jueves, 16 de mayo de 2024

Comentario a las lecturas del Domingo de Pentecostés 19 de mayo de 2024

Pentecostés es la culminación de la Pascua. La vida nueva que Jesús consiguió es también nuestra vida. Muchas veces no somos conscientes de la actuación del Espíritu en nosotros. Quizá sea porque no le dejamos actuar....Da la sensación de que estamos como los discípulos antes de Pentecostés: decimos que creemos en Jesús, nos confesamos cristianos, pero vivimos apocados, miedosos.

La Iglesia celebra hoy la Jornada de la Acción Católica y del Apostolado Seglar. Es el día de los laicos y de su misión. La Acción Católica es una realidad eclesial creada hace muchos años y que ha facultado la incorporación de los laicos a las tareas de la evangelización de la Iglesia. Pero, obviamente, la jornada está dedicada también a otros muchos movimientos de seglares que trabajan por la extensión del Reino de Dios en inteligencia y cercanía de la Iglesia católica. Todos los laicos que, de una forma u otra, trabajamos en expandir la Palabra de Dios debemos festejar este día y buscar, en lo personal y en lo comunitaria, fórmulas que mejoren la evangelización de nuestra sociedad, tal vez cada vez más alejada del pensamiento de Cristo. Sinceramente, es un día para reflexionar en profundidad sobre todo ello. Y es que, sin duda, Pentecostés es jornada de renovación, gracias al Espíritu que todo lo hace nuevo.

En el catecismo se nos resume lo que es Pentecostés: número 731 "El día de Pentecostés (al término de las siete semanas pascuales), la Pascua de Cristo se consuma con la efusión del Espíritu Santo que se manifiesta, da y comunica como Persona divina: desde su plenitud, Cristo, el Señor (cf. Hch 2, 36), derrama profusamente el Espíritu".

Número 732. "En este día se revela plenamente la Santísima Trinidad. Desde ese día el Reino anunciado por Cristo está abierto a todos los que creen en El: en la humildad de la carne y en la fe, participan ya en la Comunión de la Santísima Trinidad. Con su venida, que no cesa, el Espíritu Santo hace entrar al mundo en los "últimos tiempos", el tiempo de la Iglesia, el Reino ya heredado, pero todavía no consumado:

Hemos visto la verdadera Luz, hemos recibido el Espíritu celestial, hemos encontrado la verdadera fe: adoramos la Trinidad indivisible porque ella nos ha salvado..."

Hoy la Iglesia celebra la Jornada de la Acción Católica y del Apostolado Seglar. Es el día de los laicos y de su misión. La Acción Católica es una benemérita institución creada hace muchos años y que ha facultado la incorporación de los laicos a las tareas de la evangelización de la Iglesia. Pero, obviamente, la jornada está dedicada también a otros muchos movimientos de seglares que trabajan por la extensión del Reino de Dios en inteligencia y cercanía de la Iglesia católica. Todos los laicos que, de una forma u otra, trabajamos en expandir la Palabra de Dios debemos festejar este día y buscar, en lo personal y en lo comunitaria, fórmulas que mejoren la evangelización de nuestra sociedad, tal vez cada vez más alejada del pensamiento de Cristo. Sinceramente, es un día para reflexionar en profundidad sobre todo ello. Y es que, sin duda, Pentecostés es jornada de renovación, gracias al Espíritu que todo lo hace nuevo.

 

La primera lectura de hechos de los apóstoles (Act 2, 1-11)  da una descripción que utiliza esquemas y elementos de la literatura escatológica. El viento, el fuego, el ruido los utiliza el AT para describir la irrupción súbita de Dios, pero en esta descripción hay algo nuevo. Como en la mañana de la creación, pero en un estadio más avanzado de la historia de la salvación, Dios establece un nuevo principio, una nueva creación.

En el texto hay frecuentes alusiones a la alianza y a la asamblea del Sinaí. Pentecostés se presenta como la inauguración de la nueva alianza entre Dios y su pueblo reunido en asamblea.

San Lucas hace alusión varias veces a la alianza y a la asamblea del desierto. Ya es significativa la conexión entre Ascensión y Pentecostés: es necesario que Cristo "suba" para que el Espíritu sea "dado". Esta idea está tomada del Sal 67/68, 19 (Act 2, 33) que se cantaba en la liturgia judía de Pentecostés, y los targum del judaísmo aplicaban estos versículos a Moisés que "sube" al Sinaí para que "desciendan" la alianza y la ley (Dt 30, 12-13; cf. Jn 16,7).

La fiesta judía de Pentecostés celebraba también el don de la Ley recibida en el Sinaí cincuenta días después de la Pascua. Ahora cincuenta días después de la inmolación de Cristo y de su resurrección se derrama el Espíritu sobre los apóstoles. El primer elemento de esta escena es el viento que en la tradición bíblica indicaba la presencia y la acción de Dios (Gn 1. 2); 2. 7) y era símbolo del Espíritu de Dios (1 R 19. 11s) y lo asume Jesús en Jn 3. 5-8.

Las lenguas de fuego indican también el Espíritu de Dios (Mt 3. 11) o la presencia eficaz de Dios (Ex 3. 2; 19. 18; Is 6. 6; Ez 1. 4). También aquí hay una relación al Sinaí.

El ruido, el viento y la violencia mencionados en el v. 2 son los rasgos característicos de la alianza del Sinaí (Heb 12, 18-19; Ex 19,16). Estas manifestaciones "llenan la casa" del mismo modo que el Sinaí quedó totalmente invadido (Ex 19, 18). El ruido viene del cielo como el que retumba sobre la montaña (Ex 19, 3; Dt 4, 36). Las lenguas de fuego se explica igualmente en el contexto del Sinaí (v. 3). Muchos tárgum imaginaban que la voz que se manifestó en el Sinaí se dividía en siete o setenta lenguas para manifestar el universalismo de su mensaje: la Palabra de Dios ha sido llevada a todas las naciones, aunque sólo Israel la escuchó. Se comprenderá que estas lenguas fueran de fuego, recordando Ex 19, 18 y 24, 27, como Dt 4, 15 y 5, 5, que en la teofanía del Sinaí muestran a Dios hablando en la llama de fuego.

Pentecostés se presenta, pues, a los primeros cristianos como la inauguración de la alianza nueva y la promulgación de una ley que ya no está grabada en la piedra, sino en el Espíritu y la libertad (v. 4; cf. Ez 11, 19; 36, 26). Esta convicción ha contribuido, sin duda, a la redacción imaginativa del descendimiento del Espíritu. Lo esencial, sin embargo, se encuentra más allá de las imágenes: Dios no da sólo una ley, sino también su propio Espíritu.

El v. 4, que anuncia el don del Espíritu, sirve de transición entre las dos partes del relato. Después de haber descrito el descendimiento del Espíritu (vv. 1-3), San Lucas pasa a describir los efectos del carisma de la glosolalia (vv. 5-11). Pero, ¿en qué consistía ese "hablar en lenguas"?, ¿se trataba de sonidos sin sentido para el oído humano, o de varias lenguas que se hablaban simultáneamente? Este carisma se produjo repetidas veces en las comunidades primitivas: en Corinto (1 Cor 12, 30; 13, 1; 14, 2-29), en Cesarea (Act 10, 45-46) y en Éfeso (Act 19, 6). Todos estos testimonios hacen de este fenómeno, un carisma que sirve más para alabar a Dios que para instruir a la asamblea ( v. 11). Se trata, pues, de un "hablar a Dios" que puede sonar de modo extraño a los no iniciados (vv. 12-13) y que sería una lengua extática, manifestación más o menos psicológica que es interpretada como prenda de la futura espiritualización del hombre.

Esta glosolalia toma en San Lucas un matiz personal. El evangelista convierte el fenómeno de "hablar a Dios" extático en un "hablar a los hombres" en varias lenguas. Los vv. 4 y 6, que nos dan esta interpretación, muestran un vocabulario típicamente lucano. La mención de la "multitud" (v. 6: plêthos) es una alusión a la promesa que Dios hizo a Abraham de hacerlo un día padre de una "multitud" (plêthos) de naciones (Gén 17, 4-5; Dt 26, 5).

Ciertamente, las naciones sólo se presentan de un modo simbólico, porque la multitud se compone de judíos que dejaron, provisional o definitivamente, la Diáspora para venir a Jerusalén en peregrinación o para establecerse en esta ciudad (versículos 9-10). La lista de las naciones es bastante heteróclita, la mención de los cretenses y los árabes (v. 11) puede ser de origen posterior y la de Judea (v. 10) está aquí fuera de lugar. Esta lista hace además algunas omisiones importantes (Grecia, Cilicia...). De todas formas, el universo está presente.

El protagonista principal es el Espíritu de Dios, que ha de entenderse como la fuerza y presencia activa del Señor que lleva a cabo la salvación del hombre, inaugurándose así la comunidad de los salvados que hacen visible esta presencia. El Espíritu constituye al grupo de discípulos en testigos ante todos los pueblos. No hay fronteras para la salvación. La dimensión universal es bien clara. No sólo en cuanto destino, deseo o posibilidad, sino como realidad presente. La salvación es posible para todos, y todos pueden entenderla, cada uno con sus propias características, en su propia "lengua".

 

En el salmo (Sal  103, 1ab y 24ac. 29bc-30.31 y 34), El salmo 103 ( 104 de la numeración hebrea) es, quizá, uno de los salmos más antiguos que contiene el libro de los salmos y uno de los más estudiados por los comentaristas del presente siglo. El salmo canta la grandeza de Dios en las obras maravillosas de la creación.

Es un himno celebrativo que brota de un corazón ardiente de fe que sabe reconocer la presencia del creador en la naturaleza y su providencia en la asistencia que presta a las diferentes criaturas.

Hay otros salmos que comparten con éste la labor de alabar al creador a partir de sus obras: 8, 18 (v.2-7), 28 y 148. Pero este salmo, a diferencia de los demás, hace una presentación amplia y sistemática de las maravillas de la creación, lo que motiva que algún comentarista lo haya situado al lado de Gn 1 y Gn 2, como una tercera relación de la obra creadora de Dios.

Respecto a los orígenes de este salmo, se ha estudiado largamente la posible relación de dependencia entre El himno de Atón del faraón Amenofi IV, hallado en la pared de la tumba de un funcionario real de Tell El-Amarna, en Egipto. No parece que haya habido una dependencia literaria directa, como si el autor del Salmo 103 haya tenido el texto ante sus ojos y haya hecho una simple adaptación yahvista; más bien se acepta un cierto influjo indirecto.

