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sábado, 7 de marzo de 2020

Comentario a las lecturas del II Domingo de Cuaresma 8 de marzo 2020


Presencia, llamada, agradecimiento de Dios y hacia Dios, son las líneas conductoras de este domingo.
El conjunto de las lecturas de este domingo del ciclo A se puede presentar como explicación de un doble itinerario: el del hombre hacia Dios y el de Dios hacia el hombre. La iniciativa, no obstante, en ambos itinerarios, pertenece a Dios: él es quien llama al hombre -Abrahán (1a lectura) y a nosotros (2a lectura)- con una vocación santa, hacia una bendición misteriosa. Él es, ahora, quien presenta a los hombres a Jesucristo, su Hijo, el amado, su predilecto, para que le escuchen y le sigan, y sean así partícipes de su gloria. El salmo es una súplica serena que contempla ambos aspectos del itinerario: el amor de Dios que acompaña al hombre en su itinerario de búsqueda, y la acción de Dios hacia el hombre liberándole de la muerte, fundamento de nuestra esperanza.
Si hoy tuviéramos que elegir una imagen de Cristo . elegiríamos el Pantocrátor o Cristo transfigurado, interpretado en la tradición de la Iglesia, sobre todo la oriental, que lo venera en toda su liturgia y su iconografía, en esta imagen, vemos como se hace converger toda la fuerza y la vida del universo, el celeste y el terreno, el psíquico y el pneumático,
En Cristo  confluyen y de él nacen todas las corrientes de vida que inundan la creación. Por eso está en comunión con todas las criaturas de la tierra y del firmamento, de la altura y la profundidad, sintiéndolas en sí, alentándolas en sí, amándolas, sufriéndolas y gozándolas. Ese es el Kyrios que nos descubre San Pablo. (...) Ese Cristo Pantocrátor no deja nunca de ser hombre y ahora podemos sentirle junto a nosotros, como en Emaús, sentado a la misma mesa de los caminantes, es decir, de nosotros; pues como Pedro, aún no podemos tener morada permanente en las tiendas del Tabor.
En este segundo domingo, también se nos insiste en la necesidad de encaminarnos hacia la meta de la Pascua. O, lo que es lo mismo,  salir de nuestra situación para acercarnos, e incluso adentrarnos en la vida de Dios.
El domingo pasado se centraba nuestra atención más en el primero de los polos: nuestra situación; y se subrayaba nuestra condición de pecadores. Este domingo, en cambio, se nos presenta con fuerza el polo de la meta: la Resurrección, la vida plena en Dios.

En la primera lectura (Gn 12,1-4a) se  describe un éxodo "sal de tu tierra... hacia la tierra que te mostraré", parece tener su fundamento histórico en el movimiento de tribus nómadas o seminómadas desde las tierras del Tigris y el Eufrates hasta Egipto pasando por Palestina. En Egipto, sus caudillos llegaron a gobernar el territorio hasta el 1570 a.de C.
El relato se compone de un mandato divino: "sal".(v. 1) que va unido a una promesa de bendición (vs. 2-3) y de una respuesta humana: "marchó" =salió (vs. 4. 6-9). -La elección de Abraham es un relato de éxodo, de salida con todas las dificultades que ésta entraña. El patriarca tiene que romper con todos sus lazos más entrañables: la tierra nativa, la casa paterna (v. 1).
-También es cierto que se les hace una promesa: "la tierra que te mostraré", y una bendición que abarca todas las aspiraciones humanas de aquella época: descendencia numerosa a través de un hijo (v. 2; cfr. 13, 16; 15, 15; 17, 5; 18, 18; 22, 17; 2-4. 24; 28, 14...) y un "nombre famoso" contrapuesto a aquella fama buscada en Babel, y que sólo llevaba a la dispersión (11, 4 ss). Pero todo es un futuro incierto, una marcha a lo desconocido teniendo que romper con lo conocido.
Abrahán sale de Ur y, tras una breve estancia en Canaán se dirige con su mujer a Egipto. Sin saber el porqué, de nuevo regresa a Palestina. Y a estas tribus que se quedaron en Palestina se les unirán, algunas generaciones después, algunos de sus compatriotas a las órdenes de Josué.
