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sábado, 7 de julio de 2018

Comentarios a las Lecturas del XIV Domingo del Tiempo Ordinario 8 de julio 2018.

Comentarios a las Lecturas del XIV Domingo del Tiempo Ordinario 8 de julio 2018.

Las lecturas de este domingo 14 del tiempo ordinario nos ponen de manifiesto lo que decíamos más arriba: los profetas en su tiempo fueron frecuentemente incomprendidos y rechazados. Esto les pasó a Ezequiel, como vemos en la primera lectura, a san Pablo, como podemos deducir de la segunda lectura, y al mismo Cristo, como sabemos todos los cristianos

La primera lectura ( Ez. 2, 2-5 ), nos narra el encuentro de Dios con el profeta.
El texto se refiere a la primera visión de Ezequiel, conocida como la "visión del libro". Entonces fue llamado por Dios al servicio profético (hacia el año 593). Cuando el culto resultaba imposible en aquella situación de diáspora, lejos del templo y en medio de un mundo pagano, el sacerdote Ezequiel es investido de una mayor responsabilidad: predicar la palabra de Dios a un pueblo de dura cerviz que no quiere escucharla.
"En aquellos días el espíritu entró en mí, me puso en pie y oí que me decía..." (Ez 2, 2). El profeta  estaba viviendo en el exilio, entre los deportados que estaban junto al río Quebar. Allí fue arrebatado en éxtasis. De pronto una fuerza interior le impulsa a ponerse de pie. Es algo que le domina, que le puede. Y se pone de pie, o lo que es lo mismo se dispone a marchar, a emprender el camino. Esa es la actitud que el profeta ha de tener ante la llamada de Dios. Una actitud de dinamismo, de lucha, de caminante, de peregrino.
La experiencia de la presencia de Dios fue para Ezequiel tan fuerte que cae en tierra, pero el espíritu lo levanta y lo mantiene en pie. El hombre recupera su verticalidad con la fuerza de Dios que lo lanza a la acción. Ezequiel, cuyo nombre significa "Dios es fuerte", va a necesitar toda esa fortaleza divina para cumplir su difícil misión. Pero antes necesita recibir el mensaje, digerirlo, asimilar todas las palabras que Dios quiere decir a su pueblo: Dios le ofrece un libro en el que están escritas, y Ezequiel lo come (3, 3). Si nos alimentáramos nosotros de la palabra de Dios no nos harían tragar los "maestros" tan fácilmente sus "rollos", no seríamos víctimas de la propaganda, de las ideologías... y tendríamos algo nuevo que decir aunque no quisieran escucharnos. En cualquier caso el mundo sabría que hay hombres que no se doblegan y que aún viven los profetas.
Ezequiel actúa como profeta entre los exiliados de Babilonia. Su profecía es una crítica contra el pueblo por su infidelidad que le ha llevado a la situación de desastre en que se encuentra, y también por el afán de los gobernantes que han quedado en Jerusalén después de la primera deportación de aliarse con Egipto para combatir (inútilmente) a Nabucodonosor. Y a la vez es también un anuncio de la fidelidad de Dios que, en el momento oportuno, renovará y restaurará al pueblo.
Es la fuerza de Dios ("el espíritu") el que llama, y el que actúa en aquel que no es más que un "hijo de Adán" (una designación que aparece a menudo en Ezequiel, y quiere destacar la debilidad de la condición humana).
La expresión "hijo del hombre" (="hijo de Adán") es una peculiaridad del libro de Ezequiel, en el que aparece hasta unas noventa veces. Sin embargo, el sentido mesiánico que recibiría este título más tarde se debe al texto de Daniel 7, 13. En nuestro texto viene a subrayar tan sólo la debilidad del hombre, que no puede permanecer en pie delante de Dios y, menos aún, levantarse para cumplir la misión que Dios le encomienda, a no ser que reciba la fuerza del espíritu divino.
Y la llamada es para una labor de crítica y de denuncia. El pueblo es rebelde, infiel: no ha seguido el camino de Dios, ha dado la espalda a Dios. Y Dios, ante esta situación, no quiere dejar de decir su palabra al pueblo: quiere que el pueblo continúe escuchando lo que Dios espera de él, y se dé cuenta del contraste que hay entre lo que Dios quiere y lo que el pueblo hace. Esta será la labor del profeta, y por eso tendrá que enfrentarse a sus compatriotas.
El Señor sabe que no es fácil la misión que encomienda a su profeta. Por eso le desengaña claramente de cualquier ilusión sobre futuros éxitos. Pues el pueblo al que va a ser enviado es un pueblo de cabeza dura y rebelde, su historia es una cadena de falsedades e infidelidades al pacto con el que está unido a Yahvé.
Sin embargo, el éxito de la misión no es asunto del profeta y no debe preocuparle. Además, Dios le garantiza que todos tendrán que oírlo y, hagan o no hagan caso, todo el mundo sabrá que hay un profeta. Nadie puede reducir al silencio la palabra de Dios.