Amenofis IV, llamado también Ankenatón, fue un faraón del siglo XIV a.C. que trasladó la capital egipcia de Tebas en el centro del país a un lugar llamado actualmente El-Amarna, como signo de la nueva religión que quería implantar: el abandono del politeísmo y la creencia en un único Dios, creador del universo, que tenía su representación visible en el disco solar (atón en egipcio). El faraón, casado con la famosa Nefertiti, compuso un largo himno de alabanza al papel creador y benéfico de Atón.

El himno es una glorificación de las obras del Dios-sol en el que destaca su carácter exclusivo, su acción creadora y providencial es universal: crea y diversifica las razas y las lenguas, da vida a todos los países con su luz y con el agua del Nilo y de las lluvias de las montañas. El faraón es el hijo de la divinidad. Dios es trascendente, a pesar de que está presente en toda la creación, no obstante continúa siendo misterioso incluso para sus propios fieles.

Hallamos parecidos entre el himno de Atón y el salmo 103: la mención de los leones y las fieras, el ritmo diario del trabajo humano, el río y las lluvias de los montes, la acción providente de Dios que alimenta a sus criaturas...

En la época de la composición de este himno, había una rica relación diplomática y cultural entre la capital egipcia en El-Amarna y las poblaciones cananeas, como lo evidencia la rica correspondencia conservada en el archivo real. Es, por tanto, verosímil, pensar que el himno pasó del valle del Nilo a Canaán y allí, en el transcurso de los siglos, acabó formando parte de la cultura popular que asimilaron los israelitas.

Años más tarde, un fiel yahvista, quiso componer un himno de alabanza a Dios por la creación, y tomó frases literarias de otras composiciones anteriores, herederas lejanas del himno egipcio.

Podemos dividir esta pieza hímnica en tres partes: v. 1-4 forman la introducción; v.5-30 son el cuerpo del salmo; v.31-35 son la parte final.

Así comenta San Agustín estos versículos: " [v.1]. Luego digamos rodos: Bendice, alma mía, al Señor. Hablemos todos a nuestra alma, porque el alma de todos nosotros, por nuestra única fe, es una sola, y todos nosotros, los que creemos en Cristo, por la unidad de su Cuerpo, somos un solo hombre. Bendiga nuestra alma al Señor por tantos beneficios suyos, por tantas y tan grandes dádivas de su gracia. Estos dones los encontramos en este salmo si ponemos atención, y si, con espíritu valeroso, desechamos, en lo posible, las tinieblas del pensamiento carnal, y el ojo puro de nuestro corazón, y no nos lo impida la vida presente, con sus deseos y ocupaciones, y no nos ciegue la codicia del siglo. Hemos, pues, de oír sus muchos, alegres, llenos de gozo, hermosos y apetecibles dones suyos, que ya veía en espíritu el que compuso este salmo, y con el gozo de su contemplación, lo eructaba, diciendo: Bendice, alma mía, al Señor."

....

3. La tierra está llena de tus criaturas. ¿De qué criaturas tuyas está llena la tierra? De toda clase de árboles y de huertos de frutas, de toda clase de animales y de bestias; y también de toda la multitud del mismo género humano, está llena la tierra de las criaturas de Dios. Lo vemos, lo sabemos, lo leemos, lo reconocemos, lo alabamos, y entre ellos predicamos; y no llegamos a ensalzar tanto como nuestro corazón rebosa ante la presencia de esta gozosa contemplación. Pero de modo especial debemos poner la mirada en aquella criatura de la que dice el Apóstol: Si uno está en Cristo, es una criatura nueva; lo viejo ha pasado; ya veis que todo se ha hecho nuevo7. ¿Qué cosas viejas han pasado? En los gentiles toda la idolatría, y en los mismos judíos toda aquella servidumbre de la ley, todos aquellos sacrificios que prefiguraban el actual sacrificio. La vejez del hombre había llegado al máximo de su apogeo, y vino el que había de renovar su obra, vino el que había de refundir su plata y acuñar de nuevo su efigie, y vemos que la tierra está llena de cristianos que creen en Dios; y que apartándose de sus anteriores inmundicias e idolatrías, desde su antigua esperanza, se pasan ahora a la esperanza del nuevo mundo; y esto sabéis que todavía no es en la realidad, sino que se posee ya en esperanza, y por esta esperanza, precisamente, es por lo que cantamos y decimos: La tierra está llena de tus criaturas. Y no es en la patria donde cantamos esto, no es todavía en el lugar de reposo que se nos promete, no se han todavía reforzado los cerrojos de las puertas de la Jerusalén celeste8; sino que permaneciendo todavía en peregrinación, contemplando todo este mundo, y al ver correr de todas partes a los hombres hacia la fe, temiendo el infierno, despreciando la muerte, amando la vida eterna, y mirando con indiferencia la presente; con un tal espectáculo, rebosantes de alegría, decimos: Está llena la tierra de tus criaturas.

....

[v.30]. Mira también lo que sigue: Enviarás tu espíritu, y serán creados. Quitarás su espíritu, y enviarás el tuyo: Les quitarás su espíritu, ya no tendrán su espíritu. ¿Han quedado, pues, desamparados? Bienaventurados los pobres de espíritu; no han sido, no, abandonados, porque de ellos es el reino de los cielos38. No han querido tener su propio espíritu; y tendrán el espíritu de Dios. Esto es lo que dijo a los futuros mártires: Cuando os arresten y os lleven presos, no os preocupéis de lo que vais a decir, ni de cómo lo diréis, porque no sois vosotros los que habláis, sino el Espíritu de vuestro Padre quien habla en vosotros39. No os atribuyáis la fortaleza. Si es la vuestra, dice, y no es la mía, entonces es terquedad, no fortaleza. Les quitarás su espíritu, y desfallecerán, y volverán de nuevo a ser su polvo; enviarás tu espíritu, y serán creados. Somos, en realidad, hechura suya —dijo el Apóstol—, creados para hacer el bien40. De su espíritu hemos recibido la gracia para vivir en la justicia, porque es él quien justifica al impío41. Les quitarás su espíritu, y desfallecerán; envías tu espíritu, y serán creados, y renovarás la faz de la tierra, es decir, con nuevos hombres que confiesen haber sido justificados, y que no son justos por sí mismos, para que la gracia de Dios resida en ellos. Mira cómo han de ser aquéllos por los que se ha renovado la faz de la tierra. Dice Pablo: He trabajado más que todos ellos. ¿Qué dices, Pablo? Mira a ver si has sido tú, o ha sido tu espíritu. No he sido yo —añade—, sino la gracia de Dios conmigo42.

15. [v.31]. ¿Qué hacer, entonces? Puesto que, al retirar el Señor nuestro espíritu, volveremos a ser nuestro polvo, quizá podamos mirar con provecho nuestra debilidad, para recibir su espíritu, y así seamos creados de nuevo. Fíjate en lo que sigue: Sea la gloria del Señor para siempre. No la tuya, ni la mía, no la de éste, o la de aquél otro; sea la gloria del Señor, no por un tiempo, sino eternamente. El Señor se gozará en sus obras. No en las tuyas, como tuyas; ya que tus obras, si son malas, es por tu maldad; y si buenas, es por la gracia de Dios. Se gozará el Señor en sus obras.

....

[v.34]. Que le sean agradables mis palabras; y yo me regocijaré en el Señor. Que le sean agradables mis palabras. ¿Cuáles han de ser las palabras del hombre ante Dios, sino la confesión de los pecados? Confiesa a Dios lo que eres, y habrás hablado con él. Habla con él, practica las buenas obras, y habla. Lavaos, purificaos —dice Isaías—, apartad de la mirada de mis ojos la maldad de vuestras almas, dejad de obrar inicuamente, aprended a obrar el bien, haced justicia al huérfano, defended a la viuda, y luego venid y hablaremos, dice el Señor46. ¿Qué es hablar con Dios? Mostrarte a él que te conoce, para que se muestre él a ti, que lo desconoces. Que le sean agradables mis palabras. Mira lo que le agrada al Señor cuando le hablas: el sacrificio de tu humildad, la contrición de tu corazón, la ofrenda de tu vida como un holocausto; esto le agrada al Señor. Y a ti, ¿qué te es agradable? Y yo me regocijaré en el Señor. Ésta es la conversación recíproca que ya he citado: muéstrate a él que te conoce, y él se muestra a ti que lo desconoces. Lo mismo que a él le es agradable tu confesión, a ti se te hace agradable su gracia. Él se te ha mostrado. ¿Cómo ha sido? Por la Palabra. ¿Qué Palabra? Cristo. Al hablarte a ti, se manifestó a sí mismo. Al enviarte a Cristo, te ha hablado de sí mismo. Oigamos ya claramente a la misma Palabra: El que me ha visto a mí, ha visto al Padre47. Y yo me regocijaré en el Señor." (San Agustín. Comentario al salmo 103.

https://www.augustinus.it/spagnolo/esposizioni_salmi/esposizione_salmo_128_testo.htm).

 

En la segunda lectura Primera carta a los corintios  (1 Cor.  12, 3b-7. 12-13), En todo el capítulo 12 de esta carta Pablo expone la acción del Espíritu en la comunidad y en el individuo cristiano. La primera cosa es la confesión (v.3b). Decir que Jesús es Señor no es algo simplemente doctrinal, aprendido, una observación cualquiera, sino reconocer el señorío de Cristo de forma total, o lo que es lo mismo, confesarlo y creer en El. Lo cual no se hace por propias fuerzas, sino porque el Espíritu permite hacerlo.

La comunidad de Corinto pasa por la tentación del sincretismo: el mundo pagano pretende obtener un "conocimiento" de Dios por medio de trances y de fenómenos extáticos. Pero, como hemos visto en la lectura anterior (Act 2, 1-11), las comunidades cristianas gozan también de ciertos carismas. De ahí el peligro de confundir el conocimiento de Dios por la fe con los signos que lo acompañan.

Este conflicto sobre las manifestaciones más espectaculares de la experiencia de la fe: tenían demasiado éxito el "hablar en lenguas" y los éxtasis, y había demasiada admiración por los fenómenos espectaculares que se daban en las religiones paganas. Y Pablo quiere subrayar qué es lo más importante y dónde se nota si determinadas manifestaciones externas son realmente cristianas.

En este contexto, hoy leemos tres principios básicos de vida y de discernimiento cristianos, que colocan al Espíritu como fundamento al que todo debe referirse. En primer lugar, el punto de verificación de toda realidad cristiana es que conduzca a afirmar y reafirmar la fe: el que afirma y vive la fe, quiere decir que tiene el Espíritu con él.

En los vv. 1-3, Pablo define el criterio para distinguir los verdaderos carismas de los falsos: la fe del beneficiario, puesto que un carisma auténtico deberá contribuir siempre a reforzar la profesión de fe en el Señor Jesucristo (v.3).

