Las lecturas de este domingo nos interpelan de cómo es nuestra fe. También nos hablan de la presencia de Dios.
En la primera lectura una presencia que no es un viento huracanado
que agrieta los montes, ni un terremoto que rompa los peñascos, ni un fuego que
lo arrase todo. Sino que es la presencia de un susurro: la presencia del amigo
que acompaña y ofrece su mano.
Todo esto es importante para
nosotros. Es como una invitación a reforzar nuestra relación con Dios, nuestra
relación con Jesús. Y es, sobre todo, una invitación a creer y una invitación a
orar.
Una invitación a creer que, en
verdad, Dios nuestro Padre y JC nuestro hermano están ahí, junto a nosotros,
junto a nuestra barca. Están ahí, ofreciendo su compañía y su amistad, y
sostienen nuestro camino incluso cuando el viento contrario nos impide avanzar
y parece que no hay solución. Una invitación a creer, una invitación a escuchar
las palabras que el mismo Señor nos transmitía en el salmo: «Dios anuncia la
paz. La salvación está cerca de sus fieles».
La primera lectura es del primer libro de los reyes (1 R. 19, 9a. 11-13ª) El texto es parte del ciclo de Elías (caps. 17-22) pone de relieve la figura de este gran profeta comparable a Moisés. A Elías le toca un problema hondo y delicado: el pueblo abandona a Dios, quiere cambiar de Dios, la tarea demoledora de Jezabel, mujer del rey, en estrecha colaboración con los cultos cananeos y con los sacerdotes de los baales es la causa inmediata del desastre. Elías lucha con denuedo: será el que retenga la lluvia (cap. 17) y el que la dé (cap. 18), poder que pretendían usar a su antojo los sacerdotes de Baal, dios de la fecundidad. Estos mismos sacerdotes perecerán a sus manos (cap. 18).
Amenazado de muerte por la
impía Jezabel, Elías huye del país y se dirige al monte Horeb o Sinaí (v. 2s).
Su marcha dura cuarenta días a través del desierto, durante los cuales revive
la experiencia del éxodo de Israel. Dios le proporciona el agua y el pan que
necesita (vv. 5-8) y, al llegar al Sinaí, se refugia en la misma cueva en la
que se escondió Moisés esperando el "paso del Señor" (cf. Ex 32. 22).
Elías, representante de los profetas, vuelve a las raíces del pueblo de Israel
y a los orígenes de su historia. Con ello significa que su reforma religiosa,
por cuya causa es perseguido, entronca directamente con la obra de Moisés: toda
reforma autentica de Israel es una restauración de la alianza con Yahvé.
Yahvé se revela al profeta
Elías en el susurro de una brisa.. La brisa es el símbolo del espíritu de Dios
y de la fuerza renovadora que ejerce por medio de los profetas.
El
responsorial es el salmo (Sal 84,
9ab-10. 11-12. 13-14) El salmo 84 es un salmo variado en tonos y emociones. No es fácil encontrar su
género literario y por esto los autores han dado sobre el particular múltiples
opiniones: quién lo coloca entre los himnos, quién entre las súplicas, quién
entre los cantos a Yahvé. Lo que sí podemos decir es que el salmo presenta una
gran riqueza de temas y acentos
Este salmo está marcado en su
totalidad por el tema del "retorno". La situación que dio origen a
este salmo no es otra que el regreso de los deportados de Babilonia. Con base
en este acontecimiento histórico, considerado como un acto de perdón de Dios,
se le pide una nueva gracia. Luego del entusiasmo por el retorno de las
primeras caravanas de prisioneros liberados, se encuentra uno súbitamente ante
la decepción de lo "cotidiano": la reconstrucción del Templo tomaba
tiempo y los enemigos hostigaban sin cesar a los nuevos repatriados (Esdras
4,4).
Su estructura la podríamos ver
en estos puntos:
—Presentación: Dios ama a su
pueblo (vv. 2-4).
—Súplica y confianza (vv.
5-10).
—Alianza cumplida (vv. 11-14)
La primera estrofa recuerda las
intervenciones de Dios en el pasado: seis verbos en pasado que tienen a Dios
como autor. Luego dos estrofas que expresan la oración actual, y que se resume
en dos peticiones: "Haznos volver". "¿No volverás?".
Desde el punto de vista
literario, once palabras se repiten: regresar, salvación, amor, verdad,
justicia, cólera, dar, tierra, pueblo, decir... paz...