Para el redactor del libro del Génesis este relato de la llamada a Abraham es un texto que pretende indicar :
a) Cierre de la etapa primitiva, considerada por el autor como la época del hombre bajo el imperio del mal. La criatura humana, salida de las manos de Dios, no ha respondido como debiera al don divino de la creación, evaluada por el mismo Señor como "muy buena" (1. 31). Alejándose de Dios y de los demás seres creados, el hombre ha implantado en el mundo el miedo y el terror: los primeros padres se avergüenzan de Dios y se acusan sin piedad (Gn 2-3), Caín comete el primer fratricidio (Cap. 4), los contemporáneos de Noé se corrompen y Dios tiene que poner coto al miedo, terror y venganza que el hombre impone en la creación (Gn 6. 1ss.; 9. 1-7), con la torre de Babel y su afán de gloria el hombre pretende subirse a las mismas barbas del Creador... La maldad y el egoísmo humano, ¿acabarán alguna vez?
b) Comienzo de una nueva etapa de salvación: la etapa patriarcal. Es cierto que el Señor había castigado la maldad humana: destierro de Adán y Eva, de Caín, envío del diluvio, dispersión de la Humanidad, pero... el castigo nunca es la última palabra divina, sino el perdón y la misericordia. Por eso, a la etapa de maldición el autor le contrapone esta nueva de "bendición" (aparece cinco veces la palabra en los vv. 2-3) que debe alcanzar a los patriarcas, a su descendencia y al resto de la Humanidad. Dios, bondadoso y misericordioso, quiere salvar a todos los hombres creados a través de un hombre, Abrahán, y de un pueblo, Israel. El juicio, la maldición o bendición de todo hombre, dependerá de la actitud de éste frente a la presencia divina salvadora.

En el salmo de hoy  (Sal 32,4-5.18-22) manifestamos la confianza ilimitada en el poder misericordioso  de Dios. En el salmo resuena sinfónicamente, con la aportación peculiar de cada uno de nosotros, la alabanza del Señor. Dios nos ha hablado. Cristo, que habita por la fe en nuestros corazones, es su Palabra siempre interpoladora y convocadora. Por esta Palabra Dios hizo el cielo, sujetó a la creatura inestable del agua, conduce la historia; por ella hemos adquirido nuestra identidad de hijos, nos mantenemos unidos y congregados en el amor comunitario y enviados a la misión; " él ama la justicia y el derecho, y su misericordia llena la tierra."
Motivo de alabanza es la confianza ilimitada en el poder misericordioso  de Dios, porque "Los ojos del Señor están puestos en quien lo teme, en los que esperan en su misericordia,"
Tenemos la certeza de que nuestro servicio a la causa del progresivo reinado de Dios tiene futuro y no es una ilusoria utopía. La certeza no nace de de nuestras cualidades humanas, de nuestro número o de nuestras técnicas: «No vence el rey por su gran ejército, no escapa el soldado por su mucha fuerza... ni por su gran ejército se salva». La certeza brota de la seguridad de que Dios está ahi " para librar sus vidas de la muerte  y reanimarlos en tiempo de hambre"
Dios ha puesto sus ojos en nuestra pobre humanidad, reanimándonos en nuestra escasez, alegrándonos en nuestras penas, auxiliándonos en las situaciones desesperadas: " Nosotros aguardamos al Señor: él es nuestro auxilio y escudo. "
Expresamos con y esperanza, nuestra confianza en Dios: "Que tu misericordia, Señor, venga sobre nosotros, como lo esperamos de ti."

En la segunda lectura (2 Tim 1,8b-10), San Pablo nos muestra como ejerce sobre las comunidades que él ha fundado y sobre algunas otras una autoridad soberana, y como con mucha frecuencia envía a ellas a algunos discípulos como delegados suyos. Es el caso de Timoteo, a quien hoy se dirige. En el texto de hoy, San Pablo no es muy explícito sobre los poderes de Timoteo: se limita a insistir sobre un don particular: la fuerza que se le ha dado para no avergonzarse del Evangelio (vv. 7-9).
San Pablo nos describe la meta humana como "una vida santa" (2  Tm 2. 9), es decir, la adecuación de nuestra vida y nuestra sociedad con el plan de Dios, el cumplimiento de la vocación irrenunciable que Él ha señalado a todo hombre, la obediencia a esa Palabra que Él sigue pronunciando sobre nosotros desde la creación: Palabra reveladora de nuestro verdadero ser y fuerza para la realización de los hombres.
a) Cuando se escribió esta carta, la Iglesia apenas estaba institucionalizada. Pablo ejerce sobre las comunidades que él ha fundado y sobre algunas otras una autoridad soberana, pero con mucha frecuencia envía a ellas a algunos discípulos como delegados suyos, especialmente a Timoteo. Estos "legados" gozan de plenos poderes sobre las autoridades locales y a estos efectos están revestidos de una gracia particular confiada mediante una imposición de manos (v. 6; cf. 1, Tim. 1, 18; 4, 14). Esta última imposición la ha realizado un colegio de "presbíteros" (1 Tim. 4, 14) presidido, sin duda, por Pablo (v. 6, más exclusivo que 1 Tim. 4, 14). En el pasaje que se lee este día Pablo no es muy explícito sobre los poderes de Timoteo: se limita a insistir sobre un don particular: la fuerza que se le ha dado para no avergonzarse del Evangelio (vv. 7-9). De todas formas, Pablo no es mucho más claro en otras ocasiones: Timoteo será "sucesor" de Pablo (2 Tim. 4, 5-7), está encargado de enseñar (2 Tim. 2, 15), de juzgar respecto a determinados problemas (1 Tim. 5, 19), de establecer la liturgia (1 Tim. 2, 1-2) y de reclutar ministros en la Iglesia (1 Tim. 3, 1-13; 5, 22).