Todo lo que hagan los cristianos, sea al nivel que sea (el texto traduce esta diversidad en "dones", "ministerios" y "funciones") proviene de Dios que da, y lo da para el bien común: el Espíritu presente en la comunidad hace que la comunidad genere todo lo que le es necesario; y malo cuando uno tiene un don de estos para sí mismo y no para la comunidad.

Así el segundo criterio de juicio se verifica en la colaboración de los carismas más diversos al único designio de Dios (vv. 4-6). El politeísmo pagano ostentaba carismas muy variados concedidos por dioses diferentes. En la Iglesia, por el contrario, todo se unifica en la vida trinitaria, ya se trate de gracias particulares, de funciones comunitarias o de prodigios maravillosos.

Puesto que un único Dios es la fuente de los carismas, no puede haber oposición entre ellos, del mismo modo que no puede haber competencia entre los beneficiarios. Si existe alguna oposición entre ellos, quiere decir que no provienen del Dios trinitario.

El tercer criterio para discernir los carismas: su mayor o menor capacidad de servir al bien común (v. 7) y a la unidad del cuerpo (vv. 12-13). Los carismas se distribuyen con vistas al bien común: todo cuanto aprovecha sólo a una persona, o no tiene repercusión en la asamblea, habrá que excluirlo de la comunidad, como, por ejemplo, las escenas de éxtasis o embriaguez. Los carismas, además, deben servir para el crecimiento y la vitalidad del cuerpo. Del mismo modo que este aúna a los miembros más diversos, la Iglesia aúna todas las funciones que en ella se realizan, en la unidad del Espíritu que la anima (versículos 12-13).

Así el autor destaca la complementariedad, pero una complementariedad que no es más que la realización diversificada de lo que Jesucristo es, y del cual formamos parte por el don del Espíritu recibido en el bautismo.

 

Previo al evangelio leemos la Secuencia de Pentecostés.

Esta oración es una de las oraciones más bellas y más devotamente rezadas por todos los cristianos a la largo de los siglos. Rezada con devoción y amor, esta oración nos da paz interior, consuelo y descanso en nuestro siempre difícil caminar por este mundo. Cuando el Espíritu Santo se hace nuestro huésped interior y se apodera de nuestra alma, nos ilumina, nos vivifica y nos fortalece. Sí, como decimos cuando rezamos esta bellísima oración, El Espíritu Santo nos fortalece cuando estamos débiles, nos llena interiormente cuando nos sentimos pobres y vacíos, nos da luz y calor cuando estamos apagados y fríos, nos orienta y sana nuestro corazón desorientado y enfermo, sucio o indómito. Por naturaleza somos egoístas, débiles y tornadizos; si nos dejamos arrastrar por nuestros instintos más primarios, caemos fácilmente en actitudes y comportamientos que son más animales que espirituales. Necesitamos la fuerza del Espíritu, la gracia y el calor de lo alto, para sobreponernos a las tentaciones del mundo, del demonio y de la carne. Tenemos que pedir hoy con fervor que el Espíritu Santo se haga dulce huésped de nuestra alma, brisa en las horas de fuego, gozo que enjugue las lágrimas, don en sus dones espléndido. Que sea agua viva que riegue nuestro corazón árido y seco, aliento que vivifique y dé vida a nuestra alma, padre amoroso que, con su amor, guíe y llene nuestro corazón que está siempre inquieto e insatisfecho cuando no descansa en Dios.

 

El evangelio de hoy es de San Juan (Jn  20, 19-23). El evangelio de hoy fue leído ya el domingo segundo de Pascua, dentro del contexto más amplio del episodio de Tomás. El fragmento de hoy está centrado en el Espíritu como don pascual de Cristo resucitado. La escena se desarrolla, efectivamente, "al anochecer de aquel día", "el primero de la semana" (cf. 20. 1) que, paralelamente al primer día del Génesis, supone el inicio de la nueva creación y de la nueva alianza. Jesús exhala su aliento sobre el grupo de los discípulos y les da su Espíritu del mismo modo que Dios infundió su aliento sobre el primer hombre para darle la vida (cf. Gn 2. 7).

En San  Juan, Pascua y Pentecostés se unen. El mismo día en que Jesús resucita, «el primer día de la semana», infunde sobre sus discípulos el Espíritu Santo. Lo hace con un gesto magnífico: exhalando su aliento sobre ellos. Este soplo recuerda, en primer lugar, el primer soplo de Dios sobre el hombre, y lo llenó de espíritu de vida. Jesús comunica a sus discípulos su aliento, su espíritu, el primer día de la primera semana de la nueva era para la nueva humanidad. Estos discípulos revivieron y quedaron transformados, recreados; empezaron a ser hombres nuevos, superando miedos y tristezas.

La opción que los discípulos han hecho por Jesús les ha granjeado la enemistad de los judíos. La expresión miedo a los judíos es de carácter religioso. No significa miedo al pueblo judío (los discípulos eran judíos), sino miedo a la exclusión de la sinagoga, decisión esta que los guardianes de la Ley de Dios habían tomado contra todo el que reconociera a Jesús como Mesías (ver Jn.9,22). Excluidos de la comunidad creyente, los discípulos de Jesús eran un grupo sin puesto y sin paz.

La presencia de Jesús cambia esta situación de los discípulos. Es el Jesús de siempre, al que habían conocido, con el que habían convivido y por el que habían optado. Jesús les devuelve primero la paz de la que carecían por estar excluidos de la sinagoga. En segundo lugar, Jesús les da un puesto y una razón de ser en el mundo convirtiéndolos en enviados suyos, de la misma manera que él lo había sido antes del Padre. Surge así la comunidad creyente, que se llamará Iglesia para distinguirse de la Sinagoga.

Por otra parte, este aliento de Jesús significa que transmite a los discípulos su propio Espíritu, que es algo suyo y que es el regalo de su Pascua. Ahora los discípulos, animados por el Espíritu, continuarán la obra de Jesús y harán presente a Jesús. Es fácil, porque el Espíritu es el mismo.

El Espíritu Santo es el aliento de Jesús. Lo que respira la Iglesia es el Espíritu de Jesús. Lo que nosotros oramos en el Espíritu es la oración de Jesús. Toda nuestra vida íntima es la vida de Jesús, que el Espíritu nos comunica.

El mismo día de Pascua, el Señor resucitado, rebosante de Espíritu, exhaló su aliento sobre sus discípulos. Un gesto vitalista que recuerda el de la creación. Cristo quiso recrear a sus discípulos desanimados, sin «espíritu de vida»; por eso, sopló sobre ellos el Espíritu vivificador. El Espíritu que resucitó a Jesús de entre los muertos, resucitaría también a sus discípulos medio muertos.

Y aquellos hombres se llenaron de vida nueva. Fue el primer día de la semana cuando Dios se puso a crear. Este sería el primer día de la nueva creación. Empezaba así la era del Espíritu.

La nueva comunidad se caracteriza por el Espíritu de Jesús y del Padre. En razón de este Espíritu la nueva comunidad encarna la oferta de gracia de Dios a los hombres. Las últimas palabras del texto se pueden parafrasear de la siguiente manera: Vosotros sois a partir de ahora los responsables de la oferta de mi Padre a todos los hombres. De vosotros depende ahora esta oferta.

Los destinatarios de estas palabras no son sólo los doce como a veces se piensa, sino la totalidad de la comunidad. El trasfondo de este texto no es jerárquico, sino comunitario. El sentido de estas palabra es a su vez mucho más amplio y rico que la práctica del actual sacramento de la Penitencia.

 

Para nuestra vida

Hoy celebramos la Solemnidad de Pentecostés.

En sus orígenes, Pentecostés  fue fiesta de la cosecha, de la plenitud y la abundancia.

Muy pronto la fecha se fijó a los cincuenta días de la Pascua, uniéndola al acontecimiento liberador del Éxodo: el Sinaí y la Antigua Alianza.

Cuando en el Nuevo Testamento se pone en marcha el pueblo de la Nueva Alianza, se escogerá, también, la fiesta de Pentecostés.

Cristo sube al cielo y baja el Espíritu Santo; Moisés sube al Sinaí y baja con las tablas de la Ley.

En el Sinaí, la presencia de Dios se manifiesta por medio de las fuerzas de la naturaleza (truenos, relámpagos, densa nube, fuego, temblor de tierra...), en el Pentecostés de la Nueva Alianza, , en el que el Espíritu de Dios también desciende, igualmente hay unas manifestaciones de fuerza de la naturaleza: ruido del cielo, viento recio, lenguas de fuego.

Pentecostés se presenta a los primeros cristianos como la inauguración de la Nueva Alianza y la proclamación de una Ley que ya no está grabada en piedra sino en el corazón.

Llegado el plan de Dios a su plenitud, lo que el pecado había roto en Babel, dividiendo las lenguas, en Pentecostés todos entienden a los apóstoles, aunque hablen lenguas diversas.

El Espíritu da a su Iglesia el don de las lenguas para que todos los hombres de todos los tiempos, lenguas y culturas puedan escuchar las "maravillas de Dios". 

 

En la primera lectura, se nos narra la venida del Espíritu Santo en la fiesta judía de Pentecostés. Se nos dice que estaban  todos, es decir el conjunto de los discípulos, todos los que se proclamaban seguidores de Jesús. Por tanto, los dones del Espíritu lo reciben todos los cristianos, no sólo los que han recibido el orden ministerial.

Es la culminación de la Pascua. La vida nueva que Jesús consiguió es también nuestra vida. Muchas veces no somos conscientes de la actuación del Espíritu en nosotros. Quizá sea porque no le dejamos actuar....Da la sensación de que estamos como los discípulos antes de Pentecostés: decimos que creemos en Jesús, nos confesamos cristianos, pero vivimos apocados, medrosos, sin garra. Entonces nos refugiamos en nuestra fortaleza por miedo a salir al mundo. Pero la imagen que define mejor a la Iglesia no es la de la fortaleza, sino la de la tienda que se planta en medio del mundo.

¿No nos dijo Jesús el domingo pasado que bajáramos al valle y no nos quedásemos plantados mirando al cielo? También los discípulos estaban dentro con las puertas y ventanas cerradas por miedo a los judíos. Comparten miedos, ilusiones y el recuerdo de Jesús. El Espíritu se presentó como un vendaval y unas llamas de fuego. El viento y el fuego purifican y transforman. Y entonces..., salieron a predicar, sin miedo, sin utilizar la fuerza, sostenidos en su debilidad por el Espíritu. Cuando la Iglesia se encierra en sí misma por miedo a contaminarse con el mundo, cuando la imagen que da es la de una fortaleza firme, no convence. Se convierte en piedra de escándalo para muchos.