"La salvación está cerca de los que
lo temen,y la gloria habitará en nuestra tierra”
El texto original hebreo dice:
"Señor, has amado a tu tierra", y la versión griega de los Setenta
traduce: "Te has complacido en tu tierra. Nos quiere mostrar la actitud
fundamental, eterna, de Dios, que es el amor, y ahora, concretamente, su amor
hacia el pueblo escogido, hacia Israel.
El v.13 da la clave para
descubrir la situación de vida de la que parte el salmo: «El Señor nos dará la
lluvia». Se trata de unas rogativas ante la sequía que ponen en peligro la
cosecha. De acuerdo con la teología deuteronomista, la lluvia es una bendición
de Dios y la sequía un castigo, especialmente por el pecado de infidelidad a
Yahvé . Una de las expectativas de los tiempos mesiánicos es que «aquel día»
habrá gran abundancia de lluvias, y por tanto de cosechas. La sequía puede ser
aviso de Dios, que llama a su pueblo a conversión. Del hecho material de la
falta de lluvias y la preocupación por las cosechas se pasa a unas perspectivas
teológicas o salvíficas mucho más amplias. Pero, además, este salmo no se
limita a exhortar al pueblo a convertirse, sino que implora la «conversión» de
Dios: que se gire hacia él, vuelva a él su rostro y cambie su suerte.
Por lo que dice en su inicio y
en su final este salmo ha sido llamado también el "salmo de la
Encarnación", ya que esta realidad de amor no es sino la culminación de la
dinámica del salmo:
"La salvación está ya
cerca de sus fieles
y la gloria habitará en nuestra tierra,
la misericordia y la fidelidad se encuentran..."
r. muéstranos, señor, tu misericordia y danos tu salvación
La segunda lectura es de
la carta del apóstol san Pablo a los romanos (Rm 9, 1-5) Durante tres
domingos leeremos fragmentos de Rm 9.-11.: el destino de Israel. Pablo nos
implica en su proceso que va de la desolación (porque su pueblo según la carne
rechaza el misterio de Cristo) a la esperanza, y de la esperanza a la certeza
de la salvación (que es el destino de Israel). Los tres fragmentos que leeremos
sólo lo esbozan y evitan los escollos.
Los capítulos 9, 10 y 11 de
Romanos tratan de un problema específico de Pablo: el destino y la comprensión
del destino de su pueblo, de Israel. Quieren "probar" la afirmación
general de 8.31-39: Dios es misericordioso en extremo. Para ello Pablo no va a
lanzar diatribas contra el pecado del hombre sino que se dedicará a exaltar la
misericordia de Dios como contraposición a la rebelión de Israel, modelo de
rebeliones. Pablo toma muy en serio la desobediencia de Israel, pero toma a
Dios más en serio si cabe, por encima de la rebelión de Israel. Este principio
es el verdadero motor de estos pasajes sobre el Dios de la misericordia, a pesar
de la tragedia de Israel.
"Proscrito":
literalmente "yo pediría ser un anatema en Cristo por mis hermanos".
El anatema no es una simple excomunión. En el AT la palabra "herem"
implica la destrucción total de los enemigos de Dios y de sus bienes (cf. Dt 7.
26). En el NT comporta la idea de maldición: el que está marcado por el anatema
no está solamente excluido de la comunidad, sino que él mismo es un maldito
(/Hch/23/12; /Ga/01/08). Esta declaración de Pablo muestra hasta qué punto
siente el destino de su propio pueblo. Para él, como apóstol, es un gran dolor
ver que la fuerza del evangelio, la ley santa y última que busca el pueblo
judío, haya llegado a constituir una comunidad donde abundan los gentiles y
escasean los judíos. A veces ocurre que donde menos crédito se da a una visión
de vida (cristianismo, por ejemplo) es precisamente entre los llamados a
heredar y vivir esa promesa (cristianos, por ejemplo).
Pablo enumera siete dones
grandes que Dios ha hecho a su pueblo: es un número de totalidad. Es decir,
Israel ha heredado todo lo necesario para llegar al conocimiento de Jesús como
en una evolución progresiva, sin ningún trauma. Ha heredado el linaje humano
(Ex 4. 22), la presencia de Dios (Is 40. 5; Sal 85. 10), la alianza (Gn 15.
18), el culto al Dios verdadero, la ley (expresión de su voluntad), los
patriarcas depositarios de esa revelación, y, sin embargo, ha permanecido fuera
de la órbita del evangelio. Pablo se hace cruces ante este hecho de por sí
insólito. No hay rechazo de su pueblo, sino un profundo sentimiento de
decepción, aunque quede un poco de esperanza (cf cap. 11).
