Comentario a las lecturas del XXVIII Domingo del Tiempo Ordinario 14 de
octubre 2018.
La
primera lectura es del libro de la Sabiduría (Sab 7, 7-11).
Este libro, último del AT, escrito
unos cincuenta años antes del nacimiento de Jesús, aproxima al lector al culmen
de la historia de la salvación: ciertos pasajes son muy cercanos a Juan (Jn 1,
1.18 y Sab 8, 3; 9, 4) y a Pablo, que llamará a Cristo "sabiduría de
Dios" (1 Cor 1, 24.30).
El contenido del libro, fiel a una
doble circunstancia -la tradición judía y la cultura helenística imperante-,
describe qué sea la sabiduría: nada menos que Dios mismo que se comunica a la
criatura espiritual. Por la sabiduría, reflejo de Dios en su creación, todo
adquiere coherencia, todas las cosas reciben cohesión en su subsistencia, pero
-por ella- al hombre se le da Dios de manera íntima hasta que aquél devuelve
una respuesta acogedora. Así llega el hombre a participar de la naturaleza
divina, de la inmortalidad. Partiendo de una tradición bíblica acerca de la
sabiduría del rey Salomón, el autor, que vive en la culta Alejandría del s. 1
a. de Xto., hace sus propias reflexiones teológicas para exponer, en lenguaje
moderno, la esencia de la fe veterotestamentaria.
Los caps. 7-9 de este libro forman una
unidad concéntrica cuyo núcleo central es el elogio de la sabiduría de 7,
22b-8. 1. En el Antiguo Oriente se tenía por sabio al que, observando con
detención las diversas manifestaciones de la vida, los fenómenos de la
naturaleza, era capaz de ver sus conexiones, su orden. Esta actitud presuponía
la fe en un mundo ordenado por Dios; así la sabiduría adquiere caracteres
religiosos. Se le presenta como primogénita de la creación y, como tal, fruto
de la palabra del Señor (Sir. 1, 4.9; 24, 5. 12.14); es la ayudante del Señor
en el acto de Crear. A veces se dice que es algo inaccesible (Job 28), pero en
otros muchos relatos el hombre la puede adquirir (Prov. 3, 13 ss.), la
sabiduría nunca es un puro conocer teórico, sino que siempre está ordenada
hacia una praxis vital.
Sab. 7, 1-14 evoca el sueño de Gabaón
(1 Rey 3, 4-15), en el que Salomón pidió y obtuvo lo que había pedido al Señor
(sabiduría) y lo que no había pedido (fama y riqueza). Y el hombre que poseyó
la sabiduría en grado sumo se dirige a todos los mortales para hacerles ver que
también ellos la pueden obtener (7, 1-6). Nadie la posee al nacer, ni es
privilegio de ningún rey, es puro don divino; así como Dios infunde su aliento
(=espíritu) y da vida al hombre (creación), así también infundiendo su espíritu
de sabiduría da una nueva vida (v. 7). Desposarse con la sabiduría hará del
joven Salomón un gran rey (8, 9-16). La sabiduría es necesaria para llevar una
vida de acuerdo con los deseos del Señor, y para obtenerla será necesaria la
súplica (8, 17-21).
A su lado, el poder y la riqueza
(bienes-tipo del antiguo oriente) son barro y arena; incluso es superior a la
salud y a la belleza. Todo ello se debe a que su esplendor no tiene ocaso (cfr.
6,12; 7, 29 s.), o lo que es lo mismo: es inmortal. El que la alcanza ha
obtenido el mayor bien ya que da la inmortalidad y engendra, a la vez, el resto
de los bienes humanos. Pero para obtenerla será necesario amarla, abrirse a
ella, buscarla y pedirla."Supliqué y se me concedió la prudencia, invoqué
y vino a mí un espíritu de sabiduría" (Sb 7, 7). El autor del libro
sagrado exulta de gozo. Ha rogado a Dios que le conceda la sabiduría y Dios le
ha escuchado, ha satisfecho su deseo. Él no pedía riquezas, ni salud, ni
prosperidad. Él sólo quiso ser prudente, tener la justa medida de las cosas, poseer
la sabiduría que le hiciera comprender el sentido real de la vida y de la
muerte, capaz de verlo todo bajo el prisma mismo de Dios.
"La preferí a los cetros y a los tronos, y en su comparación tuve en
nada la riqueza. No la equiparé a la piedra más preciosa, porque todo el oro a
su lado es un poco de arena, y junto a ella la plata vale lo que el barro".
Palabras extrañas para nuestros oídos, incomprensibles para nuestra corta
inteligencia. Y, sin embargo, es la verdadera ciencia, la oculta sabiduría de
los que realmente saben.
