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domingo, 17 de noviembre de 2019

Comentario a las lecturas del domingo XXXIII del Tiempo Ordinario 17 de noviembre de 2019


Comentario a las lecturas del domingo XXXIII del Tiempo Ordinario 17 de noviembre de 2019

En este Domingo 33 del Tiempo Ordinario, el penúltimo del año litúrgico, se acerca el final del año litúrgico, dentro de dos semanas comenzará el Adviento. Por eso, la liturgia, con lenguaje apocalíptico, pone en boca de Jesús palabras sobre la destrucción del templo y sobre el final catastrófico del tiempo en que los apóstoles y discípulos de Jesús vivían. A nosotros, en este siglo XXI, tanto litúrgica como realmente, no nos afectan demasiado estas palabras. Pueden servirnos, eso sí, para que meditemos sobre la brevedad de la vida presente, sobre la caducidad de todas las cosas de este mundo, incluido el ser humano, y sobre la eternidad y grandeza de nuestro Dios. Debemos vivir sabiendo que nuestras vidas son como los ríos que van al mar, que es el morir. Como muy dijo santa Teresa, en este mundo todo se muda, pero con paciencia, en nuestra relación con Dios, todo se alcanza, ya que para nosotros sólo Dios basta. La palabra “paciencia” podemos cambiarla, dentro del lenguaje evangélico de este domingo por “perseverancia”. Si perseveramos durante toda nuestra vida en nuestra fe y en nuestra confianza en Dios, Dios nos salvará. La verdad es que en nuestra vida diaria es fácil perderse en las ocupaciones y ajetreos de cada día, olvidando que sólo Dios debe llenar nuestro espíritu, ser el dulce huésped de nuestra alma, la luz y el gozo en el que debemos continuamente vivir. En nuestra relación con Dios somos realmente muy poca cosa, pero sabemos que Dios nos ama dentro de nuestra pequeñez y que si vivimos en Dios y para Dios somos realmente algo de Dios. Y no olvidemos nunca que para un buen discípulo de Cristo, vivir en Dios y para Dios es vivir con el prójimo y para el prójimo. En fin, que en este final del tiempo litúrgico vivamos conscientes de nuestra caducidad y de nuestra absoluta dependencia de Dios, de un Dios que nos ama.

La primera lectura del profeta Malaquías  (Mal 3,19-20a ). En la  primera lectura, el profeta Malaquías nos describe lo que será el Día del Señor, un momento difícil y terrible que los judíos esperaban como final de todo y como principio de muchas cosas. La lectura  del Libro de Malaquías guardia especial concordancia con el evangelio de Lucas.
La lectura nos pone sobre aviso del futuro con un mensaje de esperanza. “Mirad que llega el día, ardiente como un horno; malvados y perversos serán la paja, y los quemaré el día que ha de venir" (Mal 4, 1). Dios avisa de cuando en cuando a los hombres, nos recuerda que todo esto ha de terminar, nos hace caer en la cuenta de que todo pasa, de que vendrá un día en el que caerá el telón de la comedia de esta vida. Día terrible, día de la ira, día de lágrimas, día de fuego vivo. A veces nos asustamos ante el recuerdo de que este mundo puede derrumbarse estrepitosamente, al saber el potencial de armas atómicas y químicas que hay almacenado, al conocer que pueden volver los días tristes de una guerra, que nuevamente podemos vivir huyendo, temiendo que un día nos maten de forma inmisericorde, como hacen hoy en algunos lugares de la tierra.
Dios no quiere asustarnos. Dios nos habla con lealtad y, como nos ama entrañablemente, nos avisa del riesgo que corremos si continuamos metidos en el pecado. Sí, los perversos, los empecinados en vivir de espaldas a Dios, los malvados serán la paja seca que devorará el gran incendio del día final.
"Pero a los que honran mi nombre los iluminará un sol de justicia que lleva la salud en las alas...” (Mal 4, 2) No se trata de vivir amedrentados, de estar siempre asustados;  Dios nos quiere felices, optimistas, llenos de esperanza. Pero esa serenidad, esa paz tiene un precio. El precio de nuestra respuesta generosa y permanente al gran amor de Dios. Así los que aman a Dios esperarán el día final con tranquilidad, con calma, con alegría. Con los mismos sentimientos que embargan al hijo que espera la vuelta del padre, con el mismo deseo que la amada espera al amado. Para los que han luchado por amar limpiamente, el fuego final no abrasará, no aniquilará. Ese fuego será calor suave y vivificante, resplandor que ilumine hasta borrar todas las sombras, hasta vencer el miedo de la noche con el alegre fulgor de un día eterno.

