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sábado, 1 de junio de 2019

Comentarios a las lecturas del VII Domingo de Pascua Solemnidad de la Ascensión del Señor 2 de junio de 2019


Comentarios a las lecturas del VII Domingo de Pascua  Solemnidad de la Ascensión del Señor 2 de junio de 2019
El VII Domingo de Pascua acoge, desde hace ya bastante tiempo, a la Solemnidad de la Ascensión. En algunos lugares esta gran fiesta litúrgica sigue situada en el jueves de la VI Semana, como lo fue antiguamente. En nuestro entorno social, parece oportuna su posición en la Asamblea Dominical pues, sin duda, engrandece al domingo, pero también el domingo –el día del Señor—universaliza la celebración.
En la fiesta de la Ascensión celebramos que Jesús ha sido levantado por Dios y rehabilitado ante los ojos de sus discípulos. Celebramos que Jesús ha vencido la muerte, que es el último enemigo. El que padeció y murió bajo el poder de Poncio Pilato es hoy el que vive "por encima de todo principado, potestad, fuerza y dominación". Celebramos que ha resucitado no para volver a morir o regresar a un mundo dominado por la muerte, sino para ir "más allá".
 Jesús ha llegado a su destino, se da inicio al camino de nuestra esperanza, como adelantado y cabeza de todos los que se salvan, como primicia de la nueva humanidad. Si Jesús ha ascendido, también nosotros ascenderemos hasta llegar a la altura de los ojos de Dios, a cuya semejanza hemos sido creados. Porque también nosotros le veremos tal cual es, cara a cara.
Contamos en los textos de hoy con un principio y un final. Se leen los primeros versículos del Libro de los Hechos de los Apóstoles y los últimos del Evangelio de Lucas, autor también de los Hechos.
San Cirilo de Alejandría reflexiona así acerca de la Ascensión: «El Señor sabía que muchas de sus moradas ya estaban preparadas y esperaban la llegada de los amigos de Dios. Por esto, da otro motivo a su partida: preparar el camino para nuestra ascensión hacia estos lugares del Cielo, abriendo el camino, que antes era intransitable para nosotros. Porque el Cielo estaba cerrado a los hombres y nunca ningún ser creado había penetrado en este dominio santísimo de los ángeles. Es Cristo quien inaugura para nosotros este sendero hacia las alturas. Ofreciéndose él mismo a Dios Padre como primicia de los que duermen el sueño de la muerte, permite a la carne mortal subir al cielo. El fue el primer hombre que penetra en las moradas celestiales… Así, pues, Nuestro Señor Jesucristo inaugura para nosotros este camino nuevo y vivo: “ha inaugurado para nosotros un camino nuevo y vivo a través del velo de su carne” (Heb 10,20)». (San Cirilo de Alejandría).