"La preferí a la salud y a la belleza, me propuse tenerla por luz,
porque su resplandor no tiene ocaso. Todos los bienes juntos me vinieron con
ella, había en sus manos riquezas incontables". Todo viene con la
sabiduría de Dios. El alma se llena de alegría sin fin. El cuerpo, también el
cuerpo, se transforma. La paz sin sombras invade la vida. Una paz imperdurable.
Y en medio de la lucha de cada día, en medio de las rudas tempestades del vivir
de siempre, las aguas se remansan en el fondo del corazón. Dándonos una calma
serena que domina cada situación... Otra vez, Señor, te lo pedimos: danos tu
sabiduría. La preferimos -díselo de veras, aunque te cueste entender-, la
preferimos a todos los bienes de la tierra.
El
salmo responsorial es el 89 (Sal 89, 12-13. 14-15. 16-17)
Por la mañana sácianos de tu
misericordia
y toda nuestra vida será alegría y
júbilo (v. 14)
Pasó la tempestad, las nubes se
alejaron, y de nuevo brilla el sol. Hemos buscado al salmista y lo hemos
encontrado acorralado por la muerte, asfixiado entre dos nadas, hostigado por
los rayos divinos, verdaderamente en el ojo de la tempestad.
Pero desde el versículo 13 todo
cambia. Después de invocar ardientemente la piedad del Señor, y de sentirse
seguro de ella, el salmista respira hondo, tiende la mirada hacia adelante como
si hubiese caducado el ciclo que va de polvo a polvo, y ve amanecer una era de
prosperidad, y esto no sólo para el salmista sino para todos los que son
verdaderamente siervos del Señor.
¿Será que la esperanza ha sustituido
definitivamente a la tragedia, y la misericordia será en definitiva más fuerte
que la ira?
Todas las verdades, proclamadas
fragorosamente en la primera parte del salmo, siguen y seguirán en pie, pero la
Misericordia es capaz de cualquier metamorfosis: capaz de transfigurar el polvo
en risa, el lamento en danza y la muerte misma en una fiesta. ¿El problema? Uno
sólo: «saciarse de Misericordia».
Cuando el hombre despierta por la
mañana, y abre los ojos, y deja entrar por la ventana de la fe el sol de la
Misericordia, y ésta consigue inundar todas las estancias interiores y todos
los espacios hasta la saciedad total, entonces no hay en la tierra idioma
humano que sea capaz de describirnos esta metamorfosis universal: como por arte
de magia el viento se lo llevó todo, la cólera divina, y las culpas, y el
polvo, y la muerte, y la caducidad, y el miedo, y el humo, y la sombra, como
papelitos se llevó todo el viento, y la vida y la tierra entera se entregaron
frenéticamente a una danza general en que todo es alegría y júbilo (v. 14).
Las cosas de Dios no son para ser
entendidas intelectualmente sino para ser vividas, y cuando se viven, todo
comienza a entenderse. El secreto está, reiteramos, en saciarse, verbo
eminentemente vital, casi vegetativo. Dios es banquete; hay que «comerlo»
(experimentarlo) y llega la saciedad. Dios es vino; hay que «beberlo», y viene
la embriaguez en que todas las cosas saltan de su quicio y, en milagrosas
transfiguraciones, lo caduco se transforma en lo eterno, la tristeza en
alegría, el luto en danza.
Dios hace estos prodigios, no el Dios
de la venganza, que ya «murió» sobre el monte de las bienaventuranzas, sino el
Dios de las Misericordias, el verdadero Dios, Aquel que nos reveló Jesús.
Después de beber este «vino», los días
y los años que se abren ante nuestros ojos estarán colmados de alegría (v. 15).
Y el salmo acaba con una estrofa en que una esperanza invencible llena por
completo y guarda nuestro futuro.
“ Que tus siervos vean tu acción,
y sus hijos tu gloria.
Baje a nosotros la bondad del Señor
y haga prósperas las obras de nuestras
manos.
Sí, haga prósperas las obras de
nuestras manos”. (vv. 16-17).
La
segunda lectura es de la de la carta a los hebreos (Heb 4, 12-13).
Una vez el autor ha proclamado y explicado (vv. 1-11) lo que "Dios dice
por boca de David" en el Sal 95, 8 y 11 acerca de la promesa de
"entrar en su descanso" hace una llamada a los lectores para que no
endurezcan el corazón y acojan la palabra de Dios con la obediencia de la fe.
Este parece ser el objetivo que pretende con este pequeño himno sobre la
palabra de Dios, en el que subraya la eficacia, la penetración y la dignidad de
esta palabra.
Los dos versículos de la segunda
lectura son el final de una exhortación que comienza en Heb. 3, 7. En toda ella
puede entreverse la situación de dejadez y desinterés en que se encuentran
muchos miembros de la comunidad, que están llegando incluso a perder el
contacto con Dios. Consciente de esta situación, el autor de Hebreos trata de
despertar las conciencias de sus lectores provocándoles a tomar una decisión.