¿Hemos de ver ya en Timoteo a un obispo? ¿Qué relación exacta existe entre él y los presbíteros? Parece inútil buscar respuesta a estas y otras interrogantes en las Epístolas Pastorales. Lo único que cabe afirmar es que las cartas de Pablo a Timoteo son el eco de cambios que se están introduciendo en la Iglesia primitiva en vísperas de la desaparición de los apóstoles con vistas a establecer relaciones concretas entre las comunidades y su jerarquía.
b) Hay, sin embargo, dos elementos esenciales que permiten definir el papel de esa jerarquía. El primero es su servicio del Evangelio (vv. 10-11). En otras palabras: el miembro de esta jerarquía ejerce una autoridad sobre una comunidad determinada en la medida en que asume la responsabilidad (que es mandataria a estos efectos) de la proclamación del Evangelio en el mundo. El segundo es prácticamente idéntico: se trata de prolongar en cierto modo la manifestación de la humanidad del Hombre-Dios (v. 10) que ha destruido la alienación de la muerte y ha propuesto un acceso inesperado a la vida en plenitud. En otras palabras: el jefe de comunidad no es tan solo el que resulta más capacitado para administrarla, para presidir su liturgia y su catequesis, sino aquel que más decidido está a servir a la proclamación misionera de la buena nueva de Cristo, hecho Señor de la vida. La jerarquía no se constituye tan solo ad intra, sino primeramente ad extra.

El texto del evangelio de hoy (Mt 17,1-9) con el relato de la transfiguración introduce, en San Mateo, el discurso del cap. 18, en el que Cristo establece los poderes mesiánicos en la Iglesia, confiriendo en particular a sus apóstoles el derecho a ser escuchados (Mt 18. 15-18), ese derecho que Él mismo ha recibido en su transfiguración.
San Mateo presenta a Jesús como el nuevo Moisés, legislador de la nueva economía de salvación. Espera convencer así a los judeo-cristianos de que la ley ha sido superada por la de JC. Así escuchamos como San Mateo nombra a Moisés antes que a Elías (v. 3). Es también el único evangelista que habla de la irradiación del rostro de Cristo (v. 2), en correspondencia con la irradiación de la figura de Moisés en el Sinaí (Ex 34. 29-35; 2 Co 3. 7-11).
Igualmente, la voz que habla desde la nube (v. 5) corresponde a la que se dejó oír en la nube del Sinaí (Ex 19. 16-24). La recomendación "escuchadle" (v. 5) evoca el anuncio hecho a Moisés de una futura réplica de sí mismo "al que tú escucharás" (Dt 18. 15). Además, contrariamente a Lucas y a Marcos, que citan únicamente el Sal 2: "He aquí a mi Hijo", Mateo añade algunas palabras tomadas de Is 42. 1: "En quien me he complacido" (v. 5), alusión al Siervo, "luz de las naciones" porque hace la voluntad de Dios. Finalmente, el hecho de que la transfiguración se sitúe al final de "seis días" (v. 1), contrariamente a Lc 9. 28, permite relacionar este episodio con la subida de Moisés al Sinaí (Ex 24. 16-18). En conclusión, por encima de su carácter escatológico, Cristo aparece como el nuevo Moisés, legislador del nuevo pueblo.
Recibe este título porque primero pasó por la obediencia al sufrimiento y a la muerte. El nuevo Moisés ha comenzado por obedecer personalmente a la ley que propone; contrariamente a Moisés, Cristo es un legislador que no se contenta con imponer una ley, sino que proporciona al mismo tiempo los medios interiores de corresponder a ella.
La transfiguración mantiene en San Mateo su carácter fundamental de investidura mesiánica (cf. la alusión a la fiesta de las tiendas, por ejemplo),. Lo mismo que el Siervo paciente debió a su obediencia en convertirse en luz del mundo, así Cristo está habilitado para convertirse en el maestro que habla y enseña a sus discípulos. y en el nuevo legislador del mundo porque ha sido el primero en someterse a la ley nueva que Él mismo trae, ley de amor y de renuncia (v. 9). En el relato Cristo es al mismo tiempo, el Señor divino, penetrado por la luz de Dios y envuelto en la nube (signos de la presencia divina).