El Espíritu actúa en todo, aunque cada uno reciba un don y una función. A cada carisma o don corresponde un ministerio o servicio. Pero todos somos miembros del cuerpo de Cristo y hemos recibido la misma dignidad por el Bautismo. ¿Reconoces en ti el carisma que has recibido?, ¡sabes cuál es tu misión dentro de la Iglesia! En este momento de la historia más que nunca hay que reconocer la importancia de los ministerios laicales. La Iglesia debe tener una estructura circular y no piramidal.

 

En el salmo de hoy reconocemos y pedimos la actuación de Dios.  Envía tu espíritu, Señor, y repuebla la faz de la tierra. Bendecimos y damos gracias a Dios por el gran don de la creación, por su grandeza.

"Bendice alma mía al Señor ¡Dios mío, qué grande eres!"

Para el que quiera ver, toda la creación habla de la existencia de Dios, sobretodo la creación del hombre, con la capacidad de desarrollar la obra creadora divina.

"Cuántas son tus obras, Señor, la tierra está llena de tus criaturas"

Pero si todo se mantiene es por su aliento de vida; si falta el aliento, falta la vida; sin el creador, sin Dios, no hay aliento, no hay vida, todo aboca a la muerte.

"Le retiras el aliento, y expiran, y vuelven a ser polvo"

El aliento de Dios, su Espíritu, es vida y llena todo de vida ("Señor y dador de Vida"); es el alma de la creación.

"envías tu aliento y los creas, y repueblas la faz de la tierra"

La vida de todos los seres, especialmente el hombre, con sus capacidades y sus obras, deben ser un constante canto de acción de gracias y alabanza al creador.

" Gloria a Dios para siempre, goce el Señor con sus obras"

El autor del salmo 103 nos da una lección de mirada creyente y contemplativa sobre el universo. Es cierto que los conocimientos científicos actuales sobrepasan y convierten en ingenua la mentalidad primitiva con que se expresa el autor; sus convicciones de fondo, no obstante, son para nosotros un modelo de fe contemplativa.

Con la contemplación, la naturaleza queda transformada, el mal casi desaparece, el esfuerzo agotador del trabajo humano queda eclipsado por una labor al servicio del plan divino. Detrás de todo lo que existe aparece la mano de Dios que sostiene el océano, da alimento a los ganados, infunde su aliento sobre los animales. Dios es el artífice de todo lo creado, el hombre participa de ello desde la contemplación creyente.

 

En la segunda lectura, se nos recuerda algo que el catecismo expresa en su numero 683 "Nadie puede decir: "¡Jesús es Señor!" sino por influjo del Espíritu Santo" (1 Co 12, 3). "Dios ha enviado a nuestros corazones el Espíritu de su Hijo que clama ¡Abbá, Padre!" (Ga 4, 6). Este conocimiento de fe no es posible sino en el Espíritu Santo. Para entrar en contacto con Cristo, es necesario primeramente haber sido atraído por el Espíritu Santo. El es quien nos precede y despierta en nosotros la fe. Mediante el Bautismo, primer sacramento de la fe, la Vida, que tiene su fuente en el Padre y se nos ofrece por el Hijo, se nos comunica íntima y personalmente por el Espíritu Santo en la Iglesia.

Si Cristo es la Cabeza y los cristianos son el Cuerpo, el Espíritu Santo es el alma, la vida de la Iglesia.

Por la acción del Espíritu Santo es posible la fe, la proclamación de que Jesús es el Señor.

Y el Espíritu Santo distribuye sus dones a los miembros del Cuerpo para que éstos estén sanos y fuertes, para que cada uno cumpla con su función. Sólo así el Cuerpo llevará a cabo su tarea.

Todos los miembros son necesarios, y todos dependen de todos. La diversidad de miembros, de dones y funciones, nos habla de la generosidad del Espíritu.

Esta riqueza pluriforme no puede producir distinciones, antagonismos, creernos poseedores absolutos de la verdad; pues todo don es para la edificación de la Iglesia y para el bien común. Cuando en el ejercicio de un ministerio o una función, no crece el Cuerpo entero, no hay don ni carisma del Espíritu.

Al construir el Cuerpo Místico, la Eucaristía reúne a las mentalidades y carismas más diversos, pero deseosos de colaborar en el amor y la unidad.

La ruptura y la desunión son pecados contra el Espíritu.

 

Esplendida la secuencia de hoy previa al evangelio. Ven Espíritu divino, manda tu luz desde el cielo… Entra hasta el fondo del alma, divina luz, y enriquécenos. Yo creo que deberíamos rezar todos los días esta bella Secuencia de este día de Pentecostés. Sí, debemos pedirle todos los días al Espíritu divino que nos conquiste y nos posea, porque es la única manera que tenemos de vivir como auténticos hombres nuevos, dirigidos por la gracia de Dios.

 

En el evangelio de hoy , se nos narra como el resucitado se hace presente entre los suyos. Todavía dudosos, Jesús les saluda con la paz y les enseña las manos y el costado.

La alegría expresa que se va fortaleciendo su fe en el resucitado. No hay nada nuevo, se va cumpliendo todo lo que Jesús les había dicho. Ya es hora de comenzar la tarea, la misión; la misma que el Padre le encomendó a él.

 Con todo, necesitan de su empuje; ellos solos no pueden llegar muy lejos.

Se lo había repetido varias veces aquella noche que precedió a la pasión, después de la Cena. No los dejaría ni solos ni huérfanos, les enviaría el Espíritu; Él les acompañaría, les daría fuerzas, les llevaría al conocimiento de la verdad plena.

Y exhaló su aliento sobre ellos y cobraron nueva vida, como en la creación, por el aliento de Dios, cobró vida la figurita de barro.

Una nueva vida que debe llegar a todos los hombres de todos los tiempos y lugares.

En Pentecostés lo decisivo es abrir el corazón. El mayor pecado según la tradición bíblica es vivir con un corazón cerrado y endurecido, un corazón de piedra y no de carne. Quien vive cerrado en sí mismo no puede acoger al Espíritu, que es amor.

Por eso lo decisivo es abrir el corazón:

- Abrir el corazón a la compasión y a la ternura.

- Abrir el corazón a la admiración y a la acción de gracias.

- Abrir el corazón con generosidad y bondad.

- Abrir el corazón a Dios y dejar que él sea dios en nuestra vida.

Necesitamos un corazón nuevo. Y saber mirar a través de él. Y tenerlo transparente. Así, en nuestro rostro y en nuestra sonrisa, nuestros hermanos sabrán que Dios está entre nosotros amando intensamente y que su mayor deseo es que seamos felices viviendo en comunión.

Que ésta sea hoy nuestra primera oración al Espíritu: «Danos un corazón nuevo, un corazón de carne, sensible y transformado, un corazón compasivo como el de Jesús».

La tradición cristiana considera que la Iglesia nació el día de Pentecostés, porque ese día fue cuando los discípulos de Jesús comenzaron a predicar con fuerza y sin miedo el evangelio que les había predicado el Maestro. Hasta ese día, después de la muerte de Cristo, los discípulos se habían mantenido acobardados, encerrados en una casa, con las, primero a los judíos y después a los gentiles, el evangelio del Reino, tal como lo habían escuchado de boca del mismo Jesús. Predicaron el evangelio de Jesús con el alma llena de alegría, derramando la paz del Espíritu que habían recibido, y con el alma llena de perdón puertas y el alma bien cerradas por miedo a los judíos. Fue a partir del día de Pentecostés cuando recibieron la fuerza del Espíritu Santo como motor de sus vidas, que les impulsó a predicar. Así tenemos que hacer los cristianos de hoy; que se nos note la alegría del Espíritu, la paz de Dios y la capacidad de personar siempre con espíritu cristiano. Es decir, que seamos cristianos valientes, alegres, pacíficos y perdonadores.

 

 

 

Pentecostés va íntimamente unida a la fe, que  es un don singular del Espíritu que nos hace reconocer en Jesús al Señor. La segunda lectura de hoy ha dicho una cosa que nos puede sorprender: "Nadie puede decir Jesús es Señor, si no es bajo la acción del Espíritu". Claro que materialmente cualquiera puede decir: "Jesús es Señor", pero debemos entenderlo como una profesión de convencimiento y como una profesión que nos lleve a adorar sólo a Jesús y no estar queriendo hacer adulterios en nuestro corazón, reconociendo a Jesús como Señor, pero en cambio viviendo de otros ídolos: el dinero, el aparentar, los materialismos de la tierra. Por eso, “Jesús es Señor” sólo lo puede decir el que tiene fe. Nadie puede decir "Jesús es el único Dios", "Jesús es el Señor" si no ha sido envuelto en el ropaje de la fe que nos da el Espíritu Santo.

Aunque muchas veces olvidado, el Espíritu Santo es el que está animando y alimentando, calladamente, nuestra vida cristiana.

Es el Espíritu Santo el que nos ilumina, el que nos enseña, el que guía a la Iglesia, a sus pastores, a sus miembros para que seamos fieles a Jesucristo a lo largo de la historia.

Es Espíritu Santo nos hace testigos, seguidores de Jesucristo; el Espíritu Santo es el motor, el alma de nuestra vida cristiana.

Si dejamos que actúe en nosotros, es viento recio que sacude nuestra comodidad y nuestra apatía, que remueve una fe instalada en la rutina, que empuja a dar la cara, a anunciar las maravillas de Dios, lo que ha hecho por nosotros, en medio de la gente.

Si dejamos que el Espíritu Santo actúe en nosotros, es fuego que purifica nuestra vida cristiana, que le quita impurezas y adherencias, que la hace más limpia y transparente. Y es que son esas impurezas y adherencias las que impiden que los demás vean en nosotros el rostro de Cristo, en nuestras palabras, las palabras de Cristo, en nuestros comportamientos los comportamientos de Cristo, que pasó por el mundo haciendo el bien. Tal vez muchos de los que rechazan y persiguen a la Iglesia y a los cristianos es porque no ven en nosotros a Jesucristo.

El Espíritu Santo es comunión en la diversidad; porque las lenguas son muchas y las formas de expresar la fe, también; y porque el Espíritu Santo es uno, la diversidad no nos rompe, sino que nos enriquece. Cuando andamos rotos, divididos, peleándonos, creyéndonos poseedores únicos de la verdad cristiana, es que tenemos encerrado al Espíritu Santo y no le dejamos actuar. Seguimos construyendo la torre de Babel en la confusión de lenguas.

Y cuando tenemos encerrado al Espíritu Santo y no le dejamos actuar, el Cuerpo de Cristo, la Iglesia, y sus miembros estamos muertos, pues el Espíritu Santo es alma y vida de este cuerpo, él es "Señor y dador de vida".

Y el Espíritu Santo es aliento de una nueva vida, de una nueva creación, del mundo nuevo que hay que construir; y para comenzar de nuevo, el poder de perdonar los pecados.