El responsorial es el salmo 97 (Sal 97,5-9 ). El Salmo 97, que cantamos hoy, es junto al 95, 96, 98 y 99, un himno de un gran sentido escatológico, que anuncia los tiempos finales. Y todo ello con el poder y la salvación proveniente de Dios. Es, pues, este salmo 97 típico y adecuado para estos domingos finales del Tiempo Ordinario.
El salmo 97, pertenece a la categoría de himnos de alabanza. El salmo  tiene un claro significado mesiánico y escatológico; nos hace contemplar la victoria final de Dios sobre el poder del mal y la salvación que conseguirá Israel para todos los pueblos: El Señor da a conocer su victoria.
Es un himno escatológico inspirado en la última parte del libro de Isaías (caps. 56-66), y muy afín al salmo 95: "Cantad al Señor un cántico nuevo".  Rn algunas biblias se le titula: "El juez de la tierra".
En el salmo resuenan palabras proféticas, sobre todo del Segundo Isaías. Tanto el salmista como el profeta miran hacia atrás y hacia adelante. Las maravillas de Dios en el pasado remoto y reciente, y la venida del Señor como rey y juez de toda la tierra enardecen al compositor. A su júbilo se une el de la creación. Hay que tener muy en cuenta que las maravillas cantadas y la venida esperada acontecen en el seno del pueblo de Dios. El salmo ha de ambientarse en el culto post-etílico. Aquí se festejan las maravillas del «segundo Éxodo» y se anticipa la teofanía última de Yahveh. A estas nuevas acciones de Dios corresponde un cántico nuevo.
Se trata pues de un himno al Señor rey del universo y de la historia (cf. v. 6).
El salmista invita a toda la tierra a cantar al Señor, a aclamar a Dios sonando toda clase de instrumentos: ahora es la música quien acompaña esta sinfonía grandiosa de alabanza: "tañed la cítara... suenen los instrumentos".
Los instrumentos musicales son muy citados en la Biblia como acompañamiento y complemento de la alegría y alabanza. Baste recordar el último salmo del salterio con la enumeración de tantos instrumentos al servicio de la liturgia jubilosa: trompetas, arpas, cítaras, tambores, flautas, platillos sonoros... Todo esto para aclamar al Señor que es rey sobre su pueblo y sobre el universo, y para que la alabanza sea más armoniosa, más universal. La Biblia nos da una muestra más de aprecio por todo aquello que es bueno, alegre, positivo, humano: todo colabora en el bien del hombre, todo redunda a gloria de Dios. Los salmos son este eco fiel que van formando la conciencia del pueblo y le educan en una actitud abierta y generosa que la ennoblece y dignifica.
Aplaudan los ríos, aclamen los montes (vv. 7-9)
A esta vasta aclamación de la humanidad, acompañada de la música, se asocia ahora la naturaleza, como si ella continuase en la misma vibración de la primera creación, salida de las manos de Dios. Ahora, de un modo semejante, esta misma naturaleza, siempre solidaria del hombre (el hombre viene de ella: barro de la tierra), canta las obras de Yahvé: el mar y cuanto él contiene en su inmensidad y su misterio, los habitantes de la tierra (hemos de pensar aquí en el variadísimo reino animal), los ríos, como si sus bordes, al decir de un antiguo rabino, fueran largas manos que aplauden mientras tocan sus orillas. Así, con una mención de estos elementos más importantes como representantes de toda la tierra, el salmista asocia a su alabanza el mundo entero.
La acogida dispensada al Señor que interviene en la historia está marcada por una alabanza coral: además de la orquesta y de los cantos del templo de Sión (cf. vv. 5-6), participa también el universo, que constituye una especie de templo cósmico.
Son cuatro los cantores de este inmenso coro de alabanza. El primero es el mar, con su fragor, que parece actuar de contrabajo continuo en ese himno grandioso (cf. v. 7). Lo siguen la tierra y el mundo entero (cf. vv. 4 y 7), con todos sus habitantes, unidos en una armonía solemne. La tercera personificación (no está  incluido en el texto de hoy) es la de los ríos, que, al ser considerados como brazos del mar, parecen aplaudir con su flujo rítmico (cf. v. 8). Por último, vienen las montañas, que parecen danzar de alegría ante el Señor, aun siendo las criaturas más sólidas e imponentes (cf. v. 8; Sal 28,6; 113,6).
