Comentarios a las lecturas del
domingo XXXIV del Tiempo Ordinario Solemnidad de Jesucristo Rey del Universo 25
de noviembre de 2018
“Te damos gracias en todo tiempo y lugar ¡oh Señor
Santo, Padre todopoderoso y eterno Dios! Que a
tu Unigénito Hijo y Señor nuestro Jesucristo, Sacerdote eterno y Rey del
universo, le ungiste con óleo de júbilo, para que, ofreciéndose a Sí mismo en
el ara de la Cruz, como Hostia inmaculada y pacífica, consúmase el misterio de
la humana redención; y sometidas a su imperio todas las criaturas, entrégase a
tu inmensa Majestad su Reino eterno y universal: Reino de verdad y de vida;
Reino de santidad y de gracia; Reino de justicia, de amor y de paz”. (Del Prefacio
de Cristo Rey)
Una vez más
termina el año litúrgico (acaba el ciclo litúrgico B), y una vez más la fiesta
de Cristo Rey es como el broche de oro que cierra un año que termina.... Cristo
Rey en la cima del tiempo, en la cumbre de la creación... Cristo como la
esperanza suma de todos los hombres, la fortaleza de cuantos luchan contra el
mal, el gozo y la alegría de cuantos han dicho que sí a las exigencias de Dios.
La Solemnidad
de Jesucristo, Rey del Universo, fue instituida por el papa Pío XI el 11 de
diciembre de 1925. El lugar primitivo de esta solemnidad era el domingo entre
el Domund (contemporáneo a la institución de la solemnidad) y Todos los Santos.
Resultaba claro que el tema de Cristo Rey se refería a la penetración cristiana
de todas las realidades humanas; la predicación de la fe por todo el mundo
preparaba este "reino", y la gloria de los santos era su culminación.
Los temas de predicación eran, pues, profundamente
"encarnacionistas", y el espíritu con que se celebraba la fiesta no
dejaba de contagiarse de un cierto triunfalismo, o de una vaga esperanza
restauracionista de cristiandad.
El Concilio
Vaticano II sitúa la celebración como final del Tiempo Ordinario y, por tanto,
como despedida del año litúrgico. Su significado es que Cristo reinará al final
de los tiempos y supone un plan espiritual de redención lejos de cualquier
interpretación de poder político o pseudoreligioso, como decía un poco más
arriba. Además, el Evangelio de San Juan que se lee hoy presenta en la propia
voz de Cristo las mejores consideraciones sobre su Reino.
Aunque en el
ciclo B el evangelista es San Marcos, este domingo el texto está tomado de San
Juan y nos presenta el texto más propio de la solemnidad; el diálogo entre
Jesús y Pilato. Es la afirmación de Jesús lo que decide esta elección: "Tú
lo dices: soy rey".
El evangelio
de Marcos, que hemos leído durante este año, presentaba el inicio de la
predicación de Jesús de Nazaret con estas palabras: "Se ha cumplido el
plazo, está cerca el reino de Dios: convertíos y creed la buena Noticia".
Hoy, en esta fiesta que cierra el año litúrgico, hemos escuchado la afirmación
final de Jesucristo: "Soy rey". Entre el inicio y el final, hemos
escuchado domingo tras domingo, el anuncio y el trabajo de Jesús por el Reino;
palabras y obras que en nosotros debían provocar una respuesta de fe. Respuesta
que se resume en la convicción de que el reino de Dios lo hallamos en
Jesucristo, en sus palabras, en su ejemplo, en su persona. Es decir, en la
afirmación de que Jesucristo es el Rey.
La segunda
lectura presenta al Resucitado como "el príncipe de los reyes de la
tierra" enlazando la imagen del Hijo del Hombre que viene en las nubes con
la del traspasado en la cruz; y, todo junto, vinculado a una actitud
fundamental: "Aquel que nos amó, nos ha librado de nuestros pecados...,
nos ha convertido en un reino y hecho sacerdotes de Dios, su Padre".
Ahora sabemos
cuál es la verdad de la que Jesús ha venido a dar testimonio, y el modo cómo lo
ha dado: la verdad del amor, la verdad de la liberación del hombre en su
totalidad personal, la verdad de la transformación del hombre por la comunión
con Cristo; y el modo cómo ha dado testimonio: "por su sangre".
La
primera lectura tomada del libro de Daniel (Dan 7, 13-14) . El libro de
Daniel fue escrito durante la persecución de Antíoco Epifanes y la insurrección
de los Macabeos. Recordemos también que la intención de su autor es levantar la
esperanza y mantener la fe de un pueblo que lucha contra el tirano. Por eso
interpreta los acontecimientos pasados y presentes a la luz del reinado de Dios
que viene: los grandes imperios se desmoronan y los poderosos comparecen ante
el trono de Dios para ser juzgados, y Dios establece su reinado sobre todos los
pueblos. He aquí el sentido profundo y principal del sueño de la estatua con
los pies de barro (2, 31-45) y de la visión nocturna de las cuatro bestias
(c.7).
