Comentarios a
las lecturas del Domingo XVII del Tiempo Ordinario
28 de julio de 2019.
En este
domingo XVII del Tiempo Ordinario, Jesús nos va a enseñar que somos comunidad y
no individualidades. Nos enseña a orar llamando al Padre “Nuestro” y no “Mío”.
Presencia de Cristo en la vida del cristiano,
oración, intercesión, confianza del orante, estas serán ideas de las lecturas
de este domingo.
En la primera
lectura tomada del libro del Génesis (
Gn 18,20-32) .
Para
introducir el fragmento evangélico sobre la oración, el leccionario nos ofrece
esta primera lectura sobre la oración intercesora de Abrahán en favor de
Sodoma.
Entre los
relatos de la teofanía de Mambré, comentada el domingo pasado (18, 1-15) y el
recuerdo de la intercesión de Abraham en favor de Sodoma, el autor introduce
dos monólogos divinos (18, 17-19 y 20-21).
A cuenta de lo que ocurre en
las ciudades de Sodoma y Gomorra, lugares depravados por excelencia, donde la
pasión impura se impone sobre la sagrada ley de la hospitalidad (Gn 19, 1-11),
donde Dina es violada (Gn 34, 1-5) y las esposas de los patriarcas no están
seguras (Gn 12, 10-20; 26, 1-11). En esas circunstancias, Abrahán va a intentar
una acción de misericordia.
El gran principio sobre el que
gira el pasaje es que la bondad de unos pueda salvar a otros. En el Israel
antiguo hay una mentalidad colectivista; el pecado de uno lo paga todo el
pueblo. Pero aquí el planteamiento es diametralmente diferente; la presencia de
los justos ¿no podría tener acaso una función protectora de la totalidad? ¿No
podría manifestar Dios su justicia teniendo en cuenta la minoría inocente y
perdonando por ello a la colectividad? Esta forma de pensar es única y el
pasaje es el producto de una singular reflexión teológica sobre la justicia
divina.
El Señor
interviene en la historia humana. En el monólogo de los vs. 20-21, una grave
acusación le ha sido presentada contra Sodoma y Gomorra, y Dios se decide a
hacer una investigación personal para comprobar si la situación es tan grave
como dicen. En los vs. 22-33 se recoge un intrépido diálogo entre Dios y
Abraham (muy frecuentes en los relatos yavistas a lo largo de todo el
Pentateuco: cfr. Gn 4, 13-16: entre Caín y el Señor..) Abraham es un arriesgado
mediador que hace un gran esfuerzo por salvar a Sodoma y Gomorra. "¡Lejos
de ti hacer tal cosa!", el juez del universo debe medir bien sus acciones
y no puede condenar al inocente con el culpable (v. 25). Abrahám logrará
rebajar el número de cincuenta inocentes a diez: ¿no podrá la inocencia de estos
pocos traer el perdón sobre todos? Abraham intercede sin desmayo, pero, al
parecer, la ciudad no alberga ni siquiera a un inocente. Y ante tanta maldad
Dios va a enviar la muerte, como ocurrió con el diluvio, de la que sólo se
librarán Lot y unos pocos en atención a Abraham (cap. 19).
Se nos muestra
un relato entrañable: cuando Abrahán, de manera insistente, negocia con Dios la
salvación de Sodoma y Gomorra. Y esa negociación se lleva acabo en proximidad
total, en diálogo de amistad. Abrahán fue un gran amigo de Dios.
"Entonces Abrahán se acercó y dijo a
Dios: ¿Es que vas a destruir al inocente con el culpable?" (Gn 18, 23). Abrahán
intercede ante Dios. Le asusta la idea del castigo divino. Él cree en el poder
infinito del Señor, él sabe que no hay quien le resista. Tiembla al pensar que
la ira de Yahveh pueda desencadenarse. Y Abrahán, llevado de la gran confianza
que Dios le inspira, se acerca para pedir misericordia. Un diálogo sencillo.
Abrahán es audaz en su oración, atrevido hasta la osadía: si hay cincuenta inocentes
en la ciudad, ¿los destruirás y no perdonarás a la ciudad por los cincuenta
inocentes que hay en ella? ¡Lejos de ti tal cosa...! Dios accede a la
proposición. Entonces Abrahán se crece, regatea al Señor el número mínimo de
justos que es necesario para obtener el perdón divino. Así, en una última
proposición, llega hasta diez justos. Y el Señor concede que si hay esos diez
inocentes no destruirá la ciudad. Diez justos. Diez hombres que sean fieles a
los planes de Dios. Hombres que vivan en santidad y justicia ante los ojos del
Altísimo. Hombres que sean como pararrayos de la justicia divina. Amigos de
Dios que le hablen con la misma confianza de Abrahán, que obtengan del Señor, a
fuerza de humilde y confiada súplica, el perdón y la misericordia.
