Presencia, llamada, agradecimiento de Dios y hacia
Dios, son las líneas conductoras de este domingo.
El conjunto de las lecturas de este
domingo del ciclo A se puede presentar como explicación de un doble itinerario:
el del hombre hacia Dios y el de Dios hacia el hombre. La iniciativa, no
obstante, en ambos itinerarios, pertenece a Dios: él es quien llama al hombre
-Abrahán (1a lectura) y a nosotros (2a lectura)- con una vocación santa, hacia
una bendición misteriosa. Él es, ahora, quien presenta a los hombres a
Jesucristo, su Hijo, el amado, su predilecto, para que le escuchen y le sigan,
y sean así partícipes de su gloria. El salmo es una súplica serena que
contempla ambos aspectos del itinerario: el amor de Dios que acompaña al hombre
en su itinerario de búsqueda, y la acción de Dios hacia el hombre liberándole
de la muerte, fundamento de nuestra esperanza.
Si hoy tuviéramos que elegir una
imagen de Cristo . elegiríamos el Pantocrátor o Cristo transfigurado,
interpretado en la tradición de la Iglesia, sobre todo la oriental, que lo
venera en toda su liturgia y su iconografía, en esta imagen, vemos como se hace
converger toda la fuerza y la vida del universo, el celeste y el terreno, el psíquico
y el pneumático,
En Cristo confluyen y de él nacen todas las corrientes
de vida que inundan la creación. Por eso está en comunión con todas las
criaturas de la tierra y del firmamento, de la altura y la profundidad,
sintiéndolas en sí, alentándolas en sí, amándolas, sufriéndolas y gozándolas.
Ese es el Kyrios que nos descubre San Pablo. (...) Ese Cristo Pantocrátor no
deja nunca de ser hombre y ahora podemos sentirle junto a nosotros, como en
Emaús, sentado a la misma mesa de los caminantes, es decir, de nosotros; pues
como Pedro, aún no podemos tener morada permanente en las tiendas del Tabor.
En este segundo domingo,
también se nos insiste en la necesidad de encaminarnos hacia la meta de la
Pascua. O, lo que es lo mismo, salir de
nuestra situación para acercarnos, e incluso adentrarnos en la vida de Dios.
El domingo pasado se centraba
nuestra atención más en el primero de los polos: nuestra situación; y se
subrayaba nuestra condición de pecadores. Este domingo, en cambio, se nos
presenta con fuerza el polo de la meta: la Resurrección, la vida plena en Dios.
En
la primera lectura (Gn 12,1-4a) se describe
un éxodo "sal de tu tierra... hacia la tierra que te mostraré", parece tener su fundamento histórico en el movimiento de tribus nómadas
o seminómadas desde las tierras del Tigris y el Eufrates hasta Egipto pasando
por Palestina. En Egipto, sus caudillos llegaron a gobernar el territorio
hasta el 1570 a.de C.
El relato se compone de un
mandato divino: "sal".(v. 1) que va unido a una promesa de bendición
(vs. 2-3) y de una respuesta humana: "marchó" =salió (vs. 4. 6-9).
-La elección de Abraham es un relato de éxodo, de salida con todas las
dificultades que ésta entraña. El patriarca tiene que romper con todos sus
lazos más entrañables: la tierra nativa, la casa paterna (v. 1).
-También es cierto que se les
hace una promesa: "la tierra que te mostraré", y una bendición que
abarca todas las aspiraciones humanas de aquella época: descendencia numerosa a
través de un hijo (v. 2; cfr. 13, 16; 15, 15; 17, 5; 18, 18; 22, 17; 2-4. 24;
28, 14...) y un "nombre famoso" contrapuesto a aquella fama buscada
en Babel, y que sólo llevaba a la dispersión (11, 4 ss). Pero todo es un futuro
incierto, una marcha a lo desconocido teniendo que romper con lo conocido.
Abrahán sale de Ur y, tras una
breve estancia en Canaán se dirige con su mujer a Egipto. Sin saber el porqué,
de nuevo regresa a Palestina. Y a estas tribus que se quedaron en Palestina se
les unirán, algunas generaciones después, algunos de sus compatriotas a las
órdenes de Josué.
Para el redactor del libro del
Génesis este relato de la llamada a Abraham es un texto que pretende indicar :
a) Cierre de la etapa
primitiva, considerada por el autor como la época del hombre bajo el imperio
del mal. La criatura humana, salida de las manos de Dios, no ha respondido como
debiera al don divino de la creación, evaluada por el mismo Señor como
"muy buena" (1. 31). Alejándose de Dios y de los demás seres creados,
el hombre ha implantado en el mundo el miedo y el terror: los primeros padres
se avergüenzan de Dios y se acusan sin piedad (Gn 2-3), Caín comete el primer
fratricidio (Cap. 4), los contemporáneos de Noé se corrompen y Dios tiene que
poner coto al miedo, terror y venganza que el hombre impone en la creación (Gn
6. 1ss.; 9. 1-7), con la torre de Babel y su afán de gloria el hombre pretende
subirse a las mismas barbas del Creador... La maldad y el egoísmo humano,
¿acabarán alguna vez?
b) Comienzo de una nueva etapa
de salvación: la etapa patriarcal. Es cierto que el Señor había castigado la
maldad humana: destierro de Adán y Eva, de Caín, envío del diluvio, dispersión
de la Humanidad, pero... el castigo nunca es la última palabra divina, sino el
perdón y la misericordia. Por eso, a la etapa de maldición el autor le contrapone
esta nueva de "bendición" (aparece cinco veces la palabra en los vv.
