Comentario a Lecturas del XXXIII Domingo del Tiempo Ordinario. 18 de noviembre 2018
A las puertas ya del final del año
litúrgico, la Palabra de Dios nos es presentada en un lenguaje apocalíptico. La
apocalíptica es la literatura que aborda esta temática: la ardiente espera de
un final del orden presente, al que seguirá un orden o mundo nuevo. Para ello
se sirve de un lenguaje especial, el lenguaje que tiene su origen en la
fantasía. No es de naturaleza informativa, es decir, no es una guía en la que
se nos comunica el desarrollo de unos hechos. Es de naturaleza simbólica,
plástica y está al servicio de una idea, de una concepción. Por lo que respecta
al final, éste es expresado con imágenes tremendistas: cataclismos cósmicos,
guerras, fuego, derrumbamientos, personajes celestes, señales luminosas,
trompetas convocando a juicio.
Si
ya había violencia en nuestra sociedad, este fin de semana la violencia
ha llenado de horror las calles de París. Ahora nuestra comunión se ha hecho
más dolorosa, pero no menos esperanzada; el calvario se nos ha llenado de
sangre, la muerte parece prevalecer sobre la vida, pero sabemos cómo Iglesia
amada del Señor, que la victoria es del Crucificado, que la última palabra la
tienen las víctimas, la tiene siempre el amor. Hoy, en Cristo, Dios te muestra
el camino que lleva al futuro. ¡Dichosos los sufridos, porque ellos heredarán
la tierra!
Hoy
en el salmo resonará las palabras del salmista que pronunció Jesús en la
cruz. “Protégeme, Dios mío, que me refugio en ti”:
Hoy la palabra proclamada nos sitúa
ante tiempos difíciles. La Palabra de Dios de este domingo nos hace una llamada
a reavivar nuestra confianza en Dios y nuestra responsabilidad en hacer de éste
el mejor de los mundos posibles. Una vez más constatamos que Dios está a favor
nuestro, que cuenta con nosotros para construir el Reino de Dios ya desde
ahora.
Las palabras de la profecía de Daniel
son palabras para “tiempos difíciles, como no los ha habido desde que hubo
naciones hasta ahora”. Las del evangelio lo son para los días que vendrán
“después de la gran angustia”, días de regreso de la tierra al caos primordial,
cuando sol y luna no la iluminaban y los astros no ocupaban sus órbitas en el
cielo.
Pero profecía y evangelio parecen remitir a
tiempos que, por misteriosos y lejanos, difícilmente percibiremos en la
comunidad eclesial como angustiosos y como nuestros. De ahí la necesidad de
escuchar una y otro desde el dolor de las víctimas, desde el caos en el que
todas ellas deambulan, como si sus vidas y su mundo no formasen ya parte de la
creación de Dios.
La
primera lectura del libro de Daniel (Dn 12, 1-3) es parte de un libro que fue
escrito en tiempos de persecución y de resistencia. En
los pasajes apocalípticos de esta lectura “la gran tribulación" o
"los tiempos difíciles" aparecen como una señal de salvación
definitiva de los justos.
Con toda seguridad este libro
de Daniel fue escrito en tiempos difíciles, en tiempos de persecución y de
resistencia. Concretamente los comentaristas actuales sitúan su redacción entre
los años 167 y 164 a C., durante la dominación de Antíoco Epífanes y antes de
la victoria de los Macabeos.
En los capítulos anteriores se
describen los acontecimientos históricos desde un punto de vista o perspectiva
escatológica, esto es, teniendo en cuenta el desenlace final. De manera que
estos cuatro primeros versillos del capítulo 12 constituyen la conclusión del
relato y de su interpretación. En ellos se anuncia cómo todo llegará a un nuevo
punto culminante y decisivo, en el que Israel será protagonista y vencedor y se
cumplirán los planes de Dios. Esto es lo que quiere decirse aludiendo a la
victoria del arcángel San Miguel, que es el ángel custodio del pueblo de Dios y
la personificación de la especial providencia divina en favor de Israel.
Los vs. que leemos hoy
constituyen la lógica conclusión al relato que comenzó con el cap. 10. En medio
del sufrimiento y de la gran tribulación, el Arcángel Miguel protegerá y
librará al pueblo de Dios que ha permanecido fiel. Está tan seguro de ello el
autor que llega a afirmar que los nombres de los salvados están "inscritos
en el libro".
