De entre las
cuatro solemnidades del calendario litúrgico en las que María es protagonista
-1 de enero, maternidad divina; 8 de diciembre, inmaculada concepción; 15 de
agosto, gloriosa asunción- o juega un papel decisivo -25 de marzo, anunciación
del Señor-, podríamos decir que dos de ellas tienen referencias más
cristológicas -maternidad y anunciación- y las otras dos las tienen más eclesiológicas
-concepción y asunción-. Es cierto que para María -como para la Iglesia- todo
es cristológico: ¡todo está en función del Cristo salvador! Pero con esta
distinción quiero mostrar que en la comprensión de estos dos misterios de María
entra un factor "ejemplar" para con la Iglesia que es importante:
María es la primera redimida -inmaculada concepción- y es la primera
glorificada -asunción-.
Este
planteamiento de la solemnidad del 15 de agosto es una clave de interpretación
de toda la liturgia de eta fiesta. ·Pablo-VI, en su magnífica exhortación sobre
el culto mariano, resume así el sentido de la solemnidad: "Es la fiesta de
su destino de plenitud y bienaventuranza, de la glorificación de su alma
inmaculada y de su cuerpo virginal, de su perfecta configuración con Cristo
resucitado; una fiesta que propone a la Iglesia y a la humanidad la imagen y la
consoladora prenda del cumplimiento de la esperanza final; pues dicha
glorificación plena es el destino de aquellos que Cristo ha hecho hermanos
teniendo en común con ellos la carne y la sangre" (Beato Pablo VI.
Marialis-Cultus, n. 6).
La fiesta de la Asunción de la Santísima Virgen María, se celebra en toda
la Iglesia el 15 de agosto. Esta fiesta tiene un doble objetivo: La feliz
partida de María de esta vida y la asunción de su cuerpo al cielo. Así lo
expresamos en el prefacio de la misa del día : "Porque hoy ha sido llevada
al cielo la Virgen Madre de Dios, figura y primicia de la Iglesia, garantía de
consuelo y esperanza para tu pueblo, todavía peregrino en la tierra.
Con razón no permitiste, Señor, que conociera la corrupción del sepulcro
aquella que, de un modo inefable, dio vida en su seno y carne de su carne al
autor de toda vida, Jesucristo, tu Hijo, Señor nuestro".
Según la doctrina de la Iglesia católica, que se basa en una tradición
acogida también por la Iglesia ortodoxa (si bien por ésta no definida
dogmáticamente), María entró en la gloria no sólo con su espíritu, sino
íntegramente con toda su persona, como primicia –detrás de Cristo- de la resurrección
futura.. Fue establecido como dogma por el Papa Pío XII, el día 1 de noviembre
de 1950.
¿En qué se diferencia la Asunción de María de la Ascensión de Cristo? La
misma palabra <Asunción> lo sugiere: el verbo asumir significa “hacerse
cargo de algo, tomar para sí”. La Virgen fue asunta, fue tomada por Dios, fue
atraída por Dios, la Asunción fue obra de Dios, no de la Virgen María; en
cambio, Cristo ascendió a los cielos por su propia fuerza y virtud. En
definitiva, más allá de frases y metáforas, en esta fiesta de la Asunción de la
Virgen, los cristianos debemos alabar a Dios y de darle gracias porque hizo
posible que una criatura humana como nosotros –María- fuera directamente a
vivir con Él, nada más terminada su vida terrena. Esta es la aspiración de cada
uno de nosotros, los cristianos.
Hoy las lecturas nos sitúan ante la batalla entre dos fuerzas antagónicas.
San Agustín en su obra «La ciudad de Dios», dice en una ocasión que toda la
historia humana, la historia del mundo, es una lucha entre dos amores: el amor
de Dios hasta la pérdida de sí mismo, hasta la entrega de sí mismo, y el amor
de sí mismo hasta el desprecio de Dios, hasta el odio de los demás. Esta misma
interpretación de la historia, como lucha entre dos amores, entre el amor y el
egoísmo, aparece también en la lectura tomada del Apocalipsis, que acabamos de
escuchar. Aquí, estos dos amores, aparecen en dos grandes figuras. Ante todo,
está el dragón rojo, fortísimo, con una manifestación impresionante e
inquietante de poder sin gracia, sin amor, del egoísmo absoluto, del terror, de
la violencia.
La primera lectura del
libro del Apocalipsis (Ap. 11,19a;
12,1-6a. 10ab). Esta es la segunda parte de la visión de Juan. La Iglesia ha
salido del mundo judío y se amplía el horizonte. La Iglesia va a conquistar el
mundo de las naciones, luchando contra el poder del demonio. Empieza una serie
de siete signos en el cielo. Los dos primeros nos presentan a los protagonistas
de la historia sagrada, la mujer y el dragón, el pueblo de Dios y el demonio.