Hoy, de una manera especial, necesitamos redescubrir la presencia del Espíritu Santo en nosotros, liberarle, para que nos llene de su fuerza y de su vida en estos tiempos difíciles para fe, en los que los que nos gobiernan quieren borrarla de la sociedad.

Si nos quedamos en denuncias, en críticas, en lamentos, pero nuestra vida cristiana no se revitaliza, el Espíritu Santo sigue encerrado.

El Espíritu Santo nos hace testigos de Jesucristo. Y en esta hora histórica, personal e irrepetible que nos toca vivir, se necesita que los cristianos seamos , con nuestras palabras y nuestros comportamientos, testigos de Jesucristo.

Rafael Pla Calatayud.

rafael@betaniajerusalen.com

 

sábado, 11 de mayo de 2024

Comentario a las Lecturas del VII Domingo de Pascua Solemnidad de la Ascensión 12 de mayo 2024

Este domingo, dentro de la última reforma litúrgica, celebramos la Ascensión del Señor. La Iglesia.

En algunos lugares esta gran fiesta litúrgica sigue situada en el jueves de la VI Semana. Pero parece oportuna su posición en la Asamblea Dominical pues, sin duda, engrandece al domingo, pero también el domingo --el día del Señor-- universaliza la celebración. Contamos en los textos de hoy con un principio y un final. Se leen los primeros versículos del Libro de los Hechos de los Apóstoles y los últimos del Evangelio de Marcos. En los Hechos se va a narrar de manera muy plástica la subida de Jesús a los Cielos y en el texto de Marcos se lee la despedida de Jesús que, sin duda, es impresionante: "Se me ha dado pleno poder en el cielo y en la tierra. Id y haced discípulos de todos los pueblos, bautizándolos en el nombre del Padre y del Hijo y del Espíritu Santo; y enseñándoles a guardar todo lo que os he mandado. Y sabed que yo estoy con vosotros todos los días, hasta el fin del mundo".

Es el mandato de Jesús a sus discípulos y el ofrecimiento de sí mismo, de su cercanía, hasta el final de los tiempos. Interesa ahora referirse, por un momento, a la Segunda Lectura, al texto paulino de la Carta a los Efesios donde se explica la herencia de Cristo recibida por la Iglesia. Dice San Pablo: "Y todo lo puso bajo sus pies, y lo dio a la Iglesia como Cabeza, sobre todo. Ella es su cuerpo, plenitud del que lo acaba todo en todos". Es, pues, la confirmación del mandato de Jesucristo

Esta celebración de la Solemnidad de la Ascensión del Señor la hacemos con la convicción de que, Jesús, está siempre al otro lado. De que nos acompaña hasta el último día de nuestro mundo. Tendremos luchas, saldrán a nuestro encuentro dificultades, numerosas naciones darán la espalda a una religión cristiana que ha sido el cuño y la identidad de su historia. Pero, el Señor, no nos abandona.

Hoy se celebra la 58º Jornada Mundial de las Comunicaciones Sociales. «Inteligencia artificial y sabiduría del corazón: para una comunicación plenamente humana» es el tema que propone el Santo Padre para la Jornada de este año. Ese mismo día, se celebrará en la ermita de Ntra. Sra. de los Ángeles, dentro del Cerro, en Getafe, una eucaristía que conmemora esta jornada mundial presidida por Mons. Ginés García Beltrán, obispo de Getafe, retransmitida por la 2 de TVE.

Por su parte, la Santa Sede hizo público el pasado mes de enero, el Mensaje del papa Francisco para la 58º Jornada Mundial de la Comunicaciones Sociales en el que destaca cómo la inteligencia artificial está modificando radicalmente la información y la comunicación. El pontífice plantea si la inteligencia artificial acabará construyendo «nuevas castas basadas en el dominio de la información» o si, por el contrario, traerá «más igualdad promoviendo una información correcta».

¿Cuál es el mensaje de los obispos? En el foco: la inteligencia artificial

Los obispos de la Comisión Episcopal para las comunicaciones sociales también han escrito un mensaje con motivo de esta Jornada Mundial . En el texto invitan a reflexionar sobre una revolución de calado: la de la inteligencia artificial. Por un lado, en lo que atañe a la dignidad humana, ya que, afecta a las personas y debe tener al ser humano y su dignidad en el centro. Por otro, sobre su repercusión en el ámbito de la comunicación. Un campo, en el que puede ser una oportunidad pero también un riesgo.

Los obispos inciden en poner al ser humano en el centro de la comunicación: «la inteligencia artificial debe de ser liberada de sesgos ideológicos, políticos, de eficiencia económica, que expulsan al ser humano del centro de la actividad de comunicación», aseguran.

En este sentido, destacan: «El sesgo de humanidad es el único indispensable en una inteligencia artificial socialmente responsable, al servicio de la dignidad del hombre y de nuestro tiempo».

Los obispos, antes de finalizar su mensaje, también señalan que «toda comunicación es, de manera especial en ese tiempo, uno de los elementos claves para la fortaleza de las democracias. Por eso, es preciso proteger este derecho constitucional a comunicar o recibir libremente información veraz por cualquier medio de difusión, de los poderes económicos y políticos, que tantas veces desean limitarlo».

En la primera lectura del Libro de los Hechos  (Hech. 1, 1-11), "En mi primer libro, querido Teófilo, escribí todo lo que Jesús fue haciendo y enseñando..." (Hch 1, 1). San Lucas quiso dejar constancia por escrito no sólo de la vida de Jesucristo, sino también de la de su Santa Iglesia. En esos primeros tiempos, bajo una especial asistencia del Espíritu Santo, se marca para siempre la dirección por la que luego la Iglesia habría de caminar. De ahí que haya un empeño permanente en volver a los principios, para adecuar a ellos el presente. 

El autor de Hechos, antes de comenzar la segunda parte de su obra (continuación del tercer evangelio), recuerda brevemente al lector, Teófilo, el punto a donde había llegado en la primera parte (v. 1-2). Aprovecha la ocasión para ampliar lo que ya había brevemente insinuado en los últimos versículos de su evangelio: las apariciones y conversaciones de Jesús con sus apóstoles después de la resurrección y las recomendaciones dejadas, la ascensión de Jesús a la gloria del Padre y el retorno de los discípulos a Jerusalén, donde establecen la residencia comunitaria.

Estas primeras palabras del libro sirven de introducción y de conexión con el tercer evangelio perteneciente al mismo autor y dedicado igualmente al mismo amigo Teófilo. Aquí no se habla ya de Jesús recorriendo Palestina con sus discípulos, sino de Jesús resucitado. Por supuesto que es la misma persona, pero Jesús ha pasado definitivamente las puertas de la muerte. Ya vive en el más allá, compartiendo la gloria del Padre; solamente que por algunos días quiere manifestarse a sus seguidores y entregarles sus últimas instrucciones.

La finalidad de todo este fragmento es la de presentar el grupo de los apóstoles como depositario legítimo y oficial de la doctrina y de la misión de Jesús. Por consiguiente todo el desarrollo posterior de la vida de la Iglesia, de su predicación, de su vida, su misión, encontrarán su punto de apoyo en este grupo nuclear. El autor de Hechos piensa ya en la extensión de la misión eclesial entre los paganos y los conflictos que ello ocasionó en el seno de la primera generación cristiana. Esta decisión de la Iglesia encuentra su fundamento en la autoridad del Resucitado depositada en el grupo apostólico.

Con los dos primeros versículos, Lucas empalma este "segundo libro" (Hechos de los Apóstoles) con el "primer libro" (el tercer evangelio). El "primer libro" se refería a lo que Jesús había hecho y enseñado mientras estaba corporalmente con sus discípulos; el "segundo libro", a partir del momento de haber sido llevado al cielo, supone una nueva etapa, en la que Jesús, corporalmente ausente, pero más presente y operante que nunca por medio del Espíritu Santo, sigue conduciendo a la comunidad de los que creen en él.

San Lucas da dos versiones de la Ascensión: una en su evangelio. En la versión de los Hechos, la Ascensión aparecía ante todo como la inauguración de la misión de la Iglesia en el mundo. Los cuarenta días (v. 3) fijados por Lucas como la duración de la estancia en la tierra del Resucitado deben ser comprendidos en el sentido de un último tiempo de preparación (el número 40 designa siempre en la Escritura un período de espera), son pues una medida proporcional y no cronológica. La Resurrección no es pues un final, sino el preámbulo de una nueva etapa del Reino: la estancia de Cristo sentado a la derecha del Padre y de la misión de la Iglesia. A este respecto es muy significativa la advertencia de los ángeles que invitan a los apóstoles a no quedarse mirando al ciclo (v. 11).

La imagen de la nube no se debe tomar en sentido material. Para Lucas la nube es solamente el signo de la presencia divina, como lo fue en la tienda de la reunión y en el Templo. No se trata en modo alguno de un fenómeno meteorológico, sino de un acontecimiento teológico: la entrada de Jesús de Nazaret en la gloria del Padre y la certidumbre de su presencia en el mundo. Jesús resucitado es a partir de este momento el lugar de la presencia de Dios en el mundo. El único lugar sagrado de la nueva humanidad.

San Lucas da por último al acontecimiento un tono dramático. Es el único que presenta a Cristo como "arrebatado" (v. 11) o "llevado" (v. 9).

Hay aquí una idea de separación y de ruptura, aún más acrecentada por la afirmación de que no corresponde a los hombres conocer el final de su historia (v. 7) y por la llamada a los apóstoles al realismo del que querían evadirse (v. 11). Sin duda San Lucas quiere mostrar que Cristo no puede menos que separarse de gentes que sólo piensan en el inmediato establecimiento del Reino (v. 6) y que sólo está presente en aquellos que aceptan el largo caminar que pasa por la misión y el servicio de los hombres (v. 8). También quiere mostrar que para que la Iglesia comience su misión es necesario que rompa con el Cristo carnal. De ahora en adelante sólo es posible unirse a Cristo por intermedio de los apóstoles revestidos del Espíritu de Cristo. 

En el texto del Libro de los Hechos  aparece un detalle que expone,  cuál era la posición de los discípulos el mismo día en el que Jesús se marcha, va a ascender al cielo: esperaban todavía la construcción del reino temporal de Israel. Parecía que la maravilla de la Resurrección, que ni siquiera la cercanía del Cuerpo Glorioso del Señor, les inspiraba para entender la verdadera naturaleza del Reino que Jesús predicaba. Y es que faltaba el Espíritu Santo. Va a ser en Pentecostés --que celebramos el próximo domingo-- cuando la Iglesia inicie su camino activo y coherente con lo que va a ser después. Tras la venida del Espíritu ya no esperan reino alguno porque el Reino de Dios estaba ya en ellos. Y así se lo anuncia también: "Cuando el Espíritu Santo descienda sobre vosotros, recibiréis fuerza para ser mis testigos en Jerusalén, en toda Judea, en Samaria y hasta los confines del mundo".