Para ello les cita un texto bíblico del AT (Heb. 3, 7-11) donde se expresa la
urgencia de estar abiertos a Dios. La expresión "hoy" aparece cinco veces
a lo largo de la exhortación. No hay tiempo que perder, no hay que diferir la
decisión: hay que tomarla hoy mismo.
En los vs. 12-13 el autor da una nueva
razón para urgir la necesidad inmediata de salir del estado de letargo y de
tomar una decisión: la Palabra de Dios que ha citado antes (vuélvase a leer
Heb. 3, 7-11). es una Palabra absolutamente seria y que sigue teniendo vigencia
aunque haya sido pronunciada mucho tiempo atrás; es una Palabra que se cumplirá
puntualmente si el hombre se empeña en no escucharla. El tono, como se ve, es
conminatorio. Es un nuevo recurso del autor para sacar de su letargo a quienes
están dormidos.
ALELUYA
Mt 5, 3
Bienaventurados
los pobres en el espíritu, porque de ellos es el reino de los cielos.
El
evangelio es según San marcos 10, 17-30.De camino hacia Jerusalén, Marcos hace
un tercer momento para enseñar. El procedimiento es el mismo del domingo
pasado.
El cambio de escenario, como ya se
indicaba el domingo pasado, es indicio de una nueva temática. Siempre con el
telón de fondo de señalar causas que hacen de esta historia nuestra, una
historia de incomprensiones, enfrentamientos y matanzas.
Marcos nos ha hablado del afán de
grandeza, de la autoridad intolerante, de la desunión de los esposos. Hoy
señala una nueva causa: la riqueza. Hay un concepto que conviene aclarar
previamente: Vida eterna. Es sinónimo de Reino de Dios. Ambos expresan el nuevo
estado de cosas que tendrá lugar aquí en la tierra por la intervención misma de
Dios o de un enviado suyo.
La enseñanza a los discípulos tiene
lugar en la segunda parte del texto, vs. 23-30. La primera parte sirve para
introducir el tema de ese enseñanza.
-Primera parte (vs. 17-22).
La escena comienza con la solemnidad
de una adoración a Jesús y la pregunta por los requisitos necesarios para poder
tener parte en el nuevo estado de cosas por llegar. A Marcos no le interesa la
identidad del demandante, sino su situación económica: era muy rico. El diálogo
tiene la viveza de lo real. "Maestro
bueno. ¿Por qué me llamas bueno? No hay nadie bueno más que Dios".
Estas palabras causaron en seguida problemas.
El interlocutor hace un planteamiento
de salvación. Jesús comienza cuestionando la interpelación de que ha sido
objeto, en un intento de resituar al interlocutor en la perspectiva propia de la
pregunta.
Más allá de un planteamiento de
salvación, Jesús formula después su propia propuesta al interlocutor: Ven y
sígueme. Esta es la propuesta que el interlocutor no acepta. Marcos añade la
razón: era muy rico, introduciendo así el tema sobre el que va a versar la
enseñanza de Jesús a sus discípulos.
-Segunda parte (vs. 23-30).
Aquí se da un diálogo entre Jesús y
sus discípulos. El asombro, la extrañeza, el espanto de los discípulos, son
exactamente los nuestros al escuchar este Evangelio. Es la mejor señal de que
hemos entendido bien las palabras de Jesús.
La enseñanza a los discípulos es muy
breve. Fundamentalmente se reduce a una negación rotunda: los ricos no pueden
entrar en el Reino de Dios. A diferencia del domingo pasado, Marcos reitera
insistentemente la falta de comprensión de los discípulos.
Esta falta de comprensión parece
radicar en que maestro y discípulos hablan lenguajes diferentes y tienen
planteamientos también diferentes. Jesús habla de Reino de Dios, mientras que
los discípulos hablan de salvación.
En vista de los cual Pedro pregunta a
Jesús por la situación de los que han aceptado seguirle. En la respuesta a esta
pregunta Jesús empalma en parte con las expectativas de sus discípulos. En ese
sentido les habla de salvación en el mundo del más allá. Termina, sin embargo,
con unas palabras que el texto litúrgico no ha recogido: Muchos primeros serán
últimos y muchos últimos, primeros. Con esta lacónica frase Jesús invita a sus
discípulos a no operar con esquemas reduccionistas en materia de salvación. No
deben caer en la pretensión de creer que sólo ellos, por ser seguidores suyos,
se salvarán. Otros muchos se salvarán también, aunque no sean seguidores de él.
Lo que sí deben tener muy presente sus seguidores es que el aquí y el ahora será
para ellos gratificante y maravilloso, pero también difícil y duro.
El evangelio de hoy es de aquellos que
hay que leérselos bien, línea por línea y sentimiento por sentimiento, y no
considerar que "ya sabemos de qué va".