El texto se
inicia con la presentación del acontecimiento de la aparición del arca en el
templo celestial (11. 19a), situándonos en el "hoy" del tiempo
mesiánico y escatológico; y, una vez "situados", aparecen dos signos
(12. 1-6a): la mujer y el dragón, signos que deben ser interpretados por la
asamblea litúrgica en el espacio-tiempo del hoy; signos que representan la
lucha dramática entre el bien y el mal, entre el anuncio del Evangelio y el
rechazo-indiferencia del mundo en que vive la asamblea... Pero el reinado y la
victoria de Dios, así como la presencia del Mesías es en el hoy del
espacio-tiempo (12. 10ab).
"Después
apareció... una mujer": es el pueblo de Dios. Con la imagen de la mujer en
la tradición bíblica van muy unidas la idea de "la esposa" -la
alianza de Dios con su pueblo- así como la de "la madre": Jerusalén,
los hijos de Sión, los hijos de Dios. Dios cubre a la mujer ("vestida del
sol") con los dones de la fidelidad y de las promesas para llevar a cabo
su misión en el hoy del tiempo inaugurado ("la luna" representa el
tiempo).
Misión
destinada a triunfar: la corona es el símbolo de la victoria final. La mujer
representa a toda la asamblea del pueblo de Dios: las
"doce-estrellas" simbolizan su unidad, la del AT y la del NT.
¿Quién es esta
mujer vestida con el sol y coronada con doce estrellas? Su hijo es el Mesías,
como se dice expresamente en el v. 5 (cf. Sal 2, 9). Además, la descripción que
se hace de esta figura nos recuerda la profecía de Isaías: "El Señor mismo
os dará por eso la señal: He aquí que la virgen grávida va a dar a luz un hijo
y le llama Emmanuel" (Is. 7, 14). Por tanto, parece que se trata de la
Virgen María, la Madre de Jesús, que es el Cristo o Mesías. Sin embargo, no hay
que olvidar que los profetas comparan también al pueblo de Israel a una mujer
en estado de buena esperanza, ya que de ese pueblo iba a nacer el mesías
prometido (cf. Is 26, 17; 66,7s; Miq 4,9s). En consecuencia, podemos decir que
la mujer encinta es María de Nazaret, en tanto representa a todo el pueblo elegido,
porque en ella han ido a parar todas las esperanzas de Israel y en sus entrañas
van a madurar todas las promesas para dar el fruto de su vientre, Jesús. Por
eso aparece coronada con doce estrellas, porque es el centro de las doce tribus
de Israel (cf. Gn 37, 9; Ap 7, 4s; 21, 12).
Por otra
parte, la mujer se describe después como la Madre de los creyentes en
Jesucristo, de los que "guardan los mandamientos de Dios y mantienen el
testimonio de Jesucristo" (v. 17). Y, en este sentido, podemos decir
también que la mujer es la madre de la Iglesia, y ésta el verdadero Israel de
Dios. En tercer lugar, la mujer que escapa al desierto, después de que sea
arrebatado al trono de Dios el niño de sus entrañas, es María como prototipo de
la Iglesia. Es, por tanto, también la Iglesia perseguida por el dragón y
protegida por Dios en su lucha definitiva.
Pero Dios, que
ha salvado a su Hijo, que lo ha resucitado de entre los muertos y lo ha
glorificado, sentándolo a su derecha, no abandona a su iglesia y prepara un
refugio para ella hasta que todo termine.
La victoria de
Dios sobre el dragón, que ha sido ya decidida en Cristo y como tal se celebra
en el cielo, es para la Iglesia que lucha (v. 13-18) un motivo inquebrantable
de esperanza.
"Apareció
otro portento... Un enorme dragón rojo": el mal, que actúa penetrando la
historia humana, sobre todo desde los "centros de poder" (las
siete-cabezas con las siete-diademas), destruyendo la unidad y la comunión de
la asamblea (barre del cielo parte de las estrellas). El mal se opone a que la
mujer dé a luz y quiere destruir su fruto.
En
contraposición al gran signo aparece el dragón rojo (v.3), símbolo del poder
adverso, el que resiste el señorío de Cristo, el que traspasó a la serpiente
huidiza (Job 26, 12-13). Las cabezas, cuernos y diademas son símbolos del poder
y de su reinado (v. 3b). Se establece una tensión entre ambos poderes. El Mal
planea, acecha (v. 4) y no acepta la Esperanza, el Ungido (v. 5).
La mujer que
huye al desierto (v. 6a), la Iglesia que permanece en la tierra en espera del
triunfo, de la promesa definitiva y de la victoria (v. 10).