2-3) que debe alcanzar a los patriarcas, a su descendencia y al resto de la
Humanidad. Dios, bondadoso y misericordioso, quiere salvar a todos los hombres
creados a través de un hombre, Abrahán, y de un pueblo, Israel. El juicio, la
maldición o bendición de todo hombre, dependerá de la actitud de éste frente a
la presencia divina salvadora.
En el salmo de hoy (Sal 32,4-5.18-22) manifestamos la confianza ilimitada en el poder
misericordioso de Dios. En el salmo resuena
sinfónicamente, con la aportación peculiar de cada uno de nosotros, la alabanza
del Señor. Dios nos ha hablado. Cristo, que habita por la fe en nuestros
corazones, es su Palabra siempre interpoladora
y convocadora. Por esta Palabra Dios hizo el cielo, sujetó a la creatura
inestable del agua, conduce la historia; por ella hemos adquirido nuestra
identidad de hijos, nos mantenemos unidos y congregados en el amor comunitario
y enviados a la
misión; " él ama la
justicia y el derecho, y su misericordia llena la tierra."
Motivo
de alabanza es la confianza ilimitada en el poder misericordioso de Dios, porque "Los ojos del Señor están puestos en quien lo teme, en
los que esperan en su misericordia,"
Tenemos
la certeza de que nuestro servicio a la causa del progresivo reinado de Dios
tiene futuro y no es una ilusoria utopía. La certeza no nace de de nuestras
cualidades humanas, de nuestro número o de nuestras técnicas: «No vence el rey
por su gran ejército, no escapa el soldado por su mucha fuerza... ni por su
gran ejército se salva». La certeza brota de la seguridad de que Dios está ahi
" para librar sus vidas de la muerte y reanimarlos en tiempo de hambre"
Dios
ha puesto sus ojos en nuestra pobre humanidad, reanimándonos en nuestra
escasez, alegrándonos en nuestras penas, auxiliándonos en las situaciones
desesperadas: " Nosotros
aguardamos al Señor: él es nuestro auxilio y escudo. "
Expresamos con
y esperanza, nuestra confianza en Dios: "Que tu misericordia, Señor, venga sobre nosotros, como lo esperamos de
ti."
En la segunda lectura (2
Tim 1,8b-10), San Pablo nos
muestra como ejerce sobre las comunidades que él ha fundado y sobre algunas
otras una autoridad soberana, y como con mucha frecuencia envía a ellas a
algunos discípulos como delegados suyos. Es el caso de Timoteo, a quien hoy se
dirige.
En el texto de hoy, San Pablo no es muy explícito sobre los poderes de Timoteo:
se limita a insistir sobre un don particular: la fuerza que se le ha dado para
no avergonzarse del Evangelio (vv. 7-9).
San Pablo nos describe la meta humana
como "una vida santa" (2 Tm 2. 9), es decir, la adecuación de
nuestra vida y nuestra sociedad con el plan de Dios, el cumplimiento de la
vocación irrenunciable que Él ha señalado a todo hombre, la obediencia a esa
Palabra que Él sigue pronunciando sobre nosotros desde la creación: Palabra
reveladora de nuestro verdadero ser y fuerza para la realización de los
hombres.
a) Cuando se escribió esta
carta, la Iglesia apenas estaba institucionalizada. Pablo ejerce sobre las
comunidades que él ha fundado y sobre algunas otras una autoridad soberana,
pero con mucha frecuencia envía a ellas a algunos discípulos como delegados
suyos, especialmente a Timoteo. Estos "legados" gozan de plenos
poderes sobre las autoridades locales y a estos efectos están revestidos de una
gracia particular confiada mediante una imposición de manos (v. 6; cf. 1, Tim.
1, 18; 4, 14). Esta última imposición la ha realizado un colegio de
"presbíteros" (1 Tim. 4, 14) presidido, sin duda, por Pablo (v. 6,
más exclusivo que 1 Tim. 4, 14). En el pasaje que se lee este día Pablo no es
muy explícito sobre los poderes de Timoteo: se limita a insistir sobre un don
particular: la fuerza que se le ha dado para no avergonzarse del Evangelio (vv.