En la primera lectura de los Hechos de los apóstoles ( Hch 1,1-11), se nos va a narrar de manera muy plástica la subida de Jesús a los Cielos.
El libro de los hechos de los Apóstoles comienza con el relato de la subida (ascensión) de Jesús junto al Padre .
Los cinco primeros capítulos de este libro muestran, con pocas pero bien elegidas imágenes, los primero días de la iglesia de Jesús en Jerusalén; se trata del tiempo en que los doce apóstoles dirigen solos, sin ayudantes, la vida de la comunidad, es decir, de los primeros discípulos. El acento (de esta actividad) reside siempre en la referencia al Espíritu Santo, la fuerza que dominaba en la iglesia primitiva y capacitaba a los apóstoles a cumplir el encargo de Jesús.
Los primeros versículos enlazan con el evangelio, del mismo autor, indicándose igualmente que también está dedicado al mismo amigo de Lucas. Pero lo primero importante que aparece es el encargo de Jesús a los apóstoles sobre la espera del Espíritu Santo: precisamente por la despedida de Jesús, el Espíritu Santo entra más de lleno en el campo de mira y actuación de los apóstoles.
En la versión de los Hechos, la Ascensión aparecía ante todo como la inauguración de la misión de la Iglesia en el mundo. Los cuarenta días (v. 3) fijados por Lucas como la duración de la estancia en la tierra del Resucitado deben ser comprendidos en el sentido de un último tiempo de preparación (el número 40 designa siempre en la Escritura un período de espera), son pues una medida proporcional y no cronológica. la imagen de la nube no se debe tomar en sentido material. Para Lucas la nube es solamente el signo de la presencia divina, como lo fue en la tienda de la reunión y en el Templo. No se trata en modo alguno de un fenómeno meteorológico, sino de un acontecimiento teológico: la entrada de Jesús de Nazaret en la gloria del Padre y la certidumbre de su presencia en el mundo. Jesús resucitado es a partir de este momento el lugar de la presencia de Dios en el mundo. El único lugar sagrado de la nueva humanidad.
San Lucas da al acontecimiento un tono dramático. Es el único que presenta a Cristo como "arrebatado" (v. 11) o "llevado" (v. 9). Hay aquí una idea de separación y de ruptura, aún más acrecentada por la afirmación de que no corresponde a los hombres conocer el final de su historia (v. 7) En el texto aparece un detalle de mucho interés que expone, por otro lado, cuál era la posición de los discípulos el mismo día en el que Jesús se marchar, va a ascender al cielo: esperaban todavía la construcción del reino temporal de Israel. Parecía que la maravilla de la Resurrección, que ni siquiera la cercanía del Cuerpo Glorioso del Señor, les inspiraba para entender la verdadera naturaleza del Reino que Jesús predicaba. Y es que faltaba el Espíritu Santo: "Cuando el Espíritu Santo descienda sobre vosotros, recibiréis fuerza para ser mis testigos en Jerusalén, en toda Judea, en Samaria y hasta los confines del mundo".
Fijémonos en  la llamada a los apóstoles al realismo del que querían evadirse (v. 11). Es muy significativa la advertencia de los ángeles que invitan a los apóstoles a no quedarse mirando al ciclo (v. 11). Sin duda San Lucas quiere mostrar que Cristo no puede menos que separarse de gentes que sólo piensan en el inmediato establecimiento del Reino (v. 6) y que sólo está presente en aquellos que aceptan el largo caminar que pasa por la misión y el servicio de los hombres (v. 8). También quiere mostrar que para que la Iglesia comience su misión es necesario que rompa con el Cristo carnal. De ahora en adelante sólo es posible unirse a Cristo por intermedio de los apóstoles revestidos del Espíritu de Cristo. Tras la insistencia de Lucas sobre la separación entre Jesús y los suyos se dibuja pues una manera de ver la Iglesia.
Cuando Jesús subió al cielo, los apóstoles se quedaron plantados, inmóviles, mirando hacia arriba, hacia donde Jesús había marchado. Hasta que unos mensajeros del cielo les hicieron volverse de nuevo a la realidad de la tierra: "galileos, ¿qué hacéis ahí plantados mirando al cielo?" Y es que el que se marchaba no lo hacía para desentenderse de los problemas de los hombres. Los que habían tenido la suerte de conocer a Jesús, de recorrer con él los caminos de Palestina, no podían guardarse para ellos su experiencia. Lo que ellos sabían, lo que ellos habían experimentado, no era sólo para su provecho personal. Su amistad con Jesús no era un patrimonio que pudiera disfrutarse de modo exclusivo. Jesús los había elegido "para que estuvieran con él y para mandarlos a predicar", y éste era el momento de emprender la tarea: "Id por el mundo entero proclamando la Buena Noticia a toda la humanidad". Es toda la humanidad la destinataria de la Gran Noticia que, en primicia, habían escuchado antes que nadie los discípulos. Pero no podían quedársela para ellos: perdería todo su sentido.

El responsorial de hoy es el salmo  46 ( Sal 46,2-3.6-9), en el se  aclama a Dios como rey universal; parece oírse en él el eco de una gran victoria: Dios nos somete los pueblos y nos sojuzga las naciones. En su origen este texto es un himno litúrgico para la entronización del arca después de una procesión litúrgica -Dios asciende entre aclamaciones- o bien un canto para alguna de las fiestas reales en que el pueblo aclama a su Señor, bajo la figura del monarca.
Canto de uno de los días de la "fiesta de los Tabernáculos", Jerusalén festejaba a "su rey" Dios. Se partía de la parte baja, de la fuente de Sión en el fondo del valle del Cedrón, luego la procesión subía, "se elevaba" hasta la colina de Sión dominada por el Templo. En una especie de "mimo" simbólico, se hacía el simulacro de entronizar a Dios en su realeza, "en su trono sagrado". Dios, estaba allí, en medio de su pueblo regocijado que lo aclamaba: esta dinámica realizaba lo que ella significaba, la ceremonia no daba la realeza a Dios porque Yahveh es Dios desde siempre... Pero sí actualizaba esta realeza, ya que, por la celebración misma, Dios reinaba, de hecho, sobre este pueblo.
Se veía a Dios como "el gran rey" (término babilónico), "el Altísimo", "sentado sobre un trono"... Vencedor de sus enemigos, (él somete las naciones)... Y se imaginaba cómo todos los reyes y príncipes de la tierra venían a rendirle pleitesía. Esta "subida" del rey a su trono se hacía entre las aclamaciones entusiastas de la muchedumbre: "¡Terouah!" que era a la vez ovación y grito de guerra. Siete verbos en imperativo invitan a la asamblea a hacer más ruido, a gritar más fuerte: "¡Aplaudid!"..."¡Aclamad con vuestros gritos!"... "¡Tocad la trompeta!"... "¡Cantad!"... Cuando la muchedumbre llegaba al templo, los goznes de las puertas debían temblar... Tal como lo consignó Isaías, en los repetidos "Sanctus" - "Santo".
Canto de audacia para pensar y decir que su rey, su Dios... era el rey de toda la tierra! Audacia para "gritar" que su rey era victorioso, cuando toda la historia de Israel nos muestra un pueblo "ocupado" y "sometido" a vecinos que le exigen rescate.