El Mesías es
el hijo alumbrado por la asamblea en cada época de la historia, hasta su venida
en la plenitud de la gloria. La garantía de que nada impedirá su alumbramiento
es que "lo llevaron junto al trono de Dios"; así pues, el mal no
impedirá el alumbramiento de Xto en el hoy por la asamblea del pueblo de Dios.
El responsorial es el
salmo14 (Sal 44, 10. 11-12ab. 16). El salmo 44 es un poema nupcial en dos
partes: la primera canta al Rey, el esposo (vv. 2-10); la
segunda, a su esposa (vv. 11-18). Según algunos autores, este salmo sería un
canto profano para las bodas de un rey israelita, Salomón, Jeroboam II o Ajab.
Pero las tradiciones judía y cristiana lo refieren a los desposorios del Rey
Mesías con Israel (figura de la Iglesia), y la liturgia, a su vez, amplía la
alegoría refiriéndolo a la Virgen María. El poeta se dirige primero al Rey
Mesías, vv. 3-10, aplicándole atributos de Yahvé y del Emmanuel; luego, a la
reina, vv. 11-17.- Para Nácar-Colunga el título de este salmo es Canto nupcial.
Es una composición , en la que se celebran las bodas del rey de Israel con una
princesa extranjera. El rey debe gobernar con equidad y defender al pueblo (vv.
2-9), y la reina debe olvidar su patria anterior para adaptarse a su nueva
condición (vv. 11ss).
V. 10. Hijas de reyes: alusión a las princesas del séquito que acompañaba y
daba esplendor a la reina esposa. De pie a tu derecha está la reina: se
introduce la mención de la reina, a la cual en seguida se dirigirá una
alocución. Estar a la derecha era un sumo honor en Israel. Enjoyada con oro de
Ofir: lit. tela o joyas hechas con ese oro, que era el oro tenido en más
aprecio, del cual se proveía en abundancia Salomón.
V. 11. La alocución que ahora empieza va dirigida a la reina; tiene el
carácter de exhortación, consejo o pronóstico, y, en realidad, el
pensamiento del poeta sigue centrado en el rey.
Escucha, hija: estas frases exhortativas parecen estar sacadas de los
libros sapienciales. Inclina el oído: el sentido técnico de esta expresión es
no solamente escuchar prestando atención, sino llevar a la práctica o cumplir
lo que se dice. Olvida tu pueblo o nación de donde has venido. La tradición
cristiana se complace en ver una asunción a dignidad mayor o a un nuevo estado,
incluso de otra naturaleza. La casa, o palacio, en sentido local o amplio de
corte, de tu padre, que por la misma necesidad del contexto se ve que es un rey
extranjero. Este pedir una adaptación a las nuevas circunstancias no es sólo un
prudente consejo humano, sino que avanza hacia un sentido alegórico,
determinable en función de la interpretación que se dé al salmo.
VV. 12-13. El nuevo esposo o señor suplirá con creces el afecto paterno. La
ciudad de Tiro se postrará ante la reina con dones o regalos. Tiro, una de las
más importantes ciudades-estado fenicias, es un ejemplo concreto de los pueblos
extraños que honrarán a la nueva reina. San Atanasio ve significada en los
tirios la vocación de los gentiles. En tercer lugar, implorarán el favor de la
reina los más nobles de su nuevo pueblo adoptivo. De este modo los extranjeros
amigos y los súbditos nacionales la agasajarán, como expresión de una totalidad
compleja.
VV. 14-16. Se inicia la procesión nupcial con el esplendor de Oriente, que
el salmista da por muy bien conocido. Bastan unas frases entrecortadas para
suscitar las imágenes y el recuerdo de las ceremonias. Entre alegría y
algazara: sin duda, con cantos, danzas, sones de instrumentos y poemas
improvisados, como éste del salmista.
La segunda lectura de la
primera carta del apóstol san Pablo a los Corintios. (1ª Cor.15, 20-27), El largo
capítulo 15 de la primera carta a los Corintios está dividido en diversas
secciones. Pablo empieza recordando la experiencia de los primeros discípulos,
testigos presenciales del Resucitado (vv.1-11), pasa a continuación a señalar
que las objeciones al hecho de la resurrección ponen en cuestión la fe
cristiana entera, pero en realidad, la resurrección es un hecho y afecta, no
tan sólo a cada persona singular, sino a la humanidad entera (vv. 12-28); por
último, el apóstol intenta dilucidar por medio de imágenes el cómo de la
resurrección (vv. 30-58).