7-9). De todas formas, Pablo no es mucho más claro en otras ocasiones: Timoteo
será "sucesor" de Pablo (2 Tim. 4, 5-7), está encargado de enseñar (2
Tim. 2, 15), de juzgar respecto a determinados problemas (1 Tim. 5, 19), de
establecer la liturgia (1 Tim. 2, 1-2) y de reclutar ministros en la Iglesia (1
Tim. 3, 1-13; 5, 22).
¿Hemos de ver ya en Timoteo a
un obispo? ¿Qué relación exacta existe entre él y los presbíteros? Parece
inútil buscar respuesta a estas y otras interrogantes en las Epístolas
Pastorales. Lo único que cabe afirmar es que las cartas de Pablo a Timoteo son
el eco de cambios que se están introduciendo en la Iglesia primitiva en
vísperas de la desaparición de los apóstoles con vistas a establecer relaciones
concretas entre las comunidades y su jerarquía.
b) Hay, sin embargo, dos
elementos esenciales que permiten definir el papel de esa jerarquía. El primero
es su servicio del Evangelio (vv. 10-11). En otras palabras: el miembro de esta
jerarquía ejerce una autoridad sobre una comunidad determinada en la medida en
que asume la responsabilidad (que es mandataria a estos efectos) de la
proclamación del Evangelio en el mundo. El segundo es prácticamente idéntico:
se trata de prolongar en cierto modo la manifestación de la humanidad del
Hombre-Dios (v. 10) que ha destruido la alienación de la muerte y ha propuesto
un acceso inesperado a la vida en plenitud. En otras palabras: el jefe de
comunidad no es tan solo el que resulta más capacitado para administrarla, para
presidir su liturgia y su catequesis, sino aquel que más decidido está a servir
a la proclamación misionera de la buena nueva de Cristo, hecho Señor de la
vida. La jerarquía no se constituye tan solo ad intra, sino primeramente ad
extra.
El texto
del evangelio de hoy (Mt 17,1-9) con el relato de
la transfiguración introduce, en San Mateo, el discurso del cap. 18, en el que Cristo
establece los poderes mesiánicos en la Iglesia, confiriendo en particular a sus
apóstoles el derecho a ser escuchados (Mt 18. 15-18), ese derecho que Él mismo
ha recibido en su transfiguración.
San Mateo presenta
a Jesús como el nuevo Moisés, legislador de la nueva economía de salvación.
Espera convencer así a los judeo-cristianos de que la ley ha sido superada por
la de JC. Así escuchamos como San Mateo nombra a Moisés antes que a Elías (v.
3). Es también el único evangelista que habla de la irradiación del rostro de
Cristo (v. 2), en correspondencia con la irradiación de la figura de Moisés en
el Sinaí (Ex 34. 29-35; 2 Co 3. 7-11).
Igualmente, la voz que habla
desde la nube (v. 5) corresponde a la que se dejó oír en la nube del Sinaí (Ex
19. 16-24). La recomendación "escuchadle" (v. 5) evoca el anuncio
hecho a Moisés de una futura réplica de sí mismo "al que tú
escucharás" (Dt 18. 15). Además, contrariamente a Lucas y a Marcos, que
citan únicamente el Sal 2: "He aquí a mi Hijo", Mateo añade algunas
palabras tomadas de Is 42. 1: "En quien me he complacido" (v. 5),
alusión al Siervo, "luz de las naciones" porque hace la voluntad de
Dios. Finalmente, el hecho de que la transfiguración se sitúe al final de
"seis días" (v. 1), contrariamente a Lc 9. 28, permite relacionar
este episodio con la subida de Moisés al Sinaí (Ex 24. 16-18). En conclusión,
por encima de su carácter escatológico, Cristo aparece como el nuevo Moisés, legislador
del nuevo pueblo.
Recibe este título porque
primero pasó por la obediencia al sufrimiento y a la muerte. El nuevo Moisés ha
comenzado por obedecer personalmente a la ley que propone; contrariamente a
Moisés, Cristo es un legislador que no se contenta con imponer una ley, sino
que proporciona al mismo tiempo los medios interiores de corresponder a ella.
La transfiguración mantiene en San
Mateo su carácter fundamental de investidura mesiánica (cf. la alusión a la
fiesta de las tiendas, por ejemplo),. Lo mismo que el Siervo paciente debió a
su obediencia en convertirse en luz del mundo, así Cristo está habilitado para
convertirse en el maestro que habla y enseña a sus discípulos. y en el nuevo
legislador del mundo porque ha sido el primero en someterse a la ley nueva que
Él mismo trae, ley de amor y de renuncia (v. 9). En el relato Cristo es al
mismo tiempo, el Señor divino, penetrado por la luz de Dios y envuelto en la
nube (signos de la presencia divina).