San Lucas no pretende describir tanto el hecho de la ascensión de Jesús, cuanto las consecuencias que ello reporta a la vida de la Iglesia: ya no hay presencia visible de Jesús; los apóstoles serán, de ahora en adelante, los responsables del anuncio del Reino. Comienza el tiempo del testimonio de la Resurrección ante el mundo.

 

En el salmo responsorial de hoy ( Sal 46, 2-3. 6-7. 8-9) entonamos un himno al Señor, rey del mundo y de la humanidad.

Himno empleado en la liturgia del templo, en el corazón espiritual de la alabanza de Israel.

Yahvé es Dios y Señor de todo. "Pueblos todos batid palmas aclamad a Dios con gritos de júbilo"

El motivo del aplauso y la alabanza es la grandeza de Dios: "el Altísimo, Grande y Terrible"

"porque el Señor es sublime y terrible, emperador de toda la tierra"

Si bien, Dios, es "emperador de toda la tierra", hay una porción especial: Israel, su pueblo. Él camina junto a ellos, especialmente cuando el Arca de la Alianza les acompaña a la batalla. Tras la victoria, vuelve a subir al Templo, al Monte Sión.

"Dios asciende entre aclamaciones, el Señor al son de trompetas".

Pero, aunque Dios esté cercano a su pueblo y camine a su lado, sigue siendo por siempre Dios, el Trascendente, el que está sentado en el trono sagrado.

"Dios reina sobre las naciones, Dios se sienta en su trono sagrado".

Salmo utilizado en uno de los días de la "fiesta de los Tabernáculos", en que  Jerusalén festejaba a "su rey" Dios. Se partía de la parte baja, de la fuente de Sión en el fondo del valle del Cedrón, luego la procesión subía, "se elevaba" hasta la colina de Sión dominada por el Templo. En una especie de "mimo" simbólico, se hacía el simulacro de entronizar a Dios en su realeza, "en su trono sagrado". Dios, estaba allí, en medio de su pueblo regocijado que lo aclamaba: esta dinámica realizaba lo que ella significaba, la ceremonia no daba la realeza a Dios porque Yahveh es Dios desde siempre... Pero sí actualizaba esta realeza, ya que, por la celebración misma, Dios reinaba, de hecho, sobre este pueblo.

Como en toda ideología real, se veía a Dios como "el gran rey" (término babilónico), "el Altísimo", "sentado sobre un trono"... Vencedor de sus enemigos, (él somete las naciones)... Y se imaginaba cómo todos los reyes y príncipes de la tierra venían a rendirle pleitesía. Esta "subida" del rey a su trono se hacía entre las aclamaciones entusiastas de la muchedumbre: "¡Terouah!" que era a la vez ovación y grito de guerra. Siete verbos en imperativo invitan a la asamblea a hacer más ruido, a gritar más fuerte: "¡Aplaudid!"..."¡Aclamad con vuestros gritos!"... "¡Tocad la trompeta!"... "¡Cantad!"... Cuando la muchedumbre llegaba al templo, los goznes de las puertas debían temblar... Tal como lo consignó Isaías, en los repetidos "Sanctus" - "Santo".

El salmo 46 ocupa un lugar  privilegiado en la liturgia de la Ascensión del Señor.[1] Por medio de él, la Iglesia celebra el triunfo de Cristo al fin de su vida mortal y su entrada solemne en el Cielo, después de haber conquistado para nosotros la Tierra Prometida.[2] El salmo, pues, nos ayuda a asistir al momento culminante de la Pascua del Señor Resucitado, a su entronización y glorificación.

Ellas muestran hasta qué punto la debilidad se ha convertido en fortaleza, la mortalidad en eternidad y los ultrajes en gloria. Mientras se elevaba en su naturaleza humana, comenzó, sin embargo, a estar inefablemente más cercano en su Divinidad pues, gracias a la fe, ya no era preciso sentir la necesidad de palpar la sustancia corpórea de Cristo. [3]

Tocad con maestría: en la Vulgata, 'Psállite sapienter'. Esta concisa expresión ha sido extensamente comentada por la tradición patrística en orden a una recitación cristiana de los salmos, sobre todo en la Liturgia de la Horas. Esta maestría -'sapienter'- es la propia de los Santos, que son los que poseen un exquisito conocimiento del Misterio de Cristo;[4] incluye la comprensión espiritual de aquello que se canta [5] y San Benito concluye con la regla de oro de la oración litúrgica: Salmodiemos de modo que nuestra mente sea concorde con nuestras voces.[6]

Nosotros con este canto aclamamos a Cristo resucitado, en la hora misma de su resurrección. El Señor sube a la derecha del Padre, y a nosotros nos ha escogido como su heredad. Su triunfo es, pues, nuestro triunfo e incluso la victoria de toda la humanidad, porque fue «por nosotros los hombres y por nuestra salvación que «subió al cielo, y está sentado a la derecha del Padre». Por ello, no sólo la Iglesia, sino incluso todos los pueblos deben batir palmas y aclamar a Dios con gritos de júbilo.

 

La segunda lectura de la Carta a los Efesios, (Ef , 4, 1-13 ). Esta lectura ofrece otro significado teológico de la ascensión: la exaltación total de Cristo. En el texto paulino no aparece la mención explícita de la Ascensión, que es patrimonio lucano principal y quizá exclusivamente.

Aquí se habla de la glorificación total de Jesús. En realidad, ello ya ha sucedido en la Resurrección. Por lo cual trazar fronteras claras entre ella y la ascensión es trabajo destinado al fracaso; son más bien escenificaciones diversas de lo mismo; o, por mejor decir, la ascensión es explicitación de algo previo: la glorificación de Jesús, su exaltación y sesión a la derecha del Padre.

Se trata de fijarse en Jesús una vez más, pero en su condición definitiva y total, si bien aún aquí se hace una alusión a la Iglesia, para hacer ver que no son cosas independientes. De hecho, Jesús y su Cuerpo forman una unidad y hasta que este Cuerpo no llegue a participar del todo en la suerte de su Cabeza, no estará completa la obra del Señor Jesús.

Pablo suspira porque los creyentes tengan luz en su mente y en su corazón para que comprendan, en primer lugar, qué maravillosa esperanza pueden albergar por el hecho de que Dios los ha llamado; en segundo lugar, qué riqueza supone la herencia que les ha sido destinada, una vez que ahora pueden contarse en la comunidad de los santos y justos que configuran el gran pueblo de Dios; en tercer lugar, que admirable actuación lleva a cabo Dios en ellos con su poder y, además, la que ha de llevar a cabo cuando los resucite y los conduzca a una vida eterna.

Estas actuaciones de Dios no están aún palmariamente claras para nuestros sentidos corporales. Por eso Pablo, en los versos 20-23, las señalas como subordinada a cuatro grandes hechos que Dios ya ha realizado en Cristo. Pero las consecuencias de todas estas cosas realizadas en Cristo llegan a los creyentes como miembros del cuerpo de aquél (cf. 2, 5s).

La exaltación de Cristo es contemplada en una doble perspectiva: cósmica y eclesiológica. Cristo es la cabeza del universo entero y, como tal, ha sido dado a la Iglesia.

La comunidad cristiana, numérica y sociológicamente insignificante en el Asia Menor, debe saber que tiene por cabeza al que es la cabeza del universo, al Señor.

 

El  evangelio de hoy  de San Marcos, (Mc. 16, 15-20), pertenece al resumen de las apariciones de Jesús con el que concluye el texto canónico de Marcos.

Posiblemente se trata de un pasaje añadido al relato original. Terminada la misión de Jesús en el mundo, va a comenzar la misión de los Apóstoles. Y si Jesús comenzó haciendo y predicando en Galilea, sus discípulos comenzarán predicando el Evangelio de Jesús y haciendo las mismas obras que el Maestro.

La creación entera, es decir, todos los hombres, han de ser confrontados con el evangelio. Viene así sobre los hombres la hora del juicio, en la que cada uno elegirá la sentencia: los que crean se salvarán y los que no crean se condenarán (cf. Jn 3,18). La predicación del evangelio compromete, pues, nuestra existencia en su totalidad. Nadie puede escuchar en vano el evangelio.

El poder de hacer milagros es una promesa hecha a la comunidad y no a cada uno de los creyentes. El libro de los Hechos nos habla abundantemente de la existencia de este don en la primitiva comunidad de Jesús; pero lo que importa no es tanto echar demonios y hablar lenguas extrañas cuanto exorcizar con la palabra y con los hechos la mentira y la opresión que padecen los hombres. Evangelizar es un servicio de liberación, es redimir a los cautivos y desatar los lazos que detienen la ascensión del hombre. Y en esto sí que podemos y debemos ayudar todos los creyentes.

Esta fórmula "Jesús es Señor" constituye el núcleo más originario del símbolo de la fe cristiana. En esta fórmula se confiesa que Jesús, el hijo de María, que padeció bajo Poncio Pilato, es el Señor resucitado. Se trata de una expresión muy frecuente en los Hechos y en toda la literatura paulina, pero que sólo aparece aquí en los textos evangélicos.

El texto nos sitúa ante el mandato evangelizador.  "Id al mundo entero y proclamad el Evangelio a toda la creación”. Es el último mensaje de Jesús en el día de la Ascensión. La Buena Noticia que el discípulo tiene que anunciar irá acompañada de estos signos: echarán demonios, hablarán lenguas nuevas, las serpientes no les harán daño, curarán enfermos. ¿Cómo se traduce esto hoy día?

"A los que crean les acompañarán estos signos…"  El cristianismo no es sólo una profesión de fe, o una teoría, o una devoción piadosa, o el cumplimiento de unas normas. Ser cristiano es actuar, en cada caso, con el mismo espíritu con el que Cristo actuó. Tendremos que curar enfermos, defender a marginados, anunciar la conversión a los pecadores, ponernos siempre de parte del más necesitado.

El relato del Evangelio termina con dos frases que, al mismo tiempo que narran una historia, marcan un estilo, una tarea:

- "El Señor Jesús, después de hablarles, ascendió al cielo y se sentó a la derecha de Dios". - «Ellos fueron y proclamaron el Evangelio por todas partes».

Son dos mitades de una verdad. Quedarse en una mitad sola, es una verdad a medias; o sea, una mentira. Y la Iglesia -humana, en camino- siempre sentirá el lastre de esas dos tentaciones:

- La de quedarse "mirando al cielo": vivir exclusivamente pendiente de la otra vida. Un reino de los cielos desconectado de las luchas y de las miserias de este lado de acá. Un cristianismo desencarnado, espiritualista, refugio y huida...