El trozo de la
carta a los Efesios que leemos en este día de la Asunción no se refiere expresamente
a la Virgen. Pero se le aplica por dos motivos. Primero, por el hecho de hacer
resaltar un acontecimiento tan misterioso y excelso con el que fue favorecida
María. En efecto, si tan enorme es la grandeza de la virtud de Dios hacia los
creyentes y tan poderosa la fuerza con la que resucitó a Cristo y lo hizo
sentarse a su derecha (1,19-20) nadie se extrañará de que haya enaltecido a la
madre de Jesús por encima de todos los vivientes, llevándola a su seno en
cuerpo y alma.
En segundo
lugar, el texto aparece oportuno precisamente hoy, pues si se lee teniendo
presente como fondo el misterio de la Asunción de María, se ve cómo intenta
despertar en los creyentes la ilusión esperanzada, moviéndolos así a perseverar
en la fidelidad a la propia vida. La esperanza es que, si Dios ha obrado
semejante maravilla en María, su mano será suficientemente poderosa igualmente
para elevar a los que creen en él, resucitándolos a la vida y haciéndolos
sentarse todos juntos en el cielo (2,6).
El pasaje del Evangelio de
san Lucas elegido para esta fiesta (Lc.1, 39-56).
El texto gira
en torno a dos momentos. El primero lo configuran los versículos narrativos
39-45. Con una delicadeza y maestría difíciles de igualar, el autor pone de
manifiesto que el fiarse de Dios no es baldío. Fiarse de Dios, aun cuando las
evidencias empíricas parezcan invitar a lo contrario; esto es lo que el autor
quiere inculcar con esta joya del arte de narrar.
El segundo
momento gira en torno a los versículos poéticos 46-55. Es la reacción entusiasmada
de la persona que ha experimentado cómo Dios cumple su palabra. Y desde su
experiencia concreta, María descubre alborozada que el cumplimiento de la
palabra por parte de Dios está a la base de la existencia misma del pueblo.
María: una persona para quien Dios es alguien con sentido, para quien el
ordenamiento de Dios es una realidad. Y rompe en gritos entusiasmados de acción
de gracias hacia quien hace posible la maravilla de un mundo diferente.
El texto presenta el episodio de la Visitación de María a Santa Isabel, que
se cierra con el sublime canto del Magníficat. Este episodio de la visita de María a Isabel muestra otro aspecto
bien típico de Lucas. Todas las palabras y actitudes, sobre todo el cántico de
María, forman una gran celebración de alabanza. Lucas evoca el ambiente
litúrgico y celebrativo, en el cual Jesús fue formado y en el cual las
comunidades tenían que vivir su fe.
María sale para visitar a Isabel
(Vv39-40). Lucas acentúa la prontitud de María en atender las exigencias de la
Palabra de Dios. El ángel le habló de que María estaba embarazada e,
inmediatamente, María se levanta para verificar lo que el ángel le había
anunciado, y sale de casa para ir a ayudar a una persona necesitada. De Nazaret
hasta las montañas de Judá son ¡más de 100 kilómetros!.
Saludo de Isabel. (vv.41-44) Isabel representa el Antiguo Testamento que
termina. María, el Nuevo que empieza. El Antiguo Testamento acoge el Nuevo con
gratitud y confianza, reconociendo en él el don gratuito de Dios que viene a
realizar y completar toda la expectativa de la gente. En el encuentro de las
dos mujeres se manifiesta el don del Espíritu que hace saltar al niño en el
seno de Isabel. La Buena Nueva de Dios revela su presencia en una de las cosas
más comunes de la vida humana: dos mujeres de casa visitándose para ayudarse.
Visita, alegría, embarazo, niños, ayuda mutua, casa, familia: es aquí donde
Lucas quiere que las comunidades (y nosotros todos) perciban y descubran la
presencia del Reino. Las palabras de Isabel, hasta hoy, forman parte del salmo
más conocido y más rezado en todo el mundo, que es el Ave María.
El elogio que Isabel hace a María v.
45). "Feliz la que ha creído que se cumplieran las cosas que le fueron
dicha de parte del Señor". Es el recado de Lucas a las Comunidades: creer
en la Palabra de Dios, pues tiene la fuerza de realizar aquello que ella nos
dice. Es Palabra creadora. Engendra vida en el seno de una virgen, en el seno
del pueblo pobre y abandonado que la acoge con fe.
El magníficat o cántico de María (vv46-56). Enseña cómo se debe cantar y
rezar. Lucas 1,46-50: María empieza proclamando la mutación que ha acontecido
en su propia vida bajo la mirada amorosa de Dios, lleno de misericordia. Por
esto canta feliz: "Exulto de alegría en Dios, mi Salvador".
(vv. 1,51-53): En seguida después, canta la fidelidad de Dios para con su
pueblo y proclama el cambio que el brazo de Yavé estaba realizando a favor de
los pobres y de los hambrientos. La expresión “brazo de Dios” recuerda la
liberación del Éxodo.