Nosotros con este canto aclamamos a Cristo resucitado, en la hora misma de su resurrección. El Señor sube a la derecha del Padre, y a nosotros nos ha escogido como su heredad. Su triunfo es, pues, nuestro triunfo e incluso la victoria de toda la humanidad, porque fue «por nosotros los hombres y por nuestra salvación que «subió al cielo, y está sentado a la derecha del Padre». Por ello, no sólo la Iglesia, sino incluso todos los pueblos deben batir palmas y aclamar a Dios con gritos de júbilo.
El salmo 46 tiene un puesto privilegiado en la liturgia de la Ascensión del Señor. Por medio de él, la Iglesia celebra el triunfo de Cristo al fin de su vida mortal y su entrada solemne en el Cielo, después de haber conquistado para nosotros la Tierra Prometida.
 El salmo, nos ayuda a asistir al momento culminante de la Pascua del Señor Resucitado, a su entronización y glorificación.
El texto comienza con una invitación al aplauso y a la alegría, motivada por la contemplación de la grandeza de Dios: «Aclamad a Dios con gritos de júbilo, porque el Señor es sublime y terrible, emperador de toda la tierra» (vv 2ss). Se exalta la trascendencia de Dios y su primado sobre todas las criaturas, que pone al hombre en estado de estupor y de veneración. Todos los pueblos, puestos delante de Dios en señal de sumisión, reconocen en Dios al «rey del mundo» (v 8).
La segunda parte del salmo es una nueva invitación a la alabanza y al canto por la realeza del Señor, que «se sienta en su trono sagrado» (v 9).

En la segunda lectura (Ef 1,17-23), de hoy, hemos oído como San Pablo es llamado por el Señor a sumarse a aquellos Apóstoles que cumplen fielmente la misión confiada a ellos por el Señor. El “Apóstol de los Gentiles” escribe a los efesios de Aquel a quien el Padre, luego de resucitarlo de entre los muertos, ha «sentado a su diestra en los Cielos», sometiendo todas las cosas bajo sus pies y constituyéndole «Cabeza suprema de la Iglesia, que es su Cuerpo»
La sabiduría que Pablo pide a Dios para los efesios (versículo 17) es ese don sobrenatural ya conocido por los sabios del Antiguo Testamento, pero considerablemente ampliado en su definición cristiana, pues no es ya solamente la práctica de la ley, el conocimiento de la voluntad divina sobre el mundo, ni tampoco una explicación del mundo, sino la revelación del destino de un hombre (v. 17) y de la herencia de gloria que resulta de ello (Ef 1, 14), en total contraste con la miseria de la resistencia humana ; es por último el descubrimiento del poder de Dios, manifestado ya en la resurrección de Cristo (v. 20), que garantiza nuestra propia configuración.
San Pablo se detiene un instante en la contemplación de este poder divino. Y lo describe mediante tres términos sinónimos: poder, vigor y fuerza (v. 19). Este poder no es ya sólo el que Dios ha desplegado para crear la tierra e imponerle su voluntad (Job 38), sino que incluso cambia estas leyes, puesto que es capaz de cambiar a un crucificado en Señor resucitado (v. 21a) y de poner a punto desde ahora las estructuras del mundo futuro (v. 21b). Por esto la sabiduría es una esperanza (v. 18), porque es confianza en la acción en el mundo del Dios de Jesucristo.
El poder de Dios no reserva sólo para el futuro la manifestación de su vigor, sino que desde ahora todo es realizado por El: El ha puesto a Cristo como cabeza de todos los seres en el misterio mismo de la Iglesia, su plenitud (vv. 22-23). Pablo ha pedido para los efesios el don de la sabiduría para que comprendan ante todo cómo la Iglesia es signo del poder de Dios manifestado en Jesucristo. En efecto, es un privilegio inaudito para la Iglesia tener como jefe al Señor del universo, así como ser su Cuerpo. Por tanto, la Iglesia no está solamente sometida al Señor de la misma manera que el universo, porque le está ya indisolublemente unida, como un cuerpo a su cabeza. La Iglesia es pleroma de Cristo como receptáculo de las gracias y de los dones que El reserva para toda la humanidad. La expresión "todo en todos" sugiere que este receptáculo no tiene límites. Por otra parte, estas gracias no están reservadas sólo a la Iglesia, sino a la humanidad, con vistas a su crecimiento (Ef 4, 11-13) hasta el estado de "hombre perfecto" que es el de la humanidad.

