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lunes, 24 de septiembre de 2018

Comentarios a las lecturas del XXV Domingo del Tiempo Ordinario 23 de septiembre de 2018


Comentarios a las lecturas del XXV Domingo del Tiempo Ordinario 23 de septiembre de 2018
Vivir desde la bondad y la humildad en un mundo que busca la distinción, el éxito; que fuerza la competencia hasta situaciones de violencia real. Hoy, entra a colación, el duro texto de la Carta de Santiago perfectamente relacionado con el texto de Marcos. Habla incluso de asesinatos por pura ambición. Ese no es el camino. Cristo nos habla de paz, de amor, de mansedumbre. Ciertamente, de eso hay poco es nuestro entorno. Pero, ¿no es así el Reino de Dios? ¿No es nuestra obligación hacer lo posible por pacificar nuestras conciencias y nuestro ambiente? En el fondo de nuestros corazones anhelamos la paz, pero hacemos poco por instaurarla. La auténtica revolución que el mundo espera reside en cambiar el mundo pacíficamente para llenarlo de amor, de servicio a todos y de oración.
Vamos pues a encontrarnos con la Palabra que hoy se nos proclama.
En la primera lectura texto de la Sabiduría (Sb 2, 12.17-20), se refiere directamente a los judíos fieles que tienen que soportar la mofa y la persecución de los que no son fieles a Dios. Estos últimos son los que se han apartado de las tradiciones paternas y quebrantan sin escrúpulos la Ley. Por esta razón no aguantan la presencia de los justos, que sólo con su vida denuncian toda clase de impiedad. Los impíos quieren hacer un experimento con el justo y salir de dudas y ver si es tan bueno como parece y Dios está efectivamente con él, quieren someterlo a prueba. Se trata de tentar incluso al mismo Dios, de ver si realmente Dios puede salvar al justo. Aunque el "hijo de Dios" es aquí simplemente un título que se da al justo.
El libro de la Sabiduría es casi contemporáneo de Jesús. Escrito en Alejandría de Egipto, en el seno de la poblada colonia judía, afronta un problema serio: cómo vivir la fe bíblica tradicional en un ambiente culturalmente hostil, como era el caso del helenismo. El autor presenta, simplificando, el prototipo de dos actitudes: el "justo", quien se mantiene fiel a la tradición judía, y el "impío", quien se dejó deslumbrar por la cultura secularista del helenismo de entonces.
El c. 2 nos presenta en un díptico las actitudes vitales de ambos personajes: las esperanzas inmanentistas de los "impíos", y la esperanza trascendente del "justo". Fuerte contraste. Además, ya que el "justo", con su forma de vivir, pone en entredicho las pseudoesperanzas de sus contemporáneos, estos deciden condenarlo a una muerte ignominiosa para mostrar así a todos que su esperanza carece de fundamento: con la muerte todo se acaba, el más allá es pura falacia de fanáticos.
El c. 3 se traslada a la acción de Dios, que no deja sin recompensa la fe y la esperanza del justo, aunque aparentemente no sea así. Este mismo Dios cuidará, en su momento, de desenmascarar el engaño existencial de los "impíos".
Nuestro breve texto se inscribe en los razonamientos de los "impíos" que dudan de la veracidad de la esperanza religiosa y quieren demostrarlo a base de un asesinato. La muerte de un inocente prueba, a sus ojos, la despreocupación de Dios por el destino del hombre.
Nuestra mentalidad secularista actual tiene ciertamente puntos de contacto con esta página bíblica. ¿Somos capaces, desde nuestra fe, de desenmascararlos?
El v.18 ("Si es el justo hijo de Dios, lo auxiliará") Mateo lo aplica a la pasión de Cristo, el verdadero justo, poniéndolo en boca de las autoridades judías que se burlan de él y de sus pretensiones (cf. 27,43).

