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jueves, 23 de mayo de 2019

Comentarios a las lecturas del V Domingo de Pascua 19 de mayo de 2019


Comentarios a las lecturas del V Domingo de Pascua 19 de mayo de 2019 

Estamos celebrando  ya el quinto domingo de Pascua, tiempo de alegría en el Señor
Este domingo pertenece ya a la segunda parte de la cincuentena pascual. Hemos celebrado las cuatro primeras semanas, fuertemente marcadas por el misterio de la presencia del Señor resucitado en su Iglesia; los acentos de los textos bíblicos y litúrgicos se orientan ahora en un sentido más eclesiológico: el Presente es también el Ausente, el que está presente por el Espíritu que nos ha dado, el que urge el testimonio de sus fieles.
El domingo pasado, nos hablaba el texto del Evangelio que Jesús es el Buen Pastor y conoce a las ovejas, y ellas le siguen.
Hoy domingo V de Pascua, domingo del amor, el Señor nos da una señal para que nos reconozcan no por nuestros méritos ni para que busquemos puestos de honores… un ingrediente que como diría Santa Teresa, se nos examinará en un día cuando pasemos de este mundo al Padre: el amor.
No hay mejor señal que esa para ser reconocidos como discípulos de Jesús: no hace falta tener carrera, ni cumplir una doctrina, ni una teología concreta. Solo basta con ser.
Dos ideas centrales emanan de las lecturas: se nos revela que habrá una nueva creación al fin del mundo. Mientras, tenemos que continuar la misión de Cristo aquí en la tierra, amándonos unos a otros.

            En la primera lectura del Libro de los Hechos (Hc 14, 21b-27) se nos sitúa ante el final del relato de la primera misión de Pablo y Bernabé. Ellos regresaron a su gente exhortándolos a perseverar en la fe y subrayando las tribulaciones que vendrán. Pero sobre todo, ellos contaron lo que Dios había hecho por medio de ellos y que es importante en la vida de la comunidad.
Los cc. 13-14 de los Hechos,  forman una unidad particular de esta primera misión evangelizadora. Son dignos de destacar los elementos y perfiles de esta tarea, que implica a todos los cristianos, que por el hecho de serlo, están llamados a la misión evangelizadora.
Como es habitual en Lucas, aquí y en el Evangelio, pinta las situaciones con trazos generales y más bien de carácter optimista, aunque no se le olvide -cosa inevitable- hacer alusión a las dificultades. Pero ésas vienen de fuera. En la perspectiva lucana las comunidades son muy positivas, quizá demasiado para como realmente fueron. Pero eso no es tan importante.
Pablo y Bernabé desandan el camino recorrido en su primer gran viaje misionero en el que llegaron, desde Antioquía de Siria, hasta Derbe, en el extremo suroriental de Licaonia, en Asia Menor. De Derbe vuelven a Listras; de aquí pasan a Iconio y luego a Antioquía de Pisidia (v. 20).
En el v. 23 menciona Lucas por vez primera la erección de presbíteros en las iglesias primitivas. No explica los detalles de su función en la Iglesia. "Presbíteros" significa algo así como "supervisor". Merece la pena subrayar que ambos títulos proceden de la vida cotidiana o, al menos, no tiene su origen en el culto, a diferencia de la palabra "sacerdote" que no se conoce en el N.T. para designar ningún ministerio dentro de la iglesia. Aquellos primeros cristianos no tenían conciencia de pertenecer a una nueva religión: no tenían templos, ni altares, ni sacerdotes.
Los presbíteros cuidarán en adelante de las nuevas iglesias o comunidades. Para ello hacen uso de su autoridad como apóstoles y fundadores, pero probablemente no elegirían a nadie sin tener en cuenta la opinión de los fieles (cfr. 6, 3). Aunque no se dice nada en este texto sobre una "imposición" de manos" (rito que significa la comunicación del Espíritu y que, según parece puede verse en otros lugares del N.T., solía practicarse en ocasiones semejantes), se alude a un acto litúrgico en el que se encomendaba al Señor a los nuevos presbíteros.
La comunidad de los discípulos de Jesús era algo completamente nuevo y distinto a lo que en aquella época se entendía por religión. Hasta el extremo de que los romanos, que no comprendían nada, llegaron a perseguirlos por considerarlos irreligiosos y ateos.
Seguidamente tuvieron que remontar la cadena del Taurus para llegarse a Perge de Panfilia y descender al puerto de Atalia (v. 24). Aquí abandonan la ruta de ida: en vez de dirigirse a Chipre, la patria de Bernabé (cfr. 13, 4 ss.), embarcan hacia Antioquía de Siria, en cuya iglesia fueron enviados a predicar (13, 3). Llegados a Antioquía convocan la asamblea eclesial para dar cuenta de cuánto han hecho en su primer viaje misionero.

El responsorial de hoy es el Salmo 144 (Sal 144, 8-9. 10-11.-12-13ab) Salmo de acción de gracias: "Bendeciré tu nombre por siempre jamás, Dios mío, mi rey" .
El salmo 144 (145 en la numeración hebrea de nuestras Biblias) constituye una alabanza continua a Dios por sus obras. Dios es un rey eterno y universal que derrama su justicia y su bondad sobre todo ser viviente.