El mayor de los privilegios que
Israel ha recibido históricamente es la persona misma de Jesús. Sin embargo,
esto tampoco ha sido suficiente ya que ver en Jesús a Dios salvador es, como la
aceptación del Dios del AT, una cuestión de fe en la promesa. Por eso, aunque
parezca otra cosa, Jesús no ha fracasado porque los judíos no le hayan aceptado
históricamente. Una llamada a la comprensión y una advertencia seria para el que
se dice cristiano, heredero de la verdadera promesa que es Jesús.
aleluya sal 129, 5
espero en el señor, espero en su palabra.
El evangelio es de san Mateo (Mt 14, 22-33) En este relato, lo mismo que en el
que le precede (la multiplicación de los panes), los discípulos ocupan un
puesto importante. No son pasajes directamente relacionados con la teología del
discipulado, pero sí que encierran una relación directa con la postura del que
quiere acercarse a Jesús. La fe en él pasará por la superación y asimilación de
la duda. La fuerza del viento y el peligro de la vida son temas para dibujar la
situación de dificultad que presupone el reino de Dios y el esfuerzo necesario
para superar la actitud de duda. Pero la idea dominante no es el peligro en el
que se encuentran los discípulos, ni su inquietud; Mt concentra su relato en la
persona de Cristo, cuyos discípulos van a descubrir nuevamente, en el esfuerzo
y la duda, su autoridad soberana y su voz apaciguadora. El progresivo
acercamiento a la realidad que es Jesús supone un continuo estar a la escucha
de la Palabra en una actitud fuerte de superación.
Este diálogo de Pedro con Jesús
exclusivo de Mt, parece presentar a Pedro como un prototipo de discípulo por su
amor a Jesús y por la insuficiencia de su fe. No es aquí un líder que haya
captado mejor que otros su relación con Jesús, sino que se hace portador de la
situación en que se encuentra "todo" discípulo. La duda parece ser un
integrante continuo y siempre presente en los que quieren vivir su fe día tras
día.
Pedro es aquí la figura del que
confunde el entusiasmo un tanto presuntuoso con la fe, y no se da cuenta que
debe su salvación más a un gesto salvador de Jesús, como lo hace observar el
mismo Maestro (v. 31). Si la fe conlleva una gran carga de duda, también
contiene la promesa del apoyo de Jesús a todo el que cree. Dios no solamente
rehabilita al hombre por la muerte de Jesús, sino que también lo salva, es
decir, lo acompaña en su caminar diario (cf Rm 5.)
v 33:Aunque como expresión hay
que situarla en una elaboración tardía, la confesión de Pedro encierra la
confianza fundamental que el creyente y toda la Iglesia, pone en la persona de
Jesús.
Esta es la revelación que
diariamente hace Jesús y acepta el creyente. Sin ella es imposible construir el
camino de la fe. Dios y hombre coinciden en la tarea.
Jesús marchaba sobre las aguas
como Señor del mar. Así nuestra historia se halla en estrecha relación con la
anterior. En la multiplicación de los panes, Jesús se había dado a conocer como
el Mesías a la muchedumbre. Caminando sobre el mar, al estilo de una teofanía o
cristofanía, Jesús se revela a los discípulos que le reconocen como el Hijo de
Dios. Se da incluso el paso importante que va, desde el Mesías, a la confesión
del Hijo de Dios. Un notable progreso en la fe. Al lector del evangelio de
Mateo no debe sorprenderle esta confesión de fe de los discípulos. Nuestro
evangelista ha afirmado la filiación divina de Jesús explícita o implícitamente
en otras ocasiones: la voz que se dejó oír desde el cielo con ocasión de su
bautismo, la historia de las tentaciones, la confesión de los espíritus malos
e, implícitamente, cuando se habla de la filiación divina de los discípulos
(5,9. 16. 45.48), que deriva de la de Jesús (6,9).
Pudiéramos tener la impresión
de que este milagro tiene como finalidad única la demostración de la divinidad
de Cristo. En otra ocasión (ver el comentario a 8, 1-4) dijimos que los
milagros evangélicos no tienen esa finalidad. También en nuestro caso, el
milagro es predicación y anuncio del evangelio, porque es provocado por la
necesidad en que se ven los discípulos. Como consecuencia de haberla remediado
Jesús de forma tan milagrosa surge el reconocimiento de Jesús como el Hijo de
Dios.
