Comentario a las lecturas del Miércoles de Ceniza 23 de febrero de 2020
Cuaresma es “un retiro colectivo de cuarenta días,
durante los cuales la Iglesia, proponiendo a sus fieles el ejemplo de Cristo en
su retiro al desierto, se prepara para la celebración de las solemnidades
pascuales con la purificación del corazón y una práctica perfecta de la vida
cristiana”. (San León magno).
La Cuaresma comprende los 40 días de preparación para celebrar la
Resurrección de Jesús.
Es un tiempo de penitencia, en griego metanoia, es decir: “cambio de
mentalidad”. Poco sabemos sobre el origen de la Cuaresma, su nacimiento y su
desarrollo. Las primeras alusiones a una preparación de la fiesta de Pascua se
remontan al siglo IV, al principio en Oriente y finalmente en Occidente. Al
finalizar este siglo, ya consiste en un período de 40 días, aunque la
preparación para la celebración pascual ya existía (por menos tiempo) desde el
siglo II.
La Cuaresma,
en todo caso, fue instituida después del reconocimiento del cristianismo por el
emperador Constantino (Edicto de Milán, 313). En esa época, los paganos
recibían el Bautismo en masa. Pero el fervor de los primeros tiempos, donde las
persecuciones exigían una fe muy fuerte, se fue atenuando poco a poco. Los
cristianos eligieron entonces huir del mundo y refugiarse en el desierto, para
poder llevar una vida de oración y de renuncia. Se los llamaba los “Padres del
desierto”. En la misma época comienza a aparecer el catecumenado de los adultos
que quieren recibir el Bautismo, y la práctica de la penitencia pública para
los cristianos culpables de muerte, de adulterio o de apostasía. De esta
manera, la Cuaresma fue tomando forma.
Hoy el Señor nos regala iniciar un tiempo
fuerte —como nos dice la Iglesia—,
que es el tiempo de Cuaresma. Un tiempo en que tú y yo tenemos que reflexionar
mucho sobre nuestra fe, tenemos que prepararnos para la Pascua, para ese gran
acontecimiento pascual, y tenemos que reflexionar sobre nuestra vida: cómo la
llevamos, personalmente y comunitariamente. Y este tiempo, que es tiempo de
reflexión, la Iglesia nos pone como tres pilares que nos desarrolla Jesús en su
Evangelio. Y nos lo dice en el Evangelio de Mateo 6,1-6.16-18.
Reconciliación es palabra clave en la liturgia del miércoles de ceniza.
Reconciliación significa cambio "desde otro", por ello, implica la
conversión a Dios y desde Dios, a la que llama el profeta Joel en la primera
lectura: "Volved al Señor, vuestro Dios". Jesús en el evangelio
interioriza las prácticas religiosas y penitenciales del judaísmo: la limosna
ha de ser oculta; el ayuno, gozoso; y la oración, humilde. "Y el Padre que
ve en lo escondido, te recompensará".
En
la primera lectura (Jl 2,12-18), Joel
es un profeta del que no se sabe prácticamente nada. Por lo que se deduce de su
escrito, parece que proclamó su profecía después del exilio, cuando la vida en
Jerusalén y Judá está ya restaurada y el país vive tranquilo en situación de
provincia autónoma del imperio persa.
Pero en
aquel momento tranquilo, sobreviene lo inesperado: una plaga de langostas y
otros animales amenaza con destruirlo todo. Y el miedo a perderlo todo se
apodera del pueblo, y nadie sabe qué hacer. Los sacerdotes son incapaces de
convocar a la oración ante el Señor.
Y un hombre,
de nombre Joel, se siente empujado a remover al pueblo e invitarlo a ponerse
ante Dios pidiendo su ayuda. Ayuda y perdón, porque es la época en que aún se
ve todo mal y toda catástrofe como una consecuencia del pecado.