En esta época tardía
encontramos la idea de ángeles guardianes o tutelares de los reinos. De la
porción escogida de Dios, Israel, se ocupará Miguel (no quiero entrar en el
oscurísimo origen de estos seres angélicos. Una opinión muy en boca los
considera como divinidades inferiores de los panteones orientales,
desclasadas).
Y tras la resurrección un juicio de separación:
"...unos para vida eterna, otros para ignominia perpetua" (v. 2).
Pero debemos ser muy cautos con el significado de "eterno". No se
trata de un algo sin final absoluto (concepción filosófica griega) sino de una
vida en la nueva etapa que Dios instaura (nuevo reino), libre de sufrimientos y
de persecuciones. En esta nueva etapa del reino (siempre dentro de una
continuidad histórica). Lo que nosotros entendemos hoy por vida eterna no
aparece en Daniel. Los llantos, gritos, cadenas, fuego... que sufrirán los
perversos, son ideas no bíblicas sino de la literatura apocalíptica no
canónica.
El autor ve en los mártires de su
tiempo la señal de la victoria, descubre la situación extrema que precede a la
salvación del pueblo que ha resistido en la fe. Este es "el libro de la
vida". Se trata de una imagen utilizada para expresar que Dios conoce a
los suyos y los protege hasta el final. No hay en todo el Antiguo Testamento
ningún otro lugar en el que hable tan claramente de la resurrección de los
muertos que "duermen en el polvo". Aunque se dice que
"despertarán muchos", esta expresión quiere decir con frecuencia
"todos", y éste parece aquí su sentido. La resurrección es para
nuestro autor un postulado de la justicia divina, que no puede dejar sin premio
a los mártires y sin castigo a sus verdugos. No falta una palabra de esperanza
y una promesa para los "sabios", esto es, para los que enseñan a
practicar y no sólo a conocer lo que es justo a los ojos de Dios. Hay para
ellos reservada una gloria especial e imperecedera.
El salmo
responsorial de hoy es el salmo 15 (15,5 y 8. 9-10. 11)
Con
este salmo imploramos al Señor.
«Protégeme, Dios mío, que me refugio en ti. El Señor es el
lote de mi heredad y mi copa, mi suerte está en su mano. Tengo siempre presente
al Señor, con Él a mi derecha no vacilaré. Por eso se me alegra el corazón, se
gozan mis entrañas y mi carne descansa serena. No me entregarás a la muerte ni
me dejarás conocer la corrupción. Me enseñarás el sendero de la vida, me
saciarás de gozo en tu presencia, de alegría perpetua a tu derecha».
Seguimos el comentario de San JP II.
"El salmo 15 desarrolla dos temas, expresados mediante tres símbolos. Ante
todo, el símbolo de la «heredad», término que domina los versículos 5-6. En
efecto, se habla de «lote de mi heredad, copa, suerte». Estas palabras se
usaban para describir el don de la tierra prometida al pueblo de Israel. Ahora
bien, sabemos que la única tribu que no había recibido un lote de tierra era la
de los levitas, porque el Señor mismo constituía su heredad. El salmista
declara precisamente: «El señor es el lote de mi heredad. (...)
San Agustín comenta: «El salmista no dice: "Oh Dios, dame una
heredad. ¿Qué me darás como heredad?", sino que dice: "Todo lo que tú
puedes darme fuera de ti, carece de valor. Sé tú mismo mi heredad. A ti es a
quien amo". (...) Esperar a Dios de Dios, ser colmado de Dios por Dios. Él
te basta, fuera de él nada te puede bastar» (Sermón 334,
3: PL 38, 1469).
El segundo tema es el de la comunión
perfecta y continua con el Señor. El salmista manifiesta su firme esperanza de
ser preservado de la muerte, para permanecer en la intimidad de Dios, la cual
ya no es posible en la muerte (cf. Sal 6,6; 87,6). Con todo, sus expresiones no
ponen ningún límite a esta preservación; más aún, pueden entenderse en la línea
de una victoria sobre la muerte que asegura la intimidad eterna con Dios.
Son dos los símbolos que usa el
orante. Ante todo, se evoca el cuerpo: los exégetas nos dicen que en el
original hebreo (cf. Sal 15,7-10) se habla de «riñones», símbolo de las
pasiones y de la interioridad más profunda; de «diestra», signo de fuerza; de
«corazón», sede de la conciencia; incluso, de «hígado», que expresa la
emotividad; de «carne», que indica la existencia frágil del hombre; y, por
último, de «soplo de vida».
Por consiguiente, se trata de la
representación de «todo el ser» de la persona, que no es absorbido y aniquilado
en la corrupción del sepulcro (cf. v. 10), sino que se mantiene en la vida
plena y feliz con Dios.