Así comenta San Agustín este evangelio: " Ve esto Pedro y, juzgando de lo humano a lo humano, dice: Señor, bueno es estarnos aquí (Mt 17,4). Sufría el tedio de la turba, había encontrado la soledad de la montaña. Allí tenía a Cristo, pan del alma. ¿Para qué salir de aquel lugar hacia las fatigas y los dolores, teniendo los santos amores de Dios y, por tanto, las buenas costumbres? Quería que le fuera bien, por lo que añadió: Si quieres, hagamos tres tiendas, una para ti, otra para Moisés y otra para Elías (ib.). Nada respondió a esto el Señor, pero Pedro recibió, no obstante, una respuesta, pues mientras decía esto, vino una nube refulgente y los cubrió. Él buscaba tres tiendas. La respuesta del cielo manifestó que para nosotros es una sola cosa lo que el sentido humano quería dividir. Cristo es la Palabra de Dios, Palabra de Dios en la ley, Palabra de Dios en los profetas. ¿Por qué quieres dividir, Pedro? Más te conviene unir. Busca tres, pero comprende también la unidad.
Al cubrirlos a todos la nube y hacer en cierto modo una sola tienda, sonó desde ella una voz que decía: Éste es mi Hijo amado (ib., 5). Allí estaba Moisés, allí estaba Elías. No se dijo: «Éstos son mis amados». Una cosa es, en efecto, el único, y otra los adoptados. Se recomienda a aquél de donde procedía la gloria a la ley y a los profetas. Éste es, dice, mi Hijo amado, en quien me he complacido; escuchadle (ib.), puesto que en los profetas fue a él a quien escuchasteis y lo mismo en la ley. Y ¿dónde no le oísteis a él? Oído esto, cayeron a tierra. Ya se nos manifiesta en la Iglesia el reino de Dios. En ella está el Señor, la ley y los profetas; pero el Señor como Señor; la ley en Moisés, la profecía en Elías, en condición de servidores, de ministros. Ellos, como vasos; él, como fuente. Moisés y los profetas hablaban y escribían, pero cuanto fluía de ellos, de él lo tomaban.
El Señor extendió su mano y levantó a los caídos. A continuación no vieron a nadie más que a Jesús solo (ib., 8). ¿Qué significa esto? Cuando se leía el Apóstol, oísteis que ahora vemos en un espejo, en misterio, pero entonces veremos cara a cara. Hasta las lenguas desaparecerán cuando llegue lo que ahora esperamos y creemos. En el caer a tierra simbolizaron la mortalidad, puesto que se dijo a la carne: Tierra eres y a la tierra volverás (Gn 3,19). Y cuando el Señor los levantó, indicaba la resurrección. Después de ésta, ¿para qué la ley, para qué la profecía? Por esto no aparecen ya ni Elías ni Moisés. Te queda sólo: En el principio existía la Palabra y la Palabra estaba junto a Dios y la Palabra era Dios (Jn 1 ,1). Te queda el que Dios es todo en todo. Allí estará Moisés, pero no ya la ley. Veremos allí a Elías, pero no ya al profeta. La ley y los profetas dieron testimonio de Cristo, de que convenía que padeciese, resucitase al tercer día de entre los muertos y entrase en su gloria. Así se cumple lo que Dios prometió a los que lo aman: El que me ama será amado por mi Padre y yo también lo amaré. Y como si le preguntase: «Dado que le amas, ¿qué le vas a dar?». Y me mostraré a él (Jn 14,21). ¡Gran don y gran promesa! El premio que Dios te reserva no es algo suyo, sino él mismo. ¿Por qué no te basta, ¡oh avaro!, lo que Cristo prometió? Te crees rico, pero si no tienes a Dios ¿qué tienes? Otro puede ser pobre, pero si tiene a Dios, ¿qué no tiene?
Desciende, Pedro. Querías descansar en la montaña, pero desciende, predica la palabra, insta oportuna e importunamente, arguye, exhorta, increpa con toda longanimidad y doctrina. Trabaja, suda, sufre algunos tormentos para poseer en la caridad, por el candor y la belleza de las buenas obras, lo simbolizado en las blancas vestiduras del Señor. Cuando se lee al Apóstol, oímos que dice en elogio de la caridad: No busca lo propio (I Cor 13,5). No busca lo propio, porque entrega lo que tiene. Y en otro lugar dijo algo, que si no lo entiendes bien, puede ser peligroso; siempre con referencia a la caridad, el Apóstol ordena a los miembros fieles de Cristo: Nadie busque lo suyo, sino lo ajeno (1 Cor 10,24). Oído esto, la avaricia, como buscando lo ajeno a modo de negocio, maquina fraudes para embaucar a alguien y conseguir, no lo propio, sino lo ajeno. Reprímase la avaricia y salga adelante la justicia.