De este salmo decia Paul Claudel : "¿Qué canto, oh Dios mío, podemos inventar al compás de nuestro asombro? El ha roto todos los velos. Se ha mostrado. Se ha manifestado tal como es a todo el mundo. La misma caridad, la misma verdad, todo semejante, a lo que quiso con Israel, ¡helo aquí, doquier, brillando a los ojos de todo el mundo! ¡Tierra, estremécete! ¡Que oiga en tus profundidades el grito de todo un pueblo que canta y que llora y que patalea! ¡Adelante, todos los instrumentos! ¡Adelante la cítara y el salmo! ¡Adelante, la trompeta en pleno día con sonido claro, y esta trompeta, la otra, muy bajo, como un hormigueo de trompetas que yo creía escuchar durante la noche! ¡Adelante el mar, para sumirme! ¡Adelante, la redondez de la tierra como un canasto que se sacude! ¡Ríos, aplaudid, y que se alisten las montañas, porque ha llegado el momento en que Dios va a "juzgar" a la tierra! ¡Ha llegado el día del rayo del sol, y de la radiante nivelación de la justicia!".
 
  La segunda lectura  sigue siendo de la segunda carta de tesalonicenses (2 Tes 3,7-12). En Tesalónica había sido mal interpretada la predicación de San Pablo acerca de la Parusía del Señor. Y los había que, a pretexto de la proximidad de la Parusía, se daban a la holganza; y perturbaban la paz de la Comunidad. San Pablo les escribe corrigiendo estos desvíos. En el pasaje que hoy leemos insiste en el deber del trabajo: de un trabajo asiduo y ordenado:
 San Pablo  les recuerda el ejemplo que les dio mientras estuvo entre ellos. Bien que en razón de su dignidad de Apóstol y de las urgencias del ministerio podía dispensarse de trabajos manuales, pero para evitar toda ocasión de murmuración sobre su conducta o intenciones, y para no ser gravoso a nadie, renunció a los derechos de vivir de limosna; y se impuso el deber de un trabajo duro: “Con fatiga y con sudor noche y día trabajábamos” (8). Bien sabía San Pablo que con esto les daba una lección muy importante: “No que no tuviéramos derecho (a vivir del ministerio), sino para daros en nosotros un modelo que imitar” (9).
Les recuerda que la ley del trabajo urge para todos: “El que no trabaje que  no coma” (10). Con la ociosidad se perjudica a los demás. Primero, porque se perturba su paz. El ocioso ni trabaja ni deja trabajar. Y segundo, se alimenta y aprovecha del trabajo  de los otros.
Vemos que uno de los valores que más enaltece Pablo en el trabajo es el de la caridad. El trabajo es caridad con los otros. Y la ociosidad, pecado contra la justicia y amor fraterno. San Pablo VI nos dirá: «El cristiano ha de amar tanto a sus hermanos como para entregarse a ellos por entero. Y es una forma eficaz de entregarse a sus hermanos estar presente en el proceso del mundo en fase de aumento y desarrollo. Por tanto, la participación cristiana en el desarrollo se sitúa en un nivel muy elevado, anclada no solamente en razones de pura justicia, equidad o conveniencia; se proyecta en el plano del amor verdadero y resulta una auténtica imitación de la caridad de Cristo, quien dictará su sentencia de Juez sobre la relación de amor que nos haya tenido vinculados a nuestros hermanos» (Catequesis 29-IX-1966).

El evangelio de San Lucas  (Lc 21,5-19 ). Llegamos ya al término de la vida pública de Jesús, cuando ya todo está centrado en los acontecimientos centrales que se aproximan.
Jesús pasa estos últimos días enseñando en el Templo, centro de la vida religiosa de Israel, indicando así la seguridad con que lleva a cabo su misión y la autoridad de la que se siente investido. Leemos hoy la mitad del discurso sobre la caída de Jerusalén.
San Lucas  sitúa el relato en el templo y van a ser precisamente unos comentarios anónimos sobre la belleza y riquezas del templo los que van a motivar el tajante comentario de Jesús sobre su destrucción en un futuro que no precisa (vs. 5-6). Es el detonante para la pregunta sobre el cuándo preciso y las señales premonitorias de esa destrucción (v. 7).
San Lucas dirige el discurso (modificando cuando le parece oportuno el texto original de Mc) a señalar que los cristianos deben disponerse a una larga etapa de espera y de persecución. Los discípulos no han de esperar que se les dé una fecha próxima y definitiva de la parusía: pese a la caída de Jerusalén y a la destrucción del Templo en el año 70, pese a las persecuciones contemporáneas, deben seguir esperando y habituarse a mantener su firmeza en la espera.
San Lucas escribe  después del año 70, a unas primeras comunidades cristianas que estaban totalmente desconcertadas y oprimidas. Se retrasaba la segunda venida, la parusía, y a ellos les perseguían, les entregaban a las sinagogas y a la cárcel, les hacían comparecer ante reyes y emperadores, y todo porque estaban siendo fieles a la predicación del evangelio de Jesús.