Es de los salmos llamados alfabéticos, pues cada verso comienza con una de las letras del alfabeto... Signo de que se quiere cantar "la Alianza" en forma total... Los judíos recitan este salmo todos los días en el oficio matinal, respondiendo a la invitación del comienzo: "cada día, quiero bendecirte..." Jesús debió recitarlo miles de veces. El vocabulario de la alabanza hímnica es de una gran densidad: Exaltar... Bendecir... Alabar... Decir... Proclamar...
El salmista no puede contenerse de "dar gloria" a su rey que es Dios. Alaba su "gloria", su "magnificencia", su "grandeza" su "poder", su "esplendor"... ¡Cualidades eminentemente reales! Pero canta también su "bondad", su "justicia", su "ternura", su "piedad", su "amor", su "fidelidad", su "proximidad"... Cualidades más que todo paternales.
¡Dios es Rey! Pero un rey que pone todo su poder al servicio de su amor y derrama sus bendiciones sobre la humanidad. No es un potentado dominador y lejano: se interesa por su creación y en ella difunde la vida.
No hay una sola línea de "petición". Por el contrario, el vocabulario de alabanza es de una intensidad y de una variedad admirables: "te ensalzaré, Dios mío... bendeciré tu nombre... Te alabaré... Proclamarán tus hazañas... Repetiré tus maravillas... Proclamaré tus grandezas... Se recordarán tus inmensas bondades... Todos aclamarán tu justicia..." Es admirable el cúmulo de cualidades que el salmista encuentra en Dios: ¡Tú eres grande, Señor... Poderoso, admirable, glorioso, fuerte, bueno, justo, tierno, amante, eterno, verdadero, fiel, compasivo, próximo, atento, salvador... Nuestra vida de oración se transformaría totalmente si adoptáramos más a menudo este tono positivo de alabanza, en lugar de la oración de petición, que en el fondo, nos encierra en nosotros mismos, para poner a Dios a nuestro servicio!
El salmo 144 mantiene la división tradicional en tres partes: introducción (v. 1-2), cuerpo del salmo (v. 3-20) dividido en dos secciones (v. 3-12 y 13-20) y conclusión (v. 21). Hoy se citan versículos del cuerpo del salmo.
El v. 8 nos presenta una fórmula tradicional: «El Señor es clemente y misericordioso, lento a la cólera y rico en piedad». Nos recuerda la formulación más solemne que hay en toda la Escritura respecto a la revelación que Dios hace de sí mismo a Moisés en la cima del Sinaí: «Señor, Señor, Dios compasivo y misericordioso, lento a la ira y rico en amor y fidelidad, que mantiene su amor por millares, que perdona la iniquidad, rebeldía y el pecado» (Ex 34,6-7a).
"  Además de fijarse en estas bellas palabras, que nos muestran a un Dios «lento a la cólera y rico en piedad», dispuesto siempre a perdonar y ayudar, nuestra atención se concentra también en el bellísimo versículo 9: «el Señor es bueno con todos, es cariñoso con todas sus criaturas». Una palabra que hay que meditar, una palabra de consuelo, una certeza que aporta a nuestra vida. En este sentido, san Pedro Crisólogo (nacido en torno al año 380 y fallecido en torno a 450) se expresa con estas palabras en el «Segundo discurso sobre el ayuno»: «"Grandes son las obras del Señor": pero esta grandeza que vemos en la grandeza de la Creación, este poder es superado por la grandeza de la misericordia. De hecho, habiendo dicho el profeta: "Grandes son las obras de Dios", en otro pasaje añade: "Su misericordia es superior a todas sus obras". La misericordia, hermanos, llena el cielo, llena la tierra… Por esto la grande, generosa, única misericordia de Cristo, que reservó todo juicio para un solo día, asignó todo el tiempo del hombre a la tregua de la penitencia… Por eso confía totalmente en la misericordia el profeta, que no tenía confianza en la propia justicia: "Misericordia, Dios mío, por tu bondad, por tu inmensa compasión borra mi culpa" (Salmo 50, 3)» (42,4-5: «Sermoni 1-62bis», «Scrittori dell’Area Santambrosiana», 1, Milano-Roma 1996, pp. 299.301). Y nosotros decimos también al Señor: «Piedad de mí, Dios mío, pues grande es tu misericordia»" (Papa Benedicto XVI. Miércoles 1 febrero 2006. Audiencia general dedicada a comentar el Salmo 144 (1-13), «Himno a la grandeza de Dios»).
El versículo 10 nos recuerda que el término confesión no indica sólo la confesión de los pecados, sino también la proclamación de alabanza.
Un rasgo notable del salmo es su universalismo. Hemos ya notado que no hace distinciones entre los fieles al tributar la alabanza a Dios. Tampoco hace distinciones al comprender que Dios lo es de todo el mundo y de todos los vivientes. No hay discriminación de destinatarios de los favores divinos, porque ama de corazón todo lo que ha creado, hombres y criaturas, y por tanto, sacia de favores a todos los que en él esperan. La alabanza no se circunscribe a un pueblo, ni a una ciudad, ni a un lugar, el templo. El Dios universal merece una alabanza universal.