Así
comenta San Agustín este evangelio: " Ve esto
Pedro y, juzgando de lo humano a lo humano, dice: Señor, bueno es estarnos aquí (Mt 17,4). Sufría el tedio de la
turba, había encontrado la soledad de la montaña. Allí tenía a Cristo, pan del
alma. ¿Para qué salir de aquel lugar hacia las fatigas y los dolores, teniendo
los santos amores de Dios y, por tanto, las buenas costumbres? Quería que le
fuera bien, por lo que añadió: Si
quieres, hagamos tres tiendas, una para ti, otra para Moisés y otra para Elías
(ib.). Nada respondió a esto el Señor, pero Pedro recibió, no obstante, una
respuesta, pues mientras decía esto, vino una nube refulgente y los cubrió. Él
buscaba tres tiendas. La respuesta del cielo manifestó que para nosotros es una
sola cosa lo que el sentido humano quería dividir. Cristo es la Palabra de
Dios, Palabra de Dios en la ley, Palabra de Dios en los profetas. ¿Por qué
quieres dividir, Pedro? Más te conviene unir. Busca tres, pero comprende
también la unidad.
Al
cubrirlos a todos la nube y hacer en cierto modo una sola tienda, sonó desde ella
una voz que decía: Éste es mi Hijo
amado (ib., 5). Allí estaba Moisés, allí estaba Elías. No se dijo:
«Éstos son mis amados». Una cosa es, en efecto, el único, y otra los adoptados.
Se recomienda a aquél de donde procedía la gloria a la ley y a los profetas. Éste es, dice, mi Hijo amado, en quien me he complacido;
escuchadle (ib.), puesto que en los profetas fue a él a quien
escuchasteis y lo mismo en la ley. Y ¿dónde no le oísteis a él? Oído esto,
cayeron a tierra. Ya se nos manifiesta en la Iglesia el reino de Dios. En ella
está el Señor, la ley y los profetas; pero el Señor como Señor; la ley en
Moisés, la profecía en Elías, en condición de servidores, de ministros. Ellos,
como vasos; él, como fuente. Moisés y los profetas hablaban y escribían, pero cuanto
fluía de ellos, de él lo tomaban.
El
Señor extendió su mano y levantó a los caídos. A continuación no vieron a nadie más que a Jesús solo
(ib., 8). ¿Qué significa esto? Cuando se leía el Apóstol, oísteis que ahora vemos en un espejo, en misterio, pero
entonces veremos cara a cara. Hasta las lenguas desaparecerán cuando
llegue lo que ahora esperamos y creemos. En el caer a tierra simbolizaron la
mortalidad, puesto que se dijo a la carne: Tierra eres y a la tierra volverás (Gn 3,19). Y cuando el Señor
los levantó, indicaba la resurrección. Después de ésta, ¿para qué la ley, para
qué la profecía? Por esto no aparecen ya ni Elías ni Moisés. Te queda sólo: En el principio existía la Palabra y la
Palabra estaba junto a Dios y la Palabra era Dios (Jn 1 ,1). Te queda el
que Dios es todo en todo. Allí estará Moisés, pero no ya la ley. Veremos allí a
Elías, pero no ya al profeta. La ley y los profetas dieron testimonio de
Cristo, de que convenía que padeciese, resucitase al tercer día de entre los
muertos y entrase en su gloria. Así se cumple lo que Dios prometió a los que lo
aman: El que me ama será amado por mi
Padre y yo también lo amaré. Y como si le preguntase: «Dado que le amas,
¿qué le vas a dar?». Y me mostraré a
él (Jn 14,21). ¡Gran don y gran promesa! El premio que Dios te reserva
no es algo suyo, sino él mismo. ¿Por qué no te basta, ¡oh avaro!, lo que Cristo
prometió? Te crees rico, pero si no tienes a Dios ¿qué tienes? Otro puede ser
pobre, pero si tiene a Dios, ¿qué no tiene?
Desciende,
Pedro. Querías descansar en la montaña, pero desciende, predica la palabra,
insta oportuna e importunamente, arguye, exhorta, increpa con toda longanimidad
y doctrina. Trabaja, suda, sufre algunos tormentos para poseer en la caridad,
por el candor y la belleza de las buenas obras, lo simbolizado en las blancas
vestiduras del Señor. Cuando se lee al Apóstol, oímos que dice en elogio de la
caridad: No busca lo propio (I
Cor 13,5). No busca lo propio,
porque entrega lo que tiene. Y en otro lugar dijo algo, que si no lo entiendes
bien, puede ser peligroso; siempre con referencia a la caridad, el Apóstol
ordena a los miembros fieles de Cristo: Nadie
busque lo suyo, sino lo ajeno (1 Cor 10,24). Oído esto, la avaricia,
como buscando lo ajeno a modo de negocio, maquina fraudes para embaucar a
alguien y conseguir, no lo propio, sino lo ajeno. Reprímase la avaricia y salga
adelante la justicia.