El texto
litúrgico de hoy está dentro de la visión de las cuatro fieras (7,1-28). En los
vs.1-14, Daniel nos describe su sueño; y en los vs. 15-28 pregunta a "uno
de los servidores" del anciano la interpretación de su visión.
"Yo vi, en una
visión nocturna, venir una especie de hombre entre las nubes del cielo"
(Dn 7, 13) El
profeta Daniel narra una de sus maravillosas visiones. Después de haber
contemplado el triunfo y la ruina de las cuatro bestias, símbolos de cuatro
reyes, nos habla de un quinto personaje. Ahora no tiene la forma de león ni de
oso, ni de leopardo, ni de horrible animal con dientes de hierro. Ahora, ese
quinto rey, el definitivo, el que reinará sobre cielos y tierras, tiene la
figura sencilla de un hombre.
Aquellas
bestias venían del mar, este Hijo del hombre llega sobre las nubes del cielo.
Es difícil comprender a fondo el sentido de estos símbolos, de este lenguaje
literario apocalíptico. Pero una cosa es cierta. En esta humilde figura de
hombre ve el profeta al Rey del Universo, Dios mismo que baja hasta la humildad
de la naturaleza humana y se hace uno más entre la muchedumbre de todos los
hombres.
"A él, se
le dio el poder, honor y reino. Y todos los pueblos, naciones y lenguas le sirvieron.
Su poder es eterno, no cesará. Su reino no acabará" (Dn 7, 14) Nos sigue
narrando el vidente que ese Hijo del hombre avanzó hacia el trono del Anciano.
El de vestiduras cándidas como la nieve, el de cabellos como blanca lana, el
del trono llameante, al que le sirven millones y le asisten millares y
millares... Siguen unas palabras extrañas; palabras cargadas de un contenido
hondo con un sentido más allá de lo que a primera vista se intuye. Son una
letanía de palabras mágicas que despiertan en el espíritu del hombre religioso
algo muy profundo y difícil de explicar.
El autor
presenta, en un sueño, a cuatro bestias poderosas, que una tras otra dominan el
mundo, y de la última de las cuales sale un pequeño cuerno que se convertirá en
un dominador insolente y terrible: se trata de los cuatro reinos que se han
sucedido anteriormente (babilonios, medas, persas y griegos), del cuarto de los
cuales ha surgido el actual perseguidor Antíoco.
Pero las
cuatro bestias terminan por ser sustituidas (esto es lo que narra el texto de
hoy) por una nueva figura: una figura de hombre, un "Hijo de hombre",
que recibe plena y definitivamente la soberanía sobre todo. Esta figura de
hombre se refiere, por tanto, como se explicará más adelante (v.18), a los
"santos del Altísimo, que poseerán el reino eternamente": es un
anuncio (que, como decíamos el domingo anterior, era el objetivo de toda la
apocalíptica) de la victoria final, a pesar de las persecuciones actuales del
pueblo de los fieles.
En este
contexto, por tanto, el "Hijo de hombre" no es un individuo real,
sino una imagen, que significa el reino teocrático. Pero esta designación
figurada se presta fácilmente a dar el paso de "reino" a
"rey", de modo que Hijo de hombre pasa a significar el rey mesiánico,
detentor de la soberanía universal: una expresión que retomará el Evangelio
para aplicarla a Jesucristo (ver el domingo pasado), pero dando a la soberanía
anunciada aquí un valor de servicio.
Es el anuncio
del Reino mesiánico, el Reino definitivo. Poder, honor y gloria al Rey, a
Cristo. Cristo Rey, reinando por siempre, permaneciendo en su trono, mientras
los demás reyes se quitan y se ponen. Reyes pasajeros, con unos reinos de
fronteras reducidas, con una historia tantas veces de final desastroso.
El salmo responsorial ( Sal 92 ), es una manifestación del reinado de
Dios. R.- EL
SEÑOR REINA, VESTIDO DE MAJESTAD.
El salmo 92 es uno de los
llamados "cánticos nuevos" que celebran el reino restaurado después
de la cautividad de Babilonia. Israel, después del largo destierro, ha podido
regresar a Jerusalén y ha reconstruido la ciudad y el templo, desde donde
nuevamente, como antes del destierro, el Señor reina vestido de majestad.