Fijémonos en el comentario de San Agustín a este salmo: " Señor, que todas tus obras te confiesen y que todos tus santos te bendigan. Que te confiesen todas tus obras (Sal 144,10). ¿Qué decir? ¿No es la tierra obra suya? ¿No son obras suyas los árboles? ¿No son obra suya los animales domésticos, los salvajes, los peces, las aves? En verdad, también ellos son obra suya. Pero ¿cómo le confesarán estos seres? Veo que sus obras le confiesan en las personas de los ángeles, pues los ángeles son obras suyas; y también le confiesan sus obras cuando le confiesan los hombres, pues los hombres son obras suyas. Pero ¿acaso las piedras y los árboles tienen voz para confesarle? Sí, confiésenle todas sus obras. ¿Qué estás diciendo? ¿También la tierra y los árboles? Todos son obra suya. Si todas las cosas le alaban, ¿por qué no han de confesarle todas las cosas? El término confesión no indica sólo la confesión de los pecados, sino también la proclamación de alabanza; no suceda que siempre que oigáis la palabra confesión penséis únicamente en la confesión del pecado. Hasta el presente así se cree, de forma que cuando aparece el término en las Escrituras divinas, la costumbre lleva a golpearse el pecho inmediatamente. Escucha cómo hay también una confesión de alabanza. ¿Tenía, acaso, pecados nuestro Señor Jesucristo? Y, sin embargo, dice: Te confieso, ¡oh Padre!, Señor del cielo y de la tierra (Mt 11,25). Esta confesión es, pues, de alabanza. Por tanto, ¿cómo ha de entenderse: Señor, que todas tus obras te confiesen? Alábente todas tus obras.
Pero no hemos hecho más que trasladar el problema de la confesión a la alabanza. En efecto, si no pueden confesarle los árboles, la tierra y cualquier ser insensible, porque les falta la voz, tampoco podrán alabarle, porque también les falta la voz para hacerlo. Y, sin embargo, ¿no enumeran aquellos tres jóvenes que caminaban en medio de las llamas inofensivas para ellos a todos los seres, puesto que tuvieron tiempo no sólo para no arder, sino también para alabar a Dios? Pasan revista a todos los seres desde los celestes hasta los terrenos: Bendecidle, cantadle himnos, exaltadlo por los siglos de los siglos (Dn 3,20.90). Ved como entonan un himno. Con todo, nadie piense que la piedra o el animal mudos tienen mente racional para comprender a Dios. Quienes creyeron eso se apartaron inmensamente de la verdad. Dios creó y ordenó todas las cosas: a unas les dio sensibilidad, entendimiento e inmortalidad, como a los ángeles; a otras, sensibilidad, entendimiento con mortalidad, como a los hombres; a otras les dio sensibilidad corporal, mas no entendimiento ni inmortalidad, como a las bestias; a otras no les dio ni sensibilidad ni entendimiento ni inmortalidad como a las hierbas, a los árboles y a las piedras; sin embargo, ellas, en su género, no pueden faltar a esa alabanza puesto que Dios ordenó a las criaturas en ciertos grados que van desde la tierra al cielo, de lo visible a lo invisible, de lo mortal a lo inmortal.
Este concatenamiento de la criatura, esta ordenadísima hermosura, que asciende de lo inferior a lo superior y desciende de lo supremo a lo ínfimo, jamás interrumpida, pero acomodada a la disparidad de los seres, toda ella alaba a Dios. ¿Por qué toda ella alaba a Dios? Porque cuando tú la contemplas y adviertes su hermosura, alabas a Dios por ella. La belleza de la tierra es como cierta voz de la muda tierra. Te fijas y observas su belleza, ves su fecundidad, su vigor, ves cómo concibe la semilla, cómo con frecuencia germina aquello que no se sembró; la observas y esa tu observación es como una pregunta que le haces. Tu investigación es una pregunta. Pues bien, cuando, lleno de admiración, sigues investigando y escrutando y descubres su inmenso vigor, su gran hermosura y luminoso poder, dado que no puede tener en sí y de sí misma tal poder, inmediatamente te viene a la mente que ella no pudo existir por sí misma, sino que recibió el ser del Creador. Lo que has hallado en ella es la voz de su confesión, para que alabes al Creador. En efecto, si consideras la hermosura de este mundo, ¿no te responde su hermosura como a una sola voz: «No me hice a mí misma, sino que me hizo Dios»?
Luego, Señor, que tus obras te confiesen y tus santos te bendigan. Que tus santos contemplen la creación que te confiesa, para que te bendigan ante la confesión de las criaturas. Escucha también la voz de los santos que le bendicen. ¿Qué dicen tus santos cuando te bendicen? Proclaman la gloria de tu reino y anuncian tu poder. ¡Cuán poderoso es Dios que hizo la tierra! ¡Qué poderoso es Dios que llenó la tierra de bienes! ¡Qué poderoso es Dios que dio a cada animal su propia vida! ¡Qué poderoso es Dios que infundió en el seno de la tierra las diversas semillas, para que germinara tanta variedad de frutales, tanta hermosura de árboles! ¡Qué poderoso es Dios, qué grande es Dios! Tú pregunta, la criatura responderá; y por su respuesta, cual confesión de la criatura, tú, santo de Dios, bendices a Dios y anuncias su poder". (San Agustín. Comentario al salmo 144,13).

            En la segunda lectura del Apocalipsis ( Ap. 21, 1-5a), San Juan nos revela la creación de  un cielo nuevo y una nueva tierra, que es la Iglesia triunfante. Ese triunfo comienza en la tierra. Dios convive con nosotros y espera el fin de nuestra noche en la tierra para llenarnos de alegría. Si participamos, si sentimos y vivimos con la Iglesia aquí, gozaremos en el cielo. Presten mucha atención a esta revelación.