Nos encontramos ante un conjunto
encadenado de escenas que muestran, en definitiva, hacia dónde apunta la
propuesta radical de Jesús, la propuesta que él hace a sus seguidores, a cada
uno de nosotros. Una propuesta que se transmite no como una teoría, sino como
una llamada concreta hecha a través de una relación personal intensa: una
relación personal con el rico, con los discípulos, con Pedro y el grupo de
apóstoles. Una propuesta que muestra muy claramente dónde radica el obstáculo
principal para seguirla: el dinero, la propiedad, las pertenencias (y todo lo
que da seguridad: la vida familiar, añadirá Jesús en su respuesta a Pedro).
El evangelio de hoy presenta un doble nivel de personas, entre los que
quieren actuar según la voluntad de Dios. El primer nivel corresponderá a los
que se queden en el cumplimiento de los mandamientos: este cumplimiento es ya
algo muy valioso, de manera que quien los sigue es merecedor de que Jesús
"se le quede mirando con cariño", como al hombre aquel.
En el segundo nivel, aparece una
propuesta nueva que Jesús hace a los que quieren ser seguidores suyos: sus
seguidores no se limitan a cumplir los mandamientos: sus seguidores, los
cristianos, son aquellos que han descubierto de tal manera la fuerza, el tesoro
inmenso que es el Reino de Dios, que son capaces de vender todo lo que tienen,
darlo a los pobres, y seguir a Jesús. Dios es capaz de hacer que incluso los
ricos lo descubran y se apunten a su propuesta.
Quizá la primera enseñanza del
evangelio que leemos hoy sea ésta: para vivir como cristiano, no basta cumplir
los mandamientos -vivir honestamente- sino que es preciso liberarse de todo
aquello que sea un obstáculo para sumergirse en el radical camino que propone
Jesús en el evangelio. Es lo que significará la Pascua -muerte y resurrección-
hacia la que se encamina el Mesías del Reino (Reino de vida, de plenitud):
darse del todo, hasta el extremo, y así conseguir por gracia de Dios la
plenitud de realización, de vida, de estimación.
Todos los ideales del joven rico se
vienen abajo ante la dificultad de cumplir la condición necesaria. No tuvo
valor para dejar las riquezas. Y prefirió seguir el camino de los fariseos, que
veían en las riquezas una señal de la propia justicia -un premio de Dios a los
justos- y un medio para acrecentarla haciendo limosnas. Y es que este modo de
ganar el cielo con las limosnas permite, y hasta justifica, conservar y
aumentar las riquezas.
El caso de este joven ha sido un botón
de muestra. Jesús advierte ahora en general lo difícil que va a ser a los ricos
seguir su camino y entrar en el reino de Dios.
El V. 25, cita un refrán popular en el
que se contrapone el menor agujero al mayor animal de carga. Con él se expresa
la mayor dificultad. El "ojo de la aguja" es la distribución de las
riquezas. Los ricos pasan por todo menos por eso.
De ahí que sólo un milagro pueda
salvar a los ricos. Pero este milagro no consiste en que se salven siendo
ricos, sino que dejen de serlo para salvarse. ¿Y quién nos dice a nosotros que
Dios no hace ese milagro sirviéndose de todos los que luchan por la
distribución de las riquezas y contra, es decir, ¡en favor, de los que desean
acapararlas...?
Jesús no predicó ningún sistema social
concreto. Pero su actitud crítica frente a la riqueza y frente a los ricos no
admite discusión, en esto fue claro hasta la saciedad. Por eso el evangelio
será siempre una llamada urgente a salir de cualquier sistema que, como el
capitalismo, se funde en la explotación de unos y el enriquecimiento de otros.
Para
nuestra vida
Cada domingo nos reunimos los
cristianos alrededor del altar para celebrar nuestra fe. Celebramos el amor de
Dios, que se nos da en el pan de la Eucaristía. Pan compartido, Cuerpo
entregado que comulgamos y que nos invita a hacer nosotros lo mismo dando lo
que somos y lo que tenemos, como le pidió Jesús al joven rico del pasaje del
Evangelio de hoy. Pero es necesario primero escuchar la palabra de Dios y dejar
que ésta llegue hasta el fondo de nuestra vida. Es la palabra de Dios la que
nos cambia, la que nos llama y nos hace capaces de seguir a Jesús.
La palabra de Dios no se lee en la
Misa, como podríamos leer cualquier otro texto, sino que la palabra de Dios se
proclama para ser escuchada, para que entre a través de nuestros oídos y llegue
hasta nuestro corazón para transformarlo. Pero es necesario que dejemos que la
palabra de Dios penetre en nuestra vida. Nos dice el autor de la carta a los
Hebreos que la palabra de Dios es cortante como espada de doble filo, que entra
hasta los más profundo de nuestro ser. Por ello es necesario que nos quitemos
cualquier escudo que impida a la palabra de Dios entrar en nosotros. También es
necesario leer con frecuencia la palabra de Dios. A veces tenemos la tentación
de leer el comienzo de un fragmento del Evangelio, y como ya casi nos sabemos
de memoria, el texto cerramos la Biblia y nos conformamos simplemente con
recordar lo que dice. Es necesario que leamos siempre el texto, aunque nos lo
sepamos de memoria, para así dejar que la palabra de Dios actúe en nosotros.