Dijimos que nuestra historia
tiene aspecto de teofanía. En el Antiguo Testamento, aunque sea en textos
poéticos, se describe la soberanía de Yahvéh recurriendo también al dominio que
tiene sobre las olas del mar "...por el mar fue tu camino, por las grandes
olas tu sendero" (/Sal/077/20), "...camina sobre las alturas del
mar" (/Jb/09/08). La marcha de Jesús sobre las aguas le coloca al mismo
nivel en que era puesto Yahveh en el Antiguo Testamento. Habla por sí misma de
la divinidad de Cristo. Pero nuestra historia pone de relieve al mismo tiempo
una peculiaridad singular: este Hijo de Dios recurre con frecuencia a la
oración; en la que pasa largas horas: "subió al monte para orar. Entrada
ya la noche..."
Exactamente es lo que recoge la
fe cristiana al confesarlo verdadero Dios y verdadero hombre. Con necesidad de
recurrir con frecuencia a la oración, como todo mortal, y dando el ejemplo de
su necesidad para el hombre.
El texto también gira en torno
a la figura de Pedro. Quiere poner a prueba la palabra de Jesús, que ya se les
ha presentado en su categoría divina con la frase "Yo soy",
"...si eres tú..." La fe de Pedro busca su apoyo más en el milagro
que en la palabra de Jesús. Fe, por tanto, muy imperfecta, porque la verdadera
fe se halla determinada por una abertura total a Dios y una confianza absoluta
en su palabra, aun en las necesidades más extremas de la vida. La fe imperfecta
("hombres de poca fe") es precisamente aquella que se acepta como
consecuencia de algo extraordinario y milagroso. Ante las fuerzas de las olas
Pedro dudó. Una duda que equivale a falta de fe, falta de confianza en la
palabra de Dios o de Jesús, como en el caso presente (no debió dudar de la
palabra de Jesús). Pedro comienza a caminar hacia Jesús (v. 29) y, sin embargo,
la violencia del viento y de las olas le hace dudar y comienza a hundirse (v.
30). Dos rasgos que parecen excluirse: caminar hacia Jesús y hundirse. La
paradoja se resuelve diciendo que, desde que comenzó la duda, dejó de caminar
hacia Jesús.
La actitud de Pedro es
verdaderamente paradigmática. En ella se personifica y simboliza todo caminar
hacia Jesús. Un caminar que no está exento de dudas (28, 17; Rom 14, 1.23)
porque, junto a la certeza y seguridad absolutas que la palabra de Dios
garantiza, está el riesgo de salir de uno mismo hacia lo que no vemos. Sólo una
fe perfecta, como la de Abraham -salió de su tierra hacia lo desconocido,
fiándose exclusivamente en la palabra de Dios-, supera el riesgo humano en la
seguridad divina. El riesgo de la fe está precisamente en que a nuestros pies
les falta la arena, como en las grandes resacas... y entonces nos vemos
suspendidos en el vacío. Entonces el único grito apropiado es el lanzado por
Pedro: "Señor, sálvame". Acudir a Jesús convencidos de lo que
significa y realiza su nombre: "salvador" (1, 21).
Para nuestra vida
Las lecturas de hoy tratan
distintos temas relacionados con la presencia de Dios y nuestra actitud orante.
una invitación a orar, a aprender a orar. La oración es ponerse ante el Padre,
ponerse ante Jesús y presentarle nuestra realidad, nuestras ilusiones y nuestros
desencantos, nuestras pobrezas y nuestras esperanzas. Las nuestras y las de la
gente que tenemos a nuestro alrededor, y las del mundo entero. Y así, con
sencillez, sin necesidad de grandes razonamientos, como el que se dirige a un
amigo verdadero, manifestarle nuestra esperanza en él, nuestra confianza en su
amor, nuestros deseos de que su vida crezca en nosotros y en todos los hombres.
Lo importante es saber gritar
como Pedro: «Señor, sálvame». Saber levantar hacia Dios nuestras manos vacías,
no sólo como gesto de súplica sino también de entrega confiada de quien se sabe
pequeño, ignorante y necesitado de salvación.
No olvidemos que la fe es
«caminar sobre agua», pero con la posibilidad de encontrar siempre esa mano que
nos salva del hundimiento total.
La
primera lectura nos presenta a Elías sale en busca de Yahvé, hacia Horeb y la
montaña del Sinaí, allí donde, según las tribus del Norte, Dios está más
presente que en el monte de Sión, en donde David le ha aposentado
recientemente.