Joel quiere
que todo el pueblo se mueva, empezando por los sacerdotes. Quiere que se hagan
signos públicos y rituales de petición de perdón, y quiere, sobre todo, que se
rompa la pasiva tranquilidad del pueblo para renovar la fidelidad al Señor. Y
quiere que se utilice ante Dios el gran argumento: si el pueblo cae en la
miseria, se perderá la libertad (la gente tendrá que venderse como esclavos a
los persas para poder comer) y Dios mismo quedará en ridículo ante "los
gentiles".
El profeta Joel
parte de una desgracia que se había abatido sobre el pueblo -la plaga de
langostas que destruye todos los sembrados- para invitar a una penitencia
interior.
Se trata de "rasgar el corazón, no
las vestiduras". Es decir, se trata de una actitud de conversión
interior a Dios para reconocer su santidad, su poder, su majestad. Joel
advierte a sus coetáneos que el "día de Yahvé" llegará y tendremos
que estar preparados pues su poder es inmenso. Hemos de arrepentirnos sinceramente
de nuestros pecados, pues ellos nos han alejado de Dios y nos han hecho caer en
un abismo de miseria. Nos invita a una conversión "de todo corazón", es decir, sincera, estable y con un firme
propósito de enmienda. Y esta conversión es posible porque Dios es rico en
misericordia, es compasivo y misericordioso. Sólo Dios es capaz de crear en
nosotros un corazón puro y renovarnos por dentro con espíritu firme y
devolvernos la alegría de la salvación. Dios no quiere la muerte del pecador
sino que se convierta y viva. Así el profeta promueve un "ambiente
penitencial": hay que tocar la trompeta, congregada la reunión, llamar a
las conciencias.
El salmo
de hoy (Sal 50,3-6.12-17), es el salmo cuaresmal por excelencia. En
el reconocemos que hemos pecado y que somos dignos de ser juzgados y condenados
por nuestras infidelidades a la Alianza pactada con Dios desde el día de
nuestro bautismo.
Fijémonos en
los versículos que nos presenta el texto litúrgico de hoy.
3: Comienza el
salmo con la apelación a la misericordia, que incluye la confesión formal del
pecado; este verso es síntesis o germen del resto.
VV. 4-5:
Comienza la primera parte, en el reino del pecado, sin mencionar a Dios. Repite
siete veces la raíz «pecado» y siete veces diversas palabras sinónimas.
V. 6: El
pecado es acto personal contra Dios, no mera violencia de un orden abstracto.
En la sentencia de este careo, uno resultará «el inocente», o «tendrá razón», y
otro resultará el culpable; cuando yo me reconozco «el culpable», estoy
confesando que Dios es «el iV. 12: Comienza la segunda parte, en el reino de la
gracia; vuelve a sonar el nombre de Dios al principio. La purificación es una
nueva creación por dentro.
VV. 12-14: En
esta nueva creación Dios derrama un triple espíritu que ordena nuestro ser:
espíritu firme, santo, generoso. Este espíritu trae la salvación y con ella la
alegría.
V. 17: Después
de la liberación, el hombre responde con himnos y acción de gracias.
El Salmo
Miserere es la oración del hombre de siempre; pertenece a la historia de la
humanidad, no solo a la historia del Oriente hebreo y de la civilización
occidental cristiana. Al meditarlo entramos en el corazón del hombre y en el
corazón de la historia de la humanidad. Los primeros versículos del Salmo 50
nos introducen con estas palabras:
" Misericordia, Dios mío, por tu bondad;
por tu inmensa compasión borra mi culpa; lava del todo mi delito, limpia mi
pecado" .
El punto de
partida del camino de la conversión del corazón es la iniciativa divina de
misericordia: Dios es siempre el primero en tender la mano, la balanza se inclina
siempre por la parte de su bondad.
El pecado es
un error fundamental hombre, una distorsión, una desarmonía, una rebelión, una
voluntad de proyecto alternativo y que contrasta con el proyecto de
Dios. A las palabras que indican el descarrío del hombre se contraponen
tres apelativos divinos: “Piedad...misericordia... amor”. Está el pecado del
hombre, aunque expresado con diversos términos, y hay tres atributos de Dios.