En el evangelio de hoy (Lc 24,46-53), contemplamos a los Apóstoles que se encuentran reunidos en Jerusalén cuando el Señor resucitado se presenta a ellos por última vez. El Señor encomendó a los Apóstoles la misión de anunciar la salvación y reconciliación «a todos los pueblos, comenzando por Jerusalén» (Lc 24,47; ver Mt 28,19-20).
 En el Evangelio de San Lucas, con las últimas palabras que el Resucitado dirige a los Apóstoles los instruye sobre el universalismo de la voluntad salvadora de Dios a partir de su propio testimonio (24,46-48) y les promete el Espíritu Santo (24,49). Este es el contenido de la primera y la segunda parte. Luego, antes de irse, eleva sus manos y los bendice (24,50-51) –tercera parte- a lo que los Discípulos reaccionaron postrándose y alabando a Dios, con gran alegría (24,52-53), argumentos de la cuarta y última parte.
En la primera parte (24,46-48) vemos que lo primero que hace Jesús es recordarles la importancia del kerigma misionero: “el Mesías debía sufrir y resucitar de entre los muertos al tercer día y comenzando por Jerusalén, en su Nombre debía predicarse a todas las naciones la conversión para el perdón de los pecados. Vosotros seréis testigos de todo esto”. Estas son las palabras del primer anuncio salvador, pero con un añadido.  Se anuncia la salvación para todos los pueblos por la Pasión y Resurrección de Cristo, este es el objetivo de toda evangelización que “comenzando desde Jerusalén” no debía descansar hasta abarcar “todas las naciones”. Se anuncia “conversión para el perdón de los pecados”. La conversión (decisión de cambiar de vida) aparece como el presupuesto para el perdón de los pecados.
La salvación comienza a predicarse en Jerusalén porque “la salvación viene de los judíos” (Jn 4,22b). Sin embargo, en Abraham ya fueron bendecidas todas las naciones: “por ti se bendecirán todos los pueblos de la tierra” (Gn 12,3); así que empezando por Jerusalén debe llegar hasta el último rincón de “los confines del mundo” (Mt 28,20b) conocido.
Además de los límites, Jesús da el modo. La proclamación debe hacerse “en su nombre”. Parece querer darles la clave de la eficacia. No ir solos ni con las solas fuerzas humanas. Sino conscientes de que están cumpliendo un encargo suyo y todo debe quedar bajo su acción. El nombre de Jesús es su presencia activa, es el único que tiene poder y fuerza salvadora: “Porque no existe bajo el cielo otro Nombre dado a los hombres, por el cual podamos alcanzar la salvación” (Hch 4,12). Cuando los apóstoles predican en nombre de Jesús cuentan con la promesa “Yo estaré siempre con vosotros” (Mt 28,20a).
En la segunda parte (24,49) vemos como inmediatamente después de decirles que ellos deben ser testigos de la muerte y la resurrección como del encargo misionero, viene la promesa de la “fuerza de lo alto”: “Y yo os enviaré lo que mi Padre  ha prometido. Permaneced en la ciudad, hasta que seáis revestidos con la fuerza que viene de lo alto”. He aquí del texto, centrado en la promesa del Padre que evidentemente prepara el relato de Hch 2: la venida de Espíritu Santo en Pentecostés. El “Yo” de Jesús suena como el de quien tiene autoridad y derecho de libre disposición.
Para recibirlo, los apóstoles tenían que “permanecer en la ciudad” y, mientras tanto, reflexionar y meditar la Palabra, perseverar unánimes “en la oración en compañía de algunas mujeres, de María, la madre de Jesús, y sus hermanos” (Hch 1,14). La “ciudad” es Jerusalén, el centro de la obra de Lucas, el lugar de la Pasión del Señor, de la Resurrección, de la Ascensión y hasta de la venida del Espíritu Santo. Allí, los apóstoles serán “revestidos con la fuerza que viene de lo alto”. Sólo con la fuerza del Espíritu se puede continuar la obra de Jesús.
Luego de esta  promesa, en la tercera parte (24,50-51) del texto, se describe propiamente la Ascensión, pero ya en otro escenario: “Después Jesús los llevó hasta las proximidades de Betania”. Lucas precisa que la Ascensión fue en la cercanía de Betania que, como especificará en el libro de los Hechos, queda en “el monte de los Olivos… a una distancia entre ambos sitios que es la que está permitida recorrer en el día sábado” (1,12).
El que todavía no había bendecido nunca a sus apóstoles, ahora les da una bendición solemne: “Y elevando sus manos, los bendijo”. El acto de elevar las manos y bendecir muestra a Jesús como Sacerdote realizando un gesto litúrgico. Jesús se despide para ir al cielo pero no sin dejar la bendición que se da en Él mismo: en la descendencia de Abraham -Jesucristo- “serán bendecidos todos los pueblos de la tierra” (Hch 3,25). El evangelio de Lucas comienza con un sacerdote -Zacarías- que por dudar no pudo bendecir a su Pueblo (1,22) pero termina con un nuevo y eterno Sacerdote -Cristo- que acaba su obra impartiendo su bendición. Aquella liturgia inacabada, a partir de la Ascensión, verá su pleno cumplimiento.
Antes de separarse de ellos, les imparte toda la fuerza del Crucificado – Resucitado: “Mientras los bendecía, se separó de ellos y fue llevado al cielo”. Aunque físicamente se separe, la acción continúa: su bendición queda con ellos y llega hasta nosotros. Lucas deja claro que estamos frente al momento de la despedida de Jesús, los días de las apariciones del Resucitado han acabado. Todo lo que  había ocurrido después de su Resurrección apareciéndose, ya no volvería a suceder. La glorificación de Jesús se expresa en el símbolo espacial de “ser llevado al cielo”. Con él se cierra el ciclo de las “apariciones”.
La cuarte parte (24,52-53) empieza describiendo una actitud: “Los discípulos, que se habían postrado delante de él, volvieron a Jerusalén con gran alegría”. Los apóstoles se postran ante el Señor que, con sus manos en alto y bendiciéndolos, se aleja.