Esto nos puede suceder por ejemplo con el pasaje del Evangelio de este domingo.
La
primera lectura nos presenta a la Sabiduría como imagen del mismo Dios.
El libro de la Sabiduría es la obra de
un israelita que vive fuera de Palestina, en ambiente helénico, y quiere
confortar en la fe a sus compatriotas, también dispersados en ambiente pagano.
El autor quiere mostrar que la fidelidad al Dios de Israel vale más que
cualquier otra cosa, más que todo lo que pueda deslumbrar y hacer tambalear en
aquel mundo hostil.
El fragmento que leemos hoy forma parte
de un largo discurso puesto en boca del rey Salomón, en el que éste explica que
la búsqueda de la sabiduría vale más que todo, y trae toda clase de bienes. La
sabiduría aquí, no obstante, no debe ser entendida como un valor únicamente
intelectual, sino sobre todo existencial: la búsqueda de la sabiduría es en
definitiva la búsqueda de Dios, una determinada manera de vivir tanto en
relación con Dios como con los demás. Así, este texto es como una anticipación
de las palabras que leeremos en el evangelio, sobre el seguimiento de
Jesucristo por encima de todo.El autor de este libro afirma que prefiere la
Sabiduría a todos los bienes del mundo: cetros, tronos, riqueza, la piedra más
preciosa, plata, salud, belleza, pues sabe que con la sabiduría recibirá riquezas
incontables, mucho mayores que las de este mundo. Así lo explica Jesús a sus
discípulos cuando les dice que todo el que deja casa, familia y tierras por Él
y por su Evangelio recibirá cien veces más aquí en este tiempo, aunque con
persecuciones, y les promete la vida eterna en el futuro. Así contrasta la
actitud del hombre rico con la de los apóstoles, que sí han dejado todo, como
dice Pedro, para seguir a Jesús.
Tenemos que aprender a pedir al Señor
lo que más nos conviene, lo que en verdad es mejor para nosotros. A veces, por
no decir siempre, pedimos solamente cosas materiales, cosas que duran poco o
que no sirven para gran cosa: éxito en los negocios, suerte en la lotería o en
las quinielas, salud para el cuerpo, una vida confortable y sin complicaciones.
Cosas que son buenas, sí, pero que no son las más importantes, ni las más
necesarias. Cosas que se quedan en la materia, sin tener en cuenta las
exigencias del espíritu. Cosas que a menudo son incluso un estorbo para vivir
mejor nuestro cristianismo. Cosas que, a la larga, nos alejan del Señor. Si
todo lo tuviéramos solucionado, terminaríamos olvidándonos de Dios.
Hoy, reflexionando ante la oración del
sabio de la Biblia, vamos a pedir al Señor que nos conceda la sabiduría. Ese
don del Espíritu Santo que nos haga vivir de otro modo. Más conscientes del
valor relativo que tienen las cosas materiales. Persuadidos de que una sola
cosa es necesaria, sólo una es imprescindible, sólo una es definitiva: vivir y
morir plenamente nuestra fe de cristianos, esta aventura fabulosa de amarte
sobre todas las cosas, y de querer sinceramente a los demás. Somos torpes,
pobres ciegos incapaces de descubrir la luz, caminando sin rumbo por una noche
perenne. Señor, atiende nuestra súplica y concédenos la sabiduría.
El responsorial de hoy comienza con
con una petición que enlaza con la primera lectura: ”Enséñanos a calcular nuestros años, para que adquiramos un corazón
sensato”. (v. 12)
El salmista comienza por levantar la
cabeza y extender la mirada hacia atrás por encima de los horizontes y los
siglos pasados buscando un centro de gravedad que ponga una cierta estabilidad
en el vaivén inestable de las generaciones humanas. En efecto, necesitábamos
una roca porque las generaciones subían y bajaban como las olas, y la vida era
un perpetuo movimiento como las entrañas del mar.
Y, por encima de las estaciones y
vaivenes, el Señor estuvo con nosotros, como una constelación sosegada sobre
las olas. El estaba -estuvo-- en el fondo de nuestros pensamientos como
testigo, en el fondo de nuestros sueños como confidente; y, desde el fondo de
los recuerdos, ya casi olvidados, apenas conseguimos rescatarlo a El como un
ser familiar con el típico encanto de un antiquísimo compañero con quien
compartimos los peligros y las alegrías. Fuimos un pueblo de nómadas en el
desierto. Por la noche, cuando la oscuridad y el miedo nos acosaban, el Señor
tomaba, allí arriba, la forma de una antorcha de estrellas, y de día nos
cubría, como fresca nube, contra el fuego del sol. Un pueblo, sin recuerdos, no
tiene alcurnia, y las cicatrices sólo son gloriosas cuando son recuerdos de
antiguos combates; y, en los combates de antaño, el Señor abría la brecha, y,
por eso, nuestros recuerdos están enteramente poblados de sus proezas, de
generación en generación.