Esta desproporción indica que la insistencia no es sobre el hombre pecador,
sobre la pobreza que somos, sino sobre lo infinito de Dios. Reflexionemos
brevemente sobre los vocablos que definen al Dios de la misericordia y de la bondad.
Los versículos
de este salmo nos acercan a contemplar quién y como es Dios
* La primera
palabra “Misericordia, Dios mío”,
en hebreo es
simplemente: “Gracia, hazme gracia, lléname de tu gracia”.
Pedimos a Dios
que sea para nosotros gracia, que se interese por quien está mal, por quien se
encuentra en dificultad, que nos dé una mano. Es la experiencia de María que
canta: “Señor, tú has mirado la pobreza de tu esclava y me has hecho gracia, me
has llenado de tu gracia”.
Dios es don
gratuito, es la esencia de la gratuidad. Cuando decimos que Dios no tiene
ningún interés en pensar en nosotros, en ocuparse de nosotros, manifestamos que
tenemos una idea falsa de Dios. Tenemos de él, una idea farisaica, es decir,
que trata de comprender a Dios partiendo de las categorías del cálculo. A
Dios le gusta dar algo a quien tiene necesidad de apoyo, a quien cree que no es
nada, a quien se siente abajo. El quiere derramar su valor sobre nosotros,
sin juzgar nuestro valor.
* La segunda
palabra es piedad: “por tu bondad”.
El salmista subraya la proporción infinita, que el hombre intuye sin comprenderla,
de la bondad divina. En hebreo el término es hésed y tiene una larga
historia rica de significado. En efecto, indica la actitud característica de
Dios para con su pueblo, que supone lealtad, confianza, fidelidad, bondad,
ternura, constancia en la atención y en el amor. Se podría traducir también con
gentileza , en el sentido de ternura, que no se desmiente, que no desaparece
nunca. Dios es aquel a quien yo conozco, pero para el cual soy importante-según
la palabra de Jesús-, pues él dijo que hasta los cabellos de mi cabeza están
contados. Nada sucede en mí sin una atención de la ternura de Dios. Nosotros
traducimos hésed con “bondad”, porque la gentileza de Dios se hace más
tierna cuando somos débiles, frágiles, pecadores, inconstantes, raros, poco atrayentes,
y tal vez creemos que Dio hace bien en no acordarse de nosotros, que haría bien
en castigarnos.
* La tercera
palabra es por tu inmensa compasión . En hebreo se dice rahammín y significa
“el corazón, las entrañas”. Es un vocablo profundamente materno e nindica la
capacidad de llevar a alguien adentro, de identificarse con una situación de
tal modo que se viva en la propia carne, se sufra y se goce con ella como con algo
propio. Este atributo de Dios lo puede comprender quien ha amado a otra
criatura con un amor total,
En la
segunda lectura (2 Cor 5,20 - 6, 2), San Pablo tiene como punto central la reconciliación:
“dejar que Cristo nos reconcilie con Dios”. De acuerdo al cambio de vida
se da nuestra reconciliación con Dios. Por esto, los ayunos, abstinencias,
promesas, etc., tienen sentido si ayudan a cambiar de vida, a renovar la
alianza de amor con Dios, a impulsar la reconciliación con Dios como fruto de
una vida nueva reconciliada con los hermanos. De lo contrario es puro teatro.
El otro aspecto importante de la reconciliación es asumirlo como un regalo
gratuito que se adquiere a través de Cristo. Y la reconciliación como regalo de
Dios que nos convierte en sujetos del cambio, no es para enterrarla esperando
mejores tiempos, sino para multiplicarla ¡ya!, en el ahora que es siempre un
tiempo favorable (kairós).
En el evangelio de hoy Mt (6,1-6.16-18)
continua la meditación sobre el Sermón del Monte. En los días
anteriores hemos reflexionado sobre el mensaje del capítulo 5 del evangelio de
Mateo. En el Evangelio de hoy y en los días siguientes vamos a meditar el
mensaje del capítulo 6 del mismo evangelio.