El autor del Salmo 53 (Sal 53,3-4. 5. 6. 8), nos recuerda que quienes nos consideramos hijos suyos, hemos de seguir el mismo ejemplo que Él nos dio, amando a nuestro prójimo y buscándolo para que vuelva al Señor. Porque El Señor está siempre a nuestro lado y nos sostiene.
La introducción de este salmo atribuye esta oración a una situación real de la vida de David. Procedimiento literario semítico, muy revelador: la realidad concreta de esta situación histórica es temible. David está acosado por su enemigo Saúl. El primer rey de Israel teme que el joven David le arrebate su trono, tanta es su popularidad. "Extranjeros", entre los cuales se refugió David, están listos a "venderlo" (1 Samuel 23,19-28). Este salmo ha sido recitado y releído a lo largo de la historia, en particular en los momentos de persecución de los Macabeos, por todos los "Anawim", los "pobres", oprimidos por los poderosos, orgullosos, sin fe ni ley, que no "tienen en cuenta para nada a Dios". 
Adivinamos el grado de opresión de este "pequeño" ante los "más fuertes" que él. Su oración se hace vengativa y pide a Dios que aplique a sus enemigos la ley del Talión: "Vuelve el mal contra mis adversarios". Pero su oración termina en la alegría de la acción de gracias: alabanza a la bondad de Dios que libera.

La segunda lectura de la Carta de Santiago (San.3,16-4,3),  Los domingos anteriores, el autor atacaba los favoritismos comunitarios y la fe desencarnada que no se traducen en obras. Y todo esto por coherencia con Cristo.
La sección 3,12-4,12 trata de los frutos que daña conocer la calidad del árbol. Las obras del cristiano han de estar inspiradas en la sabiduría y en un realismo sano. En el centro de la sección hallamos nuestra perícopa, que podemos dividir temáticamente en dos partes.
La primera se centra en la sabiduría. El término hebreo "sabiduría" expresa más un estilo de vida que una cualidad intelectual. La sabiduría del AT se basa en el estilo creyente de plantear la propia existencia, basado en la Torah. La sabiduría que propone Santiago a sus lectores cristianos se centra en la caridad fraterna y se manifiesta en la comprensión, la docilidad, la misericordia, las buenas obras y la siembra de la paz.
La segunda participa de la teología. Judía de la época. Descubría la raiz del pecado en el "deseo", esto es, en aquel siempre querer más, incluso a costa de los demás; en basar la propia vida en un continuo cúmulo de insatisfacciones. Santiago lo traduce en guerras y contiendas mutuas. El autor contrapone a esta raiz otra: la obediencia de la fe que nos empuja no a seguir nuestras pasiones, sino la voluntad de Dios. (cf. 4,7)

Hoy en  el evangelio , siguiendo a san Marcos (Mc 9,30-37) contemplamos a Jesús camino de Jerusalén. Jesús sigue instruyendo a sus discípulos sobre el final que le espera. Insiste una vez más en que será entregado a los hombres y estos lo matarán, pero Dios lo resucitará. Marcos dice que "no le entendieron y les daba miedo preguntarle".
Al llegar a Cafarnaún, Jesús les pregunta: "¿De qué discutíais por el camino?". Los discípulos se callan. Están avergonzados. Marcos nos dice que, por el camino, habían discutido quién era el más importante. Ciertamente, es vergonzoso ver al Crucificado acompañado de cerca por un grupo de discípulos llenos de estúpidas ambiciones. los apóstoles discuten sobre quién de ellos ha de ser el primero. Era una cuestión en la que no se ponían de acuerdo. Cada uno soñaba en secreto con ser uno de los primeros, o incluso el cabecilla de todos los demás, de aquel Reino maravilloso que Jesús acabaría por implantar con el poderío de sus milagros y la fuerza de su palabra. Juan y Santiago se atrevieron a pedir, directamente y también a través de su madre, los primeros puestos en ese Reino. Es evidente que la ambición y el afán de figurar les dominaban. Como a ti y a mí tantas veces nos ocurre.
Pero el Jesús les hace comprender que ese no es el camino para triunfar en su Reino. Quien procede así, buscando su gloria personal y su propio provecho, ese no acertará a entrar nunca. "Jesús se sentó -nos dice el texto sagrado-, llamó a los Doce y les dijo: Quien quiera ser el primero, que sea el último y el servidor de todos..." El Maestro, al sentarse según dice el texto, quiere dar cierta solemnidad a su doctrina, enseñar sin prisas algo fundamental para quienes deseen seguirle. Sobre todo para los Doce, para aquellos que tenían que hacer cabeza y dirigir a los demás.
Una vez en casa, Jesús se dispone a darles una enseñanza. La necesitan. Estas son sus primeras palabras: "Quien quiera ser el primero, que sea el último de todos y el servidor de todos". En el grupo que sigue a Jesús, el que quiera sobresalir y ser más que los demás, se ha de poner el último, detrás de todos; así podrá ver qué es lo que necesitan y podrá ser servidor de todos.
La verdadera grandeza consiste en servir. Para Jesús, el primero no es el que ocupa un cargo de importancia, sino quien vive sirviendo y ayudando a los demás.
Para él es tan importante que les va a poner un ejemplo gráfico.
Antes que nada, acerca un niño y lo pone en medio de todos para que fijen su atención en él. En el centro de la Iglesia apostólica ha de estar siempre ese niño, símbolo de las personas débiles y desvalidas, los necesitados de apoyo, defensa y acogida. No han de estar fuera, junto a la puerta. Han de ocupar el centro de nuestra atención.
Luego, Jesús abraza al niño. Quiere que los discípulos lo recuerden siempre así. Identificado con los débiles. Mientras tanto les dice: "El que acoge a un niño como éste en mi nombre, me acoge a mí; y el que me acoge a mí...acoge al que me ha enviado".
La enseñanza de Jesús es clara: el camino para acoger a Dios es acoger a su Hijo Jesús presente en los pequeños, los indefensos, los pobres y desvalidos. ¿Por qué lo olvidamos tan a menudo?