Y,
después de extender la mirada sobre el tiempo pasado, el salmista trasciende
todos los tiempos, y, con poderosas palabras, se coloca en un presente que
abarca el ayer y el mañana; y, entregándonos una visión llena de grandeza,
proclama el eterno presente de Dios. Efectivamente, en el fondo del salmo se
mueve la majestad divina como una corriente perenne, eternamente igual a sí
misma, en contraste con la incesante mudanza de la naturaleza humana.
Es una cosmovisión poderosa en que el
salmista mira hacia atrás, mira hacia adelante, pero no se queda ni con el
pasado ni con el futuro, sino con el presente: Tú eres. Frecuentemente nosotros
vivimos tratando de retener lo que se nos escapa, deseando aquello que nos
falta y echando de menos lo que no existe. Vivimos en un pasado que ya no
existe y en un porvenir que todavía no existe, llenos de inquietas nostalgias y
engañosos espejismos, olvidándonos de que sólo el hoy y ahora son el tiempo de
Dios, grávido de posibilidades.
Así comenta San Juan Pablo II el salmo 89.: “
1. Los versículos que acaban de resonar en nuestros oídos y en nuestro
corazón constituyen una meditación sapiencial que tiene, sin embargo, el tono
de una súplica. El orante del Salmo 89 pone en el centro de su oración uno de
los temas más explorados por la filosofía, más cantados por la poesía, más
sentidos por la experiencia de la humanidad de todos los tiempos y de todas las
regiones de nuestro planeta: la caducidad humana y el devenir del tiempo.
Basta pensar en ciertas páginas inolvidables
del Libro de Job en las que se presenta nuestra fragilidad. Somos como «los que
habitan en casas de arcilla, que hunden sus cimientos en el polvo y a los que
se les aplasta como a una polilla. De la noche a la mañana quedan pulverizados.
Para siempre perecen sin advertirlo nadie» (Job 4, 19-20). Nuestra vida sobre
la tierra es «como una sombra» (Cf. Job 8, 9). Y Job sigue confesando: «Mis
días han sido más raudos que un correo, se han ido sin ver la dicha. Se han
deslizado lo mismo que canoas de junco, como águila que cae sobre la presa»
(Job 9, 25-26).
2. Al inicio de su canto, parecido a
una elegía (Cf. Salmo 89, 2-6), el salmista opone con insistencia la eternidad
de Dios al tiempo efímero del hombre. Esta es su declaración más explícita:
«Mil años en tu presencia son un ayer, que pasó; una vela nocturna» (v. 4).
Como consecuencia del pecado original,
el hombre vuelve a caer por orden divina en el polvo del que había sido tomado,
como se afirma en la narración del Génesis: «¡Eres polvo y al polvo tornarás»
(3, 19; Cf. 2, 7). El creador, que plasma en toda su belleza y complejidad la
creatura humana, es también el que reduce «el hombre a polvo» (Salmo 89, 3). Y
«polvo», en el lenguaje bíblico, es también la expresión simbólica de la
muerte, de los infiernos, del silencio sepulcral.
3. En esta súplica es intenso el
sentimiento del límite humano. Nuestra existencia tiene la fragilidad de la
hierba que despunta al alba; enseguida oye el silbido de la hoz que la
convierte en un haz de heno. A la frescura de la vida muy pronto le sigue la
aridez de la muerte (Cf. versículos 5-6; Cf. Isaías 40,6-7; Job14, 1-2; Salmo
102, 14-16).
Como sucede con frecuencia en el
Antiguo Testamento, a esta debilidad radical, el Salmista asocia el pecado: en
nosotros se da la finitud, y también la culpabilidad. Por este motivo nuestra
existencia parece que tiene que vérselas también con la cólera y el juicio del
Señor: «¡Cómo nos ha consumido tu cólera y nos ha trastornado tu indignación! Pusiste
nuestras culpas ante ti... y todos nuestros días pasaron bajo tu cólera» (Salmo
89, 7-9).
4. Al comenzar el nuevo día, la
Liturgia de los Laudes sacude con este Salmo nuestras ilusiones y nuestro
orgullo. La vida humana es limitada, «aunque uno viva setenta años, y el más
robusto hasta ochenta», afirma el salmista. Además, el pasar de las horas, de
los días y de los meses está salpicado por la «fatiga y dolor» (Cf. v. 10) y
los mismos años se parecen a «un soplo» (Cf. v. 9).