Mateo 6,1-4:
La nueva práctica de las obras de piedad: la limosna.
Mateo 6,5-15: La nueva práctica de las obras de piedad: la oración.
Mateo 6,16-18: La nueva práctica de las obras de piedad: el ayuno.
Mateo 6,5-15: La nueva práctica de las obras de piedad: la oración.
Mateo 6,16-18: La nueva práctica de las obras de piedad: el ayuno.
El evangelio
de hoy trata de tres asuntos: la limosna (6,1-4), la oración (6,5-6) y el ayuno
(6,16-18). Son las tres obras de piedad de los judíos.
Jesús critica
los que practican las buenas obras sólo para ser vistos por los hombres (Mt
6,1). Jesús pide apoyar la seguridad interior en aquello que hacemos por Dios.
En los consejos que él da transpare un nuevo tipo de relación con Dios: “Y tu
Padre que ve en lo secreto te recompensará" (Mt 6,4). “Antes que pidan, el
Padre sabe lo que necesitan” (Mt 6,8). “Si perdonan las ofensas de los hombres,
también el Padre celestial los perdonará” (Mt 6,14). Es un nuevo camino que
aquí se abre de acceso al corazón de Dios Padre. Jesús no permite que la
práctica de la justicia y de la piedad se use como medio de auto-promoción ante
Dios y la comunidad (Mt 6,2.5.16).
Dar la limosna es una manera de realizar el
compartir tan recomendado por los primeros cristianos (Hec 2,44-45; 4,32-35).
La persona que practica la limosna y el compartir para promoverse a sí mismo
ante los demás merece la exclusión de la comunidad, como fue el caso de Ananías
y Safira (At 5,1-11). Hoy, tanto en la sociedad como en la Iglesia, hay
personas que hacen gran publicidad del bien que hacen a los demás. Jesús pide
el contrario: hacer el bien de forma tal que la mano izquierda no sepa lo que
hace la mano derecha. Es el total desapego y la entrega total en la gratuidad
del amor que cree en Dios Padre y lo imita en todo lo que hace.
La oración
coloca a la persona en relación directa con Dios. Algunos fariseos
transformaban la oración en una ocasión para aparecer y exhibirse ante los
demás. En aquel tiempo, cuando tocaba la trompeta en los tres momentos de la
oración: mañana, mediodía y tarde, ellos debían pararse en el lugar donde
estaban para hacer sus oraciones. Había gente que procuraba estar en las
esquinas en lugares públicos, para que todos pudiesen ver cómo rezaban. Ahora
bien, una actitud así, pervierte nuestra relación con Dios. Es falsa y sin
sentido. Por esto, Jesús dice que es mejor encerrarse en un cuarto y rezar en
secreto, preservando la autenticidad de la relación. Dios te ve también el lo
secreto y él te escucha siempre. Se trata de la oración personal, no de la
oración comunitaria.
Jesús critica
la práctica del ayuno que iba acompañada de algunos gestos exteriores bien
visibles: no lavarse la cara ni peinarse, usar ropa de color oscuro. esta
manera de actuar y manda hacer lo contrario, para que nadie consiga percibir
que estás ayunando: báñate, usa perfume, péinate bien el pelo. Y así el Padre
que ve en lo secreto recompensará.
El
texto nos dice los tres pilares de la vida cristiana, que es la oración, el
ayuno y la limosna. Oración, ayuno y limosna. Y nos lo dice también de una
forma humilde, sin ganas de notoriedad, de no practicar nada de estos tres
valores de cara al exterior, sin vanidad, sin ostentación, sino simplemente en
la intimidad, en el Corazón de Dios.