Para nuestra vida.
Ya el domingo pasado veíamos el conflicto de criterios entre Jesús y sus discípulos. Cuando Jesús les anunció por primera vez su muerte y resurrección, Pedro se atrevió a "reñir" al Maestro por esta visión que a él le parecía indigna del Mesías. Lo que le valió una dura reprimenda de Jesús. Hoy repite Jesús el anuncio: "El Hijo del hombre va a ser entregado y lo matarán y después de muerto, a los tres días resucitará". Ese es, para Jesús, el estilo para salvar al mundo: no viene en plan guerrero o triunfador, sino como un Siervo que entrega su vida por los demás.
Esta vez, la página del evangelio viene preparada por la del libro de la Sabiduría, en que aparece cómo "el justo", "el hijo de Dios", estorba a "los malos". La presencia de una persona buena da, por una parte, testimonio a los demás y les puede edificar y animar a practicar el bien. Pero, por otra, puede resultar una denuncia callada del estilo de vida que llevan otros: por ejemplo, materialista, despreocupada por las cosas del espíritu, superficial, injusta, egoísta.

La primera lectura, tomada del libro de la Sabiduría, pone al descubierto, en un esquema simplista, las maquinaciones de los malvados contra los justos. Es un ejemplo elemental y con tintes maniqueos, pero ilustra muy bien dos actitudes en la vida y ante la vida, dos "sabidurías". De una parte, la sabiduría de arriba, al decir de Santiago, la de los justos, o sea, los que viven y quieren vivir en una sociedad de derecho, justa, en paz, solidaria y respetuosa con las normas y valores. De otra parte, la sabiduría de abajo, la de la carne, o sea, los que no tienen escrúpulos, que burlan la ley, pisotean los derechos y escarnecen la moral. El fin justifica los medios, es su lema. Y como el fin es el éxito, el poder, el dinero, el placer... no reparan en ningún medio, ni se detienen ante el chantaje, la traición, el asesinato o la masacre. Todo vale si me hace feliz.
Estos últimos, los desmadrados, los que se autodefinen progresistas, acechan y fustigan a los primeros, acusándoles de retrógrados, de estrechos, de legalistas, de utópicos. Piensan que, al tomar la iniciativa, se llevan la razón. No hace falta mucha imaginación para ver la rabiosa actualidad de estas reflexiones del libro de la Sabiduría. Es verdad que el mundo no se divide en buenos y malos, pero los hay. Más aún, todos podemos ser, al menos a ratos o en ciertos aspectos de la vida, lo uno o lo otro, alternativamente. Porque todos experimentamos en nosotros mismos esa tensión y todos padecemos las mismas tentaciones.
La sabiduría contrapone continuamente los impíos, que obran la injusticia, a los justos, que se comportan de acuerdo con los criterios dictados por ella. Son «impíos» quienes con sus hechos, razonamientos, criterios y malas lenguas engendran la muerte. Su visión materialista de la vida los incapacita para valorar lo que sobrepasa la razón, se encierran en sí mismos y contemplan impasibles los sufrimientos que causan a los demás; así se dejan llevar por el pesimismo y la tristeza de una existencia carente de sentido. «Nuestro respiro es humo, y el pensamiento, chispa de un corazón que late; cuando ésta se apague, el cuerpo se volverá ceniza y el espíritu se disipará como aire tenue». Sólo les queda una salida: el desenfreno, gozar de los placeres de la vida sumergiéndose en la espiral de un consumo sin freno, aunque sea a costa de los más débiles, pisoteando sus derechos y hundiendo a los pobres.
Pero ni eso les basta. Hay que ahogar todo intento de crear vida y alegría. Hay que dar muerte al justo que denuncia la injusticia con su conducta. "Lleva una vida distinta de los demás" (2,15). El justo se gloría de tener a Dios por Padre. Tiene una escala de valores diferente y constituye una acusación contra las convicciones mundanas de los impíos. La envidia ciega a los poderosos. Proyectan contra el justo la muerte que los consume: "Vamos a ver si es verdad lo que dice, comprobando cómo es su muerte; si el justo ese es hijo de Dios, él lo auxiliará y lo librará de las manos de sus enemigos... Lo condenaremos a muerte ignominiosa, pues dice que hay quien mira por él» (2,17-20).