Para nuestra vida.

La Ascensión  es el final de una etapa, en la que Jesús quiso pasar por la tierra para construir la Nueva Alianza y poner en marcha el camino hacia al Reino. Bajó primero y volvió, luego, al Padre. Y de acuerdo con su promesa sigue entre nosotros. Su presencia en el Pan y en Vino, en la Eucaristía, es un acto de amor supremo. Y nadie que reciba con sinceridad el Sacramento del Altar puede dejar de sentir una fuerza especial que ayude a seguir junto a Jesús y a consolidar el perdón de los pecados. Hoy debemos reflexionar sobre cómo ha sido nuestro camino en la Pascua, de cómo hemos reconocido en el mundo, en la vida, en la naturaleza, el cuerpo de Jesús Resucitado. Y de cómo, asimismo, nosotros hemos subido un peldaño más en la escala de la vida espiritual.
Meditando las lecturas de hoy, descubrimos cuál es nuestro destino, tenemos un camino para correr, es posible ya el caminar con esperanza; pero ahora es necesario dar alcance, paso a paso, al Cristo que se fue para que nosotros pudiéramos caminar. Cristo se va, y así comienza la hora de nuestra responsabilidad, la hora de escuchar y asimilar las palabras del Señor y recordarlas una a una, de realizarlas en este mundo, hasta que todo llegue a la plenitud y a la perfección que ya se ha realizado en Cristo. No pasamos por el mundo, ha de pasar el mundo con nosotros al Padre. La responsabilidad cristiana no es sólo responsabilidad ante Dios de nuestros mismos, sino responsabilidad que asumimos del mundo entero, que Dios ha puesto en nuestras manos para llevarlo a su perfección.

La primera lectura nos sitúa ante el final de la vida terrenal de Jesús y su partida al cielo.
Fijémonos en la posición de los discípulos el mismo día en el que Jesús se marcha, va a ascender al cielo; ellos esperaban todavía la construcción del reino temporal de Israel. Parecía que la maravilla de la Resurrección, que ni siquiera la cercanía del Cuerpo Glorioso del Señor, les inspiraba para entender la verdadera naturaleza del Reino que Jesús predicaba. Y es que faltaba el Espíritu Santo. Va a ser en Pentecostés –que celebramos el próximo domingo— cuando la Iglesia inicie su camino activo y coherente con lo que va a ser después. Tras la venida del Espíritu ya no esperan reino alguno porque el Reino de Dios estaba ya en ellos. Y así se lo anuncia también: "Cuando el Espíritu Santo descienda sobre vosotros, recibiréis fuerza para ser mis testigos en Jerusalén, en toda Judea, en Samaria y hasta los confines del mundo".
Cuando escuchamos hoy la interrogación “¿Qué hacéis ahí plantados mirando al cielo?": descubrimos que no estamos llamados a la evasión de la realidad y al encantamiento. Creer en la ascensión de Jesús no es quedarse con la boca abierta y los brazos cruzados. Es entrar en acción, es hacerse cargo de la misión recibida, es poner a trabajar la esperanza hasta que el Señor vuelva y se manifieste la gloria de los hijos de Dios. Si la vida de Jesús, de obediencia al Padre hasta la muerte y de entrega a los hombres sin ninguna reserva, se revela como ascensión a los cielos, los que nos llamamos cristianos y le seguimos sólo podemos tener la misma experiencia si vivimos como El. Si le seguimos con la cruz a cuestas: por la cruz a la luz.
¿Somos  capaces de llevar a cabo la ingente y difícil tarea encomendada por Jesús a sus discípulos y que llega hasta nosotros, la tarea  de predicar el evangelio a todas las gentes?
Hoy debe animarnos especialmente la certeza de que el Señor está con nosotros todos los días hasta el fin del mundo, como leemos en el evangelio. Es el Espíritu de Jesús de Nazaret, el Espíritu de Dios, el que queremos que nos guíe y guíe a su Iglesia hoy y siempre, hasta el final de los tiempos.
Las palabras  " Yo os enviaré lo que mi Padre ha prometido; vosotros quedaos en la ciudad, hasta que os revistáis de la fuerza de lo alto", nos recuerdan que no tenemos que esperar hasta la segunda venida del Señor para empezar a disfrutar de la fuerza salvadora del Espíritu. Dios ya está entre nosotros y es su Espíritu el que nos guía. La fiesta de la Ascensión es consecuencia directa de la fiesta de la Resurrección y está íntimamente unida a la fiesta de Pentecostés. Las tres fiestas forman, como una unidad indisoluble, la Pascua del Señor. Con su resurrección, Cristo nos regaló la victoria sobre la muerte, con su ascensión nos enseñó a buscar las cosas de arriba y con el envío de su Espíritu nos infundió fuerza y vigor para no desfallecer ante las dificultades.
Los cristianos deberíamos vivir siempre en el espíritu de la Pascua, porque, aunque el Cristo histórico se fue, nos ha dejado su espíritu por siempre con nosotros y entre nosotros. La Resurrección nos ha ofrecido el testimonio de la divinidad del Señor Jesús. Pero, al igual que ocurrió con los Apóstoles, nos falta todavía algo para entender mejor al Salvador. Sabemos que ha resucitado y "que el Dios de nuestro Señor Jesucristo, el Padre de la gloria, os dé espíritu de sabiduría y revelación para conocerlo. Ilumine los ojos de vuestro corazón, para que comprendáis cuál es la esperanza a la que os llama", como dice San Pablo. Pero este Dios Padre, además, "desplegó en Cristo, resucitándolo de entre los muertos y sentándolo a su derecha en el cielo, por encima de todo principado, potestad, fuerza y dominación, y por encima de todo nombre conocido, no sólo en este mundo, sino en el futuro".
¿Qué hacéis ahí plantados, mirando al cielo? Lo que quisieron decir a los apóstoles los dos hombres vestidos de blanco, y lo que quieren decirnos hoy a nosotros, es que ahora es el tiempo de la Iglesia, es nuestro turno. Ya no podemos quedarnos parados, mirando al cielo, esperando que sea Dios, en persona, el que baje a la tierra a solucionar nuestros problemas de cada día. Dios quiere que seamos nosotros, en nombre de su Hijo y guiados por su Espíritu, los que hagamos posible la realización de ese Reino que nuestro Maestro inició e instauró ya en la tierra.
Ya las primeras comunidades cristianas tuvieron muchas dificultades para seguir siendo fieles al mandato que el Maestro les había hecho antes de despedirse, el mandato de seguir predicando el evangelio del Reino. Ante tantas dificultades, algunas comunidades estaban perdiendo su prístino fervor y entusiasmo. El autor de esta carta a los Hebreos les anima a no desanimarse, a no perder nunca la esperanza, porque Dios va a seguir siendo fiel a su promesa. No debían olvidar que también el Maestro, el sumo sacerdote de la Nueva Alianza, había tenido que sufrir mucho para ser fiel al mandato de su Padre.
El Maestro, antes de despedirse, les había prometido su intercesión ante el Padre, desde el mismo cielo. Nosotros ahora, en este siglo XXI en el que nos toca vivir, también tenemos problemas y dificultades para predicar el evangelio de Jesús; no nos desanimemos, no perdamos la esperanza, porque Jesús sigue intercediendo por nosotros ante el Padre, y nuestro Dios es un Dios fiel a sus promesas.