En el salmo responsorial de hoy Salmo 122  (Sal 122 , 1-2a. 2bcd. 3-4), se nos recuerda la obra de la misericordia de Dios en nosotros.
Salmo de Peregrinación o "salmo de Subida", este poema es una joyita literaria, cuyo ritmo verbal está cincelado mediante un juego de repeticiones significativas: los ojos, la mano, "hacia"... Piedad, hartos despreciados... El pueblo de Israel tenía conciencia de ser un pueblo de "pequeños", de "pobres", de "oprimidos", de "despreciados". Todo esto lo dice la palabra hebrea "Anawin" que se traduce ya por "pobre" ya por "humilde". Lejos de abatirse por esta situación, los judíos se apoyaban en ella para "volverse a Dios sólo": privados de todo poder político o militar, ellos "volvían los ojos hacia el cielo". La imagen del "servidor" y de la "servidora" corresponde a una civilización ya superada. No se trata aquí de la relación "señor-esclavo" analizada por Karl Marx, se trata más bien, de una relación "familiar": el servidor en cuestión tiene gran veneración amorosa hacia su señor y acecha el menor signo para obrar rápidamente.
Podemos orar con este salmo, en nombre de aquellos cuya dignidad humana es despreciada, en nombre de los "Derechos Humanos", como se dice hoy, en nombre de los "sin-voz", en nombre de los que sufren ocultamente porque no tienen los medios de hacerse oír en este mundo ruidoso.
Desde el salmo cuidamos el espíritu de servicio. "Como los ojos de la esclava, fijos en las manos de su señora"... Estamos en una civilización muy distinta, es cierto. Estas palabras a lo mejor no nos dicen nada, quizá nos fastidian. Sin embargo si logramos superar nuestros esquemas ideológicos, descubriremos un ideal muy moderno: este espíritu de escucha y de atención al otro, tan mencionado por las ciencias humanas.
 "Hacia Ti levanto los ojos". Hacia Ti, Señor, elevo mi alma". En ninguna parte como en los ojos está el alma. Nuestros ojos hablan. Nos pueden servir para la oración... Fijos en un icono, en un crucifijo, en el Tabernáculo... Vueltos hacia el "Pan de Vida", el Cuerpo de Cristo.
Desde el salmo descubrimos el espíritu de pobreza: los "Anawim". ¿Estamos en una situación de abundancia, comparativamente respecto a los demás? Deberíamos entonces aplicarnos, los primeros, esta condenación del "desprecio de los orgullosos", que indigna a los pobres. Los "pobres" llenan los salmos. Los pobres son aquellos "cuya angustia los hace conscientes de su dependencia absoluta de Dios"... "Aquellos que todo lo esperan de su bondad"... "Aquellos a quienes falta algo y no están satisfechos"... "Aquellos cuyo ideal no han logrado alcanzar y que permanecen siempre pobres y disponibles"... "Aquellos que están en búsqueda de una realización, de una perfección mayor"... "Aquellos a quienes la tierra no basta y..." Todos, en el fondo, ante Dios, somos "pobres" "Anawim". Pero podemos ser inconscientes... ¡"Bienaventurados los pobres de corazón, dice Jesús, porque de ellos es el Reino de Dios!". En este sentido "religioso", la palabra "pobre" se opone menos a "rico" que a estas otras palabras: "orgulloso", "malvado", "impío", "gocetas", "escéptico", "burlón", "chancista", "materialista satisfecho". "Esto es demasiado, estamos hartos del escarnio de los pudientes, del desprecio de los orgullosos". Pero sigue siendo cierto que algo de pobreza material es necesaria para hacernos descubrir la pobreza esencial: cuando todo lo tenemos aquí abajo, cuando ya hemos recibido la consolación, cuando estamos "satisfechos", no estamos preparados a escuchar los llamados espirituales del más allá.