Escuchemos y comprendamos. Se dijo a la caridad: Nadie busque lo propio, sino lo ajeno. Pero a ti, avaro, que ofreces resistencia y te amparas en este precepto para desear lo ajeno, hay que decirte: «Pierde lo tuyo». En la medida en que te conozco, quieres poseer lo tuyo y lo ajeno. Cometes fraudes para poseer lo ajeno; sufre un robo que te haga perder lo tuyo, tú que no quieres buscar lo tuyo, sino que quitas lo ajeno. Si haces esto, no obras bien. Oye, avaro; escucha. En otro lugar te expone el Apóstol con más claridad estas palabras: Nadie busque lo suyo, sino lo ajeno. Dice de sí mismo: Pues no busco mi utilidad, sino la de muchos, para que se salven (ib., 33). Pedro aún no entendía esto cuando deseaba vivir con Cristo en el monte. Esto, ¡oh Pedro!, te lo reservaba para después de su muerte. Ahora, no obstante, dice: «Desciende a trabajar a la tierra, a servir en la tierra, a ser despreciado, a ser crucificado en la tierra. Descendió la Vida para encontrar la muerte; bajó el Pan para sentir hambre; bajó el Camino para cansarse en el camino; descendió el Manantial para sentir sed, y ¿rehúsas trabajar tú? No busques tus cosas. Ten caridad, predica la verdad; entonces llegarás a la eternidad, donde encontrarás seguridad»". (San Agustín. Sermón 78,3-6).

Para nuestra vida
Al aproximarse la Cuaresma debemos examinarnos de si nos encontramos prestos para optar por el Señor resueltamente, sin división, sin arrepentimiento y sin pesar. Toda atadura constituye un obstáculo para la respuesta al llamamiento que el Señor nos dirige; y este llamamiento nos llega no sólo a la hora de las decisiones graves, en los momentos transcendentales de nuestra vida, sino también cada día, ante cada una de nuestras acciones, ante las innumerables opciones en las cuales la vida nos sitúa entre el bien y el mal, entre lo mediocre y lo mejor. Ciertamente, es necesario que nos liberemos de las ataduras graves y desordenadas; pero también las pequeñas ataduras constituyen un verdadero obstáculo. Si quiero elevarme es seguro que no lo conseguiría si me encuentro sujeto al suelo por un cable, pero mientras que una fibra me mantenga sujeto a una brizna de hierba, yo no podría elevarme si no sacrifico este tenue lazo, aunque sea de color de rosa y me resulte agradable. No importa cuál es el viejo obstáculo que no quiero cortar.
El domingo anterior se presentaba la necesaria opción por un camino de vida (de bien) o de muerte (de mal). Ya se insinuaba (1. lectura y evangelio) que a menudo no queda claro dónde se hallan el uno y el otro.
El domingo de la transfiguración sigue al de la tentación. Esto es muy significativo... La tentación viene a colocarse al comienzo del camino del sufrimiento y acecha todo a lo largo de él. La tentación pretende esencialmente acortar el camino, alcanzar una transfiguración prematura apoyándose en las propias fuerzas; quiere pasar por encima de las etapas fijadas en dicho camino, quiere rehuir la cruz. Si cede a todo esto, viene la muerte y el abismo. En último término, la caída de nuestros primeros padres no fue otra cosa, y la misma tentación de Cristo no apuntaba sino a que manifestase prematuramente y de modo arbitrario la gloria divina que en El residía.
Hoy hay que insistir en la opción de fe que significa creer en el camino de fidelidad al único Señor, Dios, revelado en Jesucristo; la fidelidad a su camino de verdad, amor, justicia, bondad... es el único camino de Vida, el único camino de Victoria.

En la primera lectura, del libro del Génesis, el Señor pide a Abrahán que lo deje todo para iniciar una misión enorme: crear el pueblo de Dios. A todos nosotros, alguna vez, Dios también nos pide que demos prioridad al camino que Él nos sugiere y que, así, abandonemos lo superfluo, lo que nada vale para mejor servirle a Él y a los hermanos. Hemos de tenerlo en cuenta.
-Abraham no puede quedar indeciso, ya que el mandato divino exige una respuesta (v. 4a; cfr. vs. 6-9). Y en este momento crucial el patriarca confía. El verbo "marchar" indica la obediencia de este hombre que se fía de Dios a pesar de todas las dificultades. Por eso, él es el modelo y héroe de la fe (Hb. 11, 8 ss).
-El éxodo de Abraham es prototipo de todo éxodo humano, tanto a nivel individual como colectivo. Miles de personas, cada año, deben romper con lo inmediato y querido: tierra, familia... rumbo a lo desconocido. A todos ellos les alienta la esperanza de una vida más digna y humana, un poder alimentar a sus seres queridos, un...; pero ¿y si todo fuera una vana ilusión? Toda existencia humana es una difícil encrucijada. Me viene a la mente la dura situación de esos hombres de color que patean los bares de nuestras ciudades con esas cajas de sorpresas, los temporeros agrícolas de la vendimia y de la recogida de la aceituna, los...