Cuando San Lucas escribe su evangelio ya se ha producido la destrucción del Templo de Jerusalén. Fue el emperador Tito quien ordenó que fuera arrasado en el año 70. Por tanto, lo que se narra como algo apocalíptico, como algo que va a suceder, en realidad ya se ha producido. Pero lo importante es la enseñanza que quiere dar el evangelista.
Algunos ponderaban, y con razón, la belleza y suntuosidad de las construcciones del templo. "Él contestó: cuidado con que nadie os engañe..." (Lc 21, 8). En tiempo de Jesús, Herodes quiso congraciarse con los judíos que le odiaban abierta e intensamente. Por eso no escatimó en gastos ni en tiempo. Quería demostrar lo indemostrable: que él era también un piadoso creyente en Yahveh, aun cuando no era hebreo sino idumeo. Los judíos nunca se lo creyeron aunque si reconocían la magnificencia de este hombre, el afán de asentarse en el trono sin olvidar que para ello era preciso hacer de la religión un recurso político más.
Grandes piedras de corte herodiano, propio de la época de Augusto emperador, preparadas para su colocación. Los apóstoles se quedan asombrados y así lo expresan con toda sencillez delante del Maestro. Pero sus palabras no encontraron eco en el Señor. Él sabe en qué quedará todo aquello dentro de no mucho tiempo. Sólo un montón de ruinas y un tramo de muro descarnado, donde los judíos se lamentarán por siglos.
Jesús no entra en la dinámica de la pregunta. A lo largo de los domingos de este año hemos tenido ocasión de constatar cómo en sus respuestas  Jesús corrige a menudo los planteamientos de sus interlocutores. Jesús comienza haciendo unas recomendaciones: "Cuidado con que nadie os engañe" a propósito del cuándo o de las señales; "no vayáis tras ellos; no tengáis pánico". Cierra estas recomendaciones una afirmación rotunda: "El final no vendrá en seguida". En otras palabras: Jesús desautoriza toda especulación sobre el cuándo y las señales. Más aún: guerras y desórdenes no son señal alguna de fin de mundo. Los que hablan en este sentido son simples embaucadores. Guerras y desórdenes son, desgraciada y lamentablemente, una necesidad. Lo mismo pasa con los terremotos, epidemias y fenómenos cósmicos. Nada de esto es señal de fin de mundo. Esto supuesto a partir del v. 12 y ya hasta el final, Jesús aborda lo que sí tiene importancia según él. Y aquí sí que prevé un tiempo no lejano: "Antes de todo eso os echarán mano, os perseguirán... por causa de mi nombre". Aunque no lo diga explícitamente, Lucas presupone que son los discípulos los interlocutores-destinatarios de las palabras de Jesús. De nuevo el acoso, la acusación, la comparecencia ante los tribunales. Las mismas situaciones con que nos encontrábamos hace cuatro domingos. Y aún prevé otra: la muerte. ¡La muerte a manos de quien menos se podía esperar! El odio total por causa del estilo de vida de Jesús, que no es otro sino el compromiso con los valores del Reino. Este es el cuadro que Jesús pinta ante los suyos, el futuro que les espera. Este es el futuro que interesa y no el de las especulaciones sobre el fin del mundo. Y de cara a ese futuro dos nuevas recomendaciones: espontaneidad y tesón. El versículo final rezuma esperanza "Pero ni un cabello de vuestra cabeza perecerá; con vuestra perseverancia salvaréis vuestras almas".
El Señor entrevé la caída de Jerusalén, y también recuerda por unos momentos el fin del mundo. Esos momentos finales en los que surgirán falsos profetas y mesías, proclamando ser los portadores de la salvación eterna.
Serán circunstancias terribles, situación que si se prolongase demasiado acabaría con todos. Pero por amor de los elegidos, dijo el Señor, aquellos días se acortarán. Por eso hay que guardar la calma y saber esperar.
Así comenta San Agustín este texto evangélico: "Mientras nos hallamos en este mundo, no nos perjudicará el caminar aquí abajo, siempre que procuremos tener el corazón en lo alto. Caminamos abajo, mientras caminamos en esta carne. Al fijar nuestra esperanza en lo alto, hemos como clavado el ancla en lugar sólido, para resistir cualquier clase de olas de este mundo, no por nosotros mismos, sino por aquel en quien está clavada nuestra ancla, nuestra esperanza, puesto que quien nos dio la esperanza no nos engañará y a cambio de la esperanza nos dará la realidad. Pues, como dice el Apóstol, la esperanza que se ve no es esperanza. En efecto, lo que uno ve, ¿cómo lo espera? Si esperamos lo que no vemos, por la paciencia lo esperamos (Rom 8,24-25).