() El segundo símbolo del salmo 15 es
el del «camino»: «Me enseñarás el sendero de la vida» (v. 11). Es el camino que
lleva al «gozo pleno en la presencia» divina, a «la alegría perpetua a la
derecha» del Señor. Estas palabras se adaptan perfectamente a una
interpretación que ensancha la perspectiva a la esperanza de la comunión con
Dios, más allá de la muerte, en la vida eterna.
En este punto, es fácil intuir por qué
el Nuevo Testamento asumió el salmo 15 refiriéndolo a la resurrección de
Cristo. San Pedro, en su discurso de Pentecostés, cita precisamente la segunda
parte de este himno con una luminosa aplicación pascual y cristológica: «Dios
resucitó a Jesús de Nazaret, librándole de los dolores de la muerte, pues no
era posible que quedase bajo su dominio» (Hch 2,24).
San Pablo, durante su discurso en la
sinagoga de Antioquía de Pisidia, se refiere al salmo 15 en el anuncio de la
Pascua de Cristo. Desde esta perspectiva, también nosotros lo proclamamos: «No
permitirás que tu santo experimente la corrupción. Ahora bien, David, después
de haber servido en sus días a los designios de Dios, murió, se reunió con sus
padres y experimentó la corrupción. En cambio, aquel a quien Dios resucitó -o
sea, Jesucristo-, no experimentó la corrupción» (Hch 13,35-37). (San Juan Pablo II. Audiencia general del
Miércoles 28 de julio de 2004).
La
segunda lectura de la carta a los hebreos (Hb 10, 11-14.18) , que hemos ido
leyendo estos domingos, marca de manera magistral –y, sobre todo, para la
mentalidad de los judíos de la generación de Jesús—que su sacerdocio es eterno
y que su sacrificio solo ha ocurrido una vez. La estructura
de la Carta a los Hebreos refleja la condición de Jesús como Sumo Sacerdote, es
el sacerdocio de Jesús, en el que la Iglesia, año tras año, se ha visto
reflejada.
Los versículos de hoy pertenecen
al final de la parte central de la carta a los hebreos (5, 11-10, 18), que ha
puesto a la luz la superioridad del sacerdocio de Cristo sobre el sacerdocio
levítico. En la presente lectura el autor reclama nuestra atención sobre dos de
los argumentos que él ha desarrollado en favor de esta superioridad.
En contraste con el sumo
sacerdote, Cristo, a su vez, ha penetrado en un santuario eterno (versículos
12-13). Esta entrada simboliza su ascensión hasta el Padre, por encima de los
cielos que la cosmología judía se representaba bajo la forma de una tienda (Sal
103/104, 2). Así pues, Cristo ha penetrado en un tabernáculo no hecho por manos
de hombres (Heb 9, 11), es decir, este nuevo tabernáculo no pertenece a la
creación propiamente dicha, y se ha sentado por encima de ella.
El autor desarrolla en este
pasaje una idea nueva: el sacrificio de Cristo le confiere una investidura
mesiánica (versículo 13), a la cual no podía aspirar el sumo sacerdote. Por
primera vez, en Jesucristo, un acto sacerdotal termina en una investidura real.
En oposición a los múltiples
sacrificios del templo, el sacrificio de Cristo es único (vv. 12, 14 y 18): todo
se ha cumplido de una vez para siempre. Al ofrecer su vida y su sangre, Jesús
trasciende todo lo que había sido realizado anteriormente (cf. Heb 9, 9-12); en
segundo lugar, su sacrificio perfecciona a cualquiera que se beneficie de él
(versículo 14), cosa que ningún sacrificio anterior había podido lograr (cf.
Heb 8, 7-13); finalmente, el sacrificio de Cristo abre a los suyos el acceso a
los bienes espirituales y escatológicos, en tanto que los sacrificios antiguos
solo procuraban bienes materiales.
Incluso el hecho de que el
Señor esté, a partir de este momento, "sentado" (v. 12), y no de pie,
en actitud sacrificial (v. 11), pone de manifiesto que su sacrificio no admite
renovación alguna, pues los pecados quedan efectivamente perdonados.
El sacrificio de Jesús vale para todos
y en todos los tiempos. Es decir, no es una cuestión particular ligada al
Templo de Jerusalén o a los templos de la Iglesia Católica. Sirve para todos
los hombres y mujeres de antes, de ahora, y de todo el futuro.