Y nos
dice “cuando oréis”, “cuando ayunéis”, “cuando deis limosna”. Hoy tú y yo nos
vamos ahí, a esa montaña, y escuchamos cómo lo dice Jesús y le preguntamos:
Jesús, ¿cómo quieres que oremos? Y Él nos dirá que le gusta una oración
sencilla, íntima, profunda, oculta, nada de exterior; una oración en que sólo busquemos
su mirada y su corazón. Y esa oración quiere que sea un diálogo con Él, y que
la tengamos como una necesidad vital de nuestra existencia, que escuchemos su
Palabra, que nos dice lo que Él quiere que hagamos. Tiempo de oración, de más
amor, de más intensidad, de más fe.
Para nuestra vida.
En este tiempo de Cuaresma, se nos invita a la conversión del pecado,
esta es siempre un proceso misterioso y escondido. Dios toca a
las puertas del corazón del pecador y lo mueve a una transformación interior.
Dicha transformación no es fácil y requiere un proceso de conversión porque,
como dice el Papa Juan Pablo II en una de sus poesías de juventud, "la
verdad tarda en sondear el error". No es, por tanto, una actitud exterior
y superficial para que la gente lo vea, como lo hacían los fariseos, sino una
conversión que se hace "en la presencia de Dios que mira el corazón".
Nos dice el catecismo : "La
penitencia interior es una reorientación radical de toda la vida, un retorno,
una conversión a Dios con todo nuestro corazón, una ruptura con el pecado, una
aversión del mal, con repugnancia hacia las malas acciones que hemos cometido.
Al mismo tiempo, comprende el deseo y la resolución de cambiar de vida con la
esperanza de la misericordia divina y la confianza en la ayuda de su gracia.
Esta conversión del corazón va acompañada de dolor y tristeza saludables que
los Padres llamaron animi cruciatus (aflicción del espíritu), compunctio cordis
(arrepentimiento del corazón)". (CIC nº 1431).
Sugerente y
creativa la invitación del Señor. Saber llevar la propia cruz, los propios
sufrimientos, la oblación de la propia vida en la sencillez del silencio y de
la amistad con Dios. No pedir ser consolados cuando el mundo nos pide consolar
a los demás y estar dispuestos a más. No buscar ser apreciados, reconocidos,
estimados, compadecidos, cuando como cristianos, nos debemos a los demás. El
desprendimiento que todo esto comporta no es pequeño y tiene un nombre preciso:
conversión continua del corazón al Dios de misericordia.
En la primera lectura (Jl. 2, 12-18) es una invitación a volvernos a
Dios, Padre amoroso, misericordioso y rico en ternura para con nosotros. Dios siempre
velará de nosotros y nos concederá aún aquello que no le hemos pedido, y que
sabe que nos aprovechará para nuestra salvación. Pero si hemos vuelto la mirada
hacia el Señor no es sólo para encontrarnos ritualmente con Él, sino porque
realmente lo buscamos con el corazón arrepentido y con el deseo de vivir en
adelante como sus hijos, fieles al amor que le hemos de profesar.
El profeta
Joel hace un llamamiento al pueblo para que cambie de actitud. El llanto, el
luto, el vestido negro no debe ser expresión de una piedad superficial o del
simple deseo de llamar la atención. La voz del profeta desea remover los
cimientos mismos de la religiosidad y convertir los símbolos del luto en camino
de conversión para todo el pueblo. Por eso se debe cambiar el corazón, y no la
ropa.
Por eso no
debemos vestirnos de luto, sino enlutar nuestro corazón, volviendo al Señor
nuestro Dios compasivo, misericordioso, lento a la cólera, rico en clemencia y
que se conmueve ante la desgracia de sus hijos. Por eso no sólo pidamos perdón
con los labios, sino que aprovechemos este tiempo especial de gracia para
reiniciar nuestro caminar fiel en la Alianza nueva y eterna entre Dios y
nosotros, donde el Señor será nuestro Padre y nosotros sus hijos por nuestra
comunión de vida y de fe con Jesús, su Hijo amado en quien se complace.
El período
cuaresmal desea también crear este ambiente litúrgico y penitencial en los
fieles: un camino de cuarenta días en donde experimentaremos de modo apremiante
el amor misericordioso de Dios.