Es
verdad que la persecución fue violenta, es innegable que, aun superada la
prueba del exilio, las dificultades no faltan: Levantan los ríos, Señor,
levantan los ríos su voz; pero también es verdad que más potente que el
oleaje del mar -símbolo para los antiguos de las fuerzas del mal-, más
potente en el cielo es el Señor.
Este salmo tiene su más plena realización en la Pascua de Jesucristo, que celebramos en el domingo. Los ríos de la persecución y de la muerte levantaron su voz contra el Señor, las aguas caudalosas del infierno se levantaron contra Dios y contra su Ungido, pero, pasada la hora de las tinieblas, el Señor reina vestido de majestad y ceñido de poder, porque más potente que el oleaje del mar, más potente en el cielo es el Señor: su trono ahora está firme y no vacila.
Si Israel cantaba entusiasmado con este salmo el nuevo reino de Dios restaurado después de Babilonia, que el entusiasmo del nuevo pueblo de Dios no sea menor ante la resurrección de Cristo: Tu triunfo, Señor, es admirable; llenos de alegría, celebramos tu reino
Este salmo tiene su más plena realización en la Pascua de Jesucristo, que celebramos en el domingo. Los ríos de la persecución y de la muerte levantaron su voz contra el Señor, las aguas caudalosas del infierno se levantaron contra Dios y contra su Ungido, pero, pasada la hora de las tinieblas, el Señor reina vestido de majestad y ceñido de poder, porque más potente que el oleaje del mar, más potente en el cielo es el Señor: su trono ahora está firme y no vacila.
Si Israel cantaba entusiasmado con este salmo el nuevo reino de Dios restaurado después de Babilonia, que el entusiasmo del nuevo pueblo de Dios no sea menor ante la resurrección de Cristo: Tu triunfo, Señor, es admirable; llenos de alegría, celebramos tu reino
V.
1: Se abre con la aclamación al Rey: "El Señor reina".
VV. 1-2: El trono es aquí atributo real. La firmeza del orbe se profundiza en símbolo de la firmeza del trono divino.
VV. 1-2: El trono es aquí atributo real. La firmeza del orbe se profundiza en símbolo de la firmeza del trono divino.
V.
5: Al orden celeste, establecido por Dios, responde el nuevo orden histórico: la
alianza con sus mandatos que ordenan la vida humana con una fuerza divina. Al
trono celeste responde en la tierra el templo que Dios ha escogido para
habitar.
Asi comenta San Juan Pablo II este
salmo: " 1. El contenido esencial
del Salmo 92, en el que hoy nos detenemos, queda expresado sugestivamente por
algunos versículos del Himno que la Liturgia de las Horas propone para las
Vísperas del lunes: «Creador inmenso, que marcaste el curso y el límite del
curso de las aguas con la armonía del cosmos, diste a la áspera soledad de la
tierra sedienta el refrigerio de torrentes y mares».
.....
De hecho, el Salmo 92 comienza precisamente con una
exclamación de júbilo que suena así: « El Señor reina» (versículo 1). El
Salmista celebra la realeza activa de Dios, es decir, su acción eficaz y
salvadora, creadora del mundo y redentora del hombre. El Señor no es un
emperador impasible, relagado en su cielo alejado, sino que está presente en
medio de su pueblo como Salvador potente y grande en el amor.
.....
3. A los Padres de la Iglesia les gustaba comentar
este Salmo aplicándolo a Cristo, «Señor y Salvador». Orígenes, según la
traducción al latín de san Jerónimo, afirma: «El Señor ha reinado, se ha
revestido de belleza. Es decir, quien antes había temblado en la miseria de la
carne, ahora resplandece en la majestad de la divinidad». Para Orígenes, los
ríos y las aguas que elevan sus voces, representan las «aguas de los profetas y
de los apóstoles», que «proclaman la alabanza y la gloria del Señor, anuncian su
juicio por todo el mundo» (Cf. «74 homilías sobre el libro de los Salmos» --«74
omelie sul libro dei Salmi»--, Milán 1993, páginas 666.669).
San Agustín desarrolla aún más ampliamente el símbolo
de los torrentes y de los mares. Como ríos caudalosos de agua, es decir, llenos
de Espíritu Santo, los apóstoles ya no tienen miedo y alzan finalmente su voz.
Pero, «cuando Cristo comenzó a ser anunciado por tantas voces, el mar comenzó a
agitarse». En la consternación del mar del mundo --escribe Agustín-- la nave de
la Iglesia parecía ondear con miedo, enfrentada a menazas y persecuciones, pero
«el Señor es admirable», «ha caminado sobre el mar y ha aplacado las aguas»
(«Esposizioni sui salmi», III, Roma 1976, p. 231).