- La de mirar tanto a la tierra, que acabemos perdiendo el punto de referencia que marca Cristo con su victoria. Un reino de Dios de tejas abajo, sin dimensión alguna transcendente.

Una pura lucha por un mundo mejor, sin el aliento de Alguien que nos ama, nos ayuda, nos orienta y nos espera; sin la profundidad de un amor que nos haga ver a todos como hermanos, que nos ayude a mantener el corazón a salvo de las embestidas del odio, que nos mueva a dar la vida por quien haga falta...

Queda claro. Ni quedarse mirando al cielo, ni olvidarse de mirar al cielo. Toda una tarea.

 

Para nuestra vida.

La Ascensión del Señor, nos invita mirar hacia el cielo. Pero no para desearlo como salida y fin de nuestros sufrimientos o válvula de escape sino para seguir combatiendo, hoy y aquí, con la misma fuerza y persuasión de Aquel que hoy se nos va pero nos asegura su mano, su presencia y su voluntad de no abandonarnos anímica ni eclesialmente.

Por eso dos hombres vestidos de blanco dicen a los discípulos: ¿qué hacéis ahí plantados mirando al cielo? Nos está diciendo también a nosotros, discípulos del siglo XXI, que no nos quedemos contemplando, que hay que pasar a la acción, que tenemos que ser sus testigos por todo el mundo.

Contamos en los textos de hoy con un principio y un final. Se leen los primeros versículos del Libro de los Hechos de los Apóstoles y los últimos del Evangelio de Marcos. En los Hechos se va a narrar de manera muy plástica la subida de Jesús a los Cielos y en el texto de Marcos se lee la despedida de Jesús que, sin duda, es impresionante: "Se me ha dado pleno poder en el cielo y en la tierra. Id y haced discípulos de todos los pueblos, bautizándolos en el nombre del Padre y del Hijo y del Espíritu Santo; y enseñándoles a guardar todo lo que os he mandado. Y sabed que yo estoy con vosotros todos los días, hasta el fin del mundo". Es el mandato de Jesús a sus discípulos y el ofrecimiento de sí mismo, de su cercanía, hasta el final de los tiempos. Interesa ahora referirse, por un momento, a la Segunda Lectura, al texto paulino de la Carta a los Efesios donde se explica la herencia de Cristo recibida por la Iglesia. Dice San Pablo: "Y todo lo puso bajo sus pies, y lo dio a la Iglesia como Cabeza, sobre todo. Ella es su cuerpo, plenitud del que lo acaba todo en todos". Es, pues, la confirmación del mandato de Jesucristo.

 

Los hechos narrados en la primera lectura tienen gran importancia para los discípulos de todos los tiempo. En el texto aparece un detalle, que expone cuál era la posición de los discípulos el mismo día en el que Jesús se marcha, va a ascender al cielo: esperaban todavía la construcción del reino temporal de Israel. Parecía que la maravilla de la Resurrección, que ni siquiera la cercanía del Cuerpo Glorioso del Señor, les inspiraba para entender la verdadera naturaleza del Reino que Jesús predicaba. Y es que faltaba el Espíritu Santo. Va a ser en Pentecostés --que celebraremos el próximo domingo-- cuando la Iglesia inicie su camino activo y coherente con lo que va a ser después. Tras la venida del Espíritu ya no esperan reino alguno porque el Reino de Dios estaba ya en ellos. Y así se lo anuncia también: "Cuando el Espíritu Santo descienda sobre vosotros, recibiréis fuerza para ser mis testigos en Jerusalén, en toda Judea, en Samaria y hasta los confines del mundo".

Era necesario que aquellos primeros se convencieran plenamente de que la Resurrección era un hecho incontrovertible. Ellos habían de ser los testigos cualificados, los primeros, de que Jesús seguía vivo, presente en la Historia de los hombres. Por eso el Señor insiste y se les aparece una y otra vez. San Pablo recogerá este dato, hablando de que hasta unas quinientas personas llegaron a ver a Jesús resucitado. Después de todo aquello se persuadirán de la Resurrección de Cristo, y de tal forma que nada ni nadie les hará callar. Por todos los rincones del mundo y de los tiempos resonará el mensaje de los primeros, la buena noticia de que Jesucristo, el Hijo de Dios hecho hombre, después de morir crucificado para redimir a los hombres, ha resucitado y ha subido a los Cielos.

 Este mensaje llevaba, y lleva, consigo unas exigencias y también unas promesas. Jesucristo con su muerte y resurrección, lo mismo que con su vida entera, nos traza un camino a seguir, un itinerario a recorrer día a día. También nosotros, si creemos en él, hemos de vivir y morir como él vivió y murió. Sólo así podremos luego resucitar con él y subir a los Cielos como él subió. Ojalá que la esperanza de una gloria eterna nos estimule, de continuo, a vivir nuestra existencia terrena como Jesús la vivió.

Comienza nuestro tiempo, el tiempo de los creyentes evangelizadores, el tiempo de la Iglesia. ¿Qué hacéis ahí plantados mirando al cielo? Se acabó el tiempo de Cristo en la tierra. Desde ese mismo momento, comenzó nuestro tiempo, el tiempo de la Iglesia. El tiempo de evangelizar, de ser testigos del Cristo muerto y resucitado. Dios ha querido dejarnos a nosotros ahora todo el protagonismo. La Iglesia de Cristo debe ser el cuerpo de Cristo; todos nosotros, los cristianos, debemos ser la boca, los pies, las manos del cuerpo de Cristo. Ante las dificultades, ante los problemas, ante los retos continuos que nos plantea continuamente la sociedad y el mundo en el que vivimos, ya no nos vale quedarnos plantados mirando al cielo, esperando que Dios baje otra vez a curar nuestras enfermedades y a dar el pan a los hambrientos.

 

En el salmo responsorial se aclama a Dios como rey universal; parece oírse en él el eco de una gran victoria: Dios nos somete los pueblos y nos sojuzga las naciones. Posiblemente, este texto es un himno litúrgico para la entronización del arca después de una procesión litúrgica -Dios asciende entre aclamaciones- o bien un canto para alguna de las fiestas reales en que el pueblo aclama a su Señor, bajo la figura del monarca.

Lo que jamás se había realizado humanamente, llegó a ser realidad misteriosa con Jesucristo. El Verbo "Dios se eleva", Dios sube, presente en el corazón de este salmo esperaba su plena realización. La Iglesia desde el comienzo, tomó este verbo "subir" para aplicarlo a la Ascensión de Jesús resucitado en la gloria del Padre. Más allá de la palabra, es "la realeza universal de Dios" que quería celebrar este salmo, y que también canta la fiesta de la Ascensión.

Humillado por un tiempo, en su "condición de esclavo", Jesús, en su Pascua, es soberanamente elevado y recibe el "Nombre que está sobre todo nombre". Entonces toma posesión de su Reino, "sentado a la diestra de Dios aclamado por los espíritus celestiales"... Vencedor ya, simbólicamente de todos Ios enemigos, esperando este Día en que volverán a su Padre todas las naciones "reunidas ante El". (Filipenses 2, 5-11; I Corintios 15, 24).

Visto ya cómo Israel vivió este salmo, y cómo la Iglesia lo aplicó a Cristo (Cristos, en griego significa precisamente "el ungido" el "rey"), toca a cada uno de nosotros hacer una oración "actualizada", personal y colectiva. Para esto, nadie nos puede reemplazar: podemos hacer simples sugerencias...

La ascensión, alegría de la humanidad que se ve "coronada" en uno de los suyos. Un hermoso himno canta así: "la tierra está feliz. Ha dado su primer fruto de gloria: ¡Jesús ha subido cerca del Padre! Feliz, lleva la promesa. Recogida en su humildad, atrae la luz de lo alto." Sí, el triunfo real de Dios, es también el triunfo pleno de un hombre "nacido de mujer" (Gálatas 4,4). Dios ha terminado su "obra maestra", el hombre, poniendo en fin todo bajo sus pies" (I Corintios 15,27). Un hombre de nuestra raza mortal, que obedeció a su "condición humana" hasta la muerte, goza ahora de la plenitud de la gloria de Dios. Y la Escritura nos revela que El nos participará un día esta misma gloria, porque El es el "primogénito" de toda la creación: lo que se realizó en Él, también se realizará en nosotros.

Cuando el hombre moderno se desespera, ¿no sería conveniente que meditara este misterio "de elevación", de "ascensión"? Allí encuentra justificación profunda, la dignidad de todo hombre. En el más pobre de los pobres hay un "rey" que se ignora. El despojo humano, el hombre arruinado, el ser salpicado de manchas... están destinados a la condición "real y divina". ¿Qué haré por la "dignidad" y la "promoción" de mis hermanos? No hay necesidad de ser cristiano para actuar en este sentido, dirán algunos. Y otros añadirán, que los cristianos no trabajan suficientemente en este sentido, mientras los ateos se entregan con generosidad. Esto es cierto, desgraciadamente. Sin embargo, quien conoce el sentido de la historia, quien sabe, "en dónde debe culminar" la humanidad, debería encontrar en esta fe, una razón suficiente para trabajar en esta empresa.

Pueblo elegido... Pueblo escogido... Pueblos de la tierra... Todos los pueblos... En este salmo, surge una vez más la dialéctica entre un polo "particularista" (la convicción de ser un pueblo separado, "preferido" de Dios, pueblo de Jacob, pueblo de Abraham), y un polo universalista (el llamado a todos los hombres a adorar el verdadero Dios). No se trata aquí de dar una imagen de una sumisión impuesta por la fuerza: "Gritad de alegría" no es cosa de pueblos vencidos... "Aplaudir" no es un gesto de sumisión, "reunirse" no es fruto de una opresión tiránica. Pese a las apariencias del vocabulario ("¡es el que somete a las naciones!"), se trata de una reunión libre, de una "fiesta". El cielo no es una dictadura ni un presidio, es una inmensa celebración festiva. La realeza de Jesucristo poca cosa tiene que ver con las realezas de la tierra: "los reyes de la tierra dominan como señores... que no sea lo mismo entre vosotros" (Marcos 10,42).

Gritos de alegría... aplausos... participar alegremente en esta aclamación de Dios. La liturgia nos invita a ello a menudo. Pero nosotros permanecemos terriblemente mudos y fríos.

Debemos ser de aquellos que invitan a los demás a esta fiesta divina. El apostolado no es una invitación regañona y suficiente dirigida a los demás para que se conviertan, sino una invitación alegre a participar en la alegría de los hijos del rey.