En el salmo de
hoy (Sal. 50), desde el
primer versículo es notable la orientación hacia la conversión. Lejos de querer
declarar inocente al salmista, la
súplica se dirige de entrada a Dios para pedir su misericordia, su amor. La
salvación del pecador está por completo en las manos de ese Dios que el amor
define radicalmente.
No se ignora
que Dios es justo, que quiere la verdad y la sabiduría en el corazón del
hombre, pero precisamente esta "justicia" de Dios se manifestará,
ante todo, en el perdón concedido al pecador. Se podría decir que se trata nada
menos que de su honor, ya que el pecador perdonado se convertirá en testigo de
Dios: podrá mostrar a los pecadores el camino de la verdad, y "hacia Dios
volverán los extraviados". El reconocimiento del pecado tiene, pues,
también una dimensión profética. Forma parte de la "confesión" de las
obras de Dios.
Ante nuestra
actitud humilde en reconocer nuestras faltas, Dios se llenará de celo por su
pueblo y se levantará lleno de amor por nosotros, para liberarnos y hacernos
sus hijos. Quienes estamos iniciando nuestro camino hacia la Pascua de Cristo,
caminamos hacia nuestra propia pascua. La Victoria de Cristo será nuestra
victoria; y la Gloria de Cristo será nuestra gloria. Que esta esperanza mantenga
alerta nuestra fe y despierto nuestro amor para que no dejemos de caminar a
impulsos del Espíritu Santo hasta lograr nuestra plena realización en Cristo.
«Contra ti, contra ti solo pequé». Ese es mi dolor y mi vergüenza,
Señor. Sé cómo ser bueno con los demás; soy una persona atenta y amable, y me
precio de serlo; soy educado y servicial, me llevo bien con todos y soy fiel a
mis amigos. No hago daño a nadie, no me gusta molestar o causar pena. Y, sin
embargo, a ti, y a ti solo, sí que te he causado pena. He traicionado tu
amistad y he herido tus sentimientos. «Contra ti, contra ti solo pequé».
Si les preguntas a mis amigos, a la gente que vive
conmigo y trabaja a mis órdenes, si tienen algo contra mí, dirán que no, que
soy una buena persona; y sí, tengo mis defectos (¿quién no los tiene?), pero en
general soy fácil de tratar, no levanto la voz y soy incapaz de jugarle una
mala pasada a nadie; soy persona seria y de fiar, y mis amigos saben que pueden
confiar en mí en todo momento. Nadie tiene ninguna queja seria contra mí. Pero
tú sí que la tienes, Señor. He faltado a tu ley, he desobedecido a tu voluntad,
te he ofendido. He llegado a desconocer tu sangre y deshonrar tu muerte. Yo,
que nunca le falto a nadie, te he faltado a ti. Esa es mi triste distinción. «Contra
ti, contra ti solo pequé».
Fue pasión o fue orgullo, fue envidia o fue desprecio,
fue avaricia o fue egoísmo...; en cualquier caso, era yo contra ti, porque era
yo contra tu ley, tu voluntad y tu creación. He sido ingrato y he sido rebelde.
He despreciado el amor de mi Padre y las órdenes de mi Creador. No tengo excusa
ante ti, Señor.
«Contra ti, contra ti solo pequé, cometí la maldad que
aborreces. En la sentencia tendrás razón, en el tribunal me condenarás
justamente». Condena
justa que acepto, ya que no puedo negar la acusación ni rechazar la sentencia. «En
la culpa nací; pecador me concibió mi madre: Yo reconozco mi culpa, tengo
siempre presente mi pecado». Confieso mi pecado y, yendo más adentro, me
confieso pecador. Lo soy por nacimiento, por naturaleza, por definición. Me
cuesta decirlo, pero el hecho es que yo, tal y como soy en este momento, alma y
cuerpo y mente y corazón, me sé y me reconozco pecador ante ti y ante mi
conciencia. Hago el mal que no quiero, y dejo de hacer el bien que quiero. He
sido concebido en pecado y llevo el peso de mi culpa a lo largo de la cuesta de
mi existencia.