Elías se agazapó en la concavidad
de la roca, en donde el mismo Moisés se había refugiado para asistir a la
teofanía (Ex 33, 18-34, 9), y también él recibió el beneficio de una aparición
divina.
Esta experiencia le lleva a la
comprensión de que Dios no se encuentra en los fenómenos naturales: huracán,
temblor de tierra y rayo, en donde los paganos le situaban preferentemente (vv.
11-12). Dios tampoco está en el fuego, en donde se lo imaginaba la tradición
yahvista del Sur (Ex 19, 18). En su lucha en pro del monoteísmo absoluto, Elías
aprende a desacralizar la naturaleza y a liberar la noción de Dios del
naturalismo baálico de los fenicios y de Jezabel.
Elías percibe, el paso de una
brisa ligera. La brisa llega ligera (cf. Gén 3, 8) no es el signo de la dulzura
de Dios, puesto que no va a mostrarse nada tierno en las órdenes que va a
dictar a Elías (vv. 15-17): ungir a unos usurpadores que sembrarán odio y
violencia en el Oriente Próximo. La brisa ligera sirve, en realidad, para
proteger el incógnito y el silencio de Dios. Dios guarda silencio y solo el
creyente puede oírle.
La experiencia de Elías es una representación
muy significativa de la fe vivida en el mundo moderno, un mundo que ha
desacralizado la Naturaleza. En la medida en que la ciencia ha
"profanizado" la Naturaleza y el mundo, ha prestado un gran servicio
a la idea de Dios, ya que Dios no puede ser más que el Todo-Otro, el
Incognoscible para el pensamiento del hombre. El proceso de progresivo
desprendimiento por el que ha tenido que pasar Elías para no captar ya a Dios en
los fenómenos naturales tiene como compensación un encuentro íntimo con él: ha
reconocido a quien no podía conocer, se ha encontrado con quien vive en el
incógnito.
Lo mismo sucede con el
creyente. Junto con el mundo ateo en el que vive, reconoce el silencio de Dios
y, sin embargo, le oye, se cubre el rostro, como Elías, y sale de su refugio
para cumplir su misión.
Hoy
el salmo tiene un carácter profético, escatológico, que nos hace ver cuál será
la maravillosa realidad del amor, de la amistad perfecta entre Dios y su
pueblo.
El salmista canta la actitud
amorosa de Dios, esta benevolencia manifestada en la bendición y en la
restauración de Israel, perdonando sus pecados, olvidando sus errores,
conduciendo su vida y llevandola hacia aquella amistad que preconiza la Alianza
y que será un día patrimonio de la eternidad feliz.
El salmo constituye una oración
de súplica y llena de confianza en la
salvación de Dios. La gloria del Señor se establece en la tierra; gloria que,
como la del Éxodo, monta su tienda entre las del pueblo en marcha. De un
extremo de la tierra sale Misericordia, del opuesto Fidelidad, y también llegan
Justicia y Paz. Todos estos personajes-atributos se encuentran en el centro de
la tierra de Israel y se abrazan. Del cielo baja Justicia y del fondo de la
tierra sube Fidelidad. Y, en correspondencia con esta ultima pareja, volvemos a
lo que fue el punto de partida del salmo: del cielo desciende la lluvia, y de
la tierra brota la cosecha. Esta lluvia es signo o casi sacramento de todo el
resto. Finalmente, otra imagen: Dios llega como un rey, precedido del heraldo
Justicia y seguido del escudero o alabardero Paz . En realidad, se trata de
Dios mismo, que viene a salvar a su pueblo.
La palabra clave de este salmo
es el verbo shub, que en distintas formas verbales sale cinco veces. Su
significado básico es que uno que se movía en una dirección determinada,
empieza a moverse en la opuesta (se supone que para regresar al punto o
situación de partida). De este significado espacial o de movimiento se pasa al
sentido moral de girarse hacia Dios, volver a él uno que se había apartado de
él, o sea convertirse (que etimológicamente significa esto: girarse). En sus
formas causativas, este verbo significará hacer que alguien regrese, o que se
convierta. El pueblo se alejó moralmente de Dios por el pecado, y entonces Dios
lo alejó físicamente por la deportación de Babilonia. Pero lo hará volver.
