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martes, 26 de noviembre de 2024

Comentarios a las lecturas del domingo XXXIV del Tiempo Ordinario Solemnidad de Jesucristo Rey del Universo 24 de noviembre de 2024

 

Comentarios a las lecturas del domingo XXXIV del Tiempo Ordinario Solemnidad de Jesucristo Rey del Universo 24 de noviembre de 2024

 

“Te damos gracias en todo tiempo y lugar ¡oh Señor Santo, Padre todopoderoso y eterno Dios! Que a  tu Unigénito Hijo y Señor nuestro Jesucristo, Sacerdote eterno y Rey del universo, le ungiste con óleo de júbilo, para que, ofreciéndose a Sí mismo en el ara de la Cruz, como Hostia inmaculada y pacífica, consúmase el misterio de la humana redención; y sometidas a su imperio todas las criaturas, entrégase a tu inmensa Majestad su Reino eterno y universal: Reino de verdad y de vida; Reino de santidad y de gracia; Reino de justicia, de amor y de paz”. (Del Prefacio de Cristo Rey)


Una vez más termina el año litúrgico (acaba el ciclo litúrgico B), y una vez más la fiesta de Cristo Rey es como el broche de oro que cierra un año que termina.... Cristo Rey en la cima del tiempo, en la cumbre de la creación... Cristo como la esperanza suma de todos los hombres, la fortaleza de cuantos luchan contra el mal, el gozo y la alegría de cuantos han dicho que sí a las exigencias de Dios.

La Solemnidad de Jesucristo, Rey del Universo, fue instituida por el papa Pío XI el 11 de diciembre de 1925. El lugar primitivo de esta solemnidad era el domingo entre el Domund (contemporáneo a la institución de la solemnidad) y Todos los Santos. Resultaba claro que el tema de Cristo Rey se refería a la penetración cristiana de todas las realidades humanas; la predicación de la fe por todo el mundo preparaba este "reino", y la gloria de los santos era su culminación. Los temas de predicación eran, pues, profundamente "encarnacionistas", y el espíritu con que se celebraba la fiesta no dejaba de contagiarse de un cierto triunfalismo, o de una vaga esperanza restauracionista de cristiandad.

El Concilio Vaticano II sitúa la celebración como final del Tiempo Ordinario y, por tanto, como despedida del año litúrgico. Su significado es que Cristo reinará al final de los tiempos y supone un plan espiritual de redención lejos de cualquier interpretación de poder político o pseudoreligioso, como decía un poco más arriba. Además, el Evangelio de San Juan que se lee hoy presenta en la propia voz de Cristo las mejores consideraciones sobre su Reino.

Aunque en el ciclo B el evangelista es San Marcos, este domingo el texto está tomado de San Juan y nos presenta el texto más propio de la solemnidad; el diálogo entre Jesús y Pilato. Es la afirmación de Jesús lo que decide esta elección: "Tú lo dices: soy rey".

El evangelio de Marcos, que hemos leído durante este año, presentaba el inicio de la predicación de Jesús de Nazaret con estas palabras: "Se ha cumplido el plazo, está cerca el reino de Dios: convertíos y creed la buena Noticia". Hoy, en esta fiesta que cierra el año litúrgico, hemos escuchado la afirmación final de Jesucristo: "Soy rey". Entre el inicio y el final, hemos escuchado domingo tras domingo, el anuncio y el trabajo de Jesús por el Reino; palabras y obras que en nosotros debían provocar una respuesta de fe. Respuesta que se resume en la convicción de que el reino de Dios lo hallamos en Jesucristo, en sus palabras, en su ejemplo, en su persona. Es decir, en la afirmación de que Jesucristo es el Rey.

La segunda lectura presenta al Resucitado como "el príncipe de los reyes de la tierra" enlazando la imagen del Hijo del Hombre que viene en las nubes con la del traspasado en la cruz; y, todo junto, vinculado a una actitud fundamental: "Aquel que nos amó, nos ha librado de nuestros pecados..., nos ha convertido en un reino y hecho sacerdotes de Dios, su Padre".

Ahora sabemos cuál es la verdad de la que Jesús ha venido a dar testimonio, y el modo cómo lo ha dado: la verdad del amor, la verdad de la liberación del hombre en su totalidad personal, la verdad de la transformación del hombre por la comunión con Cristo; y el modo cómo ha dado testimonio: "por su sangre".