-El éxodo de Abraham es también prototipo de la vida del pueblo de Israel, de la Iglesia como pueblo de Dios. Nuestra existencia cristiana siempre implica ruptura con lo que nos agrada, salida de lo inmediato y palpable... rumbo a lo desconocido. La fe nunca es fácil, porque ¿y si todo fuera mentira? El fiarse de Dios siempre implica un riesgo; pero el que no ama el riesgo no puede llamarse cristiano.
Abraham nos es presentado como modelo.
Fijémonos en Abraham, padre de los creyentes, puesto que él se apoyó en su fe y aceptó por ella el trastorno de su vida. El v. 5 nos dice tranquilamente: «Tomó, pues, Abraham a Saray, su mujer»; está fuera de lugar suponer que esto no sucedió sin algunas discusiones, sin alguna escena de familia: «¿Quién es el que toma a mi marido? El pretende que el Señor exige de nosotros que plantemos todo allá: propiedades, familia...»
Peregrinar exige como condición indispensable la de abandonar. Conocemos a mucha gente que está atada a sus costumbres de tal manera que les resultaría imposible viajar. Tienen medios para hacerlo. Intentar peregrinar sin abandonar es pretender la cuadratura del círculo.
Espiritualmente también esto es verdadero. Es necesario desinstalarnos, constantemente desinstalarnos, porque nos estamos arraigando sin cesar, como la araña que teje de nuevo la tela que un golpe ha desgarrado, como la yedra que encuentra siempre un trozo de muro donde engancharse.
Es necesario que nos guardemos de estar apegados a nuestros hábitos, ¡aunque sean buenos! Precisamente porque son buenos nos parecerán respetables; pero, por el hecho de ser hábitos, son perjudiciales.
Pensemos en todos aquellos que en el Antiguo Testamento recibieron de Dios un llamamiento importante e «incómodo». Recordemos, por ejemplo, a Jonás: «La Palabra de Yahvé llegó a Jonás, diciéndole: Levántate y ve a Nínive. Jonás levantóse para huir» (Jn. I, 1-3).
También el Pueblo de Dios se convirtió en nómada por obediencia al Señor. Abandonó un cierto confort en Egipto por seguir aquella aventura; sin embargo, echará de menos aquel confort relativo y no cesará de reprochar a Moisés la aventura a la cual le ha arrastrado. «Ellos dijeron a Moisés: ¿Es que no había sepulcros en Egipto, que nos has traído al desierto a morir? ¿Qué es lo que nos has hecho con sacarnos de Egipto?» (Ex. xrv, 11). «Los hijos de Israel decían: «Por qué no hemos muerto de mano de Yahvé en Egipto, cuando nos sentábamos junto a las ollas de carne y nos hartábamos de pan? Nos habéis traído al desierto para matar de hambre a toda esta muchedumbre» (Ex XVI, 3).
Fijémonos en la Virgen. Conocemos su respuesta cuando el enviado de Dios le presenta la más extraordinaria vocación que jamás nadie pudo escuchar: «Yo no conozco varón». Esto no es una objeción al proyecto divino, sino una constatación de la oposición entre aquel mensaje y la consagración de su vida a Dios, realizada como respuesta a un llamamiento interior. El ángel viene ciertamente a desinstalar a María, en el sentido espiritual.
También Jesucristo. El renuncia, si así puede decirse, a la serenidad, a la tranquilidad de la vida trinitaria para lanzarse a la aventura humana: «He aquí que vengo para hacer, oh Dios, tu voluntad» (Salmo XL, 9, citado en Heb. 10, 7). El conoce la incomodidad hasta el punto de «no tener dónde reposar la cabeza» (Mt. 8, 20 y Lc. 9, 58); ya conocemos al detalle lo que oculta esta expresión. Y su enseñanza es exigente, a la medida del ejemplo que éI nos da: «El que ama al padre o a la madre más que a mí, no es digno de mí... El que no toma su cruz y me sigue, no es digno de mí. El que halla su vida la perderá, y el que la perdiere por amor a mí, la hallará» (Mt. X, 37-39 y lugares paralelos).
Jesús desarraiga a los que llama: «Dijo a Pedro y a Andrés: Venid en pos de mí y os haré pescadores de hombres. Ellos dejaron al instante las redes y le siguieron. Pasando más adelante, vio a otros dos hermanos, "Santiago el de Zebedeo y Juan, su hermano, que en la barca, con Zebedeo, su padre, componían las redes, y los llamó. Ellos, dejando luego la barca y a su padre, le siguieron" (Mt. 4, 18-22). «Jesús salió y vio a un publicano por nombre Leví sentado al telonio y le dijo: Sígueme. El, dejándolo todo, se levantó y le siguió» (Lc. 5, 27). Los apóstoles son conscientes del trastorno que para sus vidas representa el llamamiento del Maestro: «Pedro entonces comenzó a decirle: Pues nosotros hemos dejado todas las cosas y te hemos seguido» (Mc. 10, 28).