Pero, si soy pecador, tú eres Padre. Tú perdonas y
olvidas y aceptas. A ti vengo con fe y confianza, sabiendo que nunca rechazas a
tus hijos cuando vuelven a ti con dolor en el corazón.
«Misericordia, Dios mío, por tu bondad; por tu inmensa
compasión borra mi culpa. Lava del todo mi delito, limpia mi pecado. Rocíame
con el hisopo y quedaré limpio; lávame y quedaré más blanco que la nieve. Hazme
oír el gozo y la alegría, que se alegren los huesos quebrantados. Aparta de mi
pecado tu vista, borra en mí toda culpa».
Hazme sentirme limpio. Hazme sentirme perdonado,
aceptado, querido. Si mi pecado ha sido contra ti, mi reconciliación ha de
venir de ti. Dame tu paz, tu pureza y tu firmeza. Dame tu Espíritu.
«Oh Dios, crea en mí un corazón puro, renuévame por
dentro con espíritu firme; no me arrojes lejos de tu rostro, no me quites tu
santo espíritu; devuélveme la alegría de tu salvación, afiánzame con espíritu
generoso».
Dame la alegría de tu perdón para que yo pueda
hablarles a otros de ti y de tu misericordia y de tu bondad. «Señor, me
abrirás los labios, y mi boca proclamará tu alabanza». Que mi caída sea
ocasión para que me levante con más fuerza; que mi alejamiento de ti me lleve a
acercarme más a ti. Me conozco ahora mejor a mí mismo, ya que conozco mi
debilidad y mi miseria; y te conozco a ti mejor en la experiencia de tu perdón
y de tu amor. Quiero contarles a otros la amargura de mi pecado y la bendición
de tu perdón. Quiero proclamar ante todo el mundo la grandeza de tu
misericordia. «Enseñaré a los malvados tus caminos, los pecadores
volverán a ti».
Que la dolorosa experiencia del pecado nos haga bien a
todos los pecadores, Señor, a tu Iglesia entera, formada por seres sinceros que
quieren acercarse a unos y a otros, y a ti en todos, y que encuentran el negro
obstáculo de la presencia del pecado sobre la tierra. Bendice a tu Pueblo,
Señor.
«Señor, por tu bondad, favorece a Sión; reconstruye
las murallas de Jerusalén».[1]
La segunda lectura (2Cor. 5, 20-6, 2) nos recuerda
que Dios vuelve su mirada compasiva, misericordiosa y amorosa hacia nosotros,
que muchas veces hemos vagado lejos de Él como ovejas sin pastor. Nuestro Dios
y Padre ha salido a nuestro encuentro por medio de su Hijo, el Pastor de las
ovejas; y no ha descansado hasta encontrarnos y manifestarnos que, a pesar de
nuestros grandes pecados y miserias, Él jamás ha dejado de amarnos. Ahora somos
hijos de Dios, y a nosotros corresponde vivir como criaturas nuevas en Cristo;
más aún, tenemos la misión de trabajar constantemente para que la salvación, el
perdón, la misericordia y el amor de Dios lleguen a todos los pueblos.
San Pablo nos
exhorta en esta segunda lectura (2Cor 5, 20) a la reconciliación: "En
nombre de Cristo os suplicamos que os dejéis reconciliar con Dios".
"Somos embajadores de Cristo, y es como si Dios mismo os exhortara por
medio de nosotros", nos dice san Pablo en la segunda lectura, y añade:
"Ya que somos sus colaboradores, os exhortamos a que no recibáis en vano
la gracia de Dios". San Pablo nos muestra la dimensión eclesial de la
reconciliación. Es Dios quien pone en el corazón del hombre el don de la
reconciliación (dejaos reconciliar por Dios), y es el hombre el que lo acoge (o
lo rechaza), pero la Iglesia es el instrumento elegido por el mismo Dios para
que nos esté recordando por medio de sus ministros este don extraordinario, y
es al mismo tiempo la mediadora querida por Dios de toda reconciliación.