El salmo de hoy expresa lo propio de la liturgia de la fiesta de la Ascensión, una atmósfera extática, de júbilo, de exultación casi infantil, pero contiene una realidad inmensa y un mensaje potente: «Dios reina sobre las naciones, Dios se sienta en su trono sagrado». Dios, Dios. Esta repetida afirmación del nombre de Dios pretende brindar el sentido de su absoluta superioridad sobre todo y, especialmente, de su inquebrantable fidelidad: «Dios se sienta». Dios está, en la plenitud de su ser, en su majestad, en la luz gloriosa de su santidad.
San Agustín nos lo describe espléndidamente: «¿Qué es el júbilo, sino la alegría que admira y no puede ser expresada con palabras? Los discípulos, cuando vieron subir al cielo a aquel a quien habían llorado muerto, se quedaron maravillados y llenos de alegría; como para expresar esta alegría no bastaban las palabras, no les quedaba más remedio que expresar con el júbilo aquello que ninguno de ellos podía explicar».
Visto ya cómo Israel vivió este salmo, y cómo la Iglesia lo aplicó a Cristo (Cristos, en griego significa precisamente "el ungido" el "rey"), toca a cada uno de nosotros hacer una oración "actualizada", personal y colectiva. Para esto, nadie nos puede reemplazar: podemos hacer simples sugerencias...
La ascensión, alegría de la humanidad que se ve "coronada" en uno de los suyos. Dios ha terminado su "obra maestra", el hombre, poniendo en fin todo bajo sus pies" (I Corintios 15,27). Un hombre de nuestra raza mortal, que obedeció a su "condición humana" hasta la muerte, goza ahora de la plenitud de la gloria de Dios. Y la Escritura nos revela que El nos participará un día esta misma gloria, porque El es el "primogénito" de toda la creación: lo que se realizó en Él, también se realizará en nosotros.
Cuando el hombre moderno se desespera, ¿no sería conveniente que meditara este misterio "de elevación", de "ascensión"? Allí encuentra justificación profunda, la dignidad de todo hombre. En el más pobre de los pobres hay un "rey" que se ignora. El despojo humano, el hombre arruinado, el ser salpicado de manchas... están destinados a la condición "real y divina". ¿Qué haré por la "dignidad" y la "promoción" de mis hermanos? No hay necesidad de ser cristiano para actuar en este sentido, dirán algunos. Y otros añadirán, que los cristianos no trabajan suficientemente en este sentido, mientras los ateos se entregan con generosidad. Esto es cierto, desgraciadamente. Sin embargo, quien conoce el sentido de la historia, quien sabe, "en dónde debe culminar" la humanidad, debería encontrar en esta fe, una razón suficiente para trabajar en esta empresa.
Pueblo elegido... Pueblo escogido... Pueblos de la tierra... Todos los pueblos... En este salmo, surge una vez más la dialéctica entre un polo "particularista" (la convicción de ser un pueblo separado, "preferido" de Dios, pueblo de Jacob, pueblo de Abraham), y un polo universalista (el llamado a todos los hombres a adorar el verdadero Dios). No se trata aquí de dar una imagen de una sumisión impuesta por la fuerza: "Gritad de alegría" no es cosa de pueblos vencidos... "Aplaudir" no es un gesto de sumisión, "reunirse" no es fruto de una opresión tiránica. Pese a las apariencias del vocabulario ("¡es el que somete a las naciones!"), se trata de una reunión libre, de una "fiesta". El cielo no es una dictadura ni un presidio, es una inmensa celebración festiva. La realeza de Jesucristo poca cosa tiene que ver con las realezas de la tierra: "los reyes de la tierra dominan como señores... que no sea lo mismo entre vosotros" (Marcos 10,42).
Gritos de alegría... aplausos... participar alegremente en esta aclamación de Dios. La liturgia nos invita a ello a menudo. Pero nosotros permanecemos terriblemente mudos y fríos.
Debemos ser de aquellos que invitan a los demás a esta fiesta divina. El apostolado no es una invitación regañona y suficiente dirigida a los demás para que se conviertan, sino una invitación alegre a participar en la alegría de los hijos del rey.
 Dios, el gran rey... el Altísimo... Un día seremos deslumbrados por esta grandeza divina. Ahora, Dios es extrañamente discreto e invisible. Nada impide que anticipemos este día... Desde hoy.