El responsorial de hoy es el salmo 137 (Sal
137,1-8) . Es un canto de
acción de gracias, que a su vez dispone el corazón del orante para terminar en
súplica confiada.-
La Biblia de Jerusalén da a este salmo el título de Himno de acción de
gracias. Nos
recuerda
el acto de agradecimiento de David a Dios por haberle dado el Trono de Israel y
por la promesa de estabilidad para su dinastía.
Atribuido por
la tradición judía al rey David, aunque probablemente fue compuesto en una
época posterior, comienza con un canto personal del orante. Alza su voz en el
marco de la asamblea del templo o, por lo menos, teniendo como referencia el
santuario de Sión, sede de la presencia del Señor y de su encuentro con el
pueblo de los fieles.
A nosotros nos
sirve este salmo como acción de gracias por los bienes recibidos y en espera
que Dios nos proteja siempre.
El salmista
está a la escucha en el espacio terreno del templo ( v. 1), afirma que «se
postrará hacia el santuario» de Jerusalén (cf. v. 2): en él canta ante Dios,
que está en los cielos con su corte de ángeles.
La mirada se
dirige por un instante al pasado, al día del sufrimiento: la voz divina había
respondido entonces al clamor del fiel angustiado. Dios había infundido valor
al alma turbada (v. 3).
Después de
esta premisa, aparentemente personal, el salmista ensancha su mirada al mundo e
imagina que su testimonio abarca todo el horizonte: «todos los reyes de la
tierra», en una especie de adhesión universal, se asocian al orante en una
alabanza común en honor de la grandeza y el poder soberanos del Señor ( vv.
4-6).
En esta
alabanza destacan la «gloria» y los «caminos del Señor» ( v. 5), es decir, sus
proyectos de salvación y su revelación. Así se descubre que Dios, ciertamente,
es «sublime» y trascendente, pero «se fija en el humilde» con afecto, mientras
que aleja de su rostro al soberbio como señal de rechazo y de juicio (v. 6).
Como proclama
Isaías, «así dice el Excelso y Sublime, el que mora por siempre y cuyo nombre
es Santo: "En lo excelso y sagrado yo moro, y estoy también con el
humillado y abatido de espíritu, para avivar el espíritu de los abatidos, para
avivar el ánimo de los humillados"» (Is 57,15). Por consiguiente, Dios
opta por defender a los débiles, a las víctimas, a los humildes. Esto se da a
conocer a todos los reyes, para que sepan cuál debe ser su opción en el
gobierno de las naciones. Naturalmente, no sólo se dice a los reyes y a todos
los gobiernos, sino también a todos nosotros, porque también nosotros debemos
saber qué opción hemos de tomar: ponernos del lado de los humildes, de los
últimos, de los pobres y los débiles.
Se habla, de
modo sintético, de la «ira del enemigo» (v. 7), una especie de símbolo de todas
las hostilidades que puede afrontar el justo durante su camino en la historia.
Pero él sabe, como sabemos también nosotros, que el Señor no lo abandonará
nunca y que extenderá su mano para sostenerlo y guiarlo. Las palabras
conclusivas del Salmo son, por tanto, una última y apasionada profesión de
confianza en Dios porque su misericordia es eterna. «No abandonará la obra de
sus manos», es decir, su criatura (v. 8).
Resumiendo vemos como en el salmo
rezuma la
historia misericordiosa de Dios, tanto del pasado como del presente. Dios vio
la aflicción de su pueblo. Bajó para liberarlo del poder de los egipcios. Así
se explica la confianza que respira este salmo: la diestra divina salva a su
pueblo, aunque camine entre peligros. Israel puede mirar confiadamente el
futuro. Dios completará sus favores.
El salmista
puede suplicar con esperanza que Dios concluya lo que ha comenzado. Ha iniciado
una historia de amor incomparable: Su presencia en nuestra carne, en el hombre.
Los discípulos podrán experimentar el amor del Padre y responder a él como
Jesús, gracias al Espíritu recibido. El discípulo sabe que la historia del amor
de Dios para con él pide un desprendimiento, una heroicidad hasta el extremo.
Por eso suplica: «No abandones, oh Dios,
la obra de tus manos. Lleva a feliz término lo que has comenzado en nosotros».
Una confianza desde una actitud humilde de orante
En la segunda
lectura de hoy Carta
a los Colosenses, (Col 2,12-14) San Pablo señala que el misterio pascual de Cristo
está presente en el bautismo y su poder regenerador alcanza a todos por la fe. Nos dice,
además, que Dios nos dio la vida en Cristo, perdonándonos todos los pecados.
La característica de esta carta es su cristología. Intenta aclarar la doctrina
acerca de una serie de especulaciones sobre el mundo angélico, al que se le
atribuía mucha importancia, entrañando
un grave peligro: de que sufriese mengua la posición de Cristo, único mediador
entre Dios y los hombres. La intención de Pablo, desde el principio al fin de
la carta, es dejar bien sentada la absoluta suficiencia de Cristo en su función
con respecto al Universo. No que ponga en duda la existencia y función de otros
intermediarios, pero será siempre en relación y dependencia de Cristo (cf. 1:1
6; 2:10), único en quien habita todo el "pleroma" de la divinidad
(cf. 1:19; 2:9). Es ésta una carta en que Cristo aparece en su plena función de Kyrios del Universo.