 

La primera lectura tomada del libro de Daniel (Dan 7, 13-14) . El libro de Daniel fue escrito durante la persecución de Antíoco Epifanes y la insurrección de los Macabeos. Recordemos también que la intención de su autor es levantar la esperanza y mantener la fe de un pueblo que lucha contra el tirano. Por eso interpreta los acontecimientos pasados y presentes a la luz del reinado de Dios que viene: los grandes imperios se desmoronan y los poderosos comparecen ante el trono de Dios para ser juzgados, y Dios establece su reinado sobre todos los pueblos. He aquí el sentido profundo y principal del sueño de la estatua con los pies de barro (2, 31-45) y de la visión nocturna de las cuatro bestias (c.7).

El texto litúrgico de hoy está dentro de la visión de las cuatro fieras (7,1-28). En los vs.1-14, Daniel nos describe su sueño; y en los vs. 15-28 pregunta a "uno de los servidores" del anciano la interpretación de su visión.

"Yo vi, en una visión nocturna, venir una especie de hombre entre las nubes del cielo" (Dn 7, 13) El profeta Daniel narra una de sus maravillosas visiones. Después de haber contemplado el triunfo y la ruina de las cuatro bestias, símbolos de cuatro reyes, nos habla de un quinto personaje. Ahora no tiene la forma de león ni de oso, ni de leopardo, ni de horrible animal con dientes de hierro. Ahora, ese quinto rey, el definitivo, el que reinará sobre cielos y tierras, tiene la figura sencilla de un hombre.

Aquellas bestias venían del mar, este Hijo del hombre llega sobre las nubes del cielo. Es difícil comprender a fondo el sentido de estos símbolos, de este lenguaje literario apocalíptico. Pero una cosa es cierta. En esta humilde figura de hombre ve el profeta al Rey del Universo, Dios mismo que baja hasta la humildad de la naturaleza humana y se hace uno más entre la muchedumbre de todos los hombres.

"A él, se le dio el poder, honor y reino. Y todos los pueblos, naciones y lenguas le sirvieron. Su poder es eterno, no cesará. Su reino no acabará" (Dn 7, 14) Nos sigue narrando el vidente que ese Hijo del hombre avanzó hacia el trono del Anciano. El de vestiduras cándidas como la nieve, el de cabellos como blanca lana, el del trono llameante, al que le sirven millones y le asisten millares y millares... Siguen unas palabras extrañas; palabras cargadas de un contenido hondo con un sentido más allá de lo que a primera vista se intuye. Son una letanía de palabras mágicas que despiertan en el espíritu del hombre religioso algo muy profundo y difícil de explicar.

El autor presenta, en un sueño, a cuatro bestias poderosas, que una tras otra dominan el mundo, y de la última de las cuales sale un pequeño cuerno que se convertirá en un dominador insolente y terrible: se trata de los cuatro reinos que se han sucedido anteriormente (babilonios, medas, persas y griegos), del cuarto de los cuales ha surgido el actual perseguidor Antíoco.

Pero las cuatro bestias terminan por ser sustituidas (esto es lo que narra el texto de hoy) por una nueva figura: una figura de hombre, un "Hijo de hombre", que recibe plena y definitivamente la soberanía sobre todo. Esta figura de hombre se refiere, por tanto, como se explicará más adelante (v.18), a los "santos del Altísimo, que poseerán el reino eternamente": es un anuncio (que, como decíamos el domingo anterior, era el objetivo de toda la apocalíptica) de la victoria final, a pesar de las persecuciones actuales del pueblo de los fieles.

En este contexto, por tanto, el "Hijo de hombre" no es un individuo real, sino una imagen, que significa el reino teocrático. Pero esta designación figurada se presta fácilmente a dar el paso de "reino" a "rey", de modo que Hijo de hombre pasa a significar el rey mesiánico, detentor de la soberanía universal: una expresión que retomará el Evangelio para aplicarla a Jesucristo (ver el domingo pasado), pero dando a la soberanía anunciada aquí un valor de servicio.

Es el anuncio del Reino mesiánico, el Reino definitivo. Poder, honor y gloria al Rey, a Cristo. Cristo Rey, reinando por siempre, permaneciendo en su trono, mientras los demás reyes se quitan y se ponen. Reyes pasajeros, con unos reinos de fronteras reducidas, con una historia tantas veces de final desastroso.

 

  El salmo responsorial   ( Sal 92 ), es una manifestación del reinado de Dios. R.- EL SEÑOR REINA, VESTIDO DE MAJESTAD.