En el salmo 32 se agradece a Dios que vele permanente por sus criaturas. Se  expresa, el deseo de amar a Dios por encima de todo y enseña a quienes no le conocen a amarle también.
Es necesario personalizar este salmo, en nuestra propia vida y en nuestra propio estilo:  alabar... Creer en el poder de Dios... Creer que Dios interviene "hoy y siempre en los  acontecimientos contemporáneos..." "hacerse pobre": la "mirada de Dios" sobre nosotros es  una defensa más segura que todos los medios del poder humano.

En la segunda lectura, San Pablo recomienda a su discípulo Timoteo: "Toma parte en los duros trabajos del Evangelio". La evangelización es un trabajo duro. El que evangeliza vive en una continua confrontación en el mundo y con el mundo. Evangelizar no es decir palabras hermosas en el templo, en nuestra casa, en un medio acogedor y complaciente, que muchas veces huye de los problemas reales del mundo. Evangelizar es salir con la palabra y la vida a la plaza. El que evangeliza es un "enviado", que tiene que ir a donde no le gustaría ir, que tiene que hablar con oportunidad y sin ella, y, sobre todo, tiene que hacer lo que muchas veces el mundo no está dispuesto a tolerar.
También San Pablo, anuncia que Jesús sacó a la luz la vida inmortal por medio del Evangelio. Esa luz y esa vida inmortal nos están presentes la luminosidad de la Transfiguración.
así comenta San Agustín comenta esta segunda lectura
" 2 Tim 1,8b-10: La gracia cristiana
Proclámese esta gracia. Ésta es la gracia de los cristianos donada por el hombre mediador, por quien padeció y resucitó, por quien subió al cielo, por quien llevó cautiva la cautividad y concedió dones a los hombres. Proclámese, repito, esta gracia. No disputen contra ella los ingratos... Reconozcamos que también es gracia el don por el que fuimos creados, aunque en ningún lugar leemos que se denomine así. En efecto, nos fue dada gratuitamente. Pero demostraremos que es mayor ésta por la que somos cristianos. Antes de ser cristianos no merecíamos ningún bien, y por ello se puede hablar de la gracia por la que fuimos creados cuando nada merecíamos. Si, pues, fue grande la gracia cuando nada merecíamos, ¿cómo será aquella otra cuando merecíamos tanto mal? Quien aún no existía no merecía bien alguno; el pecador, en cambio, merecía el mal. Aún no existía quien fue hecho; todavía no existía, pero tampoco había ofendido a Dios. Aún no existía, y fue creado; ofendió a Dios y fue salvado. Quien todavía no existía no esperaba nada, y fue hecho. Pero una vez caído esperaba la condenación, y fue liberado. Ésta es la gracia que nos viene por nuestro Señor Jesucristo. Él nos hizo; él nos hizo antes de que existiéramos; y una vez hechos y caídos, él mismo nos hizo justos, no nosotros a nosotros mismos. Si existe una creatura nueva en Cristo, la vieja ha caído y se ha creado la nueva." (San Agustín. Sermón 26,12).
San Mateo presenta la Transfiguración, un relato lleno de luz y de aires de eternidad, hasta la ingenuidad de Pedro que pretende continuar allí para siempre. En esta escena Jesús quiso mostrar a sus discípulos la Gloria, antes de iniciar el camino hacia su muerte redentora.
Este texto es como un paradigma de oración. Primero retirarse de la actividad ordinaria Jesús en el Evangelio lo hace varias veces. Jesús hombre como nosotros, tiene necesidad del tiempo y espacio de oración. En el momento de encontrar a Dios en gratuidad. Otros serán los tiempos de encontrarlo activamente.
Así hoy se nos proclama que Jesús, se los llevó a una montaña alta. Subir es el proceso simbólico de acercamiento a Dios. En la montaña surgen las Teofanías. Pedro, Santiago y Juan suben con Jesús. En esta soledad amigable, Jesús se transfigura. El que ora descubre quién es de verdad Jesús. El ámbito de la divinidad -lo blanco, la luz- inunda al hombre. Descubre cómo culmina la ley y los profetas en Él. El gozo del Espíritu trastorna a Pedro -al orante-. ¡Qué hermoso! A uno le gustaría estar siempre así. La tentación de evadirse del mundo acecha.