El bloque Col 2:4-23, - del que es parte el texto de hoy-, advierte contra las falsas doctrinas que afectan la fe
en Cristo.
Afirmada ya la primacía de Cristo y nuestra incorporación a El, el
Apóstol describe con más detalle cómo se ha realizado esa incorporación
(v.11-14). Dice primeramente, pensando quizás en que los judaizantes de Colosas
exigían la circuncisión, que los cristianos no necesitamos el rito de la
circuncisión material, pues tenemos otra más perfecta: "eliminación del
cuerpo carnal, circuncisión de Cristo" (v.11).
Cuál sea esta circuncisión de Cristo lo explica en el v.12, con evidente
alusión al rito del bautismo. Es en el bautismo donde resucitamos a nueva vida,
despojándonos de un pequeño trozo de
piel, como en la circuncisión mosaica, sino del "cuerpo carnal" o
"cuerpo del pecado" u "hombre viejo," que de todas estas
maneras llama San Pablo al hombre viciado por el pecado y esclavo de la
concupiscencia (cf. 3:9; Rom 6:3-11; Ef 4:22).
Luego, en los v.13-14, sigue insistiendo en la misma idea de cómo se
efectuó nuestra incorporación a Cristo; pero lo hace en forma más dramática.
Dice que la condonación de nuestros delitos y resurrección a nueva vida (v.13),
la hizo Dios "borrando el acta (χειρό-γραφον) que nos era contraria y
clavándola en la cruz" (v.14).
El evangelio de hoy de San Lucas (Lc 11,1-13) , nos muestra como es el mismo Jesús, quien nos
enseña a orar.
Lucas dedica muchos pasajes de su
evangelio al tema de la oración, y en ellos nos transmite varios momentos de
oración de Jesús. En Lucas es común encontrar a Jesús orando (a la madrugada,
en el monte, antes de tomar decisiones), también nos transmite varias oraciones
propias de Jesús, y finalmente nos ofrece varias enseñanzas de Jesús a los
discípulos, referidas a la oración.
Este conocido texto es una excelente
catequesis sobre la oración. En él encontramos tres partes: el contenido de la
oración de Jesús (qué rezar), las características de la oración (cómo rezar) y
el sentido de la oración (para qué rezar).
Comienza sin indicación de lugar ni de tiempo. En la perspectiva
del camino San Lucas prescinde una vez más de intereses localistas para
centrarse en el tema de la oración. El modelo de la oración cristiana
constituye la primera parte del texto de hoy.
La ocasión es la oración del
propio Jesús, una situación ya habitual, y el motivo, la petición de sus
discípulos, deseosos de tener su propia plegaria a semejanza de los seguidores
del Bautista. Parece evidente que San Lucas quiere ofrecer el modelo de toda
oración cristiana. Así lo confirman las palabras introductorias de Jesús:
cuando oréis, decid.
Jesús no se hace rogar y les enseña la oración
más bella y profunda que jamás se haya pronunciado: el Padrenuestro. Lo primero
que hay que destacar es que nos enseñe a dirigirnos a Dios llamándole Padre. La
palabra original aramea es la de Abba, de tan difícil traducción, que lo mismo
san Marcos que san Pablo la transmiten tal como suena. Es una palabra tan
entrañable, tan llena de ternura filial y de confianza, tan familiar y
sencilla, tan infantil casi, que los judíos nunca la emplearon para llamar a
Dios. Le llamarán Padre; incluso Isaías lo compararán con una madre, o mejor
dicho, con las madres del mundo, pero no lo llamarán nunca Abba. En ella nos enseña a reconocer su santidad y pidiendo por su Reino.
El modelo consta de los
siguientes elementos: una invocación (¡Padre!), dos deseos y tres peticiones.
La invocación es típica de Jesús y carece de paralelos en la tradición del
judaísmo precristiano. Expresa intimidad, cercanía, confianza. Por su sencillez
y limpieza contrasta con las recargadas formulaciones de muchas oraciones
judías.
Los dos deseos se refieren al
Padre. El primero de ellos, santificado sea tu nombre, expresa el deseo de un
reconocimiento, de que Dios sea conocido por los hombres en cuanto Padre. El
segundo, venga tu reino, expresa en el fondo lo mismo que el anterior, esta vez
bajo la perspectiva activa del Padre que se revela y se manifiesta. El
cristiano aspira y pide al Padre que esta manifestación sea lo más plena y
absoluta posible.
Las tres primeras peticiones del
Padrenuestro centran la mirada en Dios, mientras las tres segundas la centran
en la vida y en la experiencia humana. Pedimos el pan de cada día, el perdón
mutuo que recompone las relaciones, y fuerza para no caer en la tentación, es
decir las pruebas y conflictos de la vida.