Esta es la gran lección: el Señor nos
enseña a «contar nuestros días» para que, aceptándolos con sano realismo,
«entre la sabiduría en nuestro corazón» (v. 12). Pero el salmista pide a Dios
algo más: que su gracia sostenga y alegre nuestros días, aun frágiles y marcados
por la prueba. Que nos haga gustar el sabor de la esperanza, aunque la ola del
tiempo parezca arrastrarnos. Sólo la gracia del Señor puede dar consistencia y
perennidad a nuestras acciones cotidianas: «Baje a nosotros la bondad del Señor
y haga prósperas las obras de nuestras manos» (v. 17).
Con la oración pedimos a Dios que un
reflejo de la eternidad penetre en nuestra breve vida y en nuestro actuar. Con
la presencia de la gracia divina en nosotros, una luz brillará sobre el devenir
de los días, la miseria se convertirá en gloria, lo que parece no tener sentido
adquirirá significado.
5. Concluimos nuestra reflexión sobre
el Salmo 89 dejando la palabra a la antigua tradición cristiana, que comenta el
Salterio manteniendo en el fondo la figura gloriosa de Cristo. De este modo,
para el escritor cristiano Orígenes, en su «Tratado sobre los Salmos», que nos
ha llegado en la traducción latina de san Jerónimo, la resurrección de Cristo
nos da la posibilidad bosquejada por el salmista de que «toda nuestra vida sea
alegría y júbilo» (Cf. v. 14). Porque la Pascua de Cristo es el manantial de
nuestra vida más allá de la muerte: «Después de haber recibido la dicha de la
resurrección de nuestro Señor, por la que creemos que hemos sido redimidos y de
resurgir también un día, ahora, transcurriendo en la alegría los días que nos
quedan de nuestra vida, exultamos por esta confianza, y con himnos y cánticos
espirituales alabamos a Dios por medio de Jesucristo, nuestro Señor» (Orígenes
- Jerónimo, «74 homilías sobre el libro de los Salmos»”(San
Juan Pablo II . Audiencia general. Miércoles 26 de marzo de 2003)
En
la carta a los Hebreos se nos da una buena síntesis del papel de la Palabra en
la vida del cristiano y, por tanto, en la vida de la comunidad (en la liturgia).
A nosotros, como también a la comunidad a la que iba dirigida la carta, la
Palabra debe estimularnos a tener una existencia cristiana según Jesús nos
propone. Es lo que debe despertarnos cuando nos adomecemos. Siempre la tenemos
a nuestro alcance (en la lectura pública de la Iglesia, en la Biblia que
podamos tener en casa, en reuniones de estudio bíblico o de catequesis o de
revisión de vida que se puedan organizar en la propia comunidad) y debemos
aprovecharlo.
En un canto de elogio se describe el
penetrante poder de la palabra de Dios, del cual el autor ya había hablado en
la explicación del Sal 95, 7-11, que dirige a los destinatarios de la carta
como una exhortación.
Se personifica la palabra de Dios y se
le atribuyen propiedades divinas. Como palabra del Dios vivo, no es un mero eco
vacío, sino algo viviente, que crea vida (cf. Dt 32, 47; Jn 6, 63. 68; Hch 7,
38; 1 Pe 1, 23). Está llena de fuerza y realiza lo que dice. No es inerte, sino
que obliga al hombre a tomar partido, porque la posición frente a la palabra de
Dios acerca del destino del hombre es algo definitivamente decisorio. Penetra
hasta las más hondas profundidades del alma y hasta las mas ocultas partes del
cuerpo, o sea, todo nuestro ser.
Discierne y juzga los más escondidos
pensamientos y deseos del corazón; nada puede escaparse de las pretensiones de
la palabra de Dios.
De la palabra de Dios, el autor
asciende hasta Dios mismo. Todo es clarividente a sus ojos, no hay velo que le
oculte cosa alguna. Todo se halla presente ante aquel que ha de pasar cuentas a
los hombres.
En
el Evangelio de hoy, se acerca un hombre a Jesús, un hombre que era rico.
Este hombre, cuyo nombre no aparece en el Evangelio, pregunta al Maestro qué
hay que hacer para heredar la vida eterna. La intención de este hombre era muy
buena. Jesús comienza pidiéndole lo más elemental, lo que nos pide a todos los
cristianos, que cumpla los mandamientos. Aquel hombre ya cumplía todos los
mandamientos. Puede parecernos que era un hombre santo, un discípulo perfecto.