 En la segunda lectura (2 Cor.12, 7b-10 ), San Pablo termina su segunda carta a los de Corinto. En el fragmento que hoy leemos San Pablo recuerda sus limitaciones humanas. La intención profunda del apóstol es mostrar que toda la grandeza de su misión tiene su origen en la gracia de Dios y no en sus propios méritos. En ningún momento intenta minimizar la gloria de la misión apostólica (sería falsa humildad), pero al mismo tiempo es siempre plenamente consciente de su debilidad personal (humildad como verdad).
El tema de la debilidad domina este pasaje. Los adversarios de Pablo, para desacreditarlo a los ojos de los corintios, quieren servirse de su superioridad sobre él en el campo de los carismas. Pablo no puede entonces contenerse en poner de relieve la acción de Dios en la debilidad de su ministerio (2 Cor 11, 14-33) e incluso tiene que probar que no tiene nada que temer de sus acusadores, aun sobre el plano de los carismas. Si no se gloría más y pone más bien en relieve su debilidad, es porque no defiende su propia persona, sino la naturaleza misma del ministerio apostólico.
San Pablo repite varias veces los términos “gloriarse” y “debilidad” (καυχήσομαι / ἀσθενείαις): “¿Hay que gloriarse?: sé que no está bien, pero paso a las visiones y revelaciones del Señor! (2 Cor, 12, 1); “De alguien así podría gloriarme; pero, por lo que a mí respecta, solo me gloriaré de mis debilidades. Aunque, si quisiera gloriarme, no me comportaría como un necio, diría la pura verdad” (2 Cor, 12, 5-6); “‘Te basta mi gracia: la fuerza se realiza en la debilidad’. Así que muy a gusto me glorío de mis debilidades, para que resida en mí la fuerza de Cristo. Por eso vivo contento en medio de las debilidades, los insultos, las privaciones, las persecuciones y las dificultades sufridas por Cristo. Porque cuando soy débil, entonces soy fuerte” (2 Cor, 12, 9-10). ¿Qué debilidades son estas? ¿Es real que son los pecados? Es improbable, una vez que en este misma epístola cuando él habla del “pecado” utilizando otros términos: ἁμαρτίαν / προημαρτηκότων.
San Pablo alude a las revelaciones que ha recibido. Podría haber sentido orgullo. Pero el Señor le ha preservado de caer en él, humillándole mediante una "espina" en la carne que le puede asemejar a quien está bajo el imperio del demonio y no a un representante de Dios. En aquella época las debilidades nerviosas y otras muchas enfermedades eran consideradas como obra del demonio. Parece inútil intentar precisar cuál es la "espina" de que habla S. Pablo. Se ha hablado de tentaciones sexuales, sin prueba alguna posible. Sin duda se trata de alguna enfermedad humillante y crónica; algo que indispusiera de algún modo a sus auditores y predispusiera a negarle audiencia. ¿Es un hombre de Dios (los Galatas le recibieron como a un ángel (Ga 4, 14) o es un poseso de Satanás?
El Señor no quiere librar a San Pablo de esta "espina" que le hace partícipe de la cruz de Cristo, humillándole, y dándole a la vez fuerzas en su debilidad. Es el poder de Cristo lo que habita en él, en su propia debilidad. Es por tanto, fuerte, siendo débil, y así queda todo el sitio libre para el poder de Dios que habita en él. El Cristo humillado y en cruz tenía en sí mismo toda la fuerza del Espíritu y en el mismo momento en que estaba sumido en el sufrimiento y parecía débil, arrancaba al mundo del pecado y le elevaba con él a la vida de Dios.
La vida de persecución, de dificultad, de sufrimientos de todo tipo, no es para el cristiano fuente de desesperanza y de desánimo, sino que es una vida que toma toda su fuerza en el Señor que vive en él. Esta debilidad y estos sufrimientos posibilitan al cristiano hacer el vacío en sí mismo para que pueda habitar en su vida la fuerza de Cristo.
San Pablo habla por propia experiencia de la fortaleza que viene de Cristo. Ante las dificultades y propia debilidad San Pablo no sólo no se acobarda, sino que se crece ante las dificultades. Y todo lo hace por Cristo y con Cristo, dejando que sea el mismo Cristo el que actúe en él y por él.