Tras algunos capítulos dedicados a la descripción de la caída del mundo antiguo (Ap 14-20), el Apocalipsis describe, en tres oráculos (Ap 21-22), el mundo nuevo ya presente en la Iglesia y camino de ser un mundo celeste. El primer oráculo (Ap 21, 1-8) es un himno a la Iglesia, lugar de la nueva alianza (reflejada en los temas de esposa, elección, intimidad, herencia, aplicados a ella).
El Apocalipsis, en esta última sección (21, 1-22) se da la mano con el Génesis. Si la primera palabra de Dios en el Génesis era un "hágase" que surtía su efecto (Gn 1, 3), también aquí la primera palabra emitida por el que está sentado en el trono es: "Todo lo hago nuevo" (v. 5), palabra que también se verifica (v.6). El primer cielo y la primera tierra desaparecen (v. 1), dejando paso a una nueva creación, a una nueva sociedad (cf. la insistencia del autor en recalcar la novedad, repitiendo el término hasta cuatro veces: vs. 1 bis. 2. 5). Esta nueva creación nos hace olvidar la situación presente que se ve liberada de la esclavitud, para alcanzar la libertad y la gloria de los hijos de Dios.
En el pacto nuevo y definitivo que Dios concluye con su pueblo (3), se da la perenne presencia de Dios. Las bodas del Cordero son su signo. Todos los pueblos entran dentro del pueblo de Dios para gozar de la felicidad gozosa de Jesucristo.
Bajo la imagen de la esposa que baja del cielo se ha visto con frecuencia la figura de la Iglesia, realidad espiritual y escatológica, a la vez encarnada en el tiempo y el espacio. Ciertamente, tanto la unión con Cristo como el status de peregrina son parte constitutiva de ella misma; pero la Iglesia no es todavía la comunidad del reino futuro, sino sólo la asamblea de los que han sido llamados a él. Y si bien significa y anticipa el reino de Dios en la tierra,
Porque «lo de antes ha pasado» (4), no han de ser tenidos en cuenta Reino y riquezas, perseguidores y enemigos de la verdad han desaparecido. La muerte, ante la cual todo hombre había doblado la rodilla ya no existe. Visible para todos y dominándolo todo está sólo la presencia luminosa de Dios. La felicidad reina en el nuevo pueblo (v. 4), quedando eliminado todo atisbo de dolor, guerras, persecuciones y muerte . En la lucha entre Dios y Satán, el primero vencerá a pesar de las dificultades presentes por las que atraviesa la comunidad. El Dios creador es también la meta última de todo ser creado. Las fuentes humanas de felicidad no sacian la sed; sólo la consumación, todavía oculta, podrá satisfacer el ansia humana.
"Nos hiciste, Señor, para ti, e inquieto está nuestro corazón hasta que descanse en ti" (San Agustín).

  El evangelio de hoy de San Juan (Jn 13, 31-35), es parte del discurso de despedida del Señor en la última Cena. Ese es el marco de este discurso-testamento de Jesús a los suyos. La última cena de Jesús con sus discípulos quedaría grabada en sus mentes y en su corazón. El redactor del evangelio de Juan sabe que aquella noche fue especialmente creativa para Jesús, no tanto para los discípulos, que solamente la pudiera recordar y recrear a partir de la resurrección. Juan es el evangelista que más profundamente ha tratado ese momento, a pesar de que no haya descrito la institución de la eucaristía. Ha preferido otros signos y otras palabras, puesto que ya se conocían las palabras eucarísticas en los otros evangelistas. Precisamente las del evangelio de hoy son determinantes. Se sabe que para Juan la hora de la muerte de Jesús es la hora de la glorificación, por eso no están presentes los indicios de tragedia.
La salida de Judas del cenáculo (v.30) desencadena la “glorificación” en palabras del Jesús joánico.
"Ahora es glorificado el Hijo del Hombre...": La glorificación de Jesús en el evangelio de Juan está indisolublemente unida a la muerte. El "ahora" nos indica que esta glorificación ha empezado ya con el lavatorio de los pies antes de la cena, simbolizando la próxima muerte sacrificial de Jesús; y con la salida de Judas se ha puesto en marcha el mecanismo que conducirá a Jesús hacia la cruz.
"... también Dios lo glorificará en sí mismo": Paso del presente al futuro para referirse a la glorificación en su aspecto de regreso al Padre. Fijémonos que aquí Juan utiliza la expresión "Hijo del Hombre"; es la única vez que la utiliza en esta parte del evangelio denominada el libro de la Gloria (cc. 13-21). Es un título que utilizan los evangelios sinópticos en los anuncios de los sufrimientos de la Pasión (p.e.: Mc 8, 31), y que al mismo tiempo nos recuerda la figura del juez glorioso del fin del mundo. Con todo, parece que en Jn el título de Hijo del hombre es idéntico al de Hijo de Dios.
"Hijos míos...": La expresión nos sitúa en un ambiente familiar. No desdice de la cena pascual (en el caso que lo fuera la cena de despedida de Jesús). Pero todavía encaja más en el contexto de discurso de despedida.