Esta es la fuerza salvadora de Dios que hace acontecer la mutación:
dispersa a los orgullosos (1,51), destrona a los poderosos y eleva a los
humildes (1,52), manda a los ricos con las manos vacías y llena de bienes a los
hambrientos (1,53).
Al final (54-55 recuerda) que todo esto es expresión de la misericordia de
Dios para con su pueblo y expresión de su fidelidad a las promesas hechas a
Abrahán. La Buena Nueva viene no como recompensa por la observancia de la Ley,
sino como expresión de la bondad y de la fidelidad de Dios a las promesas.
Para nuestra vida
Celebrar hoy la fiesta de la Asunción de la Virgen María a los cielos no es
conmemorar un privilegio más de María que la aparte más y más de nosotros.
Celebrar la Asunción es aunarnos al canto de María: "Dichosa porque me
felicitarán de generación en generación porque el poderoso ha hecho obras
grandes por mí".
Celebrar la Asunción de María es celebrar la esperanza. Sí, hermanos, hoy
es el día esperanzador en que empieza a cumplirse una de las promesas que el
Señor, Jesús, el Hijo de Dios, nos ha hecho a nosotros: "el que cree en
mí, tiene vida eterna y yo lo resucitaré el último día".
En la fiesta de la Asunción de la Virgen María celebramos lo que aguarda al
que cree y espera por la fe: la gloria de Dios. El mayor gozo, por el cual
salta también María, es el vernos a nosotros sus hijos por la dirección
adecuada: recordando las maravillas del Señor, viviendo según su voluntad,
proclamando su santo nombre y abriendo las ventanas de nuestro vivir para que
Dios entre por ellas y sea un gran vecino en nuestros corazones.
La Asunción de María no hace más que anticipar nuestra resurrección y
nuestra ascensión a los cielos. María, una como nosotros, ha alcanzado lo más
alto. Es verdad que María tuvo una misión y un puesto de privilegio: el ser
Madre del Hijo de Dios. Y verdad es que María tuvo la libertad de decir Sí o
decir No. El verdadero mérito de María nos lo dice Jesús en el Evangelio en
aquel pasaje en el cual las mujeres le gritan diciéndole: "bendito el
vientre que te llevó y los pechos que te amamantaron", a lo que Jesús
responde resaltando la verdadera virtud de María, no su puesto de privilegio
como madre suya, sino como creyente: "más bien bendito el que oye la
palabra de Dios y la cumple, el que cree en mi y en mi palabra, porque tiene
vida eterna".
Las Iglesias Orientales hablan de la Dormición de María como titularidad de
la presente fiesta. Es, tal vez, más completa la nomenclatura eclesial de
Occidente que habla de asunción: de subida al cielo. Sin embargo, existen
lugares en España donde la Dormición se celebra e, incluso, hay bellas imágenes
de la Señora muy bella en su sueño… y que, además, procesionan por calles y
plazas. La Dormición --el plácido sueño-- como tránsito de esta vida a su
presencia eterna en la Gloria de Dios es algo muy bello. En la Liturgia de las
Horas, en las Completas, todas las noches, antes de rezar la última antífona
que está dedicada a la Virgen, se repite: "El Señor todopoderoso nos
conceda una noche tranquila y una muerte santa". El sueño parece una
antesala de la muerte cuando los cristianos despegamos del hecho de morir todo
lo truculento o desagradable que culturalmente hemos añadido y la fe nos lleva
a considerarlo como una Dormición.
La vida María, desde Nazaret es un
canto a la bondad del Señor. Su “sí” fue desde el principio un ponerse manos a
la obra y a lo que Dios mandase. Al colocarse al lado de Jesús lo hizo desde la
humildad y con el silencio. Bien sabía, María, quién era Dios, qué esperaba
Dios y qué tenía que hacer para que Dios cumpliera en Cristo lo profetizado
desde antiguo.
Para nosotros habitantes de Europa esta fiesta entraña una expresión de
nuestras raíces cristianas y mariologicas. Un fragmento de la preciosidad de la
descripción del Apocalipsis, “coronada de doce estrellas” dice el texto, fue
captado en 1955 por Arsène Heitz, pintor de Estrasburgo, y aprobada el 8 de
diciembre. El piadoso artista consiguió que su proyecto fuera aceptado como
bandera emblemática de Europa, precisamente un día muy vinculado con la Virgen.
Algunos años me he permitido poner la bandera de la Unión Europea, junto al
altar, en el celebraba la misa, es un homenaje a ella. La Fe de la Europa de
Puy en Velay, Chartres, La Salette, Lourdes, Fátima y del Pilar, queda
reflejada en ella.