La Iglesia
nació para reconciliar a la humanidad con Dios, pues su Señor quiso convertirla
en un Sacramento de reconciliación, con el mismo poder salvador que Él tiene
como Hijo Encarnado. Volvamos al Señor, rico en misericordia y convirtámonos en
camino de reconciliación para toda la humanidad, hasta que todos logremos
nuestra plena unión fraterna como hijos de Dios.
Para la
Iglesia es una exigencia de su fidelidad a Dios tanto el predicar en todas
partes y de todos los modos posibles la reconciliación con Dios y entre los
hombres, cuanto administrar eficazmente esa reconciliación por medio del
sacramento de la penitencia y del perdón. Vivamos pues, este tiempo de
reconciliación.
En
el evangelio, resuenan las palabras de Jesús: "Cuidad de no practicar vuestra justicia delante de
los hombres para ser vistos por ellos; de lo contrario, no tendréis recompensa
de vuestro Padre celestial" .
Se refiere El
texto evangélico a tres prácticas piadosas, habituales en Israel: la limosna,
la oración y el ayuno. En el cristianismo se da una continuidad con lo que en
el pueblo elegido se hacía. Sin embargo, Jesús renueva el modo de hacerlas,
sobre todo removiendo la hipocresía y enseñándonos a obrar siempre de cara a
Dios y no de cara a los hombres. Es decir, buscar sólo el beneplácito divino y
prescindir del pláceme humano... Así, al dar limosna no hay que hacer
ostentación de ello; al contrario hay que procurar el anonimato y actuar de
forma que nadie lo sepa sino sólo Dios... Con palabras hiperbólicas nos dice
Jesús que no sepa la mano izquierda lo que de bueno hace la derecha
En cuanto a la
oración, ha de ser íntima y personal. Por eso dice: "Tú cuando te pongas a
orar, entra en tu aposento y, cerrada la puerta, ora a tu Padre que está en lo
oculto..." Ese carácter personal de la oración, es un amable diálogo de tú
a Tú, que no excluye la oración comunitaria, fundamental en la Eucaristía. Sin
embargo, también entonces no podemos diluirnos en el anonimato, pues para el
Señor no hay nunca una mera multitud, sino siempre personas con su propio nombre
cada una...
En cuanto al
ayuno hemos de considerar que es una práctica agradable a Dios, cuando se hace
con espíritu de penitencia. El mismo Señor se retiró para orar y ayunar durante
cuarenta días. Hoy se tiende a eliminar cuanto suponga sacrificio y se
ridiculizan las prácticas penitenciales. En tiempo de Jesús también el ayuno se
practicaba para quedar bien ante los demás, y se hacía ostentación de ello. El
Señor, en cambio, nos aconseja que disimulemos nuestro sacrificio, para que no
lo noten los demás. Hay que actuar no para agradar a los hombres, sino para
mostrar nuestro amor a Dios nuestro Padre. Y tu Padre --nos dice Jesús-- que ve
en lo escondido te lo recompensará.
Lo más
importante en el tema de la limosna , de la oración y el ayuno , desde el punto
de vista espiritual, no son las acciones en sí mismas, sino la intención con la
que las hacemos. Si damos limosna, o si rezamos, para ser vistos y presumir de
santidad ante los que nos ven, nuestra limosna y nuestra oración no nos sirven
a nosotros para nada. Puede servirles a aquellos a los que damos limosna, o a
aquellos por quienes rezamos, pero nuestro Padre celestial no nos va a
recompensar por ello. También la limosna, la oración y el ayuno deben
contribuir a rasgar nuestro corazón, a hacernos más desprendidos, caritativos y
mejores personas. La limosna, la oración y el ayuno no son fines en sí mismos,
sino medios para cambiar nuestro corazón y hacerlo más parecido al corazón de
Cristo, es decir, al corazón de nuestro Padre Dios.
Rafael Pla Calatayud.
rafael@betaniajerusalen.com
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