"Os doy un mandamiento nuevo": Mientras que en los evangelios sinópticos -en la última cena- nos presentan claramente una nueva alianza, aquí debemos descubrirlo de forma indirecta. El dar un mandamiento que será signo de identidad para los discípulos, nos indica claramente que es una alianza. Una alianza nueva. Por tanto, la novedad del mandamiento no debemos buscarla en contraste con el mismo mandamiento en el AT (Lv 19, 18), como si allá pidiese sólo un amor dentro de Israel, mientras que aquí nos indicara su alcance universal. La idea de un amor universal a todos los hombres no es juánica: el evangelista piensa en un amor entre los que creen en Jesús. El mandamiento es nuevo porque es la estipulación de una nueva alianza.
"Que os améis unos a otros como yo os he amado": El mandamiento nuevo no es simplemente una exigencia legal del pueblo de la nueva alianza, sino que es un don que ha recibido. Jesús es la fuente del amor de la que deben vivir los discípulos. Y la presencia de este amor de los cristianos en medio del mundo es una presencia de Jesús. Una presencia ante la cual el mundo debe abrir los ojos a la luz, tal como lo ha tenido que hacer ante el mismo Jesús.
Jesús había venido para amar y este amor se hace más intenso frente al poder de este mundo y al poder del mal. En realidad esta no puede ser más que una lectura “glorificada” de la pasión y la entrega de Jesús. Y no puede hacerse otro tipo de lectura de lo que hizo Jesús y las razones por las que lo hizo. Por ello, ensañarse en la pasión y la crueldad de su sufrimiento no hubiera llevado a ninguna parte. El evangelista entiende que esto lo hizo el Hijo del hombre, Jesús, por amor y así debe ser vivido por sus discípulos.
  Con la muerte de Jesús aparecerá la gloria de Dios comprometido con él y con su causa. Por otra parte, ya se nos está preparando, como a los discípulos, para el momento de pasar de la Pascua a Pentecostés; del tiempo de Jesús al tiempo de la Iglesia. Es lógico pensar que en aquella noche en que Jesús sabía lo que podría pasar, tenía que preparar a los suyos para cuando no estuviera presente. No los había llamado para una guerra y una conquista militar, ni contra el Imperio de Roma. Los había llamado para la guerra del amor sin medida, del amor consumado. Por eso, la pregunta debe ser: ¿Cómo pueden identificarse en el mundo hostil aquellos que le han seguido y los que le seguirán? Ser cristiano, pues, discípulo de Jesús, es amarse los unos a los otros. Ese es el catecismo que debemos vivir. Todo lo demás encuentra su razón de ser en esta ley suprema de la comunidad de discípulos. Todo lo que no sea eso es abandonar la comunión con el Señor resucitado y desistir de la verdadera causa del evangelio.
Cristo fue glorificado a través de su pasión y muerte, lo mismo va a pasar con su Iglesia. Cristo nos da un nuevo mandamiento, el amor mutuo.

Para nuestra vida.
Hace cuatro semanas que inauguramos la gran fiesta cristiana: la Pascua. Nos quedan todavía tres para concluirla con Pentecostés. En el tono de nuestras celebraciones -y de nuestra vivencia espiritual fuera de ellas- se debe seguir notando que celebramos Pascua, que nos estamos dejando «contagiar» de su energía y de la novedad de su Espíritu en este tiempo de la cincuentena  pascual .
La historia de cada uno y de la iglesia -como también de la sociedad en la que vivimos- puede no ser demasiado consoladora en estos momentos. A muchos, por ejemplo, les produce dolor contemplar la increencia que se ha adueñado de la sociedad. Otros tienen problemas en la familia o en su propia vida personal. Sea cual sea nuestra situación, Pascua nos invita a hacer un «ejercicio» de visión positiva de la historia y de las personas.
En esa línea reflexionan las lecturas de hoy:
La primera lectura presenta una comunidad, la apostólica, que rebosa actividad y se siente satisfecha, a pesar del ambiente hostil en que se mueve, por lo que Dios está haciendo en ella: la apertura a los paganos, los frutos del trabajo misionero.
 Esta comunidad tiene como perspectiva futura «un cielo nuevo y una tierra nueva», con un Dios cercano, que mora en medio de ella y que enjuga las lágrimas de todos (2a lect.).
El evangelio de la Ultima Cena, presenta una comunidad que recibe de su Señor, en su despedida  la mejor de las herencias y de los distintivos: el amor fraterno.
Las lecturas pascuales insisten en la fe; hoy es el amor el que ocupa el centro del texto evangélico. Fe y amor son el núcleo de la vida nueva en el Espíritu. La insistencia cristiana en el amor no es una opción ética más o menos acertada; se enraíza en la misma revelación de Dios. Dios ama al mundo que ha creado y a los hombres, sus hijos; la obra de su amor es Jesús, conducido por el Espíritu a la plenitud del amor hasta la Cruz-Resurrección.

En la primera lectura de los Hechos de los Apóstoles, se nos va mostrando, que al llegar las primeras pruebas a los discípulos, van empezando a tener crisis de Fe, a dudar. Pero los apóstoles avisan que si no perseveran, y no cuidan la actitud orante, caerán. Cuando veamos que tenemos duda, que nuestra fe se tambalea, que no tenemos ganas de rezar… ahí, es cuando más oración, mas fidelidad debemos mostrar.
Tomemos como ejemplo a tantos mártires que por ser fieles al verdadero amor, han entregado y derramado su sangre por el Evangelio.