Escuchemos
y comprendamos. Se dijo a la caridad: Nadie
busque lo propio, sino lo ajeno. Pero a ti, avaro, que ofreces
resistencia y te amparas en este precepto para desear lo ajeno, hay que
decirte: «Pierde lo tuyo». En la medida en que te conozco, quieres poseer lo
tuyo y lo ajeno. Cometes fraudes para poseer lo ajeno; sufre un robo que te
haga perder lo tuyo, tú que no quieres buscar lo tuyo, sino que quitas lo
ajeno. Si haces esto, no obras bien. Oye, avaro; escucha. En otro lugar te
expone el Apóstol con más claridad estas palabras: Nadie busque lo suyo, sino lo ajeno. Dice de sí mismo: Pues no busco mi utilidad, sino la de
muchos, para que se salven (ib., 33). Pedro aún no entendía esto cuando
deseaba vivir con Cristo en el monte. Esto, ¡oh Pedro!, te lo reservaba para
después de su muerte. Ahora, no obstante, dice: «Desciende a trabajar a la
tierra, a servir en la tierra, a ser despreciado, a ser crucificado en la
tierra. Descendió la Vida para encontrar la muerte; bajó el Pan para sentir
hambre; bajó el Camino para cansarse en el camino; descendió el Manantial para
sentir sed, y ¿rehúsas trabajar tú? No busques tus cosas. Ten caridad, predica
la verdad; entonces llegarás a la eternidad, donde encontrarás seguridad»". (San Agustín. Sermón 78,3-6).
Para nuestra
vida
Al aproximarse la Cuaresma
debemos examinarnos de si nos encontramos prestos para optar por el Señor
resueltamente, sin división, sin arrepentimiento y sin pesar. Toda atadura
constituye un obstáculo para la respuesta al llamamiento que el Señor nos
dirige; y este llamamiento nos llega no sólo a la hora de las decisiones
graves, en los momentos transcendentales de nuestra vida, sino también cada
día, ante cada una de nuestras acciones, ante las innumerables opciones en las
cuales la vida nos sitúa entre el bien y el mal, entre lo mediocre y lo mejor.
Ciertamente, es necesario que nos liberemos de las ataduras graves y
desordenadas; pero también las pequeñas ataduras constituyen un verdadero
obstáculo. Si quiero elevarme es seguro que no lo conseguiría si me encuentro
sujeto al suelo por un cable, pero mientras que una fibra me mantenga sujeto a
una brizna de hierba, yo no podría elevarme si no sacrifico este tenue lazo,
aunque sea de color de rosa y me resulte agradable. No importa cuál es el viejo
obstáculo que no quiero cortar.
El domingo anterior se presentaba la
necesaria opción por un camino de vida (de bien) o de muerte (de mal). Ya se
insinuaba (1. lectura y evangelio) que a menudo no queda claro dónde se hallan
el uno y el otro.
El domingo de la transfiguración sigue
al de la tentación. Esto es muy significativo... La tentación viene a colocarse
al comienzo del camino del sufrimiento y acecha todo a lo largo de él. La
tentación pretende esencialmente acortar el camino, alcanzar una
transfiguración prematura apoyándose en las propias fuerzas; quiere pasar por
encima de las etapas fijadas en dicho camino, quiere rehuir la cruz. Si cede a
todo esto, viene la muerte y el abismo. En último término, la caída de nuestros
primeros padres no fue otra cosa, y la misma tentación de Cristo no apuntaba
sino a que manifestase prematuramente y de modo arbitrario la gloria divina que
en El residía.
Hoy hay que insistir en la opción de
fe que significa creer en el camino de fidelidad al único Señor, Dios, revelado
en Jesucristo; la fidelidad a su camino de verdad, amor, justicia, bondad... es
el único camino de Vida, el único camino de Victoria.
En la
primera lectura, del libro del Génesis, el Señor pide a Abrahán que lo deje
todo para iniciar una misión enorme: crear el pueblo de Dios. A todos nosotros, alguna vez, Dios
también nos pide que demos prioridad al camino que Él nos sugiere y que, así,
abandonemos lo superfluo, lo que nada vale para mejor servirle a Él y a los
hermanos. Hemos de tenerlo en cuenta.
-Abraham no puede quedar
indeciso, ya que el mandato divino exige una respuesta (v. 4a; cfr. vs. 6-9). Y
en este momento crucial el patriarca confía. El verbo "marchar"
indica la obediencia de este hombre que se fía de Dios a pesar de todas las
dificultades. Por eso, él es el modelo y héroe de la fe (Hb. 11, 8 ss).
-El éxodo de Abraham es
prototipo de todo éxodo humano, tanto a nivel individual como colectivo. Miles
de personas, cada año, deben romper con lo inmediato y querido: tierra,
familia... rumbo a lo desconocido. A todos ellos les alienta la esperanza de
una vida más digna y humana, un poder alimentar a sus seres queridos, un...;
pero ¿y si todo fuera una vana ilusión? Toda existencia humana es una difícil
encrucijada. Me viene a la mente la dura situación de esos hombres de color que
patean los bares de nuestras ciudades con esas cajas de sorpresas, los
temporeros agrícolas de la vendimia y de la recogida de la aceituna, los...