La Carta a los Hebreos deja
absolutamente claro la salvación, cuando
habla de la ofrenda de su propia vida, que Cristo ofreció por nuestros pecados
de una vez para siempre. Desde entonces introdujo el perdón de los pecados,
como regalo perpetuo que Dios nos hace. Los sabios según Dios y aquellos que
enseñaron y practicaron la justicia brillarán por toda la eternidad.
El
evangelio acabando ya el ciclo litúrgico
B es del evangelista san Marcos. (Mc 13, 24 – 32).
A continuación del texto del
domingo pasado, San Marcos nos presenta
a Jesús abandonando el Templo y hablando de la futura destrucción de éste.
Sentado después en el monte de los olivos, teniendo precisamente ante su vista
ese Templo, Jesús responde a una pregunta formulada por Pedro, Santiago, Juan y
Andrés. Son los mismos cuatro con los que Marcos había iniciado la andadura
pública de Jesús. La pregunta ha sido la siguiente:
¿Cuándo sucederá esa
destrucción y cuál será la señal anunciadora? Jesús les pone en guardia contra
la curiosidad por saber tiempos y fechas, invitándoles más bien a tomar
conciencia del difícil futuro que como discípulos suyos les espera. Es en este
punto donde entronca el texto de hoy.
Este comienza con una
referencia a esa situación de dificultad de los discípulos. La llama "gran
tribulación". Sin embargo, y ésta es la peculiar aportación del texto,
esta situación de dificultad no va a durar indefinidamente. Su final se
articula en tres actos: fenómenos cósmicos, llegada gloriosa del Hijo del Hombre,
reunión de los elegidos dispersos por los cuatro puntos cardinales. Esta
reunión que pone fin a las penalidades de los elegidos es el punto culminante y
razón de ser de los fenómenos cósmicos y de la llegada del Hijo del hombre.
A continuación el lenguaje del
texto deja de ser informativo para hacerse interpelativo: empleo de la segunda
persona del imperativo (aprended, sabed). La interpelación está basada en el
símil del despuntar de la higuera como señal inconfundible de la proximidad de
la estación buena. La formulación textual de la trasposición del símil es como
sigue: "Así también vosotros, cuando
veáis suceder esto, sabe que está cerca, a la puerta". Los problemas
de esta formulación son dos: a qué se refiere el pronombre "esto";
ausencia de sujeto en la frase "está cerca". El mensaje es claro,
Jesus indica que cuando por ser discípulos míos os veáis inmersos en la
dificultad, sabed que el final de ésta, está cerca. El pronombre
"esto" se refiere a las dificultades de los discípulos y no a los
fenómenos cósmicos. La función del símil es despertar en los discípulos la
certeza de que sus sufrimientos tendrán un desenlace feliz.
Incluso se afirma después la
proximidad de ese desenlace, aunque su delimitación exacta no se pueda
precisar.
La venida de Jesús, irá acompañada de
unos acontecimientos cósmicos: vendrá como un ladrón en la noche, de manera
imprevista. Pero en este futuro
actuar de Dios hay un sí absoluto al mundo que ha creado. Jesús nos dice que
estemos atentos a la higuera, es decir a los signos de los tiempos, de los que
hablaba el concilio Vaticano II. El Hijo del Hombre, figura que aparece en el
profeta Daniel, vendrá sobre las nubes del cielo, reunirá a los elegidos de los
cuatro vientos. Por tanto, vendrá a salvar y no a condenar. El juicio será para
la salvación no para la condenación. En los evangelios Jesús se atribuye a sí
mismo este título mesiánico.
Aprended de la parábola de la
higuera…; pues cuando veáis vosotros suceder esto, sabed que Él está cerca, a
la puerta. El Señor siempre está cerca de cada uno de nosotros, animándonos con
su gracia, su presencia y su amor para que sigamos viviendo. Todos los signos
de los tiempos, la guerra y la paz, la justicia y la injusticia, la muerte de
un niño y la muerte de un anciano, todas las criaturas nos hablan de un Dios
que, como diría san Juan de la Cruz, por ellas ha pasado. El universo entero es
huella de Dios: debemos ver y sentir a Dios en todas sus criaturas y, de manera
especial, en cada uno de nosotros. Comparada con los tiempos de Dios, nuestra
vida es solo un instante, como un soplo; todas las criaturas nos dicen que Dios
está siempre ahí mismo. Estos son para nosotros los signos de los tiempos, a
través de sus criaturas debemos los cristianos saber descubrir a Dios. Como
cada higuera espera su primavera para que sus ramas se pongan tiernas y broten
sus yemas, así cada uno de nosotros debe vivir siempre esperando que llegue
para cada uno de nosotros la primavera de Dios, cuando Dios se hará presente
definitivamente, en nuestras vidas.