El texto presenta la descripción del primer viaje apostólico en que Lucas ha resumido la actividad misionera de la comunidad de Antioquía, y de Pablo más concretamente. Durante este primer viaje apostólico se nos presenta a Pablo y a Bernabé trabajando incansablemente por hacer presente el Reino de Dios en ciudades importantes de Cilicia, y de la provincia romana de la Capadocia, al sur de Turquía. Resalta el coraje para anunciar la palabra de Dios y el exhortar a perseverar en la fe. Todo se ha preparado con cuidado, la comunidad ha participado en la elección y, por lo mismo, es la comunidad la que está implicada en esta evangelización en el mundo pagano.
Jerusalén, de alguna manera, había quedado a la espera de este primer ciclo en que ya los primeros paganos se adhieren a la nueva fe. Y es la comunidad de Antioquía, donde los discípulos reciben un nombre nuevo, el de cristianos, la que se ha empeñado, con acierto profético, en abrirse a todo el mundo, a todos los hombres, como Jesús les había pedido a los apóstoles (Hch 1,8). La iniciativa, pues, la lleva la comunidad de Antioquía de Siria, no la de Jerusalén. Pero en definitiva es la “comunidad cristiana” quien está en el tajo de la misión. Ya sabemos que algunos de Jerusalén, ni siquiera veían con buenos ojos estas iniciativas, porque parecían demasiado arriesgadas.
  En toda esta obra el gran protagonista es el Espíritu, que se encarga de abrir caminos. Por eso, si no es Jerusalén y los Doce, será Antioquía y los nuevos “apóstoles” quienes cumplirán las palabras del “resucitado”: ¿por qué? porque el mensaje no puede encadenarse al miedo de algunos. En esas ciudades evangelizadas, algunos judíos y sinagogas no aceptarán a éstos con su doctrina, porque todavía pensaban que eran judíos. Pero ni siquiera en la comunidad cristiana de Jerusalén, por parte de algunos, se aprobarán estas iniciativas. Es más, al final de este “viaje” habrá que “sentarse” a hablar y discernir qué es lo que Dios quiere de los suyos.
Pablo y Bernabé han dado un nuevo sentido a sus vidas desde que conocieron a Jesús y no se han guardado el secreto, antes bien comparten con los hermanos su experiencia de Dios, fortalecían a las comunidades, les anunciaban a Jesús.
¿Qué sucedió en la vida de Pablo y Bernabé? La respuesta la encontramos en el Evangelio de este domingo: es el amor a los hermanos con aquella fuerza y grandeza con que Jesús nos ha amado.

  El salmo responsorial nos invita a alabar a Dios, situarnos siempre ante el con una actitud de alabanza, de reconocimiento de todo lo que ha hecho.
En la perspectiva judeo-cristiana, Dios es el totalmente otro, el trascedente. ¡Dios es Dios! Esto es un balbuceo para hablar de El. Si fuera cierto que Dios está "a nuestro alcance", si El fuera de "nuestro mundo", si estuviera "al nivel de las cosas observables"... estaría a nuestro nivel, particular, pequeño. Si lograra limitar a Dios, comprenderlo totalmente, no sería más grande que mi pequeño cerebro. Dios no es del mismo orden de lo creado. El salmista lo dice hablando de su "magnificencia", de su "gloria", de su "grandeza". ¡Sí! Dios nos supera totalmente, así como el infinito es de un orden completamente diferente al finito. En nuestra época de comunicación intercultural, tenemos que aprender de los orientales el sentido agudo de nuestra pequeñez, de nuestra desaparición en el "gran todo" que nos supera. Sin embargo, nos resistimos a aceptar este "nirvana" integral, este "anonadamiento" integral. Dios quiere que existamos ante El.
En la perspectiva judeo-cristiana, Dios es también el totalmente próximo, el inmanente, el Dios con nosotros, el Dios que hizo la Alianza. Esta perspectiva complementa la del salmo. Si tenemos en cuenta los dos aspectos, lograremos un pensamiento equilibrado, equilibrio que sólo Jesucristo llevó a total perfección: el hombre Dios.
Alabad, bendecid, proclamad, dad gracias. Si, según costumbre de la Sinagoga, utilizamos frecuentemente este salmo, surgirá poco a poco en nosotros una actitud esencial: el sentido de la "alabanza". Con frecuencia tenemos ante Dios la actitud del pedigüeño. Nuestras oraciones se aíslan con frecuencia en la petición, a riesgo de transformar a Dios en simple "motor auxiliar" de nuestras insuficiencias: cuando todo va bien, prescindimos de El... Si algo va mal, pedimos su ayuda...
Releamos este salmo, descubriremos otra forma de oración. No hay una sola línea de "petición". Por el contrario, el vocabulario de alabanza es de una intensidad y de una variedad admirables: "te ensalzaré, Dios mío... bendeciré tu nombre... Te alabaré... Proclamarán tus hazañas... Repetiré tus maravillas... Proclamaré tus grandezas... Se recordarán tus inmensas bondades... Todos aclamarán tu justicia..." Es admirable el cúmulo de cualidades que el salmista encuentra en Dios: ¡Tú eres grande, Señor... Poderoso, admirable, glorioso, fuerte, bueno, justo, tierno, amante, eterno, verdadero, fiel, compasivo, próximo, atento, salvador... Nuestra vida de oración se transformaría totalmente si adoptáramos más a menudo este tono positivo de alabanza, en lugar de la oración de petición, que en el fondo, nos encierra en nosotros mismos, para poner a Dios a nuestro servicio!.