-El éxodo de Abraham es también
prototipo de la vida del pueblo de Israel, de la Iglesia como pueblo de Dios.
Nuestra existencia cristiana siempre implica ruptura con lo que nos agrada,
salida de lo inmediato y palpable... rumbo a lo desconocido. La fe nunca es
fácil, porque ¿y si todo fuera mentira? El fiarse de Dios siempre implica un
riesgo; pero el que no ama el riesgo no puede llamarse cristiano.
Abraham nos es presentado como
modelo.
Fijémonos en Abraham, padre de
los creyentes, puesto que él se apoyó en su fe y aceptó por ella el trastorno
de su vida. El v. 5 nos dice tranquilamente: «Tomó, pues, Abraham a Saray, su
mujer»; está fuera de lugar suponer que esto no sucedió sin algunas
discusiones, sin alguna escena de familia: «¿Quién es el que toma a mi marido?
El pretende que el Señor exige de nosotros que plantemos todo allá:
propiedades, familia...»
Peregrinar exige como condición
indispensable la de abandonar. Conocemos a mucha gente que está atada a sus costumbres
de tal manera que les resultaría imposible viajar. Tienen medios para hacerlo. Intentar
peregrinar sin abandonar es pretender la cuadratura del círculo.
Espiritualmente también esto es
verdadero. Es necesario desinstalarnos, constantemente desinstalarnos, porque
nos estamos arraigando sin cesar, como la araña que teje de nuevo la tela que
un golpe ha desgarrado, como la yedra que encuentra siempre un trozo de muro
donde engancharse.
Es necesario que nos guardemos
de estar apegados a nuestros hábitos, ¡aunque sean buenos! Precisamente porque
son buenos nos parecerán respetables; pero, por el hecho de ser hábitos, son
perjudiciales.
Pensemos en todos aquellos que
en el Antiguo Testamento recibieron de Dios un llamamiento importante e
«incómodo». Recordemos, por ejemplo, a Jonás: «La Palabra de Yahvé llegó a
Jonás, diciéndole: Levántate y ve a Nínive. Jonás levantóse para huir» (Jn. I,
1-3).
También el Pueblo de Dios se
convirtió en nómada por obediencia al Señor. Abandonó un cierto confort en
Egipto por seguir aquella aventura; sin embargo, echará de menos aquel confort
relativo y no cesará de reprochar a Moisés la aventura a la cual le ha
arrastrado. «Ellos dijeron a Moisés: ¿Es que no había sepulcros en Egipto, que
nos has traído al desierto a morir? ¿Qué es lo que nos has hecho con sacarnos
de Egipto?» (Ex. xrv, 11). «Los hijos de Israel decían: «Por qué no hemos
muerto de mano de Yahvé en Egipto, cuando nos sentábamos junto a las ollas de
carne y nos hartábamos de pan? Nos habéis traído al desierto para matar de
hambre a toda esta muchedumbre» (Ex XVI, 3).
Fijémonos en la Virgen.
Conocemos su respuesta cuando el enviado de Dios le presenta la más
extraordinaria vocación que jamás nadie pudo escuchar: «Yo no conozco varón». Esto no es una objeción al proyecto divino,
sino una constatación de la oposición entre aquel mensaje y la consagración de
su vida a Dios, realizada como respuesta a un llamamiento interior. El ángel
viene ciertamente a desinstalar a María, en el sentido espiritual.
También Jesucristo. El
renuncia, si así puede decirse, a la serenidad, a la tranquilidad de la vida
trinitaria para lanzarse a la aventura humana: «He aquí que vengo para hacer,
oh Dios, tu voluntad» (Salmo XL, 9, citado en Heb. 10, 7). El conoce la
incomodidad hasta el punto de «no tener dónde reposar la cabeza» (Mt. 8, 20 y
Lc. 9, 58); ya conocemos al detalle lo que oculta esta expresión. Y su
enseñanza es exigente, a la medida del ejemplo que éI nos da: «El que ama al
padre o a la madre más que a mí, no es digno de mí... El que no toma su cruz y
me sigue, no es digno de mí. El que halla su vida la perderá, y el que la
perdiere por amor a mí, la hallará» (Mt. X, 37-39 y lugares paralelos).
Jesús desarraiga a los que
llama: «Dijo a Pedro y a Andrés: Venid en pos de mí y os haré pescadores de
hombres. Ellos dejaron al instante las redes y le siguieron. Pasando más
adelante, vio a otros dos hermanos, "Santiago el de Zebedeo y Juan, su
hermano, que en la barca, con Zebedeo, su padre, componían las redes, y los
llamó. Ellos, dejando luego la barca y a su padre, le siguieron" (Mt. 4,
18-22). «Jesús salió y vio a un publicano por nombre Leví sentado al telonio y
le dijo: Sígueme. El, dejándolo todo, se levantó y le siguió» (Lc. 5, 27). Los
apóstoles son conscientes del trastorno que para sus vidas representa el
llamamiento del Maestro: «Pedro entonces comenzó a decirle: Pues nosotros hemos
dejado todas las cosas y te hemos seguido» (Mc. 10, 28).