El misterio de la Asunción de la Santísima Virgen María al Cielo nos invita
a hacer una pausa en la agitada vida que llevamos para reflexionar sobre el
sentido de nuestra vida aquí en la tierra, sobre nuestro fin último: la Vida
Eterna, junto con la Santísima Trinidad, la Santísima Virgen María y los
Angeles y Santos del Cielo. El saber que María ya está en el Cielo gloriosa en
cuerpo y alma, como se nos ha prometido a aquéllos que hagamos la Voluntad de
Dios, nos renueva la esperanza en nuestra futura inmortalidad y felicidad
perfecta para siempre.
La primera lectura nos sitúa
ante una de las revelaciones de la grandeza y el poder de Dios. En la isla
de Patmos, en medio a su destierro, San Juan contempla visiones grandiosas, que
luego trasmite a los cristianos de su comunidad, perseguidos por la crueldad
del emperador romano y sus secuaces. Como él, también ellos necesitaban el
consuelo de aquellas revelaciones que anunciaban la grandeza y el poder del
Señor. Era necesario recordarles que sus sufrimientos de entonces eran el
precio de la gloria.
En esta ocasión el cielo se abre para mostrar una gran aparición, "una
señal grande": Una mujer vestida de sol y coronada de estrellas con la
luna bajo sus pies. Es, sin duda, uno de esos numerosos signos en los que tanto
abundan los escritos de S. Juan. Por otra parte, como los demás signos, su
significado es polivalente. Pero el que hoy nos sugiere la Iglesia es que
contemplemos la figura rutilante de Santa María, enfrentada al dragón rojo,
segura de su victoria. Para que confiemos en su protección y su ayuda.
La mujer
aparece rodeada de gloria, pero sufriendo los dolores del parto. Es la
humanidad. En el principio de la Biblia, estaba representada por Eva, la mujer
que pecó. Ahora, vemos a la humanidad tal como Dios la quiere. Sufre dolores de
parto, porque toda nuestra historia es la dolorosa preparación de nuestra
salvación. Da a luz un niño que es el propio Cristo. El Salvador es el fruto
del amor de Dios por la humanidad. La salvación viene a la vez de Dios y de los
hombres.
La mujer es la
humanidad que coopera en los planes de Dios; también es María, que da a luz a
Jesús; también es la Iglesia que "huye al desierto", es decir, que
vive retirada espiritualmente del mundo y alimentada por la palabra de Dios
durante el tiempo de las persecuciones.
La serpiente
es la misma del primer pecado, solamente que anda mejor vestida. Las siete
cabezas indican la multiplicidad de sus inventos, los diez cuernos (cifra
imperfecta) afirman que su poder no es invencible. Conoció una derrota en el
cielo, aunque haya logrado arrastrar en su caída a cierto número de ángeles (un
tercio de las estrellas). En cuanto al "niño varón", Satanás se
preparaba a destruirlo en la cruz, pero, al resucitar, escapa de la maldad de
la serpiente.
El salmo 44 literalmente
es un epitalamio en honor de un rey de Judá que se desposa con una princesa
extranjera. La primera parte del salmo (vv. 2-10) canta la
belleza y cualidades del joven esposo; la segunda (vv. 11-18) es una
exhortación a la nueva princesa para que ame al rey, se sienta feliz por el
matrimonio que le ha tocado en suerte y olvide, ante tanta dicha, toda su vida
anterior.
Cuando Israel ya no tuvo reyes, aplicó este antiguo salmo al desposorio del
pueblo elegido con Yahvé, su nuevo y único Rey. La Iglesia cristiana, en esta
misma línea y desde muy antiguo, usó este canto nupcial para cantar las bodas
de Cristo con su Iglesia y también para describir la vocación de María y de las
vírgenes cristianas, personalización la más acabada del amor nupcial de la
Iglesia hacia Cristo.
El salmo, nos ha de servir de poema de amor en honor de Cristo,
nuestro esposo. En su primera parte -aquella que, en su sentido original,
estaba consagrada al esposo-, cantaremos, con las palabras del salmo, la
belleza y la victoria pascual de Cristo y el amor con que el Padre lo ama: Eres
el más bello de los hombres; los pueblos se te rinden, se acobardan los
enemigos del rey (la muerte y el pecado); el Señor, tu Dios, te ha ungido.
La segunda parte del salmo -la que en el texto original se dedicaba a la
esposa- la hemos de escuchar como una exhortación a la fidelidad y al amor de
Cristo, el esposo verdadero de la Iglesia, dirigida a la Iglesia y a cada uno
de nosotros: Olvidemos nuestro pueblo y la casa paterna; a cambio de nuestros
padres (los bienes que habremos dejado) tendremos hijos, que serán príncipes,
es decir, que serán bienes imperecederos.