El salmo de hoy (Sal 53) nos sitúa ante un Dios, justo en la retribución, el salmista  le pide al Señor que le defienda de sus enemigos, y además que extienda su mano en contra de ellos. Nosotros, siendo pecadores y dignos de recibir el castigo merecido a nuestra rebeldías y ofensas al Señor, hemos sido buscados por Él para que recibamos su perdón y la participación de su misma vida. Aquel que puso orden en el caos inicial y lo convirtió en fuente de vida, llega a nosotros para hacer desaparecer el desorden y las tinieblas del pecado, y a concedernos su Espíritu para que ilumine nuestros caminos y nos haga fecundos en buenas obras. Si así hemos sido amado por Dios, quienes nos consideramos hijos suyos, hemos de seguir el mismo ejemplo que Él nos dio amando a nuestro prójimo y buscándolo para que vuelva al Señor.
San Agustín medita así la ayuda que Dios nos proporciona: "Ahora: si hay alguno que llamado por ti escuchó tu voz y pudo evitar los delitos que ahora recuerdo y confieso y que él puede leer aquí, no se burle de mí, que estando enfermo fui curado por el mismo médico a quien él le debe el no haberse enfermado; o por mejor decir, haberse enfermado menos que yo. Ese debe amarte tanto como yo, o más todavía; viendo que quien me libró a mí de tamañas dolencias de pecado es el mismo que lo ha librado a él de padecerlas". (San Agustín. Las Confesiones,  Libro II, capítulo 7.)
El salmo nos presenta la vida como  un combate. Difícilmente aceptamos salmos que dicen como éste: "porque unos insolentes se alzan contra mí, y hombres violentos me persiguen a muerte, ". El enemigo es el Mal, potencia maligna contra la cual debemos luchar. Este salmo afirma que este "mal" es una potencia "extranjera", contraria al hombre, alienante, diríamos hoy. Pero dice también que Dios combate con nosotros, al lado del hombre, contra todas las potencias "que buscan su perdición". Gracias, Señor. Sí, por tu verdad, Señor, destruye a aquellos que se han levantado contra la humanidad.
La victoria del bien está asegurada. Quien ora en este salmo, sabe que será escuchado, y anuncia que "dará gracias": "He visto a mis enemigos humillados". Sin orgullo, sin pretensión, el cristiano debería tener una mentalidad de vencedor... La seguridad de la victoria final de Dios, lejos de inmovilizar, debe da dar ánimo al cristiano para su combate de cada día.