EI momento crucial de la oración esta en el escuchar a Dios. Él ya sabe qué nos apremia. No intentemos marearle con nuestras voces. Más bien es para escucharle, para afinar nuestro oído. Elías lo oyó en la brisa que apenas movía las hojas. En la oración vamos percibiendo la voluntad de Dios, crecemos en ganas de construir el Reino, logramos dar pa so a los gritos de los pobres, como Moisés.
Jesús se acercó, y tocándolos les dijo: Levantaos, no temáis. Las palabras de ánimo en el coloquio final son necesarias en toda nuestra vida. Ten confianza, no temas.
Si primero fue subir, el tiempo de oración es bajar del monte. Bajar a la vida a encontrarnos con el epiléptico, con el enfermo, el necesitado, el compañero que sufre de soledad o que, sin más, quiere pasar un rato charlando con alguien.
 La Iglesia es el Tabor de nuestro tiempo. En la Iglesia, en la comunidad podemos  encontrar a Jesús y escuchar su palabra; podemos  relacionarnos con los profetas y los santos; podemos  dejarnos envolver y transfigurar por la nube del Espíritu y podemos  encontrar fuerza esperanzada para transformarlo todo. Cierto que no todo lo que allí encontramos es luminoso y santo. La Iglesia tiene aún mucho de Sinaí y del monte de las tentaciones. Es también monte Calvario. Pero en la Iglesia hay también experiencia de Dios, presencia de Cristo, dinamismo del Espíritu. En la Iglesia se recogen y actualizan las palabras de Moisés y los profetas, se escucha la voz del Padre y nos envuelve la nube misteriosa. En la Iglesia se renueva la transfiguración, se enciende la esperanza y se contagia la alegría. En la Iglesia toda transformación es posible, el cambio es necesario y se afirma la trascendencia. En la Iglesia hay verdad y certeza y amistad. En la Iglesia está Cristo resucitado, el Hijo bien amado y el derroche del Espíritu, que nos llevan al Padre. La Iglesia, Tabor de las revelaciones y transfiguraciones, el monte de la luz, de la palabra y del amor. Entonces es claro que también nosotros podemos «estar con El en el Monte Santo» (2P. 1,18).
El evangelio también plantea una tentación de la condición humana la tentación a "instalarse". Hoy, con todas las ventajas y el  confort de la civilización, esta tentación está bastante generalizada. Podemos alcanzar una instalación  perfecta en la que nos encontramos francamente bien, perfectamente arropados y lejos de  cualquier aventura que comprometa nuestra bien ganada tranquilidad. Hoy podemos caer  en la tentación de cerrar los ojos y los oídos a toda llamada que nos haga "salir" de nuestro bienestar, evitar por todos los medios que sintamos la necesidad de marchar para colaborar en la construcción de una tierra nueva, más cristiana, en una palabra; una tierra en la que es necesario vivir prácticamente la fe, aceptar el desafío que supone creer en un Dios que pide a los suyos algo más que la aceptación de unas verdades o la práctica de  unos determinados cultos.
Y esto aparece también en el Evangelio de hoy. Ante la espléndida visión de Jesús transfigurado aparece Pedro queriendo "instalarse", quedarse allí para siempre, olvidarse del mundo que seguía al pie del monte y que esperaba con impaciencia el paso  del Señor. No pudo conseguir su propósito.
Desapareció la luz y el resplandor y quedó solo Jesús frente a ellos con una advertencia: ni una palabra de todo esto hasta "que el Hijo del Hombre resucite de entre los muertos". Nada, por tanto, de instalaciones. Es necesario bajar del monte y enfrentarse valientemente  al reto de la propia vocación, de la llamada de Dios que sigue pidiendo el éxodo como  condición para encontrarse con El. La advertencia de Jesús es un indicativo de que no es posible, para los suyos, la acomodación. No será posible ni efectivo hablar de la gloria  hasta que no se haya resucitado -no se encontrará la tierra nueva- hasta que no se haya aceptado el riesgo, hasta que no se haya descendido a la tierra, para encontrarse con los  hombres que viven en ella con sus problemas y sus inquietudes y acercarse a ellos para  mostrarles a Dios, con todo el riesgo que eso lleva consigo.
Algo de la transfiguración nos puede tocar a nosotros, pero para que podamos transfigurarnos y resplandecer tenemos que escuchar al Hijo predilecto de Dios. Toda la Cuaresma es una escucha intensa de la Palabra que salva; imitando a San Pedro, deberíamos como cristianos exclamar: ¡qué hermoso es vivir este tiempo de gracia y renovación, para bajar al valle de lo cotidiano pertrechados de una gracia y fuerza nueva! Así un día podremos subir al definitivo Tabor de los cielos después de haber caminado por la vida manifestando en todo la gloria de Dios.
Rafael Pla Calatayud.
rafael@betaniajerusalen.org

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