  El salmo 92 es uno de los llamados "cánticos nuevos" que celebran el reino restaurado después de la cautividad de Babilonia. Israel, después del largo destierro, ha podido regresar a Jerusalén y ha reconstruido la ciudad y el templo, desde donde nuevamente, como antes del destierro, el Señor reina vestido de majestad.

Es verdad que la persecución fue violenta, es innegable que, aun superada la prueba del exilio, las dificultades no faltan: Levantan los ríos, Señor, levantan los ríos su voz; pero también es verdad que más potente que el oleaje del mar -símbolo para los antiguos de las fuerzas del mal-, más potente en el cielo es el Señor.
Este salmo tiene su más plena realización en la Pascua de Jesucristo, que celebramos en el domingo. Los ríos de la persecución y de la muerte levantaron su voz contra el Señor, las aguas caudalosas del infierno se levantaron contra Dios y contra su Ungido, pero, pasada la hora de las tinieblas, el Señor reina vestido de majestad y ceñido de poder, porque más potente que el oleaje del mar, más potente en el cielo es el Señor: su trono ahora está firme y no vacila.
Si Israel cantaba entusiasmado con este salmo el nuevo reino de Dios restaurado después de Babilonia, que el entusiasmo del nuevo pueblo de Dios no sea menor ante la resurrección de Cristo: Tu triunfo, Señor, es admirable; llenos de alegría, celebramos tu reino

V. 1: Se abre con la aclamación al Rey: "El Señor reina".
VV. 1-2: El trono es aquí atributo real. La firmeza del orbe se profundiza en símbolo de la firmeza del trono divino.

V. 5: Al orden celeste, establecido por Dios, responde el nuevo orden histórico: la alianza con sus mandatos que ordenan la vida humana con una fuerza divina. Al trono celeste responde en la tierra el templo que Dios ha escogido para habitar.

Asi comenta San Juan Pablo II este salmo: " 1. El contenido esencial del Salmo 92, en el que hoy nos detenemos, queda expresado sugestivamente por algunos versículos del Himno que la Liturgia de las Horas propone para las Vísperas del lunes: «Creador inmenso, que marcaste el curso y el límite del curso de las aguas con la armonía del cosmos, diste a la áspera soledad de la tierra sedienta el refrigerio de torrentes y mares».

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De hecho, el Salmo 92 comienza precisamente con una exclamación de júbilo que suena así: « El Señor reina» (versículo 1). El Salmista celebra la realeza activa de Dios, es decir, su acción eficaz y salvadora, creadora del mundo y redentora del hombre. El Señor no es un emperador impasible, relagado en su cielo alejado, sino que está presente en medio de su pueblo como Salvador potente y grande en el amor.

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3. A los Padres de la Iglesia les gustaba comentar este Salmo aplicándolo a Cristo, «Señor y Salvador». Orígenes, según la traducción al latín de san Jerónimo, afirma: «El Señor ha reinado, se ha revestido de belleza. Es decir, quien antes había temblado en la miseria de la carne, ahora resplandece en la majestad de la divinidad». Para Orígenes, los ríos y las aguas que elevan sus voces, representan las «aguas de los profetas y de los apóstoles», que «proclaman la alabanza y la gloria del Señor, anuncian su juicio por todo el mundo» (Cf. «74 homilías sobre el libro de los Salmos» --«74 omelie sul libro dei Salmi»--, Milán 1993, páginas 666.669).

San Agustín desarrolla aún más ampliamente el símbolo de los torrentes y de los mares. Como ríos caudalosos de agua, es decir, llenos de Espíritu Santo, los apóstoles ya no tienen miedo y alzan finalmente su voz. Pero, «cuando Cristo comenzó a ser anunciado por tantas voces, el mar comenzó a agitarse». En la consternación del mar del mundo --escribe Agustín-- la nave de la Iglesia parecía ondear con miedo, enfrentada a menazas y persecuciones, pero «el Señor es admirable», «ha caminado sobre el mar y ha aplacado las aguas» («Esposizioni sui salmi», III, Roma 1976, p. 231).

4. Dios, soberano de todo, omnipotente e invencible está siempre cerca de su pueblo, al que le ofrece sus enseñanzas. Esta es la idea que el Salmo 92 ofrece en su último versículo: al trono de los cielos le sucede el trono del arca del templo de Jerusalén; a la potencia de su voz cósmica le sigue la dulzura de su palabra santa e infalible: «Tus mandatos son fieles y seguros; la santidad es el adorno de tu casa, Señor, por días sin término» (versículo 5).