La segunda lectura Santiago continúa la reflexión sapiencial de la primera lectura, y así, frente a la sabiduría "de arriba", que se traduce en paz, comprensión, justicia, misericordia y buenas obras, denuncia los estragos de la falsa sabiduría, que conduce a la injusticia, conflictos, violencia y homicidios. Esa falsa sabiduría hunde sus raíces en nosotros mismos, en el deseo irrefrenable de placer y de felicidad, llevado al paroxismo de norma suprema de la vida. Porque nos hace codiciar lo que no podemos tener y nos lleva a la eliminación del contrario, y nos hace ambicionar lo que no podemos alcanzar por las buenas, y nos induce a obtenerlo por las malas. Esta falsa sabiduría, o sea, este modo de ver y vivir la vida es el que prevalece en nuestro sistema de convivencia y el que se nos impone desde la cuna en la familia, en la escuela, en el trabajo, en los deportes, en todo. No se nos educa en la solidaridad, sino en la competitividad, en el triunfo, en la victoria, en el éxito, en tener más que los demás. De suerte que se despiertan y fomentan en nosotros unos deseos y unas expectativas que nunca podrán quedar satisfechas, porque el éxito es para unos pocos, y sólo el primero gana. Los demás, la inmensa mayoría, está condenada al fracaso, a incrementar la masa de perdedores, de derrotados, de vencidos, de frustrados.
El texto de Santiago, denuncia un consumo desenfrenado que estimula al hombre a tener siempre más es hoy la raíz de muchas frustraciones que, a su vez, desatan la violencia y dan pábulo a la agresividad de todo tipo: "Codiciáis lo que no podéis tener, y acabáis asesinando". El autor piensa que el hombre permanece insatisfecho porque no pide a Dios lo que realmente necesita y, por lo tanto, no pide bien.
El texto denuncia que hay una falsa sabiduría de la vida que se opone a la sabiduría de Dios. Es la sabiduría de los "vivos" o de los que "saben vivir", de aquellos que no buscan otra cosa que su proyecto. Esta falsa sabiduría es el origen de todos los males, de las envidias y de las peleas que siembran el desorden y hacen imposible la convivencia. La auténtica sabiduría tiene otro origen, otras cualidades y, en consecuencia, produce otros frutos. La ambición y los deseos de placer dividen al hombre en su interior, al no poder alcanzar lo que desea; pero esta división interior produce la envidia y se proyecta al exterior, afecta a la vida comunitaria y da origen en ella a las discordias y a los conflictos.
Decía San Agustín: " Hay muchos que piden lo que no deberían, por desconocer lo que les conviene. En consecuencia, quien invoca a Dios debe precaverse de dos cosas: de pedir lo que no debe y de pedirlo a quien no debe. Al diablo, a los ídolos y demonios no hay que pedirles nada de lo que se debe pedir. Si algo hay que pedir, hay que pedirlo al Señor nuestro Dios, el Señor Jesucristo; a Dios, padre de los profetas, apóstoles y mártires; al Padre de nuestro Señor Jesucristo, al Dios que hizo el cielo y la tierra y todo cuanto contienen5. Mas hemos de guardarnos también de pedirle a él lo que no debemos. Si la vida humana que debemos pedir la pides a ídolos mudos y sordos, ¿de qué te sirve? De igual manera, si pides a Dios Padre, que está en los cielos, la muerte de tus enemigos, ¿de qué te aprovecha? ¿No has oído o leído cómo, a propósito del traidor Judas, digno de condena, dice una profecía en el salmo que lo anuncia: Su oración le sea computada como pecado?6 Si, pues, te levantas por la mañana y comienzas a pedir males para tus enemigos, tu oración se convertirá en pecado." (San Agustín, Sermón 56).