4. Dios, soberano de todo, omnipotente e invencible
está siempre cerca de su pueblo, al que le ofrece sus enseñanzas. Esta es la
idea que el Salmo 92 ofrece en su último versículo: al trono de los cielos le
sucede el trono del arca del templo de Jerusalén; a la potencia de su voz
cósmica le sigue la dulzura de su palabra santa e infalible: «Tus mandatos son
fieles y seguros; la santidad es el adorno de tu casa, Señor, por días sin
término» (versículo 5).
....
5. Concluimos nuestra reflexión sobre el Salmo 92
dejando la palabra a san Gregorio Nazianceno, el «teólogo» por excelencia entre
los Padres de la Iglesia. Lo hacemos con un bello canto en el que la alabanza a
Dios, soberano y creador, asume un aspecto trinitario. «Tú, [Padre,] has creado
el universo, le has dado a todo el puesto que le compete y le mantienes en
virtud de tu providencia... Tu Verbo es Dios-Hijo: es consubstancial al Padre,
igual a él en honor. Él ha armonizado el universo para reinar sobre todo. Y, al
abrazarlo todo, el Espíritu Santo, Dios, cuida y tutela todo. Te proclamaré, Trinidad
viviente, único soberano... fuerza perdurable que rige los cielos, mirada
inaccesible a la vista, pero que contempla todo el universo y conoce toda la
profundidad secreta de la tierra hasta los abismos. Padre, sé benigno conmigo:
... que yo pueda encontrar misericordia y gracia, pues tuya es la gloria y la
gracia hasta la edad sin fin» («Carme» 31, in: «Poesie/1», Roma 1994, pp.
65-66). (San Juan
Pablo II. Audiencia del Miércoles 3 de
juniol del 2002).
La segunda
lectura tomada del libro del Apocalipsis (Ap 1, 5-8) nos
presenta al que es "...el
Alfa y la Omega, el que es, el que era y el que viene, el Todopoderoso" (Ap 1, 8) El Apocalipsis
(o Revelación) es una "epístola" o carta "encíclica" (esto
es, circular) dirigida a las cuatro iglesias de la provincia romana del Asia
Menor. Comienza invocando sobre estas iglesias el nombre de Dios (el Padre), el
Espíritu y Jesucristo. Tres títulos, que recuerdan la fórmula del símbolo
apostólico ("murió, resucitó y está sentado a la diestra del Padre"),
acompañan al nombre de Jesucristo: "Testigo fiel", pues Jesucristo
selló con su sangre el evangelio que había predicado; "primogénito",
o primer nacido de entre los muertos (1 Cor 15,20; Col 1,18), que resucita para
no volver a morir (Rm 6,9), y "Príncipe" (Rey de reyes) que está
sentado a la diestra del Padre y vendrá a juzgar sobre las nubes.
La visión de
Dn 7 encuentra su plena interpretación cristiana en Ap 13: el Imperio romano es
presentado bajo el simbolismo de una bestia que al propio tiempo recapitula las
cuatro que viera Daniel. Ya desde el principio, el autor del Apocalipsis ha
hecho alusión a la visión de Dn 7. El Apocalipsis no es ya la
"Revelación" (que eso significa "Apocalipsis") de Daniel,
de Moisés, de Henoc o de cualquier otro personaje antiguo, sino del propio Hijo
de Dios, Jesucristo, el cual, en estos versículos de la introducción que hoy
leemos, se presenta bajo diferentes títulos; entre otros, el de que "viene
en las nubes", como el Hijo del Hombre. Es "el Príncipe de los reyes
de la tierra". Es soberano del universo, no por haber vencido
militarmente, sino por haber sido atravesado (v.7).
La memoria de
la obra salvadora de Dios en Jesucristo levanta la esperanza y abre los ojos
hacia la venturosa venida del Señor al fin de los tiempos. De esta manera se
introduce ya el auténtico tema del Apocalipsis. El Vidente, que describe su
visión con palabras tomadas de Daniel (7,13) y Zacarías (12,10), nos invita a
contemplar la venida del Hijo del Hombre sobre las nubes y a observar la
reacción que produce en los pueblos este acontecimiento.
Tenemos aquí
dos afirmaciones consecutivas. La Primera confirma la promesa de Dios, la
segunda es la respuesta confiada de la comunidad a esta promesa (cfr. 22,20).
"Alfa" y "omega" son la primera y la última letra del
alfabeto griego. Dios es el primero y el último, "el que era" y
"el que viene". Dios es, por lo tanto, el sentido de la historia.
Cuando triunfe definitivamente el "Testigo fiel" y venga con poder y
majestad, se manifestará en Jesucristo, Señor, el misterio de Dios y todo
quedará patente y descifrado. Entonces veremos que Dios es todo en todos.