" Muchos Padres de la Iglesia, como es sabido, han interpretado el
retrato de la reina aplicándolo a María, desde la exhortación inicial:
«Escucha, hija, mira, inclina el oído...» (v. 11). Así sucedió, por ejemplo, en
la Homilía sobre la Madre de Dios de Crisipo de Jerusalén, un monje capadocio
de los fundadores del monasterio de San Eutimio, en Palestina, que, después de
su ordenación sacerdotal, fue guardián de la santa cruz en la basílica de la
Anástasis en Jerusalén.
«A ti se dirige mi discurso -dice, hablando a María-, a ti que debes
convertirte en esposa del gran rey; mi discurso se dirige a ti, que estás a
punto de concebir al Verbo de Dios, del modo que él conoce. (...)
"Escucha, hija, mira, inclina el oído". En efecto, se cumple el
gozoso anuncio de la redención del mundo. Inclina el oído y lo que vas a
escuchar te elevará el corazón. (...) "Olvida tu pueblo y la casa paterna":
no prestes atención a tu parentesco terreno, pues tú te transformarás en una
reina celestial. Y escucha -dice- cuánto te ama el Creador y Señor de todo. En
efecto, dice, "prendado está el rey de tu belleza": el Padre mismo te
tomará por esposa; el Espíritu dispondrá todas las condiciones que sean
necesarias para este desposorio. (...) No creas que vas a dar a luz a un niño
humano, "porque él es tu Señor y tú lo adorarás". Tu Creador se ha
hecho hijo tuyo; lo concebirás y, juntamente con los demás, lo adorarás como a
tu Señor» (Testi mariani del primo millennio, I, Roma 1998, pp. 605-606).[San
Juan Pablo II. Audiencia general Miércoles 6 de octubre de 2004]
La segunda lectura nos habla de la
certeza de la Resurrección. San Pablo sale al paso de los gnósticos
de Corinto, que creen poseer ya en esta vida la plenitud de la salvación, por
lo que desprecian el mensaje cristiano de la resurrección de los muertos.
Así entre los corintios había algunos que negaban la resurrección de los
muertos. Las antiguas costumbres e ideas pesaban aún en ellos. No es fácil
extirpar del todo el error y los vicios. Pero el Apóstol San Pablo les rebate
con claridad y vigor. La resurrección es posible pues Cristo ha resucitado,
hecho verificado por cuantos les vieron vivo después de haberlo visto muerto en
la Cruz. En una ocasión fueron más de quinientos hermanos los que pudieron
verle y escucharle. Puesta estas premisas, la conclusión es que también
nosotros podemos resucitar, también nosotros resucitaremos. Acude S. Pablo a otro
argumento y les recuerda que si por Adán entró la muerte en el mundo, de la
misma manera por Cristo ha entrado la vida... Es cierto que la muerte aún no ha
sido vencida pues será el último enemigo en caer. Sin embargo, aunque pasemos
por la muerte, como Cristo, pasó, el final será la resurrección, la vida eterna.
Esta lectura
enfoca el Reino de Cristo desde una perspectiva típicamente paulina: la del
Misterio de Cristo. El Señor como Alfa y Omega del universo (cfr. Col. 1, 13-20
y Ef. 1, 3-14). En el contexto de la Resurrección y sus efectos salvadores en
los hombres, propio del capítulo 15 de primera Corintios, Pablo traza las
líneas maestras de esta soberanía y señorío de Cristo.
Naturalmente,
esta descripción tiene un dinamismo hacia el final de los tiempos y San Pablo
acentúa este final glorioso y vencedor del Resucitado. Pero ello ya ha
comenzado en la misma Resurrección, cuya fuerza se derrama hacia los creyentes,
que participan en este misterio de la Vida Nueva. Es el misterio de la
solidaridad.
Por lo tanto,
este dominio del Señor no es desde fuera o por la fuerza, sino dando la vida,
con principios internos o interiorizados. En este punto conviene notar el
sentido analógico que tiene el título de "Rey" dado a Jesucristo y
que el mismo prefacio de la misa de hoy subraya. La victoria no es por
imposición extrínseca, sino por la misma fuerza de la vida. De ahí que el
enemigo por antonomasia sea la muerte.
El proceso que
lleva al punto final glorioso es lento y laborioso. No se puede, o se debe,
pensar en una victoria relampagueante o espectacular, pero es cierta. El punto
final es la identificación de todo el cosmos, por el hombre, con Cristo. Y,
obviamente del Hijo con el Padre, coronando así todo el proceso salvador
iniciado en la creación. Desde la salvación integral es desde donde es preciso
enfocar el Reinado de nuestro Dios. No desde ideologías, poderes u otras
categorías.