En el evangelio de hoy, San Marcos retoma uno de sus temas favoritos: la falta de comprensión de los discípulos. Esta falta de comprensión es también el punto de arranque de la escena siguiente, reducida al sólo grupo de caminantes con Jesús hacia Jerusalén. A estas alturas de su obra Marcos está exclusivamente interesado en la relación maestro-discípulos. Por eso la situación esbozada es típica de una sesión de enseñanza al estilo judío, con el maestro sentado en el suelo y los alumnos a su alrededor. El tema escogido tiene su origen en una conversación concreta de los discípulos durante el camino hacia Jerusalén. Una conversación sobre rango, sobre mayor y menor, más importante y menos. Marcos no concreta más: le basta el problema de fondo. Lo que sí concreta es la diferenciación entre discípulos y los doce, como ya lo ha hecho en 4, 10. Marcos explicita que se trata de una enseñanza a los doce.
La enseñanza es teórica y práctica. La teoría es muy breve, formulada por medio de lo que los especialistas denominan "logion": enunciado breve en forma de máxima o aforismo.
El que quiera ser el primero, que sea el último; el que quiera ser el primero de todos, que sea el servidor de todos. Se trata de un enunciado por contraste, en que el segundo miembro niega al primero: último y servidor niegan a primero.
Quien quiera ser el primero, que sea el último. La sabiduría de arriba, la de Dios, la de Jesús y el evangelio es totalmente contraria. Frente al slogan competitivo, frente al impulso a ser los primeros, los vencedores, los triunfadores, Jesús nos invita a ponernos en último lugar, en el lugar de los que sirven, no de los que utilizan a los demás para su propio medro.
Así fue la vida de Jesús, desde su nacimiento en Belén hasta el colmo del amor y servicio a los hombres en la cruz. Ese es el camino del evangelio, el camino del amor y del servicio. Ese era el camino que Jesús descubría a sus discípulos al anunciarles los acontecimientos de su pasión y muerte en la cruz: "El hijo del hombre va a ser entregado en manos de los hombres...". Ese fue el camino que los discípulos no entendieron y que no entendemos ni queremos entender los cristianos de hoy. Como los discípulos de Jesús, mientras el evangelio nos urge el amor, nosotros seguimos discutiendo quien es el primero, el más importante, el triunfador, el de mayor éxito. Pero ése es el único camino para los que quieren seguir a Jesús, para los que se rigen por la sabiduría de Dios y no por las vanas especulaciones del sistema.
-Y acercando a un niño, lo puso en medio. Con este hermoso gesto resolvía Jesús plásticamente lo que dejaban oscuro sus palabras. Con este gesto, Jesús significaba dos cosas elementales. Primero, que los niños, como los pobres, son los únicos que pueden entender el mensaje, porque los primeros aún no tienen prejuicios y los segundos aún no tienen riquezas. Y segundo, que hay que empezar de nuevo, desde el principio y desde un nuevo principio.
Cuando el sistema anda mal, y el actual hace agua por todos lados, no valen apaños, ni reformas, ni cambios de boquilla. Hace falta un cambio radical, desde la raíz. Hay que volver a empezar. Porque no se puede aprender justicia en una sociedad injusta, no se puede aprender a ser solidarios en una sociedad y un mundo insolidario hasta la explotación, no se puede aprender a amar la paz en un mundo armado y en guerra ininterrumpida, no se puede aprender a ser hombres en un mundo inhumano. Porque el niño y el adulto no aprenden lo que se les dice, sino lo que ven y viven. Y cuando lo que se dice está en contradicción con lo que se hace, se aprende también a mentir y engañar y explotar y matar.
Han pasado cientos de años, oyendo las palabras evangélicas. En este siglo XXI, ¿De qué discutimos en la Iglesia mientras decimos seguir a Jesús?.
Los primeros en la Iglesia no son los jerarcas sino esas personas sencillas que viven ayudando a quienes encuentran en su camino. No lo hemos de olvidar.
Para Jesús, su Iglesia debería ser un espacio donde todos piensan en los demás. Una comunidad donde estamos atentos a quien nos puede necesitar. No es sueño de Jesús. Una Iglesia en la que se quiera ser el último y servir con desinterés y generosidad. Ese es el camino para entrar en el Reino, para ser de los primeros. Allá arriba se invertirá el orden de aquí abajo: Los primeros serán los últimos y éstos los primeros. Los que brillaron y figuraron en el mundo, pueden quedar sepultados para siempre en las más profundas sombras.
La eucaristía es una lección de amor, de entrega. Aquí celebramos el servicio del amor de Jesús que da su vida para que tengamos vida. De nosotros depende que la lección nos sirva para aprender a ser cristianos, a ser como Cristo, servidores de los demás, o para aprender a seguir mintiendo y fingiendo y así envileciendo el buen nombre de Cristo.
Es constante la enseñanza de Jesús al respecto de la humildad en el servicio de los demás. Ser el servidor de todos, dice Él mismo en el evangelio de hoy. El ser servidor de todos es un objetivo muy repetido por Él. Muy pocos son –somos—capaces de entregarse al resto de sus hermanos. Buscamos éxito, singularidad, premios, distinciones. Como máximo, seremos comprensivos y cordiales. Y la mayoría de las veces, ni eso. La humildad es una vía, una pista. Comenzando por la humildad todo será más fácil. Si asumimos humildemente la dificultad del camino, es que, de hecho, hemos comenzado a recorrerlo. ¿Es, pues y de acuerdo con lo dicho al principio, una utopía el sistema de relaciones humanas que preconiza Cristo? Sin Él, sí. Sin contar con su ayuda, seguro. Jesús ayuda a quienes se le acercan con gran humildad en el mismo trato íntimo con Él. Y de ella, de la humildad, surge el deseo de servir al prójimo.
Rafael Pla Calatayud
rafael@betaniajerusalen.com

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