El evangelio es de San Juan (Jn 18, 33b– 37)
nos presenta la realeza de Jesús.
"¿Eres tú
el rey de los judíos?" (Jn 18, 33). Los judíos habían decidido dar
muerte a Jesús. La gente del pueblo, sin embargo , habían aclamado con palmas y
vítores como Rey mesiánico a aquel hombre de origen oscuro que procedía de
Nazaret. Habían organizado espontáneamente una entrada triunfal en la que, como
dijo el profeta Zacarías, el Mesías entraba majestuoso y pacífico, montado
sobre un asno, a la usanza de los antiguos reyes y nobles de Israel. El
entusiasmo de la muchedumbre colmó la envidia y los celos de escribas y
fariseos. Estaba decidido, aquel hombre tenía que morir.
Consiguieron
apresarle con la traición de Judas. Aquel que fue poderoso, en palabras y en
obras, quedó de pronto sin fuerza ni resistencia alguna. El que fue capaz de
arrojar, solo contra todos, a los mercaderes del templo, aparecía
inesperadamente desarmado, inerme y abandonado. Sin embargo, entonces empezó la
última batalla del gran Rey en la que dando su vida vencía a la muerte y
destronaba al Príncipe de este mundo, alcanzando para todos la salvación
eterna, que será ofrecida hasta el final de los tiempos.
El pasaje coloca frente a frente a dos reyes.
Pilato, quien representa al emperador romano, es el hombre que detenta en Judea
el máximo poder y es el único que puede aplicar la pena de muerte, él tiene
derecho sobre la vida y sobre la muerte.
Jesús, quien llega atado como un malhechor, se presenta a sí mismo como
un Rey, pero de un tipo distinto al de Pilato.
El evangelio
de hoy es el comienzo de la versión de Juan sobre este proceso. El
interrogatorio del juez al acusado versa sobre si éste es o no el rey de los
judíos. El acusado lo sostiene con matices. Indudablemente estos matices
explican una noticia dada con anterioridad por el evangelista: "Dándose cuenta Jesús de que iban a
llevárselo para proclamarlo rey, se retiró otra vez al monte, él solo"
(Jn. 6,15).
Es, pues,
claro que Jesús no es rey en el sentido político habitual del término. De serlo
en este sentido tendría las instituciones y cuerpos adecuados, los que no
tiene. La realeza de Jesús no pertenece, por tanto, al mundo este, es decir, a
este orden de cosas. Pero esto no quiere decir que no sea para este mundo o no
se dé en este mundo. Y es que la palabra mundo tiene en el cuarto evangelio dos
sentidos.
Para nuestra vida
La primera
lectura nos presenta al profeta Daniel, en lenguaje apocalíptico, nos habla de un anciano,
Dios, que envía desde el cielo a un “hijo de hombre” al que se le da poder real
y dominio sobre todos los pueblos,
naciones y lenguas.
Nosotros, los
cristianos, siempre hemos visto en esta figura del hijo de hombre a Jesucristo,
rey del universo. El mismo Jesús, en los evangelios, se da más de una vez a sí
mismo este título de “hijo de hombre”. Sí, Jesús fue un hombre como nosotros en
todo, menos en el pecado, a quien Dios Padre envió a la tierra para salvarnos a
todos. Debemos celebrar hoy con gozo esta fiesta de Cristo Rey, proclamándole
libre y agradecidamente nuestro rey, rey de nuestros corazones, que queremos
que dirija y guíe nuestro diario vivir.
El
salmo de hoy es un reconocimiento de la realeza de Dios. "El
Señor reina, vestido de majestad, el Señor, vestido y ceñido de poder"
(Sal 92, 1). "Señor" (Kyrios en griego) es uno de los
títulos más antiguos, y más frecuentes, para denominar a Dios, o para referirse
a Jesucristo, verdadero Dios y verdadero hombre. Con ello estamos confesando la
soberanía absoluta, que Dios tiene sobre todo cuanto existe, y que sólo a él
corresponde de modo propio y adecuado.
Los demás señores lo son solamente a medias,
de forma relativa y parcial, por muy alto que sea el cargo que ostenten, o por
mucho poder y riqueza que posean. Con razón decía Jesús a Pilato que no tendría
ningún poder sobre él si no se le hubiera dado de lo alto.
Pensemos hoy
un poco en esta realidad maravillosa, en la grandeza suma de nuestro Dios y
Señor. Fomentemos en lo más profundo de nuestro ser sentimientos de adoración
ferviente, deseos de servir con alma y vida a nuestro auténtico Rey.