En el evangelio de hoy  (Mc. 6, 1-6), Jesús vuelve a Nazaret, su tierra, por haber vivido allí después de volver de Egipto. Rincón risueño y escondido de Galilea, escenario y marco de su vida oculta.
Jesús asiste al rito de la sinagoga y comienza a hablar, haciendo uso del derecho a intervenir que tenía cualquiera de los asistentes. Sus palabras trascienden sabiduría, fuerza y luz para quienes le escuchan con buenas disposiciones. En cambio, para quienes oyen con espíritu crítico, esas mismas palabras provocaron la desconfianza y hasta el escándalo. ¿De dónde saca todo eso? ¿No es éste el hijo del carpintero, el hijo de María, hermano de
Santiago y José y Judas y Simón?
Lo primero que hay que aclarar es que estos hermanos que se nombran aquí, así como en otros pasajes evangélicos, no se pueden entender como hermanos propiamente dichos. María, en efecto, sólo tuvo un hijo, y éste por obra y gracia del Espíritu Santo. Es decir, Santa María fue siempre virgen. Según el modo de hablar de los semitas se llamaban hermanos también a los parientes más o menos cercanos, como podían ser los primos.
El fragmento de hoy cierra la primera etapa del ministerio de Jesús. Es la etapa de la popularidad en Galilea, de las multitudes que se acercan a él para escucharle y para que les cure a los enfermos, la etapa en que se muestra como por Jesús llega a los hombres el Reino de Dios que transforma los corazones y libera del mal.
Resalta, en el texto de hoy, la manera cómo reacciona la gente ante la palabra de Jesús en contraste con las reacciones del inicio de la vida pública: allí la gente decía que "enseñaba con autoridad", y quedaban admirados ( 1,21 ss); aquí no importa cómo enseña, sino que de entrada no resulta aceptable que pueda tener autoridad alguien que es una persona normal.
San Marcos cierra esta etapa en Nazaret, su pueblo, que viene a ser como un símbolo de todo el pueblo de Israel. Porque, efectivamente, a pesar del éxito inicial y la popularidad, el conjunto del pueblo no puede aceptar que Dios manifieste su Reino a través de alguien que es un hombre como otro cualquiera, con una familia y un oficio como la demás gente. Jesús pretendía cambiar la vida de su pueblo, y de hecho, de entrada, parecía que los que le veían y le escuchaban quedaban cautivados por lo que decía y hacía. Pero poco a poco su pretensión les fue pareciendo excesiva: ¿qué credenciales podía exhibir Jesús para hacer y decir todo aquello?
Y después resalta que Jesús "no pudo hacer" ningún milagro. El domingo pasado, en los dos milagros que leíamos, se veía que la fe-confianza llevaba a la curación, y aquí no está presente esta fe-confianza. Por eso, "su tierra" queda excluida de la liberación, excepto "algunos enfermos": ¡no todo el pueblo se cierra a Jesús!
La extrañeza y el posterior rechazo de sus paisanos basándose en el origen humilde y conocido de Jesús tiene en San Marcos  un cierto tono de insulto. Le piden que haga en su pueblo los milagros realizados en otros lugares. El milagro se encuentra principalmente en la interpretación de un hecho como acción salvadora de Dios. Sin la fe de los testigos de una curación no puede haber milagro. En este caso, los actos de Jesús no fueron leídos desde una óptica de fe, y el milagro no fue posible. Jesús comentó amargamente: “Un profeta sólo en su patria, entre sus parientes y en su casa carece de prestigio”. Esta frase se ha convertido en proverbial: nadie es profeta en su tierra. Pero esto es sólo una curiosidad.
La "extrañeza" de Jesús ante el hecho de "su falta de fe" se convertirá, al final de la vida pública, en lamento sobre Jerusalén, que no ha querido recibir a su liberador.
Jesús, después de esta escena-resumen, empezará a centrar su acción en sus discípulos. Continuará predicando y curando enfermos, y realizará la acción pública y simbólica de alimentar las multitudes multiplicando los panes y los peces, pero su interés estará centrado sobre todo en hacer comprender el sentido de su misión al grupo más reducido y cercano de los que van con él.

Para nuestra vida.
Cierto que ordinariamente la gracia de Dios se reducirá a menudo a una suave atracción que nos nace de pronto muy dentro. Pero tu respuesta ha de ser la misma: Ponerte de pie, disponerte a caminar por el itinerario que Dios te va a marcar. Consciente de que el primer enemigo eres tú mismo, cuando eres comodón, egoísta, soberbio, ambicioso. Has de luchar esas malas inclinaciones interiores que a veces te dominan. Decídete, Dios pasa, ponte en pie.
No debes olvidar que Dios sigue enviando a sus profetas. Son los que siguen cogiendo la antorcha que un día Cristo entregara a los suyos... Lo contrario sería injusto por parte de Dios. Es como si se cerrara en un profundo silencio, ausente de nuestras vidas, desinteresado por nuestros problemas, indiferente ante nuestra salvación.