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5. Concluimos nuestra reflexión sobre el Salmo 92 dejando la palabra a san Gregorio Nazianceno, el «teólogo» por excelencia entre los Padres de la Iglesia. Lo hacemos con un bello canto en el que la alabanza a Dios, soberano y creador, asume un aspecto trinitario. «Tú, [Padre,] has creado el universo, le has dado a todo el puesto que le compete y le mantienes en virtud de tu providencia... Tu Verbo es Dios-Hijo: es consubstancial al Padre, igual a él en honor. Él ha armonizado el universo para reinar sobre todo. Y, al abrazarlo todo, el Espíritu Santo, Dios, cuida y tutela todo. Te proclamaré, Trinidad viviente, único soberano... fuerza perdurable que rige los cielos, mirada inaccesible a la vista, pero que contempla todo el universo y conoce toda la profundidad secreta de la tierra hasta los abismos. Padre, sé benigno conmigo: ... que yo pueda encontrar misericordia y gracia, pues tuya es la gloria y la gracia hasta la edad sin fin» («Carme» 31, in: «Poesie/1», Roma 1994, pp. 65-66). (San Juan Pablo II. Audiencia del Miércoles 3 de juniol del 2002).

 

La segunda lectura tomada del libro del Apocalipsis (Ap 1, 5-8) nos presenta al que es "...el Alfa y la Omega, el que es, el que era y el que viene, el Todopoderoso" (Ap 1, 8) El Apocalipsis (o Revelación) es una "epístola" o carta "encíclica" (esto es, circular) dirigida a las cuatro iglesias de la provincia romana del Asia Menor. Comienza invocando sobre estas iglesias el nombre de Dios (el Padre), el Espíritu y Jesucristo. Tres títulos, que recuerdan la fórmula del símbolo apostólico ("murió, resucitó y está sentado a la diestra del Padre"), acompañan al nombre de Jesucristo: "Testigo fiel", pues Jesucristo selló con su sangre el evangelio que había predicado; "primogénito", o primer nacido de entre los muertos (1 Cor 15,20; Col 1,18), que resucita para no volver a morir (Rm 6,9), y "Príncipe" (Rey de reyes) que está sentado a la diestra del Padre y vendrá a juzgar sobre las nubes.

La visión de Dn 7 encuentra su plena interpretación cristiana en Ap 13: el Imperio romano es presentado bajo el simbolismo de una bestia que al propio tiempo recapitula las cuatro que viera Daniel. Ya desde el principio, el autor del Apocalipsis ha hecho alusión a la visión de Dn 7. El Apocalipsis no es ya la "Revelación" (que eso significa "Apocalipsis") de Daniel, de Moisés, de Henoc o de cualquier otro personaje antiguo, sino del propio Hijo de Dios, Jesucristo, el cual, en estos versículos de la introducción que hoy leemos, se presenta bajo diferentes títulos; entre otros, el de que "viene en las nubes", como el Hijo del Hombre. Es "el Príncipe de los reyes de la tierra". Es soberano del universo, no por haber vencido militarmente, sino por haber sido atravesado (v.7).

La memoria de la obra salvadora de Dios en Jesucristo levanta la esperanza y abre los ojos hacia la venturosa venida del Señor al fin de los tiempos. De esta manera se introduce ya el auténtico tema del Apocalipsis. El Vidente, que describe su visión con palabras tomadas de Daniel (7,13) y Zacarías (12,10), nos invita a contemplar la venida del Hijo del Hombre sobre las nubes y a observar la reacción que produce en los pueblos este acontecimiento.

Tenemos aquí dos afirmaciones consecutivas. La Primera confirma la promesa de Dios, la segunda es la respuesta confiada de la comunidad a esta promesa (cfr. 22,20). "Alfa" y "omega" son la primera y la última letra del alfabeto griego. Dios es el primero y el último, "el que era" y "el que viene". Dios es, por lo tanto, el sentido de la historia. Cuando triunfe definitivamente el "Testigo fiel" y venga con poder y majestad, se manifestará en Jesucristo, Señor, el misterio de Dios y todo quedará patente y descifrado. Entonces veremos que Dios es todo en todos.

 

  El evangelio es de San Juan (Jn 18, 33b– 37) nos presenta la realeza de Jesús.