“Tu trono está firme desde siempre, y tú eres
eterno..." (Sal 92, 2) Todos los señores de la tierra
terminan por dejar de serlo, todos los reyes del mundo tienen que ceder un día,
de grado o por fuerza, sus coronas y sus cetros. Apenas si muere el rey, cuando
ya se aclama al sucesor exclamando, como si nada hubiera ocurrido, ¡viva el
rey!
Para Gregorio
de Nisa, este salmo canta el misterio de la victoria de Cristo sobre la muerte,[1]
tema muy apropiado para la celebración matinal de este Domingo. Por su parte,
Eusebio[2] prolonga
así la interpretación del Niseno: "En su Encarnación y Muerte, el Señor se
había revestido de humildad: «No hay en Él belleza que agrade...» (Is 53: 2).
Pero, una vez que volvió a tomar posesión de su gloria, aquella que había
tenido siempre junto a su Padre, «ha transformado nuestro cuerpo de bajeza»
(Phil 2: 14) y ahora reina vestido de majestad. Esta expresión indica que hubo
un tiempo en que Él fue expoliado de esa majestad. En efecto: «fue crucificado
por razón de su flaqueza» (2 Cor 13: 4), pero después de haber vencido a la
muerte, tomó posesión de su Reino y se ha vestido de majestad y ceñido de
poder.
Habiéndose,
pues, revestido de su propia omnipotencia, afronta una empresa gigantesca:
afianzar el orbe, sin que vacile. Cristo, después de haber desbaratado las
potencias adversas, ha enaltecido de nuevo la tierra que, debido al dominio del
Maligno, estaba a punto de precipitarse al abismo. En la persona de la Iglesia,
fundada sobre una roca inexpugnable para el Demonio, ha afianzado el mundo,
hasta el punto de nunca consentir que se desvíe del amor de Dios."
Del mismo modo que por medio de las aguas,
dominadas al comienzo del mundo por su potencia creadora, el Verbo hizo a la
tierra fecunda, así también ahora Cristo, por medio del Espíritu Santo,
santifica a los hombres y afirma su Reinado en el mundo.[3] El
Espíritu Santo es ese "río de Vida que brota del trono de Dios y del
Cordero (Ap 22: 1), uno de los más bellos símbolos del Espíritu Santo"[4],
río divino cuyo correr alegra la ciudad de Dios (Ps 45: 5), y alimenta los
muchos ríos de las almas.
"Esta
casa es la Iglesia. Para permanecer firme para siempre (v. 2), nada le conviene
mejor que la santidad. Pues de la misma manera que lo que es propio del
testimonio de Cristo es la verdad, así también lo que es propio de su casa es
la santidad. De modo que, si -Dios no lo quiera- la inmundicia y la impiedad se
vieran un día en la casa de Dios, Él mismo, que habita en ella, diría: «He aquí
que vuestra casa va a quedar desierta.» (Mt 23: 38)"[5]
La segunda lectura del libro del Apocalipsis nos presenta al que es "...el Alfa y la Omega, el
que es, el que era y el que viene, el Todopoderoso" (Ap 1, 8) ¡Mirad! Él
viene en las nubes -exclama el vidente de la isla de Patmos-. Exclamación que
debía resultar un tanto extraña a los hombres del siglo I que no sabían todavía
lo que era atravesar los aires y volar sobre las nubes. Y, sin embargo, la fe
hizo el prodigio de que aquellos creyeran y esperaran que un día viniera Cristo
por los caminos del aire, el Amado, con todo su esplendor y majestad a juzgar a
los vivos y a los muertos, a ejercitar el poder judicial y el ejecutivo que
como Rey universal le compete.
También
nosotros hemos de creer con toda la mente y con todo el corazón que un día
llegará nuestro Rey, Cristo Jesús. Y movidos por esa esperanza hemos de vivir
siempre fieles nuestro compromiso de amor, siempre fieles a las promesas del
Bautismo. Si vivimos así, nada nos asustará. Nada, ni la suprema catástrofe del
fin del mundo. Entonces, en medio de la prueba, nos fortalecerá nuestra firme
creencia en la llegada inmediata de Cristo, nuestro Rey de amor y de paz.
El evangelio nos sugiere la pregunta en
nuestra conciencia de ¿en qué sentido
Jesucristo es rey, en nuestra vida
pública y privada? ,
¿Qué pedimos cuando en el Padrenuestro
decimos: “venga a nosotros tu reino”.