La primera petición, danos cada
día nuestro pan del mañana, plantea un problema en razón de que el texto
original emplea un término al parecer totalmente desconocido tanto en el resto
de la literatura griega como en el lenguaje corriente. La traducción litúrgica
ha optado por una interpretación de perspectiva escatológica, la cual, tal vez,
no es la más acorde con las preocupaciones de San Lucas, interesado más bien en
los avatares de la existencia cotidiana. Por eso mismo son preferibles una de
las dos siguientes interpretaciones: danos cada día la ración de pan
correspondiente a cada día (Juan Crisóstomo); danos cada día el pan necesario
para la existencia (Orígenes). El cristiano pide al Padre que socorra sus
necesidades diarias de sustento.
En la segunda petición el
cristiano implora el perdón del Padre, ya que el pecado es una realidad
esencialmente humana. A la petición se añade la frase explicativa porque
también nosotros perdonamos. No es una exigencia o una condición, expresa sencillamente
el convencimiento de que no se puede esperar el perdón del padre si se rehúsa
el perdón humano.
En la tercera petición el
cristiano ruega al padre que no lo enfrente con situaciones en las que pueda
peligrar su actitud de entrega y de confianza en El. La tentación de que aquí
se habla no es tanto de naturaleza moral cuanto de actitud en la vida. La
tentación en cuanto posibilidad de vivir la vida sin contar para nada con el
Padre.
La parábola del amigo que pide
insistentemente, quiere mostrar únicamente la eficacia de la oración dirigida
al Padre. No debemos entenderla como si una petición repetida hasta la saciedad
doblegara, por ello mismo, la voluntad de Dios y lo pusiera a nuestra
disposición. Dios sigue siendo Dios por encima de la oración del hombre,
siempre soberanamente libre. pero la insistencia en la oración, la oración
continuada, es una señal de una buena oración, de una fe y de una esperanza que
son don de Dios. Y si Dios nos concede ese modo de orar, también nos dará lo
que le pidamos.
La oración es eficaz por la
bondad del Padre, no por nuestra insistencia o por nuestros méritos. Si ya los
hombres, siendo malos como son, no engañan a sus hijos y les dan lo que les
piden, con mayor razón el Padre dará el Espíritu Santo a los que se lo pidan.
La conclusión nos desconcierta un poco, pues a partir del ejemplo cabía esperar
que se dijera que también Dios concede a sus hijos todo lo que éstos le piden y
no acabar diciendo que nos concede el Espíritu Santo. No obstante, el Espíritu
es el don por antonomasia y el principio de todos los dones, porque es prenda
de vida eterna, y ¿qué otra cosa pide el hombre, cuando pide cualquier cosa,
que no sea la vida eterna? Pedimos pan, pero lo que deseamos de verdad no es el
pan de cada día sino "el pan de vida", es decir, la vida en su
plenitud. La oración constante es ya una prueba de que el Padre nos concede el
Espíritu Santo y con él la vida eterna. Porque es el mismo Espíritu, que habita
en nuestros corazones, el que nos anima a decir confiadamente: "Padre
nuestro" (Rm 8, 15).
Jesús nos enseña a pedir
con insistencia, pues el Padre Bueno escucha nuestras peticiones. Y nos muestra
que a través de la oración recibimos el Espíritu Santo, que nos anima a vivir
como discípulos, en la huella de Jesús.
Para nuestra vida
Las lecturas
de hoy nos sitúan ante la oración y sus modalidades. En la oración de petición,
no debemos tener nunca la sensación de que Dios, valiéndose de cualquier
milagro o de un solo movimiento de su mano, eliminará el mal del mundo.
Mientras creamos esto rezaremos oraciones que no tendrán respuesta y rogaremos
a Dios que haga cosas que no veremos realizar nunca. La creencia de que Dios lo
hará todo en lugar del hombre es tan insostenible como lo es creer que el
hombre puede hacerlo todo por sí mismo. También es una señal de falta de fe.
Debemos saber que esperar que Dios lo haga todo mientras nosotros no hacemos
nada no es fe, sino superstición.
Las lecturas que se nos proponen
este domingo, son una invitación a la confianza en Dios, una invitación a
tenerlo muy presente en nuestras vidas y a ser capaces de presentarle sin temor
nuestros deseos, nuestras preocupaciones y necesidades.
El poder contar con Dios, no
quiere decir que tengamos que esperar que él nos resuelva todos los problemas y
menos aún que se ponga a favor de nuestros pequeños intereses. Pero sí quiere
decir que él nos da la mano en nuestro caminar, nos da fuerza y valor. Es tener
a alguien al lado que no nos deja nunca, es poder vivir todo acontecimiento,
por duro que sea, acompañado por un amor muy grande, pleno, infinito.
Sería un mal signo que a Dios
le pidiéramos solo ayuda y fuerza para nuestras angustias y problemas
personales; es por esa razón que el Señor nos deja la oración del Padre Nuestro
como modelo perfecto de cómo y con qué actitud debemos dirigirnos a Dios.
En la primera lectura, Dios revela a Abrahán los
planes que tiene sobre la ciudad de Sodoma y Gomorra .