 

San Pablo, en su carta a los Efesios - segunda lectura-, habla ya de la Iglesia como cuerpo de Cristo. Y, como somos todos los cristianos los que formamos la Iglesia de Cristo, cada uno de nosotros podemos y debemos considerarnos cuerpo de Cristo. Esto quiere decir que la Iglesia, en general, y cada uno de nosotros, en particular, tenemos que actuar siempre movidos y dirigidos por el espíritu de Cristo. Ser cuerpo de Cristo, si queremos ser un cuerpo vivo, quiere decir que todos nuestros pensamientos, palabras y obras deben estar inspiradas y dirigidas por el espíritu de Cristo. El espíritu de Cristo es espíritu de verdad, de justicia, de amor, de vida, de paz, de fraternidad, de santidad. Como hermanos de Cristo e hijos de Dios, todos y cada uno de los cristianos debemos luchar valientemente para que todos puedan ver en nosotros el rostro de Cristo, la imagen de Dios. Corrigiendo en cada momento lo que creamos que se debe corregir y defendiendo lo que creamos que se debe defender. Con sinceridad, con verdad, con humildad.

San Pablo ruega para que los suyos alcancen el conocimiento, la experiencia de la fe y del amor, a fin de que comprendan la grandeza de su vocación. La oración de Pablo se convierte en una gran afirmación acerca del poder y la riqueza de Dios, que se ha mostrado en Cristo. Es Dios quien ha resucitado de la muerte a Cristo, le ha dado la gloria celestial y lo ha hecho cabeza de la Iglesia y de todo. La Iglesia es también el lugar de la presencia de Jesucristo en el mundo, su expresión terrenal. Junto a su Señor glorificado, los creyentes han comenzado a vivir en una nueva creación, en un nuevo mundo, en una nueva vida. Por eso hace Pablo hincapié en el conocimiento de la esperanza que de esto se desprende, en la riqueza de la herencia, etc.; conocimiento que deben alcanzar los creyentes con la ayuda de Jesucristo y por los que Pablo ora.

Invita a los creyentes a la comunión y a cuidar unas actitudes que edifiquen a la Iglesia. Esta edificación se fundamenta en la comunión con Cristo y entre los hermanos, y los "materiales" de construcción: "Sed siempre humildes y amables, sed comprensivos, sobrellevaos mutuamente con amor, esforzaos en mantener la unidad del Espíritu con el vínculo de la paz".

Y la comunión, base para la misión. Cada miembro del cuerpo tiene su misión específica, todas importantes para el buen funcionamiento del Cuerpo: "Y él ha constituido  a unos apóstoles, a otros profetas, a otros evangelizadores, a otros pastores y maestros...".

Y todo ello para que la Iglesia sea Cuerpo de Cristo, profunda e íntimamente unida a su Señor, entregada, como él, a la salvación del mundo y para que cada uno vayamos creciendo a la medida de Cristo, el hombre perfecto.

Todo lo puso bajo sus pies y lo dio a la Iglesia como cabeza, sobre todo. Cristo, después de su ascensión al cielo, le dio a la Iglesia todo el poder espiritual necesario para realizar su misión. Si la Iglesia de Cristo no actúa con el Espíritu de Cristo estará traicionando la misión que el mismo Cristo le ha confiado. Nuestra Iglesia sólo es Iglesia de Cristo cuando actúa con el espíritu de Cristo. Con espíritu de amor, de justicia, de verdad, de paz, de fraternidad. Debemos amar a la Iglesia de Cristo como a nuestra madre espiritual, sabiendo que, como hijos, tenemos que luchar valientemente para que todos puedan ver en ella el verdadero rostro de Cristo. Todos los cristianos tenemos la obligación de sostener, espiritual y materialmente, el cuerpo de la Iglesia. Corrigiendo en cada momento lo que creamos que se debe corregir y defendiendo lo que creamos que se debe defender. Actuando siempre con amor, con sinceridad, con humildad y con firmeza.

 

            El  evangelio de hoy es de San Marcos, el evangelista del ciclo B (Mc. 16, 15-20), nos sitúa ante el mandato evangelizador.  "Id al mundo entero y proclamad el Evangelio a toda la creación”.

" A los que crean les acompañarán estos signos: echarán demonios en mi nombre, …impondrán las manos a los enfermos y quedarán sanos" . Esto quiere decir que también cada uno de nosotros, en nuestro tiempo, debemos curar enfermos, defender a los marginados, convertir a los pecadores, criticar a los corruptos, ponernos siempre de parte del más necesitado.  La vida cristiana no es sólo contemplación, es también acción caritativa, es un esfuerzo continuado para hacer más humano y más cristiano el mundo en el que vivimos. Los mandamientos de Cristo siguen siendo hoy, igual que ayer, los que Cristo dio a sus apóstoles, que se resumen en el único y principal mandamiento nuevo de Jesús: amar a Dios y demostrar nuestro amor a Dios amando a nuestro prójimo como el mismo Cristo nos amó a nosotros.

La ascensión de Jesús es un misterio, un acontecimiento para la fe. Lo que importa no es su descripción a manera de un acontecimiento visible sino la realidad significada en esa descripción. Ha terminado la obra de Jesús y debe comenzar ahora la misión en el mundo la comunidad de Jesús. Se abre un paréntesis para la responsabilidad de los creyentes. Entre la primera y la segunda venida del Señor, se extiende la misión de la iglesia. No podemos quedarnos con la boca abierta viendo visiones. Terminada la misión de Jesús en el mundo, ha de comenzar la misión de sus discípulos. Estos han de predicar y hacer lo mismo que su Maestro. Aparece aquí la fórmula "Señor Jesús", que constituye el núcleo más originario del símbolo de la fe cristiana. En esta fórmula se confiesa que Jesús, el hijo de María, que padeció bajo Poncio Pilato, es el Señor resucitado. Él nos envía a la misión de continuar su obra en la tierra, poniendo nuestra mirada en el cielo. Es el “ya, pero todavía no” del Reino de Dios. Así lo expresa San Agustín: “La necesidad de obrar seguirá en la tierra; pero el deseo de la ascensión ha de estar en el cielo. Aquí la esperanza, allí la realidad”

Con frecuencia se ha acusado a los cristianos de desentenderse de los asuntos de este mundo, mirando sólo hacia el cielo. No podemos vivir una fe desencarnada de la vida. La Iglesia somos todos los cristianos, luego todos debemos implicarnos más en la defensa de la vida, de la dignidad del ser humano, de la justicia y de la paz. No es fácil la tarea que nos asigna el Señor. Soplan vientos contrarios a todo aquello que esté relacionado con el Evangelio. La cultura de hoy ridiculiza la fe, confunde a las personas sencillas y desorienta mediante la ceremonia de la confusión y la burla. Muchos cristianos mueren hoy día por confesar su fe. Nadie hace una manifestación para protestar por ello. Parece como si el cristiano hoy no pudiera hablar ni manifestarse. Sin embargo, Jesús nos pide que seamos sus testigos. No hay que temer a nada ni a nadie. Contamos con el apoyo de la gracia de Dios.

Jesús se despide, pero nos deja  la misión de seguir sus pasos, de ser sembradores de luz, de justicia, de paz y de amor, porque el Reino de Dios aún no está en su plenitud, nos toca trabajar, sembrar, abrir nuevos caminos puestos que los tiempos cambian y la fe debe seguir siendo un pilar importante en la vida de las personas.

En ningún momento debemos sentirnos solos porque Él está en comunión con nosotros, lo veremos la próxima semana.  Ve que estamos desanimados, que nos sentimos huérfanos, desamparados y nos envía su Espíritu.

Por todo lo anterior, deberíamos caer en la cuenta que en el mandato de «Id al mundo entero y proclamad el evangelio a toda la creación» Él cuenta con nosotros, confía en nuestra madurez y apoyo incondicional, porque todos somos el pueblo elegido, no sólo los católicos.

Somos nosotros, con la ayuda y la fuerza del Espíritu de Cristo, los que tenemos que resolver los problemas de cada día. Dios quiere que nos comportemos como personas autónomas, libres, responsables de nuestros actos y de nuestra vida. Dios no nos ha abandonado a nuestra propia suerte; Él está con nosotros apoyándonos desde dentro, con su espíritu. Pero quiere que seamos nosotros, con su fuerza, los que sigamos intentando construir su Reino en este mundo.

Cada uno debemos  de releer estas páginas inspiradas del libro de los Hechos de los Apóstoles, para ver hasta qué punto nuestra vida de cristianos es como la de aquellos primeros. Fueron tiempos difíciles y heroicos que han quedado para siempre como un modelo que imitar, un ideal de vida que intentar. Es cierto que las circunstancias son muy diversas, pero también es cierto que el espíritu que les animaba pervive y que, dejando a un lado lo accidental, es posible reproducir en nosotros las virtudes que ellos vivían.

La vida cristiana es contemplación y acción (nos recuerda esto la casa de Betania, nos recuerda a Marta y a María; la vida cotidiana es lucha, es trabajo, es un esfuerzo continuado para hacer más cristiano y más humano el mundo en el que nos ha tocado vivir. Los signos que deben acompañar a los cristianos en este siglo XXI son, aunque con nombres distintos, los mismos que acompañaron a los cristianos de los primeros siglos del cristianismo. El mandamiento de Cristo sigue siendo hoy el mismo de ayer y de siempre: amar a Dios y demostrar ese amor amando incondicionalmente al prójimo no sólo con palabras, sino con hechos.

Esta es la misión de la Iglesia, y no olvidemos que la Iglesia somos todos, aunque, en cuanto a responsabilidad, unos más que otros, por supuesto.

¿Cómo vivo yo el encargo que Jesús me hace de anunciar su Evangelio?, ¿qué estoy haciendo para que mi fe me lleve a la transformación de este mundo?, ¿cómo asumo el compromiso de la Eucaristía y la misión que cada domingo se me encomienda en la mesa del compartir?

Rafael Pla Calatayud.

rafael@betaniajerusalen.com

 



[1] LITURGIA DE LAS HORAS, ant 2 II Vísp Ascensión; P SALMON OSB, Les 'Tituli psalmorum' des manuscrits latins, París, 1959. Serie Vl (Casiododro-S. Beda). 46 p 162: 'Vox Ecelesiae Deum laudantis Ascensionemque eius praedicantis.'

[2] P. SALMON OSB, Les 'Tituli psalmorum' des manuscrits latins. París, 1959, Serie V (Pseudo-Orígenes), 46 p. 141: 'Psalmus ostendit quod ipse obtentis gentibus in sempiterna gloria locatus sit.'

[3] s. León Magno, sermo 74, sobre la ascensión del señor, il, 1 y 4; pl 54, 397.

[4] s. Cirilo de Alejandría, explanatio in psalmos, 46; pg 69.

[5] s. Jerónimo, breviarium in psalmos, 46- pl 26.

[6] s. Benito, regula benedicti, 19; csel 75.