Para
nuestra vida.
Hoy es el domingo penúltimo del tiempo
ordinario y los cristianos somos convocados a una meditación sobre el fin del
mundo y el cumplimiento de la historia de la salvación. Es bueno pensar
serenamente en el final para poder entender mejor los principios, y sobre todo
para saber vivir en el presente. Meditar en las realidades últimas es signo de
valentía espiritual.
Este domingo es una invitación
a una buena noticia: nos espera la plena realización de todas las esperanzas de
paz, alegría, amor, verdad y justicia. Al final del tiempo, la realización y
consumación de la esperanza. Asidos en una palabra que es garantía de futuro:
«no pasará esta generación antes de que todo se cumpla». Es misión del
cristiano hacer presente este futuro en cada generación. Asumir con ojos de
distancia y de futuro la responsabilidad del quehacer de cada día. No tiene que
resultarnos extraño que en cada acción -por diminuta que ésta sea- resuene un
cierto sabor de futuro. La fe y la esperanza nos aseguran que Dios da futuro al
presente.
Creer es acoger a Dios en
nuestra vida de cada día; acogida de amor y de libertad que implica conversión
permanente, consentimiento en renacer de nuevo y una tensión hacia delante.
Solamente la esperanza da fuerza para aguantar el cansancio de vivir y para
superar la monotonía diaria. La religión cristiana es una praxis humana
destinada a conferir sentido y orientación de la vida personal y social de los
hombres en cada momento histórico. Transida de esperanza en un futuro que ha
comenzado ya, tiene la vocación de hacer más justas, libres y fraternas las
relaciones del hombre consigo mismo y con los demás.
En
la primera lectura, el profeta Daniel habla a un pueblo que está a punto de ser
extinguido por un poder militar adverso.
El libro de Daniel es muy
fecundo en símbolos, visiones, escenas evocadoras, imágenes brillantes y en una
filosofía de la historia que le confiere alto precio entre los libros santos.
Precisamente la aportación más valiosa del libro la encontramos en los
versículos que vamos a comentar.
Se puede afirmar que, hasta la
redacción de este capítulo desconoce el AT la doctrina de la resurrección.
Sería tarea prolija explicar el concepto de vida de ultratumba que tenían. De
todos modos, aparece ya clara esta idea: los justos resucitarán. Pero hay más.
Daniel insiste: los que se mantienen firmes en la palabra de Dios
resplandecerán por siempre, eternamente, como las estrellas (v 3). La doctrina
no puede ser más consoladora. Dios nos protege en esta vida y nos da, más allá,
la vida eterna.
Estamos habituados ahora a
hablar así, se nos antoja natural Pero fijemos nuestra atención en la audacia
del autor que formula por primera vez y tan diáfanamente esta doctrina. Y si
aseguramos que se trataba de un autor inspirado, caemos en la cuenta de que
esta condición no nos excusa los esfuerzos. Como no los excusa el autor del
libro a sus lectores, pese a que les promete la ayuda de Dios.
El autor de Daniel conoce la
condición humana y hasta sus más grandes debilidades. Nos habla del orgullo de
Nabucodonosor, de la impiedad de Baltasar y de la lubricidad senil de los
acusadores de Susana; no es, desde luego, un ingenuo. Durante su vida ha
presenciado crímenes y persecuciones, no ha vivido en un claustro alejado del
mundo. Se trata de un hombre de carne y hueso, pero un hombre de fe, y hasta
intransigente a veces.
El profeta les dice
que no teman, que Dios les salvará, que lo que ellos tienen que hacer es
mantenerse fieles a su Dios. Es un mensaje que también debe valernos a nosotros
cuando estamos ante un peligro físico, social o psicológico: debemos mantener
fuerte nuestra confianza en el Señor. En medio de todas las dificultades, Dios
no nos abandona.
Y es con esa fe en Dios como
cobra confianza, la más grande confianza habida en la historia, la que provoca
el escepticismo irónico de los griegos frente a san Pablo, pero que a su vez
fortalece a los creyentes más que suficientemente para soportarlo todo a fin de
mantenerse firmes en su fe para con Dios.