En el salmo 32 se agradece a Dios que
vele permanente por sus criaturas. Se expresa, el deseo de amar a Dios por encima
de todo y enseña a quienes no le conocen a amarle también.
Es necesario personalizar este salmo,
en nuestra propia vida y en nuestra propio estilo: alabar... Creer en el
poder de Dios... Creer que Dios interviene "hoy y siempre en los
acontecimientos contemporáneos..." "hacerse pobre": la
"mirada de Dios" sobre nosotros es una defensa más segura que
todos los medios del poder humano.
En la segunda lectura, San Pablo recomienda a su discípulo Timoteo:
"Toma parte en los duros trabajos del Evangelio". La
evangelización es un trabajo duro. El que evangeliza vive en una continua
confrontación en el mundo y con el mundo. Evangelizar no es decir palabras
hermosas en el templo, en nuestra casa, en un medio acogedor y complaciente,
que muchas veces huye de los problemas reales del mundo. Evangelizar es salir
con la palabra y la vida a la plaza. El que evangeliza es un
"enviado", que tiene que ir a donde no le gustaría ir, que tiene que
hablar con oportunidad y sin ella, y, sobre todo, tiene que hacer lo que muchas
veces el mundo no está dispuesto a tolerar.
También San Pablo, anuncia que Jesús sacó a la luz la
vida inmortal por medio del Evangelio. Esa luz y esa vida inmortal nos están
presentes la luminosidad de la Transfiguración.
así comenta San Agustín
comenta esta segunda lectura
"
2
Tim 1,8b-10: La gracia cristiana
Proclámese
esta gracia. Ésta es la gracia de los cristianos donada por el hombre mediador,
por quien padeció y resucitó, por quien subió al cielo, por quien llevó cautiva
la cautividad y concedió dones a los hombres. Proclámese, repito, esta gracia.
No disputen contra ella los ingratos... Reconozcamos que también es gracia el
don por el que fuimos creados, aunque en ningún lugar leemos que se denomine
así. En efecto, nos fue dada gratuitamente. Pero demostraremos que es mayor
ésta por la que somos cristianos. Antes de ser cristianos no merecíamos ningún
bien, y por ello se puede hablar de la gracia por la que fuimos creados cuando
nada merecíamos. Si, pues, fue grande la gracia cuando nada merecíamos, ¿cómo
será aquella otra cuando merecíamos tanto mal? Quien aún no existía no merecía
bien alguno; el pecador, en cambio, merecía el mal. Aún no existía quien fue
hecho; todavía no existía, pero tampoco había ofendido a Dios. Aún no existía,
y fue creado; ofendió a Dios y fue salvado. Quien todavía no existía no
esperaba nada, y fue hecho. Pero una vez caído esperaba la condenación, y fue
liberado. Ésta es la gracia que nos viene por nuestro Señor Jesucristo. Él nos
hizo; él nos hizo antes de que existiéramos; y una vez hechos y caídos, él
mismo nos hizo justos, no nosotros a nosotros mismos. Si existe una creatura
nueva en Cristo, la vieja ha caído y se ha creado la nueva." (San Agustín. Sermón 26,12).
San Mateo
presenta la Transfiguración, un relato lleno de luz y de aires de eternidad, hasta la ingenuidad de Pedro que
pretende continuar allí para siempre. En esta escena Jesús quiso mostrar a sus
discípulos la Gloria, antes de iniciar el camino hacia su muerte redentora.
Este texto es como un paradigma
de oración. Primero retirarse de la actividad ordinaria Jesús en el Evangelio lo
hace varias veces. Jesús hombre como nosotros, tiene necesidad del tiempo y
espacio de oración. En el momento de encontrar a Dios en gratuidad. Otros serán
los tiempos de encontrarlo activamente.
Así hoy se nos proclama que
Jesús, se los llevó a una montaña alta. Subir es el proceso simbólico de acercamiento
a Dios. En la montaña surgen las Teofanías. Pedro, Santiago y Juan suben con
Jesús. En esta soledad amigable, Jesús se transfigura. El que ora descubre
quién es de verdad Jesús. El ámbito de la divinidad -lo blanco, la luz- inunda
al hombre. Descubre cómo culmina la ley y los profetas en Él. El gozo del
Espíritu trastorna a Pedro -al orante-. ¡Qué hermoso! A uno le gustaría estar
siempre así. La tentación de evadirse del mundo acecha.