"¿Eres tú el rey de los judíos?" (Jn 18, 33). Los judíos habían decidido dar muerte a Jesús. La gente del pueblo, sin embargo , habían aclamado con palmas y vítores como Rey mesiánico a aquel hombre de origen oscuro que procedía de Nazaret. Habían organizado espontáneamente una entrada triunfal en la que, como dijo el profeta Zacarías, el Mesías entraba majestuoso y pacífico, montado sobre un asno, a la usanza de los antiguos reyes y nobles de Israel. El entusiasmo de la muchedumbre colmó la envidia y los celos de escribas y fariseos. Estaba decidido, aquel hombre tenía que morir.

Consiguieron apresarle con la traición de Judas. Aquel que fue poderoso, en palabras y en obras, quedó de pronto sin fuerza ni resistencia alguna. El que fue capaz de arrojar, solo contra todos, a los mercaderes del templo, aparecía inesperadamente desarmado, inerme y abandonado. Sin embargo, entonces empezó la última batalla del gran Rey en la que dando su vida vencía a la muerte y destronaba al Príncipe de este mundo, alcanzando para todos la salvación eterna, que será ofrecida hasta el final de los tiempos.

  El pasaje coloca frente a frente a dos reyes. Pilato, quien representa al emperador romano, es el hombre que detenta en Judea el máximo poder y es el único que puede aplicar la pena de muerte, él tiene derecho sobre la vida y sobre la muerte.  Jesús, quien llega atado como un malhechor, se presenta a sí mismo como un Rey, pero de un tipo distinto al de Pilato. 

El evangelio de hoy es el comienzo de la versión de Juan sobre este proceso. El interrogatorio del juez al acusado versa sobre si éste es o no el rey de los judíos. El acusado lo sostiene con matices. Indudablemente estos matices explican una noticia dada con anterioridad por el evangelista: "Dándose cuenta Jesús de que iban a llevárselo para proclamarlo rey, se retiró otra vez al monte, él solo" (Jn. 6,15).

Es, pues, claro que Jesús no es rey en el sentido político habitual del término. De serlo en este sentido tendría las instituciones y cuerpos adecuados, los que no tiene. La realeza de Jesús no pertenece, por tanto, al mundo este, es decir, a este orden de cosas. Pero esto no quiere decir que no sea para este mundo o no se dé en este mundo. Y es que la palabra mundo tiene en el cuarto evangelio dos sentidos.

 

Para nuestra vida

La primera lectura nos presenta al profeta Daniel, en lenguaje apocalíptico, nos habla de un anciano, Dios, que envía desde el cielo a un “hijo de hombre” al que se le da poder real y dominio sobre todos los pueblos, naciones y lenguas.

Nosotros, los cristianos, siempre hemos visto en esta figura del hijo de hombre a Jesucristo, rey del universo. El mismo Jesús, en los evangelios, se da más de una vez a sí mismo este título de “hijo de hombre”. Sí, Jesús fue un hombre como nosotros en todo, menos en el pecado, a quien Dios Padre envió a la tierra para salvarnos a todos. Debemos celebrar hoy con gozo esta fiesta de Cristo Rey, proclamándole libre y agradecidamente nuestro rey, rey de nuestros corazones, que queremos que dirija y guíe nuestro diario vivir.

 

  El salmo de hoy es un reconocimiento de la realeza de Dios. "El Señor reina, vestido de majestad, el Señor, vestido y ceñido de poder" (Sal 92, 1). "Señor" (Kyrios en griego) es uno de los títulos más antiguos, y más frecuentes, para denominar a Dios, o para referirse a Jesucristo, verdadero Dios y verdadero hombre. Con ello estamos confesando la soberanía absoluta, que Dios tiene sobre todo cuanto existe, y que sólo a él corresponde de modo propio y adecuado.

  Los demás señores lo son solamente a medias, de forma relativa y parcial, por muy alto que sea el cargo que ostenten, o por mucho poder y riqueza que posean. Con razón decía Jesús a Pilato que no tendría ningún poder sobre él si no se le hubiera dado de lo alto.

Pensemos hoy un poco en esta realidad maravillosa, en la grandeza suma de nuestro Dios y Señor. Fomentemos en lo más profundo de nuestro ser sentimientos de adoración ferviente, deseos de servir con alma y vida a nuestro auténtico Rey.

  “Tu trono está firme desde siempre, y tú eres eterno..." (Sal 92, 2) Todos los señores de la tierra terminan por dejar de serlo, todos los reyes del mundo tienen que ceder un día, de grado o por fuerza, sus coronas y sus cetros. Apenas si muere el rey, cuando ya se aclama al sucesor exclamando, como si nada hubiera ocurrido, ¡viva el rey!