El
conocimiento que tiene Abrahán de esa revelación le lleva a interceder por estas
ciudades delante de Dios.
Génesis 19
cuenta que, pese a ello, Sodoma y Gomorra fueron destruidas, pero permanece el
hecho de que la oración de Abrahán había sido escuchada cuando intercedía por
la ciudad pecadora y obtenía que fuese perdonada por cincuenta justos, por
cuarenta y cinco, por cuarenta, por treinta, por veinte e incluso por diez.
Siempre generoso y caballero en sus negocios, Abrahán sólo regatea cuando pide
a Dios perdón por el pueblo pecador. Pero no se atreve a pasar más allá de diez
justos.
La
conversación amistosa de Abrahán con el Señor muestra que Dios rige el mundo
con soberana justicia y preocupado por la causa de los débiles y excluidos.
Dios está dispuesto a perdonar si se arrepienten y va cediendo ante la
insistente intercesión de Abrahán. Este regateo y esta condescendencia revela
hasta qué punto la justicia divina está llena de misericordia. Dios sabe
perdonar a los pecadores por amor a los justos y, de ningún modo, es su
intención que paguen justos por pecadores.
El diálogo de
Abrahán con Dios es un ejemplo de oración de intercesión. Abrahán habla con
Dios, desde la humildad y la confianza. Es un modelo de oración de intercesión
para todos nosotros. La intercesión de Abraham no será del todo inútil. Se
salvará su familia. En la verdadera oración de intercesión no nos mueve el
egoísmo, sino la misericordia. No nos fijemos tanto en las culpas y en las
causas de la miseria de estas personas, sino en la realidad miserable y
marginal en la que viven. Pensemos siempre en los más pobres, en los enfermos,
en los marginados, en los refugiados, en los emigrantes en general. No son, en
general, más pecadores que nosotros; entre ellos, como entre nosotros, los hay
buenos y malos, mejores y peores. Son, en general, víctimas de las
circunstancias familiares y sociales en las que han nacido y vivido las que les
han llevado a vivir como viven. Todos queremos vivir bien, ellos y nosotros.
Demos gracias a Dios por todas las personas que podemos vivir con dignidad e
intercedamos ante Dios y ante los hombres por todos aquellos que, con culpa o
sin culpa propia, se han visto forzados a vivir en la mayor miseria y
fragilidad. Y hagamos siempre nuestra oración de intercesión con humildad,
confianza y perseverancia.
El salmo de esta domingo proclama la
"trascendencia" de Dios: "¡qué grande es tu gloria!" nada
original, esto lo hacen todas las religiones auténticas. Toma tiempo dejarse invadir por
este sentimiento de adoración que hace "prosternar", el rostro contra
el polvo, como dice el salmo, hasta tomar conciencia de "ante quién
estás".
Lo que es original, en la
revelación que Dios hace de sí mismo a Israel es ante todo, que este Dios
"trascendente" mira a los humildes con predilección. Prodigio de lo
infinitamente grande, ante lo infinitamente pequeño. La grandeza de Dios no es
aplastante, es la grandeza del amor, la "Hessed", sentimiento que
llega hasta las entrañas. La palabra aparece dos veces en este salmo. Si es
amor, Dios da la vida, Dios salva. Dios está contra todo lo que hace daño, su
mano se abate contra los enemigos del hombre", su mano "protege al
pobre rodeado de peligros"... ¡Que tu "mano", Señor, no deje
incompleta su obra!
Finalmente este mensaje, esta
"palabra" (aparece dos veces en este salmo) recibida gozosamente por
Israel, y destinada un día a todos los hombres. "Te alabarán, todos los
reyes de la tierra, cuando oigan las palabras de tu boca". Los reyes
representan a su pueblo; a través de ellos, todos los pueblos darán gracias a
Dios, en el día escatológico del Mesías. ¡Admirable visión universalista!
Así comenta el Papa
Benedicto XVI, este salmo: " 1. Atribuido por la tradición judía al patronazgo
de David, aunque probablemente surgió en una época sucesiva, el himno de acción
de gracias que acabamos de escuchar, y que constituye el Salmo 137, comienza
con un canto personal del orante. Eleva su voz en la asamblea del templo o
teniendo como punto de referencia el Santuario de Sión, sede de la presencia
del Señor y de su encuentro con el pueblo de los fieles.
De hecho, el salmista confiesa: «me postraré hacia
tu santuario» de Jerusalén (Cf. versículo 2): allí canta ante Dios que está en
los cielos con su corte de ángeles, pero que también está a la escucha en el
espacio terreno del templo (Cf. versículo 1). El orante está seguro de que el
«nombre» del Señor, es decir, su realidad personal viva y operante, y sus
virtudes de fidelidad y misericordia, signos de la alianza con su pueblo, son
la base de toda confianza y de toda esperanza (Cf. versículo 2).