EI momento crucial de la
oración esta en el escuchar a Dios. Él ya sabe qué nos apremia. No intentemos
marearle con nuestras voces. Más bien es para escucharle, para afinar nuestro
oído. Elías lo oyó en la brisa que apenas movía las hojas. En la oración vamos
percibiendo la voluntad de Dios, crecemos en ganas de construir el Reino,
logramos dar pa so a los gritos de los pobres, como Moisés.
Jesús se acercó, y tocándolos
les dijo: Levantaos, no temáis. Las palabras de ánimo en el coloquio final son
necesarias en toda nuestra vida. Ten confianza, no temas.
Si primero fue subir, el tiempo
de oración es bajar del monte. Bajar a la vida a encontrarnos con el
epiléptico, con el enfermo, el necesitado, el compañero que sufre de soledad o
que, sin más, quiere pasar un rato charlando con alguien.
La Iglesia es el Tabor de nuestro tiempo. En
la Iglesia, en la comunidad podemos encontrar a Jesús y escuchar su palabra; podemos
relacionarnos con los profetas y los
santos; podemos dejarnos envolver y
transfigurar por la nube del Espíritu y podemos encontrar fuerza esperanzada para
transformarlo todo. Cierto que no todo lo que allí encontramos es luminoso y
santo. La Iglesia tiene aún mucho de Sinaí y del monte de las tentaciones. Es
también monte Calvario. Pero en la Iglesia hay también experiencia de Dios,
presencia de Cristo, dinamismo del Espíritu. En la Iglesia se recogen y
actualizan las palabras de Moisés y los profetas, se escucha la voz del Padre y
nos envuelve la nube misteriosa. En la Iglesia se renueva la transfiguración,
se enciende la esperanza y se contagia la alegría. En la Iglesia toda
transformación es posible, el cambio es necesario y se afirma la trascendencia.
En la Iglesia hay verdad y certeza y amistad. En la Iglesia está Cristo
resucitado, el Hijo bien amado y el derroche del Espíritu, que nos llevan al
Padre. La Iglesia, Tabor de las revelaciones y transfiguraciones, el monte de
la luz, de la palabra y del amor. Entonces es claro que también nosotros
podemos «estar con El en el Monte Santo» (2P. 1,18).
El evangelio también plantea
una tentación de la condición humana la tentación a "instalarse".
Hoy, con todas las ventajas y el confort de la civilización, esta
tentación está bastante generalizada. Podemos alcanzar una instalación
perfecta en la que nos encontramos francamente bien, perfectamente arropados y
lejos de cualquier aventura que comprometa nuestra bien ganada
tranquilidad. Hoy podemos caer en la tentación de cerrar los ojos y los
oídos a toda llamada que nos haga "salir" de nuestro bienestar,
evitar por todos los medios que sintamos la necesidad de marchar para colaborar
en la construcción de una tierra nueva, más cristiana, en una palabra; una tierra
en la que es necesario vivir prácticamente la fe, aceptar el desafío que supone
creer en un Dios que pide a los suyos algo más que la aceptación de unas
verdades o la práctica de unos determinados cultos.
Y esto aparece también en el
Evangelio de hoy. Ante la espléndida visión de Jesús transfigurado aparece
Pedro queriendo "instalarse", quedarse allí para siempre, olvidarse
del mundo que seguía al pie del monte y que esperaba con impaciencia el
paso del Señor. No pudo conseguir su propósito.
Desapareció la luz y el
resplandor y quedó solo Jesús frente a ellos con una advertencia: ni una
palabra de todo esto hasta "que el Hijo del Hombre resucite de entre los
muertos". Nada, por tanto, de instalaciones. Es necesario bajar del monte
y enfrentarse valientemente al reto de la propia vocación, de la llamada
de Dios que sigue pidiendo el éxodo como condición para encontrarse con
El. La advertencia de Jesús es un indicativo de que no es posible, para los
suyos, la acomodación. No será posible ni efectivo hablar de la gloria
hasta que no se haya resucitado -no se encontrará la tierra nueva- hasta que no
se haya aceptado el riesgo, hasta que no se haya descendido a la tierra, para
encontrarse con los hombres que viven en ella con sus problemas y sus
inquietudes y acercarse a ellos para mostrarles a Dios, con todo el
riesgo que eso lleva consigo.
Algo de la transfiguración nos puede
tocar a nosotros, pero para que podamos transfigurarnos y resplandecer tenemos
que escuchar al Hijo predilecto de Dios. Toda la Cuaresma es una escucha
intensa de la Palabra que salva; imitando a San Pedro, deberíamos como
cristianos exclamar: ¡qué hermoso es vivir este tiempo de gracia y renovación,
para bajar al valle de lo cotidiano pertrechados de una gracia y fuerza nueva! Así
un día podremos subir al definitivo Tabor de los cielos después de haber
caminado por la vida manifestando en todo la gloria de Dios.
Rafael Pla Calatayud.
rafael@betaniajerusalen.org
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