Para Gregorio de Nisa, este salmo canta el misterio de la victoria de Cristo sobre la muerte,[1] tema muy apropiado para la celebración matinal de este Domingo. Por su parte, Eusebio[2] prolonga así la interpretación del Niseno: "En su Encarnación y Muerte, el Señor se había revestido de humildad: «No hay en Él belleza que agrade...» (Is 53: 2). Pero, una vez que volvió a tomar posesión de su gloria, aquella que había tenido siempre junto a su Padre, «ha transformado nuestro cuerpo de bajeza» (Phil 2: 14) y ahora reina vestido de majestad. Esta expresión indica que hubo un tiempo en que Él fue expoliado de esa majestad. En efecto: «fue crucificado por razón de su flaqueza» (2 Cor 13: 4), pero después de haber vencido a la muerte, tomó posesión de su Reino y se ha vestido de majestad y ceñido de poder.

Habiéndose, pues, revestido de su propia omnipotencia, afronta una empresa gigantesca: afianzar el orbe, sin que vacile. Cristo, después de haber desbaratado las potencias adversas, ha enaltecido de nuevo la tierra que, debido al dominio del Maligno, estaba a punto de precipitarse al abismo. En la persona de la Iglesia, fundada sobre una roca inexpugnable para el Demonio, ha afianzado el mundo, hasta el punto de nunca consentir que se desvíe del amor de Dios."

 Del mismo modo que por medio de las aguas, dominadas al comienzo del mundo por su potencia creadora, el Verbo hizo a la tierra fecunda, así también ahora Cristo, por medio del Espíritu Santo, santifica a los hombres y afirma su Reinado en el mundo.[3] El Espíritu Santo es ese "río de Vida que brota del trono de Dios y del Cordero (Ap 22: 1), uno de los más bellos símbolos del Espíritu Santo"[4], río divino cuyo correr alegra la ciudad de Dios (Ps 45: 5), y alimenta los muchos ríos de las almas.

"Esta casa es la Iglesia. Para permanecer firme para siempre (v. 2), nada le conviene mejor que la santidad. Pues de la misma manera que lo que es propio del testimonio de Cristo es la verdad, así también lo que es propio de su casa es la santidad. De modo que, si -Dios no lo quiera- la inmundicia y la impiedad se vieran un día en la casa de Dios, Él mismo, que habita en ella, diría: «He aquí que vuestra casa va a quedar desierta.» (Mt 23: 38)"[5]

 

La segunda lectura del libro del Apocalipsis nos presenta al que es "...el Alfa y la Omega, el que es, el que era y el que viene, el Todopoderoso" (Ap 1, 8) ¡Mirad! Él viene en las nubes -exclama el vidente de la isla de Patmos-. Exclamación que debía resultar un tanto extraña a los hombres del siglo I que no sabían todavía lo que era atravesar los aires y volar sobre las nubes. Y, sin embargo, la fe hizo el prodigio de que aquellos creyeran y esperaran que un día viniera Cristo por los caminos del aire, el Amado, con todo su esplendor y majestad a juzgar a los vivos y a los muertos, a ejercitar el poder judicial y el ejecutivo que como Rey universal le compete.

También nosotros hemos de creer con toda la mente y con todo el corazón que un día llegará nuestro Rey, Cristo Jesús. Y movidos por esa esperanza hemos de vivir siempre fieles nuestro compromiso de amor, siempre fieles a las promesas del Bautismo. Si vivimos así, nada nos asustará. Nada, ni la suprema catástrofe del fin del mundo. Entonces, en medio de la prueba, nos fortalecerá nuestra firme creencia en la llegada inmediata de Cristo, nuestro Rey de amor y de paz.

 

El evangelio nos sugiere la pregunta en nuestra  conciencia de ¿en qué sentido Jesucristo es  rey, en nuestra vida pública y privada? , ¿Qué pedimos  cuando en el Padrenuestro decimos: “venga a nosotros tu reino”.

Sigamos con atención la escena. Jesús no niega a Poncio Pilato que Él sea Rey. Y eso le llega a sorprender aún mucho más al Gobernador romano. A nosotros nos puede ser muy útil hoy esa característica que Jesús añade: Rey de la verdad. En este mundo actual lleno de mentira y de falsedades establecidas como si fueran verdades, nuestro sentido de la verdad –yo diría casi adoración por ella—ha de llenar nuestro afán. Nunca como ahora la verdad se hizo tan necesaria. La mentira abunda por doquier, desde en la política hasta en el comercio. Vivimos un tiempo de fraude, de mentira generalizada. Luchemos, pues, por el Reino de Cristo.