En la primera lectura vemos el ejemplo de un profeta. El profeta Ezequiel predicó en tiempos del exilio y en circunstancias muy difíciles. El pueblo de Israel había dejado de fiarse de Dios y, por tanto, tampoco se fiaba de sus profetas. Dios manda a Ezequiel que insista y que no desista de su vocación de profeta, que el pueblo sepa que él, Dios, no se ha olvidado de ellos.
Ezequiel es investido de una gran responsabilidad: predicar la palabra de Dios a un pueblo de dura cerviz que no quiere escucharla. La experiencia de la presencia de Dios fue para Ezequiel tan fuerte que cae en tierra, pero el espíritu lo levanta y lo mantiene en pie. El hombre recupera su verticalidad con la fuerza de Dios que lo lanza a la acción. Ezequiel, cuyo nombre significa "Dios es fuerte", va a necesitar toda esa fortaleza divina para cumplir su difícil misión. Pero antes necesita recibir el mensaje, digerirlo, asimilar todas las palabras que Dios quiere decir a su pueblo: Dios le ofrece un libro en el que están escritas, y Ezequiel lo come. Si nos alimentáramos nosotros de la palabra de Dios el mundo sabría que hay hombres que no se doblegan y que aún viven los profetas. El Señor sabe que no es fácil la misión que encomienda a su profeta. Por eso le desengaña claramente de cualquier ilusión sobre futuros éxitos. Pues el pueblo al que va a ser enviado es un pueblo de cabeza dura y rebelde, su historia es una cadena de falsedades e infidelidades al pacto con el que está unido a Yahvé. Sin embargo, estamos acostumbrados a creer que un profeta es alguien que adivina el futuro.
No es fácil la labor del profeta, pues muchas veces es incomprendido y perseguido. Los falsos profetas se dejan alagar por el éxito o el poder. Son aquellos que dicen a los poderosos lo que quieren oír. El verdadero profeta es aquél que dice palabras que escuecen, no busca la fama ni el éxito, ni los honores, sino sólo quiere ser fiel a la palabra que ha recibido de Dios. Profeta es el que denuncia la injusticia y el pecado, es el que anuncia la buena noticia. Dios presta su apoyo a Ezequiel y le dice que no se desanime, pues al final se cumplirán sus palabras. Ezequiel es el profeta de la esperanza. Todos reconocerán que “hubo un profeta en medio de ellos”. Sin embargo, el éxito de la misión no es asunto del profeta y no debe preocuparle. Además, Dios le garantiza que todos tendrán que oírlo y, hagan o no hagan caso, todo el mundo sabrá que hay un profeta. Nadie puede reducir al silencio la palabra de Dios.
A lo largo de toda la Historia de los hombres, Dios ha enviado a sus mensajeros, sus profetas, los hombres que hablan en su nombre, sus pregoneros, sus portavoces. De un modo o de otro, también hoy nos llega el eco de sus voces, el contenido de su mensaje. La respuesta será variada. "Ellos, te hagan caso o no te hagan caso (pues son un pueblo rebelde), sabrán que hubo un profeta en medio de ellos" (Ez 2,5).
Pero este pueblo es rebelde y no quiere hacer caso. Es cierto que habrá quienes oigan el mensaje de Dios y lo vivan. Esos se salvarán, serán felices aquí en la tierra y allá en el Cielo. Los otros no. Los que no oyen la palabra de Dios, o los que la oyen y no la ponen en práctica, esos serán unos desgraciados. Y no podrán excusarse, no podrán decir que no hubo profetas en su tiempo.
No podemos olvidar que nosotros por el bautismo somos también marcados como profetas. Todo bautizado  participa del profetismo de Jesús. No sólo los sacerdotes son profetas. También todo laico bautizado. Debemos ofrecer a Dios nuestros labios de modo que el Señor pueda seguir predicando por nuestro intermedio durante todo el trascurso de la historia, expulsando esos demonios que siguen estropeando los cuerpos y las almas de tantos que se dejan llevar por sus hechizos prometiendo la eterna juventud, como narra el escritor irlandés Oscar Wilde en su obra “El retrato de Dorian Gray”, a cambio de vender su alma al Mefistófeles de turno, parafraseando el Fausto del escritor y poeta alemán Goethe. Y debemos predicar la buena nueva por todos los tejados: casa, fábrica, puesto de trabajo, escuela, hospital, asilo de ancianos…hasta alcanzar todas las periferias existenciales, físicas, morales y espirituales.
Profetas que también sepamos denunciar con respeto los desvaríos e injusticias de tantos –el pecado-, como hacía Cristo. Y esto desde todos los medios lícitos y buenos: medios de comunicación, púlpito, cátedras, mesa familiar. Y no sólo con la palabra, sino sobre todo con el ejemplo de vida.
En estos tiempos nuestros, en este siglo XXI, también nosotros, los cristianos, no debemos desanimarnos ante las dificultades que nuestra sociedad ofrece a nuestros catequistas y evangelizadores para cumplir con su misión de anunciar el evangelio de Jesús, el reino de Dios a las personas con las que convivimos. Nos hagan caso o no, nosotros no debemos de dejar de predicar y predicar el evangelio. Las dificultades no sólo no deben desanimarnos, sino que deben de confirmarnos en la necesidad de nuestra misión. Más necesario es predicar el evangelio a una sociedad que, mayoritariamente, ha dejado de creer en él, que a una sociedad mayoritariamente fiel y creyente.
¿Soy consciente de ser profeta desde el bautismo? ¿Anuncio con alegría y convencimiento la Buena Nueva del Evangelio, sin miedo y sin temor? ¿Denuncio el mal, sin condimentar lo que dice Dios con criterios mundanos? ¿A quién no he querido anunciar el mensaje de Cristo y denunciar con caridad el mal?
Así comenta el Papa emérito Benedicto XVI: el Salmo 122, «El Señor, esperanza del pueblo»