Quiero hablar a vuestra caridad cuanto el Señor me conceda sobre esta paciencia. También Jesucristo el Señor dice en cierto lugar del evangelio: Con vuestra paciencia poseeréis vuestras almas (Lc 21,19). Y en otro lugar dice igualmente: ¡Ay de aquellos que perdieron la paciencia! (Eclo 2,14). Sea que se hable de paciencia, aguante o tolerancia, se trata de una única realidad significada con varios términos. Esa única realidad hemos de fijar en nuestros corazones, no la diversidad de las palabras que la expresan, y poseer en nuestro interior lo que designamos fuera. Quien sabe que es un peregrino en este mundo, independientemente del lugar en que se halle corporalmente, quien sabe que tiene una patria eterna en el cielo, quien tiene la certeza de que allí, se encuentra la región de la vida feliz, que aquí es licito desear, pero no es posible tener, y arde en deseo tan bueno, tan santo y tan casto, ese vive aquí pacientemente. La paciencia no parece necesaria para las situaciones prósperas, sino para las adversas. Nadie soporta pacientemente lo que le agrada.
Por el contrario, siempre que toleramos, que soportamos algo con paciencia, se trata de algo duro y amargo; por eso no es la felicidad, sino la infelicidad la que necesita la paciencia. Con todo, como había comenzado a decir, todo el que arde en deseos de la vida eterna, por feliz que sea en cualquier tierra, tendrá que vivir necesariamente con paciencia, puesto que le resulta molesto el tolerar la propia peregrinación hasta que llegue a la patria deseada y amada. Uno es el amor propio del deseo y otro el de la visión. En efecto el que desea ama también; y quien desea ama hasta llegar a lo amado; y quien ya lo ve, ama para permanecer en ello. Si el deseo de los santos, originado por la fe, es tan ardiente, ¿cómo será en presencia de la realidad? Si tal es nuestro amor cuando amamos sin haber visto, ¿cómo amaremos cuando veamos?
Así, pues, tres cosas son las que principalmente nos encarece el Apóstol que construyamos en el hombre interior: la fe, la esperanza, el amor. Y tras haber encomiado las tres virtudes, dice para concluir: La mayor de todas es el amor (1 Cor 13,13). Perseguid el amor (1 Cor 14, l). ¿Qué es, pues, la fe? ¿Qué la esperanza? ¿Qué el amor? ¿Y por qué es mayor el amor? Según la define cierto texto de la Escritura, la fe es el contenido de lo que se espera, la prueba de lo que no se ve (Heb 11,1). Quien espera algo, aún no posee lo que espera, pero mediante la fe se hace semejante a quien lo posee. La fe es -dice- el contenido de lo que se espera,- aún no es la realidad misma que poseeremos, pero la fe está en su lugar. No se puede decir que no tiene nada quien tiene la fe, o que está vacío quien se encuentra lleno de fe. Por eso es grande su recompensa: porque, aunque no ve, cree. Si viera, ¿qué recompensa merecería?
FE/VISION:Jn/20/29: Por esa razón, cuando el Señor resucitó de entre los muertos y se manifestó a sus discípulos, no sólo hasta ser visto, sino hasta ser tocado con las manos, y convenció a los sentidos humanos de que él, el que poco antes colgaba del madero, era quien había resucitado, tras vivir con ellos durante algunos días, los que le parecieron suficientes para afianzar el evangelio y asegurar la fe en la resurrección, subió a los cielos para que nadie lo viera, antes bien, lo poseyeran por la fe. Si permaneciese siempre aquí, visible a los ojos, la fe no merecería elogio alguno. Ahora, en cambio, se dice a un hombre: «Cree». Pero él quiere ver. Se le replica. «Cree ahora, para poder ver alguna vez. La fe origina el merecimiento; la visión es el premio. Si quieres ver antes de creer, pides la recompensa antes de realizar el trabajo. Eso que quieres poseer tiene un precio. Tú quieres ver a Dios. El precio de tan gran bien es la fe. ¿Quieres llegar y no quieres caminar? La visión es la posesión; la fe el camino. Quien rehúsa la fatiga del camino, ¿cómo puede reclamar el gozo de la posesión?».
La fe no desfallece porque la sostiene la esperanza. Elimina la esperanza y desfallecerá la fe. ¿Cómo va a mover, aunque sólo sea los pies, para caminar quien no tiene esperanza de poder llegar? Si, por el contrario, a la fe y a la esperanza les quitas el amor, ¿de qué aprovecha el creer, de qué sirve el esperar, si no hay amor? Mejor dicho, tampoco puede esperar lo que no ama. El amor enciende la esperanza y la esperanza brilla gracias al amor. Pero ¿qué fe habrá que elogiar, cuando lleguemos a la posesión de aquellas cosas que hemos esperado creyendo en ellas sin haberlas visto? Porque la fe es la prueba de lo que no se ve (Heb 11,1). Cuando veamos ya no se hablará de fe. Entonces, verás, no creerás.