Hoy Jesús aparece como testigo de la verdad. El testigo fiel es el que da testimonio de la verdad del que habla. Jesucristo fue el testigo fiel de la verdad del Padre, a quien el Padre envió precisamente a este mundo para eso: para ser testigo de la verdad, como el mismo Jesús le dice a Pilato. Para nosotros, los cristianos, Jesucristo es la verdad suprema, antes de todas las demás verdades científicas, sociales o políticas. En este sentido, repetimos una vez más, es nuestro rey. Nosotros no despreciamos nunca las verdades científicas, sociales y políticas, pero las sometemos a la verdad suprema que es Jesucristo.

Ese testigo de la verdad es Rey. Es Rey de  un Reino que, en el que se nos enseña un trono que sin palabras lo dice todo: la cruz. Un Rey que, sin palabras, lo hace todo con su presencia, su mirada y su testimonio. Cristo Rey, entre otras cosas, nos invita a dar la vuelta un poco al día a día de nuestra existencia. No podemos decir “Tú eres Rey” si, a continuación, nosotros no le rendimos nuestras capacidades, no le ofrecemos nuestras habilidades o le negamos nuestra voz en esas situaciones que reclaman nuestro testimonio autentico y sincero.

" Pero, ¿cuál es la «verdad» que Cristo vino a testimoniar al mundo? Toda su existencia revela que Dios es amor: esta es, por tanto, la verdad de la que dio pleno testimonio con el sacrificio de su misma vida en el Calvario. La Cruz es el «trono» desde el que manifestó la sublime realeza de Dios Amor: entregándose en expiación por el pecado del mundo, derrotó al dominio del «príncipe de este mundo» (Juan 12, 31) e instauró definitivamente el Reino de Dios. Reino que se manifiesta en plenitud al final de los tiempos, después de que todos los enemigos, y por último la muerte, hayan sido sometidos (Cf. 1 Corintios 15, 25-26). Entonces, el Hijo entregará el Reino al Padre y finalmente Dios será «todo en todos» (1 Corintios 15, 28).

 El camino para llegar a esta meta es largo y no es posible tomar atajos: es necesario que toda persona acoja libremente la verdad del amor de Dios. Él es Amor y Verdad, y tanto el amor como la verdad no se imponen nunca: tocan a la puerta del corazón y de la mente y, allí donde pueden entrar, ofrecen paz y alegría. Esta es la manera de reinar de Dios; este es su proyecto de salvación, un «misterio», en el sentido bíblico del término, es decir, un designio que se revela poco a poco en la historia." (Benedicto XVI, 26 Nov 2006.),

¿Tiene sentido celebrar hoy esta fiesta? Por supuesto que sí, porque lo que queremos celebrar es que Jesucristo debe ser lo más importante de nuestra vida, debe reinar en nuestro corazón.

También nosotros somos "reyes" por la consagración que hemos recibido al ser ungidos con el santo crisma en el Bautismo. ¿Somos conscientes de esta dignidad y de este compromiso? Se nos pide que vivamos según la dignidad que debe tener un rey, pero al mismo tiempo se nos exige dar nuestra vida, servir a todos como lo hizo el "rey de reyes". Hoy quiero seguir a Jesucristo, el Príncipe de la Paz, defensor del Pueblo, luchador en favor del hombre, la fuente de agua viva, el camino, la mesa del hambriento, el consuelo de los tristes y esperanza de los angustiados; Quiero ser con Jesús el Amor entregado, quiero vivir en su Reino, el reino del sí a Dios, el Reino del sí al hombre, el Reino de la comunión de vida con Dios.

Releamos el Evangelio con los Padres de la Iglesia

Así comenta San Cipriano:  “Venga a nosotros tu Reino. Así como pedimos que sea santificado el nosotros el nombre de Dios, también suplicamos que venga a nosotros su Reino.

Pero, ¿habrá algún momento en que Dios no reine? ¿Cómo puede comenzar en él lo que siempre existió y nunca dejará de existir? No. Lo que pedimos es que venga nuestro reino, aquel reino que nos fue prometido por Dios y adquirido con la sangre y la pasión de Cristo, de manera que, sirviéndolo fielmente en este mundo, podamos un día reinar con él, según su promesa: ‘Venid, benditos de mi Padre, recibid el reino que os está preparado desde el principio del mundo’.