No son realidades
trasnochadas, cuentos de miedo para asustar a los niños en la noche. Son
verdades fundamentales que, queramos o no, están ahí ante nosotros como una
amenaza, o como un motivo de esperanza y de consuelo. Sí, porque
"bienaventurados desde ahora los muertos que mueren el Señor. Si, dice el
Espíritu, para que descansen de sus trabajos, porque sus obras les
acompañan". "Para siempre, para siempre, para siempre", repetía
Santa Teresa. Y esta idea la animaba a seguir luchando, a perseverar en su
entrega, a ser fiel al amor del Amado. Llénate tú, y yo también, ante el
recuerdo de estas realidades, de un deseo constante de seguir adelante,
cubriendo gozoso todas las etapas que conducen a la última meta.
Este salmo se clasifica en la
categoría de los "Salmos del huésped de Yahveh". El hombre que ora
aquí, vive en un mundo materialista, en que los cultos paganos han invadido la
sociedad "tras los ídolos van corriendo".. se someten a sus
"libaciones sangrientas". En esa época se inmolaban niños a Moloc. El
autor denuncia esta increíble propagación del paganismo, sus prácticas y sus
devastaciones.
Es más: este hombre está
tentado por este mundo circundante, por "los ídolos del país, sus dioses
que tanto amé". Convertido al verdadero Dios, está turbado por el éxito y
la prosperidad aparente de las grandes naciones paganas. El materialismo sin
Dios es atractivo: "tras ellos van corriendo"... hay que armarse de
valor para enfrentarse a una corriente de opinión. La gran tentación en todos
los tiempos, ha sido el "sincretismo": esto es, juntar una pequeña
dosis de "fe y una gran dosis de "materialismo"... algo de
verdadera religión y algo de ídolos... un poco de Dios y mucho del dios Mamon,
el dinero...
Tentado, turbado, por el mundo
circundante el salmista pide a Dios ilumine el sentido de su existencia como
"pueblo separado", "pueblo elegido". Siente en el fondo de
su corazón la seguridad de "tener la mejor parte". Su opción de
creyente y practicante, lejos de ser un peso, una obligación onerosa, es para
él fuente pura de dicha incomprensible para los paganos, y describe su vida de
intimidad con Dios. Entonces todo el vocabulario de dicha aflora a sus labios:
"mi refugio"... "mi dicha"... "mi heredad"...
"mi copa embriagadora"... "mi destino"... "suerte
maravillosa"... "mi herencia primorosa" "mi
alegría"... "mi fiesta"...
El Señor es el lote de mi
heredad y mi copa, mi suerte está en tu mano (v. 5).
Los versículos 5 y 6 hacen
referencia a la forma de vida de los
levitas, que vivían en el templo, se
convirtió en un símbolo de intimidad con Dios: la tierra de Canaán, dominio
sagrado de Dios, dado a su pueblo... la casa de Dios, dominio sagrado al que
introdujo a sus huéspedes... anuncios proféticos de la "era
mesiánica" en que Dios "morará con los suyos y ellos con El".
El salmista ha aprendido un
«ejercicio de piedad» fundamental: «Tengo siempre presente al Señor» (v. 8).
Los resultados de este «ejercicio piadoso» son evidentes:
Con él a mi derecha no
vacilaré. Por eso se me alegra el corazón,
se gozan mis entrañas, y mi carne descansa serena (v. 8-9).
se gozan mis entrañas, y mi carne descansa serena (v. 8-9).
No se para a hacer inventario
de lo que está en manos de los demás. El tesoro que le espera está en buenas
manos (v. 5).
Porque no me entregarás a la
muerte ni dejarás a tu fiel conocer la corrupción. Me enseñarás el sendero de
la vida, me saciarás de gozo en tu presencia, de alegría perpetua a tu derecha
(v. 10-11).
Se trata de una intuición
psicológica de la seguridad de uno que ama y por eso «siente» que la muerte no
puede separarle de esa persona amada. Y como Dios es esta persona amada su
omnipotencia puede extenderse sobre la vida y sobre la muerte. Estamos en la
lógica del amor. El amor que desarma a la muerte: un tema vivo en cierta
literatura contemporánea. Un novelista pone en boca de Cristo estas palabras:
Fijémonos en la expresión final:
Me enseñarás el sendero de la
vida, me saciarás de gozo en tu presencia, de alegría perpetua a tu derecha (v.
11).
Cuando nuestra vida se halla
verdaderamente anclada en la palabra de Dios, el Señor nos «aconseja». La
palabra bíblica deja de ser entonces un vocablo cualquiera, genérico y
distante, y se convierte en un término que compromete directamente mi vida.