2. La mirada se dirige, entonces, por un instante,
al pasado, al día del sufrimiento: entonces la voz divina había respondido al
grito del fiel angustiado. Había infundido valentía en el alma turbada (Cf.
versículo 3). El original hebreo habla literalmente del Señor que «agita la
fuerza en el alma» del justo oprimido: es como la irrupción de un viento
impetuoso que barre las dudas y miedos, imprime una energía vital nueva, hace
florecer fortaleza y confianza.
Después de esta premisa, aparentemente personal, el
salmista amplía su mirada sobre el mundo e imagina que su testimonio abarca a
todo el horizonte: «los reyes de la tierra», con una especie de adhesión
universal, se asocian al orante judío en una alabanza común en honor de la
grandeza y de la potencia soberana del Señor (Cf. versículos 4-6).
3. El contenido de esta alabanza conjunta que surge
de todos los pueblos permite ver ya la futura Iglesia de los paganos, la futura
Iglesia universal. Este contenido tiene como primer tema la «gloria» y los
«caminos del Señor» (Cf. versículo 5), es decir, sus proyectos de salvación y
su revelación. De este modo, se descubre que Dios ciertamente «es grande» y
trascendente, «ve al humilde» con afecto, mientras aparta su rostro del
soberbio, como signo de rechazo y de juicio (Cf. versículos 6).
Como proclamaba Isaías, «así dice el Excelso y
Sublime, el que mora por siempre y cuyo nombre es santo: "En lo excelso y
sagrado yo moro, y estoy también con el humillado y abatido de espíritu, para
avivar el espíritu de los abatidos, para avivar el ánimo de los humillados"»
(Isaías 57, 15). Dios decide, por tanto, ponerse al lado de los débiles, de las
víctimas, de los últimos: esto se hace saber a todos los reyes para que
conozcan cuales deben ser sus opciones en el gobierno de las naciones.
Naturalmente no sólo se lo dice a los reyes y a todos los gobiernos, sino a
todos nosotros, pues también nosotros tenemos que saber cuál es la opción que
debemos tomar: ponernos del lado de los humildes, de los últimos, de los pobres
y débiles.
4. Después de esta referencia mundial a los
responsables de las naciones, no sólo de aquel tiempo, sino de todos los
tiempos, el orante vuelve a hablar de la alabanza personal (Cf. Salmo 137,
7-8). Con una mirada que se dirige hacia el futuro de su vida, implora la ayuda
de Dios para las pruebas que la existencia todavía le deparará. Y todos
nosotros rezamos con el orante de aquel tiempo.
Se habla de manera sintética de la «ira de los
enemigos» (versículo 7), una especie de símbolo de todas las hostilidades que
puede tener que afrontar el justo durante su camino en la historia. Pero él
sabe, y también lo sabemos nosotros, que el Señor no le abandonará nunca y le
ofrecerá su mano para socorrerle y guiarle. El final del Salmo es, por tanto,
una apasionada profesión de confianza en el Dios de la bondad sempiterna: no
abandonará la obra de sus manos, es decir, a su criatura (versículo 8). Y en
esta confianza, en esta certeza en la confianza de Dios, también tenemos que
vivir nosotros.
Tenemos que estar seguros de que, por más pesadas y
tempestuosas que sean las pruebas que nos esperan, no quedaremos abandonados a
nuestra suerte, no caeremos nunca de las manos del Señor, las manos que nos
crearon y que ahora nos acompañan en el camino de la vida. Como confesará san
Pablo: «quien inició en vosotros la buena obra, la irá consumando» (Filipenses
1, 6).
5. De este modo, hemos podido rezar con un Salmo de
alabanza, de acción de gracias y de confianza. Queremos seguir desplegando este
hilo de alabanza en forma de himno con el testimonio de un cantor cristiano, el
gran Efrén el Siro (siglo IV), autor de textos de extraordinaria fragancia
poética y espiritual.
«Por más grande que sea nuestra maravilla por ti,
Señor, tu gloria supera lo que nuestros labios pueden expresar», canta Efrén en
un himno («Himnos sobre la virginidad» --«Inni sulla Verginità», 7: «L’arpa
dello Spirito», Roma 1999, p. 66), y en otro dice: «Alabado seas tu, para quien
todo es fácil, pues eres omnipotente» («Himnos sobre la Natividad» --«Inni
sulla Natività»--, 11: ibídem, p. 48), éste es un último motivo para nuestra
confianza: Dios tiene la potencia de la misericordia y usa su potencia para la
misericordia. Y, finalmente, una última cita: «Que te alaben quienes comprenden
tu verdad» («Himnos sobre la fe» --«Inni sulla Fede», 14: ibídem, p. 27)." ( Papa
Benedicto XVI Comentario al Salmo137, «Acción de gracias». Miércoles, 7
diciembre 2005. ).
La
segunda lectura de la Carta a los Colosenses, es un texto capital para la
comprensión del bautismo cristiano, comprendido como participación en la muerte
y la resurrección de Cristo.