Lo mismo sucederá con la esperanza. Cuando se haga presente la realidad, ya no la esperarás. Pues lo que uno ve, ¿cómo lo espera? Ved que cuando hayamos llegado dejará de existir la fe y la esperanza. Y ¿qué pasará con el amor? La fe aboca en la visión, la esperanza en la realidad. Allí existirá ya la visión y la realidad, no ya la fe o la esperanza. Y el amor, ¿qué? ¿Acaso puede desaparecer también él? Si ya se inflamaba ante lo que no se veía, cuando lo vea se inflamará más. Con razón se dijo: Pero el amor es la mayor de todas porque a la fe sucede la visión, a la esperanza la realidad, pero al amor nada le sigue: el amor crece, el amor aumenta y alcanza su perfección mediante la contemplación" . ( San Agustín. Sermón 359 A, 1-4).

Para nuestra vida.
Hoy, como desde hace siglos, se sigue hablando si estamos en una etapa final de la historia, del hombre y del mundo mismo. ¿Qué hacer? ¿Cómo reaccionar? ¿Hacia dónde caminar? Las pistas nos las ofrece el evangelio de este día: “No hagáis caso”.
            Estamos en la hora del testimonio. Nos toca, hoy más que nunca, separar la paja del trigo, la auténtica fe de la religión a la carta. ¿Qué conlleva todo ello? Incomprensión, persecuciones o incluso el intento sistemático de reducir lo religioso al ámbito privado. Para los creyentes sigue la llamada a hacer la voluntad de Dios y a no renunciar a lo que es constitutivo de la misma Iglesia.
De las lecturas de hoy emana  un mensaje de esperanza, el juicio será para la salvación, no para la condenación. La palabra de Dios nos habla del final de los tiempos con una literatura apocalíptica. Tanto el evangelio como la primera lectura del profeta Malaquías nos hablan de catástrofe, enfrentamientos, divisiones, guerra y destrucción. Sin embargo, lo importante es el mensaje final en ambas lecturas: "iluminará un sol de justicia que lleva la salud en las alas", "ni un cabello de vuestra cabeza perecerá; con vuestra perseverancia salvaréis vuestras almas".

En la primera lectura el profeta Malaquías, el último de los profetas menores, nos dice muy bien que los hombres que se resisten con orgullo o maldad ante Dios terminarán aniquilados, como seres caducos y pasajeros que son; que sólo Dios es eterno.
" He aquí que llega el día, ardiente como un horno, en el que todos los orgullosos y malhechores serán como paja… Pero a vosotros, los que teméis mi nombre, os iluminará un sol de justicia y hallaréis salud a su sombra". Pero las personas que confían en Dios encontrarán paz y salud interior junto a él y por él. Ser orgulloso ante Dios, además de ser una necedad, es algo que sólo puede conducirnos al fracaso y a la destrucción. Seamos, pues, siempre humildes, anta Dios y ante el prójimo, porque el Señor destruye a los soberbios y enaltece a los humildes.
Malaquías, habla claro: los perversos serán aniquilados y no quedará de ellos “ni rama ni raíz”; a los buenos, en cambio, “los iluminará para siempre un sol de justicia”. La verdad es que en todas las religiones y culturas de la humanidad se ha creído siempre, aunque de distintas maneras y con distintos matices, que Dios premiará a los justos, mientras que los malos serán castigados. Parece un sentimiento espontáneo el pensar que no puede ser igual hacer el bien que hacer el mal y que algún premio o castigo debe haber por lo uno o por lo otro.

El Salmo 97, que se propone hoy como responsorial, es un canto de alabanza a Yahvé, rey del mundo, cuya actuación no es sino una serie de maravillas y portentos en favor del hombre y del pueblo de Israel.
Está influenciado, como todos los de su grupo (salmo 46, 92, 95-98), por el Segundo Isaías en sus miras universalistas, en su concepción de las nuevas realidades que se acercan para Israel, en su jubilosa visión del mundo como escena de la actuación de Dios y eco de su alabanza.
Siguiendo el salmo, vemos como el salmista piensa en la restauración de Israel después del exilio de Babilonia, cuando tiene lugar un nuevo inicio en la vida, en la religión, en la liturgia del templo. Este período feliz vendrá después del retorno, y este solo pensamiento produce en el salmista (igual que en Isaías) un potencial enorme de alegría y entusiasmo. Dios realiza estas maravillas de salvación porque ama a su pueblo, porque nunca lo ha olvidado y ha tenido siempre presentes su misericordia y su fidelidad.