" Queridos hermanos:
Por desgracia, habéis sufrido bajo la lluvia. Esperemos que ahora el tiempo mejore.
1. De manera muy incisiva, Jesús afirma en el Evangelio que los ojos son un símbolo expresivo del yo profundo, un espejo del alma (cf. Mateo 6, 22-23). Pues bien, el Salmo 122, que se acaba de proclamar, se sintetiza en un intercambio de miradas: el fiel alza sus ojos al Señor y espera una reacción divina para percibir un gesto de amor, una mirada de benevolencia. También nosotros elevamos un poco los ojos y esperamos un gesto de benevolencia del Señor.
Con frecuencia, en el Salterio se habla de la mirada del Altísimo, que «observa desde el cielo a los hijos de Adán, para ver si hay alguno sensato que busque a Dios» (Salmo 13, 2). El salmista, como hemos escuchado, recurre a una imagen, la del siervo y la de la esclava, que miran a su señor en espera de una decisión liberadora.
Si bien la escena está ligada al mundo antiguo a sus estructuras sociales, la idea es clara y significativa: esta imagen tomada del mundo del antiguo Oriente quiere exaltar la adhesión del pobre, la esperanza del oprimido y la disponibilidad del justo al Señor.
2. El orante está en espera de que las manos divinas se muevan, pues actuarán según justicia, destruyendo el mal. Por este motivo, con frecuencia, en el Salterio el orante eleva sus ojos llenos de esperanza hacia el Señor: «Tengo los ojos puestos en el Señor, porque Él saca mis pies de la red» (Salmo 24, 15), mientras «se me nublan los ojos de tanto aguardar a mi Dios» (Salmo 68,4).
El Salmo 122 es una súplica en la que la voz de un fiel se une a la de toda la comunidad: de hecho, el Salmo pasa de la primera persona del singular --«a ti levanto mis ojos»-- a la del plural «nuestros ojos» (Cf. versículos 1-3). Expresa la esperanza de que las manos del Señor se abran para difundir dones de justicia y de libertad. El justo espera que la mirada de Dios se revele en toda su ternura y bondad, como se lee en la antigua bendición sacerdotal del libro de los Números: «ilumine el Señor su rostro sobre ti y te sea propicio; el Señor te muestre su rostro y te conceda la paz» (Números 6, 25-26).
3. La importancia de la mirada amorosa de Dios se revela en la segunda parte del salmo, caracterizada por la invocación: «Misericordia, Señor, misericordia»» (Salmo 122, 3). Continúa con el final de la primera parte, en el que se confirma la expectativa confiada, «esperando su misericordia» (versículo 2).
Los fieles tienen necesidad de una intervención de Dios porque se encuentran en una situación penosa, de desprecio y de vejaciones por parte de prepotentes. La imagen que utiliza ahora el salmista es la de la saciedad: «estamos saciados de desprecios; nuestra alma está saciada del sarcasmo de los satisfechos, del desprecio de los orgullosos» (versículos 3-4).
A la tradicional saciedad bíblica de comida y de años, considerada como signo de la bendición divina, se le opone ahora una intolerable saciedad constituida por una carga exorbitante de humillaciones. Y sabemos que hoy muchas naciones, muchos individuos están llenos de vejaciones, están demasiado saciados de las vejaciones de los satisfechos, del desprecio de los soberbios. Recemos por ellos y ayudemos a estos hermanos nuestros humillados.
Por este motivo, los justos han confiado su causa al Señor y no es indiferente a esos ojos implorantes, no ignora su invocación ni la nuestra, ni decepciona su esperanza.
4. Al final, dejemos espacio a la voz de san Ambrosio, el gran arzobispo de Milán, quien con el espíritu del salmista, da ritmo poético a la obra de Dios que nos llega a través de Jesús Salvador: «Cristo es todo para nosotros. Si quieres curar una herida, él es médico; si estás ardiendo de fiebre, es fuente; si estás oprimido por la iniquidad, es justicia; si tienes necesidad de ayuda, es fuerza; si tienes miedo de la muerte, es vida; si deseas el cielo, es camino; si huyes de las tinieblas, es luz; si buscas comida, es alimento» («La virginidad« --«La verginità»--, 99: SAEMO, XIV/2, Milano-Roma 1989, p. 81)." (Papa Benedicto XVI. Plaza de San Pedro del Vaticano.Audiencia general miércoles, 15 junio 2005).  
Si no queremos caer en lo irreal y la hipocresía, preguntémonos al recitar este salmo, si de alguna manera no participamos en este "tiempo de desprecio". ¿Hay personas a las cuales "yo" desprecio? ¿A cuáles grupos amo y respeto con mayor dificultad? ¿Podemos llamarnos "discípulos de Jesús" si aún reservamos parcelas de racismo, de odio, de desprecio, hacia un hombre cualquiera que sea, enemigo o adversario? "Si amáis únicamente a los que piensan como vosotros, no hacéis nada extraordinario, también lo hacen los paganos... (Mateo 5,46-Lucas 6,27).
En el fondo, estamos llenos de nosotros mismos y no "acogemos" de verdad al otro. Ojos que miran la mano. Imagen de extrema sutileza sicológica. "Mi alma alaba al Señor y mi espíritu exulta, porque Dios ha puesto sus ojos en la humildad de su esclava". Paralelo admirable. María vivió de verdad, el ideal expresado en este salmo 122: se llama a sí misma la humilde "sierva", atenta a hacer la voluntad del Señor. Paradójicamente, el "servicio" se hace a la inversa, la "mirada" de Dios está atenta a realizar el menor deseo de su "sierva".
La pobreza y la riqueza no son realidades asépticas. Jesús dijo también que las "riquezas" son peligrosas. ¿No será por esto que los países ricos profesan un ateísmo de masa? Quien está harto de bienes materiales corre el riesgo de encerrarse en este mundo mezquino, olvidando que le hace falta lo esencial.