El bautismo es para él un signo
eficaz o sacramento por el que participamos de la muerte y resurrección de
Jesús. Aunque ciertamente es la acción de Dios la que nos salva y actúa en el
bautismo, la fe es una disposición necesaria para recibirlo con provecho. Por
otra parte, el bautismo nos incorpora a una comunidad de vida nueva. Por lo
tanto, el amor a la vida y el optimismo radical debiera ser un distintivo de la
comunidad cristiana.
Sabemos que los cristianos
consideraban la pila bautismal como un sepulcro en el que somos sepultados con
Cristo; y, por otra parte, también es como la madre que engendra a la vida; de
ahí, el expresivo ritual de la inmersión. Pero el ritual que representa esta
muerte y esta resurrección realizándola concretamente, sólo tiene eficacia si
corresponde a la fe en Dios que resucitó a Cristo de entre los muertos.
Pecado y muerte (una muerte que
es resurrección con Cristo), fe y bautismo, son correlativos que Pablo nos
recuerda en un admirable fragmento sumamente sugestivo. Pero, en coherencia con
su perspectiva cristiana, añade: el perdón del pecado es liberación de la ley y
de su observancia, porque existe una correspondencia entre Ley, muerte y
pecado, como nos enseña en su carta a los Romanos (Rm 7, 7-9). Aquí, la imagen
empleada por San Pablo alcanza el máximo de expresividad: la Ley ha sido
clavada en la cruz.
Los gentiles vivían al margen
de toda salvación, ni siquiera estaban circuncidados: pero ahora, por el
bautismo, y la fe en Jesucristo, han recibido la nueva vida y son miembros
vivos del verdadero Israel de Dios.
De aquí que el cristiano se
sienta libre de toda potencia extraña (contra la superchería de los
colosenses). Una fe recia es capaz de engendrar, en uno mismo y en los demás,
un estado de liberación de gran calidad.
No hay posibilidad de
confusión: nosotros no somos igual a Cristo, sino que de él, de su cruz, hemos
recibido la vida. La muerte que para él fue vida, se transmite a nosotros como
vida.
San Pablo
insiste en la idea central de toda su predicación, desde el momento mismo de su
conversión a Cristo Jesús: es Cristo el que nos salva, no es la circuncisión,
ni el cumplimiento de las demás leyes mosaicas son el requisito necesario para
salvarnos. Sepultados con el Bautismo vamos a resucitar sin pecados. Por el
bautismo nos incorporamos a Cristo y por la fuerza de Cristo resucitamos con
él. Los cristianos sabemos que Cristo es nuestro camino, nuestra verdad y
nuestra vida. Debemos vivir en comunión con Cristo, comulgar con él y dejarnos
guiar por él.
Vivamos como
personas bautizados en el espíritu de Cristo y así podremos resucitar con él. Y
estemos seguros de que, si lo hacemos así, estaremos contribuyendo a que
nuestro mundo sea un poco mejor, es decir, un poco más cristiano y por ello más
humano.
En el evangelio de hoy, Jesús nos enseña cómo
debemos dirigirnos al Padre y qué es lo que tenemos que pedirle en nuestras
oraciones.
Muchas son las
veces que Jesús aparece en los Evangelios sumido en oración. El evangelista san
Lucas es el que más se fija en esa faceta de la vida del Señor y nos la refiere
en repetidas ocasiones. Esa costumbre, ese hábito de oración, llama la atención
de sus discípulos, los anima a imitarle. Por eso le ruegan que les enseñe a
rezar, lo mismo que el Bautista enseñó a sus discípulos.
Enseña a sus
apóstoles –y a nosotros-- el Padrenuestro, que es una oración fundamental y
modélica. Pero además nos revela la constante disposición del Padre a escuchar
a sus hijos.
Jesús no ora
nunca diciendo "Padre nuestro" sino simplemente "Padre" o
"Padre mío". Jesús no es hijo de Dios como podemos serlo nosotros,
sino de un modo peculiarísimo e incomunicable, porque es el Hijo. En segundo
lugar, que Jesús nos enseña a orar dirigiéndonos al Padre. Por eso la oración
de la iglesia, la liturgia, se dirige habitualmente al Padre, raras veces al
Espíritu Santo o al Hijo y nunca a los santos. Si el Hijo es el que nos
congrega en torno a su persona y el Espíritu la fuerza que anima esa comunión
de vida en Jesucristo, el Padre es el "Tú" de todos nosotros, ante
quien comparecemos y a quien tenemos acceso por Jesucristo. Nuestro Señor.
El cristiano
no ora tan sólo porque sienta necesidad de hacerlo, sino porque Cristo le ha
dicho que lo haga, porque está en comunión con él y con su Padre.
La condición
esencial de la oración, es pues, la obediencia y la fe que permiten estar unido
al Padre; no es ya una cuestión de actitudes o de contenido sino de confianza
íntima y desinteresada que no depende, en última instancia, ni de la calle ni
de la habitación, ni de oraciones cortas o largas, ni del individuo ni de la
comunidad, sino tan sólo de la convicción de tener un Padre y de la obediencia
a Cristo que nos dice que le hablemos en su nombre. Santa Teresa escribe que le
bastaban las dos palabras “Padre nuestro” para hacer una larga oración... un
Dios Padre... un Dios que nos ama.