Primero moralmente, por la conversión, y luego físicamente, por la
repatriación: shub shebut/shebit (cambiar la suerte del pueblo, hacerlo volver
de la cautividad. La iniciativa es de Dios: «Hazme volver y volveré» =
«Conviérteme y me convertiré» (Jr 31, 18 = Lam 5,21). Para convertirnos
nosotros a Dios, necesitamos que antes él se convierta a nosotros. Traducción
del hebreo shub es el griego metanoia, que es una palabra básica en el Nuevo
Testamento.
Para el cristiano, este salmo
expresa el misterio del ya y el aún no; la salvación histórica operada ya en
raíz por Cristo y su plena actualización en el hoy de la liturgia, en espera de
la consumación futura. De ahí la aplicación de este salmo a la liturgia de
Adviento y Navidad. Jesús ya vino, pero lo esperamos cada año, y anhelamos su
venida definitiva al fin de los tiempos. Se aplica, más concretamente, al
misterio de la encarnación, por el que el Verbo, gloria del Padre, habita entre
nosotros, y hemos contemplado esta gloria. Y también a María, que es la tierra
donde la lluvia del Espíritu ha dado su fruto de salvación.
Si Dios ama a su pueblo, ¿por
qué esta petición de ayuda o de restauración, la mención del enojo y de la ira
de Dios?
Los verbos de los primeros
versículos, en perfecto según el texto hebreo, no expresan de por sí acciones
pasadas terminadas, ni son verbos que hablan de acciones exteriores, sino de la
actitud interna de Dios hacia su pueblo. Esta actitud no es algo que sucede y
se termina; es algo permanente, atemporal, que pertenece al mismo ser de Dios.
Esta actitud o estos sentimientos parecen estar al presente ocultos,
aparentemente inoperantes. De ahí que el salmista suplique, recuerde a Dios su
modo de proceder habitual con su pueblo.
"La salvación está ya
cerca de sus fieles y la gloria habitará en nuestra tierra".
El salmista conoce la constante
en el actuar de Dios sobre su pueblo; por esto está seguro de él, se fía de él.
Y así con certeza y delectación, habla a continuación de la felicidad
escatológica, anunciada por los profetas, que brotará de aquella Alianza
observada con fidelidad.
Canta la mutua correspondencia
entre Dios y su pueblo. Israel ha sido muchas veces infiel, pero arrepentido,
ha obtenido el perdón generoso de Dios. Ahora se dispone a vivir auténticamente
según el designio de Dios.
Y hace una hermosa enumeración
de realidades, de actitudes de Dios, de virtudes del pueblo: el amor que
proviene de Dios, con su iniciativa salvífica, se encontrará con la fidelidad
del pueblo que corresponderá también con amor.
La justicia de Dios, es decir,
su modo de actuar para con Israel, besará la paz que el pueblo poseerá, fruto
de la bendición divina.
De la tierra, de la gente,
brotará la fidelidad: entonces la tierra será fiel, no defraudará más a Yahvé.
Entonces las cosas serán "verdaderas", no apariencias ni realidades
momentáneas.
Si de la tierra brota la
fidelidad, la justicia mirará desde el cielo, pues desde allí el Señor dará sus
bendiciones, sus lluvias, sus bienes, y entonces nuestra tierra, nuestro
pueblo, dará sus frutos: frutos de fe, de fidelidad, de alegría y de confianza
cumpliendo felizmente la voluntad, la Alianza de Yahvé.
Esta justicia amorosa de Dios
marchará delante de él, lo precederá, se hará notar en seguida. Y la salvación
del pueblo seguirá sus pasos: habrá una compenetración total, perfecta, entre
Dios y su pueblo.
Esta es la tensión que canta el
salmo: el camino hacia la realización definitiva y completa de la Alianza.
A nosotros nos toca esperar
esta espléndida realidad, a nosotros nos toca, ahora ya, vivirla en los límites
de nuestra pequeñez. El salmo 84 lo recuerda.
En la segunda lectura San Pablo, constata el hecho
la separación de Israel, "los de mi raza y sangre", el pueblo del
Mesías.