La segunda lectura nos recuerda la cercanía del Espíritu, que  debe de  servir como colofón de todo el venturoso tiempo de Pascua.
Esta lectura ofrece otro significado teológico de la ascensión: la exaltación total de Cristo. En el texto paulino no aparece la mención explícita de la Ascensión, que es patrimonio lucano principal y quizá exclusivamente.
Aquí se habla de la glorificación total de Jesús. En realidad, ello ya ha sucedido en la Resurrección. Por lo cual trazar fronteras claras entre ella y la ascensión es trabajo destinado al fracaso; son más bien escenificaciones diversas de lo mismo; o, por mejor decir, la ascensión es explicitación de algo previo: la glorificación de Jesús, su exaltación y sesión a la derecha del Padre.
Se trata de fijarse en Jesús una vez más, pero en su condición definitiva y total, si bien aún aquí se hace una alusión a la Iglesia, para hacer ver que no son cosas independientes. De hecho, Jesús y su Cuerpo forman una unidad y hasta que este Cuerpo no llegue a participar del todo en la suerte de su Cabeza, no estará completa la obra del Señor Jesús.
La Resurrección nos ha ofrecido el testimonio de la divinidad del Señor Jesús. Pero, al igual que ocurrió con los Apóstoles, nos falta todavía algo para entender mejor al Salvador. Sabemos que ha resucitado y "que el Dios de nuestro Señor Jesucristo, el Padre de la gloria, os dé espíritu de sabiduría y revelación para conocerlo. Ilumine los ojos de vuestro corazón, para que comprendáis cuál es la esperanza a la que os llama", como dice San Pablo. Pero este Dios Padre, además, "desplegó en Cristo, resucitándolo de entre los muertos y sentándolo a su derecha en el cielo, por encima de todo principado, potestad, fuerza y dominación, y por encima de todo nombre conocido, no sólo en este mundo, sino en el futuro".
San Pablo pide para los fieles de Éfeso y para nosotros creyentes del siglo XXI "espíritu de sabiduría y revelación" para conocer la esperanza a la que estamos llamados, la herencia de la que somos hechos partícipes y el poder de Dios que se manifestó poderosamente en Cristo, en su Resurrección y Ascensión, y que actúa ahora en nosotros. Es la herencia de Cristo recibida por la Iglesia.
Dice San Pablo: "Y todo lo puso bajo sus pies, y lo dio a la Iglesia como Cabeza, sobre todo. Ella es su cuerpo, plenitud del que lo acaba todo en todos". Es, pues, la herencia de Jesucristo. Esperemos que la oración de San Pablo alcance también para nosotros la luz que necesitamos para comprender lo que hoy celebramos. Más aún, como dice Pablo, los que siguen a Jesús no quedan descolgados, sino que han sido sentados con él a la diestra del Padre. Porque si Jesús, que es nuestra cabeza, una vez ascendido al Padre resulta ya inaccesible a la muerte y a los que matan el cuerpo, así también en cierto modo los que le siguen. La vida y el destino de los que creen en Jesús está escondida en Dios y nada ni nadie podrá arrancarlos ahora del amor entrañable que Dios les tiene. Una razón poderosa para vivir sin desaliento y sin miedo.
 Es muy necesario, leer y meditar, todo esto para sentirnos más cerca de Jesús y de su Iglesia.