Supera la distancia de la historia y se hace para mí palabra personal. «El
Señor me aconseja»; mi vida se convierte en una palabra que proviene de El. De
esta suerte se hace realidad el dicho: «Tú me enseñarás el sendero de la vida»
(Sal 16,11). La vida deja de ser un oscuro enigma. Aprendemos qué significa
vivir. La vida se aclara, y, en el centro mismo de ese «ser educado», se
transforma en alegría. «Fueron para mí cantos tus estatutos», leemos en el
salmo 119 (v.54); no de otro modo se expresa el salmo 16: «Por eso se alegra mi
corazón, jubila mi lengua» (v.9); «la hartura de alegría ante ti, las delicias
a tu diestra para siempre» (v.11).
En
la segunda lectura de la carta a los
Hebreos el tema central es el siguiente:
donde hay perdón, no hay ofrenda por los pecados: Cristo, con el sacrificio de
su vida, nos ha perdonado ya todos nuestros pecados. Lo único que debemos hacer
nosotros ahora es renovar este sacrificio único de Cristo; nuestras ofrendas
sólo alcanzan valor definitivo si van unidas a la ofrenda única de Cristo.
Cristo ya nos perdonó, con una sola ofrenda ha perfeccionado para siempre a los
que van siendo consagrados. Dios ya no quiere de nosotros sacrificios, ni
ofrendas, sino un corazón arrepentido y entregado. Por gracia, por la gracia de
Cristo, estamos salvados, como nos dirá repetidamente san Pablo.
El autor piensa que Cristo ya
ha vencido, pero falta todavía algo para que su victoria sea efectiva en todas
sus consecuencias. Por eso la Iglesia espera, y nosotros en ella, que un día se
manifieste con poder y majestad el triunfo de su Señor. Creemos que Cristo ya
está sentado y es el Señor, pero nosotros no podemos estar sentados. La
esperanza cristiana no consiste en estar a verlas venir, es una esperanza
activa.
Nuestra actividad como cristianos no consiste en la multiplicación de
los sacrificios para alcanzar el perdón. Pues ya hemos sido perdonados gracias
al único sacrificio de Cristo. Nuestro culto, y en especial la eucaristía, no
tiene que ver con los sacrificios antiguos. Ahora se trata más bien de renovar
la memoria de Jesucristo, de celebrar su victoria y de actualizar el único
sacrificio de la Cruz. Se trata de proclamar y de recibir el perdón de Dios. Se
trata de atestiguar en el mundo que hemos sido perdonados perdonando nosotros
también a los que nos ofenden.
El acontecimiento decisivo ha
tenido ya lugar; la muerte de Cristo y su entronización en el santuario celeste
a la derecha del Padre.
Todo lo que pueda venir después
en nuestra vida y en la vida del mundo, debemos aguardarlo los cristianos con
la mayor tranquilidad y sosiego, porque también nosotros hemos alcanzado con
Cristo la "consumación" o perfección.
Ya tenemos abierto el camino
que conduce al lugar santísimo de Dios. Cierto que todavía no hemos ocupado un
puesto, como ya lo ha hecho Cristo, y todavía corremos peligro de recaer en el
pecado y en la infidelidad. Porque el tiempo, nuestra vida, es el lugar de la
siembra en la que debe ir creciendo la Palabra salvadora hasta la cosecha
final.
El
evangelio nos sitúa ante el final de los tiempos, no hemos de confundir las precisiones que Jesús hace sobre su
futura venida con tanta literatura pseudoreligiosa sobre el fin del mundo que
aparece en nuestra sociedad.
Esta lectura evangélica nos
introduce en una de las dimensiones más originales de la fe judeocristiana: su
concepción de la Historia. La fe judeocristiana presenta la Historia como una
serie de vectores que avanzan hacia un futuro y que deben alcanzar una meta. Al
hombre se le contempla como alguien que ha de responsabilizarse de su presencia
en el mundo y de tomar muy en serio la marcha de los acontecimientos.
En consecuencia, la fe
cristiana no es una mera contemplación estética sino una fuerza que nos debe
llevar a comprometernos en la marcha de las cosas que hacen posible que la vida
del hombre en esta tierra vaya acercándose a esa situación ideal que Jesús
presentó como el Reino de Dios, en la que reine la justicia, la fraternidad, la
libertad, etc.
Es muy oportuno que este tema
lo trate el evangelio del domingo que nos acerca al final del Año Litúrgico.
Nos sitúa en esa coordenada de nuestra vida que apunta hacia su final y que con
frecuencia no queremos recordar.
La parábola de la higuera nos
invita a tener el arte de ser puntuales y no dejarnos sorprender por los
acontecimientos decisivos que deben orientar nuestras vidas a acoger el Reino.