Sigamos con
atención la escena. Jesús no niega a Poncio Pilato que Él sea Rey. Y eso le
llega a sorprender aún mucho más al Gobernador romano. A nosotros nos puede ser
muy útil hoy esa característica que Jesús añade: Rey de la verdad. En este
mundo actual lleno de mentira y de falsedades establecidas como si fueran
verdades, nuestro sentido de la verdad –yo diría casi adoración por ella—ha de
llenar nuestro afán. Nunca como ahora la verdad se hizo tan necesaria. La
mentira abunda por doquier, desde en la política hasta en el comercio. Vivimos
un tiempo de fraude, de mentira generalizada. Luchemos, pues, por el Reino de
Cristo.
Hoy Jesús
aparece como testigo de la verdad. El testigo fiel es el que da testimonio de
la verdad del que habla. Jesucristo fue el testigo fiel de la verdad del Padre,
a quien el Padre envió precisamente a este mundo para eso: para ser testigo de
la verdad, como el mismo Jesús le dice a Pilato. Para nosotros, los cristianos,
Jesucristo es la verdad suprema, antes de todas las demás verdades científicas,
sociales o políticas. En este sentido, repetimos una vez más, es nuestro rey.
Nosotros no despreciamos nunca las verdades científicas, sociales y políticas,
pero las sometemos a la verdad suprema que es Jesucristo.
Ese testigo de
la verdad es Rey. Es Rey de un Reino
que, en el que se nos enseña un trono que sin palabras lo dice todo: la cruz.
Un Rey que, sin palabras, lo hace todo con su presencia, su mirada y su
testimonio. Cristo Rey, entre otras cosas, nos invita a dar la vuelta un poco
al día a día de nuestra existencia. No podemos decir “Tú eres Rey” si, a
continuación, nosotros no le rendimos nuestras capacidades, no le ofrecemos
nuestras habilidades o le negamos nuestra voz en esas situaciones que reclaman
nuestro testimonio autentico y sincero.
" Pero, ¿cuál es la «verdad» que Cristo vino a
testimoniar al mundo? Toda su existencia revela que Dios es amor: esta es, por
tanto, la verdad de la que dio pleno testimonio con el sacrificio de su misma
vida en el Calvario. La Cruz es el «trono» desde el que manifestó la sublime
realeza de Dios Amor: entregándose en expiación por el pecado del mundo,
derrotó al dominio del «príncipe de este mundo» (Juan 12, 31) e instauró definitivamente
el Reino de Dios. Reino que se manifiesta en plenitud al final de los tiempos,
después de que todos los enemigos, y por último la muerte, hayan sido sometidos
(Cf. 1 Corintios 15, 25-26). Entonces, el Hijo entregará el Reino al Padre y
finalmente Dios será «todo en todos» (1 Corintios 15, 28).
El camino
para llegar a esta meta es largo y no es posible tomar atajos: es necesario que
toda persona acoja libremente la verdad del amor de Dios. Él es Amor y Verdad,
y tanto el amor como la verdad no se imponen nunca: tocan a la puerta del
corazón y de la mente y, allí donde pueden entrar, ofrecen paz y alegría. Esta
es la manera de reinar de Dios; este es su proyecto de salvación, un
«misterio», en el sentido bíblico del término, es decir, un designio que se
revela poco a poco en la historia." (Benedicto XVI, 26 Nov 2006.),
¿Tiene sentido
celebrar hoy esta fiesta? Por supuesto que sí, porque lo que queremos celebrar
es que Jesucristo debe ser lo más importante de nuestra vida, debe reinar en
nuestro corazón.
También
nosotros somos "reyes" por la consagración que hemos recibido al ser
ungidos con el santo crisma en el Bautismo. ¿Somos conscientes de esta dignidad
y de este compromiso? Se nos pide que vivamos según la dignidad que debe tener
un rey, pero al mismo tiempo se nos exige dar nuestra vida, servir a todos como
lo hizo el "rey de reyes". Hoy quiero seguir a Jesucristo, el
Príncipe de la Paz, defensor del Pueblo, luchador en favor del hombre, la
fuente de agua viva, el camino, la mesa del hambriento, el consuelo de los
tristes y esperanza de los angustiados; Quiero ser con Jesús el Amor entregado,
quiero vivir en su Reino, el reino del sí a Dios, el Reino del sí al hombre, el
Reino de la comunión de vida con Dios.
Releamos el Evangelio con los Padres de la
Iglesia
Así comenta
San Cipriano: “Venga a nosotros tu
Reino. Así como pedimos que sea santificado el nosotros el nombre de Dios,
también suplicamos que venga a nosotros su Reino.
Pero, ¿habrá
algún momento en que Dios no reine? ¿Cómo puede comenzar en él lo que siempre
existió y nunca dejará de existir? No. Lo que pedimos es que venga nuestro
reino, aquel reino que nos fue prometido por Dios y adquirido con la sangre y
la pasión de Cristo, de manera que, sirviéndolo fielmente en este mundo, podamos
un día reinar con él, según su promesa: ‘Venid, benditos de mi Padre, recibid
el reino que os está preparado desde el principio del mundo’.