Sin embargo, Jesús siempre da un paso más, siempre nos pide algo más de lo que
ya damos. Por eso a continuación le pide: “Vende
lo que tienes, dale el dinero a los pobres, así tendrás un tesoro en el cielo,
y luego sígueme”. Jesús le pide que deje atrás aquello que le ata a la
tierra y que por tanto no le deja seguirle. Sin embargo aquel hombre no fue
capaz de hacerlo. No era el problema el tener muchos bienes. El problema era
que no fue capaz de dejarlo todo para seguir a Jesús. Aquel hombre se entristece,
se da media vuelta y se aleja de Jesús. Y es que el alejarse de Dios da siempre
tristeza. Por eso es hermoso ver cómo hay gente que sí ha sido capaz de dejarlo
todo por Cristo y vive con felicidad, con alegría.
El joven rico del Evangelio de hoy ha
quedado como prototipo de vocación frustrada, de ilusiones rotas, de deseos
fallidos. Él tenía buena voluntad e inquietud por ser cada vez mejor, por
alcanzar metas más altas. Aspiraba nada menos que a conquistar la vida eterna.
En esto es ya un ejemplo para cada uno de nosotros, tan conformistas a veces,
tan aburguesados a menudo, tan amigos de la postura horizontal, tan dados a no
querer complicarnos la vida, como si fuera suficiente un ir tirando para lograr
el premio final. No nos engañemos y despertemos de nuestro cómodo dormitar en
una mediocridad anodina. Sólo los esforzados, los violentos, los que luchan por
mejorar cada día, alcanzarán la dicha de los justos.
Jesús responde a aquel muchacho que
tantas ganas tenía de ser perfecto. Primero es preciso cumplir los mandamientos
de la Ley de Dios. Ese es el principio, los cimientos sobre los que hemos de
edificar nuestra amistad con Dios. Nadie, en efecto, puede ser amigo suyo y al
mismo tiempo no cumplir sus mandatos. Eso sería una paradoja, un absurdo, una mentira.
Vosotros sois mis amigos nos dice Jesús, si hacéis lo que os mando.
El joven quiere más, su espíritu anhela volar alto,
llegar hasta la cima más elevada de la perfección. Al verle tan audaz y
entusiasmado, Jesús le mira con amor. El Señor gusta de corazones apasionados,
capaces de grandes sueños, de proyectos imposibles e ilusiones juveniles, de
espíritus con aire deportivo que luchan por llegar lo más arriba posible en el
itinerario hacia Dios. Lástima que este muchacho se echara atrás en el momento
decisivo. Su mirada clara y luminosa se ensombreció, su corazón joven envejeció
de pronto, se anquilosó. El que vino con tanta urgencia se quedó parado en su
marcha hacia adelante, se retiró entristecido. El que hubiera sido quizá otro
discípulo amado, otro apóstol apasionado y valiente, se quedó enmarcado en ese
personaje triste que dijo que no a la llamada de Dios.
También hoy pasa Jesús por nuestras
calles, también hoy muchos corren tras de él con el corazón cargado de
ilusiones y de buenos deseos. Como entonces, hay quienes le siguen después de
haberlo abandonado todo por él, encontrando luego cien veces más de cuanto
dejaron. Otros, como el joven rico, se echan atrás cuando oyen la voz del Señor
que los llama a una vida abnegada y generosa, se quedan tristes y aburridos,
agarrados a esas riquezas caducas que de poco les servirán.
Demasiadas veces, los que comentamos
la Palabra de Dios la reducimos a una
simple exhortación a la honestidad, al cumplimiento de los mandamientos, a una
etérea exhortación a vivir en el amor. Es positivo un esfuerzo de adaptación
del Evangelio a la vida normal de los cristianos, pero quizá sea negativo el
vaciar de exigencia, de radicalidad, el camino de seguimiento de Jc.
Evidentemente, no se puede convertir en ley -menos aún presentarlo como algo
reservado a unos "elegidos"-, pero deberíamos conseguir, aunque sea
difícil, anunciar con vigor comunicativo esta invitación de Jesús a liberarse
de todo aquello que es obstáculo para sumergirse en un seguimiento más fiel,
más exigente, más abierto a insospechadas posibilidades. La Buena Noticia no
puede reducirse a un vivir honestamente; es una posibilidad de vivir "en
la tierra como en el cielo", es decir, en progresiva comunión con el Padre
ya ahora, que se concreta en un ir más allá del simple "cumplir" o
del simple "no pecar". Y, para ello, la primera condición es ser
libres.
Para San Marcos, todo el que quiera
"poseer la vida eterna" (= experimentar la vida plena del reino de
Dios) debe colocarlo todo en función de un único valor: el seguimiento de
Jesús. Y en este todo entra, claro está, el romper con el lastre de las
riquezas y darlas a quien las necesita. Los mandamientos de la Ley, según
nuestro texto, pues, son la base normal y necesaria que demuestra que uno tiene
espíritu de buena voluntad, y merecen, por tanto, la mirada afectuosa de Jesús;
pero en cambio no bastan para obtener la vida a quien los cumple: la vida sólo
se obtiene con la opción total y con todas las consecuencias por Jesucristo.
Rafael Pla Calatayud.
rafael@betaniajerusalen.com
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