En verdad, hermanos míos carísimos, podemos entender que el mismo Cristo es el Reino de Dios, cuya venida deseamos ardientemente cada día de nuestra vida. Él es la resurrección, porque en él resucitamos; por eso podemos comprender que él es también el Reino de Dios, porque en él hemos de reinar. Con razón, por tanto, pedimos el Reino de Dios, esto es, el reino celestial, porque también hay un reino terrestre”. (San Cipriano, Tratado sobre la oración del Señor, 13s).

 

San Agustín comenta así: : "Escuchad, pues, judíos y gentiles, pueblo de la circuncisión y pueblo del prepucio; oíd todos los reinos de la tierra: «No estorbo vuestro dominio terreno sobre este mundo, pues mi reino no es de este mundo». No sucumbáis a vanos temores, como fueron los de Herodes el Grande ante la noticia del nacimiento de Cristo, dando muerte a tantos niños para eliminarlo, acuciada su crueldad más por el temor que por la ira (Mt 2,3.16). Mi reino -dice- no es de este mundo. ¿Queréis más? Venid al reino que no es de este mundo: venid llenos de fe y no le persigáis llenos de temor. De Dios Padre se dice en una profecía: Yo he sido constituido rey por él sobre Sión su monte santo (Sal 2,6). Pero esa Sión y ese monte santo no son de este mundo.

¿Cuál es su reino, sino los que creen en él, de los que dice: Vosotros no sois del mundo, como yo no soy del mundo? Eso aunque quisiera que permanecieran en el mundo, razón por la que dijo al Padre: No te pido que los saques del mundo, sino que los preserves del mal (Jn 17,16.15). Por eso no dice aquí: «Mi reino no está en este mundo», sino no es de este mundo. Y lo prueba con estas palabras: Si mi reino fuese de este mundo, mis siervos lucharían para que no fuese entregado a los judios. No dice: «Pero ahora mi reino no está aquí», sino no es de aquí. Aquí está su reino hasta el fin del tiempo, entremezclado con la cizaña, hasta la época de la siega, que es el fin del mundo, cuando vengan los segadores, esto es, los ángeles, y recojan todos los escándalos de su reino (Mt 13,38-41), cosa que no podría tener lugar, si su reino no estuviese aquí.

Sin embargo, no es de aquí, porque se encuentra como peregrino en el mundo, según él dice a su reino: Vosotros no sois del mundo, sino que yo os he elegido del mundo (Jn 15,19). Del mundo eran cuando no eran aún su reino y pertenecían al príncipe del mundo. Era del mundo todo lo que, aunque creado por el Dios verdadero, fue engendrado por la viciada y condenada estirpe de Adán, y se convirtió en reino, no de este mundo, cuando fue regenerado por Cristo. Por él Dios nos sacó del poder de las tinieblas y nos trasplantó en el reino del Hijo de su amor (Col 1,13); de este reino dice: Mi reino no es de este mundo, o Mi reino no es de aquí.

Pilato le contestó: Luego ¿tú eres rey? Y Jesús: «Tú lo has dicho: Yo soy rey» (Jn 18,37). No es que temiera proclamarse rey, sino que puso el contrapeso de estas palabras: Tú lo dices, de modo que no niega ser rey -porque es rey del reino que no es de este mundo-, ni confiesa que sea tal rey, cuyo reino se crea que es de este mundo, como pensaba quien le había preguntado: Luego ¿tú eres rey?, a lo que él respondió: Tú lo dices: «Yo soy rey». Las palabras: Tú lo dices equivalen a esto: «Siendo tú carnal, hablas según la carne»" . ( San Agustín. Comentarios sobre el evangelio de San Juan 115,2-3).

 

Rafael Pla Calatayud.

rafael@betaniajerusalen.com

 



[1] S. GREGORIO DE NISA, Tractatus alter in psalmorum inscriptiones, 92; PG 44.

[2] EUSEBIO, Commentaria in psalmos, 92; PG 23; También con esta estrofa la Iglesia canta, en el mismo sentido, un himno de alabanza al Verbo Creador y a Cristo Resucitado. (cfr. LITURGIA DE LAS HORAS, ant Laud Dom 3 y 7 T Pasc; ).

[3] S. AGUSTIN, Enarrationes in psalmos, 92, 3-4.

[4] CEC, 1137.

[5] Eusebio de Cesarea, commentaria in psalmos, 92; pg 23.

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