 
En la segunda lectura del apocalipsis, nos habla hoy de la esperanza. La idea que nos presenta el libro del Apocalipsis es la recreación de la obra de Dios. Dios según las páginas del Génesis creó un mundo bueno, una tierra posible de ser habitada y un cielo bajo el que todos los seres eran iguales en dignidad, en derechos y deberes. Pero poco a poco el ser humano que se dejó carcomer el corazón por el odio, y por egoísmo acaparó los recursos naturales. Unos sometieron a otros hasta empobrecer a muchos y generar el caos sobre la tierra. Por eso desde el anuncio de los profetas se proclamaba la creación de "un cielo nuevo y de una tierra nueva" (Is 65, 17), ya que la obra de Dios había sido degenerada por los mismos hombres y mujeres que dañaron su interior y comenzaron a ser causa de muerte y de desigualdad.
El vidente del libro del Apocalipsis ve consumada la palabra que en el pasado pronunciara el profeta Isaías: ve cómo Dios recrea el cielo y la tierra y hace posible que los hombres y las mujeres lo acepten en esa realidad mesiánica llamada Reino de Dios. Todo pasará, hasta lo más sagrado. Porque se anuncia una ciudad nueva, un tabernáculo nuevo, en definitiva una “presencia” nueva de Dios con la humanidad.
Un cielo nuevo y una tierra nueva, de la que desciende una nueva Jerusalén, que representa la ciudad de la paz y la justicia, de la felicidad, en la línea de muchos profetas del Antiguo Testamento. Se nos quiere presentar a la Iglesia como el nuevo pueblo de Dios, en la figura de la esposa amada, ya no amenazada por guerras y hambre. Es el idilio de lo que Pablo y Bernabé recomendaban: hay que pasar mucho para llegar al Reino de Dios. Dios hará nueva todas las cosas, pero sin que sea necesario dramatizar todos los momentos de nuestra vida. Es verdad que para ser felices es necesario renuncias y luchas. El evangelio nos dará la clave.
El Mundo Nuevo instaurado por Jesús resucitado para siempre, tendrá como base fundamental el amor, amor que supera todas las fronteras y que posibilita la armonía y la verdadera convivencia en torno a Dios, que es su fundamento.
Esta vida será posible en el  Reino que Jesús anunció durante su vida y que sus primeros seguidores asumieron. Este Reino no es exclusividad de los circuncidados: es para todo aquel que está a favor de Dios, del Dios de la vida, de la justicia y de la paz.
La tierra será una sola; donde desaparecerá todo tipo de sufrimiento y todo será alegría y jubilo porque contemplaremos cara a cara Dios. Confiemos y tengamos esperanza en que cuando pase este mundo, lo que nos espera es el consuelo de encontrarnos con Cristo que es amor y con él, el sufrimiento y la muerte ya no tendrán cavidad en nosotros.
El amor entonces será la señal máxima de la vida en la nueva tierra y en el nuevo cielo, y así cumpliremos el encargo dado por Jesús de amarnos unos a otros».
  El relato del Apocalipsis nos sitúa ante el mundo querido por  Dios, "Vi un cielo nuevo y una tierra nueva. El primer mundo ha pasado. Ahora hago el universo nuevo" Apocalipsis 21, 1. Para un mundo nuevo, un mandamiento nuevo. Un mundo nuevo, no con edificaciones nuevas, casas nuevas, palacios nuevos, sino un mundo nuevo, cuya ley es el amor, dice el Concilio. Pero como las edificaciones del mundo viejo estaban construidas en el egoísmo, hay que derribar eso viejo para que lo nuevo, el amor, pueda levantarse y brillar y actuar.
Crear un mundo nuevo y una tierra nueva fue el deseo de Cristo. Hacer posible una ciudad nueva, esa que el vidente del Apocalipsis describe hoy con trazos vigorosos: una Jerusalén nueva, descendiendo del cielo, en la que Dios habitará y en la que no habrá llanto, ni muerte, ni dolor, ni luto; una ciudad en la que el mismo Dios enjugará las lágrimas de sus habitantes; una ciudad maravillosa y... todavía sin conseguir. No soy de los que creen que cualquier tiempo pasado fue mejor.

En el Evangelio de hoy, San Juan resalta la llamada  al Amor. El amor es el fundamento del Reino nuevo que Cristo ha venido a inaugurar. Un amor que todo lo hace nuevo e inaugura ya en esta tierra un pueblo nuevo, una comunidad de personas que ha de distinguirse ante todos por el amor entre unos y otros.
Desde el evangelio proclamado nos acercamos a la voluntad de Dios Padre. ¿cuál es la voluntad del Padre? La voluntad del Padre es que todos los hombres se salven (1 Tim 2,4). ¿Por qué? Porque los ama infinitamente y no quiere que ni uno solo se pierda. La salvación de los hombres es la voluntad del Padre. Esa es también su gloria. Por eso, en aquel momento en que Judas ha salido para hacer lo que tenía que hacer, "hazlo cuanto antes" (Jn 13,21), es glorificado Dios y el Hijo del Hombre. Lucas manifiesta también la premura de celebrar la pascua que acucia el corazón de Cristo: "Vivamente he deseado celebrar esta pascua con vosotros antes de morir" (Lc 22,14). Y en la misma atmósfera de ternura, el mandato del amor, su testamento: "Os doy un mandamiento nuevo: amaos unos a otros como yo os he amado" Juan 13, 31. Ese es el secreto que urgió a entregarse a los Apóstoles.