Vivir el presente con esta tensión nos hace contemporáneos ya del fin de la
historia y nos hace comprender la tan comentada frase de Jesús: "Os
aseguro que no pasará esta generación antes que todo se cumpla".
Mirando a nuestro alrededor
vemos como Los filósofos posmodernos arrojan la historia al cubo de la basura,
argumentando con desenfado que se la han inventado los historiadores y existe
solamente en los libros de texto. En realidad hay tan sólo acontecimientos sin
ninguna conexión entre sí. El mundo está constituido por una multitud de
átomos-individuos que estamos juntos por casualidad. No tenemos ningún
proyecto, simplemente nos cruzamos o nos atropellamos unos a otros en un caos
de biografías individuales. Así pues, andaremos errantes siempre: sin fin ni
objetivos últimos, sin normas de marcha ni ilusorias esperanzas. No hay tierra
de promisión. No hay que sacrificar el presente al futuro, porque no hay
futuro. El símbolo humano ya no es el Prometeo que intenta robar para el hombre
los atributos de Dios, sino el Narciso que vive para sí mismo y no mira al
mundo exterior. Hay que acostumbrarse a vivir sin ideales. Ahora parece ser que
hemos encontrado el átomo y hemos perdido el hombre. Terminamos la exposición
de estos pocos idílicos planteamientos sin insistir en lo de la capa de ozono.
Pero ya ven: no son predicadores de tremendista oratoria los que nos aguan la
fiesta con el fin del mundo.
Esto se piensa en los círculos
directivos del opulento Occidente. Pero, ¿qué opinan en el Tercer Mundo con las
costillas marcadas y moscas en los labios? ¿Qué se siente al otro lado de ese
muro, cada vez más alto, que separa al norte rico del sur pobre? ¿Qué dicen
quienes lo esperan todo de ese mañana que los blancos pudientes dicen ahora que
no existe? Decididamente, no se ven las cosas igual desde un palacio que desde
una choza. Los ojos de los pobres dicen la verdad. Y nosotros seguiremos
luchando para que esto cambie hasta que ellos puedan cantar el Magnificat.
La espera sobre la Segunda Venida
es motivo de alegría para los
cristianos. Es la plasmación de que no estamos abandonados por Él y que un día,
en su presencia y cercanía real y física, nacerá un nuevo mundo. Es la Jerusalén
celestial que bajará del cielo ataviada con las mejores galas de una novia
bellísima. Pero es cierto, también, que la espera de Jesús puede estar llena de
problemas, inconvenientes y hasta hechos muy graves. No es fácil la vida de los
cristianos es estos tiempos. Ciertamente, la fecha y el momento solo lo sabe el
Padre.
Desde el abismo, Jesús de Nazaret se
preguntaba: “Dios mío, Dios mío, ¿por qué me has abandonado?”. Desde lo hondo
de su desesperanza, el emigrante se preguntaba y me preguntaba “si Dios había
creado también a los negros”. Desde lo hondo, la víctima no dudaba de que Dios
había creado a los negreros, a los explotadores, a los violentos, a los
violadores, y se preguntaba si Dios lo habría creado también a él.
Necesitamos escuchar profecía y
evangelio desde el mundo de los pobres, desde la noche de los crucificados,
desde el árbol seco de los malditos, desde la angustia de los excluidos de la
paz, desde el temblor de hombres, mujeres y niños entregados a la intemperie de
una tierra informe y vacía.
Sólo quienes todo lo han perdido,
Jesús de Nazaret el primero, y con él todos los excluidos de la creación y
devueltos al caos , sólo ellos pueden reconocer en Dios su todo, y poner en su
Creador toda esperanza de ser.
En comunión con Cristo y con las
víctimas, también nosotros aprendemos a decir las palabras del salmo:
“Protégeme, Dios mío, que me refugio en ti”.
Y en esa admirable comunión nuestro
corazón sabrá que “el Señor es el lote de tu heredad”, todo tu ser sabrá que tu
suerte está en la mano de nuestro Señor.
“Por eso se te alegra el corazón, se gozan tus entrañas, y todo tu ser descansa
sereno”.
Hoy, en Cristo, Dios nos sacia de
alegría.
Con el comienzo de un nuevo Adviento
lo que haremos es esperar con esa alegría recibida la Segunda Venida.
Y esa espera marcará un tiempo nuevo
que no debemos desaprovechar.
Rafael Pla Calatayud.
rafael@betaniajerusalen.com
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