Derrocados el
poder y la fuerza de los señores de este mundo, no habrá otro señor que el
mismo Dios, ni otro reino que el reino de Dios. Dios será todo en todos.
Mientras tanto, el evangelio no es sólo el anuncio de una salvación en marcha,
sino también de una promesa pendiente. Por lo tanto hay un camino que recorrer,
un deber que cumplir, una lucha que realizar en la historia. Negar esto sería
caer en vanas ilusiones. Y esto lo niegan prácticamente los que creen que
"ya han llegado" y no esperan otra cosa, pero igualmente aquéllos que
confunden la esperanza cristiana con la pasividad y el verlas venir. Lo que
está por venir, en cierto sentido, está por hacer.
San Pablo
recuerda que Jesús ha resucitado y se ha convertido en primicia de todos los
que han muerto; esto es, que ya ha comenzado la resurrección de los muertos;
pero la muerte, el último enemigo de los hombres, aún no ha sido totalmente
aniquilada. Esto sólo sucederá cuando el Señor vuelva; entonces se acabará con
ella cualquier otra opresión que padecen los hombres desde el pecado de Adán.
El evangelio nos presenta
la visita de María a su prima Isabel. En esta visita el evangelista nos
presenta la oración del Magnificat una nueva forma de
contemplar a Dios y un nuevo modo de contemplar el mundo y la historia. Dios es visto como Señor, omnipotente, santo, y al mismo tiempo como «mi
Salvador»; como excelso, trascendente, y al mismo tiempo como lleno de premura
y de amor por sus criaturas. Del mundo se pone en evidencia la triste división
en poderosos y humildes, ricos y pobres, saciados y hambrientos, pero se
anuncia también el derrocamiento que Dios ha decidido obrar en Cristo entre
estas categorías: «Ha derribado a los poderosos...».
El cántico de María es una especie de preludio al Evangelio. Las
bienaventuranzas evangélicas se contienen ahí como en un germen y en un primer
esbozo: «Bienaventurados los pobres, bienaventurados los que tienen hambre...».
En este canto María se considera parte de los anawim, de los “pobres
de Dios”, de aquéllos que ”temen a Dios”, poniendo en Él toda su confianza y
esperanza y que en el plano humano no gozan de ningún derecho o prestigio. La espiritualidad
de los anawinpuede ser sintetizada por las palabras del salmo 37,79: “Está
delante de Dios en silencio y espera en Él”, porque “aquéllos que esperan en el
Señor poseerán la tierra”.
En el Salmo 86,6, el orante,
dirigiéndose a Dios, dice: “Da a tu siervo tu fuerza”: aquí el término “siervo”
expresa el estar sometido, como también el sentimiento de pertenencia a Dios,
de sentirse seguro junto a Él.
Los pobres, en el sentido
estrictamente bíblico, son aquéllos que ponen en Dios una confianza incondicionada;
por esto han de ser considerados como la parte mejor, cualitativa, del pueblo
de Israel.
Los orgullosos, por el contrario,
son los que ponen toda su confianza en sí mismos.
Ahora, según el Magnificat, los
pobres tienen muchísimos motivos para alegrarse, porque Dios glorifica a
los anawim (Sal 149,4) y desprecia a los orgullosos. Una imagen del
N. T. que traduce muy bien el comportamiento del pobre del A. T. , es la del
publicano que con humildad se golpea el pecho, mientras el fariseo complaciéndose
de sus méritos se consuma en el orgullo (Lc 18,9-14). En definitiva María
celebra todo lo que Dios ha obrado en ella y cuanto obra en el creyente. Gozo y
gratitud caracterizan este himno de salvación, que reconoce grande a Dios, pero
que también hace grande a quien lo canta.
En el Magnificat María nos habla también de sí, de su glorificación ante
todas las generaciones futuras:
«Ha puesto sus ojos en la humildad de su sierva. Por eso desde ahora todas
las generaciones me llamarán bienaventurada. Porque el Poderoso ha hecho obras
grandes en mí».
De esta glorificación de María
nosotros mismos somos testigos «oculares». ¿Qué criatura humana ha sido más
amada e invocada, en la alegría, en el dolor y en el llanto, qué nombre ha
aflorado con más frecuencia que el suyo en labios de los hombres? ¿Y esto no es
gloria? ¿A qué criatura, después de Cristo, han elevado los hombres más
oraciones, más himnos, más catedrales? ¿Qué rostro, más que el suyo, han
buscado reproducir en el arte? «Todas las generaciones me llamarán
bienaventurada», dijo de sí María en el Magnificat (o mejor, había dicho de
ella el Espíritu Santo); y ahí están veinte siglos para demostrar que no se ha
equivocado.
Rafael Pla
Calatayud.
rafael@betaniajerusalen.com
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