¿Dónde está la novedad de ese amor? Todo israelita sabía que el amor a Dios y al prójimo eran el primero y el segundo mandamiento de la ley, por lo tanto no es éste el amor nuevo. La novedad de este amor es la identidad con el amor de Jesús, que va entregar su vida por amor al Padre y a los hermanos: "Nadie tiene amor más grande que el que da la vida por sus amigos" (Jn 15,13). "Nadie me quita la vida, sino que la doy yo por mí mismo... Ese es el mandato que he recibido de mi Padre" (Jn 10,18). "Como el Padre me ha amado así os he amado yo; permaneced en mi amor. Si guardáis mis mandamientos permaneceréis en mi amor, como yo he guardado los mandamientos de mi Padre y permanezco en su amor" (Jn 15,9). Ya no es el "amarás como a ti mismo", sino "como yo os he amado". Ahí radica la novedad del mandamiento "nuevo". A veces lo vemos tan nuevo que parece sin estrenar.
Ese amor nuevo inaugura una comunicación de amor del hombre con Dios, como la que se da entre el Hijo y el Padre y es sacramento que hace visible el amor existente entre el Padre y el Hijo. Y este amor nuevo engendra la tierra nueva y el cielo nuevo, de gracia, de santidad y de vida.
¿Qué significa amar a los hermanos? ¡Tengamos mucho cuidado, no nos vayamos a equivocar! Amar no es solamente ayudar, hacer un servicio, dar algo; no, es amar. Amar es amar. Dios no ha dicho: Ayudaos los unos a los otros, soportaos los unos a los otros, haceos un favor unos a otros. El ha dicho: "Amaos los unos a los otros..." Es menester hacer todo lo posible para llegar a amar.
¿Qué es lo que significa amar? Amar a un ser es esperar en él siempre. Amar a un ser es no juzgarlo jamás; juzgar a un ser es identificarlo con lo que conocemos de él. "Ahora ya te conozco.
Ahora te puedo juzgar. Ahora ya sé lo que vales..." Eso es matar a un ser. Amar a un ser es esperar siempre de él algo nuevo, algo cada vez mejor que lo anterior.
Amar "como Jesús ha amado" constituye una manera de ser hombre, la única; va más allá de una táctica y tampoco termina en una simple actitud ética. Amar en el Espíritu es un modo de colocarse el hombre en el mundo y frente a sí mismo, teniendo como único Absoluto al Dios vivo; es entender y vivir la propia vida por la relación con algo más allá de uno mismo, los demás, relación que es sacramento de la relación con Dios. De entrada, amar significa una sencilla y cordial reconciliación con toda la realidad, sobre todo los demás, una comunión incondicional con los demás tal como son y actúan, incluso pecadores, enemigos o perseguidores; evitando la constante huida hacia arriba, que ama siempre algo mejor, nunca real. Y al mismo tiempo, amar es un trabajo activo y eficaz; acoger al otro significa más que la simple acogida; es acogerle como indigente, dialogante e interpelante, y vivir ante él la propia vida como vulnerable y servicial.
Una comunión así consigue la comunión con los hombres y supone al mismo tiempo el constante desposeimiento de sí mismo; es el binomio amor-pobreza (o amor-libertad), definitorios de la vida de Jesús y de la vida humana "glorificada".
Jesús ha señalado el amor mutuo -amor entre hermanos- como distintivo de sus discípulos. Sin embargo, los católicos hemos adoptado por distintivo las obras de caridad. Y eso es lo malo. Porque las obras de caridad son posibles sin amor fraterno. Porque es posible dar limosna a los mismos a los que damos un jornal insuficiente. Es compatible construir viviendas baratas para unos y cobrar a otros precios abusivos en los alquileres, o especular hasta el infinito en los solares. Se puede componer la atención a ciertos pobres con la total desatención a las personas que están a nuestro servicio. Y, desgraciadamente, es posible multiplicar las obras de caridad y mantener a toda costa las desigualdades en la distribución de la renta.
Cuando las obras de caridad se prodigan al margen del amor fraterno, se da una significativa correlación entre el aumento de limosnas y el aumento de las desigualdades sociales. Porque, mientras las obras de caridad encuentran su campo de aplicación en la injusticia, la primera exigencia del amor es la justicia y el compromiso en reivindicar con los pobres lo que les pertenece... y sólo les damos de limosna.
La novedad cristiana de amor está en la referencia "como yo os he amado", que manifiesta su perfección y su meta. El amor no es una fría ley, no se puede reducir a un organigrama caritativo y a una institución social, no debe someterse a un calendario con días fijos para amar, no admite límites cortados por un reglamento, una campana o un reloj. El amor auténtico germina y vive siempre en la libertad de poderse expresar siempre.
Cristo nos amó hasta dar su vida. Por eso tiene sentido que el cristiano se consagre al servicio exclusivo de sus hermanos hasta la muerte de uno mismo.


Rafael Pla Calatayud.
rafael@betaniajerusalen.com



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