Después de reconocer que desciende de Israel, que como raza han sido escogidos
y predestinados desde antiguo a jugar un papel religioso en la historia del
mundo, enumera los privilegios de Israel: 1)la filiación: a lo largo del AT
evoluciona la idea de Dios como padre de los justos; 2)la Gloria, la presencia
de Dios, definible como "el aspecto visible del Dios invisible",
manifestada a Israel en el éxodo o en el retorno del exilio; 3)la Alianza, en
el sentido de "testamento": expresión de la voluntad de Dios
manifestada a Abrahán, en el Sinaí y, en el futuro, el nuevo testamento
prometido en Jr 31. 31; 4)la legislación, el conjunto de leyes dadas a Israel;
5)el culto, la liturgia del Templo en Jerusalén, con sus sacrificios rituales,
que Pablo ve instituidos por Dios; 6)las promesas, en relación con la alianza
con los testamentos otorgados; y 7)los patriarcas, fundamentalmente los tres
grandes, Abrahán, Isaac y Jacob, y quizá también incluyendo a Moisés. Con la
venida de Xto según la carne, "según lo humano", todas las promesas
realizadas a los patriarcas desde el inicio de la historia de la salvación, se
han realizado.
Quisiera ser un proscrito por
el bien de mis hermanos, los judíos (Rm 9, 1-5) Para recibir a Cristo es
evidente que hace falta una cierta preparación, haber rechazado, entre otras
cosas, los ídolos. El pueblo de Israel tiene la mejor preparación posible:
tiene a su favor la adopción, la ,gloria, las alianzas, la Ley, el culto, las
promesas de Dios; también los Patriarcas; pero sobre todo el que de su raza
haya nacido Cristo. Lo tiene todo para entrar en las nuevas perspectivas de
Dios, para formar parte del nuevo Pueblo de Cristo. Pero todo esto no ha sido
suficiente para acoger a Cristo. Y esto es un motivo de inmensa tristeza para
S. Pablo. Como primera parte de la larga reflexión paulina, llaman la atención
dos cosas. Por un lado en el v. 3 el que Pablo quiera estar separado de Cristo
(eso significa el original "anatema") en bien de sus hermanos. Es un
amor integral y absolutamente desinteresado hasta límites absurdos.
Naturalmente es algo paradójico, pero indica que en el cristianismo lo más
importante es el otro por encima de cualquier otra consideración, aun religiosa.
De hecho el Evangelio puede decirse que es un mensaje sobre el hombre y no
sobre Dios, imitando el estilo paulino. Y que el hombre está, para nosotros,
antes que Dios, si ello fuera posible o necesario. Lo religioso, lo vertical, y
con mucha mayor razón lo eclesial, lo institucional, está absolutamente por
detrás del amor real al otro.
El otro punto interesante
-aunque mucho menos- es la acción de Dios en favor de Israel en la historia de
forma definitiva e irrevocable. La realidad de esta intervención es tangible en
muchos aspectos. Sobre ella vendrá el desarrollo de los otros acontecimientos.
El cristiano no debe negarse a
constatar la riqueza del pueblo judío amado por Dios y de sentirse apenado,
como S. Pablo, de que no le haya penetrado la fe en Cristo. Que al menos la
caridad y la oración mantengan nuestros vínculos con ellos.
El evangelio
nos presenta el relato de Jesús caminando sobre las aguas. Este poder de
Jesús impresionó evidentemente a los primeros cristianos, que vieron en el
relato de la tempestad calmada (Mt/08/23-27) y en el caminar sobre las aguas
(nuestro Evangelio) la manifestación de quien vuelve a reanudar la obra de la
creación y la lleva a su plena realización triunfal. El Día de Yahvé debía ser
un día de victoria sobre las aguas (Hab 3, 8-15; Is 51, 9-10); Yahvé está,
pues, entre nosotros, para completar esa obra (cf. v. 33). El caminar sobre las
aguas es, por tanto, una especie de epifanía del poder divino que reside en
Cristo.
a) La victoria de Dios sobre
las aguas es un tema muy importante de la cosmogonía judía. El pensamiento
bíblico ha heredado, en efecto, de las viejas tradiciones semíticas la idea de
una creación del mundo en forma de un combate entre Dios y las aguas, hasta que
el poder creador de Dios se impuso a las aguas y a los monstruos del mal que
contenía (Sal 103/104, 5-9; 105/106, 9; 73/74,13-14; 88/89, 9-11; Hab 3, 8-15;
Is 51, 9-10). Incluso la historia de la salvación aparece como una victoria de
Yahvé sobre las aguas: tal es el significado de la victoria sobre el mar Rojo
(Sal 105/106, 9) y de la victoria escatológica sobre el mar (Ap 20, 9-13).