En el evangelio se nos plantea como  la comunidad cumple obedientemente el último encargo del Señor: “volvieron a Jerusalén”. Pero los apóstoles y amigos de Jesús, lejos de quedar tristes por su partida, regresaron “con gran alegría”. Recibiendo la bendición, confiando en la fuerza que vendría de lo alto, viendo la gloria que seguro tendría el Resucitado mientras ascendía e imaginando su entrada triunfal en el cielo, Lucas da testimonio de la alegría que los inundaba. Este era el sentir de los apóstoles y discípulos aquel día de la Ascensión.
La alegría también une el comienzo con el final del Evangelio. Cuando el Ángel del Señor le anunció al sacerdote Zacarías el nacimiento de Juan Bautista, le dijo: “El será para ti un motivo de gozo y de alegría, y muchos se alegrarán de su nacimiento” (1,14). El nacimiento de Jesús también fue acompañado de un mensaje gozoso: el Ángel dijo a los pastores: “No temáis, porque les traigo una buena noticia, una gran alegría para todo el pueblo” (2,10). El Evangelio es una noticia feliz desde el principio hasta el fin.
Además, Lucas también quiere finalizar su Evangelio en el mismo escenario donde lo había empezado. El Templo, como lugar de culto (1,9) era asimismo “casa de oración” y así lo expresa en su último versículo. Dice que los discípulos “permanecían continuamente en el Templo alabando a Dios”. Notemos que los discípulos en vez de volver a sus casas vuelven al Templo. En el evangelio de Lucas el tema del Templo es un tema transversal: comienza con aquella escena en el Templo (la oración de Zacarías y del pueblo: 1,8-10) y termina en ese mismo Templo con esta oración de alabanza y llena de alegría de los discípulos (24,52-53). El Templo fue por vario tiempo lugar de oración y de reunión de la comunidad.
Allí resuena la alabanza a Dios que, hasta la segunda venida del Señor, deberá ser ininterrumpida. Aquella alabanza que comenzaron los pastores ante la Encarnación de Jesús: “Y los pastores volvieron, alabando y glorificando a Dios por todo lo que habían visto y oído, conforme al anuncio que habían recibido” (Lc 2,20), ahora la retoma la comunidad de testigos del Resucitado que vuelve al Padre y se une a la “multitud del ejército celestial que alaba a Dios diciendo: «¡Gloria a Dios en las alturas, y en la tierra, paz a los hombres amados por Él»” (2,13-14).
El desafío de la actitud constante de la alabanza, en cada uno de nosotros queda planteado.

Este es el tiempo de la iglesia, tiempo de los creyentes. Entre el Señor que marcha y el que ha de venir se halla el tiempo del testimonio de la iglesia. Aquí queda fundada la espera (esperanza) de los cristianos, que en el tiempo de los apóstoles estuvo impregnada de una fuerte convicción de la inmediata llegada de la parusía. Ha terminado la obra de Jesús y debe comenzar ahora la misión en el mundo de la comunidad de Jesús.
Es el tiempo de  la responsabilidad de los creyentes. Entre la primera y la segunda venida del Señor, se extiende la misión de la iglesia. No podemos quedarnos con la boca abierta viendo visiones. El Reino tenemos que construirlo nosotros mismos, si bien Dios con su providencia amorosa velará por ayudarnos. Ahora nos toca a cada uno de nosotros asumir la misión que Dios nos encomienda.
La gran tentación que tenemos es quedarnos parados mirando al cielo: "¿qué hacéis ahí plantados?". Hoy día también somos tentados si vivimos una fe desencarnada de la vida. La Iglesia somos todos los cristianos, luego todos tenemos que implicarnos más en la defensa de la dignidad del ser humano, de la vida, de la paz, de la justicia. ¿Cómo vivo yo el encargo que Jesús me hace de anunciar su Evangelio?, ¿qué estoy haciendo para que mi fe me lleve a la transformación de este mundo?, ¿cómo asumo el compromiso de la Eucaristía, la misión que cada domingo se me encomienda en la mesa del compartir? La Eucaristía es el sacramento del servicio…a Dios y al hermano. Para poder ascender hay que descender primero. Para llegar a Dios hay que acoger al hermano.
Como Jesús, lo primero es estar al lado de hermano que sufre, del hermano que pasa dificultades, del hermano solo y abandonado. Sólo así podrá ascender. Mira a la cruz: ves en ella un brazo vertical que se eleva hacia el cielo, pero también tiene un brazo horizontal que mira a la tierra. Si quieres seguir el ejemplo de Jesús asume la cruz, pero con los dos brazos, mirando al hermano y acogiéndote a la gracia y al amor que Dios te brinda. Él no vino a servirse de los hombres, sino a servir y dar su vida. La Ascensión es la culminación de su vida. La ascensión de Cristo, más que una "subida" es un paso, pero del tiempo a la eternidad, de lo visible o lo invisible, de la inmanencia a la trascendencia, de la oscuridad del mundo a la luz divina, de los hombres a Dios. Es un anticipo de lo que nos pasará a nosotros. Así lo expresa San Agustín: " De una manera participamos ahora y de otra participaremos entonces. Ahora tiene lugar por la fe y la esperanza en el mismo Espíritu; entonces, en cambio, tendrá lugar la realidad, la especie: el mismo Espíritu, el mismo Dios, la misma plenitud. Quien llama a los que aún están ausentes, se les mostrará cuando ya estén presentes; quien llama a los peregrinos, los nutrirá y alimentará en la patria" . (San Agustín Sermón 170)


Rafael Pla Calatayud.
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