Los acontecimientos salvadores de Dios, también son validos para nosotros. El versículo 3:"se acordó de su misericordia y su fidelidad en favor de la casa de Israel", ha inspirado muy de cerca el Magníficat de María (Lc 1,54), cántico que se mueve en la misma sintonía de alabanza al Dios que actúa en favor de su pueblo y de los humildes.
La alabanza incluye el sonido de los instrumentos (vv. 4-6). Las obras de Dios son contempladas por todo el mundo: "los confines de la tierra han contemplado la victoria de nuestro Dios".
Es una acción de Dios que percibe el mundo entero, que conocerán todos los pueblos y por esto alabarán a Dios. La vuelta a Sión, que según el Segundo Isaías superará en grandiosidad al mismo Éxodo (Is 49), será el comienzo de esta justicia de Dios y la celebrarán todos los pueblos porque en la nueva etapa Israel será algo grande y su nombre se dejará sentir en todas partes.
Por esto el salmista invita a toda la tierra a cantar al Señor, a aclamar a Dios sonando toda clase de instrumentos: ahora es la música quien acompaña esta sinfonía grandiosa de alabanza: "tañed la cítara... suenen los instrumentos".
En esa alabanza de la tierra, estamos incluidos todos los creyentes, de cualquier momento de la historia, incluida lógicamente la presente.
           
  La segunda lectura nos mantiene en la esperanza y una esperanza activa. San Pablo en ella como en domingos anteriores, sigue aconsejando a los fieles de Tesalónica.
Algunos tesalonicenses, creían que la segunda venida del Señor iba a ser inmediata, por eso algunos de ellos se habían echado a la buena vida, sin trabajar, creyendo que ya estaba todo hecho. Pero san Pablo les recomienda que se pongan a trabajar, pues la venida de Jesucristo no será inmediata.
Dos son las características de estos individuos: por un lado, se ocupan en no hacer nada y, por eso, se meten en todo. No se entregan a un trabajo que les centre en algo y puedan dejar de zascandilear sin otra misión que transmitir chismes. Por otro lado, turban la tranquilidad de los demás. Y su peligrosa ocupación pone a la comunidad en trance de perder la paz y la armonía.
A estos cristianos presenta el apóstol su propio ejemplo. Aunque tenía derecho a ser sostenido por la comunidad en su labor misionera, no aceptó el pan de balde. Trabajó día y noche, a fin de no ser una carga para nadie.
Y añade, además, un mandato que puede poner remedio a la situación creada por estos ociosos: que trabajen, así no vivirán inquietos. Y que lo hagan con tranquilidad, y así evitarán perturbar a los demás.
San Pablo es directo y práctico: “el que no trabaje que no coma”.
Como cristianos estamos llamados a ser portadores de esperanza y perseverar confiando, siempre en el Señor. Y mientras tanto, no quedarse con los brazos cruzados, esperando el fin del mundo como les ocurría a los fieles de la iglesia de Tesalónica. Pablo les insta a trabajar para ganarse el pan de cada día. Es así como Dios nos quiere, como personas esperanzadas y esperanzadoras, consciente de su misión de transformar este mundo hasta convertirlo en el auténtico Reino de Dios.

El evangelio nos presenta a Jesús que acaba de entrar triunfal en Jerusalén y los discípulos se siente maravillados por la belleza del Templo de Jerusalén.            En esos momentos, Jesús profetiza sobre la destrucción total y definitiva de Jerusalén que se iba a producir menos de cuarenta años después de que Jesús expresara su mensaje. Sus palabras  abren  un camino de reflexión hacia lo nuevo, hacia lo que nace tras los tiempos difíciles.  Esta lectura se nos proclama a las puertas del Adviento que no es otra cosa que la espera confiada en la llegada de nuestro salvador, Jesucristo..
Jesús nos pone en guardia a todos ante quienes están fijos en catástrofes.
No vayáis tras de ellos, nos dice. No les creáis cuando afirmen que el fin está ya cerca. Habrá guerras y revoluciones, pero todavía no ha llegado el momento. Por eso hay que permanecer serenos, no dejarse llevar por el pánico, tener la confianza puesta en Dios que no nos abandonará en esos terribles momentos.