En la segunda lectura, San Pablo nos recuerda lo que tenemos que hacer los cristianos de todos los tiempos: no creernos nosotros los protagonistas del evangelio, sino dejar que sea Dios el que actúe en nosotros y a través de nosotros. El buen predicador no busca nunca su propia gloria, sino la gloria de Dios en todo lo que hace y dice. Esto es lo que quiere decirnos san Pablo, en esta carta, cuando afirma: “cuando soy débil, entonces soy fuerte”.
¿De qué debilidades se gloría San Pablo?

San Agustín nos dice que nadie puede gloriarse del mal pues esto no es gloria sino miseria.

"Señor, yo me creía que era algo por mí solo, me juzgaba autosuficiente por mí, sin caer en la cuenta de que Tú me regías, hasta cuando te apartaste de mí, y entonces caí en mí, y vi y reconocí que eras Tú quien me socorría; que si caí fue por mi culpa, y si me levanté fue por ti. Me has abierto los ojos, luz divina, me has levantado y me has iluminado; y he visto que la vida del hombre sobre la tierra es una prueba, y que ninguna carne puede gloriarse ante ti, ni se justifica ningún viviente, porque todo bien, grande o pequeño, es don tuyo, y nuestro no es sino lo malo. ¿De qué pues podrá gloriarse toda carne?, ¿acaso del mal? Pero eso no es gloria sino miseria. ¿Podrá gloriarse de algún bien, aunque sea ajeno? Pero todo bien es tuyo, Señor, y tuya es la gloria". (San Agustín. Soliloquio del alma a Dios, 15)

y Santo Tomás de Aquino nos recuerda que la flaqueza es materia de la virtud.