En verdad,
hermanos míos carísimos, podemos entender que el mismo Cristo es el Reino de
Dios, cuya venida deseamos ardientemente cada día de nuestra vida. Él es la
resurrección, porque en él resucitamos; por eso podemos comprender que él es
también el Reino de Dios, porque en él hemos de reinar. Con razón, por tanto,
pedimos el Reino de Dios, esto es, el reino celestial, porque también hay un
reino terrestre”. (San
Cipriano, Tratado sobre la oración del Señor, 13s).
San Agustín comenta así: :
"Escuchad, pues, judíos y gentiles,
pueblo de la circuncisión y pueblo del prepucio; oíd todos los reinos de la tierra:
«No estorbo vuestro dominio terreno sobre este mundo, pues mi reino no es de este mundo». No
sucumbáis a vanos temores, como fueron los de Herodes el Grande ante la noticia
del nacimiento de Cristo, dando muerte a tantos niños para eliminarlo, acuciada
su crueldad más por el temor que por la ira (Mt 2,3.16). Mi reino -dice- no es de este mundo. ¿Queréis más? Venid al reino que no es de
este mundo: venid llenos de fe y no le persigáis llenos de temor. De Dios Padre
se dice en una profecía: Yo he sido
constituido rey por él sobre Sión su monte santo (Sal 2,6). Pero esa
Sión y ese monte santo no son de este mundo.
¿Cuál
es su reino, sino los que creen en él, de los que dice: Vosotros no sois del mundo, como yo no soy del mundo? Eso aunque
quisiera que permanecieran en el mundo, razón por la que dijo al Padre: No te pido que los saques del mundo, sino que
los preserves del mal (Jn 17,16.15). Por eso no dice aquí: «Mi reino no
está en este mundo», sino no es de
este mundo. Y lo prueba con estas palabras: Si mi reino fuese de este mundo, mis siervos lucharían para que no fuese
entregado a los judios. No dice: «Pero ahora mi reino no está aquí»,
sino no es de aquí. Aquí está
su reino hasta el fin del tiempo, entremezclado con la cizaña, hasta la época
de la siega, que es el fin del mundo, cuando vengan los segadores, esto es, los
ángeles, y recojan todos los escándalos de su reino (Mt 13,38-41), cosa que no
podría tener lugar, si su reino no estuviese aquí.
Sin
embargo, no es de aquí, porque se encuentra como peregrino en el mundo, según
él dice a su reino: Vosotros no sois
del mundo, sino que yo os he elegido del mundo (Jn 15,19). Del mundo
eran cuando no eran aún su reino y pertenecían al príncipe del mundo. Era del
mundo todo lo que, aunque creado por el Dios verdadero, fue engendrado por la
viciada y condenada estirpe de Adán, y se convirtió en reino, no de este mundo,
cuando fue regenerado por Cristo. Por él Dios nos sacó del poder de las
tinieblas y nos trasplantó en el reino del Hijo de su amor (Col 1,13); de este
reino dice: Mi reino no es de este
mundo, o Mi reino no es de aquí.
Pilato le contestó: Luego ¿tú
eres rey? Y Jesús: «Tú lo has dicho: Yo soy rey» (Jn
18,37). No es que temiera proclamarse rey, sino que puso el contrapeso de estas
palabras: Tú lo dices, de modo
que no niega ser rey -porque es rey del reino que no es de este mundo-, ni
confiesa que sea tal rey, cuyo reino se crea que es de este mundo, como pensaba
quien le había preguntado: Luego ¿tú
eres rey?, a lo que él respondió: Tú
lo dices: «Yo soy rey». Las
palabras: Tú lo dices equivalen
a esto: «Siendo tú carnal, hablas según la carne»" . ( San Agustín. Comentarios
sobre el evangelio de San Juan 115,2-3).
Rafael Pla
Calatayud.
rafael@betaniajerusalen.com
[1] S. GREGORIO DE NISA, Tractatus alter in
psalmorum inscriptiones, 92; PG 44.
[2] EUSEBIO, Commentaria in psalmos, 92; PG 23;
También con esta estrofa la Iglesia canta, en el mismo sentido, un himno de
alabanza al Verbo Creador y a Cristo Resucitado. (cfr. LITURGIA DE LAS HORAS,
ant Laud Dom 3 y 7 T Pasc; ).
[4] CEC, 1137.
[5] Eusebio de Cesarea,
commentaria in psalmos, 92; pg 23.
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