Es importante
que cuando recitemos el Padrenuestro, lo hagamos meditando cada expresión
pausadamente. Cuando decimos "que
estás en los cielos" no nos referimos a un lugar. Quiere decir que
Dios está por encima de todas las cosas terrenas, más allá de nuestro mundo
visible. A este Dios santo, que es el totalmente Otro, cuya grandeza no podemos
imaginar, le podemos llamar Padre y le alabamos diciendo “santificado sea tu nombre".
El nombre se identifica con la persona. Este Dios inalcanzable se ha dado a
conocer. Pedimos que se manifieste, se dé a conocer cada vez más y cumpla sus
promesas.
Las dos
peticiones siguientes “venga a nosotros
tu reino” y “hágase tu voluntad” insisten en la misma idea de colaborar con
él en la instauración de un mundo nuevo. En el Padrenuestro también pedimos el
pan cotidiano, que llegue a todos los hombre de una vez para siempre. Pedimos
perdón, pues todos somos pecadores. Prometemos que va nuestro perdón por
delante. La súplica final es que no nos deje caer en la tentación. Ahí está
amenazante el peligro de engañarnos a nosotros mismos buscando la felicidad por
caminos equivocados. Al rezar el padrenuestro estamos poniéndonos en manos de
Dios con confianza filial para que nos guíe por el camino adecuado.
En el Padre
Nuestro, Jesús nos invita a ser amplios en nuestros deseos y anhelos en la
oración. En él se nos presenta lo que debe ser el gran anhelo cristiano: que
Dios y su amor estén presentes en nuestras vidas y en el corazón de todos los
hombres. En él pedimos que el mundo sea como Jesús lo quiere: que el amor y la
fraternidad sean lo que marquen la vida de los hombres y nadie quede al margen
de una vida digna; que a nadie falte el alimento de cada día y tampoco el
alimento del espíritu, todo aquello que nos ayuda a crecer como personas y como
creyentes. Por último, el Padre Nuestro nos hace mirar nuestra realidad débil y
pecadora, recordándonos lo importante que es mantenernos en oración para no
caer en la tentación.
La segunda parte del texto, es
una composición de San Lucas. Comienza con una parábola tomada de las
costumbres de Palestina. Un viajero que, para evitar el calor del día, hace el
viaje de noche y llega a casa de un amigo suyo, sin avisarle previamente de su
llegada. A esas horas tan intempestivas, el dueño de la casa descubre que no
tiene nada que ofrecerle; su despensa está vacía, las tiendas cerradas y no
habrá pan fresco hasta la mañana siguiente. Pero el deber de hospitalidad es
imperioso. ¿Qué hacer entonces? Acude a casa de un vecino suyo. Este aduce la
imposibilidad de atenderle, puesto que levantarse y descorrer los cerrojos
significaría molestar a todos los miembros de la familia que duermen en la
única habitación de que consta la casa. Pero el otro insiste e insiste hasta
que su insistencia logra el objetivo.
En la composición de Lucas esta
parábola no se relaciona con lo anterior (el modelo de oración cristiana), sino
con lo siguiente, y sirve para ejemplificar la insistencia con la que el
cristiano tiene que dirigirse al Padre pidiéndole espíritu santo, a sabiendas
de que esa insistencia logrará su objetivo. Esta composición nos da el
siguiente desarrollo de pensamiento: así como el hombre, por su insistencia,
obtuvo de su amigo el pan que le pedía, así también el cristiano, por su
insistencia, obtendrá del Padre el espíritu que le pide. El hombre de la
parábola necesitaba pan; el cristiano necesita espíritu santo, en la línea de
Ezequiel 36, 26: "Os daré un corazón
nuevo y os infundiré un espíritu nuevo; arrancaré de vuestra carne el corazón
de piedra y os daré un corazón de carne. Os infundiré mi espíritu y haré que
caminéis según mis preceptos y que pongáis por obra mis mandamientos".
A este espíritu se refiere Jesús cuando dice: "Pedid y se os dará, buscad y hallaréis, llamad y se os abrirá".
Una vez más encontramos en los
vs. 9-13 el lenguaje directo, incisivo, gráfico, agresivo incluso. Todo ello al
servicio de inculcar al cristiano la enorme necesidad que tiene de estar
poseído por el espíritu del Padre.
La parábola
del amigo inoportuno nos recuerda que Dios se deja siempre conmover por una
oración perseverante. Por eso la tradición orante de la Iglesia es una
tradición de peticiones y súplicas, que manifiesta la actitud de abrirse
confiadamente a la presencia, el consuelo, el apoyo y la seguridad que
solamente pueden venir de Dios. Siempre la petición ha de estar unida a la
alabanza y a la profesión de fe y amor en la esperanza.
Rafael Pla Calatayud.
rafael@betaniajerusalen.com
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