" Y esta expresión: “la fuerza se perfecciona en la flaqueza” se puede entender de dos maneras: materialmente u ocasionalmente. Si se entiende materialmente, el sentido es éste: la fuerza se perfecciona en la flaqueza, esto es, la flaqueza es la materia de la virtud que se ha de ejercer. Y primeramente de la humildad, como arriba se dijo; y luego de la paciencia (La prueba de la fe produce la paciencia: Sant. 1, 3); tercero, de la templanza, porque por la flaqueza se debilita el fomes y se hace uno moderado.
Y si se entiende ocasionalmente, entonces la fuerza se perfecciona en la flaqueza, o sea, es la ocasión de alcanzar la virtud perfecta, porque sabiéndose débil el hombre, más se esfuerza por resistir, y por el hecho de resistir y luchar se hace más esforzado, y consiguientemente más fuerte" . (Santo Tomás de Aquino. Comentario a la Segunda Carta de San Pablo a los Corintios, lec. 3: 2 Cor 12, 7-10).
"Por eso, vivo contento en medio de mis debilidades, de los insultos, de las privaciones, las persecuciones y las dificultades sufridas por Cristo. Porque, cuando soy débil, entonces soy fuerte". La vida del apóstol san Pablo la conocemos suficientemente bien todos los cristianos. Fue un apóstol que predicó el evangelio de Jesús a los gentiles, con una fortaleza y una capacidad de sufrimiento grandísima. En su predicación sufrió toda clase de dificultades, persecuciones y la misma muerte. Pero todo lo sufrió con valentía por su fe y su amor a Cristo. “No soy yo, llegó a decir, es Cristo quien vive en mí”. No se fio nunca de su propia fuerza, sino de la fuerza del Cristo que vivía en él. Un buen ejemplo para nosotros, los cristianos de todos los tiempos: no somos nosotros, es el Cristo que actúa en nosotros el que es fuerte. En nuestra debilidad debemos dejar que actúe la fuerza de Dios. Precisamente, porque el Señor ve nuestra debilidad y nuestra humildad, como decía María, la madre de Jesús, es por lo que Dios puede hacer en nosotros maravillas. Seamos humildes también nosotros, reconociendo nuestra debilidad. Como hoy nos dice san Pablo de sí mismo, y dejemos que en nuestra debilidad se manifieste la fuerza de Cristo.
El difícil equilibrio del que da muestras Pablo -orgullo de su misión sin vanagloria, reconocimiento de su debilidad sin pusilanimidad- debería ser una cualidad permanente en cuantos formamos la Iglesia. Sin dejar de ser débiles, hemos recibido la fuerza de Dios. Debemos ser, por tanto, atrevidos en la proclamación del Evangelio, a pesar de nuestras propias infidelidades al mensaje que anunciamos. Cuanto más clara sea la conciencia de nuestra debilidad, más eficaz será la fuerza de Dios y más alejados nos encontraremos del estúpido triunfalismo.

En el evangelio hoy, Jesús como judío piadoso y cumplidor que era, acude a la sinagoga el día del sábado que según la ley mosaica era sagrado. La Iglesia, desde el principio de su historia, sustituyó el sábado por el primer día  de la semana, que comenzó a llamarse domingo, precisamente por ser el día del Señor, Dominus en latín. Con su conducta Jesús nos da ejemplo para que también nosotros santifiquemos ese día dedicado a Dios y no el que a cada uno le parezca oportuno.
El pasaje evangélico nos lanza también una advertencia implícita que podemos resumir así: ¡atentos a no cometer el mismo error que cometieron los nazarenos! En cierto sentido, Jesús vuelve a su patria cada vez que su Evangelio es anunciado en los países que fueron, en un tiempo, la cuna del cristianismo.
El rechazo de los habitantes de Nazaret nos ha de poner en guardia, para no dejarnos llevar del espíritu crítico cuando escuchamos a quien nos habla en nombre de Dios. Detrás de las apariencias de la palabra humana hay que descubrir el brillo de la palabra divina. Ojalá podamos decir con Santa Teresa que jamás escuchamos un sermón sin sacar provecho para nuestra alma.
El episodio del Evangelio nos enseña algo importante. Jesús nos deja libres; propone, no impone sus dones. Aquel día, ante el rechazo de sus paisanos, Jesús no se abandonó a amenazas e invectivas. Dios tiene mucho más respeto de nuestra libertad que la que tenemos nosotros mismos, los unos de la de los otros. Esto crea una gran responsabilidad. San Agustín decía: “Tengo miedo de Jesús que pasa”. Podría, en efecto, pasar sin que me percate, pasar sin que yo esté dispuesto a acogerle.
La enseñanza para nosotros hoy es que debemos poner mucha atención a lo que ocurre a nuestro alrededor en todas las manifestaciones de la vida, y, asimismo, en el ámbito religioso. Cristo se nos presenta muchas veces ante nosotros con la imagen de los hermanos que sufren o, ¿quién sabe?, con la presencia de unos niños –que como a San Agustín— que cantan, en la lejanía, sobre lo que tenemos que hacer. Es muy importante estar abierto a cualquier inspiración del Espíritu y hemos de pedirle a Dios el don del discernimiento: saber que es de Dios, de todo lo que recibimos de nuestros hermanos más cercanos a nosotros.
 La humildad es siempre un buen camino para descubrir esos mensajes. Y por el contrario la soberbia es el gran impedimento para tener ojos y oídos abiertos a las inspiraciones de Dios. Amemos a nuestros semejantes, comenzando por los que comparten nuestra vida en nuestro barrio, que nos parecerán, ni famosos, ni importantes. Por ellos nos puede hablar Dios… No hay que cruzar los mares y atravesar los continentes para recibir la Palabra. Es más que probable que nos la estén diciendo cerca, muy cerca, y, sin embargo, que no consideremos que esa persona “conocida de toda la vida”, pueda ser un mensajero del Altísimo. Busquemos, con ahínco, los muchos profetas que, sin duda, hay en nuestra tierra.

Rafael Pla Calatayud.
rafael@betaniajerusalen.com

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