Tenemos que hacernos ahora una pregunta importante: ¿Fue Jesús un realista con los pies en la tierra o un idealista lleno de ingenuidad? Hay en él, evidentemente, unos modos absolutos de ver la vida. En todas sus frases arde lo que Karl Adam llama «su deseo de totalidad». Si tu ojo te escandaliza, arráncatelo (Mt 18, 9). El que pierde su alma, la gana (Mt 10, 29). Nadie puede servir a dos señores (Lc 16, 13). Siempre planteamientos radicales. El que no deja a su padre y a su madre, no sirve para ser discípulo suyo. Si alguien te pide el vestido, hay que darle la capa también. Y pide a voces cosas absolutamente imposibles: Sed perfectos como vuestro Padre celestial es perfecto (Mt 5, 48). ¿Es que Jesús no conoce la mediocridad humana? ¿Es que no conoce los enredados escondrijos de nuestros corazones? A juzgar por estas sentencias macizas y según la firmeza heroica de su conducta, estaría uno tentado a tomarlo por un hombre absoluto y hasta quizá por un soñador viviendo fuera de la realidad, puestos siempre los ojos en su brillante y sublime ideal y para el cual desaparece, o a lo sumo aflora muy ligeramente en su conciencia la vulgar realidad diaria de los hombres. ¿Fue así Jesús? Esta pregunta inquieta a Karl Adam y sigue inquietando hoy a muchos hombres. Y la primera respuesta es que Jesús no fue un extático, como lo fue Mahoma, como lo fue el mismo san Pablo. Los primeros cristianos estimaban mucho estos dones de éxtasis y visiones. San Pablo veía en ellos «la prueba del espíritu y de la fuerza» (I Cor 2, 4). Pero ninguno de los evangelistas atribuye a Jesús este tipo de éxtasis o de fenómenos extraordinarios. La misma transfiguración es un fenómeno objetivo, no subjetivo. Nada sabemos de lo que pasó en el espíritu de Jesús durante ella, pero no es, en rigor, un verdadero éxtasis. Tiene, sí, contactos con el mundo sobrenatural: a través de su constante oración sobre todo. Pero jamás nos pintan los evangelistas una oración en la que Jesús se aleje de la tierra en éxtasis puramente pasivo. Este don que tan bien conoció san Pablo, no nos consta que fuera experimentado por Jesús. Y hay en su vida frecuentes entradas de ese mundo sobrenatural en el cotidiano: el cielo se abre en el Jordán, el demonio le tienta en el desierto, bajan los ángeles a servirle tras las tentaciones y a consolarle en el huerto. Pero todo se hace con tal naturalidad y sencillez que, aun al margen de la fe, habría que reconocer que no se trata de alucinaciones o visiones de un espíritu enfermo o desequilibrado. No son problemas de psiquiatra; son contactos con otra realidad que, no por ser más alta, es menos verdadera que ésta que tocamos a diario. Podemos, pues, concluir de nuevo, con Karl Adam:
La visión prodigiosamente clara de su mirada, la conciencia neta que tenia de si mismo, el carácter varonil de su persona, excluyen clasificarle entre los soñadores y exaltados más bien, al contrario, supone una marcada predisposición para lo racional La mirada de Jesús es profundamente intuitiva en la tarea de abarcar la realidad en su conjunto y en toda su profundidad, lo mismo que es sencilla y estrictamente lógica en lo que se refiere a las relaciones intelectuales.
Efectivamente esta mezcla de intuición y lógica parece ser una de las características mentales de Jesús que une en sí a un pensador y a un poeta. La agudeza de su ingenio para desmontar un sofisma, pulveriza con frecuencia las argucias de sus enemigos y la estructura de su raciocinio es, a veces, puramente silogística, aun cuando más frecuentemente la intuición va más allá que las razones. Pero aún podríamos decir que lo experimental pesa más en Jesús que lo puramente racional. Sus dotes de observación de la realidad que le rodea son sencillamente sorprendentes y le muestran como un hombre con los pies puestos sobre la tierra en todos sus centímetros. Hay en la palabra de Jesús un mundo vivo y viviente, un universo que nada tiene de idealista. Bastaría recordar sus parábolas. En ellas nos encontramos un mundo de pescadores, labradores, viñadores, mayorales, soldados, traficantes de perlas, hortelanos, constructores de casas, la viuda y el juez, el general y el rey. Vemos a niños que juegan por las calles tocando la flauta; cortejos nupciales que cruzan la ciudad en la noche silenciosa; contemplamos a los doctores de la ley ensanchando sus borlas y filacterias; les encontramos desgreñados en los días de ayuno; escuchamos su lenguaje cuando rezan: nos tropezamos con los pordioseros que piden a las puertas de los palacios: descubrimos a los jornaleros que se aburren en las plazas esperando a que alguien les contrate; se nos explica minuciosamente cómo cobran sus sueldos; conocemos las angustias de la mujer que ha perdido una moneda; sabemos cómo la recién parida se olvida de sus dolores al ver al chiquitín que ha tenido; nos enteramos de las distintas calidades de la tierra y de todas las amenazas que puede encontrar un grano desde la siembra a la cosecha; comprendemos la preocupación de las mujeres de que no les falte el aceite para la lámpara que ha de arder toda la noche; se nos describe cómo reacciona el hombre a quien el amigo despierta en medio de la noche; nos explican con qué unge las heridas el samaritano y cuál es su generosidad; se nos advierte que los caminos están llenos de salteadores; se habla de las telas y de la polilla, de la levadura que precisa cada porción de harina, de qué tipo de odres hay que usar para cada calidad de vino... Es todo un universo de pequeña vida cotidiana lo que encierra este lenguaje y no sueños o utopías. No era un soñador, era un hombre sencillo y verdadero. En su vida no hay gestos teatrales. Huye cuando quieren proclamarle rey, le repugna la idea de hacer milagros por lucimiento o por complacer a los curiosos. Tampoco hay en él un desprecio estoico a la vida. Cuando tenga miedo, no lo ocultará. Lo superará, pero no será un semidiós inhumano, un supermán eternamente sonriente. Tampoco utiliza una oratoria retórica altisonante. Habla como se habla. Vive como se vive. Jamás hace alardes de cultura. No hay en todo su lenguaje una sola cita que no esté tomada de la Escritura. No siente angustia ante lo que piensan de él, no se encoleriza cuando le calumnien. Pero le duele que no le comprendan. Ama la vida, pero no la antepone a la verdad.
No hay comentarios:
Publicar un comentario