Ahora bien: el poder de Cristo
sobre las aguas impresionó evidentemente a los primeros cristianos, que vieron
en el relato de la tempestad calmada (Mt/08/23-27) y en el caminar sobre las
aguas (nuestro Evangelio) la manifestación de quien vuelve a reanudar la obra
de la creación y la lleva a su plena realización triunfal. El Día de Yahvé
debía ser un día de victoria sobre las aguas (Hab 3, 8-15; Is 51, 9-10); Yahvé
está, pues, entre nosotros, para completar esa obra (cf. v. 33). El caminar
sobre las aguas es, por tanto, una especie de epifanía del poder divino que
reside en Cristo.
b) Pero la victoria de Cristo
sobre las aguas se sitúa en un momento decisivo de la vida de Cristo. Su vida
de rabbí itinerante, ídolo de las multitudes, no conduce a nada. Al confrontar
los pobres resultados de ese ministerio con la voluntad salvífica de su Padre
(cf. la oración del v. 23), Cristo cambia de política y se dedica a la
formación intensiva de un grupo de apóstoles -y de Pedro en particular-
separado de la multitud.
La formación de estos apóstoles
persigue dos objetivos: enseñarles a utilizar los poderes mesiánicos de Cristo
tal como se los transmitiría un día y enseñarles a tener confianza en El.
El episodio de la marcha sobre
las aguas responde a este doble objetivo: Cristo convence a Pedro de que posee
realmente los poderes que le permitirán vencer al mal (simbolizado por las
aguas sobre las que Pedro camina) (vv. 28-29). Cristo enseña igualmente a Pedro
que esa victoria no dimana de un poder mágico, sino que depende de la fe (vv.
30-31).
Ante las fuerzas de las olas
Pedro dudó. Una duda que equivale a falta de fe, falta de confianza en la
palabra de Dios o de Jesús, como en el caso presente (no debió dudar de la
palabra de Jesús).
La actitud de Pedro es
verdaderamente paradigmática. En ella se personifica y simboliza todo caminar
hacia Jesús. Un caminar que no está exento de dudas (28, 17; Rom 14, 1.23)
porque, junto a la certeza y seguridad absolutas que la palabra de Dios
garantiza, está el riesgo de salir de uno mismo hacia lo que no vemos. Sólo una
fe perfecta, como la de Abraham -salió de su tierra hacia lo desconocido,
fiándose exclusivamente en la palabra de Dios-, supera el riesgo humano en la
seguridad divina. El riesgo de la fe está precisamente en que a nuestros pies
les falta la arena... y entonces nos vemos suspendidos en el vacío.
Entonces el único grito
apropiado es el lanzado por Pedro: «Señor, sálvame». Acudir a Jesús convencidos
de lo que significa y realiza su nombre: «salvador» (1, 21).
«¡Qué poca fe! ¿Por qué has
dudado?» Evidentemente todo parecería más fácil si la presencia de Jesús frente
a nuestra barca -y frente a la barca del mundo, y frente a la barca de la Iglesia-
fuese una presencia más clara, fuera un empujón que resolviera nuestros
problemas de golpe. Pero resulta que no; la presencia y la compañía de Jesús no
es ningún empujón que lo arregle todo: es una presencia suave, misteriosa,
humana.
La victoria sobre las fuerzas
del mal es ofrecida, pues, al cuerpo apostólico, con la condición de que a ese
poder conferido sobre tales fuerzas correspondan una fe y una adhesión
confiadas a la persona de Cristo.
Lo mismo que en la primera
lectura, la victoria sobre las fuerzas del mal aparece, por tanto, como una
posibilidad ofrecida al hombre en Jesucristo.
Afirmar que Cristo ha vencido
al imperio del mal es, en realidad, reconocer a la obra de Cristo sus
dimensiones cósmicas. Hasta El existía una solidaridad en el pecado que
afectaba a toda la creación. En adelante queda abierta una brecha en el círculo
de esa solidaridad. Con Cristo se rompe ese lazo cósmico en beneficio de otra
solidaridad: la del amor.
Injertado en ese dinamismo de
amor, el cristiano no es solo vencedor de sí mismo y de las zonas oscuras de su
persona, su victoria tiene realmente una repercusión cósmica: ha vencido
realmente al mundo, ha dominado realmente a los elementos lo mismo que Cristo y
Pedro han dominado al mar.
La misión del cristiano en el
mundo consiste, efectivamente, en destruir el influjo del imperio del mal en
todos los terrenos en que se sigue manifestando y hasta en la muerte que parece
ser hasta ahora su mejor sirvienta.
La Eucaristía alimenta al
cristiano para el combate efectivo de cada día, puesto que le hace copartícipe
de la victoria sobre Satanás y sobre la muerte.
Rafael Pla
Calatayud.
rafael@betaniajerusalen.com
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