Para los judíos del tiempo de Jesús el Templo de Jerusalén representaba la seguridad. Con tal de cumplir las leyes y acudir al Templo se "justificaban" ante Dios. Era para ellos el fundamento de su práctica religiosa. Y Jesús se atreve a decir que no quedará de él piedra sobre piedra. El Templo no es lo importante, tampoco el mero cumplimiento de la ley, pues Jesús predicó que no es ni en Jerusalén ni en Garizín donde se debe dar culto a Dios, sino "en espíritu y en verdad". En nuestra religión cristiana también nos hemos montado "otros templos", otras normas que nos "aseguran la salvación". Es más fácil pedir que te digan qué es lo que tienes que cumplir y asegurar así la salvación, que identificarse con Cristo, dejar que Él te transforme y estar dispuesto a seguirle con todas las consecuencias. Lo primero no cuestiona tu vida, lo segundo transforma tu vida y te convierte en hombre nuevo. La fe es una aventura arriesgada y emocionante, no es un cumplimiento cómodo y seguro de normas sin implicación de tu persona.
San Lucas  anima a los cristianos desanimados y les pide que se mantengan firmes en la fe, porque todas esas desgracias tenían que venir primero, pero el final no vendrá enseguida. Si perseveran salvarán sus almas.
Desde entonces hasta ahora se ha repetido bastantes veces la creencia en que el final de los tiempos ya estaba llegando, pero Dios, por lo que hemos visto, no parece tener prisa. Lo importante para cada uno de nosotros no es saber cuándo llegará el momento final, sino vivir cada momento con fidelidad al evangelio, con paciencia y con perseverancia, como si fuera el momento final.  
Aprendamos a vivir siempre con paz interior, con confianza en la palabra del Señor, dejando a Dios ser Dios, y actuando nosotros con fuerza y perseverancia cristiana, como si fuera el momento último de nuestra vida, a pesar de todas las desgracias que puedan ocurrirnos, a nosotros y a nuestra sociedad en general.
- La reflexión sobre la segunda venida de Cristo ha provocado continuamente en la historia preocupaciones, temores y angustias. La venida del Señor no es una amenaza, sino una esperanza. Por eso no puede producir pánico, temor o miedo, sino confianza absoluta.
Tengamos en cuenta que el texto proclamado hoy no es ninguna descripción del fin del mundo. El centro del relato se encuentra en una frase a mitad del texto: "Pero antes de todo eso..." San Lucas quiere enseñar que no se sabe cuándo ocurrirá el fin del mundo, y al preguntar los discípulos a Jesús cuando vendrá el día, la respuesta consiste en decir que deben suceder muchas cosas que parecerán el fin sin serlo. Lo que importa, pues, no es conocer la fecha de la parusía, sino tener claro que "antes de todo eso" los discípulos serán perseguidos. No serán unas persecuciones reservadas al tiempo final, sino que la persecución se convertirá en característica fundamental de la vida del cristiano mientras dure la historia del mundo.
- Ante la conflictividad político-religiosa de la historia hay que vivir en actitud de discernimiento de las señales que en ella encontramos para actuar. ¿Cómo estamos actuando ante los problemas políticos y religiosos que se viven en nuestra sociedad?
- La realidad que vivimos está generando desconcierto, desilusión y desesperanza. ¿Qué estamos haciendo para devolverle a tanta gente la esperanza?
- Muchos cristianos están luchando por construir una nueva historia y por eso son perseguidos, calumniados y asesinados. ¿Qué estamos haciendo nosotros por construir esta nueva historia?.
El texto también nos plantea la realidad de nuestra vida cristiana. Los tiempos son difíciles. ¿Qué es para nosotros lo más importante?.¿Nos mantenemos en el ámbito de la Fe o de la práctica religiosa?.
En clave "religiosa" se llega a la religión por tradición o herencia; en clave de "fe", se llega por decisión personal y libre. La religión puede convertirse en una forma de pensar que acomodo a mi vida, o bien es una forma de vivir que me compromete. En clave religiosa la referencia soy yo y mis necesidades; en clave de fe la referencia es Jesús y estoy dispuesto a hacer su voluntad. Las verdades pueden convertirse en simples doctrinas que hay que saber, sin embargo para el seguidor de Jesús la única verdad es Jesús y la escucha de su Palabra. Puedo ser un cristiano que considera el culto como un conjunto de ritos a los que hay que asistir, o por el contrario para mí el culto es la celebración gozosa de la experiencia de Jesús en mi vida. Puedo considerar la Ley como un conjunto de normas que hay que cumplir, o darme cuenta de que la auténtica Ley del cristiano es vivir en el amor. La Iglesia puede ser para mí una institución jurídica, o más bien una comunidad de hermanos.
 ¿Es para ti la fe un seguro de vida, o es un regalo, un don gratuito de Dios que celebras con entusiasmo? Pregúntate: ¿en qué clave se sitúa tu vida cristiana, en la "religiosa", o en la de la "fe"?


Rafael Pla Calatayud.
rafael@betaniajerusalen.com

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